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“VIAJE A ORIENTE” 050

VI. La Santa Bárbara – VI. Diario de abordo… La humilde verdad no tiene los inmensos recursos de las combinaciones dramáticas o novelescas. Yo recojo uno por uno los acontecimientos cuyo único mérito es el de su misma simplicidad, buy y me consta que sería más cómodo hacer un relato, en una travesía tan vulgar como la del golfo de Siria, en el que inventara peripecias verdaderamente dignas de atención; pero la realidad es parca al lado de la mentira, y más vale, me parece, comentar con inocencia y al uso de los antiguos navegantes: “Tal día, no avistamos en la mar más que un fragmento de madera que flotaba a la ventura; tal otro, una gaviota de alas grises…” hasta el extraordinario momento en que la acción se calienta y complica con una canoa de salvajes que vienen a traer ñames y lechoncillos asados. Sin embargo, a falta de la obligada tempestad, una calma chicha digna del Océano Pacífico, y la escasez de agua dulce en un navío de la guisa del nuestro, podría haber deparado escenas dignas de una Odisea moderna. Pero el destino me ha arrebatado esa suerte de interés, enviando esta tarde un ligero céfiro del oeste que nos hizo navegar bastante rápido. Yo estaba, a pesar de todo, alegre por este incidente, y le hice al capitán que me asegurara de nuevo que al día siguiente por la mañana podríamos avistar en el horizonte las cimas azulonas del Carmelo, cuando de pronto, se oyeron gritos de espanto desde el puente. “Farqha el bahr! Farqha el bahr! – ¿Qué pasa? – ¡gallina al agua!” El acontecimiento me parecía de poca gravedad; sin embargo, uno de los marineros turcos, al que pertenecía la gallina se desesperaba de forma conmovedora, y sus compañeros le compadecían muy seriamente. Le sujetaban para impedirle que se arrojara al agua, y la gallina ya lejos mostraba signos de debilidad que se seguían con emoción. Por fin, el capitán, tras un momento de duda, dio la orden de detener el barco. Así de repente, encontré un poco exagerado que tras haber perdido dos días nos detuviéramos con buen viento por una gallina ahogada. Le di dos piastras al marinero, pensando que ese era el objetivo de todo este asunto, ya que un árabe se dejaría matar por mucho menos. Su rostro se dulcificó, pero calculó sin duda inmediatamente que sacaría doble ventaja recuperando la gallina, y en un abrir y cerrar de ojos se despojó de sus vestidos y se lanzó al mar. La distancia hasta donde nadó era prodigiosa. Hubo que esperar una media hora con inquietud por su situación y porque se acercaba la noche. Nuestro hombre por fin nos alcanzó extenuado, y hubo que sacarle del agua, ya que no tenía ni siquiera fuerza para abordar al barco.  Ya al verse en seguro, el hombre se ocupaba más de su gallina que de él mismo; la daba calor, la enjugaba, y no se quedó a gusto hasta verla respirar tranquila y dar saltitos sobre el puente. El navío se volvió a poner en marcha. “¡Al diablo con la gallina! Le dije al armenio. Hemos perdido una hora. –    ¡Y qué! ¿habría usted preferido que la dejara ahogarse? –    ¡Pero si yo tengo un montón de gallinas!, ¡y gustosamente le habría dado unas cuantas por la suya! –    Ah, pero no es lo mismo. –    ¿Cómo que no? Habría sacrificado todas las gallinas de la tierra  por no perder una hora de viento favorable en un barco en el que nos arriesgamos a morir de sed mañana mismo. –     Mire usted, dijo el armenio, la gallina salió volando por su izquierda en el momento en que su dueño se preparaba para cortarla el cuello. –     Con mucho gusto admitiría, le repuse, que se apresurara, como buen musulmán a salvar a una criatura viviente; pero me consta que el respeto de los buenos creyentes hacia los animales no llega a esos extremos, ya que los matan para comérselos. –     Claro que los matan, pero con todo un ceremonial, pronunciando una serie de jaculatorias, y además, no pueden cortarles el cuello si no es con un cuchillo cuyo mango esté perforado por tres clavos y su hoja no presente mella alguna. Si en ese momento la gallina se hubiera ahogado, el pobre hombre estaba convencido de que él mismo se moriría de aquí a tres días. –    Eso es otra cosa”, le dije al armenio. Está claro que para los orientales, es algo muy serio el matar a un animal. Sólo se permite hacerlo única y exclusivamente para que sirva de alimento, y de una manera que recuerda a la antigua institución de los sacrificios. Ya se sabe que hay algo parecido entre los israelitas: los carniceros están obligados a emplear matarifes (schocket: sacrificadores) que pertenecer a la orden religiosa, y cada bestia es sacrificada empleando fórmulas consagradas. Este prejuicio se encuentra con diversos matices en la mayor parte de las religiones de Levante. La misma caza por ejemplo, sólo se tolera contra las bestias feroces y en castigo por los perjuicios que éstas puedan haber causado. La caza con halcón era sin embargo, en la época de los califas, la diversión de los grandes, pero por gracias a una interpretación que hacía recaer sobre las aves de presa la responsabilidad de la sangre vertida. En el fondo, sin adoptar las ideas de La India, se puede reconocer que hay una cierta grandeza en esta creencia de no matar innecesariamente ningún animal. Las fórmulas recomendadas para el caso en que se deba sacrificar un animal por la necesidad de alimentarse, sin duda tienen como objetivo impedir que el sufrimiento no se prolongue más allá de un instante, lo que los usos en la caza hacen desgraciadamente imposible. El armenio me contó a este respecto que, en los tiempos de Mahmoud, Constantinopla estaba tan plagada de perros, que los coches apenas podían circular por las calles, y al no poder eliminarlos, ni como animales feroces, ni como apropiados para la alimentación, se le ocurrió abandonarlos en los islotes desiertos del Bósforo. Hubo que embarcarlos por millares en los cayucos: y en el momento en el que ignorantes de su suerte, tomaron posesión de sus nuevos dominios, un imán les arengó con un discurso, exponiéndoles que se había hecho esto debido a una necesidad absoluta, y que sus almas, a la hora de la muerte, no debían vengarse de los fieles creyentes; ya que, por otra parte, si la voluntad del cielo era que fueran salvados, ésta se cumpliría de seguro. Había muchos conejos en las islas, y los perros no objetaron nada en principio contra este razonamiento jesuítico; pero, días más tarde, atormentados por el hambre, aullaron con tales gemidos, que se les podía oír desde Constantinopla. Los devotos, emocionados por aquella lamentable protesta, lanzaron muy serias quejas al sultán, ya por entonces bastante sospechoso por sus tendencias europeas, de suerte que tuvo que dar órdenes para traer de vuelta a los perros, que fueron, triunfalmente, reintegrados con todos sus derechos civiles.

Esmeralda de Luis y Martínez 19 febrero, 2012 19 febrero, 2012 "¡Gallina al agua!", Constantinopla, el islote de los perros abandonados, Mahmoud, turco nadador
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