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“VIAJE A ORIENTE” 053

VI. La Santa Bárbara – IX. Costas de Palestina… Saludé emocionado a la tan deseada aparición de la costa de Asia. ¡Hacía tanto tiempo que no había visto montañas! La brumosa frescura del paisaje, troche el resplandor tan vivo de las casas pintadas y de los kioscos turcos reflejándose en el agua azul, patient las tierras escalonadas que trepan con dificultad entre el cielo y el mar, el romo pico del monte Carmelo, el edificio cuadrado y la alta cúpula de su célebre convento, que desde lejos aparecen teñidos de ese radiante color cereza, que recuerda siempre a la fresca aurora de los cantos de Homero, y al pie de esos montes, Khaiffa, que dejábamos ya atrás, frente a San Juan de Acre; situada al otro extremo de la bahía, y delante de la que se había detenido nuestro navío. Era un espectáculo lleno de gracia y a la vez grandeza. La mar, apenas rizada, se deslizaba como aceite hacia el arenal en donde espumaba la delgada traza de la ola, pujando su tinte azulado con el éter que ya vibraba con el fuego del sol aún invisible… Esto es lo que Egipto jamás ofrece con sus costas bajas y unos horizontes siempre mancillados por el polvo. Por fin apareció el sol que recortó con nitidez ante nosotros la ciudad de Acre avanzando hacia el mar sobre su promontorio de arena; con sus blancas cúpulas, sus muros, casas con terrazas, y aquella torre cuadrada, festoneada de almenas, que fue hace mucho tiempo morada del terrible Djezzar-Pacha, contra el que luchó Napoleón[1]. Echamos el ancla a poca distancia de la orilla. Había que esperar la visita de Sanidad antes de que las barcas pudieran venir a aprovisionarnos de agua fresca y fruta. Desembarcar, nos estaba prohibido, a menos que quisiéramos detenernos en la ciudad y pasar allí la cuarentena. En cuanto el barco de Sanidad vino a constatar que todos estábamos enfermos por llegar de la costa de Egipto, se permitió a las barcas del puerto que nos trajeran las provisiones esperadas y recibir nuestro dinero con las precauciones habituales. De este modo, a cambio de los toneles de agua, melones, sandías y granadas, que nos vendieron, nosotros teníamos que poner nuestros ghazis, piastras y paras (monedas turcas) dentro de barreños con agua y vinagre, que se colocaban a nuestro lado. Una vez que nos hubieron suministrado todas las provisiones, olvidamos nuestras querellas internas. Al no poder desembarcar durante algunas horas, y renunciando a quedarme en la ciudad, no juzgué conveniente enviar mi carta al pachá que, por otra parte, todavía podría servirme de recomendación en otro de los puntos de la antigua costa fenicia sometida al pachalik de Acre. Esta ciudad, que los antiguos llamaban Ako, o “la estrecha”, y los árabes Akka, fue conocida como Ptolémaïs hasta la época de Las Cruzadas. De nuevo se izaron las velas, y a partir de este momento nuestro viaje fue una fiesta; pasamos rozando, a un cuarto de milla de distancia las costas de la Célé-Syrie[2] y el mar, siempre claro y azul, reflejando como un lago la graciosa cadena de las montañas que van desde El Carmelo hasta el Líbano. Seis leguas más alto que San Juan de Acre aparece Sour, la antigua Tiro, con el espigón de Alejandro (el Magno) uniendo la costa al islote en donde se construyó la ciudad antigua, que hubo de ser asediada durante tanto tiempo. Seis leguas más lejos está Saïda, la antigua Sidón, que agrupa como un rebaño su amasijo de casas blancas al pie de las montañas habitadas por los drusos. Esa célebre costa no muestra más que unas pocas ruinas como recuerdo de la rica Fenicia. Pero ¿qué pueden legar ciudades en las que únicamente ha florecido el comercio? ¡Su esplendor ha pasado como una sombra, como el polvo, y la maldición de los libros bíblicos se ha cumplido enteramente, como todo lo que sueñan los poetas y que niega la sabiduría de las naciones!. Sin embargo, en el momento de llegar al final del trayecto, todo da igual, incluso esas hermosas orillas ribeteadas de azul. Por fin, el promontorio de Ra’s-Beirut y sus rocas grisáceas, dominadas a lo lejos por la cima nubosa del Sannín. La costa es árida y bajo los rayos de un sol ardiente aparecen los más mínimos detalles de las rocas tapizadas de una musgosidad rojiza. Dejamos la costa, giramos hacia el golfo, y de pronto todo cambió. Un pasiaje lleno de frescor, de sombra y de silencio; una vista de Los Alpes tomada desde un valle de un lago de Suiza, y ahí está Beirut… calma por un tiempo. Es Europa y Asia que se funden en muelles caricias; es, para todo peregrino un poco saturado de sol y de polvo, un oasis marítimo en donde se encuentra extasiado, frente a las montañas, con algo que en el norte es tan triste y que en cambio, en el sur se torna en gracioso y deseado: ¡las nubes!. ¡Benditas nubes!, ¡nubes de mi patria!, ¡había olvidado vuestros beneficios! ¡Y el sol de oriente os dota de tal encanto! Por la mañana aparecéis con esos dulces colores, medio rosas, medio azulados, como nubes mitológicas, de cuyo seno siempre se espera ver aparecer sonrientes deidades. Por la tarde, sus maravillosas brasas, bóvedas púrpuras que se desmoronan y degradan con rapidez en copos violetas, mientras el cielo pasa de tintes de zafiro a los de esmeralda, fenómeno tan raro en los países del norte. A medida que avanzábamos, el verdor resplandecía en toda su magnificencia, y el colorido intenso de la tierra y de las casas añadía aún más frescor al paisaje. La ciudad, al fondo del golfo, parecía ahogada entre la vegetación, y en lugar de ese amasijo fatigoso de casas blanqueadas con cal, que constituyen la mayoría de las ciudades árabes, me parecía vislumbrar una colonia de encantadoras villas diseminadas en una superficie de unas dos leguas. Es cierto que algunos edificios se aglomeraban en un cierto punto de donde surgían torres redondas y cuadradas; pero aquello no parecía ser otra cosa que un barrio del centro, ornado con numerosas banderolas de todos los colores. Mas en vez de acercarnos, como yo creía, a la estrecha rada colmada de pequeños navíos, cortamos en línea recta a través del golfo y fuimos a desembarcar en un islote rodeado de rocas, en donde unos modestos edificios, presididos por una bandera amarilla, señalaban la cuarentena, y en cuyo lugar, de momento, sólo nos estaba permitido desembarcar. [1] El bosnio Ahmed (1775-1804), apodado Djezzar (el carnicero), antiguo mameluco que llegó a pachá de Acre, defendió en 1799 la ciudad contra Napoleón con la ayuda del almirante inglés Sidney Smith y del inmigrante francés Phélippeaux. (GR)  [2] CÉLÉSYRIE, (Géogr.) provincia de Asia que formaba parte de Siria.  

Esmeralda de Luis y Martínez 20 febrero, 2012 20 febrero, 2012 Akka, Beirut, Djezzar-Pacha, El Carmelo, Fenicia, Khaiffa, Líbano, San Juan de Acre, Sidón, Tiro
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