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Corsarios o reyes 4-4: historias trágicas de moriscos y papaces

4.4.- Moriscos españoles en Argel, su odio a los “papaces” o eclesiásticos católicos y a la Inquisición, como culpables de su desdicha; con la trágica historia del corsario morisco Alicax y la venganza de su hermano Caxetta, valencianos de Oliva, en la persona del fraile Miguel de Aranda, también valenciano, narrado por el “papaz” Sosa en el tiempo de cautiverio de Cervantes y del reinado de Ramadán Bajá. Son 1.017 los documentos reseñados por Cabrillana, para un corto periodo de tiempo y un área geográfica restringida, de los que hemos extraído, casi al azar, unos pocos. En Argel el número de cautivos, “ordinariamente cerca de 25.000 cristianos” (11), era elevado. En la España del momento no lo era menos. La propia palabra ahorro, sentido recogido por Corominas, procede de aquella lamentable realidad; “con la `carta de horro o de libertad’ finaliza el largo proceso del rescate”, en ocasiones después de que el esclavo haya pasado años reuniendo el dinero para el pago de su rescate, ahorrando (12). De la palabra árabe que significa libertad, es palabra de importancia cotidiana y popular fuera de toda duda. Las fuentes –y Antonio de Sosa es fuente privilegiada– resaltan la estrecha unión entre el problema morisco y la realidad de Berbería (13). Aunque Sosa opine que “hace mal el que aquella esclavitud de tierra de cristianos llama y la nombra esclavitud; esta nuestra (la de Argel), sí; éste es cautiverio, y cautiverio muy de veras y no de burlas” (14), es afirmación inserta en discurso polémico y apasionado, propagandístico en fin. Cuando pone algún ejemplo ilustrativo de esta afirmación –muy pocos en texto tan prolijo–, se capta también el otro gran telón de fondo: el hambre o la necesidad. “Viéndose los moros y turcos tan bien tratados allá y con tanto regalo, cuando para acá se huyen –de no poder conseguir aquel vicio–, y se ven aquí hambrientos, desnudos, descalzos y sin bien o remedio alguno, suspiran tanto y se quejan, y aún maldicen el día en que determinaron huirse, como yo mismo oí decir a muchos que de Nápoles, Sicilia y de España han huido” (15). No dejarían de ser anecdóticos aquellos casos al lado de la migración morisca hacia Berbería, aunque luego muchos volvieran a España como el morisco cervantino Ricote, personaje literario, o el renegado navarro que cita Torres, personaje real, todos ellos sin duda múltiples veces renegados con toda la carga de desarraigo físico y psíquico que ello podía significar. Para los moriscos instalados en Berbería los verdaderos culpables de las desdichas de su pueblo –de su “nación”, que diría Cervantes– eran los religiosos o eclesiásticos en general y la Inquisición; el odio a los “papaces”, como llamaban en Argel a curas y frailes, es una constante con automáticas manifestaciones agresivas. En Argel se podía decir misa y atender a los cristianos espiritualmente con relativa facilidad, de manera que se podía hablar de un ambiente de “libertad religiosa” impensable en la España de la época. Era algo que había sucedido en España hasta 1500 –la posibilidad de un estatuto de mudéjar, imposible ya tras el viaje a Granada de Cisneros de ese año—y que Jean Bodin recoge como una característica del mundo otomano frente a la intransigente política religiosa europea de su época: “El rey de los turcos, cuyo dominio se extiende a gran parte de Europa, observa tan bien como cualquiera otro su religión, pero no ejerce violencia sobre nadie; al contrario, permite que todos vivan de acuerdo con su conciencia y hasta mantiene cerca de su palacio, en Pera, cuatro religiones diversas: la judía, la romana, la griega y la mahometana; y envía limosna a los calógeros, es decir, a los buenos padres o monjes cristianos del monte Athos, para que rueguen por él” (16). Entre los rescatadores de cautivos que iban a Argel había muchos “papaces” y a su llegada a la ciudad eran bien recibidos por lo que su misión suponía de movimiento económico favorable o “entrada de divisas”, que se diría hoy. Pero en la menor oportunidad que se ofreciese, la violencia popular estallaba incontrolable contra ellos, a los que culpaban de las desdichas de sus correligionarios españoles, los moriscos. Para comprender mejor a Antonio de Sosa hay que tener en cuenta que era un “papaz” cautivo, en Argel, con toda la agresividad hacia su persona que ello traía consigo. Precisamente eran los moriscos de origen español los que manifestaban mayor odio. En Argel, con turcos, árabes, cabiles y suawa (azuagos), los moriscos españoles constituían una minoría apreciable: “La cuarta manera de moros son los que de los reinos de Granada, Aragón, Valencia y Cataluña se pasaron a aquellas partes y de continuo se pasan con sus hijos y mujeres por la vía de Marsella y de otros lugares de Francia, do se embarcan a placer, a los cuales llevan los franceses de muy buena gana en sus bajeles. Todos ellos se dividen, pues, entre sí de dos castas o maneras, en diferentes partes, porque unos se llaman mudéjares (“Modexares”) –y éstos son solamente los de Granada y Andalucía–, otros tagarinos, en los cuales se comprenden los de Aragón, Valencia y Cataluña. Son todos éstos blancos y bien proporcionados, como aquellos que nacieron en España o proceden de allá. Ejercitan éstos muchos y diversos oficios, porque todos saben alguna arte. Unos hacen arcabuces, otros pólvora, otros salitre, otros son herreros, otros carpinteros, otros albañiles, otros sastres y otros zapateros, otros olleros y de otros semejantes oficios y artes. Y muchos crían seda, y otros tienen boticas en que venden toda suerte de mercería. Y todos en general son los mayores y más crueles enemigos que los cristianos en Berbería tenemos, porque nunca jamás se hartan o se les quita el hambre grande y sed que tienen entrañable de la sangre cristiana. Visten todos éstos al modo y manera que comúnmente visten los turcos… Habrá de todos éstos en Argel hasta mil casas” (17). Uno de los relatos de martirios de Sosa puede servir para ilustrar aquella realidad. Es el más largo, casi una “novela” corta, de los que evoca en su diálogo de los mártires; en él se barajan todos los elementos necesarios para comprender aquella situación: moriscos valencianos de Oliva instalados en Cherchell (Sargel), con parientes en Valencia y uno de los suyos, corsario, en poder de la Inquisición; “papaz” cautivo comprado por los familiares del reo con intención de cangearlo por su pariente preso, “papaz” redentor que intenta interceder y final terrible. Todo ello pocos años después de la guerra de las Alpujarras y de la batalla de Lepanto, en 1576, recién llegado Antonio de Sosa a Argel y algunos meses después de la llegada del cautivo Miguel de Cervantes. “En tiempo de… Rabadán Bajá, renegado sardo, en el año de 1576, un lunes, dos del mes de junio (sic, por julio), hasta veinte turcos y moros de una fragata –que así llaman a los bergantines–, que era de once bancos”, desembarcaron en la costa catalana e hicieron cautivos a “nueve cristianos que iban hacia Tarragona y otras partes”, entre ellos a un religioso valenciano de la orden de Montesa llamado fray Miguel de Aranda; al día siguiente cautivaron “cuatro cristianos que pescaban en una barca más adelante…, en un lugar que se dice el Torno; y satisfechos de esta presa de trece cristianos, se volvieron a Berbería en dos días. Y a los cinco del mismo mes llegaron con su presa a Sargel, un lugar de razonable puerto que está, para poniente, distante de Argel sesenta millas, que será de hasta mil casas y todas de moriscos que de Granada, Aragón y Valencia han huido y pasado a Berbería para vivir en la ley de Mahoma libres a su placer”. Uno de aquellos moriscos, Caxetta, originario de Oliva en Valencia, acudió al puerto a ver la nave corsaria y al enterarse que todos los cautivos eran valencianos y catalanes, “entró luego al bajel y llegándose a los cristianos de Valencia que le fueron mostrados comenzó a rogarles que le diesen nuevas de un hermano suyo que le dijeron estar en Valencia preso”. “Y fue el caso desta manera: “Al tiempo que este moro se vino del reino de Valencia huido a Berbería, vino con él otro su hermano mayor, el cual se llamaba Alicax. Y ambos trujeron sus hijos y mujeres y algunos parientes. Después que ya estaban de asiento en aquel lugar de Sargel, como el Alicax, hermano mayor, era hombre animoso y muy plático en la mar, y particularmente en la costa del reino de Valencia en que naciera y se criara, haciendo muchos años él oficio de pescador, armó, en compañía de otros moros de Sargel –y también pláticos en España y que de allá habían huido–, un bergantín de doce bancos; con el cual robaba por toda aquella costa muy gran número de cristianos que vendía en Argel. Y también traía otros muchos de los moriscos de aquel reino, pasándolos a Berbería. “Con el próspero suceso de estas cosas andaba el Alicax tan ufano que, para mostrar a todos cuánto era venturoso, pintaba todo de verde su bergantín y le traía con muchas banderas y gallardetes, que era cosa de ver. “Pero al cabo de algunos tiempos sucedióle lo contrario; porque encontrando con él en la costa del reino de Valencia ciertas galeras de España, le cautivaron con el bergantín. Tomado de esta manera y puesto luego al remo, como suelen a tales hacer, el señor conde de Oliva, cuyo vasallo fuera, que eso supo, procuró de traerle a sus manos para castigarle porque en sus tierras más que en otras, como en ellas era nacido y plático, había hecho notables daños; y particularmente llevado a Berbería gran número de moriscos sus vasallos. Mas los inquisidores de aquel