Directorio de documentos

Está viendo documentos con las etiquetas siguientes: benoni - Ver todos los documentos

Filter by: AttachmentsBúsquedaTag

Título Autor CReado Último Editado Grupo Etiquetas
“VIAJE A ORIENTE” – Las noches del Ramadán – Final del relato de Solimán y la Reina de la Mañana

HISTORIA DE LA REINA DE LA MAÑANA Y DE SOLIMÁN, EL PRÍNCIPE DE LOS GENIOS – XII. “Makbenách”… (sobre el asesinato ritual de Adonirám en el templo de Jerusalén. De cómo Adonay abandona y castiga a Solimán por verter la sangre de los descendientes de Caín- “MAKBENÁCH” (la carne se desprende de los huesos) nueva palabra-clave elegida por los maestros, tras encontrar el cadáver de Adonirám enterrado bajo una acacia en la que se había posado el ave Hud-Hud…)      Durante la pausa que siguió al relato anterior, los oyentes andaban agitados con ideas controvertidas. Unos rechazaban admitir la tradición seguida por el narrador; pretendían que la reina de Saba sólo tuvo realmente un hijo con Solimán y con nadie más. El abisinio, sobre todo, se creía ultrajado en sus convicciones religiosas por la suposición de que sus soberanos no fueran más que los descendientes de un obrero.“Has mentido, -gritaba al rapsoda-. El primero de nuestros reyes abisinios se llamaba Menilék, y era el auténtico hijo de Solimán y de Balkis-Makeda. Su descendiente reina aún sobre nosotros en Gondar[1].        – Hermano, -le dijo un persa-, déjanos escuchar la historia hasta el final, de otro modo te echarán fuera como la otra noche. Este relato, según nuestro punto de vista, es el ortodoxo, y si vuestro pequeño “Padre Juan[2]” de Abisinia[3] quiere descender de Solimán, estaremos de acuerdo en que así sea, pero lo sería gracias al matrimonio entre Solimán y alguna negra etíope, y no a través de la reina Balkis, que pertenecía a nuestra raza blanca.        El dueño del cafetín interrumpió la furiosa respuesta que ya estaba preparando el abisinio, y cuando a duras penas restableció la calma, el narrador continuó de este modo[4]…         Mientras Solimán acogía en su casa de campo a la princesa de los sabeos, un hombre que pasaba por los altos del Moria, miraba pensativo el crepúsculo que se extinguía entre los nubarrones y los relámpagos resplandecientes como constelaciones de estrellas, bajo las sombras de Mello. Enviaba un último pensamiento a su amor, y se despedía de las rocas de Solyme[5], en la ribera del Cedrón que jamás volvería a ver.          El tiempo iba pasando, y el sol, al palidecer, había dejado caer la noche sobre la tierra. Al ruido y llamada de los martillos, que repicaban golpeando sobre el mar de bronce, Adonirám, dejando aparte sus pensamientos, atravesó la multitud de obreros allí congregados, y penetró en el templo, del que entreabrió la puerta oriental, colocándose al pie de la columna Jakin, para desde allí presidir la paga. Antorchas encendidas bajo el peristilo chisporroteaban al recibir unas gotas de tibia lluvia, a cuya caricia, los jadeantes obreros ofrecían su pecho con gallardía.           La muchedumbre era numerosa; y Adonirám, además de a los contables, tenía a su disposición encargados asignados a los distintos gremios. La separación de los tres grados jerárquicos se realizaba gracias a una palabra asignada a cada uno de ellos que reemplazaba, en esta circunstancia, a los signos manuales, cuya identificación habría llevado demasiado tiempo. A continuación, el salario era pagado conforme a la palabra-clave.        La palabra asignada para el grado de los aprendices, había sido anteriormente JAKÍN[6], nombre de una de las columnas de bronce; la de los otros compañeros, BOOZ, nombre de la otra columna, y la de los maestros, JEHOVÁ.        Ordenados por categorías y puestos en fila, los obreros se presentaban ante la mesa de pagos, delante de los intendentes, presididos por Adonirám que les daba la mano, y al oído le murmuraban en voz baja una palabra. Para este último día se había cambiado la palabra clave. El aprendiz decía TUBALCAÍN; el compañero, SCHIBBOLETH; y el maestro, GIBLIM[7].        Poco a poco, la muchedumbre iba desapareciendo; el recinto se quedó desierto, y habiéndose retirado los últimos solicitantes, se dieron cuenta de que no todo el mundo se había presentado, ya que aún quedaba dinero en la caja.        “Mañana, -dijo Adonirám-, vos haréis la llamada, y así sabréis si es que hay algun obrero enfermo, o si la muerte hubiera visitado a alguno.”        Una vez que todos se hubieron alejado, Adonirám, vigilante y cuidadoso hasta el último día, tomó, según tenía por costumbre, una lámpara para ir a hacer la ronda por los talleres desiertos y por las diferentes estancias del templo, a fin de asegurarse que sus órdenes de extinguir los fuegos habían sido ejecutadas. Sus pasos resonaban tristemente sobre las losas: una vez más contempló sus obras, y se detuvo largamente delante de un grupo de querubines alados, el último trabajo del joven Benoni.        “¡Mi querido niño!” –murmuró con un suspiro.        Una vez cumplido ese peregrinaje, Adonirám se encontró de nuevo en la gran sala del templo. Las tinieblas espesas alrededor de la lámpara se retorcían en volutas rojizas que marcaban las altas nervaduras de las bóvedas, y los muros de la nave, de la que se salía por tres puertas que miraban respectivamente al septentrión, al poniente y al levante.        La primera puerta, la del norte, era la reservada al pueblo; la segunda, la destinada al rey y a sus guerreros; la puerta de oriente era la de los levitas; las columnas de bronce, Jakin y Booz, se distinguían en el exterior de la tercera puerta.        Antes de abandonar el templo por la puerta de occidente, la que le quedaba más cerca, Adonirám echó un vistazo al fondo de la tenebrosa sala, y su imaginación, exacerbada por las numerosas estatuas que acababa de contemplar, evocó en las sombras el espíritu de Tubalcaín. Su mirada trató de perforar las tinieblas; pero la quimera se hizo cada vez más grande y borrosa hasta que, llenando todo el templo, se desvaneció en la profundidad de los muros como la sombra que arrojara un hombre iluminado por el resplandor de una llama que se aleja. Un quejumbroso lamento pareció resonar bajo las bóvedas.[8]        Entonces, Adonirám se volvió, aprestándose a salir. Pero de pronto, una forma humana se desgajó de la columna, y en un tono feroz le dijo:        “Si pretendes salir habrás de librarme la palabra-clave de los maestros.”        Adonirám iba desarmado; respetado por todos, habituado a ordenar mediante signos, ni se le había ocurrido pensar en defender su sagrada persona.        “¡Desdichado! –respondió, al reconocer al compañero Méthousaël-, ¡Aléjate!. ¡Tú serás recibido entre los maestros sólo cuando la traición y el crimen sean honrados! Huye con tus compinches antes de que la justicia de Solimán alcance vuestras cabezas.”        Méthousaël le escuchó, y alzando el martillo con su vigoroso brazo, lo hizo retumbar con terrible fragor sobre el cráneo de Adonirám. El artista se tambaleó aturdido; por un movimiento instintivo, buscó escapar por la segunda puerta, la de septentrión; pero allí se encontraba el sirio Phanor, que le dijo:        “¡Si quieres salir, revélame la palabra-clave de los maestros!”        – ¡Tú ni siquiera has hecho siete años de trabajos! –replicó Adonirám con voz exangüe.        – ¡La palabra clave!        – ¡Jamás!        Phanor, el albañil, le hundió su cincel en el costado; pero no pudo herirle de nuevo, ya que el arquitecto del templo, avivado por el dolor, voló como una saeta hasta la puerta de Oriente para escapar de sus asesinos.        Pero era allí en donde Amrou, el fenicio, compañero del gremio de los carpinteros, le estaba esperando para a su vez conminarle:        “Si quieres pasar, dame la palabra clave de los maestros.        – Yo no la he obtenido de este modo, -articuló con dificultad un agotado Adonirám-; reclámasela al que te ha enviado.”        Al ver que Adonirám se esforzaba tratando de abrirse camino, Amrou le clavó la punta de su compás en el corazón.        Y fue en ese mismo momento cuando estalló la tormenta con un terrible trueno.        Adonirám yacía en el suelo, y su cuerpo cubría tres inmensas losas. A sus pies se habían reunido los asesinos, agarrándose de las manos.        “Este hombre era grande, -murmuró Phanor.        – Pero en una tumba no ocupará más espacio que tú, -dijo Amrou.        – ¡Que su sangre caiga sobre Solimán Ben-Daoud!        – ¡Gimamos por nosotros! –replicó Méthousaël-; pues conocemos el secreto del rey. Destruyamos la prueba del asesinato; la lluvia cae; la noche es oscura; Iblís nos protege. Llevemos estos restos lejos de la ciudad, y confiémosles a la tierra.”        Entonces envolvieron el cuerpo en un gran lienzo de piel blanca, y, levantándolo en sus brazos, descendieron sigilosamente por las orillas del Cedrón, dirigiéndose hacia un cerro solitario situado más allá del camino de Betania. Cuando llegaron allí, asustados y con el corazón encogido por el miedo, se encontraron de pronto en presencia de una escolta de caballeros. El crimen es temeroso, se detuvieron; la gente que huye se comporta con miedo… y fue entonces cuando la reina de Saba pasó en silencio delante de los espantados asesinos que transportaban los restos de Adonirám, su esposo.        Los asesinos se alejaron un poco más y cavaron un agujero en la tierra que acogió el cuerpo del artista. Tras lo cual, Méthousaël, arrancando una rama tierna de acacia, la clavó en el terreno recién removido bajo el que reposaba la víctima.        Mientras tanto, Balkis huía a través de los valles; la tempestad desgarraba los cielos, y Solimán dormía; más cruel aún su dolor, por tener que despertar.        El sol había completado su recorrido por el mundo, cuando el efecto letárgico del filtro que había bebido se disipó. Atormentado por terribles sueños, se debatía contra aquellas visiones, y  gracias a una violenta sacudida volvió al dominio de la vida.        Se levantó y se extrañó; sus ojos errabundos parecían estar buscando la razón de su dueño, hasta que por fin empezó a recordar…        La copa vacía ante él; las últimas palabras de la reina trazándose de nuevo en su pensamiento; no la ve y se inquieta; un rayo de sol que revolotea irónico sobre su frente le hace temblar; de pronto, adivina todo y lanza un grito de furor.        