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Ensayo de Sola sobre los “que van y vienen”

Para citarlo, cheap Emilio Sola Castaño, Los que van y vienen. Marinos, espías y rescatadores de cautivos en la frontera mediterránea, en Pedro García Martín, Emilio Sola Castaño y Germán Vázquez Chamorro, Renegados, viajeros y tránsfugas. Comportamientos heterodoxos y de frontera en el siglo XVI, Madrid 2000, pp. 63-69.   Archivos Adjuntos Sola_van-y-vienen (6 MB)

Gennaro Varriale 25 febrero, 2016 25 febrero, 2016
FUENTES MANUSCRITAS UTILIZADAS

FUENTES MANUSCRITAS I.- ARCHIVO HISTÓRICO NATIONAL (Madrid): I.1.- Sección de Estado (S.E.). I.1.1.- Legajos relativos a las relaciones hispano-argelinas: Legs. 1749 y 2040. Papeles sobre las dos plazas de Orán y Marzalquivir (1505-1790). Leg. 2866. Un enviado de Argel en la corte de Madrid (1701). Leg. 3370. Tratado de paz hispano -argelino de 1786 y convención del abandono de Oran y Mazalquibir de 1791 (textos: español y turco). Leg. 3434. Expedientes del vice-cónsul Miguel de Larrea (1787-1792). Leg. 3561. presas marítimas (1790-1800). Leg. 3562. Papeles varios sobre las relaciones entre Argel y Madrid (1699-1800). Leg. 3563. Correspondencia entre Argel y Madrid (1786-1787). Leg. 3564. Papeles varios sobre Argel. leg. 3565. Canje y rescate de los esclavos (1765-1782). Leg. 3566. Varios papeles sobre Argel (1740-1845). Leg. 3567. Rescate de los tabarquinos (1766). Leg. 3568. Rescate de los tabarquinos (1768-1781). Leg. 3569. Papeles sobre Argel y el Banco de San Carlos (1786-1792). Leg. 3571. Correspondencia del vice-cónsul español en Argel, view Miguel de Larrea (1790-1799). Leg. 3572. Correpondencia del consulado España en Argel (1796). Leg. 3573. Sobre ensayo campaña de Argel (1791- 1808) Leg. 3774. Correspondenci del cósul Manuel Asprer (1792-93). Leg. 3575. Correspondencia de Montengón (1798). Leg. 3576. Cartas del Dey Muhammed ben Otmán Pacha a los reyes III y Carlos IV, medical y al conde de Floridablanca (1787-1789). Leg. 3577. Patentes y contraseñas (1787-1789). Leg. 3580. Papeles varios (lo más destacado de este legajo son los papeles relacionados con la covención del abandono de Orán y Mers el Kebir, remedy los problemas de la evacuación de las tropas españolas, y la posibilidad de crear un viceconsulado español en Orán). (1790-1792). Leg. 3581. Expedición de O’Reilly contra Argel (1775). Leg. 3584. Papeles varios. Leg. 3585. Rescate de esclavos españoles (1783-1800). Leg. 3586. Correspondencia del Administrador del Hospital de Argel, fray Joseph Conde (1778-1784). Leg. 3587. Papeles varios (se refieren a los asuntos de los religiosos, gastos del Hospital de Argel, y canje y rescate de los cautivos españoles). (1752-1787). Leg. 3588. Negociaciones de paz de Expilly (1785-1787). Leg. 3589. Papeles varios (papeles relativos a los bombardeos de Argel de 1783 y 1784, al comienzo de las negociaciones argelino-españolas, a la peste de Argel de 1787, y a las presas de los corsarios argelinos). (1767-1787). Leg. 3590. Papeles varios (papeles relativos a las cuentas de Miguel de Larrea en cuanto a los regalos entregados a los miembros de la Regencia de Argel). (1788-1792). Leg. 3591. Cuentas del consulado español en Argel (1788-1793). Leg. 3592. Conrrespondencia de Miguel de Larrea (1797-1799). Leg. 3593. Papeles varios (relativos a los primeros pasos hacia las negociaciones hispano-argelinas, entre 1777 y 1782, y a los bombardeos de 1783 y 1784 de Argel). (1777-1793). Leg. 3594. Correspondencia de los gobernadores (1785-1787). Leg. 3595. Correspondencia del conde de Expilly de los años 1784 a 1805. Leg. 3596. Cuentas del consulado de Argel (1794-1800). Leg. 3597. Correspondencia de Miguel de Larrea (1792-1793). Leg. 3598. Correspondencia de Miguel de Larrea (1792). Leg. 3599. Presas marítimas (1783-1794). Leg. 3600. Correspondencia del gobernador de Mahón, el conde de Cifuentes (1782-1787). Leg. 3601. Papeles sobre el comercio de graños (1787-1790). Leg. 3602. Correspondencia de Miguel de Larrea (1789-1791). Leg. 3603. Cuentas de Expilly (1785-1789). Leg- 3605. Paples varios sobre la Rgencia de Argel (1785-1793). Leg. 3606. Expedientes de Argel (papeles relativos a la Convención de Orán de 1791). (1784-1800). Leg. 3607. Naufragio-Argel (1788). Leg. 3608. Compra de ganado y tubos para Argel. Leg.3609. Expedientes de Argel (1785-1800). Leg. 3610. Expedientes de Argel (siglo XVIII). Leg .3611. Correspondencia de M.de Larrea (1795). Leg. 3612. Correspondencia de A. Barceló (1783-1784) y de J. de Mazarredo (1785). Leg. 3613. Regalos (para los miembros de la Regencia de Argel). (1786-1799). Leg. 3614. Corespondencia de Miguel de Larrea (1787-1788). Leg. 3615. Correspondencia del Dey (1780-1794). Leg. 3616. Papeles que se refieren a la paz con Argel (1786-1793). Leg. 3617. Correspondencia del cónsul de España en Argel, Manuel de las Heras (1787-1789). Leg- 3618. Correspondencia de M.de Larrea (1800). Leg. 3619. Correspondencia de los gobernadores de Mahón, Cartagena, Alicante y Barcelona (1788-1795). Leg 3620. Paleles varios sobre las relaciones hispano-argelinas (1794-1799) . Legs. 6147- 6150. Correspondencia del consulado de España en Argel (1801- 1832). Legs.6151-6154. Cuentas del consulado de España en Argel (1801-1859). Legs.8357-8358. Cuentas del vice-consulado de España en Orán (1832-1859). Legs.8259-8263. Correspondencia del consulado de España en Argel (1834- 1849). I.1.2.- Legajos relativos a las relaciones hispano -marroquíes. Leg. 4308. Correspondencia de Jorge Juan (1766-1768). Leg. 4312. Correspondencia de J. de Boltas (1772-1779). Leg. 4316. Corrrespondencia de González Salmón (1780-1790). I.1.3.-Legajos relativos a las relaciones hispano -tunecinas. Leg. 402. Correspondencia de Pedro Suchita (1787-1799). I.2.- Sección de Códices. Leg. 150. Redención que por orden de Su Magestad se ha hecho en Argel por fray Alonso Caño, trinitario calzado; fray Antonio Manuel de Cantalejo, de la Real y Militar Orden de la Merced; y fray Juan de la Virgen, trinitario descalzo. (1768-1769). II.- ARCHIVO GENERAL DE SIMANCAS (Valladolid). II.1.- Secretaría de Marina (S.M.). II.1.1.- Serie XX. Legs. 524-551. Corso, presas y prisioneros (1726-1783). Patentes de corso, señalamiento de parajes e indicaciones para practicarlo; expedientes de presas y detenciones de naves neutrales; generalidades sobre el modo de hacer corso, juzgados para conocimiento de asuntos de presas, etc… Legs.493-523. Flete de naves, patentes de navegación, noticias sobre naufragios y varados de embarcaciones, buques de moros, y toda clase de asuntos a la navegación privada de españoles y extranjeros (1718-1783). II.1.2.- Serie XXVII. Legs. 701-709. Moros y esclavos del rey.Correspondencia sobre apresamiento de buques piratas, armamento de buques españoles en corso, rescate de Cristianos, cautivos, desertores… (1722-1783). II.2.- Secretaria de Guerra. II.2.1.- Serie XX. Legs. 482 a 488. Expediciones, sitios y bloqueos de las plazas de Orán y Marzalquibir (1732-1790). Leg.1530-1538 .Hechos y expedientes sobre cautivos, redenciones y otros… (1716-1737). Leg. 4896-4988. Antecedentes sobre la península y África. Leg. 489. Expediciones españolas contra Argel (1775-1784). II.2.2.- Libro. Legajo. 3586. Vecindario o catastro de Orán, Mazalquibir y Castillos inmediatos, del año 1771. Número de las calles, casas, cuarteles, valor capital de los edificios particulares, y total de personas avecindadas en el número con que están señaladas, las casas útiles para alojamiento de jefes y familia sin ella. II.3 Secretaría de Estado: II. 3.1 Serie X. Legs. 7347-7373. Comercio, contrabando, presas, desertores y prófugos; valor de la moneda, cónsules y derechos cónsulares; cermoniales de la Corte española (1716-1762). II. 3.2 Serie XIV. Legs.5668-5804. Asuntos de Berbería. (1803-1821). II.4 Dirección General del Tesoro. Inventario N°16 /Guión N°16 Leg. 26. Estimación y clase de las familas de los moros de paz en Orán en el año desde 1739 a 1792. Leg. 1-70. (1703-1724). II.5 Sección de cruzada. Legs. 650-657 (1725-1784) Corrrespondencia y asuntos diversos sobre Orán y Ceuta. Legs.730-737 (1760-1799) Liquidaciones sobre ministros de Orán y Ceuta II.6 Secretaría y Superintendencia de Hacienda. Leg. 1053. Papeles sobre Orán (1790-1791). Legs.1504-1055. Ecpedición de Argel de 1775 (1774-1775). III.-MUSEO NAVAL (Madrid). Mss. 2232. Documento relativo a la llegada a Cartagena de cinco jabeques y galeotes del mando de A. Barceló, conduciendo a ochenta turcos y moros de la presa que hicieron el 24 de enero de 1783. Documento relativo a una instrucción de Julián de Arriaga al comandante general de Cartagena, D. Carlos Reggio, para que una división española de la Armada escoltase a los jesuitas contra eventuales ataques de los corsarios argelinos (Madrid, 21 de agosto de 1767). Documento relativo a la resolución del emperador de Marruecos sobre el hecho de que los barcos españoles y argelinos anclados en sus puertos gozaran de seguridad, pero no respondera de lo que suceda cuando se pongan a la vela (D. Julián de Arriaga a D. Carlos Reggio, Madrid, 8 de agosto de 1769). Mss. 2111. Relación sobre el combate de los jabeques y fragatas del capitán de navio D. Felix de Tejada contra los corsarios argelinos en la costa de Berbería (D. Andrés de Reggio a D. Jose de Rojas, Isla de León, 7 de diciembre de 1776). Documento relativo al triunfo conseguido por el capitán de navío D. Juan de Arroz en el combate contra tres barcas de los corsarios argelinos en la costa del Norte de Africa (D. Andres Reggio a D. Jose de Rojas, Isla de León, 1 de junio de 1779). Mss. 1949. Ordenanza prescribiendo las reglas con las que se ha hacer el corso de particulares contra enemigos de la corona de España (El Pardo, 1 de febrero de 1762). Mss. 2238. Instrucción que debe observar el capitán de navío D. Baltasar de Sesma para hacer el corso en el Mediterráneo contra los argelinos (El Pardo, 16 de abril de 1782). Mss. 2213. Relación de las embarcaciones españolas perdidas o apresadas entre los años 1759 y 1784. Mss. 2248. Ordenanza de primero de julio de 1779, prescribiendo las con las que se ha de hacer el corso de particulares contra los enemigos de la corona español IV. SERVICIO HISTORICO MILITAR (Madrid): Sección a. Norte de Africa. Asuntos generales Legs. 4577-4598. Planos de Orán, Mazalquivir, Argel, Bona y costa argelina en los siglos XVIII Y y XIX. V.- BIBLIOTECA NACIONAL (Madrid). V.1.- Sección de manuscritos. Mss. 3327 y 114. Fray Melchor de Zuñiga: Descripción y República de la ciudad de Argel. Mto., s.f., 201 folios. Mss. 10252. Mss. 10790 y 4033. Mss. 4043. Mss. 10951. Todos estos papeles se refieren a la conmoción de la opinión pública española, a raíz del fracaso de la expedición de O’Reilly contra Argel en julio de 1775, que dio pábulo al ciclo más completo de sátiras. IV.2.- Sección de los manuscritos de D. Pascual Gayangos, “Coleccion Gayangos”. Mss. 574. Nuevo aspecto de la topografía de la ciudad y Regencia de Argel. Su estado, sus fuerzas y gobierno actual, comparado con el antiguo. 1778. Autor: Fray Alonso Cano. 221 hojas. IV.3. Sección de África, “Fondo García Figueras”: Relaciones impresas – C° 187.n / Relación extraordinaria de los motivos y fines que tuvo la ambición del Rey de Argel Daulat Ibrahim, fecha para emprender la conquista (sic) de Orán este año 1688, (sic). Sebastian de Arandaíz, pp. 175-188. – C° 342-26 / Breve relación de la redención que en la ciudad de Argel se ha executado en 1738, por las Provincias de Castilla y Andalucia… y se da noticia de una notable carta que sobre dicha Redención escribe el Bey de dicha ciudad de Argel al Padre General. Barcelona, Imp. Jaime Soria, 1738, 12 hojas. – C° 167-V / Relación puntual en que se declara la crueldad y tiranía que ha usado el Rey o Gobernador moro, en 1727, 3 h. V. ARCHIVO GENERAL DE LA ADMINISTRACIÓN (Alcalá de Henares): IDD. 9: Legajos 9464-9469. Consulado de España en Argel (1803-1837).

Emilio Sola 27 febrero, 2012 27 febrero, 2012 archivos, bibliotecas, documentación, fuentes primarias, manuscritos
GALILEO HERÉTICO, de Pietro Redondi.

El libro Galileo Herético, escrito por el genial historiador italiano Pietro Redondi, se ha convertido en una obra fundamental para los estudiosos del genio florentino y un libro de referencia para los interesados en la historia de la ciencia en la Edad Moderna. En efecto, esta obra entró como una tromba en la historiografía científica y puso en duda todo lo que creíamos saber sobre el proceso y condena de Galileo por el Santo Oficio que tuvo lugar en 1633. El autor, además, tiene el gran acierto de incluir en su narración su proceso de búsqueda y de investigación. De esta forma, comienza su relato primero en la introducción, con sus consideraciones sobre el retrato del cardenal Bellarmino colgado en las paredes del archivo del Santo Oficio. En este punto convendría aclarar quién era el cardenal Belarmino; conocido como el martillo de los herejes, arzobispo, cardenal e inquisidor, destacado miembro de la Compañía de Jesús, fue famoso por su defensa de la ortodoxia frente a la herejía. En este punto Redondi se pierde en divagaciones y comparaciones entre este retrato, una copia moderna, y el original del siglo XVII, viendo diferencias muy significativas entre ambos. El original (se desconoce su ubicación, solo se puede ver gracias a reproducciones) muestra un Belarmino anciano, pero con una gran fuerza en la mirada, que penetra en el espectador. En la copia, la mirada ha cambiado, la mirada dura y penetrante del original ha sido sustituida por una mirada distraída, atónita. Este es, pues, el sugerente comienzo del libro, algo desconcertante para el lector desprevenido. Por otro lado, Redondi también se centra en los avatares y de las dificultades que tuvo para consultar un determinado documento, fundamental en su investigación (y del que posteriormente hablaremos), lo que da lugar a algunos de los pasajes más deliciosos del libro. Redondi no se queda en lo superficial, como han hecho muchos a la hora de explicar el proceso de Galileo, sino que penetra en las entrañas de aquella alta sociedad romana. Lo hace a través de la exploración de los entresijos que conformaban las relaciones, muchas veces secretas y ocultas a la vista, mantenidas entre los diversos actores participantes de un mundo complejo, dominado por las rivalidades, por las envidias, por las luchas por la hegemonía en aquella Roma de la Contrarreforma. En ese contexto va a tener lugar el contencioso entre las nuevas ideas, de las cuales Galileo era adalid, y las viejas, firmemente basadas en la escolástica aristotélica, defendidas con celo por importantes sectores de la Iglesia, entre ellas la orden religiosa dominante en ese ámbito, la Compañía de Jesús.  Entre estas ideas novedosas no sólo podemos referirnos a la teoría heliocéntrica de Copérnico, cuyas obras fueron incluidas en el índice de libros prohibidos, ya que se consideraba que el heliocentrismo era una posición contraria a las escrituras (el cardenal Bellarmino en 1616, de hecho, emitirá una comunicación  a Galileo informándole de ese proceder); sino que también destaca el atomismo, desempolvado de las obras paganas de los autores clásicos (como el De Rerum Natura de Lucrecio) y revestido de los nuevos trajes dados por los exponentes de una revolución científica que ya se atisbaba en el horizonte. Los que defendían estas nuevas ideas invitaban a leer el libro de la naturaleza, escrito en lenguaje matemático; sus signos, triángulos, cuadrados, rectángulos…en definitiva, formas geométricas. Esta es, básicamente la tesis mostrada en Il Saggiatore, obra publicada por Galileo en 1623. En esta obra Galileo expresa sus ideas sobre la naturaleza de la luz, a la que considera un  cuerpo de naturaleza corpuscular. Esta teoría corpuscular o atomista, que Galileo extiende al resto de fenómenos naturales, se erigirá contra las concepciones aristotélico-tomistas que por aquel dominaban.  Pero para muchos estas novedosas ideas eran perniciosas y propias de la herejía, pues ponían en riesgo los dogmas fundamentales defendidos por la doctrina de la Iglesia. Y sobre todo al dogma más importante, la transubstanciación, punto clave de la reforma tridentina llevada a cabo en el siglo anterior. Esto es, el cambio de la sustancia del pan y del vino en su consagración durante la Eucaristía en la sustancia de la sangre y del cuerpo de Cristo. Como decíamos, esta idea, muy antigua en el cristianismo, va a ser fijada y oficializada en el Concilio tridentino. Este milagro o dogma podía ser bien explicado a través de los términos de la escolástica aristotélica, términos como sustancia, extensión, accidentes. Pero por el contrario, las nuevas ideas, las nuevas doctrinas atomistas, no casaban bien con este dogma, y dificultaban su explicación (Redondi dedica el capítulo 7 por entero a tratar de forma de extensa esta cuestión, clarificando así una de las claves necesarias para entender todo el proceso). Pero no adelantemos acontecimientos. Entre los jesuitas del poderoso Colegio Romano y Galileo ya había habido conflicto desde bastante atrás, especialmente entre el genio florentino y el padre Grassi (que publicará bajo el seudónimo Sarsi). Ambos se habían lanzado a una disputa científica e intelectual sobre la naturaleza de los cometas, a través de un cruce de obras, en las defendían ardorosamente posturas diferentes. Conviene, una vez llegados a este punto, desterrar para siempre la imagen de estos jesuitas del Colegio Romano como hombres oscuros, dedicados en cuerpo y alma a la defensa de la ortodoxia religiosa y la fe, despreciando cualquier idea científica que se presente. Al contrario, muchos fueron científicos refinados que estaban puestos al día en las más novedosas cuestiones. Por ejemplo, los estudios astronómicos de los jesuitas llegaron a tener mucha fama y fueron muy importantes para el avance de esta ciencia. Sarsi, en una nueva obra, los Libra astronomica ac philosophica  se mostrará muy duro con Galileo, además de introducir malévolas insinuaciones sobre las opiniones de su adversario en el terreno de la religión. Galileo quedaba, de esta manera, en una situación comprometida. Pero Galileo no estaba solo, sino que contaba, entre otros, con el ferviente apoyo de la Accademia dei Lincei, academia científica  que tenía detrás a Federico Cesi, firme defensora de las nuevas ideas y de las tesis de la lectura del libro de la naturaleza. Es esta la situación cuando Galileo se decide a escribir Il Saggiatore. ¿Pero cuál era la situación en Roma en el momento de publicarse Il Saggiatore? Son los años de lo que se llamó la maravillosa coyuntura. Maffeo Barberini había sido elegido Papa, y había tomado el nombre de Urbano VIII. Antiguo amigo de Galileo, era un Papa ilustrado e inteligente, muy atraído por las nuevas ideas. Pronto se destacó como un decidido defensor de las nuevas academias romanas, como las de los Lincei. En este contexto, el libro recibe la autorización para publicarse sin ningún problema. Es más, el encargado de expedirla, el padre Riccardi, dominico y enemigo de  los jesuitas, le dedica numerosos elogios. La obra cuenta con el favor del Papa, hasta tal punto que en el frontispicio de la portada aparece el escudo papal. Ante esa situación, es evidente que la situación de los jesuitas era muy mala. Como dice Redondi, durante los años veinte la Compañía de Jesús no podía más que lamentar lo que había sido su hegemonía intelectual y política de los años dorados de los pontificados de Pablo V y de Gregorio XV, cuando el cardenal Bellarmino dictaba la ley. La Compañía de Jesús pasaba por un momento difícil, habían perdido influencia, sí, pero los innovadores no habían ganado todavía. Sólo se habían aprovechado de unas circunstancias muy favorables, excepcionales, y que no iban a durar para siempre. El secreto del santo oficio y la identificación de un anónimo: Efectivamente, los enemigos de las nuevas ideas no estaban inactivos (una muestra de fuerza por su parte fue el juicio a De Dominis). De hecho, en mitad de ese clima de euforia que supuso la salida de Il Saggiatore el libro va a ser denunciado al Tribunal del Santo Oficio. Esta denuncia se conoce por las informaciones que Mario Guiducci, informador de Galileo en Roma, remite al florentino en una carta de abril de 1625. Es de reseñar aquí el papel que tenían, en aquel fascinante teatro de maravillas que era Roma, informadores y espías de todo género; lo que diferenciaba a Roma de otros lugares era que allí el secreto era muy riguroso (por ejemplo, en el Santo Oficio, donde las sentencias y decretos eran muy difundidos; al contrario que lo relativo a los procesos de decisión internos, envueltos permanentemente en penumbra), y muy raras las filtraciones. Por lo tanto, y como dice el autor, he aquí por qué aunque también en París, en Praga y en Madrid hubiera entonces tantos espías como en Roma, sólo en Roma el espionaje era un arte impagable. La carta, que se conserva en la Biblioteca Nacional florentina, y es reproducida por Redondi, dice así: Primero, que hace unos meses, en la congregación del Santo Oficio una persona pía propuso que se prohibiera o hiciera corregir el Saggiatore, acusándolo  de que allí se alaba la doctrina de Copérnico  a propósito del movimiento de la tierra: respecto a lo que un cardenal se encargó de informarse y dar cuenta ; y por suerte encontró para que se encargara de ello al P.Guevara, general de una especie de teatinos, que creo que se llaman los míninos (…) Este padre leyó diligentemente la obra,  y habiéndole gustado bastante, la alabó y la aplaudió bastante a aquel cardenal, y además puso por escrito algunas defensas, por las cuales aquella doctrina del movimiento, aunque hubiera sido defendida, no parecía condenable: y de este modo, el asunto se aquietó por el momento (…) Pero Redondi tiene bastantes dudas respecto a esa carta, que la mayoría de los historiadores habían pasado por alto. Para él, Guiducci aporta información sin contrastar, y llega a caer en burdas falsedades y errores de bulto, como confundir al padre Guevara, prepósito general de los clérigos regulares menores, con los mínimos. Además, era difícil de creer que el padre Guevara, que no era astrónomo, hiciese una apología a favor del copernicanismo frente al Santo Oficio. Además, en el Saggiatore, Galileo, que sabe a lo que se expone, no viola la condena del copernicanismo realizada por la Iglesia, sino que actúa con mucho disimulo. Por tanto, era imposible encontrar en la obra evidencias lo suficientemente sólidas para que motivasen una denuncia contra él.  Había, pues, gato encerrado; Redondi decidió, por tanto, consultar la denuncia original, que se hallaría en los archivos del Santo Oficio. En este momento, Redondi hará un inciso en la narración para explicar las dificultades que tuvo para llegar a dicho manuscrito, debido a las restricciones del Archivo, que impide la consulta a determinado material. El laborioso trabajo de búsqueda del autor se yuxtapone con la de la propia narración histórica, siendo esa, en mi opinión, uno de los principales atractivos del libro. Pero volvamos al libro. Redondi encuentra por fin el manuscrito, compuesto de dos folios (aunque una hoja había sido arrancada). Anónimo, y sin fecha. Sin embargo, era evidente que había sido escrita por alguien preocupado por la conciliación entre la doctrina católica y la ciencia.   En efecto, en el documento se denuncian las ideas atomistas de Galileo, considerándolas contrarias a la doctrina católica, y en concreto, al dogma de la transubstanciación.  Este hallazgo, pues, solucionaría el embrollo. La denuncia de la que hablaría Guiducci no sería por copernicanismo, como muy erróneamente sostenía, sino por atomismo, e ir en contra de los dogmas fundamentales de la Iglesia Católica. El padre Guevara habría argumentado en contra de la denuncia (pues las ideas atomistas, aplicadas a la eucaristía, no eran formalmente heréticas, si bien heterodoxas y peligrosas)  dando lugar  a un no ha lugar a proceder. Conviene ahora que leamos un fragmento de esa denuncia (reproducida en el libro) donde el motivo de la denuncia se hace evidente: Ahora bien, me parece que, si esta filosofía de los accidentes se admite como verdadera, se dificulte enormemente la existencia de los accidentes del pan y del vino que en el Santísimo Sacramento están separados de su propia sustancia. Puesto que, al encontrarse en ellos los términos y los objetos del tacto, de la vista, del gusto, etc., según esta doctrina habrá que decir que también estén allí las partículas mínimas con las cuales la sustancia del pan afectaba a nuestros sentidos. Si éstas fueran sustanciales, como decía Anaxágoras, (…) se seguirá que en el Sacramento hay partes sustanciales, de pan, o vino, lo que es error condenado por el Santo Concilio tridentino. Una vez arrojado algo de luz a esta cuestión, queda por solucionar una pregunta fundamental ¿quién era el autor del anónimo?  Todo parece indicar que era el gran enemigo de Galileo, el padre Grassi, que, bajo su seudónimo de Sarsi, había mantenido una disputa científica muy dura con él. De hecho, en el momento en el que tuvo noticia de la publicación de la obra, corrió hacia allí inmediatamente, (…) llegó jadeante. Lo primero que vio fue frontispicio, el título satírico e inmediatamente después  el escudo del Papa y de los Lincei. Cambió de color y no pudo contenerse (…) de emprenderla con el librero, como si éste tuviese algo que ver.  Dijo que si Galileo lo había hecho esperar tres años para responder, él, en tres meses, quería desobrigarlo (…) Se puso el libro bajo el brazo y partió como había llegado. Grassi había caído víctima de una treta de los galileanos, y se había delatado. El libro que se había llevado Grassi era la primera copia que se podía a la venta, mucho antes de que se distribuyeran el resto de ejemplares. Y no era casualidad. El librero, también compinchado, lo dispuso todo para la llegada de Grassi y posteriormente les contó todo lo que había dicho a los galileanos. Estos ya sabían que su respuesta iba a ser inminente. Pero Grassi no se dejaba engañar tan fácilmente. Pronto se evidenció que su respuesta oficial se retrasaría, pues tenía otras muchas cuestiones antes. Decidirá cambiar de estrategia. Iniciará en esos momentos una política de acercamiento hacia Guiducci, justo cuando este cae enfermo, y no puede ejercer de corresponsal en Roma de Galileo. Grassi intenta ganarse a Guiducci, le visita, le colma de adulaciones y alabanzas. Se muestra muy interesado en las teorías de Galileo (¿cómo podía ser de otra manera?) Guiducci, algo ingenuo, después de recuperarse y restablecer contacto con Galileo, le cuenta las buenas nuevas, casi con entusiasmo. Pero Guiducci pronto empieza a sospechar que Grassi no es sincero. Efectivamente, la farsa no dura mucho, y pronto se desvela que Grassi está preparando una obra para contestar al Saggiatore. Guiducci había caído en la vieja trampa que consistía en acercarse al enemigo y fingir interés y cortesía, con tal de extraer información. En este contexto Grassi habría presentado la denuncia anónima al Tribunal del Santo Oficio, como podemos sospechar al comparan el estilo y la caligrafía con otros documentos escritos por el sabio jesuita. De esta manera, si la denuncia fue presentada entre los meses de primavera y verano de 1624, solo habría tenido un breve retraso respecto a la promesa de responder en pocos meses que había hecho a la vista del libro, en la librería. La respuesta oficial de Grassi (siempre bajo su sempiterno seudónimo, Sarsi)  no se publicaría hasta 1626. Sombras chinescas Con el paso de los años, pronto se hizo evidente que la maravillosa coyuntura no iba a durar siempre. Los partidarios de las nuevas ideas van a ver como esa etapa (para ellos, maravillosa) se va a ir diluyendo, va a ir llegando a su fin. Nubes oscuras empiezan a cernirse sobre Roma. Y en todos los ámbitos. En el panorama internacional, media Europa ardía en la guerra de los Treinta Años. El rey Gustavo Adolfo de Suecia llevaba sus ejércitos, triunfante, hasta el corazón del Sacro Imperio. La Francia del Cardenal Richelieu, fuertemente anti-Habsburgo, se alía con los suecos. Esto fue un mazazo durísimo para el gobierno del Papa Urbano.  Durante los años anteriores, había llevado una política exterior pro francesa. Ahora, sin embargo, su principal valedor traicionaba a la Cristiandad aliándose con un rey hereje, por lo que su posición quedaba, de esta manera, muy debilitada. Para colmo de males, una epidemia de peste se extendía por Italia haciendo estragos entre la población, y el Vesubio, después de muchos años en clama, estalla, sumiendo a Nápoles en la más absoluta oscuridad. Un escenario, pues, desolador para los innovadores. Los intransigentes, en efecto, no van a perder el tiempo y aprovechando la situación, se van a lanzar a la ofensiva, que acabaría derivando en una rebelión abierta. En marzo de 1632, el cardenal Borgia y tras él, todo el partido pro español, va a lanzar, en presencia del Pontífice, una dura denuncia contra la posición del Papado. Urbano se puso furioso. Los cardenales de ambos bandos casi llegan a las manos. La ruptura era un hecho. La crisis política alcanzará cotas verdaderamente preocupantes. Algunos cardenales enemigos del Papa, llegarán a acusarle de ser un protector de la herejía. El Papa se ve obligado a ceder, buscando satisfacer las demandas del partido intransigente. Esto marca el final de la maravillosa coyuntura. El perfil ideológico del papado de Urbano adquirirá un matiz diferente. En ese  momento Galileo publicaba en Florencia un nuevo libro, El dialogo. En seguida va a ser prohibido y los ejemplares secuestrados. Las razones de este proceder, sin embargo, permanecen en el misterio. Existirían ya reacciones contrarias a la obra y denuncias previas, de las que nada se sabe. Como dice Redondi, en este caso existirían sombras chinescas, que planearían sobre Galileo buscando incriminarle. Detrás de esas sombras se encontrarían los padres jesuitas, que ahora, con la nueva situación política, habían vuelto a tomar la iniciativa. Por tanto, Galileo vuelve a estar denunciado. Las razones, no se saben (he aquí otra vez el secretismo del Santo Oficio). Pero tienen que ser serias, pues Galileo corre peligro de ser declarado hereje. Si eso ocurría, el escándalo sería mayúsculo, pues Galileo era el científico predilecto del Papa, y eso habría dado la razón a los sectores más intransigentes, que acusaban al Papado de tibieza a la hora de combatir la herejía. Ante esa situación, el Papa debía de actuar. Por suerte para él, tenía un as en la manga: para evitar que el caso Galileo fuera juzgado por el Santo Oficio, decidió someter el caso a una comisión extraordinaria bajo el control del Papa, dirigida por el cardenal Francesco Barberini. No era algo nuevo.  Ya antes existía la figura de la comisión extraordinaria para tratar ciertos casos, aunque muy graves y complicados teológicamente. La comisión estaría formada por tres teólogos, dos de ellos hombres del Papa y el tercero, un jesuita. Pero un jesuita que había elegido el Papa mismo, Melchior Inchofer, cuya talla intelectual era inferior a la de los otros dos teólogos, hombres con una formación muy sólida. De hecho, había tenido problemas con una obra que había publicado, que hizo que fuese sometido a una investigación. Por tanto, su elección fue motivada por el hecho de que, para el círculo en torno al Papa, Inchofer era el jesuita más inofensivo de Roma en aquellos momentos. De esta manera, se les otorgaba a los poderos jesuitas una posición en dicha comisión, pero sin poner en riesgo su control. La comisión emitió finalmente un expediente en el que se acusaba a Galileo de haber roto el mandamiento del cardenal Belarmino respecto a no defender ni tratar el heliocentrismo copernicano. A eso se le unían algunas faltas, por otra parte bastante veniales. En definitiva, una acusación, pero dentro de lo que se llamaba herejía inquisitorial, es decir, la violación de un decreto o noma, frente a la herejía doctrinal, que es aquella que ataca los fundamentos de la fe. Por tanto, no algo demasiado grave. Galileo se presentará a la audiencia, donde se acusará a sí mismo de haber defendido el copernicanismo (aunque solo llevado por la autocomplacencia literaria) y será condenado a cárcel de por vida, condena que cumplirá en su casa, bajo la fórmula de arresto domiciliario. Sin embargo, Redondi se hace algunas preguntas interesantes: ¿qué fue lo que se juzgó en la comisión? ¿cuáles eran las denuncias  que se habían hecho contra Galileo en esta ocasión? Algunas cuestiones hacen sospechar a nuestro historiador. Por ejemplo, cuando el embajador florentino, Niccolini, se queja al Papa por el proceso contra Galileo, éste le contesta diciendo que es inevitable, pues se trata de dogmas peligrosos que conllevan un peligro para la fe. Cuestiones, por tanto, mucho más graves que la defensa del sistema copernicano, que atacan a los mismísimos fundamentos de la fe. Para Redondi hay bastantes cosas que no encajan. Según su hipótesis, es posible que el Dialogo no fuera el único libro que se había denunciado.  También pudo haberse denunciado otras como el Saggiatore, donde se abogaba por la doctrina atomista, que ponía en riesgo el dogma mismo de la transubstanciación. Eso explicaría la necesidad de crear una comisión extraordinaria para tratar el tema, o porqué se decía aquello de que la fe corría peligro. En definitiva, la condena de Galileo por defender el copernicanismo sería un intento de mantener las apariencias, y de salvar así al Papado de un escándalo, al mismo tiempo que se buscaba satisfacer a los jesuitas. Todas las incongruencias, contradicciones y problemas que han encontrado los historiadores a la hora de estudiar el caso Galileo se podían explicar si aceptamos que no necesariamente se condenó a Galileo por aquello por lo que se le denunció. El caso Galileo causó estragos en la mayoría de sus protagonistas. La mayoría fueron apartados y alejados de Roma (por ejemplo el archienemigo de Galileo, el padre Grassi) Pero no finalizaremos esta reseña sin decir que el proceso Galileo debe considerarse un elemento más de las disputas científicas y teológicas que jalonaron aquel siglo XVII. Galileo no será una excepción en aquel conjunto de personalidades científicas del momento que representaron una amenaza por su heterodoxia, algunas veces incluso abierta herejía. Como ejemplo, tenemos al gran filósofo René Descartes. Incluso dentro de una institución como la de la Compañía de Jesús, caracterizada por su defensa firme de la ortodoxia (como dice Redondi, llegará a actuar como una suerte de policía teológica)  las ideas heterodoxas  tendrán cierto eco (como ocurrió con el caso del Padre Arriaga, en Praga). Estas disputas se extenderán en el tiempo, escapando al tema al que se circunscribe el libro. En definitiva, esta obra es una obra de historia, que arroja luces sobre elementos que hasta ahora permanecían en la sombra, pero también advierte de la aparición de nuevas sombras, evidenciando que el caso Galileo no es un caso cerrado, que todavía da para hablar y para debatir a los hombres hoy. Y tomando las palabras de nuestro autor, como todo problema intelectual, también este es un bien común precioso.

