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“VIAJE A ORIENTE” 052

VI. La Santa Bárbara – VIII. La amenaza… Volviéndome hacia el capitán vi, cialis en un escondrijo al pie de la chalupa, a la esclava y al viejo marinero hadji que habían vuelto a sus conversaciones religiosas, a pesar de mi prohibición. Esta vez no había más que decir; tiré violentamente del brazo de la esclava, que fue a caerse mullidamente, todo hay que decirlo, sobre un saco de arroz.             “Giaour! – Gritó. Comprendí perfectamente el significado de esa palabra. No era cuestión de ablandarse: “Ente giaour” , la repliqué, sin saber muy bien si esta palabra se decía así también en femenino: “Tú sí que eres una infiel, y él – añadí señalándole al hadji- es un perro (kelb)”. Aún no sé si la cólera que me agitaba era más por verme despreciado como cristiano o por sufrir la ingratitud de esta mujer a la que en todo momento había tratado como a una igual. El hadji, al oir que le trataban de perro, había hecho una tentativa de amenaza, pero se volvió hacia sus compañeros con la dejadez habitual de los árabes de baja estofa que, después de todo, no se atreverían a atacar a un franco ellos solos. Dos o tres avanzaron profiriendo injurias y, maquinalmente, yo agarré una de las pistolas que llevaba al cinto, sin pensar ni por un momento que esas armas de brillantes ornamentos, compradas en El Cairo para complementar mi disfraz, generalmente no eran fatales más que para la mano del que las usara. Además, tengo que añadir que ni siquiera estaban cargadas. –    “¿Pero en qué está usted pensando? , me dijo el armenio sujetándome del brazo. –     Ese es un loco, y para esas gentes es un santo; déjeles gritar, el capitán les va a hablar”. La esclava hacía como que lloraba, simulando que yo le había hecho mucho daño, y no quería moverse del lugar en que se encontraba. Llegó el capitán y dijo con aire indiferente: –    “¿Qué quiere usted? ¡estos no son más que unos salvajes!” y les dirigió con bastante indolencia unas cuantas palabras. –    “Añada, le dije al armenio, que en cuanto llegue a tierra iré en busca del pachá, que les hará apalear”. Me dió la impresión que el armenio les tradujo esto último como una especie de cumplido teñido de moderación. No volvieron a decir nada más, pero me daba cuenta de que ese silencio me dejaba en una posición bastante dudosa. De pronto me acordé de una carta de recomendación que tenía en la cartera para el pachá de Acre, y que me la había entregado mi amigo A.R.[1], que había formado parte del diván de Constantinopla durante bastante tiempo. Saqué mi portafolios del gabán, lo que provocó una inquietud generalizada. La pistola no había servido más que para amedrentar… sobre todo siendo de fabricación árabe; pero las gentes del pueblo en Oriente siempre ven a los europeos un poco como a magos, capaces de sacarse del bolsillo en cualquier momento, algo con lo que destruir a una armada entera. Se tranquilizaron al ver que yo no extraje del portafolios más que una carta, por otra parte bien escrita en árabe y dirigida a S.E. Méhmed-R, pachá de Acre, que anteriormente había residido mucho tiempo en Francia. Pero lo más afortunado en esta situación era que nos encontrábamos en ese momento justo a la altura de San Juan de Acre, en donde teníamos que hacer escala para proveernos de agua. Todavía no se avistaba la ciudad, pero no podíamos tardar mucho, si el viento continuaba, en llegar allí al día siguiente. En cuanto a Méhmed-Pacha, por otro azar digno de llamarse providencia para mí y fatalidad para mis adversarios, yo le había frecuentado en París en numerosas veladas, en las que él me había regalado tabaco turco y mostrado gran honestidad. La carta que yo llevaba le recordaba estos detalles, temiendo que el tiempo y sus nuevos cargos me hubieran borrado de su memoria; pero al menos quedaba claro, por la