En vano intenta saber algo; nadie la ha visto salir, y su cortejo ha desaparecido del llano en el que acampaba, no se han encontrado ni restos de su campamento. “¡Mírame bien!, -exclamó Solimán, lanzando una irritada mirada  al Sumo Sacerdote Sadoc-, ¡ésta es la ayuda que tu dios presta a sus servidores! ¿era esto lo que me había prometido? ¡Me arroja como a un juguete a los espíritus del abismo[9], y tú, ministro imbécil, que reinas bajo su nombre por mi impotencia, tú me has abandonado sin prever ni impedir nada de nada! ¡Quién me dará legiones aladas para alcanzar a esa pérfida reina! Genios de la tierra y del fuego, rebeldes dominaciones, espíritus del aire, ¿me obedeceréis vosotros?.        – No [1] blasfeméis, -gritó Sadoc-: Sólo Jehová es grande, y es un dios celoso.”        En medio de ese caos, el profeta Ahías de Siló apareció sombrío, terrible e inflamado del fuego divino; Ahías, pobre y temido, alguien que sólo se debía al espíritu; únicamente se dirige a Solimán: “Dios marcó con una señal la frente de Caín, el asesino, y ha pronunciado: -¡Quien atente contra la vida de Caín, siete veces será castigado! Y sobre Lamec, de la estirpe de Caín, habiendo vertido su sangre, ha sido escrito: -La muerte de Lamec será vengada setenta veces siete[10]. Ahora, ¡escucha, oh, rey, lo que el Señor me ha ordenado que te diga!: – El que haya derramado la sangre de Caín y de Lamec será castigado setecientas veces siete.”        Solimán bajó la cabeza; recordó a Adonirám, y al comprender por esta profecía que sus órdenes habían sido cumplidas, el remordimiento le arrancó este grito: “¡Miserables! ¿qué es lo que han hecho? Yo no les había ordenado matarle”.        Abandonado por su Dios, a merced de los genios, despreciado, traicionado por la princesa de los Sabeos, Solimán, desesperado, posó sus párpados sobre la mano desarmada en la que aún brillaba el anillo que había recibido de Balkis. Ese talismán le dio un atisbo de esperanza. Quedándose sólo, giró el chatón hacia el sol, y vio cómo acudían a él todos los pájaros del aire, excepto Hud-Hud, la abubilla mágica. Él la llamó por tres veces, forzándola a obedecer y ordenándola que le condujera hasta la reina. La abubilla, en ese mismo instante retomó el vuelo, y Solimán, que tendía sus brazos hacia ella, sintió cómo se elevaba sobre la tierra y era llevado por los aires; entonces el miedo le atenazó, y desviando la mano, bajó a la tierra de nuevo. La abubilla, atravesó el valle y fue a posarse en un promontorio de tierra recién removida, sobre la rama de una temblorosa rama de acacia, de donde Solimán no consiguió que se bajara.        Arrebatado por el vértigo, el rey Solimán fantaseaba con reunir numerosos ejércitos para exterminar a sangre y fuego el reino de Saba. Con frecuencia se encerraba solo para maldecir su suerte y convocar a los espíritus. Un ‘afrit, genio de los abismos, fue obligado a servirle y acompañarle en su soledad. Para olvidar a la reina y dar un desahogo a su fatal pasión, Solimán hizo buscar por todas partes mujeres extranjeras que desposó según ritos impíos, y le iniciaron en el culto idólatra de las imágenes. Pronto, y para ablandar a los genios, pobló los altozanos con sus imágenes y construyó, no lejos del Thabor, un templo a Molóch[11].        De ese modo se cumplía la profecía que la sombra de Enoc (Henoc)[12] había hecho en el imperio del fuego, a su hijo Adonirám, en estos términos: “Tú estás destinado a vengarnos, y ese templo que estás erigiendo para Adonay causará la perdición de Solimán.”        Pero el rey de los hebreos aún hizo algo más, tal y como se menciona en el Talmud; ya que, habiéndose extendido el ruido de las murmuraciones sobre el asesinato de Adonirám, el pueblo sublevado exigía justicia, por lo que el rey ordenó que nueve maestros acreditasen la muerte del artista, encontrando su cuerpo.        Habían transcurrido diecisiete días: las pesquisas por los alrededores del templo habían resultado estériles, y los maestros recorrían en vano los campos. Uno de ellos, agotado por el calor, al querer trepar más fácilmente, agarrándose a la rama de una acacia de la que acababa de salir volando un pájaro brillante y desconocido, se sorprendió al percibir que el arbusto entero cedía bajo su mano y se desgajaba por completo de la tierra, que se notaba había sido removida hacía poco, ante lo que el maestro extrañado llamó a sus compañeros.        En seguida los nueve comenzaron a cavar con las uñas y constataron la forma de una fosa. Entonces uno de ellos dijo a sus hermanos:        “Es posible que los culpables fueran unos traidores que hubieran querido arrancar a Adonirám la palabra-clave de los maestros. ¿No sería prudente que la cambiáramos, no fuera que de nuevo volvieran por aquí?.        – ¿Qué palabra adoptaremos? –objetó otro.        – Si encontramos aquí a nuestro maestro, -continuó un tercero-, la primera palabra que sea pronunciada por uno de nosotros nos servirá como palabra-clave; esto llevará hasta la posteridad el recuerdo de este crimen y el juramento que haremos aquí de tomar venganza, nosotros y nuestros hijos, sobre esos asesinos, hasta su descendencia más lejana.”        El juramento fue hecho; sus manos unidas sobre la fosa, y volvieron a excavar con ardor.        Cuando reconocieron el cadáver, uno de los maestros le cogió por un dedo, pero la piel se le quedó en la mano; lo mismo le pasó al segundo; un tercero le agarró por la muñeca del modo que los maestros usan con sus compañeros, y también se separó la piel; ante lo que exclamó: MAKBENÁCH[13], que significa: LA CARNE SE DESPRENDE DE LOS HUESOS.        Sobre el terreno acordaron que esa sería la palabra-clave de maestro en lo sucesivo, y el grito de adhesión de los vengadores de Adonirám, y la justicia divina ha querido que durante un buen número de siglos esa palabra haya levantado a los pueblos contra el linaje de los reyes.        Phanor, Amrou y Méthousaël habían huido; pero, reconocidos como falsos hermanos, perecieron a manos de los obreros, en el Estado de Maaca, rey del país de Geth[14], en donde se ocultaban bajo los nombres de Sterkin, Oterfut y Hoben[15].        Con todo, las corporaciones, por una secreta inspiración, han continuado a lo largo de los siglos buscando llevar a cabo su frustrada venganza sobre Abiram o el asesino… Y la descendencia de Adonirám fue sagrada para ellos; ya que aun transcurrido mucho tiempo, seguían jurando por los hijos de la viuda; pues así llamaban a los descendientes de Adonirám y la reina de Saba.        Por orden expresa de Solimán Ben-Daoud, el ilustre Adonirám fue inhumado bajo el mismo altar del templo que había construido; y por eso Adonay terminó por abandonar el arca de los hebreos y redujo a esclavitud a los sucesores de Daoud[16].         Ávido de honores, de poder y de voluptuosidad, Solimán desposó a quinientas mujeres, y finalmente reuniendo a todos los genios, les obligó a obedecerle y luchar contra las naciones vecinas, gracias a la virtud del célebre anillo, antaño cincelado por Irad, padre del Cainita Maviaël; que lo legó a Henoch, y con él se sirvió para dominar sobre las piedras; Henoch lo cedió al patriarca Jared, que a su vez se lo dio a Nemrod, siendo éste quien se lo pasó a Saba, padre de los Himyaríes.        Con el anillo, Salomón (sic)[17] sometió a los genios, a los vientos y a todos los animales[18]. Harto de poder y de placeres, el sabio iba repitiendo: “Comed, amad, bebed; lo demás sólo es orgullo.”        Y, extraña contradicción: ¡no era feliz! Ese rey, degradado su cuerpo, aspiraba a convertirse en inmortal…        A base de artificios, y con ayuda de un profundo saber, esperaba que mediando ciertas condiciones, podría depurar su cuerpo de los elementos mortales, sin que se corrompiera. Para ello, era necesario que durante doscientos veinticinco años, su envoltura carnal permaneciera al abrigo de cualquier ataque, de todo principio corruptor, durmiendo el sueño profundo de los muertos. Tras lo cual, el alma exilada, volvería a su envoltura terrenal, rejuvenecida y con la virilidad floreciente, cuyo esplendor se sitúa en los treinta y tres años de edad.        Viejo y achacoso, en cuanto percibió la total decadencia de sus fuerzas, señal de un final cercano; Solimán ordenó a los genios que había convertido en sus siervos, construirle, en la montaña del Kaf, un palacio inaccesible, en cuyo centro hizo erigir un trono de oro macizo y marfil, colocado sobre cuatro pilares hechos con el vigoroso tronco de un roble.        Era allí donde Solimán, príncipe de los genios, había decidido pasar ese tiempo de prueba. Los últimos días de su vida fueron empleados en conjurar, mediante signos mágicos y por la virtud del anillo, a todos los animales, a todos los elementos, a todas las sustancias dotadas de la propiedad de descomponer la materia. Conjuró a los vapores de las nubes, a la humedad de la tierra, a los rayos del sol, al soplo de los vientos, a las mariposas, a las polillas y a las larvas. Conjuró a las aves de presa, al murciélago, al búho, a la rata, a la mosca impura, a las hormigas y a las familias de todos los insectos que reptan, trepan y roen. Conjuró al metal; conjuró a la piedra, a los álcalis y a los ácidos, e incluso a las emanaciones de las plantas.        Tomadas estas disposiciones, una vez que se hubo asegurado bien de haber sustraído su cuerpo a todos los agentes destructores, despiadados ministros de Iblís, se hizo transportar por última vez al corazón de la montaña del Kaf, y, convocando a los genios, les impuso trabajos inmensos, ordenándoles, bajo la amenaza de los castigos más terribles, respetar su sueño y velar en torno a él.        A continuación, se sentó en el trono, al que sujetó fuertemente sus miembros, que se fueron enfriando poco a poco; sus ojos se apagaron, su hálito se detuvo, y durmió el sueño de los muertos.        Y los genios esclavos continuaron sirviéndole, ejecutando sus órdenes y prosternándose delante de su señor, esperando su resurrección.        