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“VIAJE A ORIENTE” 009

I. Las bodas coptas – VIII. El Wékil…     El judío Yousef, unhealthy un conocido mío del bazar del algodón, site venía todos los días a sentarse a mi diván y a perfeccionar su conversación. –                     Me he enterado, cialis sale me dijo, que necesita una mujer, y le he encontrado un wékil. –                     ¿Un wékil? –                     Sí, un mensajero, un embajador. En este caso, un hombre de bien, encargado de entenderse con los padres de las jóvenes casaderas. Él le conducirá y le guiará hasta ellas. –                     ¡Eh!, ¡eh! ¿pero quiénes son esas jóvenes? –                     Son personas muy honestas, ya que en El Cairo sólo las hay así desde que Su Alteza relegó a las otras a Esné, un poco más abajo de la primera catarata. –                     Bueno, bueno, ya veremos, tráigame usted a ese wékil. –                     Ya lo traje, está esperando ahí abajo. El wékil era un ciego, al que su hijo, un hombretón robusto, guiaba con cuidado. Montamos los cuatro en los burros, y me reí en mi fuero interno, al comparar al ciego con Amor, y a su hijo con el dios del himeneo. El judío, no muy interesado por estas reseñas mitológicas, me instruía durante el camino. –                     Usted puede –me decía— casarse aquí de cuatro formas: la primera, desposando a una joven copta ante el Turco. –                     ¿Qué es eso del Turco? –                     Es un buen santón al que usted entrega unas monedas, y él, a cambio, le dice una plegaria, le asiste ante el Qadi, y cumple las funciones de un sacerdote: A este tipo de hombres se les considera santos en este país, y todo cuanto ellos hacen, está bien hecho. No se preocupan por la religión que usted practique, siempre que usted no sienta reparos por la suya. Pero estas bodas no son las de las muchachas más honestas. –                     Bien, pasemos revista a otro tipo de boda. –                     Este otro es un matrimonio serio. Usted es cristiano y los coptos también lo son. Hay sacerdotes coptos que pueden casarles, aunque en el cisma, a condición de consignar una dote para la esposa, por si acaso en el futuro se divorciara de ella. –                     Es muy razonable, pero ¿cuál es la dote?… –                     ¡Ah!, eso depende del trato. Como mínimo hay que dejar doscientas piastras. –                     ¡Cincuenta francos!, pardiez, así me caso yo y por bien poco. –                     Existe aún otro tipo de matrimonio para las personas muy escrupulosas. Se trata del de las buenas familias. Usted se compromete ante el sacerdote copto, y luego le casan según su propio rito, pero después usted no puede divorciarse. –                     ¡Uy!, pero eso es muy grave ¡Espere! –                     Perdón; también es necesario de entrada, constituir un ajuar para el caso en que usted se marche del país. –                     Entonces ¿la mujer quedaría libre? –                     Desde luego, y usted también, pero mientras usted siga en el país, estarán unidos. –                     En el fondo, es bastante justo. Pero, ¿cuál es el cuarto tipo de boda?. –                     No le aconsejo a usted que piense en ese. Se trataría de casarse dos veces: en la iglesia copta y en el convento de los franciscanos. –                     ¿Es un matrimonio mixto?. –                     Un matrimonio muy sólido. Si usted se marcha, tiene que llevarse a la mujer. Ella puede seguirle a todas partes y llenarle de críos que quedarían a su cargo. –                     Entonces, ¿quiere decir que se acabó, que de ese modo se está casado sin remisión? –                     Aún quedan artimañas para deslizar una nulidad en las actas… pero sobre todo, guárdese de una cosa: dejarse conducir ante el cónsul. –                     Pero eso es el matrimonio europeo. –                     Desde luego. Y en ese caso, a usted sólo le quedaría un recurso, si conoce a alguien del Consulado, obtener que las publicaciones no se hagan en su país. Los conocimientos de este cultivador de gusanos de seda acerca de los matrimonios me tenían perplejo; pero me informó que ya le habían utilizado en otras ocasiones para esta clase de asuntos. Servía de traductor al wékil, que sólo hablaba árabe. Me interesaba conocer hasta el último de los detalles