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“VIAJE A ORIENTE” 024

III. El Harem – I. El pasado y el porvenir…   No lamentaba el haber fijado mi residencia por algún tiempo en El Cairo y haberme convertido en todos los sentidos en uno más de sus habitantes; único medio sin duda alguna de comprenderlo y amarlo. Los viajeros, here en general, look no se toman un tiempo para disfrutar de la vida íntima y de las pintorescas bellezas, doctor contrastes y recuerdos de esta ciudad. Siendo, como es El Cairo la única ciudad oriental en donde se pueden encontrar las capas bien diferenciadas de numerosas épocas de la historia. Ni Bagdad, ni Damasco, ni siquiera Constantinopla han conservado este patrimonio para su estudio y reflexión. En las dos primeras, el extranjero sólo encuentra frágiles construcciones de adobes y tierra seca. Únicamente los interiores ofrecen una espléndida decoración, pero jamás fue pensada como un arte serio y duradero. Constantinopla, con sus casas de madera pintada, se renueva cada veinte años, y sólo conserva la fisonomía uniforme de sus cúpulas azulonas y sus blancos minaretes. El Cairo, gracias a las inagotables canteras del Mokhatam, y a la constante serenidad de su clima, posee una innumerable cantidad de monumentos: la época de los califas, la de los sudaneses y de los sultanes mamelucos, se inscriben en variados sistemas de arquitectura, de los que España y Sicilia sólo poseen en parte, los modelos. Las maravillas morescas de Granada y de Córdoba nos vienen a la mente a cada paso en las calles de El Cairo, por una puerta de una mezquita, una ventana, un minarete, un arabesco, cuyo corte o el estilo indican una fecha remota. Sólo las mezquitas, por sí mismas, contarían la historia entera del Egipto musulmán, ya que cada príncipe hizo construir al menos una, para transmitir para siempre el recuerdo de su época y de su gloria: Amru, Hakem, Touloun, Saladino, Bibars o Barkouk, cuyos nombres se conservan así en la memoria de este pueblo; a pesar de que sus monumentos más antiguos sólo ofrecen muros derruidos y recintos devastados. La mezquita de Amrou, la primera construída tras la conquista de Egipto, ocupa un emplazamiento hoy en día desierto, entre la ciudad nueva y la vieja. Nada protege contra la profanación este lugar en otros tiempos venerado. He recorrido el bosque de columnas que aún soporta la antigua bóveda; he podido subir hasta la elaborada cátedra del imán, construida el año 94 de la Hégira, y de la que se decía que no había otra más bella, ni más noble, después de la del profeta. He pasado por las galerías y reconocí, en el centro del patio, el lugar en el que se levantaba la tienda del lugarteniente de Omar, cuando pensaba ya en fundar el viejo Cairo. Una paloma había hecho su nido bajo el pabellón, y Amrou, vencedor del Egipto griego, y que acababa de saquear Alejandría, no quiso que se molestara al pobre pájaro. Este lugar le pareció consagrado por la voluntad del cielo, e hizo construir una mezquita alrededor de su tienda. Después, en torno a la mezquita, una ciudad que tomó el nombre del Fostat esto es, “la tienda”. Hoy día, este lugar ni siquiera está ya en la ciudad, y se halla de nuevo, como se narraba en las antiguas crónicas, en medio de viñedos, huertos y palmerales. También he encontrado, en igual abandono, pero al otro extremo de El Cairo y dentro del recinto amurallado, cerca de Bab-el-Nasr, la mezquita del califa Hakem, fundada tres siglos más tarde, y unida en el recuerdo a uno de los héroes más extraños de la edad media musulmana. Hakem, al que nuestros viejos orientalistas llaman “Le Chacamberille”*, no se contentó con ser el tercero de los califas africanos, heredero y conquistador de los tesoros de Haroum al-Raschid; dueño absoluto de Egipto y Siria, el vértigo de