Los vientos respetaron su rostro; las larvas que engendran gusanos no pudieron acercársele; pájaros y roedores fueron obligados a alejarse; el agua desvió sus humedades, y, por la fuerza de los conjuros, el cuerpo permaneció intacto durante más de dos siglos.        La barba de Solimán había crecido y le caía hasta los pies; las uñas habían perforado el cuero de sus guantes y el tafilete dorado de su calzado.        ¿Pero cómo la sabiduría humana, de tan cortas luces, podría alcanzar el INFINITO (sic)?  Solimán había descuidado el conjuro de un insecto, el más ínfimo de todos… se había olvidado de la cresa[19].        La larva avanzó misteriosa… invisible… penetró en uno de los pilares que sostenían el trono, y lo fue royendo lentamente, muy lentamente, sin detenerse ni un momento. Ni el oído más fino habría podido escuchar cómo iba raspando poco a poco ese átomo, que sacudía tras él, año tras año, unos pocos granos de finísimo serrín.        Trabajó de ese modo durante doscientos veinticuatro años… y después, de golpe, uno de los pilares, carcomido, se dobló bajo el peso del trono, que se desmoronó con un terrible fragor[20].        Así que fue la cresa la que venció a Solimán y la primera en conocer su muerte; ya que el rey de reyes, precipitándose sobre las losas, no volvió a despertarse nunca más. Entonces, los genios humillados, reconociendo su desprecio, recuperaron su libertad.        Aquí termina la historia del gran Solimán Ben-Daoud, cuyo relato debe ser acogido con respeto por los verdaderos creyentes, ya que fue reconstruido y compendiado por la sagrada mano del profeta, en la treinta y cuatro fatihat(sic) del Corán, espejo de sabiduría y fuente de verdad[21]                   FIN DE LA HISTORIA DE SOLIMÁN Y DE LA REINA DE LA MAÑANA         El narrador había terminado su historia, que había durado unas dos semanas. No he querido comentar otras cosas que pude observar en Estambul durante el intervalo de estas sesiones, por miedo a desviar el interés sobre el relato. Tampoco he tenido en cuenta algunas breves historias intercaladas aquí y allá, conforme al uso, bien en los momentos en los que el público no es todavía numeroso, bien por darle unas pinceladas divertidas a algunas peripecias dramáticas. Los ‛cafedjis‛ (propietarios o encargados de los cafetines) invierten con frecuencia sumas considerables para asegurarse el concurso de tal o cual narrador de renombre. Como cada sesión no dura más allá de hora y media, los narradores, a lo largo de la misma noche, pueden trabajar en muchos cafés. También ejercen su profesión en los harenes, cuando el marido, una vez se ha asegurado del interés de un cuento, quiere hacer participar a su familia del mismo placer que él ha experimentado. La gente prudente se dirige, para hacer estos negocios, al síndico de la corporación de narradores, los llamados khassidéens, pues a veces sucede que narradores de mala fe, descontentos por la recaudación en el café o por el estipendio recibido en una casa, desaparecen en medio de la situación más interesante, y dejan al auditorio desolado al no poder conocer el final de la historia.             A mí me gustaba mucho el cafetín frecuentado por mis amigos los persas, por lo variopinto de sus parroquianos y la libertad de expresión que allí reinaba; me recordaba al Café du Suratedel bueno de Bernardin de Saint-Pierre[22]. En efecto, se encuentra más tolerancia en estas reuniones cosmopolitas de comerciantes de diversos países de Asia, que en los cafés frecuentados solo por turcos y árabes. De la historia que nos habían contado, se discutía cada sesión entre los distintos grupos de habituales; ya que, en los cafés de Oriente, la conversación jamás es generalista, y, salvo las observaciones del abisinio, que, como cristiano, parecía abusar un poco del mosto de Noé, nadie puso en duda los temas principales de toda la narración. En efecto, los hechos relatados son conformes a las creencias generalizadas en Oriente; tan solo se encuentra un poco de ese espíritu popular de controversia que distingue a los persas de los árabes del Yemen. Nuestro narrador pertenecía a la secta de ‘Aly, que es, por decirlo de alguna manera, la tradición católica de Oriente, mientras que los turcos, pertenecientes a la secta de Omar, representarían más bien una especie de protestantismo que han hecho predominar sometiendo a las poblaciones meridionales[23]. [1] Según la tradición musulmana, Balkis tuvo realmente un hijo de Salomón, origen de la dinastía de los reyes abisinios; que residen en Gondar. [2] Ptolomeo (Geografía VII) GR. [3] El último rey de Abisinia, Hayle Selassie I (23 Julio 1892 – 27 Agosto 1975), se decía que era descendiente de la reina de Saba. Era soberano y Papa al mismo tiempo, y siempre se le ha conocido como el “Padre Juan”. Sus súbditos, aún hoy en día, se llaman a sí mismos “Cristianos de San Juan” [4] La muerte de Adonirám y la búsqueda de su cuerpo, tal y como Nerval las describe a partir de aquí, son el eje central del ritual masónico para la iniciación. [5] Jerusalén (Solime) Jerusalén ha sido llamada con diversos nombres. Primero se llamó Jébus, después Salem, y ambas palabras reunidas formaron el nombre de Jerusalén. También fue conocida como Solyme, Yerusalayim, Luz y Béthel (”Histoires des Croisades”, de Jacques de Vitry) Para el origen de Béthel  –  en hebreo בֵּית־אֵל-, ver http://fr.wikipedia.org/wiki/B%C3%A9thel . [6] El nombre de estas columnas deriva de dos personajes bíblicos. El primero, Jakín, desciende por línea directa del patriarca Jacob (Génesis 46, 10), mientras que Boaz (o Booz) aparece como unos de los ancestros del rey David (Rut 4, 21) http://hermetismoymasoneria.com/s13frar1.htm.  [7] Para el término Schibboleth: ver Jueces XII, 6; Para Giblím: ver I Reyes, V, 32. Estas palabras clave son mencionadas y se explican en diferentes manuales de francmasonería. Todo este capítulo XII, con el relato de la muerte del maestro y más adelante del descubrimiento de su cadáver, sigue de cerca la tradición masónica y confirma que, en el espíritu de Nerval, la historia de Adonirám debía, al igual que en la Flauta mágica, llevarnos hasta el ritual de los francmasones. [8] Hay una visión equivalente a ésta, -la desaparición de una figura desmesuradamente grande- en Aurelia I, 2 y 6. [9] Es el mismo tema de Le Christ aux Oliviers (Les Chimères). [10] Génesis, IV, 15 y 24. [11] Moloch o Moloch Baal o Baal fue un dios de los fenicios, cartagineses y cananeos. Era considerado el símbolo del fuego purificante, que a su vez simbolizaba el alma. Se le identifica con Cronos y Saturno (http://es.wikipedia.org/wiki/Moloch) [12] El Libro de Enoc (o Libro de Henoc, abreviado 1 Enoc) es un libro intertestamentario, que forma parte del canon de la Biblia de la Iglesia ortodoxa etíope pero no es aceptado como canónico por las demás iglesias cristianas, a pesar de haber sido encontrado en algunos de los códices de la Septuaginta (Códice Vaticano y Papiros Chester Beatty). Los Beta Israel (judíos etíopes) lo incluyen en la Tanaj, a diferencia de los demás judíos actuales, que lo excluyen (http://es.wikipedia.org/wiki/Libro_de_Enoc) [13] Sobre algunos elementos relativos a la francmasonería que señala Nerval en este capítulo, es interesante ver la controversia e incluso enfado que produce en algunos miembros de la masonería la narración de Nerval, acusándole de apartarse de los textos bíblicos y musulmanes tradicionales, y despojando a Salomón de sus virtudes, que hace recaer en la reina de Saba (“La contribución ocultista de Gérard de Nerval a la leyenda de Hiram”, de Ángel Almazán de Gracia, http://www.soriaymas.com/ver.asp?tipo=articulo&id=1564) (EDL) [14] Geth: una de las ciudades principales de los filisteos, hogar de la resistencia al pueblo de Israel.- Todos estos nombres son atestiguados en la tradición masónica. [15] Se dice que el verdadero nombre de Abiram era Hoben, y que los otros son Oterfut o Hutterfut y Sterkin. La cuestión de los nombres de los Asesinos es muy compleja; pero los Rituales antiguos afirman que estos cambios en los nombres eran voluntarios, que los Iniciados modificaban el nombre que le daban a los Asesinos de acuerdo con su intención simbólica. Recordemos que en la Masonería simbólica los Asesinos se denominan Jubelás, Jubelós y Jubelón. Algunos dicen “Jubella Gibbs, Jubello Gravelot y Jubellum Romvel. Extraido de: http://es.scribd.com/doc/24353389/Grado-10-Elegido-de-Los-Quince : “Los verdaderos nombres de los Asesinos” (EDL) Y para Abiram o Abi-Ramah, ver el “Diccionario Enciclopédico de la Masonería”, de Lorenzo Frau Abrines (http://ufdc.ufl.edu/UF00083845/00001/20j) (EDL) [16] Nota del traductor: se ha respetado la transcripción de Nerval para los nombres de Solimán (Salomón) y de Daoud (David), y otros muchos personajes de la antigüedad; aunque para otros nombres bíblicos, en ocasiones, he preferido adoptar la transcripción que aparece en la “Sagrada Biblia”, de Eloíno Nácar Fúster y Alberto Colunga, por tratarse de una traducción directa de las lenguas originales. No obstante, para las menciones a capítulos del Antiguo Textamento, se ha consultado también en la TORAH el texto hebreo de los mismos (EDL) [17] En esta ocasión Nerval escribe “Salomón” en lugar de “Solimán” (EDL) [18] En el Corán, en la azora 34, Sabâ, se da una versión de la muerte de Salomón casi idéntica a la del texto de Nerval. (GR) [19] Según el Diccionario de la Real Academia Española: cresa (de queresa, y este quizá der. del lat. caries). a) f. Conjunto de huevos puestos por la abeja reina. b) f. Larva de ciertos dípteros, que se alimenta principalmente de materias orgánicas en descomposición. c) f. Conjunto de huevos amontonados que ponen las moscas sobre las carnes. [20] Nota de NERVAL: Según los Orientales, las potencias de la naturaleza no pueden actuar más que en virtud de un pacto generalmente consentido. Es el acuerdo de todos los seres el que le da el poder al mismo Allah. Se aprecia aquí la relación que hay entre la cresa triunfadora ante las ambiciosas combinaciones de Salomón, y la leyenda de los Edda (con este nombre se conocen dos recopilaciones literarias islandesas medievales que forman el corpus más importante sobre la mitología nórdica) acerca de Balder. Odín y Freya también habían conjurado a todos los seres, a fin de que respetasen la vida de Balder, su hijo; pero olvidaron el muérdago del roble, y esa humilde planta fue la causa de la muerte del hijo de los dioses. Por eso el muérdago era sagrado en la religión druídica, posterior a la de los escandinavos. [21] Los capítulos del Corán se llaman suras o azoras. Al-Fatiha (La Apertura) designa sólo a la primera de las azoras. La azora 34, Sabâ, describe la muerte de Salomón (GR), con una versión parecida a la del relato de Nerval. [22] Le Café du Surate, cuento filosófico de Bernardin de Saint-Pierre acerca de la tolerancia religiosa. (GR) [23] Los shi’íes, sólo reconocen como únicos califas legítimos a ‘Aly, esposo de Fátima (hija del Profeta Mahoma) y  a sus descendientes, y excluyen a otros descendientes de Mahoma, reconocidos por los sunníes, o musulmanes ortodoxos. (Sobre Shi’a y Sunna, se puede consultar, por ejemplo: http://www3.giz.de/E+Z/zeitschr/ds202-6.htm )  