reino de Valencia, informados de lo mismo y siendo los delitos de este moro tan enormes y el castigo de ellos tocante al Santo Oficio, le hicieron llevar a Valencia a las cárceles de la Inquisición; donde estaba este tiempo que el hermano preguntaba a los cristianos cautivos si habían nuevas de él”. Fue uno de los cautivos, “Antonio Esteban, casado en Valencia en la parroquia de San Andrés a la Morera –de quien yo supe todo este cuento– y que conocía muy bien a ambos los hermanos moros porque cuando ellos estaban en España pescara algunas veces juntamente con ellos”, quien dijo a Caxetta “que muy bien conocía a su hermano Alicax, que vivo era y que estaba en Valencia preso, y que placiendo a Dios presto habría libertad, no osando decir que estaba en las cárceles del Santo Oficio”. La razón era sencilla: la prisión en la Inquisición hacía improbable el rescate de Alicax, mientras que si estaba cautivo de un particular bien podía ser que el rescate fuera posible. Fue grande la “cólera y furia” del hermano del corsario y poco después, tras consultar con la mujer e hijos de su hermano y con otros parientes, decidieron “comprar alguno de aquellos cristianos que fuese de Valencia natural para que éste se obligase y les prometiese de dar en trueque y cambio de su persona a su pariente” preso en Valencia. Y se decidieron por el fraile Miguel de Aranda, “el más principal” de los cautivos como “persona honrada y religioso sacerdote”. El domingo 15 de julio, en Argel, y después de los tres días preceptivos –“que por costumbre y usanza de la tierra tantos ha de andar en pregón el cautivo antes que su precio y compra se remate”–, Caxetta recibió al esclavo Aranda después de pagar “650 doblas, que hacen 260 escudos de oro de España”. Y comenzó el calvario del fraile valenciano; dos días de camino hasta Cherchell, las cadenas, el trabajo “noches y días cavando la tierra’ y otros trabajos domésticos para forzarle “a darles lo que pedían”, seguridades en el cange con el pariente preso. “Y como estos moros tornadizos y huídos de España sean los mayores y crueles enemigos que los cristianos tenemos, y principalmente siendo como son una viva llama de odio entrañable contra todo español, no se hartaban sus amos, como los demás moros de aquel lugar, de maltratarle y decirle infinitas desvergüenzas, vituperios e injurias”. Pocos meses después la familia de Alicax tuvo noticias de su muerte por boca de “algunos moros que de Valencia huyeron –como hacen cada día–” y cómo “Alicax, después de estar preso en el Santo Oficio algún tiempo, al último fuera condenado por sus grandes culpas y delitos, por haber estado siempre pertinaz en todas las audiencias que le dieron, sin jamás reconocer sus culpas, antes muy obstinadamente diciendo que era moro y que moro quería morir; y, finalmente, que relajado a la justicia seglar fuera, en principio de noviembre del año de 1576, públicamente quemado en la ciudad de Valencia. No se puede declarar el dolor, llanto y pesar que esta nueva causó en aquellos moros, y la rabia y furia con que al momento se embravecieron contra el inocente padre fray Miguel”. El desenlace se anunciaba dramático, aunque no llegaría hasta seis meses después. Miguel de Aranda había escrito a Valencia relatando su situación y la llegada a Argel del mercedario fray Jorge Olivar (Geoge Oliver, escribe Sosa), comendador de la Merced de Valencia, como redentor de los cautivos de la corona de Aragón, hizo albergar esperanzas de la posibilidad de rescate del fraile cautivo ya que sus amos eran “más pobres que ricos”. La reacción de Caxetta y sus parientes fue muy otra a la que pensaran, sin embargo, y deseosos de que su venganza fuera más ostentosa decidieron quemar al fraile Aranda en Argel, “donde tanto número de cristianos había de todas las tierras de la cristiandad, para que en todas partes fuese el caso más sabido y sonado”. Una vez en Argel, Caxetta se puso en contacto con la colonia morisca de aquella ciudad y comenzaron la negociación oficial para lleva a cabo su intento. “Y primero de todo, señalaron allí cuatro de los más graves y de más reputación para que acompañasen al moro Caxetta cuando fuese a hablar al rey (Rabadán Bajá) y pedir aquella licencia” para quemar al fraile cautivo. Las razones de los moriscos eran de peso en aquellas circunstancias: “que era servicio de Dios poner freno y miedo a los inquisidores de España para que no maltratasen a los moriscos que a Berbería se fuesen y volviesen al servicio y ley de Mahoma; importaría, y aún era necesario, quemar dos o tres, o más, y aún cuantos pudiesen de los más principales cristianos que hallasen; y que si fuesen sacerdotes –a los cuales llaman ellos papaces– sería tan mejor y más agradable a Dios. Porque éstos, decían ellos, son los que aconsejan en España y predican que los nuestros sean perseguidos y maltratados”. La colonia morisca en Argel estaba tan decidida a llevar a cabo aquel proyecto que entró en tratos con Morat Raez Maltrapillo, un renegado español natural de Murcia, para que le vendiese un cautivo suyo, también sacerdote y valenciano, con el fin de quemarle a la vez que al fraile Aranda; este eclesiástico había sido capturado hacía poco en la galera San Pablo, de la orden de Malta, precisamente en la que había llegado cautivo a Argel Antonio de Sosa, a principios de 1576. “Pero como el renegado tenía ya tallado y casi que rescatado al cristiano, no se movió a hacer lo que le pedían, y principalmente porque el padre fray George Olivar, redentor, le rogó no permitiese cosa de tanta crueldad”. Finalmente, el 17 de mayo, después de una entrevista con el rey de Argel en la que volvieron a insistir en la conveniencia de “dar alguna muestra de cuánto sentían el mal tratamiento y persecución que a los moros de España se hacía”, Ramadán Bajá permitió a los moriscos argelinos que hiciesen “como mejor les pareciese… Ya tenían licencia para quemar vivo a un papaz cristiano”. “Tras esto se desmandaron luego de tal modo contra los cautivos cristianos que, no contentos con decirles mil afrentas de perros, canes, cornudos, traidores y otras, como suelen, los amenazaban que presto los habían de quemar todos como al papaz que luego verían tostar; y, tras esto, les daban mil bofetones y puños, y trataban de tal suerte que ningún cristiano osaba pasar por donde vía estar moro, tagarino o mudéjar (“modexar”), porque ansí llaman a los moros que de España se huyeron”. En aquel ambiente de “la ciudad muy revuelta”, el redentor Olivar –que acababa de rescatar al hermano de Miguel de Cervantes, Rodrigo, por trescientos ducados (18)–, hizo un nuevo intento de intercesión ante el rey Rabadán Bajá, aunque sin éxito, y obtuvo de él una contundente respuesta: “que él no se podía oponer a la furia popular y peticiones de tantos moros que aquello demandaban y querían”. En algún sector de los medios corsarios de la ciudad debió manifestarse también cierto malestar frente a la pretensión de los moriscos de origen español. Un corsario, “Yza Raez, que era venido de Nápoles no había muchos meses –donde con salvoconducto había ido a tratar un pleito sobre una fragata y ciertos cautivos cristianos que pretendía habérselos tomado injustamente en la isla de Cerdeña, por estar haciendo rescate con la bandera alzada, y acuérdome yo haberle visto en Nápoles el enero de 1579 (sic, por 1576, sin duda)–, cómo allá el señor don Juan de Austria le hizo muchas mercedes y, generalmente, en todos había hallado mucha cortesía y justicia, oyendo decir que los moros querían quemar vivo a un papaz cristiano…, escandalizóse extrañamente” y manifestó en público muchas veces ese rechazo. Los moriscos, enterados de ello, quisieron castigarle igualmente y Ramadán Bajá hubo de prometerles, para calmar su enojo, “que él mandaría castigar” al dicho arráez Iza. Y, así, el 18 de mayo comenzó la gran catarsis, el suplicio del desventurado fraile cautivo. Durante todo el día prepararon en el muelle el lugar donde había de ser apedreado y quemado, atado al asta de un áncora de galera. “Concurrió allí un gran número de turcos y moros de toda suerte, alarbe, cabayles, azuagos y, principalmente, muchachos, que de grande contento y alegría de aquella fiesta daban voces y alaridos tan grandes que rompían el aire… Andaban muchos de ellos, quien con platos y quien con pañizuelos en las manos, demandando entre los turcos, renegados y moros limosna para ayuda de pagar al moro que comprara al siervo de Dios lo que costara”. A las cinco de la tarde fue llevado el fraile Aranda al suplicio y, maltratado por todos a su paso, en especial por el morisco Caxetta, “porque todos mirasen y viesen cómo vengaba a su hermano”, fue apedreado y luego quemado. Antonio de Sosa narra con todo pormenor de detalles el suplicio, a la manera de los martirologios clásicos, y termina con un breve retrato –“de cincuenta años, poco más o menos, tenía en la barba y cabeza muchas canas; era más que de mediana estatura, un poquito grande, carilargo, ojos grandes y nariz longa”–, como en todos los relatos restantes de su Diálogo de los mártires (19). —————— NOTAS: (11).- Haedo, II, p. 176. (12).- Cabrillana, art. cit. en nota (9), p. 312. (13).- Saben a poco los estudios sobre la cuestión, como el de S. García Martínez Bandolerismo, piratería y control de moriscos en Valencia durante el reinado de Felipe II, Valencia 1977, Universidad de Valencia. (14).- Haedo, II, p. 29. (15).- Ib., p. 27. (16).- Bodin, IV, VII, pp. 208-209. (17).- Haedo, I, pp. 50-51. (18).- Ver Canavaggio, op. cit., c. 2, pp. 76 ss. (19).- Haedo, III, pp. 137 a 155. Este es el relato 23 de la edición de este diálogo de la ed. Hiperión, preparada por E. Sola y J.M. Parreño.