la grandeza y de las riquezas hizo de él una especie de Nerón, o mejor, de Heliogábalo. De entrada, un día prendió fuego a su capital por puro capricho; después, se proclamó dios y esbozó las reglas de una religión que fue adoptada por una parte de su pueblo, y que es la de los drusos. Hakem** es el último revelador, o, si se prefiere, el último dios que se haya producido en el mundo y que aún conserva fieles más o menos numerosos. Los cantantes y narradores de los cafés del Cairo cuentan sobre él mil aventuras, y me han mostrado sobre una de las cimas de Mokhatam, el observatorio al que iba a consultar los astros, ya que los que no creían en su divinidad le consideraban al menos un poderoso mago. Su mezquita está aun más arruinada que la de Amrou. Los muros exteriores y dos de los minaretes situados en los ángulos sólo ofrecen formas arquitectónicas reconocibles; son de la época correspondiente a los monumentos más antiguos de España. En la actualidad, el recinto de la mezquita, toda polvorienta y sembrada de cascotes, está ocupado por cordeleros, que se dedican a torcer sus sogas en este vasto espacio, en donde la monótona rueca ha sustituido al murmullo de las plegarias. ¿Pero es que el edificio del fiel Amrou está menos abandonado que el del herético Hakem, anatematizado por los verdaderos musulmanes?. El viejo Egipto, olvidadizo a la vez que crédulo, ha enterrado en el polvo a otros muchos profetas y a otros tantos dioses. Así pues, el extranjero en este país no tiene por qué temer ni al fanatismo ni a la religión, ni a la intolerancia del racismo de otros lugares de Oriente. La conquista árabe jamás ha podido transformar hasta ese punto el carácter de sus habitantes: ¿no ha sido siempre, por otra parte, la tierra antigua y maternal donde nuestra Europa, a través del mundo griego y romano, ha sentido que remontaban a sus orígenes?. Religión, moral, industria, todo ha partido de este centro, a la vez misterioso y accesible, en donde los genios de los primeros tiempos han depositado para nosotros la sabiduría. Penetraban con terror en estos santuarios extraños, en donde se elaboraba el futuro de los hombres, y salían más tarde, la frente ceñida de resplandores divinos, para revelar a sus pueblos tradiciones que se remontaban a los tiempos anteriores al diluvio y hablaban de los primeros días del mundo. De ese modo Orfeo, Moisés, al igual que ese legislador menos conocido entre nosotros, al que los hindúes llaman Rama, llevaron un mismo fondo de enseñanzas y creencias, que se modificaron según los lugares y las razas, pero que por todas partes constituyeron civilizaciones que perduraron en el tiempo. Lo que conforma el carácter de la antigüedad egipcia, es justamente ese pensamiento de universalidad e incluso de proselitismo, que Roma imitó sólo por el interés de su poderío y su gloria. Un pueblo que fundó monumentos indestructibles para grabar en ellos todos los procedimientos de las artes y la industria y que habló para la posteridad en una lengua que esa misma posteridad ha comenzado a comprender; merece, ciertamente, el reconocimiento de todos los hombres. * Así, en Pierre Vattier, “L’Histoire mahométane ou les Quarante-neuf chalifes du Macine” (1657)(voir n.31*) abundantemente mencionada en el “Carnet de notes du Voyage en Orient” (Pléiade) ** En la leyenda de Hakem, narrada más adelante, el califa gritó: “¡Yo mismo soy dios!, sólo yo, el verdadero, el único dios, y los otros no son más que sombras” (p. 72, t.II) Ya aquí se constata que es la “Teomanía”, la desmesura prometeica que hay en Hakem, lo que fascina a Nerval.

Esmeralda de Luis y Martínez 10 febrero, 2012 10 febrero, 2012 Amrou, Barkouk, Bibars, el Fostat, Hakem, Harem, Moisés, Orfeo, Rama, Saladino, Touloun
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