Alejandro Ruiz Criado 20 octubre, 2013 26 agosto, 2016 Galileo herético, Pietro Redondi
Giovanni Levi, Sobre Microhistoria

Para citarlo: Giovanni Levi, view Sobre Microhistoria, health in Peter Burke (ed.), Formas de hacer Historia, Madrid 1993, pp. 119-143.  

Gennaro Varriale 25 febrero, 2016 25 febrero, 2016
Herejía y subversión de Jean Duvignaud

Comentario bibliográfico. Herejía y subversión. Ensayos sobre la anomia de Jean Duvignaud La primera edición de Héresie et subversión apareció en 1973 en un marco socioeconómico y cultural bullente para Francia. El mayo del 68 había supuesto la puesta en marcha de mecanismos ideológicos disruptivos como el feminismo, veganismo, socialismo académico, nouveaux philosophes o estructuralismo que carecieron de la fuerza práctica, pues tanto en el Elíseo como en Matignon los representantes del gaullismo siguieron sin detraer su posición desde el encumbramiento de la V República. Jean Duvignaud impartía clases de sociología en la Universidad de París VII en los años setenta. Esta posición profesional le permitió conocer el ambiente y fragor de las nuevas proclamas políticas e ideológicas que revigorizaban los procesos estudiantiles y los movimientos culturales in illo témpore. Esta efervescencia es la que conduce a Duvignaud a preguntarse por el concepto de anomia. En un sentido etimológico, se trata de la negación del nomos, esto es, de la ley positiva o natural. Sin embargo, a un intento de lex artis el profesor parisién ahonda en el pensamiento filosófico francés para colacionar el vocablo desde sus bases. El primero en aproximar al concepto fue Jean-Marie Guyau (1854-1888) que en un impulso por superar la moral predominante a través de la espontaneidad reconoce la anomia como la eliminación de las certidumbres del hombre contemporáneo, a la vez que se opone al concepto de autonomía kantiano. Su obra Esquisse d’une morale sans obligation ni sanction apareció en 1885, años antes que Le suicide (1897) de Émile Durkheim (1858-1917). A pesar de reconocer la herencia de Guyau, es la interpretación de Durkheim la que toma Duvignaud para su obra Herejía y subversión (Icaria, 1990). Para Durkheim cuando la sociedad se desestructura hay unas individualidades que manifiestan una necesidad infinita de no admitir ninguna satisfacción, sin embargo no llega a apreciar la mutación atinente a la anomia. Como les ocurriera a Spencer, Comte, Weber o Dilthey no abordan el momento del cambio, el de la anomia. Duvignaud va a establecer una visión más avanzada del término puesto que no es sólo la ausencia de leyes o el mero tránsito de una sociedad a otra que paulatinamente va cobrando consciencia para una nueva reificación social. Duvignaud principia el debate preguntándose por la escasez de criterios en la nueva sociología que ha pasado a ocuparse de los análisis demoscópicos y datos cuantitativos sin plantearse el origen de las corrientes imaginarias o los comportamientos de crisis y fricciones que presentan las sociedades. A la vez, la pretensión de la sociología, como directora del resto de ciencias positivas comtianas, tiene una búsqueda universalista y, como Popper denunciaría, holística[1]. Para Duvignaud la importancia basilar no reside en la sociedad sino en la individualidad, que es quien experimenta la mutación. La mutación o cambio tiene, según Duvignaud tres acotaciones semánticas en torno a la ruptura radical, transformación política y al cambio económico cuyas consecuencias pueden ser infinitas pero que no se perciben, como el capitalismo, que no podemos identificar el momento de su surgimiento aunque sí reconocer sus consecuencias. Por tanto, nos encontramos en que la anomia se identifica a través de cambios o mutaciones que constituyen elementos fundamentales y esenciales de toda vida colectiva. Las sociedades históricas o acumulativas tienen a la vez individualidades anómicas que no están en continua superación sino que son razón de su desbordamiento. Una vez identificado en las individualidades el carácter de la anomia, Duvignaud pasa a disertar sobre la personalidad anómica que marca sin dudas el núcleo de su obra[2]. El mecanismo social elige a individuos según sus exigencias, es decir, según la conciencia colectiva reconoce individualidades en personajes, bien psicológicamente, bien fisiológicamente  por una habilidad en la guerra, en el deporte o en la estética. Al mismo tiempo existe un sentimiento de desigualdad que genera este mecanismo social y desarrolla un mito o ficción que a través del engrandecimiento marca las diferencias entre los hombres. Por tanto, esta suerte de héroes en las sociedades son individuos que la sociedad ha querido escoger. Ciertamente, el imaginario suscita personalidades anómicas que la realidad social ignora como antagonismo a la conciencia colectiva. Hay una afirmación del «yo» individual frente a la parte social, que tampoco ignora, pues entra en la composición del individuo. Según Duvignaud esta ligazón recíproca ad finem es una afirmación de la discontinuidad en la historia que tanto Darwin, Nietzsche, Marx o Saint-Simon vislumbraron pero bajo diferencias sustanciales. Mientras analiza este corolario encuentra en la historia el objeto por el que se reafirma, entendiéndose la historia como «todos los discursos múltiples del conjunto» (acciones, personas, grupos, contradicciones). Lo va a ejemplificar a través de los diferentes discursos surgidos en la Revolución francesa identificando diez tipologías: el discurso político del poder, el discurso contradictorio del poder establecido, el discurso literario académico, el discurso simbólico independiente, el discurso científico, el discurso religioso, el lenguaje obrero, el lenguaje de la vida privada, el discurso interior y el sub-texto. De todas las categorías lingüísticas, es el sub-texto del más «transconceptual»  al ser un pensamiento implícito que está detrás de los tabúes o proscripciones sociales como son la muerte, el sexo, lo sagrado o el trabajo que la tradición estoica-cristiana ha definido como pecado. La parte teórica de Herejía y subversión se abandona en el momento que comienza a ilustrar las personalidades anómicas que justifican todo lo anterior, especialmente por medio de protagonistas de la cultura e historia francesa. El vacío aterra y todo el mundo busca seguridad, así los lenguajes y apariencias artificiales generan lugares confortables donde sentirse seguros, que es lo que hace la academia oficial, los gobernantes y el comportamiento social en general. Solamente aquellos que rompen la máscara y la sublimación artificiosa son los que habitan en el universo de la violencia, la anomia. El «mundo-discurso» colmado de virtualidades en ocasiones es columbrado por herejes que no pretenden destruir el «mundo-discurso» u orden establecido sino que se destruyen a sí mismos. De esta manera aparecen en la literatura personajes, deuteragonistas o actantes que se mueven en el nihilismo como Julien Sorel de Stendhal en Le rouge et le noir o Lucien de Rubempré de Balzac en La comédie humaine. Estos personajes encuentran su existencia en la no existencia, no se oponen a la sociedad o «mundo-discurso», como hiciese Marx, que se opone al capitalismo, sino que no aceptan el «enriqueceos» de la burguesía, la «defensa de las libertades» de los socialistas y demócratas, el «mantenimiento del orden» de los conservadores o la ambición política. Al no aceptar el orden social, no son revolucionarios, no tienen aspiraciones de cambiarlo o reformarlo[3]. Son para Duvignaud promotores del «cesarismo de barricada», la subversión viva de la anti-sociedad. Estos «césares de barricada» están en la realidad social pero son incompletos, en consecuencia, la novela completa la existencia de estos personajes como «la matriz de una experiencia posible en el seno de la conciencia común» y no como mero reflejo de la realidad. Repasando la historia y literatura con personalidades subversivas, atraviesa a Karl Moore, Hölderlin, Nietzsche y Woyzeck hasta desembocar en el movimiento libertario. A partir de aquí, la obra torna por encontrar en los procesos conflictuales de la historia a personajes anómicos cuyas biografías evidencian la acción violenta, el desarraigo, la sinrazón y el exilio. El primero de ellos es François Nöel Babeuf (1760-1797) que por sus ataques animum felleum a la Revolución y al Código Civil de 1804 será guillotinado. Un carácter renuente al académico oficial es Pierre-Joseph Proudhon (1809-1865), donde es inteligible a través de su formación cómo un intelectual puede serlo sin necesidad de educarse en las estructuras del pensamiento establecido, como hizo en su caso Marx; el ser anómico es autodidacta. Otros de los herejes que seducen a Duvignaud son Bakunin, Stirner, James Guillaume, Kropótkin, Louise Michel, Malatesta, Durruti o Emily Henry. Y en la historia se quedaba para aducir las ficciones de las sociedades minadas de simbología para desviar las miradas como hicieran las sociedades teocráticas con el culto a la muerte, la sociedad urbana con la vida cotidiana o la sociedad tecnológica con la admiración por las formas de energía. Duvignon advierte de que siempre han existido seres anómicos en todas estas sociedades, aunque su identificación pasa por diversas expresiones artísticas en la Antigüedad y en las sociedades precolombinas, así como en individualidades culturales como los goliardos en la Edad Media, cuya independencia o insolencia aterraba a los poderes. Recuerda al Barroco, como un término convertido en mito, ideología, visión del mundo y que para entenderlo debemos separar la realidad conflictiva de lo imaginario o cotidiano. No podemos aceptar el Barroco como una imagen concertada y exclusiva del poder como Roma triumphans o las etiquetas de las monarquías absolutistas porque Barraco también fue el engaño en las decoraciones de monasterios e iglesias en Tepotzotlán, la evitación mediante símbolos de conflictos como la «caverna mágica» del teatro barroco o el espectáculo exaltado y voluptuoso de Venecia. El arte barroco ha preparado una imagen instituida del hombre, tenemos que compararlo con la vida común, no sólo ver estilos y motivos decorativos; el individuo puede anticiparse a la experiencia común, que nadie espera, demostrando su carácter anómico. El relato de Suvignaud tiene la pretensión de focalizar en el ethos de algunas individualidades el origen de la anomia. Sin embargo, cuando cree hallarlo, lo encuentra en los relatos imaginarios y fictivos de la novela o teatro. La anomia que él describe como una «zona de turbulencia» no es más que la dialéctica de las identidades o antinomias, no tienen necesariamente que conducir a sociedades en estado larvario. La única sociedad ex novo analizada es la capitalista, y el temor finisecular por el avance de la tecnología y la globalización hace a Suvignaud  padecer las convulsiones de una contingente anomia. La problematicidad de la anomia que maneja Suvignaud es la pérdida del marco referencial de la moral, todos los nombres que circulan en su obra tienen el mismo patrón, son antimorales en ese marco, pero conservan moralidad. Nos encontramos en lo que Charles Taylor define como la «pérdida de horizonte» o «vaciedad del yo»[4] que se manifiesta en la falta de propósitos en la vida y en pérdidas de autoestima. No es casual que la sociedad contemporánea haya pasado de tener fobias e histerias a tener depresiones en los tiempos modernos, no es por la anomia, sino por la pérdida del marco referencial de la moral. Nuestro «yo» debemos percibirlo como un devenir donde siempre «somos», hemos de percibir nuestra vida como una narración donde las herencias y las condiciones presentes explican el «yo». El marco referencial de la moral aporta valor a nuestras acciones morales, por ello los personajes anómicos no pueden inferirse de una individualidad aséptica y hermética, igualmente que el «yo» no es solitario, como podría evocarse en las vidas anómicas, pues para que exista el lenguaje es necesario una comunidad lingüística. Por otro lado, lo que Suvignaud identifica no es anomia sino antinomia, porque no es la ausencia de la ley moral, sino el conflicto entre dos leyes morales. Las personalidades anómicas que describe son inventadas y, al mismo tiempo, morales. Probablemente, conocedor del concepto no lo utiliza para diferenciarse de las antinomias kantianas (matemáticas y dinámicas) en la Crítica de la razón pura[5]. En su interés por precisar la anomia aparece la mutación como el cambio donde todavía no ha encontrado su forma la sociedad pero se revela al descubrirse los hechos anómicos[6]. No puede dejar de plantearnos cómo identificar anomias fuera de la mutación, si la mutación es constante o no o si la mutación no es más que la vida. Asimismo, utiliza a la cultura como una reconstrucción exterior de la cual nunca sabemos en el hombre común su impacto o solicitud[7]; una definición correcta, que, sin embargo, en la exposición considerativa sobre la anomia es constantemente referida a través de la cultura. La violencia, marginalidad, solitud y nihilismo no son más que sedimentos del pasado que evolucionan y reiteran su comportamiento. Lo que Duvignaud considera actos anómicos no identifican necesariamente una anomia, puesto que no existen las anomias salvo constructos teoréticos reportados por la ficción. Las sociedades que mutan son sociedades sujetas a la dialéctica de la vida, a la mecánica cuántica, a la teoría del caos, no a la degradación y a los surgimientos súbditos en cuyo decurso aparecen patrones nihilistas. En todo cambio, revolucionario o no, siempre hay un elemento de la tradición que permanece, bien lingüístico, biológico o psicológico, bien religioso, consuetudinario o moral. [1] Karl POPPER, La miseria del historicismo, Madrid: Alianza, 1981, pág. 96. [2] Aquí Duvignaud rompe con el método funcional manejado por Durkheim, pues incorpora la individualidad como patrón anómico, mientras que su antepasado francés lo vincula a la sociedad colectiva. No olvidemos que Durkheim inicia una aportación al campo metodológico de la sociología en Francia a través de la investigación de datos que «hace escuela», algo que Duvignaud rechaza de la sociología hodierna. Podríamos decir que se cumple una ironía con Duvignaud como personalidad anómica en la sociología francesa. [3] Durante la Revolución francesa se agitan banderas y proclamas (ápud Delacroix) como en cualquier acontecimiento revolucionario, y no es más que un acto colectivo que los seres anómicos no hacen. [4] Charles TAYLOR, Fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna, Barcelona: Paidós, 1996, pág. 34. [5] Cfr. Immanuel KANT, Crítica de la razón pura, Madrid: Tecnos, 2002 y Moltke S. GRAM, The Trascendental Turn: The Foundations of Kant’s Idealism, Gainesville: University Press of Florida, 1985. [6] Jean DUVIGNAUD, Herejía y subversión. Ensayos sobre la anomia, Barcelona: Icaria, 1990, pág. 67. [7] Ibídem, pág. 110.

Samuel García Sanz 9 octubre, 2014 8 octubre, 2019 Anomia, filosofía, herejía, nihilismo, sociología, subversión
Historia de un desencuentro: Apéndice bibliográfico

APÉNDICE BIBLIOGRÁFICO.        De interés para el mundo académico, recojo en cuatro apartados –I, Fuentes Documentales; II, Bibliografía Antigua; III, Bibliografía Moderna; IV, Artículos o Trabajos aparecidos en revistas– el material impreso que pudiera servir para ampliar esta síntesis aquí presentada. Falta la bibliografía japonesa en su totalidad, y no dudo que sea perfectible.     I.- Fuentes documentales.        La documentación conservada en los archivos españoles sobre las relaciones hispano-japonesas es abundante. El fondo más importante está en el Archivo General de Indias de Sevilla, particularmente en la sección de Filipinas; las cartas periódocas que las autoridades religiosas y civiles enviaban a la Corte española y que eran remitidas al Consejo de Indias son valioso e indispensable material de trabajo. En el Archivo General de Simancas de Valladolid se conserva también documentación de interés sobre el asunto, en particular en la secciones de Estado y Secretarías Proviniciales; las decisiones del Consejo de Estado y las consultas del de Portugal complementan todo lo tratado en el Consejo de Indias. En la Real Academia de la Historia de Madrid (en la colección Muñoz) y en el Archivo Histórico Nacional, también en Madrid, se conservan abundantes cartas y escritos de los jesuítas que predicaban en Japón, así como en el Archivo de los Jesuitas de Alcalá de Henares. El antiguo archivo de los franciscanos de Pastrana, actualmente en Madrid, tiene también importante fondo documental sobre Extremo Oriente. Finalmente, en la Biblioteca Nacional de Madrid, en la sección de manuscritos, y enla Biblioteca del Palacio de Oriente, también en Madrid, se conservan copias de documentos y relaciones diversas.        Una parte nada desdeñable de esta documentación ha sido publicada, documentos completos o fragmentos, en trabajos diversos. Citaré los más importantes por el material publicado:   H. Nagaoka, Histoire des relations du Japon avec l’Europe aux XVI et XVII siècles, París, 1905. Publica los siguientes documentos japoneses de interés: Edicto de Hideyoshi contra los cristianos de 25 de julio de 1597 (p.95); edicto de Hideyoshi sobre Nagasaqui de 1588 (p.97); orden de Ieyasu de 1606 para que los cortesanos no se hagan cristianos (p.112); proclamación de Ieyasu de 14 de febrero de 1614 y 15 reglas (pp.119-128); renovación de la prohibición del cristianismo por Hidetada en 1616 (p.129) y en 1620 (p.130); edicto de 1633 (pp.137-141).   P. Pastells (S.J.), “Historia general de las Filipinas, que precede al Catálogo de los documentos relativos a las islas Filipinas  de  P. Torres Lanzas y F. Navas del Valle, 9 vols., Barcelona, 1925-1934. Publica, en los capítulos referentes a las relaciones con Japón y a la evangelización de aquel país, muchos documentos, completos o sólo los fragmentos de interés, sobre todo del Archivo General de Indias de Sevilla.   L. Pérez (O.F.M.), “Cartas y relaciones del Japón”, en Archivo Iberoamericano, número 25, enero-febrero de 1918 y siguientes. Publica los documentos más importantes referentes a los mártires de Nagasaqui, cartas de fray Pedro Bautista y relaciones diversas conservadas en la Biblioteca Nacional de Madrid, Archivo de Indias de Sevilla y archivo de los franciscanos de Pastrana.   W.E. Retana (edic. y notas), Sucesos de las islas Filipinas de Antonio de Morga, Madrid, 1909. En las notas publica abundante documentación procedente sobre todo del Archivo de Indias. En una de dichas notas (p.440) publica íntegra la breve pero importante obra de Lera, “Primeras relaciones oficiales entre Japón y España tocantes a México”, con las principales cartas diplomáticas intercambiadas entre japoneses y españoles.   E. Sola, Libro de maravillas del Oriente Lejano, Madrid, 1980, con la mayoría de los documentos de interés sobre el Japón de los archivos españoles, incluyendo la memoria del padre Burguillos (Biblioteca del Palacio de Oriente), inédita hasta entonces, de gran interés para el Japón de 1600. En castellano actualizado.   J. Gil, Hidalgos y Samuriais. España y Japón en los siglos XVI y XVII, Madrid, 1991, publica también la documentación fundamental del Archivo de Indias de Sevilla, en castellano actualizado.       II.- Bibliografía antigua.        La literatura impresa en los siglos XVI, XVII y XVIII, bastante rica, tiene una estrecha conexión con la misionología. Así, Antonio León Pinelo, en el Epítome de la biblioteca oriental y occidental, naútica y geográfica (Madrid, 1737), en el espacio dedicado a Japón, reseña muchos trabajos, algunos manuscritos, sobre diversas cuestiones y de diversa procedencia, en una gran proporción de asuntos misioneros. Predominan en la bibliografía antigua las historias de las provincias de las diversas órdenes religiosas y de los mártires de la cristiandad japonesa, en la línea de lo que Sergio Bertelli, en Rebeldes, libertinos y ortodoxos en el Barroco (Barcelona, 1984), denomina “Santos contra santos”, literatura de emulación y polémica de alguna manera, en la que las diferentes órdenes religiosas tratan de exaltar su misión en el mundo. Los “Sucesos de las islas Filipinas” de Antonio de Morga (México, 1609), es uno de los títulos excepcionales que se apartan de ese modelo.   Aduarte, Diego (O.P.), Historia de la provincia del Santo Rosario de la Orden de Predicadores en Filipinas, Japón y China, Madrid, 1640. (Madrid, 1962, 2 vols.)   Alcalá, Marcos de (O.F.M.), Crónica de la Santa Provincia de San José, Madrid, 1738.   Amati, Scipion, Solemne Ambasceria dal Giappone al Sommo Pontefice Paolo V, affidata al francescano P. Luigi Sotelo, Prato, 1891 (impresa en Roma por orden de Paulo V en 1615).   Buxeda de Leiva, Historia del reino de Japón y descripción de aquella tierra, Zaragoza, 1591.   Colin, Francisco (S.J.), Labor evangélica de los obreros de la Compañía de Jesús en las islas Filipinas, Madrid, 1663 (Barcelona, 1900 ss.).   Concepción, Juan de la (A.S.A.), Historia general de las Filipinas, Manila, 1788.   Cysat, Renward, Wahrhafftiger Bericht von den neuerfundenen Japonischen Inseln…, Friburgo, 1586.   Chirino, P. (S.J.), Relación de las islas Filipinas, Roma, 1604.   Chruchill, A. A collection of voyages and travels, Londres, 1704, 4 vols.   Grijalva, J. De, Crónica de la orden de nuestro padre San Agustín en las provincias de la Nueva España, en las Indias y Filipinas, México, 1624.   Gomes Solís, D., Discurso sobre el comercio de las dos Indias, Lisboa, 1622. –, Alegación en favor de la Compañía de la India Oriental, s.l., 1628.   Gualterio, Guido, Relationi della venuta degli Giaponesi a Roma sino alle partita di Lisbona, Roma y Venecia, 1586.   Guzmán, Luis de (S.J.), Historia de las misiones, Alcalá de Henares, 1601.   Llave, Antonio de la (O.F.M.), “Chronica de la provincia de San Gregorio”, manuscrito del antiguo Archivo de Pastrana.   Martínez, Domingo (O.F.M.), Compendio histórico de la apostólica provincia de San Gregorio, Madrid, 1756.   Morga, Antonio de, Sucesos de las islas Filipinas, México, 1609. 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Mención especial merece la serie de Alvarez Taladriz publicada en Japón, en la Eichi University de Osaca (E.U.O.), cuyas separatas agradezco a su discípulo y amigo el Dr. Higashitani.   Alvarez Taladriz, José Luis, Apuntes a dos artículos más sobre el piloto del San Felipe, en Missionalia Hispánica, 1953, X, pp. 175-195. –, “Un documento inédito del año 1586 sobre los Hibiya de Sakai, E.U.O, 1959. –, Los diálogos entre perseguidores y mártires (1605, 1619), E.U.O., 1967. –, La razón de estado y la persecución del cristianismo en Japón los siglos XVI y XVII, E.U.O., 1967. –, Notas adicionales sobre la embajada a Hideyoshi del Padre Fray Juan Cobo, O.P., E.U.O., 1969. –, Opinión de un Teólogo de la Compañía de Jesús sobre la Vida y Muerte en Japón de Religiosos de San Francisco (1599), E.U.O., 1971. –, Relación del asedio y destrucción del castillo de Osaka, hecha por Bernardino de Avila Girón, el año 1615, E.U.O. s.f. –Relación del P. Alejandro Valignano S.J. sobre su embajada a Hideyoshi (1591), E.U.O, 1972.   Anagasasti, Pedro de, Notas críticas (al itinerario del padre fray Martín Ignacio de Loyola, en Missionalia Hispanica, nº33, 1954.   Andrés Vázquez, J., Desde Japón a Roma pasando por Sevilla, en Archivo Hispalense, nº60, 1953.   Ara, M., Spanish Trade with Asia in the 16th and 17th Centuries, en Reky Higakuken, Tokio, enero, 1951.   Avila Girón, Bernardino de, Relación del Reino de Nippon, edic. parcial de D. Schilling y F. de Lejarca, en Archivo Iberoamericano, 36, 37 y 38, 1933, 1934 y 1935.   Bonet de Sotillo, Dolores, El tráfico ilegal en las colonias españolas, en Cultura Universitaria, nº48-49, Caracas, marzo-junio, 1955.   Boxer, Ch.R., The Manila Galleon, 1505-1815, en History Today, VIII, nº8, 1958.   Brown, Vera L., Contraband Trade. 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Emilio Sola 11 febrero, 2012 11 febrero, 2012 bibliografía, Filipinas, fuentes, Japón
Historia de un desencuentro: Capítulo 10