sobre las posibles formas de contraer matrimonio. Llegamos así al otro extremo de la ciudad, en la parte del barrio copto que da la vuelta a la plaza de El-Esbekieh, del lado del Boulac. Una casa de apariencia bastante pobre al final de una calle repleta de vendedores de hierbas y frituras. Ése era el lugar en donde se iba a celebrar la presentación. Se me advirtió que aquella no era la casa de los padres, sino un terreno neutral. –                     Va a ver usted a dos –me dijo el judío— y si no queda satisfecho, haremos venir a otras. –                     Está bien, pero si están veladas, le prevengo que yo no me caso. –                     ¡Oh!, esté usted tranquilo, aquí no estamos entre turcos. –                     Aunque los turcos tienen la ventaja de poder desquitarse gracias al número. –                     Esto es totalmente diferente. La sala del piso bajo de la casa, la ocupaban tres o cuatro hombres, vestidos con galabeias azules, que parecían dormitar. No obstante, gracias a la vecindad de una de las puertas de la ciudad y de su cuerpo de guardia, situado en las proximidades, este escenario no me parecía inquietante. Subimos por una escalera de piedra a una terraza interior. La habitación a la que se accedía de inmediato daba a la calle, y la amplia ventana, con toda su cancela de carpintería, sobresalía, conforme al uso, medio metro por fuera de la casa. Una vez sentado en esa especie de vestíbulo, la mirada se me perdía en los extremos de la calle en donde se veía a los caminantes a través de los enrejados laterales. En general, éste es el lugar de las mujeres, desde el que, al igual que tras su velo, observan todo sin ser vistas. Se me invitó a sentarme, mientras el wékil, su hijo y el judío se acomodaban en los divanes. Al poco llegó una mujer copta velada, levantó su borghot negro por encima de la cabeza, lo que, con el velo hacia atrás, componía una especie de tocado israelí. Ésta era la khatbé*, o wékil de las mujeres. Me comentó que las jóvenes estaban acabando de arreglarse. Mientras tanto, trajeron pipas y café para todo el mundo. Un hombre de barba blanca, con turbante negro, se había agregado también a la reunión. Se trataba del sacerdote copto. Dos mujeres veladas, las madres, sin duda, se quedaron de pie junto a la puerta. Aquello iba muy en serio, y esa espera –debo reconocer— me estaba provocando algo de ansiedad. Por fin entraron dos jovencitas que vinieron a besarme la mano. Las invité por señas a sentarse a mi lado.  –                     Déjelas de pie –me dijo el judío—son sus sirvientes. Pero yo era aún demasiado francés como para no insistir. El judío habló y sin duda les dio a entender que entre los europeos había la extraña costumbre de que se sentaran las mujeres delante de ellos. Al fin se sentaron junto a mí. Llevaban unas túnicas de tafetán estampado y muselinas bordadas. El conjunto resultaba bastante primaveral. El tocado, compuesto por un tarbouche rojo adornado de pasamanería, dejaba escapar un mechón de cintas y trenzas de seda, mientras que racimos de piezas de oro –lo más probable es que fueran falsas— ocultaban sus cabellos por completo. Aún así, era fácil ver que una era rubia y la otra morena. Además, habían previsto cualquier objeción sobre la talla o el color: La primera, era esbelta como una palmera y tenía los ojos negros de las gacelas, y era morena, ligeramente oscura. La otra, más delicada, más rica de contornos, y de una blancura que me resultaba extraña en esas latitudes, tenía el rostro y el porte de una joven reina floreciendo en el país de la mañana. Ésta última me seducía en particular, y pedí que le tradujeran de mi parte toda suerte de halagos, sin por ello descuidar a su compañera. Y como el tiempo pasaba sin que yo abordara el asunto principal que nos había llevado hasta allí, la khatbé las hizo levantarse y les decubrió los hombros, que golpeó con la mano para demostrar su firmeza. Hubo un momento en que temí que la exhibición fuera demasiado lejos, y yo mismo me encontraba un poco cohibido ante estas pobres muchachas, que volvían a cubrirse con las gasas sus traicionados encantos. Entonces me dijo el judío: –                     ¿Qué piensa usted? –                     Hay una que me gusta mucho, pero preferiría pensármelo un poco. Yo no me puedo apasionar así, de golpe, volveremos a verlas… Desde