Esmeralda de Luis y Martínez 9 junio, 2012 9 junio, 2012 Abirám, Adoniram, Ahías de Siló, Amrou, Balkis-Makeda, Benoni, Betania, Booz, Caín, Giblim, Henoch, Hoben, Iblís, Irad, Jehová, la columna Jakín, Lamec, Makbenách, Maviaël, Mello, Menilék, Méthousaël, Molóch, Moria, Nemrod, Oterfut, Padre Juan, Phanor, Saba, Sadoc, Salomón, Schibboleth, Solimán, Sterkin, Talmud, Tubalcaín
“VIAJE A ORIENTE” – Las noches de Ramadán

HISTORIA DE LA REINA DE LA MAñANA Y DE SOLIMÁN, site EL PRÍNCIPE DE LOS GENIOS – V. El mar de bronce… Adoniram es traicionado por Phanor, el albañil sirio; Amrou, el carpintero fenicio, y Méthousaël el minero judío. Solimán lo sabe pero calla (¿será el instigador?). La terrible muerte de Benoni, único amigo y discípulo de Adoniram… A fuerza de trabajos y noches en vela, el maestro Adonirám había acabado sus modelos y excavado en la arena los moldes de las colosales esculturas. Profundamente oradada y perforada, la llanura de Sión había recibido ya los cimientos del mar de bronce destinado a ser fundido allí mismo. Lo habían apuntalado sólidamente con contrafuertes de albañilería que más tarde serían sustituidos por los leones, esfinges gigantescas destinadas a servir de soportes. Con barras de oro macizo, rebeldes a fusionarse con el bronce, diseminadas aquí y allá, se iba a revestir el molde de este gigantesco receptáculo. La fundición líquida, invadiendo por diferentes cañerías el espacio vacío comprendido entre los dos planos, debía aprisionar los lingotes de oro y hacer cuerpo con esos preciosos jalones refractarios. Siete veces el sol había hecho el recorrido de la tierra desde que el mineral hubiera comenzado a hervir en el horno cubierto de una alta y maciza torre de ladrillos, que se elevaba a sesenta codos del suelo con un cono abierto, del que se escapaba una vorágine de humo rojo y llamaradas azules recamadas de brillantes destellos. Una excavación, practicada entre los moldes y la base del alto horno, debía servir de lecho al río de fuego cuando llegara el momento de abrir con barras de hierro las entrañas del volcán. Para proceder a la gran obra del colado de los metales, se escogió la noche: era el momento en el que se podía seguir la operación, pues el bronce; candente y blanco, iluminaría su propia marcha; de modo que si el metal resplandeciente preparara alguna trampa, se escapara por alguna fisura o abriera una grieta por alguna parte; él mismo se desenmascararía gracias a las tinieblas. A la espera de la solemne prueba que debía inmortalizar o desacreditar el nombre de Adonirám, el pueblo de Jerusalén estaba emocionado. De todas partes del reino, abandonando sus ocupaciones, habían acudido los obreros, y la tarde que precedió a la noche fatal, desde la puesta del sol, las colinas y las montañas de los alrededores estaban llenas de curiosos. Ningún forjador jamás había aceptado de su jefe, a pesar de las contradicciones, un desafío tan terrible como éste. Siempre, el momento de la fundición era seguido con vivo interés, y con frecuencia, cuando se forjaban piezas importantes, el rey Solimán se dignaba pasar la noche en las forjas con sus cortesanos que se disputaban el honor de acompañarle. Pero la forja del mar de bronce era un trabajo gigantesco, un desafío del genio a los prejuicios de la humanidad que, en opinión de los más expertos, todos habían declarado como una obra imposible. Y precisamente por eso, gente de todas las edades y de todo el país, atraídos por el espectáculo de esa lucha, invadieron desde primera hora de la mañana la colina de Sión, cuyos bordes estaban siendo vigilados por legiones de obreros. Calladas patrullas recorrían la multitud para mantener el orden e impedir el ruido… fácil tarea, ya que, por orden del rey se había prescrito, tras el toque de las trompas, el silencio absoluto bajo pena de muerte; precaución indispensable para que las órdenes pudieran ser transmitidas con certeza y rapidez. Ya había descendido la estrella de la tarde sobre el mar; la noche profunda, aún más densa a causa de las nubes doradas que despedía el horno, anunciaba que el momento estaba próximo. Seguido de los jefes de los obreros, Adonirám, a la claridad de las antorchas, lanzó un último vistazo a los preparativos, corriendo de acá para allá. Bajo el vasto cobertizo adosado al horno, se entreveía a los fundidores, tocados con cascos de cuero de amplias alas plegadas y vestidos con largas túnicas blancas de manga corta, ocupados en arrancar a la garganta abierta del horno, y ayudados de largos ganchos de hierro, masas pastosas de espuma medio vitrificadas, escorias que arrojaban lejos; otros, encaramados sobre andamios soportados por sólidas estructuras de carpintería, lanzaban desde lo alto del edificio serones de carbón a la lumbre, que rugía al impetuoso soplo de los fuelles. De todas partes, multitud de compañeros armados de picos, estacas, tenazas; vagaban, proyectando tras de sí el rastro de sus sombras alargadas. Estaban casi desnudos: ceñidos sus costados por recios cinturones de franjas; cubiertas las cabezas con gorros de lana y las piernas protegidas por armaduras de madera sujetas con correas de cuero. Ennegrecidos por la carbonilla, parecían rojos al reflejo de las brasas; se les podía ver aquí y allá como demonios o espectros. Una fanfarria anunció la llegada de la corte: Solimán apareció con la reina de Saba y fue recibido por Adonirám, que le condujo hasta el trono improvisado para sus nobles invitados. El artista vestía un peto de piel de búfalo; un mandilón de lana blanca que le bajaba hasta las rodillas; sus nervudas piernas estaban protegidas por una especie de polainas de piel de tigre, mientras que los pies iban descalzos, ya que él podía pisar impunemente el metal al rojo vivo. –       ¡Aparecéis en todo vuestro poderío – dijo Balkis al rey de los obreros- como la divinidad del fuego. Si vuestra empresa culmina con éxito, nadie podrá vanagloriarse desde esta noche de ser más grande que el maestro Adonirám!… El artista, a pesar de sus preocupaciones, iba a responder, cuando Solimán, siempre sabio y en ocasiones celoso, le detuvo: –      Maestro –le dijo en tono imperativo- no perdáis un tiempo precioso; retornad a vuestro trabajo y que vuestra presencia aquí no nos haga responsables de algún accidente. La reina le saludó con un gesto y él desapareció. –      ¡Si tiene éxito y culmina su obra –pensó Solimán- con qué magnífico monumento habrá honrado al templo de Adonai; pero también cuánta fama no añadirá a su ya temible poderío! Al poco tiempo, volvieron a ver a Adonirám delante del horno. Las brasas, que le iluminaban desde abajo, realzaban su estatura haciendo trepar su sombra contra el muro, en el que estaba enganchada una gran hoja de bronce sobre la que el maestro dio veinte golpes con un martillo de hierro. Las vibraciones del metal resonaron a lo lejos, y el silencio se hizo aún más profundo. De pronto, armados de palancas y de picos, diez fantasmas se precipitaron en la excavación practicada bajo la hoguera del horno, colocada mirando hacia el trono. Los fuelles dejaron oír sus últimos estertores, expiraron, y ya no se escuchaba más que el ruido sordo de los picos de hierro penetrando en la greda calcinada que sellaba el orificio por donde iba a arrojarse la fundición. Muy pronto, el lugar excavado tomó un color violeta, luego púrpura, enrojeció, se aclaró, se volvió anaranjado… hasta que un punto blanco se dibujó en el centro, y en ese momento todos los operarios, salvo dos de ellos, se retiraron. Estos últimos, bajo la supervisión de Adonirám, se aplicaron en rebajar la costra en torno al punto luminoso, evitando perforarlo… El maestro observaba con ansiedad. Durante todos estos preparativos el fiel compañero de Adonirám, el joven Benoni que le mostraba una constante devoción, recorría los grupos de obreros, vigilando el celo de cada uno, observando que las órdenes fueran cumplidas, y juzgando todo por sí mismo. Y ocurrió que el joven acudiendo espantado a los pies de Solimán, se prosternó y dijo: –      “¡Señor, haced suspender la fundición, todo se ha perdido, hemos sido traicionados!” No era habitual bajo ningún concepto que se abordara de ese modo al príncipe sin haber sido autorizado previamente; y ya se acercaba la guardia a ese joven temerario, cuando Solimán les hizo seña de que se alejaran, e inclinándose hacia el arrodillado Benoni, le dijo en un susurro: –      Explícate en pocas palabras. –      Yo andaba haciendo el recorrido alrededor del horno, cuando vi detrás del muro a un hombre inmóvil que parecía estar esperando algo; al momento, llegó un segundo hombre, que dijo a media voz al primero: ¡Vehmamiah!  