CAPÍTULO X.   1. LA EXPEDICIÓN DE SEBASTIÁN VIZCAÍNO.   El 27 de octubre de 1610 llegaba a Matachel, patient en la costa mexicana del Pacífico, salve la nave San Buenaventura y en ella Rodrigo de Vivero y el franciscano Alonso Muñoz, este último en calidad de embajador de los Tokugawa ante el virrey de México y el rey de España; viajaba también en la expedición un grupo de japoneses, a su cabeza Tanaka Shosuke y Shuya Ryusay.   Las cartas de que era portador Alonso Sánchez –de idéntico contenido, para el virrey y para el duque de Lerma– eran las que el también franciscano Luis Sotelo había negociado en enero en Suruga y más tarde Rodrigo de Vivero había recogido en su segundo viaje a la corte Tokugawa; Luis Sotelo dejó testimonio minucioso de la preparación de esas cartas, cuyos originales están en el Archivo de Indias de Sevilla muy bien conservados, dos documentos de gran belleza. Y en ellos, la petición formal de relaciones comerciales entre Japón y la Nueva España.   La recepción de la embajada en México debió ser brillante; Tanaka Shosuke pasó a ser conocido como Francisco de Velasco, que hace pensar en un solemne bautismo bajo el patrocinio del virrey[1]. Rodrigo de Vivero, por su parte, debió insistir a las autoridades hispanas que respondiesen satisfactoriamente a los Tokugawa. Mientras Alonso Muñoz continuaba a Madrid con la embajada japonesa, en México plantearon la respuesta de la embajada como de agradecimiento y devolución de lo que los japoneses habían prestado a Vivero; para el fondo de la embajada, el comercio entre Japón y Nueva España, se demoraba la respuesta a lo que se acordara en Madrid tras la negociación de Alonso Sánchez; a finales de 1611 el embajador estaba en la corte hispana con los escritos más representativos de Rodrigo de Vivero en defensa del trato con los japoneses desde Nueva España.   El virrey de México, Luis de Velasco, preparaba por entonces una expedición de descubrimiento de las Islas Ricas de oro y plata, al mando de Sebastián Vizcaíno, y decidió que se hiciese cargo también de la embajada virreinal para Ieyasu y su hijo el shogún. Se pensó en hacer el viaje en el San Buenaventura, y con este fin se les compró la nave a los japoneses. También se convocó una junta en la que participaron algunos pilotos, el visitador general de la Nueva España Juan de Vilela, Antonio de Morga, Alonso Muñoz, el procurador de las Filipinas Hernando de los Ríos Coronel o el propio Sebastián Vizcaíno, de la que salió el acuerdo de que el viaje se hiciese directamente a Japón con la disculpa de la embajada; tras, la embajada, Vizcaíno debería pedir permiso para demarcar y sondar los puertos, bahías y ensenadas de la costa oriental japonesa, así como construir y aviar un nuevo navío con el que –tras invernar en Japón– en la primavera o en el verano comenzase la navegación de descubrimiento de las islas Ricas y el regreso a Nueva España.   El 22 de marzo de 1611, a mediodía, la expedición de Sebastián Vizcaíno salió de Acapulco en el galeón San Francisco y dos días más tarde salieron los navíos de Filipinas en los que iba aviso de este viaje[2]. La expedición no llevaba mercancías para comerciar con Japón, salvo alguna ropa para necesidades de la expedición misma, con el fin de no adelantarse a la decisión de la corte hispana en lo referente de una nueva ruta comercial. Tanaka Shosuke –o Francisco de Velasco– y los veintidós japoneses que le acompañaban volvían a Japón con Vizcaíno, además de una amplia tripulación y seis frailes. Durante dos meses largos la navegación no tuvo especiales dificultades, pero el 28 de mayo hubo avería en el barco y durante más de una semana sufrieron tempestades y viento desfavorable del sudoeste que impedía progresar mientras no amainara. El 8 de junio avistaron tierra, estando a más de 38 grados de latitud norte según sus cálculos, y al día siguiente supieron que era la costa de Japón, a unas cuarenta leguas de Uraga, en donde desembarcaron el día 10 de junio según la cuenta de los días que llevaban desde México, pero sábado 11 de julio, día de San Bartolomé, en Japón. El mismo día de su llegada a Uraga, Tanaka Shosuke fue enviado a dar noticia de lo sucedido a la expedición japonesa a México y Vizcaíno escribió brevemente a Ieyasu y al shogún Hidetada dando cuenta de su llegada con la embajada hispana y pidiendo permiso para pasar a Yedo y Suruga, las cortes del shogún y de Ieyasu.   En Uraga, mientras Sebastián Vizcaíno esperaba la respuesta de los Tokugawa, fue bien hospedado y atendido, entre constantes muestras de curiosidad por parte de los japoneses. El 16 de junio llegó la invitación de Hidetada para que Vizcaíno fuese a Yedo a presentar su embajada, y hacia allí se puso en camino al día siguiente el embajador; llevaba como acompañamiento treinta hombres con sus arcabuces y mosquetes, bandera, estandarte real y caja[3], así como algunos religiosos y japoneses de los que habían venido con él en el San Francisco. Llegó a Yedo en el día y fue recibido y hospedado por el que los hispanos denominaban General de las funeas –nombre que se les da al tipo principal de nave japonesa– y por su hijo, quienes se ocuparon del embajador hispano la mayor parte del tiempo que éste pasó en Japón.   Previo a la embajada se trató del protocolo, como en ocasiones anteriores, y en este punto el embajador hispano se mostró exigente, negándose a seguir el antiguo ceremonial japonés que era, en viendo la cara del príncipe, hincar las rodillas ambas en tierra, manos y cabeza, hasta que el príncipe diese señal. Muy al contrario, Sebastián Vizcaíno exigió que se le recibiese como se solía hacer en España, con las mismas reverencias y acatamiento que a su rey se acostumbraba a hacer, y señalándole un asiento cerca del shogún de tal manera que pudiera oír sus palabras. Llegó incluso a amenazar con volverse a México sin dar la embajada, ante de que su rey perdiese un punto de su grandeza, pues es el mayor señor del mundo. La discusión por cuestiones de protocolo llegó a molestar a los japoneses; el escribano del galeón Alonso Gascón de Cardona lo reconoce así y así se lo reprocharon a Vizcaíno algunos contemporáneos. Finalmente, los japoneses accedieron a que el embajador diese la embajada a su usanza, con mínimas limitaciones sobre el lugar que había de ocupar ante el shogún.   Por fin, el 22 de junio a las diez de la mañana Sebastián Vizcaíno, acompañado de su anfitrión japonés, los frailes Luis Sotelo, Pedro Bautista y Diego Ibáñez y un vistoso cortejo de hispanos con bandera, estandarte y armas, acudió al palacio del shogún entre muestras de admiración popular. Luis Sotelo y Pedro Bautista hicieron de intérpretes, que lo hicieron muy bien. Después de recibir a Sebastián Vizcaíno, el shogún dio permiso para que pasaran a verle los españoles que le acompañaban; los cuadros que traía para Ieyasu los dejó Vizcaíno en la corte de Hidetada, a petición de éste, que se interesó mucho por pinturas tan realistas y quiso conservarlas para mostrarlas a su mujer e hijo. El regreso de Vizcaíno y su séquito a la posada fue bulliciosa, entre disparos de arcabuces y mosquetes; que aunque sólo eran 24 hispanos, hicieron tanto ruido en una ciudad tan grande como ésta que causó admiración. Al día siguiente el embajador visitó y llevó regalos a los cortesanos más influyentes y el día de San Juan, cuando iba a misa a la iglesia de los franciscanos, conoció a Date Masamune, daimyo de Sendai, con el que no había de perder el contacto en lo sucesivo.   El 25 de junio salieron los hispanos de Yedo con permiso para pasar a Suruga a la corte de Ieyasu; en el puerto de Uraga se detuvieron cuatro días para vender algunas mercancías, y recibieron una nota de la corte del viejo Tokugawa metiéndoles prisa para seguir el viaje. Cinco días después llegaban a Suruga, donde Sebastián Vizcaíno fue recibido por Tanaka Shosuke en nombre de Ieyasu; al día siguiente, el 4 de julio, Vizcaíno dio su embajada a Ieyasu –con sus regalos, los de los frailes y los del virrey–, sin ningún reparo en cuanto a protocolo salvo la orden de que no se dispararan las armas de fuego los hispanos como habían hecho en Yedo. La tarde de ese día y todo el día siguiente lo empleó el embajador en visitar y llevar sus regalos a diferentes cortesanos.   El 6 de julio Sebastián Vizcaíno entregó tres memoriales a Ieyasu y cuatro días después le eran concedidas las tres solicitudes: A) Permiso para sondar los puertos de Japón, con todo lo necesario para la operación a buen precio, y prometía una copia de la demarcación que se hiciese para el Tokugawa. B) Permiso para construir un navío, con facilidades de  mano de obra y materiales de construcción. C) Chapa o permiso de venta libre de las mercancías –ante ciertas dificultades surgidas–, como habían tenido los comerciantes japoneses que fueron a Nueva España.   En los días siguientes se abordaron algunas cuestiones de interés y Sebastián Vizcaíno llegó a hablar ante una junta de notables reunidos para la ocasión. Expuso el buen trato dado en México a los japoneses; el principal motivo de la embajada era certificar la amistad hispano-japonesa y saber el trato que iban a dar a los holandeses, enemigos de su rey; informó de la última campaña en Filipinas contra los holandeses, en la que capturaron o hundieron cuatro de sus cinco naves, e insistió en la consideración de los holandeses como vasallos rebeldes del rey Habsburgo y dedicados al robo de comerciantes en aquellos mares, tanto hispanos como japoneses. La corte Tokugawa aplazó la respuesta, dado que Vizcaíno iba a permanecer un tiempo en Japón, y a mediados de julio salieron de nuevo para Uraga. Allí se quedaron dos meses y medio, así para la venta de las ropas como para otras cosas, hasta 6 de octubre. En los medios hispanos se destacó el buen trato dado por el shogún al embajador y su gente –y ese mismo matiz aparece en las cartas de respuesta a México–, frente al más frío y menos generoso de Ieyasu –los hispanos debieron pagar parte de los gastos de su embajada–, y lo achacaron a su tacañería, por un lado, y al hecho de que se sintiera algo molesto por ser visitado en segundo lugar, después de su hijo Hidetada. Durante la estancia de la expedición hispana en Uraga preparando el sondeo de los puertos del norte, llegó a Japón una embajada portuguesa para quejarse por la quema del galeón Madre de Dios año y medio atrás, y el embajador Nuno de Sotomayor no obtuvo satisfacción del shogún, al decir de los hispanos. También recibió Vizcaíno la visita de una delegación holandesa, el día de Santiago, para quejarse de los malos informes dados a Ieyasu por los hispanos –ya la tregua de los 12 años en teoría era aplicable a las colonias–, pero recibieron una dura respuesta del embajador.   Durante quince días de octubre Sebastían Vizcaíno permaneció en la corte de Hidetada a la espera de los permisos –o chapas– del shogún para la expedición de demarcación y sondeo de los puertos orientales japoneses; durante esta segunda estancia del embajador en la corte shogunal, Hidetada pareció interesarse mucho por los asuntos hispanos; disculpó la cortedad de su padre Ieyasu en el recibimiento dado al embajador hispano, e incluso ofreció a Vizcaíno financiarle la construcción de la nave prevista para el viaje de regreso, dadas las dificultades económicas que le habían hecho desistir del proyecto original y utilizar el mismo galeón San Francisco con el que había llegado a Japón.   El 22 de octubre inició Vizcaíno su navegación hacia el norte del Japón, desde el puerto de Uraga, y llegó hasta una ciudad que el escribano del galeón, Alonso Gascón de Cardona, denomina Combazu, pasados ya los 40 grados al norte y tras señalar y sondar numerosos puertos. El regreso hacia el sur lo iniciaron el 4 de diciembre debido a la entrada del invierno; en la región de Senday encontraron nieve en muchos parajes.   Durante la expedición de sondeo Sebastián Vizcaíno conoció al daimyo de Senday, Date Masamune. En su palacio permaneció una semana y el daimyo se mostró muy interesado en tener amistad y comercio con el rey de España; como prueba de interés, había hecho ir a su corte al franciscano Luis Sotelo –allí se lo encontró Vizcaíno– y permitiría la predicación del cristianismo en sus tierras. En el viaje de regreso de Vizcaíno, fondeó en Senday el 9 de diciembre, pero Date Masamune no estaba allí; había viajado a Yedo para la visita anual al shogún que debían realizar todos los daimyos. Sebastián Vizcaíno se entrevistó con una junta de notables cortesanos, y estos le comunicaron el deseo de su señor de enviar embajada al virrey de Nueva España, al rey de España y al papa de Roma. Sebastián Vizcaíno contrató a pintores japoneses en Senday para que le dibujaran los mapas de la demarcación, ya que no contaban con un cosmógrafo en la expedición, y ante la importancia de los asuntos tratados en la junta con los notables de Senday prometió entrevistarse con Date Masamune en Yedo.   Allí estaba Vizcaíno el 30 de diciembre y obtuvo permiso del shogún para seguir con sus preparativos en Uraga. El daimyo de Senday, Date Masamune, se reunió de nuevo con Vizcaíno y Luis Sotelo, con muestras de afecto hasta excesivas, como sentar a comer a su mesa a un criado cristiano, lo que lo convertía a los ojos de embajador en el más firme aliado de los hispanos en Japón. En Uraga, desde su llegada el 4 de enero de 1612, los expedicionarios  comenzaron a percibir recelos a causa de la intervención de los holandeses –y el inglés Adams[4]– para poner en guardia a los Tokugawa contra ellos: los fines de aquel viaje de los hispanos podría ser agresivo, con lo que el sondeo de puertos y demarcación de la costa eran un peligro; entre los objetivos de la expedición, descubrir las islas Ricas en Oro y Plata, de situación incierta, podría afectar a los intereses japoneses. El escribano Alonso Gascón de Cardona recoge aquellos debates con sencillez y cómo fueron percibidos por los hispanos; de los medios cortesanos japoneses se respondía con arrogancia, tratando con desdén la amenaza hispana pues consideraban que Japón tenía fuerza suficiente para defenderse; en cuanto a las islas Ricas, aunque mostraban la intención de intervenir si dichas islas perteneciesen al archipiélago japonés, en la corte tokugawa decían alegrarse de dicho descubrimiento si era en parte acomodada para tener contrato, que era lo que estimaba y quería y no otra cosa. Sebastián Vizcaíno explicó el proyecto, dejando claro que no había trato doble con los japoneses, e invitó a llevar en el viaje de exploración a algún observador japonés, reafirmándose en la mala voluntad de los holandeses en aquel asunto.   Hasta mediados de mayo Vizcaíno se entretuvo entre el puerto de Uraga y la corte de Yedo con las diversas diligencias para su regreso, y a partir de entonces captó ciertas reticencias en los medios oficiales japoneses hacia los hispanos. Durante cuatro meses hubo de peregrinar entre Uraga, Suruga, Fuxime, Osaka, Sakay, Meaco y Yedo, remisos los Tokugawa a conceder un despacho definitivo. Los hispanos lo relacionaron más con Ieyasu y su cambio de actitud por entonces que había de manifestarse en desfavor a los predicadores cristianos. Después de muchas dificultades –empeños de hacienda para obtener el préstamo permitido de dos mil taes de plata o dificultades para vender algunas mercancías–, obtuvo el embajador presente y cartas para el virrey de Nueva España y el 16 de septiembre se hizo a la mar en Uraga. Circunstancias adversas habían de retrasar un año su llegada a México, sin embargo.     2. LA EMBAJADA DEL DAIMYO DE SENDAY DATE MASAMUNE.   La gestión de Sebastián Vizcaíno en Japón fue juzgada con dureza en su tiempo: había llevado demasiadas mercancías, había sido codicioso y su comportamiento altivo en la corte tokugawa tan contraria a la actitud manifestada por Vivero[5]. Las cartas que le dieron para el virrey de México eran también significativas[6]; la de Hidetada trataba exclusivamente de la amistad entre ambos pueblos y el gran deseo del shogún de continuar el trato entre Japón y Nueva España; la de Ieyasu, además de manifestar su deseo de que se continuara enviando naves de comerciantes, a las que prometía buen recibimiento en sus puertos, explicaba con sutiles razonamientos cómo los japoneses no estimaban la ley de los cristianos. Entre el 16 de septiembre y los primeros días de noviembre Vizcaíno se dedicó a localizar las islas Ricas, sin éxito, y una serie de tormentas le obligaron a regresar a Japón, en donde tomó puerto con graves averías el 7 de noviembre. Esta forzada segunda estancia fue desgraciada para el embajador hispano; tardó cinco meses en que le recibieran en la corte o le dieran algún tipo de respuesta y terminó enfrentado con los franciscanos, en particular con Luis Sotelo, a los que acusó de haber influido en que no les quisieran prestar dinero para aviar el San Francisco para el regreso a Nueva España. La escisión en el partido castellano-mendicante parecía acentuarse, tras las discrepancias globales entre Vivero y Cevicós. Cuando Sebastián Vizcaíno y los compañeros de expedición parecían haber perdido toda esperanza de aviar el San Francisco, les llegó un ofrecimiento providencial del daimyo de Senday, Date Masamune: en una carta le comentaba la posibilidad de construir un navío, para el que tenía cortada la madera incluso, y se lo ofrecía para hacer el viaje a Nueva España. Vizcaíno consiguió unas capitulaciones bastante favorables, con facilidades para el paso de Uraga a Senday, en donde se construía el navío, y de allí a México sin demasiados gastos; más tarde se quejaría del mal cumplimiento de estos acuerdos, ya en polémica con Luis Sotelo. Hasta el 27 de octubre de 1613 no pudieron salir de Senday y el 26 de diciembre llegaban a Nueva España en aquella nave a la que llamaron San Juan Bautista.   El verdadero artífice de aquella operación había sido el franciscano Luis Sotelo. En el buen relato que Lera hace de esta embajada, la figura de Sotelo es central; encargado por Hidetada de llevar cartas a México y a España, en contestación a las llevadas por Vizcaíno a Japón, y ante la tardanza de la respuesta a las llevadas dos años atrás por Alonso Muñoz, debía hacer el viaje en una nave construida por el shogún que salió el 23 de octubre de 1612 –un mes y una semana después de que Vizcaíno dejara Japón por primera vez en el San Francisco; a causa de las tempestades, el navío japonés había tenido que regresar y esa había sido la causa de que el shogún aprisionara a Luis Sotelo y lo condenara a muerte. La intervención de Date Masamune le salvó, y el daimyo de Senday decidió enviarlo como embajador suyo a España.   Así pues, el 27 de octubre de 1613 salió de Tsukinoura el navío del daimyo de Senday, el San Juan Bautista, y en él Sebastián Vizcaíno con los compañeros de expedición que no habían vuelto ya por las Filipinas, Luis Sotelo y Hasekura Rokuyemon, como embajadores de Masamune a España, con una comitiva de hasta ciento ochenta personas, entre ellas sesenta samurais y algunos negociantes[7]. El 26 de diciembre avistaron la costa de Nueva España a la altura del cabo Mendocino.         3. LA EMBAJADA DE ALONSO MUÑOZ EN ESPAÑA.   En el otoño de 1611 Alonso Muñoz había llegado a la corte hispana, y con él el optimismo y entusiasmo de Rodrigo de Vivero y su visión castellanista y expansiva en Extremo Oriente. El 12 de diciembre el duque de Lerma enviaba al Consejo de Indias la correspondencia japonesa traída por Muñoz[8] y pocas semanas después el Consejo de Portugal, en dos consultas de enero de 1612, exponía –en los mismos términos de Juan Cevicós– la difícil situación en Extremo Oriente tras la irrupción de los holandeses y contra la apertura de comercio entre Nueva España y Japón. De ese momento también es un durísimo Discurso en que se ve cuánto importa al servicio de Dios y de vuestra majestad no abrirse la entrada de Japón a los religiosos por las Filipinas, con abundancia de datos estadísticos según los cuales el número de conversos japoneses logrados por los frailes hispanos es ridículamente corto frente al de bautizados por los jesuitas[9].   A finales de 1611 también, nada más conocer los informes de Japón traídos por Alonso Muñoz, el duque de Lerma trabó contactos discretos con Oldenbarnevelt; un fraile cristiano nuevo portugués, Martín del Espíritu Santo, disfrazado, se puso en contacto con el Abogado –Gran Pensionario– a través del mercader judío de Amsterdam y agente Duarte Fernández, amigo suyo también; Lerma y Oldenbarnevelt estaban interesados en convertir la tregua en paz perpetua; en síntesis de J.H. Israel, si los neerlandeses se comprometían a retirarse de las Indias Orientales, España consentiría en firmar una paz completa, con un reconocimiento perpetuo de la independencia neerlandesa[10]. Los planes expansivos hispanos en Oriente con la alianza del Japón, que los informes de Vivero dejaban entrever, debieron animar a Lerma en estas negociaciones secretas. Oldenbarnevelt pidió que la corte hispana formalizara esta oferta; en la primavera –en abril–, un notable enviado de Lerma, Rodrigo Calderón, se desplazó a los Países Bajos con unas instrucciones secretas en las que se consideraba sustancialísima la retirada de los holandeses de Oriente; el precio de la paz completa, en palabras de Israel. La misión secreta terminó mal; Baltasar de Zúñiga, crítico con Lerma y embajador ante el emperador, hizo negar en público a Calderón su misión secreta nada más llegar a Bruselas, y el intermediario, el notario de Maastricht Paul Philip Coenvelt, fue encarcelado por orden del Archiduque de Austria por tratos con los holandeses a sus espaldas.   De manera simultánea, el Consejo de Indias definía su posición con claridad y contundencia en lo referente a los asuntos de Japón, a mediados de mayo de 1612: Se admita la comunicación, trato y comercio de aquel reino –Japón– con el de la Nueva España, como se tiene por Manila[11]. Era la base de un nuevo diseño, más castellanista, para una nueva política en Extremo Oriente. Pero un año después aún no se había formalizado aquella decisión en algo concreto; a la vez que fracasaba la misión secreta de Calderón, la correspondencia de Filipinas mostraba en la corte hispana la ruptura de aquel partido castellano-mendicante: en el verano de 1611 la Audiencia de Manila y el gobernador de Filipinas, por expreso deseo de la ciudad de Manila, se quejaban de las gestiones de Vivero y los franciscanos, movidos por sus fines particulares, para abrir el comercio entre Japón y Nueva España[12]. Una razón de seguridad para oponerse a la apertura de esa ruta era el peligro de la educación marinera de los japoneses, en buenas relaciones con los holandeses; la otra razón era meramente comercial: en Nueva España no había productos, salvo algunos paños poco vendibles, para atraer la plata japonesa. La correspondencia del verano de 1612 era aún más rotunda en sus formulaciones contra la ruta Nueva España/Japón: supondría la ruina de Macao y Manila[13]. El gobernador de Filipinas Juan de Silva echaba por tierra los planteamientos del ex-gobernador Vivero. La resolución final de la corte hispana se retrasaba.   En la primavera de 1613 el embajador Alonso Muñoz rogó rapidez en el despacho de la contestación a Japón, pues ya llevaba año y medio esperando los despachos y podía ser dañina tanta tardanza. Lerma pidió parecer al Consejo de Indias el 4 de mayo y menos de una semana después ya hay resolución[14]: contestar a Ieyasu y a Hidetada concediendo lo que pedían en cuanto a la apertura de ruta comercial entre Nueva España y Japón. A pesar de la oposición clara del gobernador Juan de Silva –aunque aún no se conociese en el Consejo de Indias la correspondencia y avisos del verano de 1612, sí se conocería la del año anterior–, en esos momentos en plena escalada bélica con los holandeses en Oriente, la política de Lerma pretendía amplia amistad y comercio con Japón, en la línea de Vivero cuando juzgaba más importante la amistad del Japón que la conservación de las Filipinas.   A lo largo de mayo y junio de 1613 se prepararon los regalos de la embajada y la carta a Tokugawa Ieyasu, que lleva tratamiento de Serenidad –como se usó en cartas similares al rey de Persia por entonces– y fecha de 20 de junio; en ella, junto a las muestras de amistad, recomendación de los frailes predicadores y del embajador, el rey de España le comunicaba que cada año se iba a enviar un navío de Nueva España a Japón[15]. Alonso Muñoz había propuesto una lista de cosas de interés que podían llevarse como presente de la embajada y el Consejo recordó una normativa de época de Felipe II por la que no se enviaban armas ofensivas como regalos en embajadas tales; la lista definitiva incluía desde cajas de jabón hasta cuadros de emperadores y emperatrices romanos, vidrios de Barcelona o Venecia y armaduras grabadas y doradas. La dinero para comprar los regalos se tomaría del procedente de las mercadurías de China para gastos de fletes y averías[16]. La carta para el shogún Hidetada no fue redactada hasta el 23 de noviembre, tras una petición de Alonso Muñoz en este sentido, en términos similares a la escrita para Ieyasu[17].   Finalmente, el rey daba cuenta al virrey de México de lo decidido y le ordenaba enviar un navío anual a Japón, aunque con amplio margen de iniciativa, según las circunstancias[18]. Era el triunfo total en la corte hispana de la postura más castellanista en Extremo Oriente, la formulada por Rodrigo de Vivero. Y en ese contexto se dio el regreso a México de Sebastián Vizcaíno y el envío de la embajada de Date Masamune a España con Luis Sotelo y Hasekura Rokuyemon.         4. SEBASTIÁN VIZCAÍNO Y LUIS SOTELO EN MÉXICO.   El 26 de diciembre de 1613 el navío japonés en que venía Sebastián Vizcaíno y la embajada de Date Masamune llegó a la costa mejicana y un mes después, el 28 de enero de 1614, tomaron puerto en Acapulco[19]. Sebastián Vizcaíno, con las cartas de los Tokugawa, y Luis Sotelo y Hasekura Rokuyemon con las del daimyo de Senday, venían enfrentados y ya en Acapulco ese conflicto estalló y a punto estuvo de provocar serios disturbios callejeros. Vizcaíno acusó a los japoneses de la expedición de adueñarse de cinco biombos y tres pares de armas del presente que él portaba de los Tokugawa, y Luis Sotelo comunicó las quejas de Hasekura Rokuyemon por maltrato y pagos exigidos de noventa mil pesos con la disculpa del mantenimiento y reparos de la nave; amenazó con regresar a Japón y el incidente de Acapulco  lo solucionó el virrey con una serie de disposiciones para proteger el trato de los comerciantes japoneses por las ciudades por donde pasaran, a la vez que se les confiscaban las armas hasta su regreso; Antonio de Morga fue el encargado de hacer cumplir aquellas disposiciones protectoras de la expedición japonesa[20]. Las penas publicadas contra quienes violaran las disposiciones protectoras de los japoneses, además de las de derecho, eran de quinientos pesos de multa y ser sacado en vergüenza pública, para los hispanos y hombres de renta, y cuatro años de galeras para los pobres, indios, mestizos, mulatos y negros.   La gestión de Sebastián Vizcaíno fue tratada con dureza en la corte virreinal. Ni descubrió las islas ni guardó las órdenes, resume Francisco de Huarte, en lo referente al descubrimiento de las Islas Ricas de Oro y Plata y a la orden de que no viniesen japoneses a Nueva España. El virrey ordenó investigar si se había excedido en sus atribuciones y hasta el obispo de Japón se quejaba del embajador hispano[21], cuyo sondeo de puertos japoneses levantara una campaña de los holandeses alertando a los Tokugawa contra los hispanos. Por su parte, el informe de Sebastián Vizcaíno era absolutamente desfavorable a la ampliación de las relaciones con el Japón de los Tokugawa; tanto Ieyasu como Hidetada odiaban la religión cristiana –como se advertía en las propias cartas de la embajada– y habían comenzado a perseguir a los conversos; los holandeses relacionaban la predicación con una posterior conquista y el envío de más frailes a Japón –uno de los puntos a tratar en Madrid por Sotelo y Rokuyemon– era perjudicial, en un momento en el que del país estaban saliendo frailes expulsados[22]. La embajada de Rokuyemon era meramente oportunista, estaría bien fuera de verdad, porque el interés de sus mercadurías les trae, y Luis Sotelo no traía licencia del shogún ni de sus superiores.   