luego que los allí presentes habrían preferido una respuesta más precisa. La khatbé y el sacerdote copto me incitaban a que tomara una decisión de inmediato, pero yo me levanté prometiéndoles que volvería, aunque me daba cuenta que no confiaban mucho en mis palabras. Las dos jovencitas habían salido durante la negociación, y cuando atravesaba la terraza para salir a la escalera, la que más me había interesado en particular, parecía ocupada en arreglar las plantas. Se levantó sonriente, y dejando caer su tarbouche, sacudió sobre sus hombros unas magníficas trenzas doradas, a las que el sol daba un vivo reflejo rojizo. Este último esfuerzo de una coquetería, por supuesto bien legítima, casi triunfa sobre mi prudencia, e hice decir a su familia que les aseguraba el envío de los presentes. “A fe mía, dije al salir al complaciente israelita, que me casaría con ésta ante el turco. –      La madre no querría, se empeña en que sea con el sacerdote copto. Es una familia de escritores: el padre ha muerto y la jovenciata que usted prefiere sólo se ha casado una vez, a pesar de tener ya dieciséis años. –      ¡Cómo! ¿es viuda? –      No, divorciada. –      ¡Ah!, pero esto cambia las cosas” De todos modos, les envié una pequeña pieza de tela como presente. El ciego y su hijo se pusieron a buscar de nuevo y me encontraron otras candidatas. Casi siempre se trataba de la misma ceremonia, pero yo le tomé gusto a este pasar revista al bello sexo copto, y por medio de algunos retales y pequeñas bagatelas no se acababa de formalizar nada debido a mi incertidumbre. Hubo una madre que llevó a su hija hasta mi cuarto, y creo que, sin temor a equivocarme, habría celebrado el himeneo ante el turco; pero bien pensado, aquella muchacha estaba en la edad de haber pasado ya por más maridos de lo deseable. * – Casamentera (EDL)

Esmeralda de Luis y Martínez 6 febrero, 2012 6 febrero, 2012 bodas coptas, el judío Yousef, El-Esbekieh, khatbé, wékil
“VIAJE A ORIENTE” 005

I. Las bodas coptas – IV. Inconvenientes del celibato  He comenzado contando la historia de mi primera noche, buy viagra y se comprende que debí despertarme un poco más tarde a la mañana siguiente. Abdallah me anunció la visita del cheikh de mi barrio, que ya había venido otra vez esta mañana. Este bondadoso anciano de barba blanca esperó a que yo me despertara en el café de enfrente, con su secretario y un negro portador de su narguile. Yo no me extrañé de su paciencia. Cualquier europeo que no sea ni un industrial ni un negociante es todo un personaje en Egipto. El cheikh se sentó en uno de los divanes; se le cebó la pipa y se le sirvió café. A partir de ese momento comenzó su discurso, que Abdallah me iba traduciendo al mismo tiempo: –                     Viene a devolverle el dinero que usted le dio como alquiler de la casa. –                     ¿Y por qué?, ¿qué razón da? –                     Dice que no saben la forma de vivir que usted tiene, que sus costumbres no son conocidas. –                     ¿Ha observado que mis hábitos fueran malos? –                     No es eso lo que dice; es que no se sabe nada de ellos. –                     Pero entonces, ¿es que no tiene una buena opinión? –                     Dice que había pensado que usted viviría en la casa con una mujer. –                     Pero yo no estoy casado. –                     Eso no es de su incumbencia, el que usted esté casado o no; pero dice que sus vecinos tienen mujeres, y que van a estar inquietos si usted no tiene una. –                     Además esa es la costumbre por aquí. –                     ¿Qué quiere entonces que haga? –                     Que deje usted la casa o que tome una mujer para vivir aquí con ella. –                     Dile que en mi país no es de buen tono vivir con una mujer sin estar casado. La respuesta del anciano ante esta observación moral, fue acompañada de una expresión totalmente paternal que las palabras traducidas no pueden reflejar más que imperfectamente. –                     Le va a dar un consejo –me dijo Abdallah—. Dice que un señor (effendi) como usted, no debe vivir sólo, y que siempre es más honorable alimentar a una mujer y hacerle algun bien, y que aún es mejor, añadió, alimentar a muchas, cuando la religión de uno se lo permita. El razonamiento de este turco me conmovió, aunque mi conciencia europea luchaba