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“VIAJE A ORIENTE” 036

IV. Las pirámides – II. La plataforma… Me temo que voy a tener que admitir que ni el mismísimo Napoleón llegó a ver las pirámides más que desde la llanura. Desde luego, look no habría comprometido su dignidad dejándose alzar entre los brazos de cuatro árabes como un simple balón que pasa de mano en mano, advice y estaría obligado a responder desde abajo con un saludo a los “cuarenta siglos” que, sovaldi según su cálculo, le contemplaban a la cabeza de su ejército. Tras haber recorrido con la mirada todo el panorama de alrededor, y leído atentamente estas inscripciones modernas que harán las torturas de los sabios en el futuro, me preparé para descender cuando, un caballero rubio, esbelto, arrebolado y perfectamente enguantado, franqueó, como yo acababa de hacer poco tiempo antes que él, la última grada de la cuádruple escalera y me dirigió un saludo bastante ceremonioso que yo merecía en calidad de ser el primer ocupante. Le tomé por un caballero inglés, y él me situó de inmediato como un francés. Me arrepentí al instante de haberlo juzgado tan a la ligera. Un inglés nunca me habría saludado al encontrarse sobre la plataforma de la pirámide de Keops, un lugar en el que nadie nos podría presentar. “Señor, me dijo el desconocido con un acento ligeramente germánico, me alegra encontrar aquí a alguien civilizado. Yo soy tan solo un oficial de la guardia de SM. el rey de Prusia. He obtenido un permiso para unirme a la expedición de M. Lepsius.[1], y como su esposa ha pasado por aquí hace algunas semanas, estoy obligado a ponerme al día visitando lo que supongo que ella ha debido ver”. Terminado su discurso, me dio su tarjeta de visita, invitándome a ir a verle si alguna vez pasaba por Postdam. “Pero, añadió, viendo que me preparaba para descender, usted sabe que la costumbre es hacer aquí una colación. Estos hombretones que nos rodean esperan compartir nuestras modestas provisiones…y, si usted tiene apetito, le ofreceré una parte del paté que ha traído uno de mis árabes”. Cuando se está de viaje, enseguida se traba conocimiento y, en Egipto sobre todo, en la cúspide de la gran pirámide, todo europeo se convierte para cualquier otro en un FRANCO, es decir, un compatriota; el mapa de nuestra pequeña Europa pierde, tan lejos, sus fronteras divisorias. Hago siempre una excepción para los ingleses, que es como si residieran en una isla aparte. La conversación del prusiano me gustó mucho durante el almuerzo. Llevaba con él cartas con las últimas y más frescas noticias de la expedición de M. Lepsius que, en ese momento, exploraba los alrededores del lago Moeris y las ciudades subterráneas del gran laberinto. Los sabios berlineses habían descubierto ciudades enteras escondidas bajo las arenas y construidas con ladrillos; Pompeyas y Herculanos subterráneas que jamás habían visto la luz, y que posiblemente se remontaban a la época de los trogloditas. No pude dejar de reconocer que era una noble ambición para los eruditos prusianos el haber querido ir tras las huellas de nuestro Instituto de Egipto, del que ellos no podrán más que completar sus admirables trabajos. El almuerzo sobre la pirámide de Keops es, en efecto, forzado por los turistas, como el que se hace de ordinario sobre el capitel de la columna de Pompeyo en Alejandría. Yo estaba feliz de haber encontrado un compañero instruido y amable que me lo hubo recordado. Las pequeñas beduinas habían conservado bastante agua en sus cantarillos de barro poroso, para permitir refrescarnos y después hacer unos “grogs” con una frasca de aguardiente que uno de los árabes llevaba a la zaga del prusiano. Mientras tanto, el sol se había convertido en un disco ardiente como para que pudiéramos quedarnos por más tiempo sobre la plataforma. El aire puro y vivificante que se respira a esa altura nos había permitido durante algún tiempo no darnos cuenta del calor. Ahora había que descender de la plataforma y penetrar en la pirámide, cuya entrada se halla aproximadamente a un tercio de su altura. Nos hicieron descender ciento treinta escalones por el procedimiento inverso al de la subida. Dos de los cuatro árabes nos suspendían de los hombros desde lo alto de cada grada, y nos depositaban en los brazos extendidos de los otros dos