El partido castellano-mendicante en Extremo Oriente se disolvía entre disputas de comerciantes y frailes. Juan Cevicós, años después, atribuía ese enfrentamiento de Sotelo con sus correligionarios al propósito del sevillano de llevar franciscanos calzados a la predicación del Japón[23]. Fray Sebastián de San Pedro también escribió al virrey de México rogándole que impidiese a Luis Sotelo seguir adelante con su embajada; la embajada y navío del daimyo de Senday iban por instigación de Sotelo, pero sin permiso de sus prelados ni de los Tokugawa, que verían con desagrado que de Nueva España se enviase navío a tierras de Senday, con lo que podrían acusar a los cristianos de trato doble[24].   El virrey de México terminó de perfilar su postura también, contraria a la ampliación de relaciones con Japón; ya había trato por Filipinas, no hacía falta más, y lo que traían no era de importancia y sí podía generar un flujo nuevo de plata mexicana hacia Asia. De Japón, por lo que se va conociendo de la gente de él, no era conveniente que vinieran a México, y en el San Juan Bautista habían venido ciento cincuenta sin haber necesidad de tanta gente; belicosos y bien armados, deseaban ante todo aprender la navegación de altura y construir grandes barcos, lo cual era peligroso y lo favorecería la nueva ruta comercial. Consecuente con este análisis, el marqués de Guadalcázar esperaba indicaciones de la corte hispana antes de enviar de regreso a los comerciantes japoneses y el regalo y embajada de respuesta a los Tokugawa gestionados por Alonso Muñoz. El virrey decía de Sotelo que era persona de poco asiento; había sido parco en su recibimiento, pero le dejaba pasar a Veracruz para proseguir su viaje a España[25].       5. LA EMBAJADA DE HASEKURA ROKUYEMON EN MADRID Y EN ROMA.   Luis Sotelo y la embajada japonesa estuvieron en México hasta el 8 de mayo de 1614 y de allí fueron a San Juan de Uluá, en donde se embarcaron para España un mes después, el 10 de junio, en la flota de Antonio de Oquendo; a principios de agosto siguieron viaje desde La Habana en el galeón del general Lope de Mendáriz y llegaron a Sanlúcar de Barrameda el 5 de octubre[26]. Desde el mar, Sotelo y Hasekura Rokuyemon escribieron al rey Felipe III; el embajador japonés le rogaba que le recibiese pronto y le decía que el principal motivo de la embajada era pedir frailes para la tierra de su señor Date Masamune; Sotelo pedía que se recibiese bien la embajada de Masamune, poderoso daimyo japonés consuegro de Ieyasu y amigo de la ley de los cristianos[27].   La expedición fue alojada en Coria del Río quince días, hasta el 21 de octubre en que pasaron a Sevilla y fueron alojados en el Alcázar, a cargo de la ciudad y en un ambiente grato y festivo que Felipe III iba a agradecer a la ciudad en documento especial[28]. El Consejo de Indias encargó a Francisco de Huarte entrevistarse con Luis Sotelo y averiguar intenciones y alcance de la embajada; a pesar de las informaciones contrarias, sacó buena impresión de Sotelo y opinó que debía darse buena acogida a los embajadores para evitar posibles malas consecuencias futuras. La embajada del daimyo de Senday venía con consentimiento de los Tokugawa y en sustancia pedía religiosos, pilotos y marineros para proseguir la navegación y trato con la Nueva España, puerto, trato libre y sin imposiciones, ayuda a las naves y perpetua amistad con el rey de España y enemistad con sus enemigos. Una vez más, la vieja oferta de Rodrigo de Vivero.   También fue consultado el Consejo de Estado. A pesar de la oposición del duque del Infantado –al no traer cartas de Ieyasu, este podría enojarse, con lo que era mejor escribirle en este sentido sin recibir la embajada–, el Consejo de Estado acordó su recepción; con una pensión de doscientos reales diarios, la embajada se alojaría en el convento de San Francisco de Madrid; Alonso Muñoz debía desplazarse de Salamanca a Madrid para aclarar todos los extremos con Sotelo, y todo ello con la mayor brevedad[29]. Tres días después de esta consulta, salieron de Sevilla los expedicionarios. El 20 de diciembre entraron en la corte y el 30 de enero fueron recibidos por Felipe III, con un protocolo similar al utilizado con los nobles italianos, a quienes se equiparó el daimyo de Senday[30]. En febrero se bautizó Hasekura Rokuyemon y hasta el 22 de agosto permaneció en Madrid con Sotelo y sus acompañantes.   Durante los casi ocho meses que pasaron en Madrid, siempre en el convento de los franciscanos, Luis Sotelo negoció en la corte hispana una serie de puntos: A. Pasar a Roma con la embajada para negociar ayuda para la cristiandad japonesa. B. La creación de otros obispos en Japón de las órdenes mendicantes; el Consejo de Estado se opuso a ello por los gastos que suponía y no estar claro quién tenía el derecho de presentación en aquellas latitudes, si castellanos o portugueses. C. Frailes y fondos para la predicación de Japón; se le concedió hasta mil ducados y licencia para hasta veinte frailes, remitiéndose en ello al parecer del obispo y el gobernador de Filipinas. D. Asentar trato y comercio con el daimyo de Senday –el rey de Boxú–, con un navío, pilotos y marineros.   A la última cuestión, el Consejo de Indias fue contundente; ya tratado en la embajada oficial a Ieyasu y al shogún, a Date Masamune debía agradecérsele su oferta sin más. En un momento tan delicado, adoptó una actitud cautelosa: tratar esta materia casi insensiblemente, como va caminando, por quitar la ocasión de sospechas y de celos para que con ellos no se cierre las puertas el Emperador –Tokugawa Ieyasu– a lo que ahora sufre y disimula. Luis Sotelo y Hasekura Rokuyemon podían seguir viaje a Roma –tal vez en compensación a tanta negativa, pues tampoco se concedió un hábito de Santiago para el embajador japonés–, aunque se escribió al embajador conde de Castro que procurase que Sotelo no negociara nada en la corte pontificia de lo ya tratado con el rey de España[31].   El 22 de agosto de 1615 salieron de Madrid Sotelo y la embajada de Masamune; llegaron a Roma el 25 de octubre y permanecieron allí hasta el 7 de enero de 1616. Los pormenores del viaje, acogida y festejos en Roma, con otros pormenores, lo narró Scipión Amati, intérprete de la embajada desde España; también el conde de Castro resaltó el calor y la solemnidad de la corte pontificia en la recepción, aunque los resultados de la embajada fueron de poca consideración; Paulo V se remitió en todo al nuncio en España y al deseo de Felipe III[32]. A Sotelo se le reprendió a su regreso por haber intentado gestionar en Roma un obispado en Senday del que él mismo habría de ser titular y se le ordenó preparar con rapidez el regreso de la embajada a Japón [33] . Se le dio la carta para Masamune y el presente para que se le hiciese llegar a través de Filipinas, a la discreción del gobernador[34].   Para entonces la situación en Extremo Oriente se había vuelto muy compleja con la mayor violación de la tregua hispano-holandesa provocada por la Compañía de las Indias Orientales. Una flotilla de seis barcos, al mando de Joris van Spilbergen, atravesó el estrecho de Magallanes y en junio de 1615 hundía dos barcos hispanos frente a Cañete, en la costa peruana, causando casi medio millar de bajas a los hispanos; continuó la navegación hacia Acapulco, en donde canjeó veinte prisioneros por provisiones, y una parte de la flota se enfrentó a Sebastián Vizcaíno en una batalla campal en Zacatula, en el norte mexicano, antes de atravesar el Pacífico hacia Extremo Oriente[35]. Al regreso de Roma del embajador japonés, ya eran conocidas estas noticias en la corte hispana. Aunque la expedición de Spilbergen no había obtenido logros apreciables, significó para América una profunda y costosa conmoción. La fortaleza de San Diego en Acapulco, cinco costosos bastiones de piedra, o las defensas del Callao, en Perú –en las que el virrey gastó más de medio millón de ducados entre 1615 y 1618–, se inician entonces en el marco de un programa general de reforzar las antiguas fortificaciones y construir nuevas. Juan de Silva, en Manila, reunía una poderosa flota por entonces, que había de coordinar con la portuguesa de Malaca y que en los años sucesivos iba a combatir contra los holandeses en aguas filipinas. En Extremo Oriente la guerra era total, de hecho.   La embajada de Hasekura Rokuyemon había dejado de tener sentido, o al menos la importancia que hubiera tenido en otras circunstancias. En el verano de 1616 el embajador japonés no se pudo embarcar; una vez recibidas las cartas para su señor, sin las que no quería embarcarse, cayó enfermo. El Consejo interrumpió la correspondencia con el embajador, ya que estaban satisfechos todos los gastos del regreso; tras un último intento de aplazamiento del viaje, Luis Sotelo y Hasekura Rokuyemon se embarcaron el 4 de julio de 1617[36]. Su regreso a Japón, por las Filipinas, habían de hacerlo, una vez más, en el San Juan Bautista que para entonces había atravesado el Pacífico por tercera vez.           6. LA EMBAJADA DE DIEGO DE SANTA CATALINA Y FIN DE LAS RELACIONES OFICIALES HISPANO-JAPONESAS.   El 28 de abril de 1615, un par de meses antes de que la flotilla de Spilbergen atacase objetivos hispanos en la costa del Pacífico americano, el San Juan Bautista regresó a Japón después de un año y tres meses en Nueva España, y mientras la embajada de Masamune viajaba por Europa. Después de no pocas dudas, el virrey de México había decidido enviar en dicha nave las cartas de contestación a los Tokugawa que había gestionado Alonso Muñoz en la corte hispana, pero sin la claúsula que accedía al comercio entre Japón y Nueva España. En enero habían llegado avisos de Filipinas de que los frailes estaban siendo expulsados de Japón y el virrey decidió suspender el envío de la embajada, cuyo retraso mismo estaba en la raíz de aquellos acontecimientos sin duda; esa realidad –escribe el virrey– me obligó a no enviar el presente hasta tener nueva orden de vuestra majestad, pues llegará a mal tiempo a la parte de donde me echan los ministros del Evangelio, si bien hay que pensar en cómo se atajará que los holandeses no hallen allí toda la acogida que pretenden, de que podrían resultar otros daños[37]. Las nuevas órdenes de Felipe III llegaron enseguida y fechadas en los días en que Hasekura Rokuyemon había llegado a Madrid, en la navidad de 1614; las cartas rectificadas para los Tokugawa debían enviarse en el San Juan Bautista mismo, con orden rigurosa, bajo pena de la vida, de volver por Filipinas y no permitir que los japoneses se experimentasen en esa navegación[38].   El San Juan Bautista partió, pues, el 28 de abril y el 15 de agosto llegó a Uraga. No viajaba en él Alonso Muñoz, sino que fueron Diego de Santa Catalina y otros dos franciscanos los que acompañaron a los comerciantes japoneses en su regreso a Japón y llevaron la embajada y presente para los Tokugawa. Ya los esperaban en Uraga y de inmediato se informó a Ieyasu[39].   La llegada de la embajada hispana coincidía con un momento importante en el asentamiento de los Tokugawa en el poder; algo más de dos meses atrás, el 3 de junio, había finalizado la segunda campaña contra Hideyori, el hijo de Hideyoshi Toyotomi, con la destrucción del castillo de Osaka, último reducto hostil a la dinastía shogunal. La cristiandad sufría en aquel momento abierta persecución tras una serie de incidentes desafortunados en los que había mezclados cristianos japoneses y los frailes castellanos y los jesuitas estaban oficialmente desterrados del Japón desde un edicto general de expulsión del año anterior. La llegada de los tres frailes con la embajada, pues, no era muy afortunada; el propio Rodrigo de Vivero había recomendado que fuese por embajador un caballero[40]. Los portadores de la embajada tuvieron que pagar a su costa los gastos de viaje y estancia, así como esperar más de dos meses en la corte de Ieyasu antes de ser recibidos por éste.   La recepción de la embajada por Ieyasu fue de gran frialdad y no hubo lugar para tratar nada de interés con los cortesanos. Despachados a Yedo, a la corte shogunal, se fue dilatando la recepción por Hidetada al mismo tiempo que los hispanos se iban enterando del desagrado causado por el texto de la carta a Ieyasu, al recomendársele los frailes cuando él los había expulsado de sus tierras. Cada vez más aislados, los hispanos ya no tenían autonomía ni siquiera para decidir cómo volver a Filipinas o a Nueva España. El 1 de junio de 1616 murió Tokugawa Ieyasu, una disculpa para que el shogún aplazara una vez más la recepción de la embajada, a pesar de haber recibido una de ingleses y otra de holandeses en ese tiempo . La persecución contra los cristianos y las injusticias sufridas por algunos españoles y portugueses en Japón narradas con gran minuciosidad por Diego de Santa Catalina, mostraban a las claras la elección del shogún.   Sin ser recibida la embajada por el shogún, los hispanos recibieron la orden de embarcarse en el San Juan Bautista: el navío debía volver a Nueva España a recoger al embajador de Date Masamune, de quien era la nave. Alegaron la prohibición del virrey, bajo pena de muerte, de hacer esa navegación, pero hubieron de obedecer por fuerza. El 30 de septiembre de 1616 salieron de Japón los tres frailes, a quienes se unieron otros dos de los expulsados, y en febrero de 1617 llegaron a un puerto de la provincia de Guadalajara, en la bahía de Tintoque, después de una larga y penosa navegación en la que murieron hasta cien personas de las que viajaban en el navío[41].   La llegada de nuevos comerciantes japoneses y el presente no recibido por el shogún, hizo que el virrey de México volviera a consultar a la corte de Felipe III qué hacer. A los comerciantes les cobró los derechos que pagaban las mercancías de Filipinas y con la respuesta de la corte hispana, en el verano, salía para México Hasekura Rokuyemon y Luis Sotelo. El presente del shogún debía ser vendido y su dinero restituido a la caja de origen; los comerciantes japoneses debían emplear en productos de Nueva España lo vendido y no sacar plata; Hasekura y sus compañeros de embajada debían volver también a Japón en el San Juan Bautista, vía recta o por Filipinas, al parecer del virrey, pero no debían ir pilotos hispanos a Japón por el peligro que correrían[42]. Al carecer los japoneses de pilotos y marineros para hacer el viaje, el navío japonés volvió por Filipinas, con la flota del nuevo gobernador Alonso Fajardo. Salieron de México el 2 de abril de 1618 y llegaron a Manila en julio. En 1620 Hasekura Rokuyemon volvió a Japón y dos años después Luis Sotelo. Pero las relaciones hispano-japonesas no se restauraron. Prácticamente habían dejado de existir tras 1614.           7. FINAL.   De las Filipinas, desde ese año de 1614, sólo llegaban avisos de la persecución a los cristianos japoneses y la ciudad de Manila llegó a quejarse de lo numerosa que era la colonia japonesa; de los hombres con los que el gobernador Juan de Silva contaba en Manila, mil quinientos eran hispanos y quinientos japoneses, proporción en verdad alta[43]. Desde ese año llegaron a Manila frailes y cristianos japoneses y la primera reacción del gobernador había sido enviar una gran embajada al shogún, aunque desistió de ello. No hay noticias del navío anual a Japón desde ese año tampoco[44]. La expedición holandesa al mando de Laurens Reael, de corso ese año por aguas de Filipinas, y los preparativos navales y defensivos en Manila pasaban a ser lo más principal para la gobernación.   Sobre la persecución de la cristiandad japonesa se siguió escribiendo y polemizando mucho, tanto en los medios portugueses como castellanos; sin la dureza de años anteriores, pero aún con fuerza. Buen testimonio de aquella literatura polémica es una exposición sobre las causas de la persecución de fray Sebastián de San Pedro, de 1617, o la disputa surgida a raíz de una carta atribuida a Luis Sotelo, a la que Juan Cevicós hizo extensa réplica[45]. La amplia literatura misionológica de la época también se hizo eco de esa polémica.   La persecución contra los cristianos, que significaba el fracaso de las relaciones entre Habsburgos y Tokugawas, había sido decretada justo en el periodo final de la instauración de esta dinastía shogunal; en Sekigahara muchos cristianos, como el daimyo don Agustín, habían estado en el bando contrario a Ieyasu, y también había muchos cristianos en el bando de Hideyori, el hijo de Hideyoshi Toyotomi, vencido y muerto sólo un año antes de la desaparición del propio Ieyasu. Influyó también la privanza de Hayashay Razan, enemigo de la influencia de bonzos y cristianos, y el malestar que entre los bonzos causaba la tolerancia religiosa de Ieyasu. Los hispanos del momento vieron una posible causa en las maniobras de Harunobu, daimyo cristiano de Arima, para adueñarse de la fortaleza Isahaya de Hyzen o en la enemistad del bugyo de Nagasaki, Hasegawa Sahioe, uno de los responsables del incendio del galeón Madre de Dios en enero de 1610; también se habló de la influencia de William Adams en la corte Tokugawa, favorecedor de ingleses y holandeses, así como de los recelos causados por la embajada y demarcaciones de Sebastián Vizcaíno.   El Japón de los Tokugawa se cerró casi por completo a los occidentales, y sólo los holandeses lograron un contacto comercial permanente y muy controlado. En 1624 Iemitsu prohibió la navegación a los japoneses cristianos; en 1633 prohibió salir al extranjero a los japoneses y en 1639, bajo pena de muerte, a los portugueses desembarcar en Japón.                                                       ——————–   [1] B.N.M. Manuscritos, legajo 3046, folios 83-118. Copia de la relación que envió Sebastián Vizcaíno al virrey de la Nueva España del viaje que hizo al descubrimiento de las islas Ricas de oro y plata, citada en la carta de guerra, Filipinas y Japón de 8 de febrero de 1614. El escribano del galeón, Alonso Gascón de Cardona, logra un excelente relato. [2] A.G.I. México, legajo 28, ramo 2. Carta del marqués de Salinas al rey de 7 de abril de 1611. [3] Relación de Sebastián Vizcaíno de la B.N.M. citada, como todo lo fundamental de lo relatado. [4] Murakami, N. Letter written by the English residens in Japan, 1611-1623, 1900. [5] A.G.I. Filipinas, legajo 63. Carta de Juan de Silva al rey de 20 de julio de 1612. Ibid., México, legajo 28, ramo 2. Carta del marqués de Guadalcázar al rey de 22 de mayor de 1614. Ibid. Filipinas, legajo 1, ramo 4, número 224. Copia de carta de Francisco de Huarte al marqués de Salinas de 4 de noviembre de 1614. [6] Ibid., números 211 y 212. Traducción de la carta de Hidetada de 18 de agosto de 1612 y de Ieyasu de 24 de agosto de 1612 para el virrey de México. Ambas cartas las reproduce Lera, op. cit. pp. 445-446. [7] Lera, op. cit. pp.  446-447. [8] A.G.I. Filipinas, legajo 193, ramo 1, número 19. Papel del duque de Lerma al presidente del  Consejo de Indias de 12 de diciembre de 1613. Ibid., número 20. Memorial de fray Alonso Muñoz sin fecha. [9] Ibid., legajo 4, ramo 1, números 11 b, c y e. Consulta del Consejo de Portugal de 4 de enero de 1612 y otros papeles. Ibid., número 10. Consulta del Consejo de Portugal de 25 de enero de 1612. El Discurso…, Ibid. número 11 a. [10] Israel, op. cit. p. 37. [11] A.G.I. Filipinas, legajo 4, ramo 1, número 21. Papel del Consejo de Indias con lo que se debe consultar sobre los asuntos de Japón, de 18 de mayo de 1612. [12] A.G.I. Filipinas, legajo 163, ramo 1, número 1. Copia de capítulo de carta de la Audiencia de Filipinas al rey de 16 de julio de 1611. Ibid., legajo 20, ramo 2, número 94. Carta de la Audiencia de Filipinas al rey de 21 de julio de 1611. Ibid., México, legajo 2488. Carta de Juan de Silva al rey de 20 de agosto de 1611. [13] Ibid., Filipinas, legajo 63. Carta de Juan de Silva al rey de 20 de julio de 1612. [14] Ibid., legajo 193, ramo 1, número 24. Papel de Lerma al presidente del Consejo de Indias, de 4 de mayo de 1613. Ibid., número 25, memorial de Alonso Muñoz, sin fecha. Ibid., legajo 4, ramo 1, número 13 a. Consulta del Consejo de Indias de 10 de mayo de 1613. [15] Ibid., Filipinas, legajo 4, ramo 1, número 13 d. Consulta del Consejo de Indias y nota marginal de 14 de junio de 1613. Ibid. México, legajo 1065, folio 80 vto. Copia de respuesta a Ieyasu de 20 de junio de 1613. [16] A.G.I. Filipinas, legajo 4, ramo 1, número 13. Nota a una consulta del Consejo de Indias de 10 de mayo de 1613. Ibid., número 13 b. Papel para el duque de Lerma de 31 de mayo de 1613. Ibid., número 13 c. Lista de lo que se ha de llevar de regalo a Japón, sin fecha. Ibid., legajo 193, ramo 1, número 26. Memoria de las cosas que podrían enviarse a Japón, sin fecha. Ibid., Indiferente General, legajo 1970, tomo II. El Consejo de Indias a la Casa de Contratación, de 12 de junio de 1613. [17] A.G.I. México, legajo 1065, tomo VI, folio 90 vto. Copia de carta a Hidetada de 23 de noviembre de 1613. Ibid. Filipinas, legajo 4, ramo 1, número 13 e. Consulta del Consejo de Indias del 12 de noviembre de 1613. [18] A.G.I. México, 1065, tomo VI, folio 78 vto. Copia de carta al virrey de México de 17 de junio de 1613. Ibid., folio 80, a Juan de Silva de misma fecha. [19] A.G.I. Filipinas, legajo 1, ramo 4, número 223. Consulta del Consejo de Indias de 30 de octubre de 1614. [20] Ibid., números 221 y 224. Copias de carta de Sebastián Vizcaíno y de Francisco de Huarte al virrey de México de 20 de mayo y 4 de noviembre de 1614 respectivamente. Ibid., México, legajo 28, ramo 2. Orden y auto sobre las armas y buen tratamiento de los japoneses de 4 de marzo de 1614. [21] R.A.H. Manuscritos, legajo 9-2665, folios 97-98. Carta del obispo de Japón al provincial de los jesuitas de Manila Gregorio López, de 10 de marzo de 1612. [22] A.G.I. Filipinas, legajo 1, ramo 4, número 220. Copia de carta de Sebastián Vizcaíno al rey de 20 de mayo de 1614. [23] R.A.H. Manuscritos, legajo 9-2666, folios 67-94. Discurso impreso de Juan Cevicós de 1628. [24] A.G.I. Filipinas, legajo 1, ramo 4, número 223. Consulta del Consejo de Indias de 30 de octubre de 1614. [25] Ibid., México, legajo 28, ramo 2. Carta del marqués de Guadalcázar al rey de 22 de mayo de 1614. [26] Lorenzo Pérez, Apostolado y martirio del beato Luis Sotelo en el Japón, en Archivo Iberoamericano, números 66-68, noviembre/diciembre, 1924 y enero/febrero, marzo/abril, 1925. El viaje de Hasekura y Sotelo a Madrid y Roma, nº 68, pp. 145-220. [27] A.S.V. Estado, legajo 1001. Carta de Hasekura Rokuyemon al rey de España de 30 de septiembre de 1614; traducción de Makoto Yano del 1 de octubre de 1939, siendo ministro plenipotenciario de Japón en España. A.G.I. Filipinas, legajo 1, ramo 4, número 223. Consulta del Consejo de Indias de 30 de octubre de 1614. [28] Ibid. número 224. Copia de carta de Francisco de Huarte al marqués de Salinas de 4 de noviembre de 1614. A.S.V. Estado, legajo 2708. El rey al asistente de Sevilla y a la ciudad de Sevilla, 1 de diciembre de 1614. Joaquín Hazañas y la Rúa, Bázquez de Leca, 1573-1649, Sevilla, 1918, p. 265, publica un estracto de los autos capitulares de los días 13, 24, 29 y 31 de octubre de 1614 sobre el asunto. Alonso Rodríguez de Gamarra imprimió una Copia de una carta que envió Idate Masamune, rey de Boxú, en el Japón, a la ciudad de Sevilla, en que da cuenta de su conversión y otras cosas, Sevilla, 1614. [29] A.S.V. Estado, legajo 2644. Consulta del Consejo de Estado de 22 de noviembre de 1614. [30] A.G.I. Filipinas, legajo 1, ramo 4, número 227. Respuesta del Consejo de Estado a una consulta sobre el modo de tratar al embajador del daimyo de Senday del 16 de enero de 1615. [31] A.S.V. Estado, legajo 1001, folio 136. El rey a Francisco de Castro de 1 de agosto de 1615. A.G.I. Filipinas, legajo 1, ramo 4, número 240. Consulta del Consejo de 15 de septiembre de 1615. [32] Amati, Solemne Ambascieria del Giappone al Sommo Pontifice Paolo V, affindata al francescano P. Luigi Sotelo, Prato, 1891. A.S.V. Estado, legajo 1001, folio 80. El conde de Castro al rey de 9 de noviembre de 1615. A.G.I. Filipinas, legajo 1, ramo 4, número 244. Consulta del Consejo de Indias de 10 de marzo de 1616. [33] Ibid., número 249. Consulta del Consejo de Indias de 16 de abril de 1616. Ibid., legajo 4, ramo 1, número 15 c. sin fecha, pero después del viaje a Roma, memorial en defensa de la gestión de Sotelo. [34] Ibid., legajo 1, ramo 4, número 251. Consulta del Consejo de 4 de junio de 1616. [35] Israel, op. cit. pp. 45-46. [36] Ibid., número 254. Consulta del Consejo de 27 de agosto de 1616. Ibid., México, legajo 28, ramo 5. El marqués de Guadalcázar al rey de 15 de febrero de 1617. Ibid., Filipinas, legajo 1, ramo 4, número 258. Petición de Sotelo y anexo de 16 de junio de 1617. [37] A.G.I. México, legajo 28, ramo 3. Carta del marqués de Guadalcázar al rey de 31 de enero de 1615. [38] Ibid., legajo 1065, tomo VI, folio 117 vto. Felipe III al marqués de Guadalcázar de 23 de diciembre de 1614. Ibid., Filipinas, legajo 1, ramo 4, número 226. Consulta del Consejo de Indias de la misma fecha. Los cambios en la carta a Ieyasu pueden verse en el legajo cit. en primer lugar, folios 80 vto. y 118 vto. [39] A.G.I. México, legajo 28, ramo 5. Relación de lo que sucedió a tres religiosos descalzos de San Francisco con un presente y embajada que llevaron de parte del rey nuestro señor al rey de japón y a su hijo, escrito por uno de los mismos religiosos, de 13 de marzo de 1617 (fecha de copia, no del original). La narración de los hechos que siguen se basa en esta relación, salvo indicación en contrario. [40] R.A.H. Colección Muñoz, tomo X. Manuscritos, legajo 9-4789, folios 98 vto. Copia de carta de Rodrigo de Vivero al rey de 27 de octubre de 1610. [41] A.G.I. México, legajo 28, ramo 5. Carta del marqués de Guadalcázar al rey de 13 de marzo de 1617. [42] A.G.I. Contaduría, legajo 903, 3º. De lo procedido de derechos del diez por ciento de entrada de mercancías que vinieron de Japón en 1617. Ibid., México, legajo 1065, tomo VI, folio 203 vto. El rey al marqués de Guadalcázar de 12 de marzo de 1618. Ibid., legajo 28, ramo 5. Cartas del marqués de Guadalcázar al rey de 24 de mayo, 13 de marzo y 13 de octubre de 1617. [43] A.G.I. Filipinas, legajo 27, ramo 3, número 141. Carta de la ciudad de Manila al rey de 23 de junio de 1614. Ibid., México, legajo 2488. Copia de carta de Juan de Silva al virrey de la India de 20 de noviembre del mismo año. [44] La llegada a Manila de los desterrados del Japón fue recogido por Sicardo, op. cit. cap. X; Colin, pp. 704-706; Aduarte, tomo II, cap. 1. El  padre Morejón, de la Compañía de Jesús, fue enviado a España por entonces para informar. Sobre idea de embajada de Silva, A.G.I. Filipinas, legajo 85. El convento agustino de San Pablo de Manila al rey de 8 de junio de 1614. [45] R.A.H. Manuscritos, legajo 9-2666, folios 184-189. Resunta breve de las causas por las cuales el emperador de Japón ha perseguido la cristiandad de sus reinos, derribando los templos y expelido a todos los religiosos que había en sus tierras, hecha por un religiosos que era ministro y predicador en aquellos reinos, y supo y trató algunos años las cosas que aquí pone, protestando en fe de religioso ser todo verdad, año 1617. Ibid., folios 77-94. Discurso impreso de Juan Cevicós, de 1628.