contra ese punto de vista, que no comprendí en toda su justeza, hasta estudiar la situación de las mujeres en este país. Pedí que le respondieran al cheikh que esperara hasta que me informara por mis amigos de lo que convendría hacer. Había alquilado la casa por seis meses, la había amueblado, me encontraba allí bastante agusto, y quería tan solo informarme de los medios para resistir a las pretensiones del cheikh de romper nuestro trato y echarme de la casa por culpa de mi celibato. Tras mucho dudarlo, me decidí a tomar consejo del pintor del hotel Damergue, que me había querido introducir en su taller e iniciar en las maravillas del daguerrotipo. Este pintor era duro de oído, a tal extremo, que una conversación por medio de un intérprete hubiera sido aún más divertida. A pesar de todo, me fui a su casa, atravesando la plaza de El-Esbekieh hasta la esquina de una calle que tuerce hacia el barrio franco, cuando de pronto oí unas exclamaciones de alegría, que provenían de un amplio patio en donde se paseaban en ese instante unos hermosos caballos. Uno de los mozos se me enganchó al cuello en un caluroso abrazo. Era un muchacho fuertote, vestido con una saya azul, tocado con un turbante de lana amarillenta y que recordé haberme fijado antes en él, mientras viajaba en el vapor, a causa de su rostro, que me recordaba mucho a las grandes cabezas que se ven en los sarcófagos de las momias. ¡Tayeb!, ¡tayeb! (bien, bien) le dije a aquel expansivo mortal, desembarazándome de sus abrazos y buscando tras de mí al dragomán Abdallah, que se había perdido entre la multitud, no gustándole sin duda el hecho de ser visto cortejando al amigo de un simple palafrenero. Este musulmán mimado por los turistas de Inglaterra al parecer no recordaba que Mahoma había sido camellero. Mientras tanto, el egipcio me tiró de la manga y me arrastró hacia el patio, que era la caballeriza del pachá de Egipto, y allí, al fondo de una galería, medio recostado en un diván de madera, reconocí a otro de mis compañeros de viaje, un poco más aceptable en sociedad, Solimán-Aga, del que ya había hablado cuando coincidí con él en el barco austríaco, el Francisco Primo. Solimán-Aga también me reconoció, y aunque más sobrio en demostraciones que su subordinado, me hizo sentar cerca de él, me ofreció una pipa y pidió café… Añadamos, como muestra de sus costumbres, que el simple palafrenero, considerándose digno de momento de nuestra compañía, se sentó en el suelo, cruzando las piernas, y recibió, al igual que yo una larga pipa, y una de esas pequeñas tazas repletas de un moka ardiente, de esos que ponen en una especie de huevera dorada para no quemarse los dedos. No tardó en formarse un corrillo a nuestro alrededor. Abdallah, viendo que la cosa tomaba un cariz más conveniente, se mostró al fin, dignándose favorecer nuestra conversación. Yo ya sabía que Solimán-Aga era un tipo bastante amable, y aunque en nuestra travesía común no tuvimos más que relaciones de pantomima, habíamos llegado a un grado de confraternización bastante avanzado como para que pudiera sin indiscreción informarle de mis asuntos y pedirle consejo. –                     ¡Machallah! –gritó de entrada—, ¡el cheikh tiene toda la razón, un hombre joven de su edad debería haberse casado ya varias veces! –                     Como usted sabe –repuse tímidamente—, en mi religión sólo se puede tomar una esposa, que hay que conservar para siempre, de modo que normalmente uno se toma tiempo para reflexionar y elegir lo mejor posible. –                     ¡Ah!, yo no hablo de vuestras mujeres rumis (europeas), esas son de todo el mundo y no os pertenecen sólo a vosotros. Esas pobres criaturas locas muestran su rostro enteramente desnudo, no sólo a quienes quieran verlo, sino incluso a quien no lo deseara. Imagínense –añadió estallando en carcajadas— en las calles, mirándome con ojos de pasión, y algunas incluso llevando su impudor hasta querer abrazarme. Viendo a los oyentes escandalizados al llegar a ese punto, me creí en el deber de decirles, por el honor de los europeos, que Solimán-Aga confundía sin duda la solicitud interesada de algunas mujeres, con la curiosidad honesta de la mayoría. –                     ¡Y ya quisieran –continuó Solimán-Aga, sin responder a mi observación, que parecía dictada únicamente por el amor propio nacional— esas bellezas