Emilio Sola 15 febrero, 2012 15 febrero, 2012 ARGEL, cautiverio, corsarios, frailes, inquisición, moriscos, muertes crueles
Historia de un desencuentro: Capítulo 10

CAPÍTULO X.   1. LA EXPEDICIÓN DE SEBASTIÁN VIZCAÍNO.   El 27 de octubre de 1610 llegaba a Matachel, patient en la costa mexicana del Pacífico, salve la nave San Buenaventura y en ella Rodrigo de Vivero y el franciscano Alonso Muñoz, este último en calidad de embajador de los Tokugawa ante el virrey de México y el rey de España; viajaba también en la expedición un grupo de japoneses, a su cabeza Tanaka Shosuke y Shuya Ryusay.   Las cartas de que era portador Alonso Sánchez –de idéntico contenido, para el virrey y para el duque de Lerma– eran las que el también franciscano Luis Sotelo había negociado en enero en Suruga y más tarde Rodrigo de Vivero había recogido en su segundo viaje a la corte Tokugawa; Luis Sotelo dejó testimonio minucioso de la preparación de esas cartas, cuyos originales están en el Archivo de Indias de Sevilla muy bien conservados, dos documentos de gran belleza. Y en ellos, la petición formal de relaciones comerciales entre Japón y la Nueva España.   La recepción de la embajada en México debió ser brillante; Tanaka Shosuke pasó a ser conocido como Francisco de Velasco, que hace pensar en un solemne bautismo bajo el patrocinio del virrey[1]. Rodrigo de Vivero, por su parte, debió insistir a las autoridades hispanas que respondiesen satisfactoriamente a los Tokugawa. Mientras Alonso Muñoz continuaba a Madrid con la embajada japonesa, en México plantearon la respuesta de la embajada como de agradecimiento y devolución de lo que los japoneses habían prestado a Vivero; para el fondo de la embajada, el comercio entre Japón y Nueva España, se demoraba la respuesta a lo que se acordara en Madrid tras la negociación de Alonso Sánchez; a finales de 1611 el embajador estaba en la corte hispana con los escritos más representativos de Rodrigo de Vivero en defensa del trato con los japoneses desde Nueva España.   El virrey de México, Luis de Velasco, preparaba por entonces una expedición de descubrimiento de las Islas Ricas de oro y plata, al mando de Sebastián Vizcaíno, y decidió que se hiciese cargo también de la embajada virreinal para Ieyasu y su hijo el shogún. Se pensó en hacer el viaje en el San Buenaventura, y con este fin se les compró la nave a los japoneses. También se convocó una junta en la que participaron algunos pilotos, el visitador general de la Nueva España Juan de Vilela, Antonio de Morga, Alonso Muñoz, el procurador de las Filipinas Hernando de los Ríos Coronel o el propio Sebastián Vizcaíno, de la que salió el acuerdo de que el viaje se hiciese directamente a Japón con la disculpa de la embajada; tras, la embajada, Vizcaíno debería pedir permiso para demarcar y sondar los puertos, bahías y ensenadas de la costa oriental japonesa, así como construir y aviar un nuevo navío con el que –tras invernar en Japón– en la primavera o en el verano comenzase la navegación de descubrimiento de las islas Ricas y el regreso a Nueva España.   El 22 de marzo de 1611, a mediodía, la expedición de Sebastián Vizcaíno salió de Acapulco en el galeón San Francisco y dos días más tarde salieron los navíos de Filipinas en los que iba aviso de este viaje[2]. La expedición no llevaba mercancías para comerciar con Japón, salvo alguna ropa para necesidades de la expedición misma, con el fin de no adelantarse a la decisión de la corte hispana en lo referente de una nueva ruta comercial. Tanaka Shosuke –o Francisco de Velasco– y los veintidós japoneses que le acompañaban volvían a Japón con Vizcaíno, además de una amplia tripulación y seis frailes. Durante dos meses largos la navegación no tuvo especiales dificultades, pero el 28 de mayo hubo avería en el barco y durante más de una semana sufrieron tempestades y viento desfavorable del sudoeste que impedía progresar mientras no amainara. El 8 de junio avistaron tierra, estando a más de 38 grados de latitud norte según sus cálculos, y al día siguiente supieron que era la costa de Japón, a unas cuarenta leguas de Uraga, en donde desembarcaron el día 10 de junio según la cuenta de los días que llevaban desde México, pero sábado 11 de julio, día de San Bartolomé, en Japón. El mismo día de su llegada a Uraga, Tanaka Shosuke fue enviado a dar noticia de lo sucedido a la expedición japonesa a México y Vizcaíno escribió brevemente a Ieyasu y al shogún Hidetada dando cuenta de su llegada con la embajada hispana y pidiendo permiso para pasar a Yedo y Suruga, las cortes del shogún y de Ieyasu.   En Uraga, mientras Sebastián Vizcaíno esperaba la respuesta de los Tokugawa, fue bien hospedado y atendido, entre constantes muestras de curiosidad por parte de los japoneses. El 16 de junio llegó la invitación de Hidetada para que Vizcaíno fuese a Yedo a presentar su embajada, y hacia allí se puso en camino al día siguiente el embajador; llevaba como acompañamiento treinta hombres con sus arcabuces y mosquetes, bandera, estandarte real y caja[3], así como algunos religiosos y japoneses de los que habían venido con él en el San Francisco. Llegó a Yedo en el día y fue recibido y hospedado por el que los hispanos denominaban General de las funeas –nombre que se les da al tipo principal de nave japonesa– y por su hijo, quienes se ocuparon del embajador hispano la mayor parte del tiempo que éste pasó en Japón.   Previo a la embajada se trató del protocolo, como en ocasiones anteriores, y en este punto el embajador hispano se mostró exigente, negándose a seguir el antiguo ceremonial japonés que era, en viendo la cara del príncipe, hincar las rodillas ambas en tierra, manos y cabeza, hasta que el príncipe diese señal. Muy al contrario, Sebastián Vizcaíno exigió que se le recibiese como se solía hacer en España, con las mismas reverencias y acatamiento que a su rey se acostumbraba a hacer, y señalándole un asiento cerca del shogún de tal manera que pudiera oír sus palabras. Llegó incluso a amenazar con volverse a México sin dar la embajada, ante de que su rey perdiese un punto de su grandeza, pues es el mayor señor del mundo. La discusión por cuestiones de protocolo llegó a molestar a los japoneses; el escribano del galeón Alonso Gascón de Cardona lo reconoce así y así se lo reprocharon a Vizcaíno algunos contemporáneos. Finalmente, los japoneses accedieron a que el embajador diese la embajada a su usanza, con mínimas limitaciones sobre el lugar que había de ocupar ante el shogún.   Por fin, el 22 de junio a las diez de la mañana Sebastián Vizcaíno, acompañado de su anfitrión japonés, los frailes Luis Sotelo, Pedro Bautista y Diego Ibáñez y un vistoso cortejo de hispanos con bandera, estandarte y armas, acudió al palacio del shogún entre muestras de admiración popular. Luis Sotelo y Pedro Bautista hicieron de intérpretes, que lo hicieron muy bien. Después de recibir a Sebastián Vizcaíno, el shogún dio permiso para que pasaran a verle los españoles que le acompañaban; los cuadros que traía para Ieyasu los dejó Vizcaíno en la corte de Hidetada, a petición de éste, que se interesó mucho por pinturas tan realistas y quiso conservarlas para mostrarlas a su mujer e hijo. El regreso de Vizcaíno y su séquito a la posada fue bulliciosa, entre disparos de arcabuces y mosquetes; que aunque sólo eran 24 hispanos, hicieron tanto ruido en una ciudad tan grande como ésta que causó admiración. Al día siguiente el embajador visitó y llevó regalos a los cortesanos más influyentes y el día de San Juan, cuando iba a misa a la iglesia de los franciscanos, conoció a Date Masamune, daimyo de Sendai, con el que no había de perder el contacto en lo sucesivo.   El 25 de junio salieron los hispanos de Yedo con permiso para pasar a Suruga a la corte de Ieyasu; en el puerto de Uraga se detuvieron cuatro días para vender algunas mercancías, y recibieron una nota de la corte del viejo Tokugawa metiéndoles prisa para seguir el viaje. Cinco días después llegaban a Suruga, donde Sebastián Vizcaíno fue recibido por Tanaka Shosuke en nombre de Ieyasu; al día siguiente, el 4 de julio, Vizcaíno dio su embajada a Ieyasu –con sus regalos, los de los frailes y los del virrey–, sin ningún reparo en cuanto a protocolo salvo la orden de que no se dispararan las armas de fuego los hispanos como habían hecho en Yedo. La tarde de ese día y todo el día siguiente lo empleó el embajador en visitar y llevar sus regalos a diferentes cortesanos.   El 6 de julio Sebastián Vizcaíno entregó tres memoriales a Ieyasu y cuatro días después le eran concedidas las tres solicitudes: A) Permiso para sondar los puertos de Japón, con todo lo necesario para la operación a buen precio, y prometía una copia de la demarcación que se hiciese para el Tokugawa. B) Permiso para construir un navío, con facilidades de  mano de obra y materiales de construcción. C) Chapa o permiso de venta libre de las mercancías –ante ciertas dificultades surgidas–, como habían tenido los comerciantes japoneses que fueron a Nueva España.   