compañeros. Hay algo bastante peligroso en esta forma de descender, y más de un viajero se ha partido el cráneo o los huesos. Sin embargo, nosotros llegamos sin accidentes a la entrada de la pirámide. El acceso a la pirámide es una especie de gruta con las paredes de mármol y bóveda triangular, rematada por un enorme y ancho bloque de piedra que constata, gracias a una inscripción en francés, la antigua llegada de nuestros soldados a este monumento: es la tarjeta de visita del ejército de Egipto, esculpida sobre un bloque de mármol de 16 pies de ancho. Mientras yo leía respetuosamente, el oficial prusiano me hizo observar otra inscripción hecha más abajo en jeroglíficos y, cosa rara, grabada hacía muy poco. El conocía el significado de esos jeroglíficos modernos inscritos según el sistema de Champolión. “Esto significa, me dijo, que la expedición científica enviada por el rey de Prusia y dirigida por Lepsius, ha visitado las pirámides de Gizeh, y espera resolver con la misma suerte las otras dificultades de su misión”. Habíamos franqueado la entrada de la gruta: una veintena de árabes barbudos, con los cintos erizados de pistolas y puñales, se levantaban del suelo en donde acababan de dormir la siesta. Uno de nuestros guías, que parecía dirigir a los otros, nos dijo: “¡Vean ustedes lo terribles que son…observen sus pistolas y sus fusiles! –    ¿Quieren robarnos? –    ¡Al contrario! Están aquí para defenderles en caso de que fueran atacados por las hordas del desierto. –    ¡Se decía que habían dejado de existir con la administración de Mohamed-Ali! –    ¡Oh! Todavía queda bastante mala gente por ahí, tras las montañas… En cambio, por un COLONNATE, ustedes serán defendidos por estos fieros y bravos hombres contra todo ataque exterior”. El oficial prusiano inspeccionó las armas, y no pareció muy convencido de su potencia destructiva. En el fondo, para mí sólo se trataba de cinco francos con cincuenta céntimos, o de un tálero y medio para el prusiano. Aceptamos el trato, compartiendo los gastos y haciéndoles la observación de que nosotros no estábamos de acuerdo con esa suposición. “Pasa con frecuencia, dijo el guía, que tribus enemigas invaden esta zona, sobre todo cuando suponen la presencia de ricos extranjeros”. Es cierto que este asunto tenía visos de realidad y que sería una triste situación verse preso y encerrado en el interior de la gran pirámide. La colonnate (piastra de España) entregada a los guardianes nos aseguraba al menos que, en conciencia, ellos no podrían gastarnos esa broma fácil. Pero ¿cómo pensar ni un instante que gente honrada iba a hacernos algo así?. La actividad de sus preparativos, ocho antorchas encendidas en un abrir y cerrar de ojos, la amable atención de hacernos preceder de nuevo por las niñas hidróforas de las que ya he hablado, todo ello, sin duda, era bien tranquilizador. En principio, se trataba de agachar la cabeza y la espalda, y de colocar los pies lo mejor posible sobre dos ranuras de mármol que recorren los dos costados de esta pendiente. Entre ambas ranuras hay una especie de abismo tan ancho como la separación de las piernas, y en donde más vale no caerse. Se avanza pues, paso a paso, lanzando lo mejor posible los pies a derecha e izquierda, un poco sujeto, bien es cierto, por las manos de los porteadores de antorchas, y se va descendiendo, agachado de este modo durante unos ciento cincuenta pasos. A partir de ahí, el peligro de caer en la enorme fisura que apreciaba entre los pies, cesa de golpe y queda reemplazado por el inconveniente de pasar arrastrándose con el vientre boca abajo, bajo una bóveda obstruida en parte por la arena y las cenizas. Los árabes no limpian este pasaje sin que medie otra colonnate, acordada generalmente por las gentes ricas y corpulentas. Cuando uno se ha arrastrado durante algun tiempo bajo esta bóveda baja, a gatas, se entra por una nueva galería, no más alta que la precedente. Al cabo de doscientos pasos, que esta vez se hacen subiendo, se encuentra una especie de cruce cuyo centro es un amplio pozo profundo y sombrío, alrededor del cual hay que girar para ganar la escalera que conduce a la Cámara del Rey. Llegando allí, los árabes disparan sus pistolones y encienden hogueras con ramas para espantar, según ellos, a murciélagos y serpientes. La sala en la