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“VIAJE A ORIENTE” 059

VII. La montaña – V. Los bazares y el puerto…  Salí del patio de palacio, seek atravesando una multitud compacta, shop que únicamente parecía atraída por la curiosidad. Y penetrando por las sombrías calles que forman las altas casas de Beirut, todas ellas construidas como si fueran fortalezas, y unidas acá y allá por pasadizos abovedados, volví a encontrar ese movimiento que parecía haberse suspendido durante la siesta. Los montañeses inundaban el inmenso bazar que ocupa los barrios del centro, dividido por orden de productos y mercancías. La presencia de mujeres en algunas tiendas es una remarcable particularidad para Oriente, y que explica la peculiaridad de la raza musulmana en esta población. Nada más entretenido que recorrer esos largos pasajes de escaparates protegidos con colgaduras de diversos colores, que no impiden a algunos rayos de sol proporcionar a frutas y verduras colores espléndidos, o ir más lejos para hacer brillar los bordados de las ricas vestiduras suspendidas a la puerta de los ropavejeros. Me apetecía muchísimo añadir a mi vestuario un detalle o adorno especialmente sirio, que consistía en envolverse frente y sienes con una pañoleta de seda con hilillo de oro, que se llama caffiéh, y que se sujeta a la cabeza con un cordón de crin retorcido;  la utilidad de este atuendo es la de preservar orejas y cuello de las corrientes de aire, tan peligrosas en un país montañoso. Me vendieron uno bastante brillante por cuarenta piastras. Entré en una barbería para colocármelo, y cuando me miré al espejo, me vi con el aspecto de un rey de Oriente. Estos pañolones se hacen en Damasco; algunos vienen de Brousse, otros de Lyon. Largos cordones de seda con nudos y borlas cuelgan por el pecho y la espalda y satisfacen esa coquetería del hombre, tan natural en países en los que aún se pueden vestir con hermosos atuendos. Esto puede parecer pueril; pero a mí me parece que el porte externo repercute en la manera de pensar y de actuar ante la vida; a eso se une todavía en Oriente una cierta seguridad del hombre, que tiene por costumbre llevar armas en el cinturón: sintiéndose así en cualquier ocasión como alguien respetable y respetado; de ahí que las escaramuzas y peleas sean raras, porque cada cual sabe muy bien que al menor insulto puede correr la sangre. Jamás vi críos tan bellos como los que corretean y juegan en los corredores del bazar. Jovencitas esbeltas y risueñas se arremolinan en torno a elegantes fuentes con arabescos de mármol, y se alejan por turnos llevando sobre sus cabezas grandes vasijas de antiguas formas. Se distingue en este país mucho cabello rojizo, de tonos más fuertes que los nuestros, con un cierto reflejo púrpura o carmesí. Este color es tan bello en Siria, que muchas mujeres tiñen su pelo rubio o negro con henné[1], que en otros lugares fuera de aquí sólo se utiliza para teñir la planta de los pies, las uñas y las palmas de las manos. También había, en algunos de los puntos en los que se cruzan los corredores, vendedores de helados y sorbetes, que fabrican al gusto estos refrescos con la nieve recogida de la cima del Sannín. Un café brillante, frecuentado sobre todo por militares, sirve también, en medio del bazar, bebidas heladas y perfumadas. Me detuve allí durante un buen rato, asombrado por aquel movimiento de gente tan activa, que reunía en un solo punto los más variopintos atuendos de la gente de la montaña. Además, es bastante divertido ver cómo se agitan durante las discusiones de compra-venta, los cuernos de orfebrería (tantours), de más de un pié de longitud, que las mujeres drusas y maronitas llevan sobre la cabeza con un largo velo que balancean sobre la cara y que recolocan a su gusto. La disposición de este ornamento les da el aspecto de esos fabulosos unicornios que sirven de soporte al blasón de Inglaterra. En tanto que su atuendo externo es uniformemente blanco o negro. La mezquita más importante de la ciudad, que da a una de las calles del bazar, es una antigua iglesia de Las Cruzadas, en la que aún se puede ver la tumba de un caballero bretón. Saliendo de ese barrio para dirigirse hacia el puerto, se desciende por una amplia avenida consagrada al comercio franco. Allí, Marsella lucha con bastante fortuna con el comercio de Londres. A la derecha, está el barrio de los griegos lleno de cafetines y cabaretes, en donde el gusto de este pueblo por las artes se manifiesta en una multitud de grabados de madera coloreados, que alegran los muros con las principales escenas de la vida de Napoleón y de la revolución de 1830. Para contemplar con calma ese museo, pedí una botella de vino de Chipre, que rápidamente me fue servido a la mesa en la que estaba sentado, recomendándome mantenerla oculta bajo la mesa. No hay que escandalizar a los musulmanes mostrándoles que allí se bebe vino. A pesar de que el aqua vitae, que no es otra cosa que un anisete, se consume ostensiblemente. El barrio griego comunica con el puerto a través de una calle ocupada por banqueros y cambistas. Altos muros de piedra, apenas abiertos con unas ventanas o ventanucos enrejados, rodean y ocultan patios e interiores construidos al estilo veneciano. Es un resto del esplendor que Beirut disfrutó durante mucho tiempo gracias al gobierno de los emires drusos y a sus relaciones comerciales con Europa. La mayor parte de los consulados se encuentran en ese barrio, que yo atravesé rápidamente. Tenía prisa por llegar al puerto y abandonarme enteramente a la impresión del espléndido espectáculo que me esperaba allí. ¡Ah la naturaleza! la belleza, inefable gracia de las ciudades de Oriente