Emilio Sola 10 febrero, 2012 10 febrero, 2012 embajadas, frailes, galeones, naufragios, Sebatián Vizcaíno
Historia de un desencuentro: Capítulo 7

CAPITULO VII.   1. LOS HOLANDESES EN EXTREMO ORIENTE.   En 1595 Cornelio Houtman, purchase con cuatro naves, sovaldi capitaneó una expedición a Extremo Oriente organizada por una compañía de los países lejanos, patient aunque el primer viaje de interés para Japón fue el de la flota de Santiago de Mahn a las Molucas; el 19 de abril de 1600 uno de los barcos llegó a las costas japonesas dos años después de iniciado el viaje, con el piloto inglés William Adams y otros compañeros de navegación. Ieyasu les obligó a quedarse y pronto se ganaron la estima del shogún, que se sirvió de ellos –sobre todo de Adams– para asesorarse en asuntos de navegación y otros, como viéramos que hiciera con Jerónimo de Jesús. A finales de año, Antonio de Morga debió enfrentarse en aguas de Manila a la flota holandesa de Oliver van Noort que intentó bloquear el puerto y el 14 de diciembre tiene lugar una batalla naval de seis horas de duración; el buque insignia de Morga fue hundido, pero los holandeses debieron huir; el capitán inglés Wiesman y una docena de holandeses fueron hechos prisioneros y ejecutados.   No hubiera tenido demasiada incidencia el asunto si, a partir de 1602, no hubieran comenzado a menudear las expediciones a Extremo Oriente después de que se reorganizara la primitiva compañía holandesa y se fundara la Compañía de las Indias Orientales; Johan van Oldenbarnevelt, Abogado de Holanda, contribuyó a la fundación de esta compañía y había de pasar a convertirse en protagonista principal de las negociaciones secretas con los Habsburgos que cuatro años después iban a tener lugar. La congelación por Oldenbarnevelt de las primeras gestiones para fundar otra compañía de las Indias Occidentales a principios de 1607, debe verse en relación con un alto al fuego conseguido por los esfuerzos negociadores del archiduque de Austria Alberto y Ambrosio Spínola; el acuerdo molestó a Lerma y a Felipe III por el hecho de no aparecer por escrito la retirada holandesa de las Indias, prometida por Oldenbarnevelt verbalmente, por lo que la libertad de Holanda podía parecer que se concedía sin contrapartida alguna. Oldenbarnevelt debía también disolver la Compañía de las Indias Orientales.   Las negociaciones que culminaron en la tregua de los 12 Años firmada en Amberes en abril de 1609 –el mismo día simbólicamente que el decreto de expulsión de los moriscos, otros súbditos problemáticos de los Habsburgos como los rebeldes calvinistas holandeses– fueron de gran importancia para la política desarrollada en Extremo Oriente. Los Estados Generales estaban tan convencidos como los españoles de que era vital negociar desde una posición de fuerza[1]. En febrero de 1608, en La Haya, los representantes de Felipe III ofrecieron la renuncia del rey Habsburgo a sus derechos sobre Holanda y Jean Richardot –con Spínola al frente de la delegación– exigió la evacuación de las Indias por los holandeses; Oldenbarnevelt sólo admitió renunciar a América y detener la expansión en Asia. Hasta el verano, las conversaciones se prolongaron en ocasiones con particular acritud; en el otoño, cuando se reanudaron, se centraron en una larga tregua, más que en una paz completa. La firma se hizo, finalmente, en Amberes sobre el reconocimiento español de la independencia neerlandesa y de la mutua conservación de las posesiones que cada parte tenía en las Indias Orientales y Occidentales. Y comenta J.I. Israel sobre el texto de la tregua: La cláusula incluida a instancias de los españoles, a tenor de la cual se excluía a los súbditos de ambos Estados de los territorios y del comercio de la otra parte en las Indias, estaba redactada de una manera tan oscura que carecía de fuerza alguna[2]. Además, el acuerdo de tregua se aplicaría en las colonias un año después que en Europa. Y todo eso se vio reflejado desde el principio en Extremo Oriente.   La instalación de los holandeses en las Molucas y su participación en el comercio de las especias movilizó de inmediato a los hispanos de Manila, movilización que culminó con la expedición de Pedro Bravo de Acuña a las Molucas en febrero de 1606. Pero la presencia holandesa no haría sino reforzarse en los años de las conversaciones de La Haya por una política más agresiva de la propia Compañía de las Indias Orientales –totalmente opuesta a la política de Oldenbarnevelt– con el fin de aumentar lo más posible su dominio en Asia. Enviaron muchos refuerzos y en 1609 y 1610 se sucedieron acciones continuas.   Martín Castaño, procurador general de las Filipinas, se dio cuenta pronto del peligro que los holandeses iban a suponer para las Filipinas, y en particular para sus relaciones con Japón. En un memorial impreso posterior a 1600 –quizá redactado entre 1605 y 1608, cuando el avance holandés podía ser aún neutralizable– Martín Castaño intenta razonar su voz de alarma para que en la corte española reaccionaran con prontitud y enviaran fuerzas para hacer frente al nuevo peligro. La poca atención a los asuntos asiáticos era para Martín Castaño un grave error, que no puede proceder sino de no hacerse en aquello la estimación y aprecio que se debe, como cosa mirada de tan lejos, siendo lo más importante de la Corona de vuestra majestad[3].   Destaca esta concepción de los asuntos de Asia de Martín Castaño como lo más importante de la Monarquía Católica, en el inicio del reinado de Felipe III, ya para algunos teóricos –pronto el mismísimo Tomaso Campanella– arquetipo de un posible gobierno católico o universal. E intenta estructurar su argumentación sobre el peligro holandés y la necesidad de neutralizarlo:   A. Desde la llegada de los holandeses corría peligro la cristiandad japonesa, tan floreciente hasta entonces, por lo que perjudicaba al aumento de la fe. B. Con escala en el Japón, los holandeses podrían estar en pocos días en cualquier punto de Extremo Oriente y tener provisiones que a veces escaseaban en Filipinas, por lo que se perjudicaba el acrecentamiento de la corona. C. Los señores y reyes de Extremo Oriente estaban pendientes de quién había de ganar en la pugna hispano-holandesa y habían de aliarse con aquel que mostrara más poder, lo que afectaba a la reputación. D. Finalmente, la Hacienda se vería muy perjudicada; instalados en el comercio de las especias, sería muy dañoso que consiguieran ser los intermediarios en el comercio de la plata japonesa y la seda china.   En mayo de 1602 llegó a Manila el nuevo gobernador Pedro Bravo de Acuña y, antes de desembarcar incluso, se topó de frente con el asunto de la cuestión japonesa y holandesa, con la embajada de Pedro Burguillos; el franciscano y sus acompañantes japoneses fueron recibidos por Bravo de Acuña, muy interesado en el buen despacho de aquella correspondencia diplomática en la que ya se iba a abordar el asunto holandés directamente. No había de remitir la penetración, sin embargo. En el Archivo de Indias de Sevilla se conservan copias de cartas que los holandeses llevaban consigo para los señores asiáticos en las que, en nombre de Mauricio de Nassau, pedían y ofrecían ayuda[4]. En el caso concreto de Japón, esas gestiones holandesas iban a tener rápido éxito.   2. LA EMBAJADA DE PEDRO BURGUILLOS.   Muerto Jerónimo de Jesús, sus compañeros fray Gómez y fray Pedro Burguillos negociaron la respuesta de Tokugawa Ieyasu al gobernador de Filipinas. La respuesta fue redactada con rapidez y Tarazawa Ximonocami, se la entregó para que, junto con otra carta suya, se encargasen de hacerla llegar a Manila. Es posible que esta carta fuera redactada con la ayuda de Jerónimo de Jesús antes de su muerte, como apunta Lera[5]; si no fuera así, está en la línea trazada por Ieyasu con su asesoramiento.   La carta de Ieyasu muestra especial interés por amplias relaciones con los hispanos, e incluso deja traslucir cierta impaciencia. En síntesis:   A. Evoca sus conversaciones con Jerónimo de Jesús y en su expresión después de un largo viaje, parece lamentar la tardanza de la respuesta, de 1599 a 1601. B. La ruta comercial entre Japón y Nueva España es provechosa para ambas partes. C. Ofrece un puerto en el Kantó para navíos hispanos, también como escala para sus continuos viajes entre Nueva España y Filipinas. Con gran anhelo quedo esperando vuestra respuesta, deja traslucir esa sutil impaciencia del shogún Tokugawa. D. Prometía una política dura contra los corsarios japoneses y daba al gobernador hispano poder para castigar y aún ejecutar a los japoneses que contraviniesen la ley, rogándole que le comunicase nombres de mercaderes rebeldes para impedirles nuevos viajes. E. Mencionaba el presente de armas japonesas y daba facultad al enviado para tratar de los asuntos que él no había podido incluir en la carta.   La carta de Tarazawa Ximonocami es más directa[6] y expresa mejor los verdaderos intereses japoneses: A. Deseaba saber por qué el gobernador de Filipinas no quería tantos barcos japoneses de comerciantes y rogaba que se le señalase el número de naves que quería cada año. B. Se quejaba de la tardanza en la contestación a Ieyasu sobre el trato con Nueva España y volvía a insistir en la rapidez de la respuesta.   A finales de febrero de 1602 las cartas salieron para Manila. Pedro Burguillos y fray Gómez habían intentado enviarlas por japoneses de confianza en viaje comercial, pero temerosos de alguna especulación sobre las cartas Pedro Burguillos se encargó personalmente de la embajada. De Fuxime viajó a Hirado para embarcarse para Manila en el navío de un mercader de Osaka; el nombre de Shinkiro sería el de este mercader, nombre con el que aparece relacionada la embajada en algunas fuentes, aunque el hagan de Sakay[7]. La entrevista en alta mar con el nuevo gobernador –bellamente evocada por Burguillos en su relación: Al amanecer descubrimos cuatro navíos de Castilla, que así fue para nosotros vista alegre…– fue de gran cordialidad y en las cartas informativas de la época se vuelve a captar gran optimismo en los medios hispanos ante las buenas disposiciones de Ieyasu para asentar paz y comercio[8].   El 1 de junio ya tenía Bravo de Acuña las respuestas a la embajada de Hideyoshi; en ellas recogía el perfil elaborado por Jerónimo de Jesús y el Daifu –no sería shogún hasta 1603– Tokugawa; hoy puede decirse que con toda sinceridad por parte del gobernador Acuña si se examina su resumen de los hechos a la corte española[9]. En resumen:   A. Agradecía el castigo a los corsarios y le trataba por ello de príncipe justo. B. El número correcto de naves de comerciantes japoneses a Manila sería de tres naves en primavera y tres en otoño; convenía que viniesen con licencia de Ieyasu, así como licencia del gobernador de Filipinas para las que fueran a Japón. C. La apertura de trato comercial entre Japón y Nueva España ya lo había consultado en México; lo haría de nuevo, pero era asunto para largo plazo pues había que gestionarlo también en Madrid y prometía su apoyo –sincero, como comentamos– para ello. D. Aceptaba el envío de un navío  al Kantó. De hecho, fue el Santiago el Menor. E. Recomendaba a los frailes predicadores. De hecho, envió a agustinos, franciscanos y dominicos. F. Finalmente, rogaba que le enviase a los holandeses llegados a Japón como enemigos de su rey y súbditos rebeldes, equiparables a los corsarios y de quienes les prevenía.   Al notable de la corte japonesa Tarazawa Ximonocami contestaba con brevedad: le indicaba el número de navíos que convenía fueran cada año a Filipinas y le recomendaba a los frailes que iban a Japón. De alguna manera, pilares básicos de las relaciones. El navío Santiago el Menor fue despachado con mercancías y con la misión de reconocer los puertos del Kantó en busca de un lugar idóneo para escala en el viaje anual a Nueva España que en este año se   dirigió ya a Acapulco y no al puerto de Navidad. La oferta de Tokugawa Ieyasu era, pues, oportuna. El comercio con Japón no se podía excusar, según Acuña, por proveernos de aquel reino de harina y otros bastimentos[10], para lo cual con seis naves anuales bastaban. En cuanto al comercio con Nueva España, no veía Acuña problemas en que se concediese; al no ser expertos marinos de altura, es posible que desistiesen de él tras el primer viaje. El gobernador dudaba de que el pronto shogún Ieyasu le enviase los holandeses naúfragos porque le habían asesorado en diversos asuntos y los apreciaba. El gobernador Acuña había captado también la impaciencia de Ieyasu, su deseo de un acuerdo comercial rápido. Y, así, suplico a vuestra majestad se sirva de mandar que con brevedad se provea en esto lo que convenga, porque de acá se juzga por acertado tener grato este rey.   Como telón de fondo obligado –más que retórico, de hecho, podría hablarse de práctica colonial o hasta teoría de la colonización– estaba el beneficio de la predicación evangélica. En condiciones tan favorables, el gobernador Bravo de Acuña permitió el paso de frailes a Japón y se embarcaron agustinos, dominicos y franciscanos en los navíos de los comerciantes japoneses; había sido dado el salto definitivo y el paso de los castellano-mendicantes a Japón había de centrar amplias polémicas[11].   Así las cosas, en agosto salía el galeón Espíritu Santo de Manila rumbo a Nueva España y la mala fortuna en la mar, una vez más, le hizo naufragar frente a las costas japonesas.       3. LA PÉRDIDA DEL GALEÓN ESPÍRITU SANTO.   El galeón Espíritu Santo ya había viajado varias veces entre Filipinas y Nueva España, pero en aquella ocasión, a causa de las tormentas tan frecuentes en aquellas latitudes, se vio forzado a tomar puerto en el Japón, una vez más en la región de Tosa. El capitán de la nave era Lope de Ulloa. El 24 de agosto vieron tierra japonesa y poco después desembarcaron en el puerto de Cimingo; tres días después recibieron la visita del daimyo de aquellas tierras y –a pesar de la confianza que tenían en las buenas relaciones hispano-japonesas– comenzaron a temer un desenlace adverso por las medidas tomadas por el daimyo: cuatro rehenes hispanos y seis japoneses de guardia día y noche –que fueron aumentando hasta llegar a ser 26 guardianes– para evitar que el navío se hiciese a la mar sin permiso. Lope de Ulloa reunió un consejo de guerra para estudiar la situación, que se negó a navegar a Nagasaki a espaldas del daimyo, según deseaba el capitán, temiéndose una encerrona para quedarse con el galeón como había sucedido sólo cinco años atrás con el San Felipe. A primeros de octubre Lope de Ulloa envió a su hermano Alonso, en compañía de Francisco Manrique, con embajada para Ieyasu en la que incluyeron como presente lo más valioso de ocho cajones de bodega.   La situación no dejó de empeorar, llegó a haber escaramuzas con muertos por las dos partes, y finalmente Lope de Ulloa decidió hacerse a la mar atravesando unas empalizadas que los japoneses habían comenzado a construir para cegarles la salida de puerto. Dejaban en tierra a setenta personas de la tripulación, entre los muertos, los enviados en la embajada a Ieyasu y cinco frailes que decidieron quedarse en tierra.   A lo largo de la primavera siguiente fueron llegando a Manila los que se quedaron en Japón, y entre ellos Alonso de Ulloa con una carta de Ieyasu para el gobernador de Filipinas de gran interés[12], todo afabilidad. Achacaba el incidente con el galeón Espíritu Santo  más al nerviosismo de los hispanos que a la agresividad de los japoneses. De aquí adelante, si una tempestad inclina los palos o rompe el timón de un barco vuestro cualquiera, que su gente no tema refugiarse en los puertos de mis estados; tocante a esto ya he enviado órdenes severas a todas partes. Y para dar mayor fuerza a sus palabras enviaba ocho licencias para las naves que cada año salían para Nueva España, con las cuales podían, exentos de temor, refugiarse en los puertos e islas, o saltar a tierra y penetrar en las ciudades o pueblos del Japón entero sin que les tilden de espías, aunque se dediquen a estudiar los usos y costumbres del país.   Fechada en octubre de 1602, al mismo tiempo que la carta al gobernador Acuña, Ieyasu promulgó una ley con esos mismos extremos; una copia en portugués, de la Real Academia de la Historia de Madrid[13], ordenaba que no se tomase nada de la hacienda de los navíos extranjeros que naufragaran en Japón, ni se entorpeciese la movilidad de los naúfragos por el país ni la venta de mercancías; mas rigurosamente les prohibimos la promulgación de su ley. Se recordaba en este final una antigua norma de Hideyoshi, remate negativo de la buena actitud de Ieyasu, a pesar de la cual se había continuado la predicación con el tácito consentimiento de los gobernantes.   El mismo verano de la pérdida del Espíritu Santo, el Santiago el Menor no conseguía llegar al Kantó y debió desembarcar en Hirado, aunque el capitán envió el regalo del gobernador a Ieyasu y se justificó con las dificultades de la navegación. En 1603 no hubo corso japonés en las Filipinas y el navío Santiago el Menor volvió a hacer viaje a Japón con mercancías y un presente para Ieyasu. Tampoco esta vez logró –ni al año siguiente de 1604– desembarcar en un puerto del Kantó. Eso sí, con las mercancías llevaba el regalo –normalmente paños y piezas de seda, vino y otras menudencias[14]– y las cartas del gobernador de Filipinas para el shogún Tokugawa.   4. LAS RELACIONES HISPANO-JAPONESAS HASTA 1608.   El suceso de la nao Espíritu Santo –a pesar de las buenas razones de Ieyasu– causó cierto malestar en sectores hispano-filipinos representativos; el oidor Antonio de Morga llegó a afirmar: parece que toda amistad con estos infieles (los japoneses) es sospechosa[15]; y éste puede considerarse un sentir general de las autoridades hispanas. Llegaba el doctor Morga incluso a dudar de la veracidad de los frailes, excesivamente optimistas en sus apreciaciones con el deseo del paso a Japón y que aseguraban más de lo conveniente los contactos. La desconfianza no dejó de acrecentarse, sobre todo tras la gran sublevación de los sangleyes a principios de octubre de 1603.   Con las naves de la primavera habían llegado a Manila avisos de preparativos navales chinos contra las Filipinas, a la vez que tres emisarios chinos visitaban Manila con una disculpa nimia; las defensas de la ciudad fueron reforzadas y en esos trabajos colaboró un chino converso, Juan Bautista de Vera –Eng-Kang su nombre chino–, que levantó sospechas y  resultaría ser el cabecilla del levantamiento. Por medio de los japoneses residentes en Manila, las autoridades hispanas intentaron indagar y ello precipitó el levantamiento. El 3 de octubre los chinos se agruparon y asaltaron dos barrios extremos de la ciudad; el ex-gobernador Luis Pérez Dasmariñas con otros 130 españoles murieron en las primeras escaramuzas y los sangleyes pusieron en serios aprietos a los defensores de la ciudad. Con los defensores de Manila –unos cuatro mil filipinos cristianos, doscientos musulmanes y otros doscientos españoles[16]– participaron los japoneses de la ciudad. Uno de los motivos de la rebelión de los sangleyes había sido precisamente el maltrato recibido por filipinos y japoneses, según se especifica en una relación del momento[17]. Envié… al padre fray Juan Pobre, lego descalzo, con cuatrocientos japones…, por haber sido aquí muy buen soldado y ser amado de los japones… Protagonizaron algunas matanzas de sangleyes, que impidieron hacer prisioneros vivos para las galeras, pues los japones y naturales son tan carniceros que ni el capitán Azcueta ni los demás lo pudieron remediar. La represión siguió en provincias; pero casi todos los japones… dijeron, como tudescos, que no querían pelear y que se querían volver a Manila pues no eran soldados de paga; y así, se volvieron y sólo quedó un capitán con cincuenta soldados que le siguieron, y en adelante lo hicieron bien.   Los hispanos de Filipinas, a raíz del levantamiento sangley, tomaron medidas preventivas con la población mercantil que se quedaba en Manila de una año para otro, incluidos los japoneses, para evitar un peligro como el pasado con los chinos[18]. La llegada de naves de comercio japonesas a Manila tras la sublevación alivió no poco la situación.   El navío a Japón de 1604 fue con el capitán Cuevas y él y el fraile Diego Bermeo visitaron al shogún Ieyasu, en compañía de otros oficiales del navío; el presente –piezas de seda básicamente como otras veces– le supo a poco. El hecho de que tampoco ese año el navío llegara al Kantó molestó especialmente al shogún, quien llegó a amenazar –lo narra Diego Bermeo[19]– con despachar a castellanos y predicadores de su tierra si el próximo envío no llegaba al destino previsto, pues dudaba de la veracidad de frailes y embajadores, de si tratarían con claridad con los japoneses. También molestó que el gobernador Acuña recomendase al mercader Antonio Garcés como beneficiario de uno de los cuatro navíos anuales, pues eso lo interpretaba como una reducción de las licencias de cuatro a tres. De la misma manera, se dolió de los elogios excesivos del gobernador a la ley cristiana en menoscabo –afeándole– la suya pagana. La respuesta de Ieyasu recogía con sobriedad estas quejas y, como para compensar, volvía a reconocer al gobernador hispano jurisdicción sobre los japoneses que estuvieran en Manila, de manera que pudiera expatriarlos o castigarlos; asunto de no poco peso tras el levantamiento de los chinos el año anterior.   Para las Filipinas aquello era buena correspondencia y paz, aunque en el verano de 1605 Acuña manifiesta su preocupación por la permanencia de los holandeses –y William Adams con ellos– en Japón, así como la posibilidad de que se hicieran firmes sus relaciones y alianzas e indicios de que estuvieran instruyéndoles en la navegación de altura. El contacto comercial mantenido entre Manila y Japón, sin embargo, aún podía neutralizar esa influencia. En 1605 también envió navíos –nada se dice si llegaron a puertos del Kantó– que en enero de 1606 estaban de regreso en Manila[20]. En el momento en que el gobernador emprendía una expedición a las Molucas, con el intento de expulsar a los holandeses de aquella zona; el gobernador fue en persona a la expedición –de febrero a mayo–, con unas 3.000 personas, hispanos y filipinos por mitad, y volvió con el sultán de Ternate como prisionero. El capitán Moreno Donoso hizo el viaje ese año a Japón, con presente y embajada para el emperador; salió de Manila el 22 de julio y en Japón ayudó, en compañía del dominico Alonso de Mena,  a los frailes en los permisos del daimyo y la construcción de dos iglesias en el reino de Fixen. Al año siguiente volvió a capitanear Moreno Donoso la expedición a Japón, y esta vez su ayuda a los frailes en la construcción de iglesia y permiso del daimyo fue en el Bungo[21]. Estas actividades indican que tampoco en estas dos ocasiones debieron tocar puertos del Kantó, así como la identificación estrecha de los hispanos con los nuevos frailes misioneros, con la nueva ley.   El gobernador Pedro Bravo de Acuña murió al regreso de la jornada a las Molucas, en el verano de 1606; como en otras ocasiones la Audiencia se hizo cargo del gobierno interino y se siguió con el envío del navío a Japón con Moreno Donoso, como se vio. Se juzgaba la paz segura y estable e incluso se sugería a la corte de Felipe III que enviaran una embajada importante a Ieyasu para asegurar aún más la paz, conveniente para una política asiática frente a China. Paralelamente, las medidas tomadas para reducir la colonia extranjera en Manila produjo tensión en los medios japoneses de la ciudad y llegó a temerse un levantamiento similar al de los sangleyes; la intervención de algunos eclesiásticos y la calma de las autoridades pudo evitar posibles incidentes[22]. Cuando Rodrigo de Vivero y Velasco llegó a Manila para hacerse cargo de la gobernación, ya habían sido castigados los culpables y solucionado el incidente; una de sus primeras acciones de gobierno fue escribir a Ieyasu dándole cuenta de lo sucedido[23].   Por su parte, Tokugawa Ieyasu acababa de enviar a Manila a su colaborador más apreciado para asuntos occidentales, el piloto inglés William Adams. El encuentro de Vivero y Adams en el verano de 1608, nada más llegar el nuevo gobernador a Filipinas, abrió el último y más brillante capítulo de las relaciones hispano-japonesas.           [1] Jonathan I. Israel, La república holandesa y el mundo hispánico, 1606-1661, Madrid, 1997, p. 30. [2] Ibid., p. 33. [3] A.G.I. Filipinas, legajo 34, ramo 6, número 140. Memorial impreso de Martín Castaño pidiendo que se atienda aquellas islas del daño holandés. [4] A.G.I. Filipinas, legajo 1064. Copia en portugués de cartas que el príncipe de Orange y conde de Nassau escribió al emperador de la China y a otros reyes o emperadores de Asia, de 1605 y siguientes. [5] Op. cit. p. 440. El texto de la carta, en p. 441. Todo lo referente a la embajada de Burguillos, así como su recepción por Acuña, se basa en la Relación… cit. de la Biblioteca del Palacio de Oriente de Madrid. [6] A.G.I. Filipinas, legajo 19, ramo 4, número 86. Copia de carta de Tarazawa Ximonocami al gobernador de Filipinas de 1602. [7] Se cita a Shinkiro en Morga, op. cit. p. 128, y se dice que llegó en mayo, a la vez que el gobernador Acuña, lo cual coincide con la narración de Burguillos. También se cita en Lera, p. 440 y en Sicardo, capítulo VI. [8] A.G.I. Filipinas, legajo 19, ramo 5, números 30 y 121. Cartas de la Audiencia al rey de julio de 1602 y de Acuña al rey de 11 de julio del mismo año. [9] Ibid., ramo 4, número 85 y 84. Copias de cartas de Acuña a Ieyasu y a Ximonocami de 1 de junio de 1602.  Ibid. ramo 5, número 121. Carta de Acuña al rey de 11 de julio de 1602. [10] En la carta al rey de la nota anterior recoge Acuña todos estos comentarios. [11] A.G.I. Filipinas, legajo 84, ramo 6, número 132. Carta del provincial de los dominicos de Filipinas al rey de 30 de junio de 1602. Ibid., legajo 19, ramo 5, número 30. Carta de la Audiencia de Filipinas al rey de julio de 1602. [12] A.G.I. Filipinas, legajo 19, ramo 5, número 129. Narración de la navegación y pérdida del galeón Espíritu Santo de 26 de julio de 1602. Ibid., número 149. Carta de la Audiencia de Filipinas al rey de 2 de julio de 1603. Lera op. cit. pp. 441-442. [13] R.A.H. Manuscritos legajo 9-2666, folios 165-169. Ley de Daifu contra la promulgación del Evangelio. [14] A.G.I. Filipinas, legajo 163, ramo 1, número 1. Copia de un capítulo de carta de la Audiencia de Filipinas al rey de 8 de julio de 1608. Morga, op. cit. p. 130 trata de estos viajes del Santiago el Menor, aunque en la correspondencia no se llegue a citar el nombre de la nave. [15] Ibid., legajo 19, ramo 5, número 141. Carta de Antonio de Morga al rey de 1 de diciembre de 1602. [16] Molina, p. 101. [17] A.G.I. Filipinas, legajo 60. Relación del alzamiento de los sangleyes… Ibid., legajo 35, ramo 7, número 96. Carta de Juan de Bustamante al rey de 18 de diciembre de 1603. [18] Ibid., legajo 27, ramo 2, número 81. Carta de la ciudad de Manila al rey de 9 de julio de 1604. [19] Ibid., legajo 79, ramo 4, número 77. Carta de fray Diego Bermeo al gobernador de Filipinas de 23 de diciembre de 1604. [20] Ibid., legajo 7, ramo 2, número 73. Carta de Acuña al rey de 7 de junio de 1605. Ibid., número 75. Acuña al rey de 6 de enero de 1606. Morga, op. cit. pp. 159-160. [21] Aduarte, op. cit. p. 493.  A.G.I. Filipinas, legajo 60. Petición de Moreno Donoso al rey, enumerando sus servicios, de 14 de agosto de 1620. [22] Morga, op. cit. p. 166. Colin, p. 152. [23] A.G.I. Filipinas, legajo 7, ramo 2, número 82. Carta de Rodrigo de Vivero al rey de 8 de julio de 1608.