que nos encontramos, con una bóveda de cañón, tiene 17 pies de larga y 16 de ancha. Volviendo de nuestra exploración, bastante satisfechos, debimos reposar a la entrada de la gruta de mármol, y preguntamos qué podría significar esa extraña galería por la que acabábamos de ascender, con aquellos dos canales de mármol separados por un abismo, desembocando más lejos en un cruce en medio del que se halla el misterioso pozo del que no habíamos podido ver ni el fondo. El oficial prusiano, haciendo memoria, me propuso una explicación bastante lógica del uso de tal monumento[2]. Nadie, acerca de los misterios de la antigüedad es tan erudito como un alemán. Veamos, según su versión, para qué servía la galería baja dotada de raíles por la que habíamos descendido y después ascendido tan penosamente: “se sentaba en una carreta al hombre que se presentaba para las pruebas de iniciación. La carreta descendía por la fuerte inclinación del camino. Llegada al centro de la pirámide, el iniciado era recibido por los sacerdotes inferiores que le mostraban el pozo animándole a precipitarse en él. Como es natural, el neófito dudaba, lo que era visto como signo de prudencia. Entonces se le aportaba una especie de casco rematado por una lamparilla encendida, y provisto de este ingenio, debía descender con precaución al fondo del pozo, en donde se encontraban, aquí y allá, soportes de hierro sobre los que podía reposar los pies. El iniciado descendía durante largo tiempo, alumbrado un poco por la lámpara que llevaba sobre la cabeza; después, aproximadamente a cien pies de profundidad, encontraba la entrada de una galería cerrada por una reja, que se abría también ante él. Asimismo, aparecían tres hombres con máscaras de bronce imitando la faz de Anubis, el dios perro. No había que asustarse bajo ningún concepto de sus amenazas y había que avanzar hacia delante arrojándoles por tierra. Y así durante una legua, hasta que se llegaba a un espacio de grandes dimensiones, que producía el efecto de un bosque tupido y sombrío. Pero en cuanto se ponía el pie en el paseo principal, todo se iluminaba al instante y producía el efecto de un vasto incendio, que no eran más que fuegos de artificio y sustancias bituminosas entrelazadas entre las ramificaciones de hierro. El neófito debía atravesar el bosque, al precio de algunas quemaduras, lo que por regla general lograba . Más allá, se hallaba un riachuelo que había que atravesar a nado. Apenas había recorrido la mitad, cuando una inmensa agitación de las aguas, determinada por el movimiento de dos ruedas gigantescas, le paraba y le hacía retroceder. Cuando parecía que sus fuerzas le iban a abandonar, veía aparecer ante él una escalera de hierro que parecía debiera salvarle del peligro de perecer en el agua. Ésta era la tercera prueba. A medida que el iniciado ponía un pie en cada escalón, el que acababa de dejar, se desprendía y caía al río. Esta difícil situación se complicaba a causa de un viento espantoso que hacía temblar a la vez a escalera y postulante. Cuando estaba a punto de perder todas sus fuerzas, debía tener la presencia de ánimo suficiente como para atrapar dos anillas de acero que descendían hacia él, y de las que tenía que quedar suspendido por los brazos, hasta que veía abrirse una puerta, a la que llegaba gracias a un violento esfuerzo. Éste era el final de las cuatro pruebas elementales. El iniciado llegaba entonces al templo, daba una vuelta alrededor de la estatua de Isis, y se veía recibido y felicitado por los sacerdotes. [1] Bien acogido por Méhémet-Ali, el egiptólogo K. R. Lepsius, acompañado de sabios y eruditos ingleses y alemanes, residió en Egipto de 1842 a 1846. G.N. se refiere a la esposa de Lepsius que se unió al egiptólogo tras su llegada a Egipto. [2] J. Richer (Nerval et les doctrines ésotériques) y G. Rouger (ed. Crítica, Introducción) han demostrado cuáles son las fuentes en las que se inspiró Nerval para hacer de las pirámides un lugar de iniciación. Una, sobre todo, la famosa novela arqueológica del abad Terrason, SETHOS (1731).

Esmeralda de Luis y Martínez 13 febrero, 2012 13 febrero, 2012 Champolion, colonnate, Isis, la cámara del rey, las pruebas de "iniciación" en la pirámide, Lepsius, oficial prusiano, pirámide de Keops
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