carta, que yo era un personaje muy fuertemente recomendado. La lectura de este documento produjo el efecto de quos ego de Neptuno[2]. El armenio, tras poner la carta sobre su cabeza en señal de respeto, echó una ojeada al sobre que, como es costumbre para las recomendaciones, no estaba cerrado y mostró el texto al capitán, a medida que lo iba leyendo. De repente, los palos prometidos habían dejado de ser una fantasmada para el hadji y sus camaradas. Estos granujas bajaron la cabeza, y el capitán me dio explicaciones de su propia conducta por el miedo que tenía de herir sus creencias religiosas, no siendo él mismo más que un pobre súbdito griego del sultán (raya), que no tenía más autoridad que en razón de su servicio: “En cuanto a la mujer, dijo, si es usted amigo de Méhmed –Pacha, es bien vuestra: ¿quién osaría luchar contra el favor de los grandes?” La esclava no se había movido; aunque había entendido perfectamente todo lo que se había dicho. No le cabía ya la menor duda respecto a su posición en aquel momento, ya que en un país turco, una protección vale más que un derecho; por tanto y a partir de ahora yo iba a mantener y constatar el mío ante todos los demás. –   “¿Acaso tú no has nacido en un país que no pertenece al sultán de los turcos? –    Eso es cierto, respondió; yo soy hindi (natural de la India). –    Entonces tú puedes estar al servicio de un franco como las abisinias (habesch), que son, igual que tú, de color cobrizo, y por tanto tus iguales. –     Aioua (¡sí!) dijo como convencida, ana memlouk enté: yo soy tu esclava. –     Pero, añadí yo, ¿recuerdas que antes de dejar El Cairo yo te ofrecí la libertad, y tú me dijiste que no sabrías adónde ir?. –      Es verdad, es preferible que me revendas. –      ¿Así que tú me has seguido tan sólo para cambiar de país e inmediatamente dejarme?. ¡Pues bien! Ya que eres tan ingrata, te quedarás esclava para siempre, y ya no volverás a ser una cadine, sino una criada. Desde este momento, llevarás el velo y te quedarás en la cabina del capitán… con las cucarachas. No hablarás aquí con nadie.” Cogió su velo sin responder, y fue a sentarse a la pequeña cabina de proa. Puede que yo haya cedido un poco al deseo de impresionar a estas gentes, tan pronto insolentes como serviles; siempre influenciables ante los exabruptos fuertes y pasajeros, y que hay que conocer para comprender hasta qué punto el despotismo es la forma normal de gobierno en Oriente. El viajero más modesto se ve amenazado rápidamente si no consigue hacerse respetar de inmediato mediante una apariencia de vida suntuosa; manifestarse con toda la teatralidad posible y mostrar, en multitud de ocasiones, poses agresivas que, de todos modos, se llevan a cabo sin peligro alguno. El árabe, es el perro que muerde si te ve recular, y que viene a lamer la mano que se levanta contra él. En cuanto recibe un bastonazo ignora si en el fondo quien se lo da no estaría en todo su derecho de hacerlo. Si vuestra posición le ha parecido de pronto débil; vuélvase usted feroz, y así se convertirá en un abrir y cerrar de ojos en un gran personaje que aparenta sencillez. En Oriente jamás se duda de nada; allí todo es posible: el sencillo zapatero remendón bien puede ser el hijo de un rey, como en Las mil y una noches. Por lo demás, ¿acaso no se ve a las princesas en Europa viajar vestidas con un frac negro y sombrero de copa?. [1] Alphonse Royer (1803-1875), después de haber pasado algunos años en Turquía, se consagró sobre todo al teatro, como autor y como director del Odeón, y después de La Ópera. (G.R.) [2] Frase inacabada que expresa la amenaza que Virgilio (Eneida, I, 135) pone en boca de Neptuno. (G.R.)  

Esmeralda de Luis y Martínez 20 febrero, 2012 20 febrero, 2012 pachá de Acre, raya, San Juan de Acre, ¿quién osaría luchar contra el favor de los grandes?
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