y al que le replicó: ¡Eliael![1] Al rato, llegó un tercer hombre que también pronunció: ¡Vehmamiah! y al que también se respondió ¡Eliael! Enseguida uno de ellos gritó: Él ha colocado a los carpinteros bajo la férula de los mineros. El segundo dijo:  Ha sometido a los albañiles a los mineros. El tercero afirmó:  Ha querido reinar sobre los mineros. A lo que el primero repuso: Está dando todo el poder a los extranjeros. Y el segundo continuó: Y ni siquiera tiene una patria. A lo que añadió el tercero: Es verdad. Todos los compañeros son hermanos…, volvió a decir el primer hombre. Y todas las corporaciones deben tener los mismos derechos, continuó el segundo. Cierto, repuso el tercero. Enseguida me percaté de que el primero que había hablado era albañil, porque al momento dijo: –      He puesto caliza en los ladrillos, para que se deshagan y la cal los convierta en polvo. El segundo era carpintero, porque añadió: –      Yo he alargado los tablones transversales que sostienen las vigas, de manera que las llamas las alcancen.  Y el tercero trabajaba los metales, y estas fueron sus palabras: –      Yo he recogido del ponzoñoso lago de Gomorra lava de asfalto y azufre que he mezclado con la fundición. En ese momento una lluvia de chispas iluminó todas las caras y pude ver que el albañil era sirio y se llama Phanor; el carpintero era un fenicio al que le llaman Amrou; y el minero, un judío de la tribu de Rubén, de nombre Méthousaël. Gran rey, he venido volando hasta tus pies: ¡extended vuestro cetro y detened los trabajos!. –      Es demasiado tarde, dijo Solimán pensativo; el cráter ya se esta abriendo; guarda silencio, no molestes a Adonirám, y dime de nuevo esos tres nombres. –      Phanor, Amrou, Méthousaël.     –      ¡Que se haga según la voluntad de Dios!” Benoni miró fijamente al rey y salió huyendo con la velocidad del rayo. Mientras tanto, la tierra cocida caía alrededor de la embocadura amordazada del horno bajo los golpes redoblados de los forjadores, y la delgada capa que se iba reduciendo, era tan luminosa, que parecía a punto de suplantar al sol durante su profundo sueño nocturno… A una señal de Adonirám, los obreros se separaron, y el maestro, mientras los martillos hacían retumbar el bronce, levantando una maza de hierro la clavó en la pared diáfana, hurgó dentro de la grieta herida y la arrancó con violencia. Al instante un torrente de líquido, rápido y blancuzco, se deslizó sobre el conducto y avanzó como una serpiente de oro estriada de cristal y plata, hasta un estanque excavado en la arena, desde donde al llegar, se dispersó y siguió su curso a lo largo de múltiples canales. De pronto, una luz púrpura y sangrienta iluminó, sobre los cerros, los rostros de los numerosos espectadores; su resplandor penetraba la oscuridad de las nubes y enrojecía la cresta de los peñascos lejanos. Jerusalén, emergiendo de entre las tinieblas, parecía ser pasto de las llamas. Un silencio profundo daba a ese solemne espectáculo el aspecto fantástico de un sueño. Al comenzar el vertido, se pudo entrever una sombra que corría enloquecida por los alrededores del lecho que la fundición iba a invadir. Un hombre se había precipitado allí, y, a pesar de las prohibiciones impuestas por Adonirám, osaba atravesar aquel canal destinado a recoger el fuego líquido. Nada más posar el pie, el metal fundido le alcanzó, lo derribó y en un segundo lo hizo desaparecer. Adonirám, que sólo tenía ojos para su gran obra; conmocionado ante la idea de una inminente explosión, se avalanzó, poniendo su vida en peligro, y armado de un garfio de hierro, lo hundió en el pecho de la víctima, que una vez enganchada, alzó por lo alto y con una fuerza sobrehumana la arrojó como un bloque de escoria a la orilla, en donde aquel cuerpo abrasado se fue apagando a la vez que expiraba… Ni siquiera había tenido tiempo de reconocer a su fiel compañero, el leal Benoni. Mientras la fundición se extiendía, chorreante, llenando las cavidades del mar de bronce, cuyo enorme perfil ya comenzaba a dibujarse como una diadema de oro sobre la sombría tierra, nubes de obreros llevando grandes braseros de fuego y profundas bolsas forradas de largas tiras de hierro, las iban sumergiendo una a una en el estanque de fuego líquido, corriendo de acá para allá  para verter el metal en los moldes destinados a los leones, bueyes, palmeras, querubines; las gigantescas esculturas que sostendrían el mar de bronce. Increíble la cantidad de fuego que hicieron beber a la tierra; apoyados sobre el suelo, los bajorrelieves retrazaban las siluetas claras y bermejas de caballos, toros alados, cinocéfalos; monstruosas quimeras nacidas del genio de Adonirám. –       “¡Sublime espectáculo! -exclamó la reina de Saba- ¡grandioso!, ¡Qué poderío el del genio de este mortal, capaz de someter a los elementos y domeñar a la naturaleza! –      ¡Aún no ha vencido! -repuso Solimán con amargura- Sólo Dios es todopoderoso”. [1] En los antiguos ritos masones, Eliael (o Eliel) y Nehmamiah (Vehmamiah parece un error de trascripción) son la pregunta y respuesta secretas de los “Caballeros del Águila negra”. (GR)

Esmeralda de Luis y Martínez 10 abril, 2012 10 abril, 2012 Adoniram, Amrou el carpintero fenicio, Balkis, Benoni, el mar de bronce, eliael, Méthousaël el minero judío, Phanor el albañil sirio, Solimán, vehmaniah
“VIAJE A ORIENTE” – Las noches del Ramadán

HISTORIA DE LA REINA DE LA MAñANA Y DE SOLIMÁN, decease EL PRÍNCIPE DE LOS GENIOS – IV. Mello… Sobre la trampa que Solimán tendió a la Reina de Saba en Mello… Fue en Mello, viagra ciudad situada en lo alto de una colina desde la que se puede ver en toda su extensión el valle de Josafat; donde el rey Solimán se propuso agasajar a la reina de los sabeos. La hospitalidad del campo es más cordial: el frescor del agua, el esplendor de los jardines, la agradable sombra de los sicómoros, tamarindos, laureles, cipreses, acacias y terebintos despierta en los corazones los sentimientos más tiernos. Solimán también estaba satisfecho de poder disfrutar de su morada campestre; ya que, en general, los soberanos prefieren mantener a sus iguales apartados, y guardarles para sí mismos, antes que exponerse junto a sus rivales a los comentarios de la gente de su capital. El valle verdeante estaba sembrado de tumbas blancas, protegidas por pinos y palmeras: y desde allí se podían ver las primeras laderas del valle de Josafat. Entonces, Solimán dijo a Balkis: –  “¡Qué mejor y más digno objeto de meditación para un rey, que el espectáculo de nuestro final común! Aquí, cerca de vos, reina mía, están los placeres, puede que la felicidad; allá abajo, la nada, el olvido. –  Reposamos de las fatigas de la vida con la contemplación de la muerte. –  En estos momentos, señora, yo la temo; la muerte separa… ¡ojalá que yo no tenga que aprender demasiado pronto de su consuelo!” Balkis echó una mirada furtiva a su anfitrión, y le vio realmente emocionado. Revestido de la luz del crepúsculo, Solimán le pareció hermoso. Antes de penetrar al salón del festín, los augustos anfitriones contemplaron la mansión con los últimos reflejos del sol, respirando los voluptuosos perfumes de los naranjos que embalsamaban la puesta del sol y la llegada de la noche. Esta espaciosa residencia está construida al gusto sirio. Elevada sobre un bosque de finas columnas, dibuja sobre el cielo sus torrecillas y pabellones de cedro, revestidos de elegantes molduras. Las puertas abiertas dejaban entrever cortinajes de púrpura de Tiro, divanes de seda tejida en la India, rosetones con incrustaciones de piedras preciosas, muebles de madera de limonero y sándalo, jarrones de Tebas, vasos de pórfido o lapislázuli, rebosantes de flores, trípodes de plata en donde se quemaba el áloe, la mirra y el benjuí; lianas que trepaban por los pilares y se extendían a lo largo de las murallas: ese hermoso lugar parecía consagrado al amor. Pero Balkis era sabia y prudente: su sentido común la protegía del momento mágico de Mello. – “Tímidamente recorro con vos este pequeño castillo, dijo Solimán: pues desde que vuestra presencia lo honra, me parece mezquino. Las villas de los Himayaríes son, sin duda, más ricas. –  No, exactamente; pero, en nuestro país, las columnas más esbeltas, las molduras, las estatuillas, los campaniles festoneados se construyen en mármol. Nosotros esculpimos en piedra lo que vosotros sólo talláis en madera. Por otra parte, nuestros ancestros no han cosechado la gloria gracias a vanas fantasías. Ellos han llevado a cabo una obra que hará su recuerdo eternamente bendito. –  ¿Cuál es esa obra? El conocimiento de las grandes empresas exalta el pensamiento. –  Antes de nada, debo confesar que la feliz y fértil región del Yemen, al principio, era una zona árida y estéril. Nuestro país no recibió del cielo ni ríos ni arroyuelos. Mis antepasados han triunfado sobre la naturaleza y creado un edén en medio del desierto. –  Reina, habladme de esos prodigios. –  En el corazón de las altas montañas que se elevan al este de mis estados y sobre la vertiente en la que se sitúa la ciudad de Mareb, serpenteaban, aquí y allá torrentes y arroyuelos que se evaporaban en el aire, se perdían en los abismos y en el fondo de los pequeños valles antes de llegar a la llanura, completamente seca. Gracias a una obra de siglos, nuestros antiguos reyes consiguieron concentrar todas las aguas sobre una meseta de muchas leguas, en la que excavaron un inmenso aljibe sobre el que hoy en día se puede navegar como si fuera un mar. Hubo que apuntalar la escarpada montaña con contrafuertes de granito más altos que las pirámides de Gizeh, rriostrados por bóvedas ciclópeas, de tales dimensiones, que bajo ellas puede circular con facilidad un ejército de caballería y elefantes. Este inmenso e inagotable estanque se desliza en cascadas argentinas sobre acueductos, amplios canales que, divididos en pequeños surcos, transportan las aguas a lo largo de la llanura y riegan así la mitad de nuestras comarcas. Gracias a esta sublime obra tenemos opulentas cosechas, industrias fecundas, numerosos prados, árboles seculares y profundos bosques que conforman la riqueza y el encanto del dulce país del Yemen. Tal es, señor, nuestro “mar de bronce”, sin ánimo de despreciar al vuestro que, por supuesto, es una curiosa invención. –  ¡Noble creación! -exclamó Solimán- que imitaría con orgullo de no ser porque Dios, en su infinita clemencia, nos ha repartido las abundantes y benditas aguas del Jordán. –  Ayer lo atravesé vadeándolo, añadió la reina; y el agua no les llegaba a mis camellos ni a la rodilla. –  Es peligroso invertir el orden de la naturaleza, pronunció