En los días siguientes se abordaron algunas cuestiones de interés y Sebastián Vizcaíno llegó a hablar ante una junta de notables reunidos para la ocasión. Expuso el buen trato dado en México a los japoneses; el principal motivo de la embajada era certificar la amistad hispano-japonesa y saber el trato que iban a dar a los holandeses, enemigos de su rey; informó de la última campaña en Filipinas contra los holandeses, en la que capturaron o hundieron cuatro de sus cinco naves, e insistió en la consideración de los holandeses como vasallos rebeldes del rey Habsburgo y dedicados al robo de comerciantes en aquellos mares, tanto hispanos como japoneses. La corte Tokugawa aplazó la respuesta, dado que Vizcaíno iba a permanecer un tiempo en Japón, y a mediados de julio salieron de nuevo para Uraga. Allí se quedaron dos meses y medio, así para la venta de las ropas como para otras cosas, hasta 6 de octubre. En los medios hispanos se destacó el buen trato dado por el shogún al embajador y su gente –y ese mismo matiz aparece en las cartas de respuesta a México–, frente al más frío y menos generoso de Ieyasu –los hispanos debieron pagar parte de los gastos de su embajada–, y lo achacaron a su tacañería, por un lado, y al hecho de que se sintiera algo molesto por ser visitado en segundo lugar, después de su hijo Hidetada. Durante la estancia de la expedición hispana en Uraga preparando el sondeo de los puertos del norte, llegó a Japón una embajada portuguesa para quejarse por la quema del galeón Madre de Dios año y medio atrás, y el embajador Nuno de Sotomayor no obtuvo satisfacción del shogún, al decir de los hispanos. También recibió Vizcaíno la visita de una delegación holandesa, el día de Santiago, para quejarse de los malos informes dados a Ieyasu por los hispanos –ya la tregua de los 12 años en teoría era aplicable a las colonias–, pero recibieron una dura respuesta del embajador.   Durante quince días de octubre Sebastían Vizcaíno permaneció en la corte de Hidetada a la espera de los permisos –o chapas– del shogún para la expedición de demarcación y sondeo de los puertos orientales japoneses; durante esta segunda estancia del embajador en la corte shogunal, Hidetada pareció interesarse mucho por los asuntos hispanos; disculpó la cortedad de su padre Ieyasu en el recibimiento dado al embajador hispano, e incluso ofreció a Vizcaíno financiarle la construcción de la nave prevista para el viaje de regreso, dadas las dificultades económicas que le habían hecho desistir del proyecto original y utilizar el mismo galeón San Francisco con el que había llegado a Japón.   El 22 de octubre inició Vizcaíno su navegación hacia el norte del Japón, desde el puerto de Uraga, y llegó hasta una ciudad que el escribano del galeón, Alonso Gascón de Cardona, denomina Combazu, pasados ya los 40 grados al norte y tras señalar y sondar numerosos puertos. El regreso hacia el sur lo iniciaron el 4 de diciembre debido a la entrada del invierno; en la región de Senday encontraron nieve en muchos parajes.   Durante la expedición de sondeo Sebastián Vizcaíno conoció al daimyo de Senday, Date Masamune. En su palacio permaneció una semana y el daimyo se mostró muy interesado en tener amistad y comercio con el rey de España; como prueba de interés, había hecho ir a su corte al franciscano Luis Sotelo –allí se lo encontró Vizcaíno– y permitiría la predicación del cristianismo en sus tierras. En el viaje de regreso de Vizcaíno, fondeó en Senday el 9 de diciembre, pero Date Masamune no estaba allí; había viajado a Yedo para la visita anual al shogún que debían realizar todos los daimyos. Sebastián Vizcaíno se entrevistó con una junta de notables cortesanos, y estos le comunicaron el deseo de su señor de enviar embajada al virrey de Nueva España, al rey de España y al papa de Roma. Sebastián Vizcaíno contrató a pintores japoneses en Senday para que le dibujaran los mapas de la demarcación, ya que no contaban con un cosmógrafo en la expedición, y ante la importancia de los asuntos tratados en la junta con los notables de Senday prometió entrevistarse con Date Masamune en Yedo.   Allí estaba Vizcaíno el 30 de diciembre y obtuvo permiso del shogún para seguir con sus preparativos en Uraga. El daimyo de Senday, Date Masamune, se reunió de nuevo con Vizcaíno y Luis Sotelo, con muestras de afecto hasta excesivas, como sentar a comer a su mesa a un criado cristiano, lo que lo convertía a los ojos de embajador en el más firme aliado de los hispanos en Japón. En Uraga, desde su llegada el 4 de enero de 1612, los expedicionarios  comenzaron a percibir recelos a causa de la intervención de los holandeses –y el inglés Adams[4]– para poner en guardia a los Tokugawa contra ellos: los fines de aquel viaje de los hispanos podría ser agresivo, con lo que el sondeo de puertos y demarcación de la costa eran un peligro; entre los objetivos de la expedición, descubrir las islas Ricas en Oro y Plata, de situación incierta, podría afectar a los intereses japoneses. El escribano Alonso Gascón de Cardona recoge aquellos debates con sencillez y cómo fueron percibidos por los hispanos; de los medios cortesanos japoneses se respondía con arrogancia, tratando con desdén la amenaza hispana pues consideraban que Japón tenía fuerza suficiente para defenderse; en cuanto a las islas Ricas, aunque mostraban la intención de intervenir si dichas islas perteneciesen al archipiélago japonés, en la corte tokugawa decían alegrarse de dicho descubrimiento si era en parte acomodada para tener contrato, que era lo que estimaba y quería y no otra cosa. Sebastián Vizcaíno explicó el proyecto, dejando claro que no había trato doble con los japoneses, e invitó a llevar en el viaje de exploración a algún observador japonés, reafirmándose en la mala voluntad de los holandeses en aquel asunto.   Hasta mediados de mayo Vizcaíno se entretuvo entre el puerto de Uraga y la corte de Yedo con las diversas diligencias para su regreso, y a partir de entonces captó ciertas reticencias en los medios oficiales japoneses hacia los hispanos. Durante cuatro meses hubo de peregrinar entre Uraga, Suruga, Fuxime, Osaka, Sakay, Meaco y Yedo, remisos los Tokugawa a conceder un despacho definitivo. Los hispanos lo relacionaron más con Ieyasu y su cambio de actitud por entonces que había de manifestarse en desfavor a los predicadores cristianos. Después de muchas dificultades –empeños de hacienda para obtener el préstamo permitido de dos mil taes de plata o dificultades para vender algunas mercancías–, obtuvo el embajador presente y cartas para el virrey de Nueva España y el 16 de septiembre se hizo a la mar en Uraga. Circunstancias adversas habían de retrasar un año su llegada a México, sin embargo.     2. LA EMBAJADA DEL DAIMYO DE SENDAY DATE MASAMUNE.   La gestión de Sebastián Vizcaíno en Japón fue juzgada con dureza en su tiempo: había llevado demasiadas mercancías, había sido codicioso y su comportamiento altivo en la corte tokugawa tan contraria a la actitud manifestada por Vivero[5]. Las cartas que le dieron para el virrey de México eran también significativas[6]; la de Hidetada trataba exclusivamente de la amistad entre ambos pueblos y el gran deseo del shogún de continuar el trato entre Japón y Nueva España; la de Ieyasu, además de manifestar su deseo de que se continuara enviando naves de comerciantes, a las que prometía buen recibimiento en sus puertos, explicaba con sutiles razonamientos cómo los japoneses no estimaban la ley de los cristianos. Entre el 16 de septiembre y los primeros días de noviembre Vizcaíno se dedicó a localizar las islas Ricas, sin éxito, y una serie de tormentas le obligaron a regresar a Japón, en donde tomó puerto con graves averías el 7 de noviembre. Esta forzada segunda estancia fue desgraciada para el embajador hispano; tardó cinco meses en que le recibieran en la corte o le dieran algún tipo de respuesta y terminó enfrentado con los franciscanos, en particular con Luis Sotelo, a los que acusó de haber influido en que no les quisieran prestar dinero para aviar el San Francisco para el regreso a Nueva España. La escisión en el partido castellano-mendicante parecía acentuarse, tras las discrepancias globales entre Vivero y Cevicós. Cuando Sebastián Vizcaíno y los compañeros de expedición parecían haber perdido toda esperanza de aviar el San Francisco, les llegó un ofrecimiento providencial del daimyo de Senday, Date Masamune: en una carta le comentaba la posibilidad de construir un navío, para el que tenía cortada la madera incluso, y se lo ofrecía para hacer el viaje a Nueva España. Vizcaíno consiguió unas capitulaciones bastante favorables, con facilidades para el paso de Uraga a Senday, en donde se construía el navío, y de allí a México sin demasiados gastos; más tarde se quejaría del mal cumplimiento de estos acuerdos, ya en polémica con Luis Sotelo. Hasta el 27 de octubre de 1613 no pudieron salir de Senday y el 26 de diciembre llegaban a Nueva España en aquella nave a la que llamaron San Juan Bautista.   El verdadero artífice de aquella operación había sido el franciscano Luis Sotelo. En el buen relato que Lera hace de esta embajada, la figura de Sotelo es central; encargado por Hidetada de llevar cartas a México y a España, en contestación a las llevadas por Vizcaíno a Japón, y ante la tardanza de la respuesta a las llevadas dos años atrás por Alonso Muñoz, debía hacer el viaje en una nave construida por el shogún que salió el 23 de octubre de 1612 –un mes y una semana después de que Vizcaíno dejara Japón por primera vez en el San Francisco; a causa de las tempestades, el navío japonés había tenido que regresar y esa había sido la causa de que el shogún aprisionara a Luis Sotelo y lo condenara a muerte. La intervención de Date Masamune le salvó, y el daimyo de Senday decidió enviarlo como embajador suyo a España.   