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“VIAJE A ORIENTE” 019

II. Las esclavas – IX. El teatro de El Cairo…   Volvimos a El Cairo siguiendo la calle Hazanieh, viagra que conduce a la que separa el barrio franco del barrio judío, help y bordea el Calish, atravesado de vez en cuando por puentes de un solo arco, de tipo veneciano. Allí hay un bonito café cuya trastienda da sobre el canal, y en donde se pueden tomar sorbetes y limonadas. Y desde luego no se puede decir que sean los refrescos lo que escasee en El Cairo; en donde coquetas tiendecillas exponen acá y allá copas de limonadas y bebidas mezcladas con frutas azucaradas y a unos precios realmente asequibles para todos. Al doblar la calle turca para atravesar el pasaje que conduce al Mosky, vi en las paredes carteles que anunciaban un espectáculo para esa misma noche en el teatro de El Cairo. No me disgustó encontrar ese vestigio de la civilización. Le di permiso a Abdallah y me fui a cenar al Domergue, en donde me enteré de que se trataba de unos amateurs que ofrecían una representación a favor de los ciegos indigentes, por desgracia, bastante numerosos en El Cairo. La temporada musical italiana no tardaría en comenzar, pero de momento, iba a presenciar una simple soirée de vaudeville. Hacia las siete de la tarde, la callejuela que desemboca en el cruce con el Waghorn estaba llena de gente, y los árabes se maravillaban de ver toda aquella multitud entrar en una sola casa. Era un día grande para mendigos y muleros, que se desgañitaban gritando “bakhchís!” a los cuatro vientos. El acceso, bastante oscuro, da a un pasadizo cubierto que se abre al fondo, sobre el jardín de Rosette, y cuyo interior recuerda nuestras pequeñas salas populares. El patio de butacas estaba repleto de ruidosos italianos y griegos, tocados con el tarbouche rojo; algunos oficiales del pachá se veían en la platea, y los palcos estaban ocupados por un gran número de mujeres, cuya mayoría vestía a la oriental. Se distinguía a las griegas por el “taktikos” de fieltro rojo bordado con hilillos de oro, que llevan inclinado sobre una oreja; las armenias, con sus chales y los “gazillons” que entremezclan para hacerse enormes peinados. Las judías casadas, al no poder dejar ver su cabello, según las prescripciones rabínicas, se adornan con plumas de gallo rizadas, que les cubren las sienes y asemejan rizos de su propio cabello. Tan sólo el tocado distingue a las distintas razas; el vestuario es poco más o menos el mismo para todos. Ellas llevan la chaquetilla turca ceñida al pecho, la falda con hendidura y ajustada a los riñones, el cinturón, los zaragüelles, que a cualquier mujer despojada del velo le da el caminar de un muchacho; los brazos siempre van cubiertos, pero dejan colgar a partir del codo unas mangas cuyos apretados botones, los poetas árabes comparan a flores de camomila. Añádase a esto dijes, flores y mariposas de diamantes destacando la ropa de las más ricas, y se comprenderá que el humilde teatrillo de El Cairo debe aún un cierto esplendor a estos tocados orientales. Yo estaba encantado, después de ver tanto rostro negro a lo largo del día, de reposar la vista en bellezas, simplemente algo menos oscuras. Aunque siendo menos benigno, les reprocharía el abuso de tanto maquillaje sobre los párpados, de estar todavía ancladas en la moda de los lunares en las mejillas, tan del siglo pasado, y a sus manos, de llevar puesta tanta henné. En todo caso, admiraba sin reservas los encantadores contrastes de tantas bellezas variopintas, la diversidad de las sedas, el brillo de los diamantes, de los que tanto se enorgullecen las mujeres de este país, que llevan encima la fortuna de sus maridos; en fin, que me repuse un poco durante esta soirée de un prolongado ayuno de jóvenes rostros, que ya comenzaba a resultarme pesado. Por lo demás, ninguna mujer llevaba velo, en consecuencia, ninguna mujer realmente musulmana asistía a la representación. Se alzó el telón, y reconocí las primeras escenas de “La mansarde des artistes”122 ¡Gloria del vaudeville!, ¿dónde irás a parar?. Jóvenes marselleses interpretaban los papeles principales, y la primera actriz era la misma madame Bonhomme, la profesora del aula de lectura francesa. Posé la mirada con sorpresa y satisfacción sobre un busto perfectamente blanco y rubio. Hacía dos días que soñaba con las nubes de mi patria y las pálidas bellezas del norte. Esta preocupación se debía al primer soplo del khamsín y al haber estado viendo tanta negra que, en realidad se prestan más bien poco a representar el ideal de belleza femenino. A la salida del teatro, todas estas mujeres tan ricamente ataviadas volvieron a su uniforme habbarah de tafetán negro, cubriendo el rostro con el borghot blanco, y volviendo a montar sobre los asnos, como buenas musulmanas conducidas por sus raïs. 122  Vaudeville de un acto de Scribe, Dupin y Varner.

Esmeralda de Luis y Martínez 9 febrero, 2012 9 febrero, 2012 Dupin y Varner, El teatro de El Cairo, khamsín, La mansarde des artistes, Scribe
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