el sabio, y crear, sin la intercesión de Jehová, una civilización artificial, un comercio, una industria, poblaciones subordinadas a la duración de una obra de los hombres. Nuestra Judea es árida; no tiene más habitantes que los que puede alimentar, y las artes que los sustentan son el producto regular del sol y del clima. Cuando vuestro lago, esa copa cincelada en las montañas, se rompa; esas construcciones ciclópeas se derrumben, y seguro que un día llegará ese infortunio… vuestro pueblo, desposeído del tributo de las aguas, expirará consumido por el sol, devorado por el hambre en medio de esas campiñas artificiales”. Embargada por la aparente profundidad de esa reflexión, Balkis se quedó pensativa. –  “Es más, prosiguió el rey, estoy seguro de que ya los arroyos de la montaña están erosionando barrancos y buscan el modo de escapar de su prisión de piedra, que socavan sin cesar. La tierra está sujeta a temblores, el tiempo arranca las rocas, el agua se filtra y huye como las culebras. Además, sobrecargado con tal amasijo de agua, vuestro magnífico estanque, que se consiguió construir cuando no había agua, sería imposible de reparar. ¡Oh, reina! Vuestros antepasados han legado a vuestro pueblo el futuro caduco de un montón de piedras. La esterilidad les habrá hecho industriosos; y han sacado partido de un suelo en el que perecerán sin saber qué hacer y consternados, al tiempo que las primeras hojas de los árboles, cuando los canales cesen un buen día de humedecer sus raíces. No se debe tentar a dios, ni corregir sus obras. Lo que él hace, bien hecho está. –  Ese razonamiento, continuó la reina, proviene de vuestra religión, empequeñecida por las sombrías doctrinas de vuestros sacerdotes, que sólo sirven para inmovilizar, para mantener a vuestro pueblo en la ignorancia y para reprimir bajo su tutela cualquier atisbo de independencia que presente la humanidad. ¿Acaso ha sembrado y arado dios los campos?, ¿ha sido dios el fundador de ciudades y el constructor de palacios?. ¿Fue él quien puso a disposición de los hombres el hierro, el oro, el cobre y todos esos metales que brillan en el templo de Solimán?. No. Él ha transmitido a sus criaturas el genio creador, la actividad; él sonríe ante nuestros esfuerzos, y, en nuestras torpes creaciones, él reconoce el espíritu de su alma, con el que ha esclarecido la nuestra. Al creer celoso a ese dios, vos limitáis su poder, consideráis divinas vuestras facultades, mientras que materializáis las suyas. ¡Oh, rey! los prejuicios de vuestra religión algún día se convertirán en un obstáculo para el progreso de la ciencia, el impulso del genio, y una vez constreñidos y debilitados los hombres, ellos harán lo mismo con su dios y al reducirle a su propio tamaño, acabarán por negarle. –  Sutil, dijo Solimán con una sonrisa amarga; sutil, pero engañoso…” La reina continuó: – “Entonces, no suspiréis cuando mi dedo se pose sobre vuestra secreta herida. Vos estáis solo, en este reino, y sufrís: vuestras intenciones son nobles, audaces, pero la constitución jerárquica de esta nación pesa sobre vuestras alas; vos os decís, y aún es poco para vos: ¡Yo dejaré a la posteridad la estatua de un rey demasiado grande para un pueblo demasiado pequeño!. En cambio, por lo que respecta a mi imperio, la diferencia es notable… Mis antepasados han preferido el anonimato para hacer más grandes sus obras. Trentaiocho monarcas sucesivos han añadido algunas piedras al lago y a los acueductos de Mareb: y aunque los siglos venideros olviden sus nombres, sus obras seguirán cubriendo de gloria a los sabeos; y si un día todo se derrumba, si la tierra, avara, retoma sus ríos y arroyos, el suelo de mi patria, fertilizado por mil años de cultivo, continuará produciendo; los grandes árboles que proyectan su sombra a lo largo y ancho de las llanuras, conservarán el frescor, protegerán las albercas y las fuentes, y el Yemen, conquistado una vez a las arenas del desierto, guardará hasta el fin de los tiempos el dulce nombre de “Arabia feliz”… Y, vos, de haber tenido más libertad, habríais podido ser grande para mayor gloria de vuestro pueblo y felicidad de los hombres. –  Ya veo a qué aspiraciones vos llamáis a mi alma… Demasiado tarde; mi pueblo es rico; la conquista o el oro le procura lo que Judea no produce; y para la madera de construcción, mi prudencia ha suscrito tratados con el rey de Tiro; los cedros y pinos del Líbano se amontonan en mis almacenes; nuestras naves rivalizan en los mares con las de los fenicios. –  Vos os consoláis con vuestra grandeza, basada en la atención paternalista de vuestra administración”, dijo la princesa, triste y condescendiente. Esa reflexión fue seguida de un momento de silencio; las espesas tinieblas disimularon la emoción que se imprimía en el rostro de Solimán, que murmuró con una dulce voz: –  “Mi alma se ha unido a la vuestra y mi corazón la sigue.” En parte turbada, Balkis lanzó una mirada furtiva a su alrededor; los cortesanos se habían apartado. Las estrellas brillaban sobre su cabeza a través de las ramas de los árboles, sembrando flores de oro. Cargada con el perfume de los lirios, nardos, glicinas y mandrágoras, la brisa nocturna cantaba entre las tupidas ramas de los mirtos; el incienso de las flores había tomado la palabra; el aire llevaba bálsamo en su aliento; a lo lejos zureaban las palomas; el ruido de las aguas acompañaba al concierto de la naturaleza; brillantes insectos y flamígeras mariposas paseaban su lustroso esplendor en medio de aquella atmósfera tibia y plena de voluptuosas emociones. La reina se sintió embargada por una languidez embriagadora; la tierna voz de Solimán penetraba en su corazón y la atrapaba con su encanto. ¿Le gustaba Solimán, o bien le soñaba como ella hubiera querido amarle?… Tras haberle dado una lección de modestia, ella se comenzaba a interesar por él. Pero esa empatía surgida de la calma del razonamiento, mezcla de una dulce piedad y tras la victoria de la mujer, no era ni espontánea, ni entusiasta. Dominándose a sí misma, igual que lo había hecho con los pensamientos y opiniones de su huesped, reflexionaba que quizá podría llegar a amarle a través de la amistad, pero ¡ese camino era tan largo!. Y Salomón estaba subyugado, deslumbrado, pasando furiosamente del despecho a la admiración, del desaliento a la esperanza, y de la cólera al deseo, pues ya había recibido más de una herida, y para un hombre, amar demasiado pronto, suponía correr el riesgo de que sólo él pudiera amar. Además, la reina de Saba era reservada; su superioridad constantemente había dominado a todo el mundo, incluido al propio Solimán. Tan solo el escultor Adoniram[1] había conseguido por un instante mantener su atención: ella no había podido penetrar en su interior: su imaginación había vislumbrado en él un misterio; pero esa viva curiosidad de un instante sin duda alguna ya se había desvanecido. Y no obstante, ante la visión de Adoniram, por primera vez, esta mujer de notoria fortaleza pensó y se dijo: he ahí un hombre. Podría ser que esa visión pasajera, aunque reciente, hubiera rebajado ante ella el prestigio de Solimán, y prueba de ello sería que una o dos veces, cuando la conversación vino a recaer sobre el artista, ella se contuvo y cambió de tema. Fuera lo que fuese, el hijo de David se enardeció rápidamente: la reina ya estaba acostumbrada a ese carácter; él se anticipó diciendo que seguía el ejemplo de todo el mundo; pero supo expresarlo con gracia; la hora era propicia, Balkis en edad de amar, y, por la virtud de las tinieblas, curiosa y enternecida. Pero de pronto, las antorchas proyectaron rojos destellos sobre los arbustos, anunciando que la cena estaba servida. “¡En qué mal momento!” – pensó el rey – “¡Menos mal!” – pensó la reina… Se sirvió la cena en un pabellón construido al gusto fantasioso y desenfadado de los pueblos de las orillas del Ganges. La sala octogonal estaba iluninada con cirios de colores y fanales en los que ardía nafta mezclada con perfume; la luz tamizada surgía a través de los ramos de flores. En la antesala, Solimán ofreció la mano a su invitada, que adelantando su pequeño pie, lo retiró de inmediato vivamente sorprendida. La sala estaba cubierta por una superficie de agua en la que se reflejaban la mesa, los divanes y los cirios. – “¿Qué os detiene?” –preguntó extrañado Solimán. Balkis entonces quiso mostrarse por encima del miedo, y con un gesto encantador, alzó sus vestiduras y fue a sumergirse con firmeza. Pero el pie fue rechazado por una superficie sólida. – “¡Ay, reina, ¿veis? –dijo el sabio-, el más prudente puede equivocarse al juzgar las apariencias; yo he querido sorprenderos y por fin lo he conseguido… Vos estáis caminando sobre un suelo de cristal[2]”. Ella sonrió, alzando los hombros, más por divertimento que de admiración, y seguramente lamentó que Solimán no la hubiera sabido asombrar de otro modo. Durante el festín, el rey fue galante y solícito; sus cortesanos le rodeaban, y él reinaba en medio de todos ellos con majestad tan incomparable que la reina se sintió ganada por el respeto. La etiqueta se observaba en la mesa de Solimán rígida y solemne. Los manjares eran exquisitos, variados, pero excesivamente salados y con abundantes especias: nunca se había enfrentado Balkis a semejantes condimentos. Supuso que ese era el gusto de los hebreos; y no menos se sorprendió al ver que ese pueblo, que se nutría con tales salazones, se abstenía de beber. No había copero del rey; ni una gota de vino ni de hidromiel, y ni una sola copa sobre la mesa. A Balkis le ardían los labios, tenía el paladar reseco, y como el rey no bebía, ella no osaba pedir bebida alguna; la dignidad del príncipe se lo impedía. Acabada la cena, los cortesanos se dispersaron poco a poco y fueron desapareciendo entre las profundidades de una galería apenas iluminada. Muy pronto, se encontró la reina de Saba a solas con Solimán, más galante que nunca, con los ojos plenos de ternura y que de solícito pasó a casi agobiante. Superando su apuro, la reina sonriente y bajando la vista se levantó con la intención de retirarse. –  “¡Cómo! Exclamó Solimán, ¿vais a dejar de este modo a vuestro humilde esclavo sin una palabra, sin una esperanza, sin una prenda de vuestra compasión?. Esta unión con la que he soñado tanto, esa felicidad sin la que ya no sabría vivir, esta pasión ardiente y sometida que os imploro sin recompensa, ¿arrojaréis todo esto a vuestros pies?”