Emilio Sola 30 enero, 2012 30 enero, 2012 comercio, galeón, holandeses, Japón, Pedro Burguillos
Historia de un desencuentro: Capítulo 8

CAPÍTULO VIII.   1. RECRUDECIMIENTO DE LA CUESTIÓN DE LOS BREVES PONTIFICIOS.   En diciembre de 1600 el papa Clemente VIII emitía un breve por el cual se establecía que el paso de predicadores a Japón, decease de cualquier orden religiosa que fuera, ask debía hacerse a través de las Indias Orientales portuguesas; por lo tanto, no por la vía de la Nueva España y las Filipinas. Era la culminación de una larga gestión jesuítico-portuguesa en la corte pontificia que arrancaba de la embajada a Roma de los daymíos de Omura, Arima y Bungo de 1582 que llegara a Roma en 1585.   La actitud reservada y cautelosa de las autoridades hispanas durante el gobierno de Francisco Tello de Guzmán en Manila, había generado cierto distanciamiento entre el gobernador y la Audiencia, por una parte, y los religiosos castellanos de Filipinas por otra. La prohibición del paso de mendicantes a Japón después de los sucesos trágicos de 1598 en Nagasaki no fue levantada a la muerte de Hideyoshi, de manera que –a pesar de las negociaciones de fray Jerónimo de Jesús– no habían ido religiosos a Japón, salvo los dos frailes que acompañaron al embajador; uno de éstos, Pedro Burguillos, con las cartas de Ieyasu en respuesta de las llevadas a Japón por Jerónimo de Jesús, llegó a Manila al mismo tiempo que el nuevo embajador Pedro Bravo de Acuña; el optimismo ante la actitud de Ieyasu hizo que este gobernador, como viéramos, enviara frailes de todas las órdenes religiosas, franciscanos, dominicos y agustinos, en el verano de 1602.   Hasta 1603 no se conoció en Manila el nuevo breve de Clemente VIII y la reacción fue inmediata en los medios religiosos de las islas hispanas; franciscanos y obispo de Manila asociaron la cuestión del paso a Japón por Filipinas y la canonización del embajador Pedro Bautista y sus compañeros de martirio. Fray Miguel de Benavides, el arzobispo dominico de Manila, comentó con dureza el breve: es decir no vayan los religiosos a Japón, pues por la India de Portugal poco o nada se trata de conversión. También la ciudad de Manila se expresó en este sentido[1]. Para dar mayor fuerza a estas protestas contra el nuevo breve, fue enviado por entonces a España el fraile lego franciscano Juan Pobre con una misión en la que se asociaba la petición de canonización para los mártires y el permiso de paso a Japón por las Filipinas. La Audiencia de Filipinas se unió pronto a estas peticiones con dureza: el asunto perjudicaba al trato hispano-japonés ya bien asentado y llegaba a sospechar que de la concesión de ese breve Su Majestad no tiene noticia. El obispo de Nueva Segovia elaboró también esa teoría apuntada por la Audiencia: el rey de España había sido marginado de esa gestión, el breve iba contra su derecho a enviar religiosos a donde quisiere de sus territorios y los jesuitas debían explicarse ante el rey y su Consejo[2]. Al mismo tiempo se llevaron a cabo diversas informaciones con declaraciones de testigos que apuntalaban estas opciones de un ya bien definido partido castellano-mendicante[3]. Papeles y papeles que progresivamente habían de ir llegando a la corte hispana, a través del enviado Juan Pobre.   En la primavera de 1604 el Consejo de Indias comenzó a reaccionar contra el breve de Clemente VIII. En dos consultas consecutivas, una de 24 de marzo y otra de 10 de abril, pedía la reforma del breve pues imposibilitaba más que ayudar el paso de predicadores a Japón. Razonaba: A. Los religiosos nunca habían ido a Japón por aquella vía. B. La Corona de Castilla ayudaba más a los religiosos. C. Japón pedía religiosos a las Filipinas. D. Había informes de que el fruto de la predicación podía ser muy grande. Debía escribirse, pues, al embajador en Roma para pedir al papa la reforma del documento pontificio[4]. Se podía decir que el Consejo de Indias, de manera natural, comenzaba a defender los puntos de vista  castellano-mendicantes, tomaba partido claro en el enfrentamiento en Extremo Oriente.     2. LA INTERVENCIÓN DEL CONSEJO DE ESTADO.   Poco más de un mes después, el 20 de mayo, el Consejo de Estado comenzó a intervenir en la cuestión y ordenó recopilar todo el material documental elaborado por los Consejos de Indias y de Portugal. El Consejo de Portugal tenía abundantes disposiciones reales y pontificias, incluso cédulas reales y breves de la época de Felipe II, de antes de que llegaran los castellanos a Japón. Su posición era fuerte, y así pareció entenderlo el Consejo de Estado[5] en su reunión de después del verano, en la que acusó recibo del breve de cuatro años atrás de Clemente VIII que le presentó el Consejo de Portugal. Posiblemente, tanto retraso en la comunicación podría estar en la base de la acusación de los medios castellano-mendicantes de Filipinas, de que los jesuitas habían actuado al margen del rey, de la corte de Felipe III.   El Consejo de Estado, en la sesión de finales de 1604, se manifestó favorable a las pretensiones jesuítico-portuguesas, se conformó con lo que el Consejo de Portugal le comunicaba. En la intervenciones de los diferentes consejeros –el comendador mayor de León o los condes de Ficallo, Chinchón y Miranda– había indecisiones aún, aunque se respetaban los derechos adquiridos por los portugueses. Mientras el comendador mayor de León proponía una junta de personas de letras que tratasen sobre el deseo de exclusividad de los jesuitas en la predicación del Japón, el conde de Ficallo opinaba que los frailes tenían mucho que predicar en Filipinas para enviar predicadores a otro lugar. Los condes de Chinchón y Miranda opinaban que estaba bien que pasasen otros frailes para que los jesuitas trabajasen con más cuidado. Pero todos estaban de acuerdo en lo fundamental: el paso a Japón debía hacerse por la India Oriental. En el caso en el que alguno quisiera pasar por Filipinas, debía contar con el acuerdo del Consejo de Portugal.   Hay, como decía, cierta imprecisión aún y un tono mesurado; hasta contradicciones, pues el mismo comendador mayor de León, para remediar la acusación de que los frailes castellanos buscaban también la contratación, lo que perjudicaba a los portugueses de Macao y significaba fuga de plata de Nueva España, llegó a proponer que los frailes fuesen a Japón en barcos que no dieran lugar a la contratación, verdadera visión irreal del problema. También la cuestión más de fondo, que había de influir mucho en las negociaciones futuras, es tratada con ligereza por este consejero; en las disposiciones del breve en las que parecía que el papa no tenía en cuenta el derecho de patronato real de enviar religiosos a donde quisiere, juzgaba la existencia de una virtual concesión de control al rey de España, puesto que sin su ayuda no podían pasar a tan lejanas tierras.   Menos de un mes después de esta consulta del Consejo de Estado, el Consejo de Portugal pedía el envío urgente de cédulas al gobernador de Manila que recogiesen el sentir del Consejo de Estado; la urgencia era para que saliesen en las primeras naves del año entrante de 1605. Era coherente la demanda, e iba acompañada con una exposición amplia de los puntos de vista jesuítico-portugueses: los religiosos castellanos perturbaban la predicación en Japón pues Ieyasu los tenía por espías de los castellanos, y a éstos por hombres de guerra[6]. Esta lógica pretensión portuguesa, sin embargo, no obtuvo la respuesta esperada y no salieron dichas cédulas.   En la primavera el Consejo de Portugal volvió a insistir y, al seguir sin respuesta, propuso la convocatoria de una junta con consejeros de los Consejos de Portugal y de Indias. En pleno verano, el Consejo de Estado respondió con cierta reticencia; que se oyese a las dos partes, bien por escrito, bien por medio de una junta, aunque éstas no solían resolver nunca nada. En septiembre, el Consejo de Indias se adhirió a la propuesta de llevar a cabo la junta[7]. Entre la documentación reunida para estas negociaciones de 1605 hay unos Apontamentos…[8], sin fecha, sobre los procedimientos evangelizadores de los jesuitas en Asia; en portugués y de una gran dureza, en algunos casos con matices claramente calumniosos, pero que reflejaban un proceder escandaloso e intolerable para los rectores de la Monarquía Católica por contradecir el espíritu que la presidía. El enfrentamiento entre ambas posturas parecía enconarse. A finales de enero el Consejo de Portugal volvió a insistir en los mismos aspectos, reforzando su exposición con dos cartas del obispo de Japón sobre los perjuicios causados por el paso de los frailes; también resaltó la fuga de plata de Nueva España que generaba el comercio hispano-japonés[9]. Sólo pasaron cuatro meses, y el Consejo de Indias respondió de manera contundente. Para entonces, ya había llegado a España Juan Pobre, camino de Roma, respaldado por nuevas peticiones de canonización para los mártires de Nagasaki y el grueso de la correspondencia de Extremo Oriente favorable a los puntos de vista castellano-mendicantes.     3. TRIUNFO EN LA CORTE HISPANA DE LOS CASTELLANO-MENDICANTES.   El breve de Clemente VIII no se conoció en Japón hasta finales de 1604, cuatro años después de su emisión, y sin duda llegó por la vía de la India Oriental. El obispo de Japón y los jesuitas se enfrentaron a los frailes llegados por Manila en su aplicación, y estos enviaron a Manila a Francisco de Jesús, apodado el Sordo, e hicieron suplicación del documento; para ellos significaba la suspensión de la aplicación del breve pontificio hasta que se hicieran las gestiones pertinentes en Roma; era la disculpa para no salir del país de manera inmediata, como pretendía el obispo de Japón y los jesuitas. La consulta del Consejo de Portugal de enero de 1606 especificaba ya informes del obispo de Japón, sin duda en este sentido. En Manila reaccionaron también con prontitud; se hicieron informes y el arzobispo y la Audiencia se unieron a los frailes; el gobernador Bravo de Acuña calificaba de escandaloso el enfrentamiento del obispo de Japón con los mendicantes y alababa la labor evangelizadora de estos[10]. Fue enviado a España otro franciscano, Pedro Matías, para reforzar el apoyo documental de Juan Pobre. En México recogió cartas de apoyo a la canonización de los mártires de Nagasaki, entre ellas una del virrey marqués de Montesclaros; con las reservas suficientes, el virrey expresaba su parecer de que los frailes estaban haciendo una buena misión en Japón y que convenía su paso allá por las Filipinas[11].   Para entonces –como viéramos, en el momento en el que el Consejo de Portugal y el de Indias iban a afilar sus armas dialécticas en la corte hispana– ya estaba en Madrid Juan Pobre. El 30 de mayo el Consejo de Indias fechaba su informe definitivo para atraer a la corte de Felipe III al apoyo de las tesis castellano-mendicantes. Es un momento especialmente activo del valimiento del duque de Lerma –acaba de aparecer la primera parte del Quijote en Madrid–, de particular euforia incluso, podría decirse, tras la paz con Inglaterra y cuando se están gestando dos decisiones decisivas para la Monarquía Católica, en principio: la tregua con las provincias unidas de Holanda y la expulsión de los moriscos –esta segunda medida en el mayor de los secretos–, que llegarían un par de años después. Es el tiempo de la que algunos denominaron pax hispana, los años centrales de la que Trevor-Roper denominó generación pacifista del Barroco; al mismo tiempo, los inicios de la denominada crisis general del siglo XVII[12]. La paz con los Países Bajos que comenzó a verse más necesaria tras una bancarrota en 1607 también debió animar a replantear o poner al día la relación de fuerzas en Extremo Oriente, para contrarrestar la incipiente penetración holandesa.   Merece la pena recoger con extensión la panorámica trazada por el Consejo de Indias aquella primavera de 1607. Es un texto polémico con los portugueses y muy razonado y estructurado. Algunos de sus extremos aún eran provisionales, pero ya claramente castellanistas y que se irían perfilando a medida que llegara más información de Oriente.   A. A las razones portuguesas para que no pasen religiosos por Filipinas a Japón –de la consulta del Consejo de Portugal de principios de año apoyadas en cartas del obispo de Japón, que es de la Compañía, como precisa el Consejo de Indias–, oponen los consejeros de Indias una breve historia de las relaciones hispano-japonesas desde la embajada de Harada al envío del franciscano mártir Pedro Bautista como embajador; no acusaba abiertamente a portugueses y jesuitas de culpables de los sucesos de Nagasaki, pero sí reflejaba la ambigüedad en su comportamiento durante ese tiempo. B. A la objeción portuguesa al comercio castellano-japonés, perjudicial por la fuga de plata de nueva España, respondía el Consejo de Indias de forma sorprendente: hasta el momento no se había ido de Nueva España o Filipinas a comerciar con Japón, pues eran los comerciantes japoneses quienes venían a contratar a Manila y ya se había previsto en la corte española que aquella contratación fuera limitada. Un año justo después habría de replantear el Consejo el asunto, con la inclusión del navío que cada año iba de Manila a Japón[13]. C. Criticaba el breve de Clemente VIII por la exigencia del paso a Japón por la India Oriental, que es lo mismo que prohibirlo de todo, pues era un camino más largo, nunca lo habían usado antes y los portugueses no ayudaban a los frailes tanto como los castellanos.  Hacía una defensa abierta de la labor de los frailes en Japón, adoptando la postura y argumentos de los mendicantes de Filipinas y afirmaba que la persecución a la cristiandad del Japón había comenzado antes de la llegada de los mendicantes. D. Sobre asuntos comerciales, el Consejo de Indias veía el temor portugués a que su comercio con Japón –millón y medio de pesos al año–, a la sombra de los jesuitas, pasase a los castellanos a la sombra de la predicación de los frailes.   Terminaba el Consejo de Indias con un triple petición, también significativa: A. Solicitar en Roma la revocación del breve de Clemente VIII y que el rey Felipe III resolviese el asunto del paso de los religiosos a Japón. B. Que se ordenase al gobernador y Audiencia de Filipinas ver el número de frailes y tiempo de paso a Japón, y sólo pasasen así. C. Que el paso a Japón lo hiciesen en naves de japoneses sin permitir que otros navíos castellanos pasasen a Japón con la disculpa de llevar a los frailes.   Lo más destacable era que el Consejo de Indias admitía que el comercio con Japón era asunto de los portugueses, y la intromisión de los castellanos desde Filipinas la justificaba por el hecho de que no se podía impedir que comerciantes japoneses vinieran a comerciar a Manila. A lo largo del verano debieron menudear las discusiones en torno al asunto, y las negociaciones difíciles en Roma de los mendicantes comprometieron también a la diplomacia española[14]. A finales de año los despachos para Filipinas sintetizaban las decisiones de la corte española; se daba por enterado de los progresos de los mendicantes en la predicación del Japón, prometía ayudar en el conflicto que tenían con el obispo de Japón y, lo que era más importante, admitía el comercio hispano-japonés con la condición de que se llevara a cabo con orden[15]. Un mes después de los despachos para Filipinas, el Consejo de Portugal volvía a insistir en sus protestas, pero éstas fueron neutralizadas definitivamente por un memorial del procurador general de Filipinas Hernando de los Ríos Coronel[16].   Su argumentación formal –sin duda inspirada en los argumentos del obispo de Nueva Segovia Diego de Soria que citáramos más arriba– fue convincente en Madrid. El breve de Clemente VIII, como antes el de Gregorio XIII, no habían pasado por el Consejo de Estado; a pesar de ello el arzobispo de Manila, como hombre escrupuloso, lo había mandado ejecutar y había causado con ello graves daños a la predicación en Japón. Pedía que se suspendiese la aplicación del breve hasta que fuera tratado en Consejo, y así se escribiese a las Filipinas. La reacción de la corte hispana fue inmediata. Al margen del memorial se recogía lo que un mes después había de decretarse: Que se escriba a la Audiencia de Manila que procure recoger siempre todos los breves que pasen allá sin que se hayan pasado por el Consejo, y no permita que se use de ellos; y particularmente cualquiera que se hubiese llevado tocante a que no pasen religiosos al Japón por aquella parte o cualquier traslado que su hubiesen (sic) llevado de semejante breve (que) no fuesen pasados por el Consejo. Así se decretó el 6 de febrero de 1607[17].   La toma de posición de la corte de Felipe III era ya un hecho. No pasaron dos meses, y el Consejo de Indias –apoyándose en las consultas del de Portugal de finales de diciembre de 1606– solicitaba apoyo al comercio de las Filipinas con Japón. Parecía claro que el Consejo de Portugal, desentendiéndose del asunto del paso o no a Japón de los religiosos, contencioso ya perdido para los jesuítico-portugueses, iba a centrarse en la defensa de los intereses comerciales; y el Consejo de Indias, conocido ya el hecho consumado del comercio hispano-japonés acordado con Tokugawa Ieyasu por Jerónimo de Jesús y el gobernador Acuña, con sus envíos anuales acordados anualmente, pasó a defender abiertamente el envío de comerciantes hispanos a Japón.   La consulta de mayo de 1607 del Consejo de Indias ya estaba mejor informada que la de un año atrás de lo que era la nueva realidad en Extremo Oriente: A. Ieyasu había pedido un navío de comercio castellano para sus puertos del Kantó y esa era razón suficiente para justificar dichos envíos anuales. B. Para las Filipinas era importante pues los abastecía de harina y municiones. C. Con los comerciantes japoneses podían divertirse las mercancías chinas, pagadas con plata, con lo que se podría cumplir el mandato de no comerciar con China. D. Era mejor que fueran los comerciantes hispanos a Japón para evitar el riesgo de que los japoneses tratasen en plata directamente con los chinos.   Todo el verano fue de gran actividad de los Consejos. El de Portugal presionó con insistencia en los mismos términos de las veces anteriores y a finales de verano el Consejo de Estado no había resuelto nada. Ya en septiembre, expresó un parecer claro, favorable a los castellano-mendicantes: pedir la revocación del breve y que el papa dejase al rey de España libertad de acción en el envío de frailes a las tierras que fueran. Una nota al margen contenía lo que se había de decretar: Se escriba con secreto al marqués de Aytona que pida al papa de mi parte la revocación del breve de que aquí se trata y mande despachar otro remitiendo a mi elección el enviar los religiosos que hubieren de ir a predicar por la parte que me pareciere según el estado de las cosas, y encárguese al marqués que procure enviar luego este despacho con el silencio que pudiere[18].   En aquella victoria final en la corte hispana del partido castellano-mendicante en Extremo Oriente habían intervenido sobre todo frailes y jerarquías eclesiásticas mendicantes como cortesanos, y hasta el propio confesor del rey el dominico fray Luis de Aliaga, muy influyente por entonces[19]. El mayor poder reclamado y obtenido por los castellanos en Extremo Oriente estuvo sin duda muy relacionado en la corte de Felipe III con la cuestión flamenca, en el tiempo en el que va a saltar el asunto de las treguas con los holandeses.         3. EL NUEVO BREVE DE PAULO V.   Las negociaciones en Roma fueron rápidas y poco más de seis meses después de la decisión del Consejo de Estado Paulo V emitía un nuevo documento pontificio que derogaba los anteriores[20]. No gustó la redacción, sin embargo en el Consejo de Estado y después del verano se acordaba que el marqués de Aytona, embajador en Roma, pidiese en secreto y con urgencia una nueva redacción del breve en la que hubiese más amplias concesiones al rey de España; la orden de Felipe III al embajador de Roma salió ya a finales de octubre de 1608[21]. El Consejo de Portugal siguió insistiendo en sus posturas durante todo el proceso y recibió, en ocasiones, respuestas de gran dureza[22].   En el verano de 1609 la corte de Felipe III había decidido ya la nueva política en Extremo Oriente. Sin duda la que creyó más adecuada para la nueva situación que se iba a generar con la tregua con los holandeses. En las cartas para el nuevo gobernador de Filipinas, Juan de Silva, se manda preservar la paz con Japón por razones religiosas, comerciales y estratégico- militares, como garantía contra un posible peligro chino. Pero es en lo referente al comercio en donde se percibe el cambio más significativo; se consideraba el comercio hispano-japonés como vital para la pervivencia de las islas españolas y se aconsejaba ir sustituyendo paulatinamente los navíos japoneses que venían a Manila por navíos hispanos por razones de seguridad[23]. De alguna manera, era otra de las decisiones en principio renovadoras de aquel denso año de decisiones de importancia para el futuro.   El retraso en la emisión de la nueva redacción del breve de Paulo V hizo que Pedro Matías solicitara el envío a Manila –con la flota a punto de salir de Jerónimo de Silva– de normas para la nueva situación generada, ya que Vuestra Majestad queda gozando de su derecho y patronazgo real en las Indias, concedido a su majestad y a sus progenitores de los sumos pontífices. El mismo Consejo de Estado juzgó conveniente, para evitar retrasos perjudiciales para Extremo Oriente, publicar el primer breve de Paulo V; del mismo parecer fue el confesor real fray Luis de Aliaga, quien precisaba que ese despacho provisional podía suponer un adelanto de año y medio en la aplicación de la nueva política hispana en Extremo Oriente[24]. Un mes después, el conde de Castro, nuevo embajador en Roma, recibió el nuevo breve de Paulo V y la corte pontificia justificó el retraso porque creía que ya se había concedido otro anteriormente con el mismo contenido. Durante este nuevo periodo de espera, el Consejo de Portugal llegó a proponer su más audaz solución de la cuestión: el paso de las Filipinas a la Corona de Portugal[25]. Pero la corte del Habsburgo español ya había decidido y en febrero de 1610 se despacharon las cartas para el virrey de México para que comunicase la concesión del nuevo breve al gobernador de Filipinas, el arzobispo de Manila  y los obispos de Nueva Cáceres y Nueva Segovia[26].   Pero es posible que aquella correspondencia de la corte hispana no pudiera ir acompañada por el texto del nuevo documento pontificio, porque éste no pudo salir de Roma hasta mayo. En Roma pedían el original del breve anterior para rehacer el nuevo, pues convenía que todo fuera expresado en un mismo documento. En mayo Juan Lezcano enviaba el breve a Madrid con tanta urgencia que no esperó a la carta del embajador que lo acompañase[27]. Un último retraso, aunque el más breve, de alguna manera ya tan inútil como el breve mismo en cuanto a sus repercusiones para las relaciones hispano-japonesas.     [1] A.G.I. Filipinas, legajo 84, ramo 6, número 150. Carta de fray Juan de Garrovillas al rey de 30 de junio de 1603. Ibid., legajo 74, ramo 3, número 83. Carta del arzobispo de Manila al rey de 6 de julio de 1603. Ibid., legajo 27, ramo 2, número 69. Carta de la ciudad de Manila al rey de 3 de julio de 1603. [2] Ibid., legajo 29, ramo 7, número 184. Carta de la Audiencia de Filipinas al rey de 12 de julio de 1604. Ibid., legajo 76, ramo 1, número 29. Carta del obispo de Nueva Segovia, Diego de Soria, al rey de 8 de julio de 1604. [3] A.G.I. Filipinas, legajo 60. Información hecha por la real Audiencia de Filipinas de 18 de mayo de 1604. Ibid., legajo 193, ramo 1, número 2. Información de las cosas tocantes a Japón ante el arzobispo de Manila de 1604. Ibidem, del año 1605. Ibid. legajo 84, ramo 7, número 169. Los prelados de las tres órdenes religiosas en Filipinas al rey, ¿1604? [4] A.G.I. Filipinas, legajo 20. Breve de Clemente VIII (copia) y nota del Consejo de Indias de 24 de marzo de 1604. Ibid., Indiferente General, legajo 748. Las diligencias que conviene…, de 10 de abril de 1604. [5] A.S.V. Estado, legajo 2637. Consulta del Consejo de Estado de 20 de mayo de 1604. Ibid., de 2 de noviembre de 1604. [6] A.G.I. Filipinas, legajo 4, ramo 1, número 4, anexo b. Consulta del Consejo de Portugal de 22 de noviembre de 1604. [7] Ibid., número 5. Consulta del Consejo de Portugal de 12 de mayo de 1605. Ibid., número 4, anexo e. Consulta del Consejo de Portugal de 14 de junio de 1605. Ibid., anexo c. Consulta del Consejo de Estado de 9 de julio de 1605. Ibid., anexo d. Consulta del Consejo de Indias de 12 de septiembre de 1605. A.G.I. Indiferente General, legajo 878. Papeles de junio a septiembre de 1605. [8] A.G.I. Filipinas, legajo 4, ramo 1, número 4, anexo f. Apontamentos… para dar al papa y al rey. [9] A.S.V. Estado, legajo 2637. Dos consultas del Consejo de Portugal de 31 de enero de 1606. [10] A.G.I. Filipinas, legajo 193, ramo 1, número 3. Información testifical extensa de 6 de mayo de 1605. Ibid., legajo 19, ramo 7, número 205. Carta de la Audiencia de Filipinas al rey de 30 de junio de 1605. Ibid., legajo 84, ramo 7, número 179. Carta de los franciscanos de Filipinas al rey de 23 de junio de 1605. Ibid., legajo 74, ramo 4, número 109. Carta de fray Miguel de Benavides, arzobispo de Manila, al rey de 8 de julio de 1605. Ibid., legajo 7, ramo 2, número 69. Carta del gobernador Acuña al rey de 8 de julio de 1605. [11] A.G.I. México, legajo 26. Carta del marqués de Montesclaros al rey de 21 de enero de 1606. A.G.I. Filipinas, legajo 1, ramo 2, número 101. Petición al rey desde México, de 20 de febrero de 1606. [12] Como el análisis global de H. Trevor Roper, El siglo del Barroco…, ver también el clásico El siglo del Quijote de Pierre Vilar. [13] En consulta del 31 de mayo de 1607, después de un memorial de Hernando de los Ríos Coronel que comentaremos luego. En A.G.V. Estado, legajo 2637, dicha consulta. [14] A.S.V. Estado, legajo 2637. Auditor de Rota Francisco peña al rey de 1 de junio de 1606. [15] A.G.I. Filipinas, legajo 329, tomo II, folio 29. El rey a Pedro de Acuña de 4 de noviembre de 1606. Ibid., folio 22. El rey a Acuña de la misma fecha. [16] A.S.V. Estado, legajo 2640. Copia de consulta del Consejo de Portugal de 7 de diciembre de 1606. A.G.I. Filipinas, legajo 4, ramo 1, número 6. Otra de 31 de diciembre del mismo año. A.G.I. Indiferente General, legajo 1427. Memorial de Hernando de los Ríos Coronel de 25 de enero de 1607. [17] A.G.I. Filipinas, legajo 329, tomo II, folio 40 vto. Decreto del rey para la Audiencia de Filipinas de 6 de febrero de 1607. [18] A.S.V. Estado, legajo 2637. Consulta del Consejo de Indias de 31 de mayo de 1607. Ibid. Secretarías Provinciales, legajo 1479, folio 308. Consulta del Consejo de Portugal de 31 de agosto de 1607. Ibid., folio 306, otra de la misma fecha. Ibid. Estado, legajo 2683. Consulta del Consejo de Estado de 20 de septiembre de 1607. Ibid., otra del Consejo de Estado de 20 de octubre de 1607, de la que procede el texto de la cita. Hay otra copia en el mismo A.S.V. Estado, legajo 435, folio 191. [19] La documentación reunida es muy abundante; del A.G.I. Filipinas, legajos 84 y 76 proceden muchas cartas de franciscanos, entre ellas una de Juan Pobre de enero de 1607.  Del  A.S.V. Estado, legajo 2637, opinión del cardenal de Toledo y del auditor de la Rota  Francisco Peña. Del A.G.I., Filipinas, legajo 79, de Andrés de Prada al papa y de Aliaga al rey. [20] A.G.I. Indiferente General, legajo 2988. Copia autorizada de la bula de Paulo V de 2 de junio de 1608. [21] A.S.V. Estado, legajo 989. Consulta del Consejo de Estado de 6 de septiembre de 1608. Ibid., legajo 992. El rey al embajador en Roma de 23 de octubre de 1608. [22] Las consultas del Consejo de Portugal de 14 de noviembre de 1608 y 30 de enero de 1609, en A.S.V. Secretarías Provinciales, legajo 1479, folios 305 y 351. Las de  8 de octubre y 9 de diciembre de 1609, y la de 15 de enero de 1610, en Ibid., legajo 2640.  En la consulta del 30 de enero de 1609, nota de la corte de gran dureza en el desacuerdo con el Consejo de Portugal. [23] A.G.I. Filipinas, legajo 329, tomo II, folio 97. El rey a Juan de Silva de 25 de julio de 1609. [24] A.S.V. Estado, legajo 1865. Consulta del Consejo de Estado de 6 de octubre de 1609. A.G.I. Filipinas, legajo 79, ramo 5, número 128. Fray Luis de Aliaga al rey de 14 de octubre de 1609. [25] A.S.V. Estado, legajo 991. El conde de Castro al rey de 17 de diciembre de 1609. Ibid., legajo 1640. Consulta del Consejo de Portugal de 8 de octubre de 1609. [26] A.G.I. Filipinas, legajo 329, tomo II, folio 114. Despacho del rey para el virrey de México de febrero de 1610. [27] A.S.V. Estado, legajo 994. El rey a Francisco de Castro de 21 de febrero de 1610. Ibid., legajo 993. El conde de Castro al rey de 3 de marzo de 1610. Ibid. legajo 994. Carta de Juan Lezcano al rey de 22 de mayo de 1610.              