merecer que un creyente les permitiera besarle la mano! pues son plantas de invierno, sin color y sin gusto, rostros malencarados atormentados por el hambre, pues apenas comen, y sus cuerpos desfallecerían entre mis manos. Y desposarlas, aún peor, han sido tan mal educadas, que serían la guerra y la desgracia de la casa. Aquí, las mujeres viven juntas, pero separadas de los hombres, que es la mejor manera de que reine la tranquilidad. –                     ¿Pero no viven ustedes –le repuse— en medio de sus mujeres en los harenes? –                     ¡Dios todopoderoso! exclamó, acabaríamos todos con dolor de cabeza aguantando su constante parloteo. ¿No ve usted que aquí los hombres que no tienen nada que hacer pasan el tiempo de paseo, en el hamam, en la mezquita, en las audiencias, o en las visitas que se hacen unos a otros? ¿No es más agradable charlar con los amigos, escuchar historias y poemas, o fumar soñando, que hablar con las mujeres preocupadas por intereses vulgares, de tocador o de botica? –                     Pero ustedes soportarán eso mismo a la hora en que comen con ellas. –                     De ningún modo. Ellas comen juntas o por separado, a su gusto, y nosotros sólos, o con nuestros padres y amigos. Sólo unos cuantos creyentes actúan de distinto modo, pero están mal vistos en nuestra sociedad, porque llevan una vida vacía e inútil. La compañía de las mujeres vuelve al hombre ávido, egoísta y cruel; ellas destruyen la fraternidad, y la caridad entre nosotros. Son causa de querellas, injusticias y tiranía. ¡Que cada cual viva con sus iguales! Ya es bastante con que el señor de la casa, a la hora de la siesta, o cuando vuelve de noche a su cuarto, encuentre para recibirle rostros sonrientes, de amables modales, ricamente engalanadas…y, si además hay danzarinas para bailar y cantar ante él, pues entonces se puede soñar con el paraíso anticipado y creerse uno en el tercer cielo, en donde están las verdaderas bellezas, puras y sin mácula, las únicas que serán dignas de ser las eternas esposas de los verdaderos creyentes. ¿Será ésta la opinión de todos los musulmanes, o de un cierto número de ellos? Tal vez se deba ver en esto, no tanto un desprecio hacia la mujer, como un cierto platonismo antiguo, que eleva el amor por encima de los objetos perecederos. La mujer adorada, ¿no es el fantasma abstracto, la imagen incompleta de una mujer divina, prometida al creyente para toda la eternidad? Esas son las ideas que han hecho pensar que los orientales niegan el alma de las mujeres; pero hoy en día se sabe que las musulmanas verdaderamente piadosas tienen la esperanza de ver su ideal realizarse en el cielo. La historia religiosa de los árabes tiene sus santos y sus profetisas, y la hija de Mahoma, la ilustre Fátima, es la reina de este paraíso femenino. Solimán-Aga terminó por aconsejarme que abrazara el mahometismo; se lo agradecí sonriendo y le prometí que reflexionaría sobre ello. De nuevo estaba más confuso que nunca. Aún me quedaba por consultar al pintor sordo del hotel Domergue, conforme a mi primera idea.

Esmeralda de Luis y Martínez 26 enero, 2012 27 enero, 2012 Abdallah, bodas coptas, inconvenientes del celibato, rumi
“VIAJE A ORIENTE” 002

LAS MUJERES DEL CAIRO – I. Las bodas coptas – I. La máscara y el velo                                                                     El Cairo es la ciudad de Levante con las mujeres más herméticamente veladas. En Constantinopla, cialis en Esmirna, look una muselina blanca o negra permite en ocasiones adivinar los trazos de las hermosas musulmanas y es raro que los edictos más rigurosos consigan espesar ese velo sutil. Son doncellas graciosas y coquetas que, cure aunque consagradas a un solo esposo, no les molesta, en cuanto surge la oportunidad, coquetear con otros. Pero Egipto, severo y piadoso, fue siempre el país de los enigmas y misterios. La belleza se rodea, igual que antaño, de velos y tapadas. Y ese talante gris desalienta muy pronto al frívolo europeo que a los ocho días abandona El Cairo y apresura su marcha hacia las cataratas del Nilo en busca de otras decepciones que le reserva la ciencia pero que jamás reconocerá como tales.             La paciencia era la mayor virtud de los antiguos iniciados ¿Por qué, pues, apresurarse? Vamos a detenernos e intentemos levantar un borde del austero velo de la diosa de Saïs.             