construidas al borde los mares, cuadros coloristas de la vida; espectáculo de las más bellas razas humanas, atuendos, barcazas, navíos que se cruzan sobre el azul oleaje, ¿cómo explicar la impresión que todo esto causa en un soñador, y que no es otra cosa que la realidad de un sentimiento anticipado?. Es cierto que ya habíamos leído sobre todas estas cosas en los libros; admirado en los lienzos, sobre todo en esas viejas pinturas italianas que recogen la época del poderío marítimo de venecianos y genoveses; pero lo que aún sorprende hoy en día, es encontrarlo todo tan parecido a la idea que nos habíamos formado de todo ello. Uno se codea sorprendido con esa multitud abigarrada, que parece pertenecer al mundo de hace dos siglos, como si el espíritu remontase las edades, como si el espléndido pasado de los tiempos que ya fueron se hubiera reconstruido por un instante. ¿Soy hijo de un país triste, de un siglo vestido de negro que parece llevar el luto de cuantos le han precedido? Y heme aquí, yo mismo transformado, observando y posando al mismo tiempo, personaje sacado de una marina de Joseph Vernet. Me acomodé en un café construido sobre una plataforma sustentada por pilotes en forma de columnas empotradas en la misma orilla del agua. A través de las rendijas de los tablones se veía el flujo verdoso que batía la costa bajo nuestros pies. Marineros de todos los países, montañeros, beduínos vestidos de blanco, malteses y algunos griegos con pinta de piratas fumaban y charlaban a mi alrededor; dos o tres jóvenes cafedjis servían y renovaban acá y allá las fines-janes rebosantes de espumoso moka, en su envoltorio de filigrana dorada. El sol, que desciende hacia los montes de Chipre apenas ocultos por la línea externa de las olas, enciende acá y allá los pintorescos bordados brillantes incluso entre los harapos más pobres; recorta, a la derecha del muelle, la sombra inmensa del castillo marítimo que protege el puerto; revoltijo de torres agrupadas sobre las rocas, cuyas murallas, el bombardeo inglés de 1840, agujereó e hizo añicos[2]. Sólo quedan unos restos que se mantienen gracias a su propia mole, como testigos de una barbarie inútil. A la izquierda, un espigón se adentra en el mar, sosteniendo los blancos edificios de la aduana, que al igual que el muelle, está construida casi enteramente con los restos de las columnas de la antigua Beirut o de la ciudad romana de Julia Félix[3]. ¿Hallará Beirut de nuevo aquel esplendor que por tres veces la convirtieron en la reina del Líbano?. Hoy en día: su situación al pie de las verdes montañas, en medio de jardines y fértiles valles al fondo de un gracioso golfo que Europa llena continuamente con sus barcos;  el comercio de Damasco, y la cita central de las industriosas poblaciones de la montaña, son las que todavía marcan el poderío y futuro de Beirut. Yo no conozco nada más animado ni más vivo que ese puerto, ni que convenga mejor a la vieja idea que tiene Europa de esas Escalas de Levante en las que se desarrollaba la acción de algunas novelas y comedias. ¿Acaso no soñamos con aventuras y misterios a la vista de esas grandes mansiones, de ventanas enrejadas en las que se ve con frecuencia cómo las ilumina el ojo curioso de las jovencitas?. ¿Quién osaría penetrar en esas fortalezas de poder marital y paternal o, al menos, quién no estaría tentado de hacerlo?. Pero, por desgracia, las aventuras aquí son más raras que en el Cairo; la población es más seria a la par que más atareada; el vestuario de las mujeres da idea de trabajo y bienestar sencillo. Algo de bíblico y de austero resulta de la visión general del cuadro: esa mar incrustada entre los altos promontorios, las grandes líneas del paisaje que se desarrollan sobre los diversos planos de las montañas, las torres almenadas y las arquitecturas ojivales, elevan el espíritu hacia la meditación y al ensueño. Para observar cómo se podía agrandar aún más este bello espectáculo, abandoné el cafetín y me dirigí hacia el paseo de Raz-Beirut, situado a la izquierda de la ciudad. Los resplandores rojizos de la puesta del sol teñían de hermosos reflejos la cadena de montañas que descienden hacia Sidón; todo el borde del mar forma a la derecha escarpados promontorios de rocas, y aquí y allá, pozas naturales que había rellenado la marea en los días de tormenta; mujeres y jovencitas se mojaban los pies allí y bañaban a sus críos. Abundan esta especie de albercas que semejan restos de los antiguos baños, cuyo fondo está cubierto de mármol. A la izquierda, cerca de una pequeña mezquita que domina el cementerio turco, se aprecian unas enormes columnas de granito rojo, caídas sobre la tierra; ¿estaría ahí, como se rumorea, el circo de Herodes Agripa?. [1] La alheña o arjeña (del ár. hisp. alhínna, y éste del árabe ?????? al-hinn?´) o henna o jena es un tinte natural de color rojizo que se emplea para el pelo y que además se usa en una técnica de coloración de la piel llamada mehandi. Se hace con la hoja seca y el pecíolo de la Lawsonia alba Lam. (Lawsonia inermis L.) Este tinte es de uso común en India, Pakistán, Irán, Yemen, Oriente Medio y África del norte (http://es.wikipedia.org/wiki/Alhe%C3%B1a)  (EDL) [2] Caída en manos de Méhémet-Ali (1831), Beirut fue bombardeada y tomada por la flota inglesa en 1840. [3] Béryte es el nombre de la antigua ciudad fenicia, que en tiempos de Roma, conquistada por Agripa, tomó el nombre de la hija del emperador. (GR)

Esmeralda de Luis y Martínez 22 febrero, 2012 22 febrero, 2012 el circo de Herodes Agripa., la ciudad romana de Julia Felix, los tantours, Una coquetería del viajero: la caffiéh
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