Así pues, el 27 de octubre de 1613 salió de Tsukinoura el navío del daimyo de Senday, el San Juan Bautista, y en él Sebastián Vizcaíno con los compañeros de expedición que no habían vuelto ya por las Filipinas, Luis Sotelo y Hasekura Rokuyemon, como embajadores de Masamune a España, con una comitiva de hasta ciento ochenta personas, entre ellas sesenta samurais y algunos negociantes[7]. El 26 de diciembre avistaron la costa de Nueva España a la altura del cabo Mendocino.         3. LA EMBAJADA DE ALONSO MUÑOZ EN ESPAÑA.   En el otoño de 1611 Alonso Muñoz había llegado a la corte hispana, y con él el optimismo y entusiasmo de Rodrigo de Vivero y su visión castellanista y expansiva en Extremo Oriente. El 12 de diciembre el duque de Lerma enviaba al Consejo de Indias la correspondencia japonesa traída por Muñoz[8] y pocas semanas después el Consejo de Portugal, en dos consultas de enero de 1612, exponía –en los mismos términos de Juan Cevicós– la difícil situación en Extremo Oriente tras la irrupción de los holandeses y contra la apertura de comercio entre Nueva España y Japón. De ese momento también es un durísimo Discurso en que se ve cuánto importa al servicio de Dios y de vuestra majestad no abrirse la entrada de Japón a los religiosos por las Filipinas, con abundancia de datos estadísticos según los cuales el número de conversos japoneses logrados por los frailes hispanos es ridículamente corto frente al de bautizados por los jesuitas[9].   A finales de 1611 también, nada más conocer los informes de Japón traídos por Alonso Muñoz, el duque de Lerma trabó contactos discretos con Oldenbarnevelt; un fraile cristiano nuevo portugués, Martín del Espíritu Santo, disfrazado, se puso en contacto con el Abogado –Gran Pensionario– a través del mercader judío de Amsterdam y agente Duarte Fernández, amigo suyo también; Lerma y Oldenbarnevelt estaban interesados en convertir la tregua en paz perpetua; en síntesis de J.H. Israel, si los neerlandeses se comprometían a retirarse de las Indias Orientales, España consentiría en firmar una paz completa, con un reconocimiento perpetuo de la independencia neerlandesa[10]. Los planes expansivos hispanos en Oriente con la alianza del Japón, que los informes de Vivero dejaban entrever, debieron animar a Lerma en estas negociaciones secretas. Oldenbarnevelt pidió que la corte hispana formalizara esta oferta; en la primavera –en abril–, un notable enviado de Lerma, Rodrigo Calderón, se desplazó a los Países Bajos con unas instrucciones secretas en las que se consideraba sustancialísima la retirada de los holandeses de Oriente; el precio de la paz completa, en palabras de Israel. La misión secreta terminó mal; Baltasar de Zúñiga, crítico con Lerma y embajador ante el emperador, hizo negar en público a Calderón su misión secreta nada más llegar a Bruselas, y el intermediario, el notario de Maastricht Paul Philip Coenvelt, fue encarcelado por orden del Archiduque de Austria por tratos con los holandeses a sus espaldas.   De manera simultánea, el Consejo de Indias definía su posición con claridad y contundencia en lo referente a los asuntos de Japón, a mediados de mayo de 1612: Se admita la comunicación, trato y comercio de aquel reino –Japón– con el de la Nueva España, como se tiene por Manila[11]. Era la base de un nuevo diseño, más castellanista, para una nueva política en Extremo Oriente. Pero un año después aún no se había formalizado aquella decisión en algo concreto; a la vez que fracasaba la misión secreta de Calderón, la correspondencia de Filipinas mostraba en la corte hispana la ruptura de aquel partido castellano-mendicante: en el verano de 1611 la Audiencia de Manila y el gobernador de Filipinas, por expreso deseo de la ciudad de Manila, se quejaban de las gestiones de Vivero y los franciscanos, movidos por sus fines particulares, para abrir el comercio entre Japón y Nueva España[12]. Una razón de seguridad para oponerse a la apertura de esa ruta era el peligro de la educación marinera de los japoneses, en buenas relaciones con los holandeses; la otra razón era meramente comercial: en Nueva España no había productos, salvo algunos paños poco vendibles, para atraer la plata japonesa. La correspondencia del verano de 1612 era aún más rotunda en sus formulaciones contra la ruta Nueva España/Japón: supondría la ruina de Macao y Manila[13]. El gobernador de Filipinas Juan de Silva echaba por tierra los planteamientos del ex-gobernador Vivero. La resolución final de la corte hispana se retrasaba.   En la primavera de 1613 el embajador Alonso Muñoz rogó rapidez en el despacho de la contestación a Japón, pues ya llevaba año y medio esperando los despachos y podía ser dañina tanta tardanza. Lerma pidió parecer al Consejo de Indias el 4 de mayo y menos de una semana después ya hay resolución[14]: contestar a Ieyasu y a Hidetada concediendo lo que pedían en cuanto a la apertura de ruta comercial entre Nueva España y Japón. A pesar de la oposición clara del gobernador Juan de Silva –aunque aún no se conociese en el Consejo de Indias la correspondencia y avisos del verano de 1612, sí se conocería la del año anterior–, en esos momentos en plena escalada bélica con los holandeses en Oriente, la política de Lerma pretendía amplia amistad y comercio con Japón, en la línea de Vivero cuando juzgaba más importante la amistad del Japón que la conservación de las Filipinas.   A lo largo de mayo y junio de 1613 se prepararon los regalos de la embajada y la carta a Tokugawa Ieyasu, que lleva tratamiento de Serenidad –como se usó en cartas similares al rey de Persia por entonces– y fecha de 20 de junio; en ella, junto a las muestras de amistad, recomendación de los frailes predicadores y del embajador, el rey de España le comunicaba que cada año se iba a enviar un navío de Nueva España a Japón[15]. Alonso Muñoz había propuesto una lista de cosas de interés que podían llevarse como presente de la embajada y el Consejo recordó una normativa de época de Felipe II por la que no se enviaban armas ofensivas como regalos en embajadas tales; la lista definitiva incluía desde cajas de jabón hasta cuadros de emperadores y emperatrices romanos, vidrios de Barcelona o Venecia y armaduras grabadas y doradas. La dinero para comprar los regalos se tomaría del procedente de las mercadurías de China para gastos de fletes y averías[16]. La carta para el shogún Hidetada no fue redactada hasta el 23 de noviembre, tras una petición de Alonso Muñoz en este sentido, en términos similares a la escrita para Ieyasu[17].   Finalmente, el rey daba cuenta al virrey de México de lo decidido y le ordenaba enviar un navío anual a Japón, aunque con amplio margen de iniciativa, según las circunstancias[18]. Era el triunfo total en la corte hispana de la postura más castellanista en Extremo Oriente, la formulada por Rodrigo de Vivero. Y en ese contexto se dio el regreso a México de Sebastián Vizcaíno y el envío de la embajada de Date Masamune a España con Luis Sotelo y Hasekura Rokuyemon.         4. SEBASTIÁN VIZCAÍNO Y LUIS SOTELO EN MÉXICO.   El 26 de diciembre de 1613 el navío japonés en que venía Sebastián Vizcaíno y la embajada de Date Masamune llegó a la costa mejicana y un mes después, el 28 de enero de 1614, tomaron puerto en Acapulco[19]. Sebastián Vizcaíno, con las cartas de los Tokugawa, y Luis Sotelo y Hasekura Rokuyemon con las del daimyo de Senday, venían enfrentados y ya en Acapulco ese conflicto estalló y a punto estuvo de provocar serios disturbios callejeros. Vizcaíno acusó a los japoneses de la expedición de adueñarse de cinco biombos y tres pares de armas del presente que él portaba de los Tokugawa, y Luis Sotelo comunicó las quejas de Hasekura Rokuyemon por maltrato y pagos exigidos de noventa mil pesos con la disculpa del mantenimiento y reparos de la nave; amenazó con regresar a Japón y el incidente de Acapulco  lo solucionó el virrey con una serie de disposiciones para proteger el trato de los comerciantes japoneses por las ciudades por donde pasaran, a la vez que se les confiscaban las armas hasta su regreso; Antonio de Morga fue el encargado de hacer cumplir aquellas disposiciones protectoras de la expedición japonesa[20]. Las penas publicadas contra quienes violaran las disposiciones protectoras de los japoneses, además de las de derecho, eran de quinientos pesos de multa y ser sacado en vergüenza pública, para los hispanos y hombres de renta, y cuatro años de galeras para los pobres, indios, mestizos, mulatos y negros.   La gestión de Sebastián Vizcaíno fue tratada con dureza en la corte virreinal. Ni descubrió las islas ni guardó las órdenes, resume Francisco de Huarte, en lo referente al descubrimiento de las Islas Ricas de Oro y Plata y a la orden de que no viniesen japoneses a Nueva España. El virrey ordenó investigar si se había excedido en sus atribuciones y hasta el obispo de Japón se quejaba del embajador hispano[21], cuyo sondeo de puertos japoneses levantara una campaña de los holandeses alertando a los Tokugawa contra los hispanos. Por su parte, el informe de Sebastián Vizcaíno era absolutamente desfavorable a la ampliación de las relaciones con el Japón de los Tokugawa; tanto Ieyasu como Hidetada odiaban la religión cristiana –como se advertía en las propias cartas de la embajada– y habían comenzado a perseguir a los conversos; los holandeses relacionaban la predicación con una posterior conquista y el envío de más frailes a Japón –uno de los puntos a tratar en Madrid por Sotelo y Rokuyemon– era perjudicial, en un momento en el que del país estaban saliendo frailes expulsados[22]. La embajada de Rokuyemon era meramente oportunista, estaría bien fuera de verdad, porque el interés de sus mercadurías les trae, y Luis Sotelo no traía licencia del shogún ni de sus superiores.   