. Él la había agarrado una mano, que le abandonaba retirándola sin esfuerzo; pero él se resistía. Ciertamente, Balkis había pensado más de una vez en esta alianza; pero no al precio de perder su libertad y su poderío. De modo que ella insistió en su deseo de retirarse, y Solimán se vio obligado a ceder. –  “Sea –dijo él- dejadme, pero voy a poneros dos condiciones a vuestra retirada. –  Hablad. –   La noche es dulce y aún más dulce es vuestra conversación. ¿Me acordaríais otra hora? –   Consiento en ello. –   La segunda condición es que cuando salgáis de aquí, no os llevéis nada que me pertenezca. –   ¡Os lo otorgo! y de todo corazón –respondió Balkis riendo a carcajadas. –   ¡Reid!, mi reina; a gente más rica he visto ceder ante las tentaciones más raras. –  ¡De maravilla!, vos sois ingenioso para salvar vuestro amor propio. No más engaños, hagamos un tratado de paz. –  Un armisticio, es lo que al menos yo espero…” Continuaron con la charla, y Solimán se empleó a fondo, bien aprendida la lección, en hacer hablar a la reina tanto como pudo. Un surtidor de agua, que murmuraba al fondo de la sala, le servía de acompañamiento. Ahora bien, si hablar demasiado reseca la garganta, cuánto más si se ha comido sin beber ni una gota y se han hecho los honores de unos manjares excesivamente salados. La hermosa reina de Saba se moría de sed; hubiera dado una de sus provincias por una pátera de agua pura. Pero aún así, no se atrevía a mostrar tan ardiente deseo. Y la fuente clara, fresca, argentina y socarrona chisporroteaba junto a ella, lanzando perlas que volvían a caer en el aljibe con alegre ruido. Y la sed crecía, y la reina jadeante no podía aguantar más. Mientras seguía hablando, y viendo a Solimán medio distraido y con cierto torpor, la reina comenzó a pasear como quien no quiere la cosa por en medio de la sala, y por dos veces, aún pasando muy cerca de la fuente, no se atrevió… Pero el deseo se hizo irresistible. La reina volvió sobre sus pasos y echando una rápida ojeada, sumergió furtivamente su bella mano haciendo un cuenco con ella; luego, volviéndose, bebió ávidamente aquel sorbo de agua pura. Solimán se levantó entonces rápidamente, se acercó, se apoderó de la mano mojada y lustrosa, y de un tono tan festivo como resuelto dijo: –  “Una reina sólo tiene una palabra, y conforme a los términos pactados con la vuestra, vos me pertenecéis. –   ¿Qué queréis decir? –   Vos me habéis robado el agua…y, como vos misma habéis constatado muy juiciosamente, el agua es un bien escaso en mis estados. –   ¡Ah! Señor, ¡eso es trampa, y jamás aceptaré un esposo tan torticero! –  Entonces, no le queda más que probaros que es aún más generoso. Si él os da la libertad, si a pesar de este compromiso formal… –  Señor, interrumpió Balkis bajando la cabeza, nosotros debemos dar a nuestros súbditos ejemplo de lealtad. –  Señora, repuso, cayendo de rodillas ante Balkis, Solimán, el príncipe más cortés de los tiempos pasados y futuros, esa palabra es vuestro rescate” Y levantándose de inmediato, tocó una campanilla: veinte servidores aparecieron corriendo provistos de una gran variedad de refrescos, y acompañados por los cortesanos. Solimán articuló estas palabras con majestad: –  “¡Ofreced bebida a vuestra reina!“ Tras esas palabras, los cortesanos cayeron prosternados ante la reina de Saba a la que comenzaron a adorar. Pero ella, palpitante y confusa, temía haberse comprometido más allá de lo que habría deseado. —————- Durante la pausa que seguía a esta parte de la narración, un incidente bastante curioso llamó la atención de los parroquianos del cafetín. Un joven, que por el color de su piel, como la de un céntimo de cobre nuevo, podía reconocérsele como abisinio (habesch), se precipitó en medio del círculo y se puso a danzar una especie de bamboula , acompañándose con una canción en un mal árabe, de la que pude retener el estribillo. Un canto que partía como un cohete que lanzara las palabras: “¡Yaman! ¡Yamanî!” acentuadas por la repetición de esas sílabas arrastradas, típicas de los árabes del sur   “¡Yaman! ¡Yaman! ¡Yamanî!… ¡Sélam-Aleik Belkiss-Makéda! Makéda!… ¡Yamanî! ¡Yamanî!…” y que venía a decir: “¡Yemen!, ¡oh, país del Yemen!… ¡que la paz sea contigo, Balkis, la grande! ¡oh, país del Yemen!” Esa crisis de nostalgia sólo podía explicarse por la relación que existía antaño entre los pueblos de Saba y de Abisinia, ubicados en el borde occidental del Mar Rojo, y que constituían todos ellos el imperio de los Himyaríes. Sin duda, de ahí provenía la admiración de este oyente, hasta entonces silencioso, hacia el relato precedente, que formaba parte de las tradiciones de su país. También puede ser que le hiciera feliz el hecho de que la gran reina hubiera podido escapar a la trampa tendida por el sabio Salomón. Como sus monótonos cánticos duraban ya mucho tiempo importunando a la clientela habitual, algunos gritaron que ese tipo era melbous (fanático) y le condujeron suavemente hasta la puerta. El dueño del café, inquieto por los cinco o seis paras (tres céntimos) que le debía ese cliente, se apresuró a perseguirle fuera del café. Todo debió terminar bien, ya que el cuentacuentos retomó pronto su narración en medio del más religioso silencio. [1] Adoniram también es conocido por Hiram, nombre conservado gracias a la tradición de las sociedades místicas. Adoni únicamente es un término que denota excelencia, y que significa maestro o señor. No se debe confundir a este Hiram con el rey de Tiro, que casualmente también se llamaba Hiram. [2] Tomado de El Corán 27: Azora de la hormiga.

Esmeralda de Luis y Martínez 7 abril, 2012 7 abril, 2012 Adoniram, Balkis, Benoni, el valle de Josafat, el Yemen feliz, Mareb, Mello, Solimán
“VIAJE A ORIENTE” – Las noches del Ramadán

HISTORIA DE LA REINA DE LA MAñANA Y DE SOLIMAN EL PRINCIPE DE LOS GENIOS – I. Adoniram… Para atender a los deseos del gran rey Solimán Ben Daoud[1], cialis sale su siervo Adoniram había renunciado desde hacía ya diez años al sueño, healing a los placeres y a la alegría de la buena mesa. Maestro y jefe de legiones de obreros que, for sale semejantes a multitud de abejas, competían para construir aquellas colmenas de oro, cedro, mármol y bronce que el rey de Jerusalén destinaba a Adonay y a su mayor gloria; el maestro Adoniram[2] pasaba las noches dibujando planos y los días modelando colosales estatuas destinadas a adornar el edificio. Había establecido no lejos del templo inacabado, forjas en las que sin cesar resonaba el martillo, fundiciones subterráneas, por las que el bronce líquido se deslizaba a lo largo de cientos de canales de arena, tomando la forma de leones, tigres, dragones alados, querubines, e incluso genios extraños y terribles… razas ignotas, medio perdidas en la memoria colectiva de los hombres[3]. Cientos de miles de artesanos sometidos a Adoniram daban forma a sus tremendas creaciones: contaba con treinta mil fundidores; albañiles y canteros formaban un ejército de ochenta mil hombres, y setenta mil peones ayudaban a transportar los materiales. Diseminados en numerosas cuadrillas, los carpinteros dispersos por las montañas abatían pinos seculares hasta llegar al desierto de los escitas y a los cedros de los montes del Líbano. Gracias a tres mil trescientos intendentes,  Adoniram ejercía su mandato y mantenía coordinada aquella población de obreros, que funcionaban a la perfección. Sin embargo, el alma inquieta de Adoniram presidía con una especie de desdén aquellas obras grandiosas. Llevar a cabo una de las siete maravillas del mundo le parecía un encargo mezquino. Cuanto más avanzaba la construcción, más evidente se le hacia la debilidad de la raza humana, y se lamentaba aún más por su incapacidad y los torpes medios de sus contemporáneos. Apasionado por crear y aun más apasionado a la hora de materializar sus ideas, Adoniram soñaba con obras gigantescas; su cerebro bullía como un horno, inventando sublimes monstruosidades, y mientras que su arte era admirado por los príncipes hebreos, solo él se sentía avergonzado por los mediocres proyectos que se veía obligado a llevar a cabo. Era un personaje sombrío, misterioso. El rey de Tiro, que lo había contratado, se lo había enviado como presente a Solimán. Pero ¿cuál era la patria de Adoniram?, ¡nadie lo sabía!. ¿De dónde venía? Misterio. ¿Dónde había profundizado en los elementos de un saber tan práctico, profundo y complejo? Imposible de saber. Daba la impresión de que era capaz de crear, adivinar y hacer cualquier cosa. ¿Cuál era su origen? ¿A qué raza pertenecía? Ese era el mayor de sus secretos, y el mejor guardado de todos: no era importunado con preguntas sobre ese punto. Su misantropía le convertía en un extranjero y un personaje solitario en la línea de los hijos de Adam; su ingenio brillante y audaz le colocaba muy por encima de los hombres, que bajo ningún concepto se consideraban hermanos suyos. ¡El participaba del espíritu de la luz y del genio de las tinieblas! Indiferente a las mujeres, que le contemplaban arrobadas y jamás coqueteaban con él; también despreciaba a los hombres, que evitaban el fuego de su mirada; desdeñando asimismo el terror que inspiraba su aspecto imponente, a causa de su gran estatura y robustez, así como de la impresión que producía su extraña y fascinante belleza. Su corazón estaba mudo; solo la actividad del artista animaba aquellas manos hechas para domeñar al mundo y sostenerlo sobre sus hombros. Aunque no tenía amigos, disponía de esclavos que lo adoraban, y se hizo con un compañero, solo uno… un niño, un joven artista nacido de una de esas familias de Fenicia, que hacía mucho tiempo que habían trasladado sus sensuales divinidades hasta las orillas orientales del Asia Menor. De tez pálida, artista minucioso, dócil amante de la naturaleza, Benoni había pasado su infancia en las escuelas, y su juventud fuera de Siria, en esas fértiles orillas del Éufrates, todavía arroyo modesto, en cuyas orillas solo se encontraban pastores entonando sus canciones a la sombra de los verdes laureles salpicados de rosas. Un día, a la hora en que el sol comienza a declinar sobre el mar, y Benoni, delante de un bloque de cera, modelaba delicadamente un genio femenino, estudiando la forma de adivinar la elasticidad y el movimiento de sus músculos; el maestro Adoniram, acercándose, contempló durante un buen rato la obra casi acabada y frunció las cejas. “! Lamentable trabajo! gritó; ¡paciencia, gusto, puerilidades!