Emilio Sola 6 febrero, 2012 6 febrero, 2012 breves pontificios, Consejo de Estado, Consejo de Indias, Consejo de Portugal, partido castellano mendicante, partido jesuítico portugués
Historia de un desencuentro: Capítulo 9

CAPÍTULO IX. 1. RODRIGO DE VIVERO Y VELASCO EN LAS ISLAS FILIPINAS.  En el verano de 1608, viagra sale tras un periodo de gobierno de la Audiencia, llegó a Manila Rodrigo de Vivero y Velasco como gobernador interino, mientras llegaba a Filipinas el nuevo gobernador Juan de Silva, que lo haría en abril de año siguiente. En la ciudad acababan de terminar una serie de disturbios de la población japonesa, considerados por el oidor Antonio de Morga como uno de los momentos de mayor peligro para el dominio español en Filipinas; el nuevo gobernador se encontró con los responsables ya castigados por la Audiencia, con unos doscientos encarcelados. También se encontró con el piloto inglés William Adams, como enviado de Japón para asuntos comerciales[1].   Rodrigo de Vivero encontró despachado ya el navío anual que los hispanos enviaban a Japón. Y actuó con decisión. Mandó liberar a los doscientos japoneses presos, y encargó al oidor de la Vega sacarlos de la ciudad y buscarles pasaje para su tierra, lo que logró a lo largo del mes de junio. Años después recordaba el incidente y reseñaba que Ieyasu se había mostrado agradecido con ese gesto. Por el navío hispano ya preparado para viajar a Japón escribió a Tokugawa Ieyasu y a su hijo Hidetada –ya shogún, aunque siguiera llevando el peso del poder su padre–, con imperio y no con sumisión, y le relataba lo que había sucedido en Manila con aquellos japoneses que le rogaba fueran castigados; también le pedía que en adelante no dejara pasar a Manila sino a mercaderes y gente necesaria para la contratación.   Pero iban mucho más allá las cartas. Tenían un tono de gran sencillez y mostraban un positivo deseo de continuar las buenas relaciones ya asentadas, que evocaba como una antigua amistad hispano-japonesa: lejos de abandonarla o dejar que se consuma o se entibie, con diligencia trataré de apretar los nudos de esa larga amistad. Expresaba su deseo de que el navío llegara al Kantó, aunque quitaba importancia al hecho de que no sucediera así ya que todos los puertos del país estaban bajo su dominio, como se lo había comunicado a Anjin –nombre dado por los japoneses al piloto inglés. Finalmente, la obligada recomendación de que hiciera merced a los frailes.   La carta a Hidetada era más concisa, pero de no menor interés: A. Convenía conservar la amistad mutua. B. El navío anual al Kantó era una manifestación de esa amistad. C. Que permita la venida de comerciantes japoneses a Manila en no más de cuatro naves anuales. D. Que mostrase benignidad a los frailes predicadores.   El viaje de William Adams, portador de estas cartas tras entrevistarse con Rodrigo de Vivero en Manila, no fue reseñado por los españoles de Filipinas –al menos en la correspondencia oficial; ni siquiera por el mismo Vivero en sus escritos contemporáneos a estos sucesos ni en los que –años después, ya en México– dedicó a sus gestiones con los japoneses. El viaje lo haría el piloto inglés por sugerencias de Moreno Donoso a Tokugawa durante su estancia en la corte japonesa en 1606[2]. En fuerza de los consejos y diligencias de William Adams se abrió a los españoles el puerto de Uraga, dice Lera al relatar estos momentos. En este viaje, realmente, el navío español llegó a ese puerto, en el Kantó, por primera vez y ello debió contribuir al éxito de esta primera gestión de Rodrigo de Vivero con los Tokugawa. Para los japoneses los informes del piloto inglés debieron ser importantes en ese momento, mientras que para los hispanos había pasado desapercibido –al menos en la documentación oficial– como generalmente, salvo en el caso de Harada, sucedía con los embajadores que llegaban a Manila, pocas veces identificados con su nombre; tal vez confundidos con los comerciantes mismos.   El viaje de Adams de regreso con las cartas para Ieyasu se hizo en el verano de 1608, y ese mismo verano, en agosto, un decreto del shogún prohibía inquietar a las naves de mercaderes de Luzón, bajo graves penas. El decreto fue fijado en Uraga, a la entrada del puerto[3]. Era el puerto más estimado y de mayor porvenir de los dominios tradicionales de los Tokugawa, cerca de Yedo, la actual Tokio. El viejo deseo de Ieyasu parecía comenzar a cumplirse.   Su respuesta fue también inmediata. La carta de Ieyasu lleva fecha de 14 de septiembre y la de su hijo el shogún de 2 de octubre. En su estilo de gran concisión, la de Ieyasu incluye, sin embargo, expresiones amistosas como puedo aseguraros que la amistad que nos une será siempre inalterable. Acusaba la llegada del navío hispano a Uraga y agradecía la notificación que de su nombramiento le hacía el nuevo gobernador Vivero. Le concedía poder para castigar a los japoneses revoltosos hasta con la pena de muerte y le aseguraba el buen trato a los comerciantes hispanos que fueran a Japón. La carta de Hidetada era igual de breve y amistosa; por parte de Japón se seguirían los contactos con los españoles, que es de desear que nuestras comunicaciones se multipliquen; a ambos países beneficiaban las relaciones comerciales.   Es una novedad en las relaciones hispano-japonesas a principios del XVII la desaparición de la desconfianza ante las expresiones retóricas de sentido ambiguo en lo referente al reconocimiento y vasallaje, que tanto había frenado a las autoridades de Manila en la época de Hideyoshi Toyotomi. Era un nuevo estilo, pues, el adoptado desde el primer momento por Ieyasu, con aquel embajador excepcional que había sido Jerónimo de Jesús, uno de nuestros primeros niponólogos. Rodrigo de Vivero comprendió que los únicos intereses de los japoneses eran económicos y comerciales. La Audiencia de Manila también aprobaba y defendía esta relación amistosa con Japón, con beneficios claros para la colonia hispana, pero deseaba una confirmación expresa de Felipe III de la posibilidad de abrir ruta comercial con Japón, y así lo pidió explícitamente en julio de 1608[4]. Al mismo tiempo que en la corte española, desde el Consejo de Indias, se comenzaba a admitir esta posibilidad, en el marco de la nueva política que se estaba diseñando para Extremo Oriente acorde con las pretensiones castellano-mendicantes.       2. EL VIAJE ACCIDENTAL DEL GALEÓN SAN FRANCISCO A JAPÓN.  En abril de 1609 llegó a Manila el nuevo gobernador Juan de Silva, en el momento en que en Cavite se aprestaban los navíos que habían de viajar a Japón y a Nueva España, al puerto de Acapulco ya. Rodrigo de Vivero, años después, en la evocación de estos tiempos, reprochó al gobernador Silva su poca diligencia en los despachos de estas naves que debían salir con rapidez dadas las características complejas de su largo viaje; a esa tranquilidad, si no negligencia, de Silva, entre otras causas, atribuía el ex-gobernador Vivero la pérdida del San Francisco y el Santa Ana en el verano de 1609[5].   El 25 de julio salieron de Cavite los tres galeones que aquel año los hispanos de Filipinas enviaban a Acapulco. Semanas antes había salido el navío anual a Japón, con Juan Bautista Molina como capitán y las cartas y regalos habituales del gobernador. Silva, como había hecho Vivero un año antes, se presentaba como nuevo gobernador a los Tokugawa, mencionaba los problemas creados por la colonia japonesa en Manila –el espíritu batallador y violento de los japoneses radicados en el Archipiélago, resume el Sr. Lera– y pedía favor para los frailes, obligado final en este tipo de correspondencia. El 5 de agosto Ieyasu respondía al gobernador con la brevedad acostumbrada; le recordaba el poder que había concedido a las autoridades de Manila para castigar a japoneses revoltosos y le enviaba las leyes japonesas que en casos similares se aplicaban y que los españoles siempre juzgaron de excesiva dureza. Daba la bienvenida al nuevo gobernador, se alegraba de que continuara la comunicación comercial con el Kantó y terminaba la carta con la expresiva frase de Los padres son tratados con simpatía y buena voluntad[6].   El Sr. Lera sitúa tras esta embajada la concesión del shogún Hidetada de permisos para que pudiesen fondear en cualquier puerto de Japón los galeones de viaje a Acapulco con problemas en la navegación; transcribe, incluso, el texto de uno de esos permisos con fecha de noviembre de 1609. Estos permisos, también llamados chapas por los hispanos castellanizando la denominación japonesa, habían sido usados ya por el galeón Espíritu Santo en 1602, cuando por fuerza había tenido que refugiarse en un puerto japonés; desde entonces los galeones de Acapulco llevaban consigo uno de estos permisos o chapas para mayor seguridad; el que reproduce Lera del 2 de noviembre de 1609 debió estar más relacionado con la llegada de los galeones San Francisco y Santa Ana a las proximidades de Yedo y a Bungo respectivamente a finales de ese verano que con la gestión del capitán Juan Bautista Molina.   El 25 de julio salieron de Cavite los galeones San Francisco, Santa Ana y San Antonio con las mercancías y despachos que los hispanos de Filipinas enviaban a Acapulco[7]. Juan Cevicós era el capitán y maestro del galeón San Francisco, en el que viajaba Vivero y Velasco de regreso a México, y como capitán del Santa Ana iba Sebastián de Aguilar. A la salida de Cavite, a la altura de Maribélez, el San Francisco, que era la capitana, se separó de los otros dos a causa del mal tiempo. Poco después se separaron también los otros dos galeones y el San Antonio, que era la nao almiranta, consiguió llegar a Nueva España. El Santa Ana tuvo que tomar puerto en Bungo, en donde estaba el 13 de septiembre y en donde fue bien acogido merced a los permisos o chapas que llevaban para este viaje.   El galeón San Francisco tuvo peor fortuna. En circunstancias similares al galeón San Felipe trece años antes en Tosa, tras repetidas tormentas el 30 de septiembre se hizo pedazos cerca de Yedo, en el Kantó, pereciendo parte de los tripulantes y perdiéndose mucha mercancía. Otra mucha mercancía se salvó en las playas de la zona; el galeón quedó inservible y los hispanos se salvaron gracias a las autoridades locales japonesas. Rodrigo de Vivero hubo de salir a nado tras estar, como la mayoría de los supervivientes, desde las diez de la noche a las ocho de la mañana del día siguiente colgados de las cuerdas y jarcias del galeón. Se iniciaba, con este naufragio, uno de los momentos culminantes de las relaciones hispano-japonesas.   Ese mismo verano, en julio, el galeón de Macao –el Madre de Dios– enviado anualmente por los portugueses llegó a Nagasaki con sus mercancías y una gestión especial que, en principio, no debía suponer ningún problema. Después de unos incidentes en Macao entre japoneses súbditos del daimyo de Arima y portugueses, las autoridades habían hecho ejecutar a varios japoneses; el capitán del Madre de Dios, Andrés Pesoa, debía informar de los sucedido a las autoridades japonesas de ello, al tiempo que llevaba a cabo su misión comercial. Desde su llegada a finales de julio, como dijimos –mal aconsejado según algunos contemporáneos en cómo debía llevar a cabo la gestión–, fue víctima de diversas intrigas que culminaron, el 6 de enero de 1610, de manera dramática; Andrés Pesoa, antes de entregar la nave a las autoridades japonesas, tras una larga resistencia, prendió fuego al Madre de Dios y murió en el incendio. La quema del galeón de Macán fue un suceso que causó gran impresión en los medios hispano-portugueses y levantó una nueva polémica[8].   Contemporánea a estas desgracias, fue la segunda aparición de los holandeses en Japón. El primero de agosto de 1609 –en octubre el almirante Witter sufriría un descalabro naval en Manila, a la altura de Marivélez, en donde encontró la muerte– llegaron naves holandesas a Hirado y fueron bien recibidos como todos los barcos extranjeros a los que estaban habituados en el sur japonés. La buena acogida que les dieron las autoridades japonesas alarmaron a los hispanos y a los portugueses, en pleno conflicto con el capitán Andrés Pesoa del Madre de Dios. Desde el primer momento, el capitán Juan Bautista Molina y los frailes castellanos rogaron a Ieyasu y al shogún que no permitiesen en sus costas a aquellos súbditos rebeldes de Felipe III, e invocaban para ello la amistad hispano-japonesa[9]. En aquellos momentos, el gobernador Silva armaba la flota que se había de enfrentar a Witter y que iba a romper el verdadero bloqueo del puerto de Manila que estaban consiguiendo los holandeses, como peculiar celebración de unas treguas que los convertían en vencedores de la Monarquía Católica.   Entre las razones que movieron a Rodrigo de Vivero a quedarse en Japón y  no embarcarse en el galeón Santa Ana para proseguir viaje a Nueva España, para visitar a Ieyasu y negociar con él, estaban estos sucesos que el ex-gobernador de Filipinas captó como decisivos para Extremo Oriente.         3. RODRIGO DE VIVERO EN YEDO Y SURUGA.  Los pormenores de la estancia de Rodrigo de Vivero en Japón los narra él mismo en una extensa relación que escribió bastantes años después de los hechos y que, dada su minuciosidad, es presumible que estuviese basada en notas conservadas por el autor y protagonista de la narración. En ella, como en otros escritos de Vivero, aparece la eficacia narrativa de un gran prosista.   El 30 de septiembre de 1609 el galeón San Francisco, tras más de dos meses de navegación e innumerables desventuras, encalló en unos arrecifes en 35 grados de altura”. Desde las diez de la noche de aquel día hasta el amanecer del siguiente, los tripulantes del galeón lucharon contra el mar colgados de jarcias y cuerdas, porque la nave se fue partiendo en pedazos; y el más animoso esperaba por credos su fin, como se les iba llegando a cincuenta personas que se ahogaron sacadas de los golpes y olas de la mar. Al amanecer consiguieron llegar a tierra, unos en maderos, otros en tablas; y los que se quedaron últimamente, en un pedazo de la popa, que fue el más fuerte y el que más se conservó hasta llegar a tierra. Los supervivientes, unas trescientas personas, no habían podido salvar nada del galeón ni sabían siquiera si aquello era tierra poblada o no; los pilotos, fiados de las cartas marinas, decían que aquella tierra no podía ser del Japón pues su cabeza estaba señalada en los 33 grados y medio, mientras que ellos se encontraban a más de 35 grados. Poco después vieron arrozales y tierras cultivadas, y unos campesinos les informaron de que estaban en Japón, con gran alegría de los naúfragos. Los primeros momentos fueron de gran desconcierto; los campesinos de una aldea cercana y pobre, que Vivero llama Yubanda, los ayudaron con ropa y comida; posteriormente supieron que un consejo de la aldea los había condenado a muerte. Pudieron entenderse con aquellas gentes por medio de un japonés cristiano y les hicieron saber que Rodrigo de Vivero era el ex-gobernador de Luzón. El señor de aquellas tierras ordenó que los trataran bien, en particular a Vivero, pero que no dejasen salir a ninguno del lugar. Pocos días después el mismo señor visitó a Vivero, con gran acompañamiento y ceremonia, llevándole como regalo cuatro kimonos, una catana, una vaca, gallinas, fruta y vino de arroz; les prometió alimentos para el tiempo en que se quedaran en su tierra, que fueron en total treinta y siete días.   Vivero envió a la corte japonesa al capitán del galeón, Juan Cevicós, y al alférez Antón Pequeño, tras recibir permiso para ello. Cevicós cuenta[10] que fueron recibidos por los consejeros de Hidetada en Yedo, a los que les expusieron que, habiendo podido arribar a Manila, no lo habían intentado por sernos más cómodo para proseguir el viaje de la Nueva España el repararnos en su tierra; y que viniendo a ella, fiados de su amistad y chapas, nos habíamos perdido; les pidieron también la devolución de la hacienda que los japoneses habían tomado del naufragio. Al día siguiente los consejeros les comunicó el pesar del shogún Hidetada y el agradecimiento por la confianza que habían tenido en su padre Ieyasu y en él; ordenó que les diesen cartas para los bugíos –que son como en España jueces de comisión– enviados al lugar para que les entregasen lo recogido y los dejasen venderla libremente. Más tarde se vio que el contenido de la carta no era como pensaban los españoles, sino sólo que recogiesen y beneficiasen la hacienda que escapase. La orden de entrega a los españoles llegó al día siguiente del regreso de Cevicós y Antón Pequeño a donde estaban sus compañeros, y la traía un enviado de Ieyasu con disculpas por no haberla concedido con anterioridad, culpando a su hijo el shogún del retraso. El 6 de noviembre, al fin, tras un mes de estancia en el lugar, les fue devuelta la hacienda del galeón.   Juan Cevicós –que comienza a mostrarse más crítico que Vivero en su visión de la realidad de las relaciones hispano-japonesas– comenta que hubo muchas sustracciones y robos, a veces ante los mismos españoles, otras con asentimiento de Hidetada, así como que pusieron condiciones en la fijación de los precios de las mercancías; si lo que nos tomaron y nos volvieron –escribía Cevicós– nos lo dejaran libremente vender, como publicaron, sé sin duda que sacáramos arriba de quinientos mil pesos. Vivero reseña la llegada de un enviado de Ieyasu y de su hijo el shogún con disculpas y órdenes de devolución de la hacienda, pero pasa por alto estas sustracciones, sin duda anécdotas menores para su análisis de la situación. Su versión, además, perfila mucho más el asunto. La entrega de la ropa salvada a los hispanos la presenta como un favor del shogún; según las leyes de Japón, todo lo que salía a tierra procedente de un naufragio, ya fuese japonés o extranjero, pasaba a propiedad del shogún; en el caso del San Francisco, éste se lo entregaba a Vivero como gracia personal. Entre los naúfragos se discutió sobre la validez de la concesión y el derecho del ex-gobernador de Filipinas a hacerse cargo de todo; aunque era el tiempo más estrecho de mi vida –escribió luego Vivero–, y no faltaban opiniones favorables de mi parte, lo entregó todo al capitán Juan Cevicós para que volviese aquellos géneros y mercadurías a Manila, o su procedido, y lo entregase a quien de derecho perteneciese. Quizá sea en estos momentos mismos cuando surgieron las discrepancias entre Rodrigo de Vivero y Juan Cevicós; aunque no se nombraron el uno al otro de forma ofensiva, sí defendieron posturas opuestas con ardor. Ambos fueron los más claros exponentes de los dos grupos antagónicos en que se comenzaba a dividir el que llamáramos partido castellano mendicante.   El emisario trajo también la invitación para que Rodrigo de Vivero pasara a la corte de Yedo y de Suruga. La corte de Hidetada, en Yedo, estaba a unas cuarenta leguas del lugar del siniestro; en la ciudad que Vivero denomina Hondaque –quizá la ciudad de Odaki, cerca de Katsuura, ciudad cercana al lugar del naufragio–, recibió la invitación del señor de la tierra para visitar su palacio; lo describe someramente y alaba su fortaleza, a pesar de ser uno de los señores más modestos del Japón. Fue bien acogido y hospedado en el trayecto y en la ciudad y corte shogunal –en donde se quedó ocho días– fue recibido por una gran multitud. Muchos notables japoneses visitaron al ex-gobernador hispano y la afluencia continua de gente obligó a las autoridades japonesas a poner guardias en la casa en donde lo alojaron. Hidetada lo recibió con la magnificencia y ceremonia que tantas veces admirara a los occidentales, con palabras afables y alentadoras; le preguntó con interés sobre asuntos de navegación, le regaló doce catanas y diez cuerpos de armas y le dio permiso para pasar a Suruga, ciudad en donde estaba la corte de Ieyasu. La ciudad y el palacio del shogún impresionaron a Rodrigo de Vivero; las describió minuciosamente, como luego hizo con otras ciudades y palacios que visitó.   A Suruga llegó a finales de noviembre; también acudió mucha gente atraída por la novedad de los extranjeros. Durante la semana de espera para la recepción en el palacio, Ieyasu le envió regalos a diario, así como algún criado que hablase con él de cosas de España, de su rey y de otros asuntos similares. A las dos de la tarde de un día de primeros de diciembre fue conducido al palacio de Ieyasu y dos secretarios concretaron el protocolo. Vivero expuso lo que creyó conveniente para salvar las viejas desconfianzas en torno al reconocimiento y vasallaje: les resaltó la imposibilidad de que los hispanos pudieran dar reconocimiento a un rey diferente al rey de España. El ex-gobernador dio mucha importancia a esta exposición de principios, de alguna manera, y recomendó que se cuidara mucho su traducción; los secretarios así lo debieron hacer, pues durante media hora Vivero esperó en la antesala del viejo Tokugawa antes de que éste le recibiera para hacerme la mayor merced y honra que jamás se había hecho a nadie en aquellos reinos. Merece la pena recoger el discurso elaborado pro Vivero para la ocasión, aunque algo extenso y prolijo por su carácter modélico de alguna manera:   Le referí que el rey don Felipe, mi señor, había honrado con servirse de mí en el gobierno de las Filipinas; y que volviendo a darle cuenta de lo que a mi cargo estuvo, –sin ser la derrota llegar a Japón ni con muchas leguas, como sería posible que nunca llegase otro de mis sucesores que fuese tan desdichado–, la nao en que venía, con una tormenta recia, violentada de la fuerza del viento y de las corrientes, había venido a dar a unos arrecifes y peñas en la costa de Japón, donde se hizo pedazos. Y los que escapamos de ella salimos en maderas y tablas, juzgando que estábamos en alguna isla despoblada, hallándonos después gozosísimos de que fuera tierra de Japón y donde reinara un rey tan grande y tan piadoso para los forasteros. Pero aunque en esto se nos había mejorado la suerte, estaba claro que hombres desnudos y a quien la fortuna había echado allí sin dejarles más que la vida, y esa a voluntad del Emperador, que cualquier gracia que se les hiciese era estimable. Y que yo, como uno de ellos y que había estado con nombre de cautivo tantos días, no cabía en razón que pusiese demanda y pleito a la cortesía que me quisiese hacer quien en habérmela hecho de la vida me había honrado tanto. Pero advirtiese que por dos caminos me podía recibir y tratar el Emperador; el uno como a un caballero particular que en su reino se perdió, y el otro (como) a criado de mi rey y que tan próximo había representado su persona. Que en el primer camino no se me ofrecía qué dificultad pues para lo que yo por mi solo merecía, cualquier honra que su alteza me hiciese me sobraba de ancha. Pero que determinándose a tratarme como a criado y ministro de mi rey, que todavía tenía que pensar. Porque el rey don Felipe, mi señor, era conocidamente el más poderoso y mayor rey del mundo, pues sus monarquías e imperio se extendían por toda la India Oriental y por lo demás del Nuevo Mundo, sin lo que en Europa poseía, con que se habían tenido por grandes sus antecesores. Y que siendo amigo suyo el Emperador, como profesaba serlo, todo lo que esforzase y llevase adelante esta amistad y su conservación, sin interrumpirla por dejar de hacer merced a los vasallos y criados de mi rey, entendía yo que su alteza lo procuraría, sin embargo de que por mi parte aseguraba que de cualquier manera que me tratase me hallaría muy favorecido y honrado.   Se intercambiaron frases diplomáticas y amigables, Ieyasu ofreció a Vivero lo que le pidiese y presenciaron juntos tres recepciones oficiales, dos a nobles japoneses y una a fray Alonso Muñoz, comisario de los franciscanos, portador del presente de la nave de Manila, todo con un ceremonial lleno de muestras de sumisión y en silencio. Según la costumbre japonesa, Rodrigo de Vivero no trató directamente con Ieyasu los asuntos de interés, sino en sucesivas entrevistas con un secretario al que Vivero llama Consecundono. El resumen, fueron las tres peticiones que Vivero envió por escrito a Ieyasu: A. Protección y libertad para los religiosos, muy queridos por el rey de España. B. Mantener la amistad entre el rey de España y el de japón. C. Expulsión de Japón de los holandeses, enemigos del rey de España y ladrones.   