El partido castellano-mendicante en Extremo Oriente se disolvía entre disputas de comerciantes y frailes. Juan Cevicós, años después, atribuía ese enfrentamiento de Sotelo con sus correligionarios al propósito del sevillano de llevar franciscanos calzados a la predicación del Japón[23]. Fray Sebastián de San Pedro también escribió al virrey de México rogándole que impidiese a Luis Sotelo seguir adelante con su embajada; la embajada y navío del daimyo de Senday iban por instigación de Sotelo, pero sin permiso de sus prelados ni de los Tokugawa, que verían con desagrado que de Nueva España se enviase navío a tierras de Senday, con lo que podrían acusar a los cristianos de trato doble[24].   El virrey de México terminó de perfilar su postura también, contraria a la ampliación de relaciones con Japón; ya había trato por Filipinas, no hacía falta más, y lo que traían no era de importancia y sí podía generar un flujo nuevo de plata mexicana hacia Asia. De Japón, por lo que se va conociendo de la gente de él, no era conveniente que vinieran a México, y en el San Juan Bautista habían venido ciento cincuenta sin haber necesidad de tanta gente; belicosos y bien armados, deseaban ante todo aprender la navegación de altura y construir grandes barcos, lo cual era peligroso y lo favorecería la nueva ruta comercial. Consecuente con este análisis, el marqués de Guadalcázar esperaba indicaciones de la corte hispana antes de enviar de regreso a los comerciantes japoneses y el regalo y embajada de respuesta a los Tokugawa gestionados por Alonso Muñoz. El virrey decía de Sotelo que era persona de poco asiento; había sido parco en su recibimiento, pero le dejaba pasar a Veracruz para proseguir su viaje a España[25].       5. LA EMBAJADA DE HASEKURA ROKUYEMON EN MADRID Y EN ROMA.   Luis Sotelo y la embajada japonesa estuvieron en México hasta el 8 de mayo de 1614 y de allí fueron a San Juan de Uluá, en donde se embarcaron para España un mes después, el 10 de junio, en la flota de Antonio de Oquendo; a principios de agosto siguieron viaje desde La Habana en el galeón del general Lope de Mendáriz y llegaron a Sanlúcar de Barrameda el 5 de octubre[26]. Desde el mar, Sotelo y Hasekura Rokuyemon escribieron al rey Felipe III; el embajador japonés le rogaba que le recibiese pronto y le decía que el principal motivo de la embajada era pedir frailes para la tierra de su señor Date Masamune; Sotelo pedía que se recibiese bien la embajada de Masamune, poderoso daimyo japonés consuegro de Ieyasu y amigo de la ley de los cristianos[27].   La expedición fue alojada en Coria del Río quince días, hasta el 21 de octubre en que pasaron a Sevilla y fueron alojados en el Alcázar, a cargo de la ciudad y en un ambiente grato y festivo que Felipe III iba a agradecer a la ciudad en documento especial[28]. El Consejo de Indias encargó a Francisco de Huarte entrevistarse con Luis Sotelo y averiguar intenciones y alcance de la embajada; a pesar de las informaciones contrarias, sacó buena impresión de Sotelo y opinó que debía darse buena acogida a los embajadores para evitar posibles malas consecuencias futuras. La embajada del daimyo de Senday venía con consentimiento de los Tokugawa y en sustancia pedía religiosos, pilotos y marineros para proseguir la navegación y trato con la Nueva España, puerto, trato libre y sin imposiciones, ayuda a las naves y perpetua amistad con el rey de España y enemistad con sus enemigos. Una vez más, la vieja oferta de Rodrigo de Vivero.   También fue consultado el Consejo de Estado. A pesar de la oposición del duque del Infantado –al no traer cartas de Ieyasu, este podría enojarse, con lo que era mejor escribirle en este sentido sin recibir la embajada–, el Consejo de Estado acordó su recepción; con una pensión de doscientos reales diarios, la embajada se alojaría en el convento de San Francisco de Madrid; Alonso Muñoz debía desplazarse de Salamanca a Madrid para aclarar todos los extremos con Sotelo, y todo ello con la mayor brevedad[29]. Tres días después de esta consulta, salieron de Sevilla los expedicionarios. El 20 de diciembre entraron en la corte y el 30 de enero fueron recibidos por Felipe III, con un protocolo similar al utilizado con los nobles italianos, a quienes se equiparó el daimyo de Senday[30]. En febrero se bautizó Hasekura Rokuyemon y hasta el 22 de agosto permaneció en Madrid con Sotelo y sus acompañantes.   Durante los casi ocho meses que pasaron en Madrid, siempre en el convento de los franciscanos, Luis Sotelo negoció en la corte hispana una serie de puntos: A. Pasar a Roma con la embajada para negociar ayuda para la cristiandad japonesa. B. La creación de otros obispos en Japón de las órdenes mendicantes; el Consejo de Estado se opuso a ello por los gastos que suponía y no estar claro quién tenía el derecho de presentación en aquellas latitudes, si castellanos o portugueses. C. Frailes y fondos para la predicación de Japón; se le concedió hasta mil ducados y licencia para hasta veinte frailes, remitiéndose en ello al parecer del obispo y el gobernador de Filipinas. D. Asentar trato y comercio con el daimyo de Senday –el rey de Boxú–, con un navío, pilotos y marineros.   A la última cuestión, el Consejo de Indias fue contundente; ya tratado en la embajada oficial a Ieyasu y al shogún, a Date Masamune debía agradecérsele su oferta sin más. En un momento tan delicado, adoptó una actitud cautelosa: tratar esta materia casi insensiblemente, como va caminando, por quitar la ocasión de sospechas y de celos para que con ellos no se cierre las puertas el Emperador –Tokugawa Ieyasu– a lo que ahora sufre y disimula. Luis Sotelo y Hasekura Rokuyemon podían seguir viaje a Roma –tal vez en compensación a tanta negativa, pues tampoco se concedió un hábito de Santiago para el embajador japonés–, aunque se escribió al embajador conde de Castro que procurase que Sotelo no negociara nada en la corte pontificia de lo ya tratado con el rey de España[31].   El 22 de agosto de 1615 salieron de Madrid Sotelo y la embajada de Masamune; llegaron a Roma el 25 de octubre y permanecieron allí hasta el 7 de enero de 1616. Los pormenores del viaje, acogida y festejos en Roma, con otros pormenores, lo narró Scipión Amati, intérprete de la embajada desde España; también el conde de Castro resaltó el calor y la solemnidad de la corte pontificia en la recepción, aunque los resultados de la embajada fueron de poca consideración; Paulo V se remitió en todo al nuncio en España y al deseo de Felipe III[32]. A Sotelo se le reprendió a su regreso por haber intentado gestionar en Roma un obispado en Senday del que él mismo habría de ser titular y se le ordenó preparar con rapidez el regreso de la embajada a Japón [33] . Se le dio la carta para Masamune y el presente para que se le hiciese llegar a través de Filipinas, a la discreción del gobernador[34].   Para entonces la situación en Extremo Oriente se había vuelto muy compleja con la mayor violación de la tregua hispano-holandesa provocada por la Compañía de las Indias Orientales. Una flotilla de seis barcos, al mando de Joris van Spilbergen, atravesó el estrecho de Magallanes y en junio de 1615 hundía dos barcos hispanos frente a Cañete, en la costa peruana, causando casi medio millar de bajas a los hispanos; continuó la navegación hacia Acapulco, en donde canjeó veinte prisioneros por provisiones, y una parte de la flota se enfrentó a Sebastián Vizcaíno en una batalla campal en Zacatula, en el norte mexicano, antes de atravesar el Pacífico hacia Extremo Oriente[35]. Al regreso de Roma del embajador japonés, ya eran conocidas estas noticias en la corte hispana. Aunque la expedición de Spilbergen no había obtenido logros apreciables, significó para América una profunda y costosa conmoción. La fortaleza de San Diego en Acapulco, cinco costosos bastiones de piedra, o las defensas del Callao, en Perú –en las que el virrey gastó más de medio millón de ducados entre 1615 y 1618–, se inician entonces en el marco de un programa general de reforzar las antiguas fortificaciones y construir nuevas. Juan de Silva, en Manila, reunía una poderosa flota por entonces, que había de coordinar con la portuguesa de Malaca y que en los años sucesivos iba a combatir contra los holandeses en aguas filipinas. En Extremo Oriente la guerra era total, de hecho.   La embajada de Hasekura Rokuyemon había dejado de tener sentido, o al menos la importancia que hubiera tenido en otras circunstancias. En el verano de 1616 el embajador japonés no se pudo embarcar; una vez recibidas las cartas para su señor, sin las que no quería embarcarse, cayó enfermo. El Consejo interrumpió la correspondencia con el embajador, ya que estaban satisfechos todos los gastos del regreso; tras un último intento de aplazamiento del viaje, Luis Sotelo y Hasekura Rokuyemon se embarcaron el 4 de julio de 1617[36]. Su regreso a Japón, por las Filipinas, habían de hacerlo, una vez más, en el San Juan Bautista que para entonces había atravesado el Pacífico por tercera vez.           6. LA EMBAJADA DE DIEGO DE SANTA CATALINA Y FIN DE LAS RELACIONES OFICIALES HISPANO-JAPONESAS.   