… genio, en ninguna parte; tan solo voluntad y punto. Todo degenera, y el aislamiento, la dispersión, la contradicción, la indisciplina; instrumentos eternos de la pérdida de vuestras razas enervadas, paralizan vuestra pobre imaginación. ¿Dónde están mis obreros? ¿Mis fundidores, mis carboneros, mis herreros?… !Dispersos!… Esos hornos ya fríos deberían a estas horas temblar con los rugidos de las llamas atizadas sin cesar; y la tierra debería haber recibido las huellas de estos moldes salidos de mis manos. Mil brazos deberían inclinarse sobre la fragua… y en cambio, ¡míranos aquí, a los dos solos!. –            Maestro, respondió con dulzura Benoni, esas gentes vulgares no son alimentadas por el genio que a ti te posee; ellos necesitan reposar, y el arte que a nosotros nos cautiva a ellos les trae sin cuidado. Han tomado vacaciones por todo el día. La orden del sabio Solimán ha hecho un deber del reposo: Jerusalén bulle con los festejos.  –          ¡Una fiesta! ¡Qué me importa! El reposo… yo jamás lo he conocido. ¡Lo que me abate es el ocio! ¿Qué obra estamos haciendo? Un templo de orfebrería, un palacio para el orgullo y la voluptuosidad, joyas que un tizón ardiente reducirá a cenizas. Ellos llaman a eso crear para la eternidad… pero un día, atraídos por el afán de un vulgar beneficio, hordas de conquistadores, conjurados contra este pueblo débil, abatirán en unas horas este frágil edificio del que solo quedará el recuerdo. Nuestras obras se fundirán en sus antorchas, como las nieves del Líbano cuando llega el verano, y la posteridad, recorriendo estos cerros desiertos, repetirá: ¡Era una pobre y débil nación esa de los hebreos!… –          ¡Pero Maestro!, un palacio tan magnífico… un templo tan rico, el más grandioso, el más sólido… –            ¡Vanidad de vanidades! como dice, por vanagloriarse, el señor Solimán[4]. ¿Sabes tú lo que antaño hicieron los hijos de Enoc? Una obra sin nombre que… aterrorizó al Creador: hizo temblar la tierra destruyéndola y con los restos de aquella obra se construyó Babilonia… hermosa ciudad en la que se pueden hacer volar diez carros por encima de sus murallas. ¿Sabes tú lo que es un monumento? ¿Conoces las pirámides? Ellas durarán hasta el día en que las montañas de Kaf[5], que circundan el mundo, se hundan en el abismo. ¡Y no fueron los hijos de Adam quienes los construyeron! –         Pero se dice que… –          Mienten: el diluvio ha dejado su huella en la cima. Escucha: a dos millas de aquí, remontando el Cedrón, hay un bloque de roca cuadrado de seiscientos pies. Que me den cien mil operarios armados de hierro y martillo; en ese enorme bloque yo esculpiría la monstruosa cabeza de una esfinge… que sonreiría y lanzaría una mirada implacable hacia el cielo. Desde lo alto de los nubarrones, Jehová la vería y palidecería de estupor. Eso es un monumento. Aunque pasaran cien mil años, al ver esta obra, los hijos de los hombres entonces sí que dirían: un gran pueblo ha dejado aquí su huella. –          Señor, se dijo Benoni temblando: ¿de qué raza ha descendido este genio rebelde?… –          Esas colinas, que ellos llaman montañas, me dan pena. Si al menos se las trabajara escalonando unas sobre otras, tallando sobre sus ángulos figuras colosales… eso quizá podría valer algo. En la base, excavaría una caverna lo suficientemente inabarcable como para alojar a una legión de sacerdotes; allí podrían depositar su arca con sus querubines de oro y sus dos pedruscos, los que ellos llaman tablas de la ley, y entonces Jerusalén sí que tendría un templo; ¡pero no!, nosotros vamos a alojar a Dios como si fuera un rico seraf (banquero) de Memphis… –          Tus pensamientos siempre sueñan lo imposible. –          Nosotros hemos nacido demasiado tarde; el mundo es viejo, la vejez es débil; tienes razón. ¡Decadencia y fracaso! Tu copias la naturaleza fríamente, trabajas como el ama de casa que teje un velo de lino; tu alma estúpida se convierte de pronto en esclava de una vaca, de un león, de un caballo, de un tigre, y tu trabajo tiene como único objetivo el de rivalizar, imitándolos con un genio femenino, una leona, una tigresa, una yegua;… esas bestias que tu modelas; pero recuerda, esas figuras transmiten la vida con la forma. Pequeño, el arte no está ahí: el arte consiste en crear. Cuando dibujas uno de esos ornamentos que serpentean a lo largo de los frisos, ¿te limitas a copiar las flores y hojas que reptan sobre la tierra? No: tú inventas, dejas correr el cincel al capricho de la imaginación, entremezclando las más extrañas fantasías. Y bien, aparte del hombre y los animales existentes, ¿acaso tu no buscas formas desconocidas, seres innombrables, encarnaciones delante de las que los hombres han retrocedido; terribles acoplamientos, figuras dignas de sembrar respeto, alegría, estupefacción y terror?.  Acuérdate de los antiguos egipcios y de los artistas audaces y naifs de Asiria. ¿Acaso no han sido arrancados de bloques de granito esas esfinges, esos cinocéfalos, esas divinidades de basalto cuyo aspecto tanto detestaba el Jehovah del viejo David[6]?. Contemplando a lo largo de los siglos esos terribles símbolos, se repetirá que en otro tiempo existieron genios audaces. ¿Les importaba a aquellas gentes la forma? Se mofaban de ella, y, orgullosos de sus creaciones, podían gritar al creador de todo lo existente: esos seres de granito, ni siquiera tu podrías imaginarlos y ni te atreverías a darlos vida. Pero el dios de la naturaleza os ha doblegado bajo su yugo: la materia os limita; vuestro genio degenerado se sumerge en las vulgaridades de la forma; se ha perdido el arte.” –        ¿De dónde viene, se preguntaba Benoni, este Adoniram cuyo espíritu escapa a la humanidad? –        “Volvamos a modestos pasatiempos que estén a la altura del gran Solimán, repuso el fundidor pasándose la mano a lo largo de la frente, de la que despejó una selva de cabello negro y rizado. Aquí tienes, cuarenta y ocho bueyes en bronce de un tamaño bastante aceptable, otros tantos leones, pájaros, palmeras, querubines… Todo esto es un poco más expresivo que la naturaleza. Todos ellos los tengo destinados para soportar un gran mar de bronce de diez codos, fundido de una sola vez; tendrá cinco codos de profundidad y estará ceñido por un cordón de treinta codos, enriquecido con molduras. Pero tengo que terminar algunos adornos. El molde del gran recipiente ya está preparado y temo que se resquebraje por el calor del día: hay que darse prisa y, ya lo ves, amigo mío, los obreros andan de fiesta y me abandonan… ¡Una fiesta! Dime, ¿Qué fiesta? ¿Para celebrar qué? “ El narrador se detuvo en ese punto, había pasado media hora. Cada cual ya era libre de pedir un café, sorbetes o tabaco. Comenzaron algunas conversaciones y comentarios sobre la bondad de los detalles o acerca del atractivo que prometía la narración. Uno de los persas que estaba sentado junto a mí, hizo la observación de que esa historia le parecía extraída del Solimán-Nameh[7] Durante esta pausa, ya que el reposo del narrador así se denomina; al igual que cada velada completa se llama sesión; un niño que le acompañaba pasó entre la gente una escudilla que colocó a los pies de su maestro en cuanto estuvo llena de monedas. Entonces, el narrador continuó su relato con la respuesta que dio Benoni a Adoniram… [1] Salomon, hijo de David. [2] Adoniram es tambien conocido como Hiram, nombre conservado gracias a la tradición de las sociedades místicas. Adoni , es un termino que quiere decir maestro o señor, y no hay que confundir a este Hiram con el rey de Tiro, que por casualidad tenía el mismo nombre. La Biblia distingue a Adoniram, jefe de treinta mil judíos enviados al Líbano por Salomón para cortar los cedros necesarios para sus construcciones (I Reyes V, 14) de Hiram, fundidor  y escultor, enviado a Jerusalén por Hiram, rey de Tiro, para trabajr en la decoración del Templo (I Reyes VII, 13-51). Es en los textos masónicos en los que Adoniram, ancestro legendario de los francmasones, es considerado, como en este texto, un arquitecto. Sobre el sentido y las Fuentes masonas del conjunto de la leyenda, ver G.-H. Luquet, “G. de Nerval et la Franc-Maconnerie”, en Mercure de France 324 (mai-aout 1955) [3] Es la misma visión que tiene Nerval en un sueño en Aurelia. [4] Ecclesiastes I, 1. [5] Como en otras metafísicas, en la metafísica sufi, la respetada Montaña de Käf ó Qäf tiene un papel destacado: allí habitan los djins, los genios, y se la supone situada en el Cáucaso, inaccesible a los humanos, al menos en su condición normal.También se la conoce por la “Montaña Blanca” situada sobre una “Isla Verde”, montaña en cuya cúspide moran las aves sagradas. Käf está en el centro y a la vez en el extremo del mundo, es el límite entre lo visible y lo invisible; un lugar intermedio y mediador entre el mundo terrestre y el mundo angélico. Lugar donde se manifiesta el Espíritu y se espiritualizan los cuerpos. Su tierra, dirá Ibn ‘Arabí, “se hizo con lo que quedó de la arcilla con que fue formado Adán”. Es el lugar donde mora Simurgh, Rey de los Pájaros. Los místicos sufíes inferían de ello que la montaña en cuestión es la haqiqat del hombre, su verdad profunda. El nombre de Käf es también el de una letra, cuyo valor numérico es 20 (Qamar bint Sufian – Cartas XII a XIV – http://www.verdeislam.com/VI_18/cartas_XII_XIV.htm) [6] Deuteronomio IV, 15-19. (GR) [7] Gran poema sobre la historia de Salomón, del poeta persa Firdausy (933-env. 1020). (GR)

Esmeralda de Luis y Martínez 13 marzo, 2012 13 marzo, 2012 Adoniram, Belkis, Benoni, el Príncipe de los Genios, el templo de Jerusalén, Hiram, la Reina de la mañana, Solimaán
Viendo 1-4 de 4 documentos