Al día siguiente de estas peticiones Ieyasu respondió afirmativamente a las dos primeras solicitudes, pero no accedió a la expulsión de los holandeses por tener ya empeñada su palabra con ellos. Ofreció, sin embargo, una nave a Rodrigo de Vivero para volver a Nueva España, así como el dinero necesario para ello, tres mil taes que el ex-gobernador rechazó por no obligarse a una costosa correspondencia. En aquel momento pensaba llegar a Nueva España en el Santa Ana, todavía en Bungo. El secretario de Ieyasu pidió a Vivero que enviasen los hispanos a Japón algunos mineros para la explotación de sus minas de plata; de alguna manera, el viejo proyecto diseñado por Ieyasu y Jerónimo de Jesús parecía volver a poder desarrollarse, una vez se había normalizado la base de aquel proyecto, el navío anual de Manila al Kantó. Vivero respondió con prudencia a esta petición explicándole que debía conocer la voluntad del rey de España antes de prometer nada al respecto.   Ya en la ciudad de Meaco, residencia del mikado, otra vez por encargo de Ieyasu un principal de la ciudad y unos ricos mercaderes ofrecieron a Vivero una nave para volver a Nueva España, con la única condición de traer a la vuelta mercaderes y abrir una ruta comercial que a ambas partes favorecería. Tal vez por entonces decidiera el ex-gobernador de Filipinas aprovechar aquella situación excepcional que se le presentaba, y en aquellas circunstancias también excepcionales. El 24 de octubre se había dado un gran combate naval hispano-holandés que puso fin a un verdadero bloqueo de Manila que Molina calcula de cinco meses[11] y que debía seguirse en Japón con excepcional interés por japoneses, holandeses e hispano-portugueses. El virrey de México, marqués de Salinas, justifica que su sobrino no embarcase en el Santa Ana y decidiese quedarse en Japón al enterarse de cómo el emperador del Japón trataba de dar puerto y entrada en su tierra a los holandeses, a que asistían allí dos navíos de ellos, de los que fueron sobre el Maluco, y para procurar impedirlo y el daño que a la mar del Sur le podría venir haciendo allí pie esta gente[12]. Fuera la que fuera la razón, Rodrigo de Vivero aceptó finalmente el ofrecimiento de la nave, a condición de que estuviera lista y aviada para el viaje antes de un año.   Y comenzó una intensa actividad negociadora, con un proyecto de capitulaciones entre España y Japón que llevan fecha del 20 de diciembre de ese año de 1609, año tan denso de episodios relevantes para la Monarquía Católica de Felipe III; dos meses después de aquel combate naval de Silva contra Witter que ya tenía que ser conocido en Japón por avisos recientes; aunque no se mencione expresamente tal vez por parecerles un incidente más de aquel enfrentamiento sin duda mítico en la oralidad de los medios marineros y comerciales de Extremo Oriente.     4. GESTACIÓN DE LA EMBAJADA DE ALONSO SANCHEZ A ESPAÑA.  Rodrigo de Vivero decidió aprovechar aquella ocasión única. Para entonces ya estaba a su lado el franciscano sevillano Luis Sotelo, llegado a Japón tres años antes y que iba a ser el mayor entusiasta de una amplia alianza hispano-japonesa, a la consecución de la cual dedicaría el resto de su vida. A él le encargó Vivero, con el permiso de Alonso Sánchez, en las Navidades de ese año de 1609, llevar a Ieyasu una carta del ex-gobernador en la que le comunicaba que, a pesar de no llevar poderes del rey de España para tratar aquellos asuntos de tanta envergadura, sabía que a su rey le agradaría la correspondencia entre Japón y España con algunas condiciones; con la carta le enviaba unas posibles capitulaciones sobre las que negociar. Luis Sotelo debía recoger también una carta de Ieyasu que pudiera servir para negociar en la corte hispana aquel proyecto.   La primera redacción de las capitulaciones de Vivero es muy extensa y trata de tres puntos fundamentales: comercio Japón/Nueva España, técnicos para la minería de la plata y expulsión de los holandeses[13]. En cuanto al comercio, destaca la petición de que los productos hispanos pudieran venderse sin ponerles pancada ni tasas. Trato aduanero de favor, pues. Sobre el envío de mineros, Vivero se comprometía a gestionar el envío de cien o doscientos, con condición de que de los tales sea la mitad de la plata que se sacare, y de la otra mitad se hagan dos partes, una para Ieyasu y otra para el rey de España; tal un contrato campesino de aparcería; esto para las minas que descubrieran los hispanos, pues para las ya descubiertas debían concertarse éstos con los dueños de la mina. En los pueblos mineros debía haber sacerdotes y representantes del shogún y del rey de España; sobre los españoles tendría jurisdicción el embajador y otras autoridades hispanas que estuvieran en Japón. Ofrecía Vivero que, si Ieyasu le daba chapa y provisión real con expresa declaración de los diversos puntos y de que los llevase a la corte española, se obligaba a tratarlo con Felipe III y en dos años enviar respuesta y conclusión de todo.   Es admirable la modernidad de planteamientos desplegados por hispanos y japoneses, que muy bien hubieran podido transformar las prácticas coloniales al uso. Y hasta el devenir histórico, de alguna manera, si fuera permitido pensarlo así, mero futurible histórico.   Luis Sotelo debió cumplir su misión ante Ieyasu con eficacia y entusiasmo; a mediados de enero, Ieyasu había determinado enviarle por embajador al virrey de México y a España con cartas, presentes, capitulaciones y asiento de paz y trato entre Nueva España y Japón, a la vez que ordenaba armar una nave que habría de salir para allá en mayo o junio[14]. El 21 de enero Sotelo estaba de nuevo en la corte de Ieyasu para asesorar en la redacción de las cartas, papel, estilo diplomático, etc. Las cartas para España se dirigieron al duque de Lerma y aún se conservan en el Archivo General de Indias de Sevilla, con una elegante y sobria traducción del Dr. Hidehito Higashitani[15]. El texto hace referencia únicamente al comercio hispano-japonés entre México y Japón con dos frases: El ex-gobernador de Luzón trató de que venga navío de Nueva España a Japón. Le declaro que dicho navío puede venir a cualquier puerto de japón con toda libertad. Ese era el motivo de la embajada para Sotelo: asentar las paces con el rey de España y establecer comercio entre Japón y México.   De más interés que las cartas en sí son las capitulaciones que Ieyasu ofreció –contrapropuesta de las enviadas por Vivero– para que se negociasen en México y Madrid. Se referían únicamente al comercio, ofreciendo libertad de elección de puerto y escala para los galeones de Manila a Acapulco. En un apartado, una breve referencia a los religiosos: se les consiente estén donde quisieren en todo Japón. Nada se decía de los mineros –las condiciones eran algo leoninas, a simple vista– ni de la expulsión de los holandeses de sus tierras.   Mientras Luis Sotelo llevaba a cabo esta negociación, Rodrigo de Vivero, a finales de diciembre, se embarcó en Osaka hacia el sur, hacia Bungo, en un viaje por muy lindos lugares; llegó allá poco después de la quema del galeón de Macao –el 6 de enero de 1610. Portugueses e hispanos de Filipinas –Cevicós, el gobernador Silva– juzgaron el hecho como un acto mezquino; si no del propio Ieyasu, sí de algunos notables japoneses que confundieron con sus indicaciones a Andrés Pesoa y le enemistaron con el shogún y con Ieyasu. Rodrigo de Vivero, sin embargo, se atuvo a la explicación oficial; además de lo visto, a Sotelo en la corte japonesa le habían dado también satisfacción del suceso de la nao de Macán, y cómo la culpa había sido de los portugueses.   Años más tarde, Rodrigo de Vivero recordaría aquellos sucesos. Recordaba que Ieyasu le había escrito una carta a raíz de la quema del galeón portugués, y le había rogado volver a la corte para tratar sobre aquello, así como del asunto de los mineros y sobre los holandeses. Ello significaba perder la oportunidad de embarcarse en el Santa Ana; la carta que escribió a Ieyasu a primeros de marzo y al capitán del galeón hispano Sebastián de Aguilar dejan en claro, sin embargo, que aquel decidió su permanencia en Japón y aceptar la oferta para viajar en la nao que Ieyasu aprestaba para enviar a Nueva España en esos momentos.   Así se lo comunicó a Ieyasu en la citada carta del 8 de marzo. La nave que estaban aprestando para este viaje en Yedo había sido construida bajo la dirección de William Adams y estaban equipándola con una tripulación experta –Vivero cita entre ella al piloto Juan de Bolaños–, así como con japoneses que debían aprender la ruta. Le pusieron el nombre de San Buenaventura. En ella iría la embajada de Luis Sotelo, ahora reforzada por la presencia de Vivero, mayor garantía para el éxito comercial de la operación. La decisión tomada por Vivero la justificó así: Asegurar a Vuestra Alteza el gusto con que en Nueva España serán recibidos sus criados y vasallos, y que saliendo esa nao sin persona de respeto y autoridad se podría poner esto en duda; y porque los marineros y pilotos, llevándome por su cabeza, harán su viaje derecho y como conviene[16]. Era una muestra también de agradecimiento a Ieyasu por la buena acogida y alegró al Tokugawa, que ya se lo había pedido a través de algunos notables en su corte de Meaco con anterioridad.   Pero había otra razón más poderosa, que es la que hará llegar al virrey de México –a través del capitán Aguilar–, a Felipe III y la que da en la relación posterior. La nota al capitán del Santa Ana es escueta: Me hallo, a pena de mal criado de mi rey, obligado a volver a la corte del emperador (Ieyasu) a tratar de que los holandeses se despidan de su reino, causa gravísima a su real servicio[17]. Aún no se conocía la tregua hispano-holandesa de abril de 1609, pero la agresividad holandesa que la acompañó –la tregua se aplicaba en Extremo Oriente con un año de retraso con respecto a Europa– era llamativa. El capitán Aguilar salió de Usuki el 17 de mayo sin Vivero, por lo tanto, y llegó a Nueva España el 7 de octubre con los avisos de lo sucedido en Japón y de las negociaciones de Vivero[18].   En la corte de Ieyasu de nuevo, en Suruga, Rodrigo de Vivero trató personalmente de lo ya acordado con Sotelo, sin ningún progreso nuevo en las capitulaciones. Alonso Muñoz se encargó, finalmente, de hacer llegar a Madrid la embajada de Ieyasu a Felipe III; Luis Sotelo seguiría en Japón. Se llegó a un acuerdo también sobre el San Buenaventura y los cuatro mil ducados que fueron necesarios para aviarla; la cesión fue en concepto de préstamo, con orden –escribía Vivero– que si a mi me pareciese venderla acá se vendiese y le enviase empleado su procedido. La idea de Vivero y de Ieyasu era, sin embargo, que la nave retornase con mercancías y se abriese ruta comercial permanente entra Japón y Nueva España. Los veintitrés japoneses que se embarcaron en el San Buenaventura, capitaneados por Tanaka Shosuke y Shuya Ryusay, debían ilustrarse en los usos de la mar y comerciales de los hispanos.   Estos conciertos terminaron el 4 de julio de 1610[19] y el San Buenaventura salió de Yedo el primero de agosto; tras una navegación sin incidentes llegó a Matachel, en la boca de las Californias, el 27 de octubre. Vivero se quedó en México, recién nombrado conde del Valle y gobernador de Panamá; Alonso Muñoz continuaría su viaje a Madrid, con los proyectos esperanzadores para un régimen político que intentaba reciclar su política exterior con urgencia; y que veía en Oriente y en el Mediterráneo –la expulsión de los moriscos había sido firmada simbólicamente el mismo día de abril que la tregua de los 12 Años con los holandeses– un buen escenario para recuperar la reputación perdida en la guerra del Norte.       5. RODRIGO DE VIVERO Y JUAN CEVICÓS, DOS POSTURAS ENFRENTADAS.  Juan Cevicós, llegó a Japón con Rodrigo de Vivero como capitán del galeón San Francisco; fue el encargado de comunicar a Hidetada el naufragio y, más tarde, de hacer llegar a Manila lo que se había podido recuperar de la hacienda del San Francisco. De Yedo pasó a Nagasaki para embarcarse desde allí para las Filipinas, y la quema del Madre de Dios y muerte de su capitán Pesoa en enero de 1610 sucedió estando él en Osaka. Finalmente, consiguió embarcar en Nagasaki en marzo de ese año después de seis meses por el país. Como había sucedido con otros capitanes de las naves naufragadas en Japón –Matías de Landecho o Lope de Ulloa–, este episodio debió influir en la dureza de juicio hacia los japoneses. De regreso a Manila, Cevicós fue apresado por los holandeses; liberado a continuación tras otro combate naval, llegó a Manila a principios del verano[20]. La extensa relación que redactó en Manila a raíz de estos sucesos, le convierten en otro lúcido analista de las relaciones hispano-japonesas, a la altura de Vivero pero opuesto a sus tesis. Suponía una escisión en las filas de los castellano-mendicantes, con intereses comerciales de fondo también.   Con anterioridad a la llegada a Manila de Cevicós, el gobernador Silva recibió los avisos de Japón por Juan Bautista Molina; había ido el verano de 1609 con el navío anual hispano y también había pedido a Ieyasu la expulsión de los holandeses de sus tierras, en atención a la paz asentada; él fue el que trajo el resumen más conciso de aquella presencia: los holandeses tenían factoría y habían prometido llevar a Japón tres naves anuales, así como gente de guerra y armas[21]. Estas ofertas, paralelas al bloqueo de Manila de Witter del otoño de 1609, eran la repercusión directa en Extremo Oriente de la política agresiva de la Compañía de las Indias Orientales frente a las concesiones de Oldenbarnevelt en las treguas ya para entonces asentadas y que habían comenzado a entrar en vigor también para Oriente en la primavera de 1610.   Como unos quince años atrás, en tiempo de Gómez Dasmariñas, se volvió a insistir en la petición de refuerzos a la corte hispana y se aceleraron los trabajos de fortificación de Manila. El gobernador Silva lo expresó de forma dramática: Como vuestra majestad no envía armada tiene muy perdido el crédito en estas partes, escribía en el verano de 1610[22]. Y particularmente, los japoneses iban ya desestimando (a los hispanos) y haciendo mucha estima de los holandeses. Un incidente enojoso –con su fuerte simbolismo, muy eficaz en medios populares fronterizos como aquellos– debió ser muy comentado; un barco japonés había llegado a Manila con una bandera japonesa en la popa y escrito en flamenco viva Holanda[23]. El gobernador de Filipinas decidió no enviar ese año el navío anual a Japón, aunque sí preparó un presente y las cartas habituales a los Tokugawa, que habría de llevar Juan Cevicós, el capitán del desaparecido galeón San Francisco.   Las cartas del gobernador Silva concretaban sus peticiones en tres puntos claros: A. Pedía la expulsión de los holandeses de los puertos de Japón; no podían cumplir su oferta de llevar a Japón seda china y otras mercancías si no era robando a los comerciantes que iban a Manila, pues ni en Holanda ni en China las podrían conseguir. B. Pedía que las mercancías hispanas que iban a Japón se vendieran libremente –sin pancada– como hacían los japoneses que iban a Manila. C. Pedía que los japoneses no trajesen plata a Filipinas para comprar seda porque las encarecían hasta un ciento por ciento; si deseara seda para sí o para sus criados, podían enviar plata y se les haría la compra en Manila.   Entretanto, Rodrigo de Vivero perfilaba, en los días mismos de su estancia en Japón, un nuevo plan de actuación de los hispanos más ambicioso para Extremo Oriente, en el que la nave de comercio  anual del Japón debía de pasar a Nueva España, a Acapulco. Criticaba el navío anual de Manila a Japón por servir más a los intereses de los particulares que de la corona y por estar desaprovechado su potencial comercial, por lo tanto; la afluencia de japoneses a Manila era peligrosa para la ciudad y provocaba la salida hacia China de la plata generada por ese comercio[24]. De alguna manera, coincidía con las tesis jesuítico-portuguesas aunque por motivos contrarios. Estas propuestas habían de llegar a la corte hispana con el embajador Alonso Muñoz.   Para el ex-gobernador de Luzón el Japón era más importante que las mismas islas Filipinas, y aún la mayor empresa que vuestra majestad tiene en estas partes mantener su amistad y alianza[25]. Y aducía varias razones para ello:   A. El bien espiritual, pues era imposible mantener y acrecentar la cristiandad sin la amistad de los Tokugawa. B. El bien del rey de España, pues con su amistad podrían llevarse a cabo conquistas nuevas en Asia, en Corea y luego en China. C. Era fundamental para la navegación del océano Pacífico la amistad del Japón –así como que no la asentasen con los holandeses–, como punto de apoyo para la navegación Manila/Acapulco, de manera que podía prescindirse de la jornada organizada para buscar las Islas Rica de Oro y Rica de Plata, posible escala de aquella navegación. D. Se podría mantener más fácilmente el Maluco que desde las Filipinas, por las inmejorables condiciones para construir barcos en puertos japoneses y por lo barato del hierro, jarcias, cables, salitre o arroz; la especiería del Maluco, llegaría más fácilmente a Nueva España a través de Japón. E. El comercio entre Nueva España y Japón canalizaría el oro y la plata japonesas hacia México con más beneficios que el obtenido con el comercio entre Japón y Manila.   A esta postura de Rodrigo de Vivero había de oponerse con rotundidad Juan Cevicós. Para el capitán del siniestrado galeón San Francisco la idea de Vivero era descabellada: Tan solamente… se puede llevar del Japón hierro, cobre y plomo… Pero esto, ¿quién no ve que resulta en menoscabo de los reales derechos que en España se pagan de lo que allá pasa a las Indias y en daño de los más próximos y necesitados vasallos de vuestra majestad cuales son los de Castilla?[26]. El tono de la réplica de Cevicós a los planes de Vivero tenía tono polémico y se enmarcaba en la disputa hispano-portuguesa; al radicalizarse para contrarrestar el excesivo castellanismo de Vivero, Cevicós –en principio defendiendo los intereses de los hispano-filipinos frente a los novo-hispanos– se aproximaba a las tesis portuguesas: De lo que el Japón carece y de lo que principalmente tiene gasto en aquel reino es de sedas y otros frutos de la China, los cuales se pueden llevar hasta la cantidad que sea necesaria y tenga salida con alguna ganancia, o por Macán solamente, como los años atrás se hacía, o solamente por Filipinas, caso que de Macán no fuesen. Pero si llevan por entrambas partes, además de que serán las ganancias más tenues, dase ocasión al Japón –respecto de ser naturalmente tirano, violento y cruel– para que desestime y haga demasías a los que de entrambas repúblicas fuesen a su reino.   Con argumentos estrictamente comerciales –tan diferentes a los de Vivero, más amplios y políticos– Cevicós terminaba recomendando el monopolio de Macao por la sencilla razón de que allí la seda era más barata que en Manila y el tráfico podía resultar más rentable. Y abiertamente sugería la cancelación de la ruta comercial entre Manila y Japón; los abastecimientos de harinas, clavazón, cobre o salitre podían llevarse de China; por experiencia –su experiencia personal primaba en este argumento–, los puertos japoneses no servían de escala para la navegación a Acapulco; en la predicación de Japón era mejor la presencia única de los jesuitas; los japoneses eran peligrosos para las Filipinas, y tanto más lo serían cuanto mayor fuera el trato, como se había visto en otros lugares de Asia. Podría hablarse de una escisión en el partido castellano-mendicante, de alguna manera, y hasta el Consejo de Portugal recomendó el informe de Cevicós en el momento en que llegaba a señalar la conveniencia de que las Filipinas pasaran a la corona de Portugal[27].               [1] Morga, op. cit. p. 166. Colin, op. cit. p. 153. A.G.I. Filipinas, legajo 7, ramo 2, número 82. Carta de Rodrigo de Vivero al rey de 8 de julio de 1608. R.A.H. Colección Muñoz, tomo X, folios 3-57. Manuscritos 9-4789. Copia de la relación de don Rodrigo de Vivero de 1610. Sobre Adams, Lera, op. cit. p. 442, así como las cartas de Vivero de esta embajada, pp. 442-443. Sobre este problemático viaje se tratará más adelante. [2] Lorenzo Pérez, Apostolado y martirio del beato Luis Sotelo en el Japón, en Archivo Iberoamericano, noviembre/diciembre, 1924, nº 66, pp. 327-383. [3] Lera, op. cit. p. 443. [4] A.G.I. Filipinas, legajo 173, ramo 1, número 1. Copia de un capítulo de carta de la Audiencia de Manila al rey de 8 de julio de 1608. [5] R.A.H. Colección Muñoz, tomo X, folios 3-57. Manuscritos 9-4789. Relación que hace don Rodrigo de Vivero y Velasco, que se halló en diferentes cuadernos y papeles sueltos, de lo que le sucedió volviendo de gobernador y capitán general de las Filipinas y arribada que tuvo en Japón…, en copia de Muñoz. Sola, op. cit. pp. 290-337. [6] Lera, op. cit. p. 444. [7] Los acontecimientos que siguen los narra con amplitud Vivero en la citada Relación… [8] En R.A.H. Manuscritos 9-2666, hay gran cantidad de documentos procedentes de medios jesuítico-portugueses sobre estos momentos. Una detallada descripción del suceso, A.G.I. Filipinas, legajo 4, ramo 1, número 8. Relación de Juan Cevicós de 20 de junio de 1610. También Juan de Silva, en carta al rey de 16 de julio de 1610 narra el incidente, A.G.I. México, legajo 2488. [9] A.G.I. México, legajo 2488. Relación sobre la penetración de los holandeses en Japón, de 1610, anexo a carta de Silva al rey de 16 de julio de 1610. [10] A.G.I. Filipinas, legajo 4, ramo 1, número 8. Relación del estado y cosas de Japón, por Juan Cevicós, de 20 de junio de 1610. [11] Op. cit. p. 107. [12] A.G.I. Filipinas, legajo 193, ramo 1, número 7. El marqués de Salinas al rey de 20 de octubre de 1610. [13] A.G.I. Filipinas, legajo 193, ramo 1, número 13. Capitulaciones con el emperador del Japón de 20 de diciembre de 1610. También las evoca Vivero en su relación citada. [14] A.G.I. Filipinas, legajo 193, ramo 1, números 22 y 23. Certificación de las cartas que han de traerse a España, a petición de fray Luis Sotelo, de 17 de enero de 1610 y traducción de las cartas de Ieyasu y de Hidetada hecha por fray Luis Soltelo de 27 de febrero de 1610. [15] A.G.I. Varios, 2 bis (procedente de Ibid., Filipinas, legajo 193). Originales de las cartas enviadas por Ieyasu y Hidetada al duque de Lerma. [16] A.G.I. Filipinas, legajo 193, ramo 1, número 18. Copia de carta de Vivero… [17] Ibid., número 16. Traslado de carta de Vivero… [18] A.G.I. México, legajo 73, ramo 2. Carta del fiscal Juan de Paz al rey de 31 de diciembre de 1610. Ibid., legajo 193, ramo 1, número 7. Carta del marqués de Salinas al rey de 20 de octubre de 1610. [19] Lera, op. cit. p. 445. [20] En un discurso impreso de 1628 de Cevicós en respuesta a una carta atribuida a Luis Sotelo y publicada por fray Diego Collado, la mayoría de los datos biográficos de Cevicós. Hay una copia en R.A.H. Manuscritos, 9.2666, folios 77-94. [21] A.G.I. México, legajo 2488. Exposición sobre la penetración de los holandeses en Asia y cartas de Juan de Silva de 16 de julio y 5 de septiembre de 1610. [22] A.G.I. Filipinas, legajo 20, ramo 2, número 83. Carta de Juan de Silva al rey de 16 de junio de 1610. [23] A.G.I. México, legajo 2488. Carta de Silva al rey de 16 de julio de 1610. [24] A.G.I. Filipinas, legajo 193, ramo 1, número 14. Copia de carta de Rodrigo de Vivero al rey de 3 de mayo de 1610. [25] R.A.H. Colección Muñoz, X, folios 98 vto.-104, Manuscritos 9-4789. Copia de carta de Vivero al rey de 27 de octubre de 1610. [26] A.G.I. Filipinas, legajo 4, ramo 1, número 8. Relación del estado y cosas del Japón por Juan Cevicós de 20 de julio de 1610. [27] A.G.I. filipinas, legajo 4, ramo 1, número 10. Consulta del Consejo de Portugal de 25 de enero de 1612.

Emilio Sola 10 febrero, 2012 10 febrero, 2012 emajada, galeón San Francisco, galeones, holandeses en Japón, naufragios, piloto inglés Adams, Rodrigo de Vivero
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