El 28 de abril de 1615, un par de meses antes de que la flotilla de Spilbergen atacase objetivos hispanos en la costa del Pacífico americano, el San Juan Bautista regresó a Japón después de un año y tres meses en Nueva España, y mientras la embajada de Masamune viajaba por Europa. Después de no pocas dudas, el virrey de México había decidido enviar en dicha nave las cartas de contestación a los Tokugawa que había gestionado Alonso Muñoz en la corte hispana, pero sin la claúsula que accedía al comercio entre Japón y Nueva España. En enero habían llegado avisos de Filipinas de que los frailes estaban siendo expulsados de Japón y el virrey decidió suspender el envío de la embajada, cuyo retraso mismo estaba en la raíz de aquellos acontecimientos sin duda; esa realidad –escribe el virrey– me obligó a no enviar el presente hasta tener nueva orden de vuestra majestad, pues llegará a mal tiempo a la parte de donde me echan los ministros del Evangelio, si bien hay que pensar en cómo se atajará que los holandeses no hallen allí toda la acogida que pretenden, de que podrían resultar otros daños[37]. Las nuevas órdenes de Felipe III llegaron enseguida y fechadas en los días en que Hasekura Rokuyemon había llegado a Madrid, en la navidad de 1614; las cartas rectificadas para los Tokugawa debían enviarse en el San Juan Bautista mismo, con orden rigurosa, bajo pena de la vida, de volver por Filipinas y no permitir que los japoneses se experimentasen en esa navegación[38].   El San Juan Bautista partió, pues, el 28 de abril y el 15 de agosto llegó a Uraga. No viajaba en él Alonso Muñoz, sino que fueron Diego de Santa Catalina y otros dos franciscanos los que acompañaron a los comerciantes japoneses en su regreso a Japón y llevaron la embajada y presente para los Tokugawa. Ya los esperaban en Uraga y de inmediato se informó a Ieyasu[39].   La llegada de la embajada hispana coincidía con un momento importante en el asentamiento de los Tokugawa en el poder; algo más de dos meses atrás, el 3 de junio, había finalizado la segunda campaña contra Hideyori, el hijo de Hideyoshi Toyotomi, con la destrucción del castillo de Osaka, último reducto hostil a la dinastía shogunal. La cristiandad sufría en aquel momento abierta persecución tras una serie de incidentes desafortunados en los que había mezclados cristianos japoneses y los frailes castellanos y los jesuitas estaban oficialmente desterrados del Japón desde un edicto general de expulsión del año anterior. La llegada de los tres frailes con la embajada, pues, no era muy afortunada; el propio Rodrigo de Vivero había recomendado que fuese por embajador un caballero[40]. Los portadores de la embajada tuvieron que pagar a su costa los gastos de viaje y estancia, así como esperar más de dos meses en la corte de Ieyasu antes de ser recibidos por éste.   La recepción de la embajada por Ieyasu fue de gran frialdad y no hubo lugar para tratar nada de interés con los cortesanos. Despachados a Yedo, a la corte shogunal, se fue dilatando la recepción por Hidetada al mismo tiempo que los hispanos se iban enterando del desagrado causado por el texto de la carta a Ieyasu, al recomendársele los frailes cuando él los había expulsado de sus tierras. Cada vez más aislados, los hispanos ya no tenían autonomía ni siquiera para decidir cómo volver a Filipinas o a Nueva España. El 1 de junio de 1616 murió Tokugawa Ieyasu, una disculpa para que el shogún aplazara una vez más la recepción de la embajada, a pesar de haber recibido una de ingleses y otra de holandeses en ese tiempo . La persecución contra los cristianos y las injusticias sufridas por algunos españoles y portugueses en Japón narradas con gran minuciosidad por Diego de Santa Catalina, mostraban a las claras la elección del shogún.   Sin ser recibida la embajada por el shogún, los hispanos recibieron la orden de embarcarse en el San Juan Bautista: el navío debía volver a Nueva España a recoger al embajador de Date Masamune, de quien era la nave. Alegaron la prohibición del virrey, bajo pena de muerte, de hacer esa navegación, pero hubieron de obedecer por fuerza. El 30 de septiembre de 1616 salieron de Japón los tres frailes, a quienes se unieron otros dos de los expulsados, y en febrero de 1617 llegaron a un puerto de la provincia de Guadalajara, en la bahía de Tintoque, después de una larga y penosa navegación en la que murieron hasta cien personas de las que viajaban en el navío[41].   La llegada de nuevos comerciantes japoneses y el presente no recibido por el shogún, hizo que el virrey de México volviera a consultar a la corte de Felipe III qué hacer. A los comerciantes les cobró los derechos que pagaban las mercancías de Filipinas y con la respuesta de la corte hispana, en el verano, salía para México Hasekura Rokuyemon y Luis Sotelo. El presente del shogún debía ser vendido y su dinero restituido a la caja de origen; los comerciantes japoneses debían emplear en productos de Nueva España lo vendido y no sacar plata; Hasekura y sus compañeros de embajada debían volver también a Japón en el San Juan Bautista, vía recta o por Filipinas, al parecer del virrey, pero no debían ir pilotos hispanos a Japón por el peligro que correrían[42]. Al carecer los japoneses de pilotos y marineros para hacer el viaje, el navío japonés volvió por Filipinas, con la flota del nuevo gobernador Alonso Fajardo. Salieron de México el 2 de abril de 1618 y llegaron a Manila en julio. En 1620 Hasekura Rokuyemon volvió a Japón y dos años después Luis Sotelo. Pero las relaciones hispano-japonesas no se restauraron. Prácticamente habían dejado de existir tras 1614.           7. FINAL.   De las Filipinas, desde ese año de 1614, sólo llegaban avisos de la persecución a los cristianos japoneses y la ciudad de Manila llegó a quejarse de lo numerosa que era la colonia japonesa; de los hombres con los que el gobernador Juan de Silva contaba en Manila, mil quinientos eran hispanos y quinientos japoneses, proporción en verdad alta[43]. Desde ese año llegaron a Manila frailes y cristianos japoneses y la primera reacción del gobernador había sido enviar una gran embajada al shogún, aunque desistió de ello. No hay noticias del navío anual a Japón desde ese año tampoco[44]. La expedición holandesa al mando de Laurens Reael, de corso ese año por aguas de Filipinas, y los preparativos navales y defensivos en Manila pasaban a ser lo más principal para la gobernación.   Sobre la persecución de la cristiandad japonesa se siguió escribiendo y polemizando mucho, tanto en los medios portugueses como castellanos; sin la dureza de años anteriores, pero aún con fuerza. Buen testimonio de aquella literatura polémica es una exposición sobre las causas de la persecución de fray Sebastián de San Pedro, de 1617, o la disputa surgida a raíz de una carta atribuida a Luis Sotelo, a la que Juan Cevicós hizo extensa réplica[45]. La amplia literatura misionológica de la época también se hizo eco de esa polémica.   La persecución contra los cristianos, que significaba el fracaso de las relaciones entre Habsburgos y Tokugawas, había sido decretada justo en el periodo final de la instauración de esta dinastía shogunal; en Sekigahara muchos cristianos, como el daimyo don Agustín, habían estado en el bando contrario a Ieyasu, y también había muchos cristianos en el bando de Hideyori, el hijo de Hideyoshi Toyotomi, vencido y muerto sólo un año antes de la desaparición del propio Ieyasu. Influyó también la privanza de Hayashay Razan, enemigo de la influencia de bonzos y cristianos, y el malestar que entre los bonzos causaba la tolerancia religiosa de Ieyasu. Los hispanos del momento vieron una posible causa en las maniobras de Harunobu, daimyo cristiano de Arima, para adueñarse de la fortaleza Isahaya de Hyzen o en la enemistad del bugyo de Nagasaki, Hasegawa Sahioe, uno de los responsables del incendio del galeón Madre de Dios en enero de 1610; también se habló de la influencia de William Adams en la corte Tokugawa, favorecedor de ingleses y holandeses, así como de los recelos causados por la embajada y demarcaciones de Sebastián Vizcaíno.   El Japón de los Tokugawa se cerró casi por completo a los occidentales, y sólo los holandeses lograron un contacto comercial permanente y muy controlado. En 1624 Iemitsu prohibió la navegación a los japoneses cristianos; en 1633 prohibió salir al extranjero a los japoneses y en 1639, bajo pena de muerte, a los portugueses desembarcar en Japón.                                                       ——————–   [1] B.N.M. Manuscritos, legajo 3046, folios 83-118. Copia de la relación que envió Sebastián Vizcaíno al virrey de la Nueva España del viaje que hizo al descubrimiento de las islas Ricas de oro y plata, citada en la carta de guerra, Filipinas y Japón de 8 de febrero de 1614. El escribano del galeón, Alonso Gascón de Cardona, logra un excelente relato. [2] A.G.I. México, legajo 28, ramo 2. Carta del marqués de Salinas al rey de 7 de abril de 1611. [3] Relación de Sebastián Vizcaíno de la B.N.M. citada, como todo lo fundamental de lo relatado. [4] Murakami, N. Letter written by the English residens in Japan, 1611-1623, 1900. [5] A.G.I. Filipinas, legajo 63. Carta de Juan de Silva al rey de 20 de julio de 1612. Ibid., México, legajo 28, ramo 2. Carta del marqués de Guadalcázar al rey de 22 de mayor de 1614. Ibid. Filipinas, legajo 1, ramo 4, número 224. Copia de carta de Francisco de Huarte al marqués de Salinas de 4 de noviembre de 1614. [6] Ibid., números 211 y 212. Traducción de la carta de Hidetada de 18 de agosto de 1612 y de Ieyasu de 24 de agosto de 1612 para el virrey de México. Ambas cartas las reproduce Lera, op. cit. pp. 445-446. [7] Lera, op. cit. pp.  446-447. [8] A.G.I. Filipinas, legajo 193, ramo 1, número 19. Papel del duque de Lerma al presidente del  Consejo de Indias de 12 de diciembre de 1613. Ibid., número 20. Memorial de fray Alonso Muñoz sin fecha. [9] Ibid., legajo 4, ramo 1, números 11 b, c y e. Consulta del Consejo de Portugal de 4 de enero de 1612 y otros papeles. Ibid., número 10. Consulta del Consejo de Portugal de 25 de enero de 1612. El Discurso…, Ibid. número 11 a. [10] Israel, op. cit. p. 37. [11] A.G.I. Filipinas, legajo 4, ramo 1, número 21. Papel del Consejo de Indias con lo que se debe consultar sobre los asuntos de Japón, de 18 de mayo de 1612. [12] A.G.I. Filipinas, legajo 163, ramo 1, número 1. Copia de capítulo de carta de la Audiencia de Filipinas al rey de 16 de julio de 1611. Ibid., legajo 20, ramo 2, número 94. Carta de la Audiencia de Filipinas al rey de 21 de julio de 1611. Ibid., México, legajo 2488. Carta de Juan de Silva al rey de 20 de agosto de 1611. [13] Ibid., Filipinas, legajo 63. Carta de Juan de Silva al rey de 20 de julio de 1612. [14] Ibid., legajo 193, ramo 1, número 24. Papel de Lerma al presidente del Consejo de Indias, de 4 de mayo de 1613. Ibid., número 25, memorial de Alonso Muñoz, sin fecha. Ibid., legajo 4, ramo 1, número 13 a. Consulta del Consejo de Indias de 10 de mayo de 1613. [15] Ibid., Filipinas, legajo 4, ramo 1, número 13 d. Consulta del Consejo de Indias y nota marginal de 14 de junio de 1613. Ibid. México, legajo 1065, folio 80 vto. Copia de respuesta a Ieyasu de 20 de junio de 1613. [16] A.G.I. Filipinas, legajo 4, ramo 1, número 13. Nota a una consulta del Consejo de Indias de 10 de mayo de 1613. Ibid., número 13 b. Papel para el duque de Lerma de 31 de mayo de 1613. Ibid., número 13 c. Lista de lo que se ha de llevar de regalo a Japón, sin fecha. Ibid., legajo 193, ramo 1, número 26. Memoria de las cosas que podrían enviarse a Japón, sin fecha. Ibid., Indiferente General, legajo 1970, tomo II. El Consejo de Indias a la Casa de Contratación, de 12 de junio de 1613. [17] A.G.I. México, legajo 1065, tomo VI, folio 90 vto. Copia de carta a Hidetada de 23 de noviembre de 1613. Ibid. Filipinas, legajo 4, ramo 1, número 13 e. Consulta del Consejo de Indias del 12 de noviembre de 1613. [18] A.G.I. México, 1065, tomo VI, folio 78 vto. Copia de carta al virrey de México de 17 de junio de 1613. Ibid., folio 80, a Juan de Silva de misma fecha. [19] A.G.I. Filipinas, legajo 1, ramo 4, número 223. Consulta del Consejo de Indias de 30 de octubre de 1614. [20] Ibid., números 221 y 224. Copias de carta de Sebastián Vizcaíno y de Francisco de Huarte al virrey de México de 20 de mayo y 4 de noviembre de 1614 respectivamente. Ibid., México, legajo 28, ramo 2. Orden y auto sobre las armas y buen tratamiento de los japoneses de 4 de marzo de 1614. [21] R.A.H. Manuscritos, legajo 9-2665, folios 97-98. Carta del obispo de Japón al provincial de los jesuitas de Manila Gregorio López, de 10 de marzo de 1612. [22] A.G.I. Filipinas, legajo 1, ramo 4, número 220. Copia de carta de Sebastián Vizcaíno al rey de 20 de mayo de 1614. [23] R.A.H. Manuscritos, legajo 9-2666, folios 67-94. Discurso impreso de Juan Cevicós de 1628. [24] A.G.I. Filipinas, legajo 1, ramo 4, número 223. Consulta del Consejo de Indias de 30 de octubre de 1614. [25] Ibid., México, legajo 28, ramo 2. Carta del marqués de Guadalcázar al rey de 22 de mayo de 1614. [26] Lorenzo Pérez, Apostolado y martirio del beato Luis Sotelo en el Japón, en Archivo Iberoamericano, números 66-68, noviembre/diciembre, 1924 y enero/febrero, marzo/abril, 1925. El viaje de Hasekura y Sotelo a Madrid y Roma, nº 68, pp. 145-220. [27] A.S.V. Estado, legajo 1001. Carta de Hasekura Rokuyemon al rey de España de 30 de septiembre de 1614; traducción de Makoto Yano del 1 de octubre de 1939, siendo ministro plenipotenciario de Japón en España. A.G.I. Filipinas, legajo 1, ramo 4, número 223. Consulta del Consejo de Indias de 30 de octubre de 1614. [28] Ibid. número 224. Copia de carta de Francisco de Huarte al marqués de Salinas de 4 de noviembre de 1614. A.S.V. Estado, legajo 2708. El rey al asistente de Sevilla y a la ciudad de Sevilla, 1 de diciembre de 1614. Joaquín Hazañas y la Rúa, Bázquez de Leca, 1573-1649, Sevilla, 1918, p. 265, publica un estracto de los autos capitulares de los días 13, 24, 29 y 31 de octubre de 1614 sobre el asunto. Alonso Rodríguez de Gamarra imprimió una Copia de una carta que envió Idate Masamune, rey de Boxú, en el Japón, a la ciudad de Sevilla, en que da cuenta de su conversión y otras cosas, Sevilla, 1614. [29] A.S.V. Estado, legajo 2644. Consulta del Consejo de Estado de 22 de noviembre de 1614. [30] A.G.I. Filipinas, legajo 1, ramo 4, número 227. Respuesta del Consejo de Estado a una consulta sobre el modo de tratar al embajador del daimyo de Senday del 16 de enero de 1615. [31] A.S.V. Estado, legajo 1001, folio 136. El rey a Francisco de Castro de 1 de agosto de 1615. A.G.I. Filipinas, legajo 1, ramo 4, número 240. Consulta del Consejo de 15 de septiembre de 1615. [32] Amati, Solemne Ambascieria del Giappone al Sommo Pontifice Paolo V, affindata al francescano P. Luigi Sotelo, Prato, 1891. A.S.V. Estado, legajo 1001, folio 80. El conde de Castro al rey de 9 de noviembre de 1615. A.G.I. Filipinas, legajo 1, ramo 4, número 244. Consulta del Consejo de Indias de 10 de marzo de 1616. [33] Ibid., número 249. Consulta del Consejo de Indias de 16 de abril de 1616. Ibid., legajo 4, ramo 1, número 15 c. sin fecha, pero después del viaje a Roma, memorial en defensa de la gestión de Sotelo. [34] Ibid., legajo 1, ramo 4, número 251. Consulta del Consejo de 4 de junio de 1616. [35] Israel, op. cit. pp. 45-46. [36] Ibid., número 254. Consulta del Consejo de 27 de agosto de 1616. Ibid., México, legajo 28, ramo 5. El marqués de Guadalcázar al rey de 15 de febrero de 1617. Ibid., Filipinas, legajo 1, ramo 4, número 258. Petición de Sotelo y anexo de 16 de junio de 1617. [37] A.G.I. México, legajo 28, ramo 3. Carta del marqués de Guadalcázar al rey de 31 de enero de 1615. [38] Ibid., legajo 1065, tomo VI, folio 117 vto. Felipe III al marqués de Guadalcázar de 23 de diciembre de 1614. Ibid., Filipinas, legajo 1, ramo 4, número 226. Consulta del Consejo de Indias de la misma fecha. Los cambios en la carta a Ieyasu pueden verse en el legajo cit. en primer lugar, folios 80 vto. y 118 vto. [39] A.G.I. México, legajo 28, ramo 5. Relación de lo que sucedió a tres religiosos descalzos de San Francisco con un presente y embajada que llevaron de parte del rey nuestro señor al rey de japón y a su hijo, escrito por uno de los mismos religiosos, de 13 de marzo de 1617 (fecha de copia, no del original). La narración de los hechos que siguen se basa en esta relación, salvo indicación en contrario. [40] R.A.H. Colección Muñoz, tomo X. Manuscritos, legajo 9-4789, folios 98 vto. Copia de carta de Rodrigo de Vivero al rey de 27 de octubre de 1610. [41] A.G.I. México, legajo 28, ramo 5. Carta del marqués de Guadalcázar al rey de 13 de marzo de 1617. [42] A.G.I. Contaduría, legajo 903, 3º. De lo procedido de derechos del diez por ciento de entrada de mercancías que vinieron de Japón en 1617. Ibid., México, legajo 1065, tomo VI, folio 203 vto. El rey al marqués de Guadalcázar de 12 de marzo de 1618. Ibid., legajo 28, ramo 5. Cartas del marqués de Guadalcázar al rey de 24 de mayo, 13 de marzo y 13 de octubre de 1617. [43] A.G.I. Filipinas, legajo 27, ramo 3, número 141. Carta de la ciudad de Manila al rey de 23 de junio de 1614. Ibid., México, legajo 2488. Copia de carta de Juan de Silva al virrey de la India de 20 de noviembre del mismo año. [44] La llegada a Manila de los desterrados del Japón fue recogido por Sicardo, op. cit. cap. X; Colin, pp. 704-706; Aduarte, tomo II, cap. 1. El  padre Morejón, de la Compañía de Jesús, fue enviado a España por entonces para informar. Sobre idea de embajada de Silva, A.G.I. Filipinas, legajo 85. El convento agustino de San Pablo de Manila al rey de 8 de junio de 1614. [45] R.A.H. Manuscritos, legajo 9-2666, folios 184-189. Resunta breve de las causas por las cuales el emperador de Japón ha perseguido la cristiandad de sus reinos, derribando los templos y expelido a todos los religiosos que había en sus tierras, hecha por un religiosos que era ministro y predicador en aquellos reinos, y supo y trató algunos años las cosas que aquí pone, protestando en fe de religioso ser todo verdad, año 1617. Ibid., folios 77-94. Discurso impreso de Juan Cevicós, de 1628.

Emilio Sola 10 febrero, 2012 10 febrero, 2012 embajadas, frailes, galeones, naufragios, Sebatián Vizcaíno
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