Por lo demás ¿acaso no es estimulante comprobar –en un país en el que las mujeres pasan por estar prisioneras— que los bazares, calles y jardines las muestran a miles: solas y a la ventura, o en pareja, o acompañadas de un niño? Desde luego, las europeas no disfrutan de tanta libertad: aquí, las mujeres distinguidas salen, es cierto, encaramadas en pollinos y en una posición inaccesible; pero, en Europa, las mujeres del mismo rango apenas si salen y cuando lo hacen se ocultan en un coche. Por supuesto está el velo que…tal vez, no establezca una barrera tan hostil como aparenta. Entre los ricos trajes árabes y turcos que la reforma ha desechado, el mismo vestido de las mujeres da a la muchedumbre que se agolpa en las calles el alegre aspecto de un baile de máscaras; el tinte de las túnicas varía tan sólo del azul al negro. Las grandes damas se tapan cuerpo y rostro con la habbarah de ligero tafetán, mientras que las mujeres del pueblo se envuelven con gracia en un simple ropón azul de lana o algodón (khamiss) como en la antigua estatuaria egipcia. La imaginación se aviva ante esta incógnita de los rostros femeninos. Incógnita que no se extiende a todos sus encantos. Hermosas manos adornadas con anillos-talismanes y brazaletes de plata. A veces, brazos de pálido mármol se escapan por completo de sus amplias mangas remangadas por encima del hombro; pies cargados de ajorcas que la babucha abandona a cada paso y sus tobillos, que van cantando con un rumor argentino. Esto es lo que está permitido admirar, adivinar, sorprender, sin que la gente se inquiete o sin que la mujer aparente notarlo. En ocasiones, los pliegues flotantes del velo estampado en blanco y azul que cubre cabeza y hombros se deslizan ligeramente y la abertura que se manifiesta entre ese velo y la larga máscara llamada borghot,  permite vislumbrar una graciosa sien en la que los cabellos castaños se rizan en bucles apretados, como en los bustos de Cleopatra; o una pequeña y firme oreja, sacudiendo sobre el cuello y la mejilla racimos de cequíes de oro, o alguna placa taraceada de turquesas y filigrana de plata. En ese instante se siente la necesidad de dialogar con los ojos de la egipcia velada y esto es precisamente lo más peligroso. La máscara es una pieza de crin negra estrecha y larga que desciende de la cabeza a los pies, y tiene dos agujeros a la altura de los ojos, como los del capirote de un penitente. Algunos anillos brillantes son enfilados entre el intervalo que une la frente con la barbilla de la máscara y justo tras esa muralla os aguardan unos ojos ardientes, armados de todas las seducciones que puedan prestarse a tal arte. La ceja, la órbita del ojo, la pupila misma y entre las pestañas reciben un afeite, el kohl , que las resalta y es imposible destacar mejor lo poco de su persona que una mujer aquí tiene derecho a mostrar.             Yo tampoco había comprendido al principio el poder de atracción que ejercía este misterio en el que se oculta la mitad más interesante del pueblo de Oriente; pero han bastado tan sólo algunos días para enseñarme que si una mujer se siente observada, generalmente encuentra el medio de dejarse ver, si es bella. Las que no lo son, saben que es mejor mantenerse veladas y no se les ha de tomar en cuenta. La fealdad se oculta como un crimen, pero siempre se puede adivinar alguna cosa con tal de que sea bien formada, graciosa, joven y bella.             La misma ciudad, al igual que sus habitantes, va desvelando muy lentamente sus rincones más ocultos, sus interiores más turbadores. La noche en que llegué a El Cairo estaba mortalmente triste y desanimado. Un paseo de algunas horas a lomos de un asno y en compañía de un dragomán, habían conseguido demostrarme que iba a pasar allí los seis meses más aburridos de mi vida, y encima todo había sido arreglado por adelantado a fin de que no pudiera quedarme ni un día menos.  Pero, ¡cómo! ¿esto es –me decía yo— la ciudad de “Las mil y una noches”? ¿la capital de los califas fatimíes y sudaneses?…Y me perdía en el enmarañado laberinto de callejuelas estrechas y polvorientas, en medio de la muchedumbre harapienta, del estorbo de los perros, camellos y burros, cercana ya la noche cuya sombra desciende rápida, por la polvareda que empaña el cielo y la altura de las casas.             ¿Qué esperar de esa confusa maraña, tal vez tan vasta como Roma o París? ¿de esos palacios y mezquitas que se cuentan por miles? Todo fue espléndido y maravilloso, no cabe duda, pero han pasado ya treinta generaciones; la piedra se desmorona por todas partes y la madera se pudre. Da la impresión de viajar en un sueño por una ciudad del pasado, únicamente habitada por fantasmas, que la pueblan sin animarla. Cada barrio se encuentra rodeado de murallas almenadas, cerrado con pesados portones como en la Edad Media, y aún conserva el aspecto de la época de Saladino. Largos pasadizos abovedados que conducen acá y allá de una calle a otra, encontrándose uno con frecuencia en un callejón sin salida que obliga a desandar lo andado. Poco a poco todo se cierra; tan solo queda luz en los cafés, y los fumadores, sentados sobre cestos tejidos con hojas de palmera, al vago resplandor de los candiles, escuchan alguna larga historia narrada en una monótona cantinela. En tanto, las mashrabeyas -celosías de madera, talladas y entrelazadas con esmero- se iluminan y cuelgan sobre la calle a guisa de miradores. La luz que se filtra a través de estos balcones es insuficiente para guiar la marcha del caminante que, consciente de la proximidad del toque de queda, se habrá de proveer de un farolillo, pues afuera sólo se encuentran, y muy raramente, europeos o soldados haciendo la ronda.             Desde luego, no acababa de ver qué iba a hacer yo por esas calles pasada esa hora, las diez de la noche, así que me fui a la cama bastante taciturno, diciéndome que seguro que esto se repetiría así todos los días y desesperando ya de los placeres de esta capital desoladora…             Mi primer sueño se cruzaba de forma inexplicable con los vagos sonidos de una cornamusa y de una ronca viola que me estaban crispando los nervios. Esa música obstinada repetía siempre en tonos diferentes el mismo melisma y despertaba en mí los ecos de una antigua fiesta de Navidad borgoñona o provenzal. ¿Pertenecía todo esto al ensueño o a la vida? Mi espíritu aún se debatió algún tiempo antes de despertarse totalmente. Me daba la impresión de descender a la tierra de una forma grave y burlona al mismo tiempo, entre cánticos de parroquia y borrachines coronados de pámpanos, una especie de alegría patriarcal y de tristeza mitológica que mezclaba sus impresiones en ese extraño concierto, donde quejumbrosas cantinelas de iglesia formaban la base de un aire bufón apropiado para marcar los pasos de una danza de Coribantes. El ruido se acercaba y se hacía cada vez más penetrante. Me levanté, aún soñoliento, cuando una gran luz, que penetraba por el enrejado de la ventana, me avisó por fin de que se trataba de un espectáculo real. Lo que había creído soñar se materializaba en parte: hombres casi desnudos, coronados como luchadores antiguos, combatían en medio del tumulto con espadas y escudos; pero se limitaban a golpear el escudo con el acero siguiendo el ritmo de la música y, retomando la  marcha, volvían a empezar un poco más lejos la misma lucha simulada. Numerosas antorchas y pirámides de velas llevadas por niños brillaban en la calle y guiaban un largo cortejo de hombres y mujeres, del que no pude distinguir todos los detalles. Algo como un fantasma rojo tocado de una corona de pedrería avanzaba lentamente entre dos matronas de gran porte, y un grupo confuso de mujeres vestidas de azul cerraba la marcha lanzando en cada parada un gorjeo de albórbolas de singular efecto. Se trataba de una boda, no cabía la menor duda. En París ya había visto, en los grabados del ciudadano Cassas, un mosaico completo de estas ceremonias; pero lo que acababa de percibir a través de las artesas no bastaba para apagar mi curiosidad y quería a toda costa seguir al cortejo y observarlo más a mi gusto. Mi dragomán, Abdallah, al que comuniqué esta idea, simuló estremecerse de mi osadía, inquietándose un poco por el hecho de recorrer las calles en medio de la noche y hablándome del peligro de ser asesinado o asaltado. Por suerte yo había comprado uno de esos mantos de piel de camello llamados machlah que cubren a un hombre de arriba abajo, y con mi barba ya crecida y un pañolón retorcido en torno a la cabeza, el disfraz estaba a punto.

Esmeralda de Luis y Martínez 25 enero, 2012 26 enero, 2012 bodas coptas, Cairo, máscara
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