Directorio de documentos

Está viendo documentos con las etiquetas siguientes: el-principe-druso-fakardin - Ver todos los documentos

Filter by: AttachmentsBúsquedaTag

Título Autor CReado Último Editado Grupo Etiquetas
“VIAJE A ORIENTE” 058

VII. La montaña – IV. El palacio del pachá… El señor Battista, treatment en el colmo de su generosidad me prometió buscarme un caballo para el día siguiente por la mañana. Tranquilo por ese lado, ya no tenía otra cosa que hacer que pasearme por la ciudad, y comencé por atravesar la plaza para ir a ver lo que pasaba en el palacio del pachá. Había una gran multitud en medio de la cual los cheijs maronitas avanzaban de dos en dos como en una procesión de suplicantes, cuya cabecera había penetrado ya en el patio del palacio. Sus amplios y variopintos turbantes rojos, sus rosarios y caftanes brocados en oro y plata, sus brillantes armas; todo ese lujo exterior que en otros países de Oriente sólo lo muestra la raza turca, daba a ese desfile un aspecto más imponente que el resto. Conseguí introducirme en el palacio detrás de ellos, en donde la música continuaba reinterpretando La Marsellesa reforzada por los pífanos, triángulos y címbalos. El patio estaba formado por el mismo recinto del viejo palacio de Fakardin. Aún se pueden distinguir las trazas del Renacimiento, al que aquel príncipe druso se aficionó tras su viaje por Europa. No es de extrañar que por todo el país se escuche citar el nombre de Fakardin, que en árabe se pronuncia Fakr-el-Din: es el héroe del Líbano; y el primer soberano de Asia que se dignó visitar nuestros climas del Norte. Fue acogido en la corte de los Médicis como la revelación de algo inaudito por aquel entonces, es decir, que en el país de los Sarracenos existía un pueblo devoto de Europa, bien fuera por su religión, o bien por su simpatía. Fakardin, en Florencia pasó por ser un filósofo, heredero de las ciencias griegas del Bajo Imperio, conservadas a través de las traducciones árabes, que tantos preciosos libros han salvado y nos han transmitido sus hechos; en Francia, se quiso ver en él a un descendiente de los viejos cruzados refugiados en el Líbano en la época de San Luis; incluso se buscó en el nombre del pueblo druso una relación de aliteración que llevaba hasta hacerlo descender de un cierto conde de Dreux. Fakardin aceptó todas esas suposiciones con el “dejar hacer” prudente y astuto de los levantinos; necesitaba a Europa para luchar contra el sultán. En Florencia pasó por ser cristiano; quizá se convirtiera, como hemos visto hacer en nuestros tiempos al emir Béchir, cuya familia sucedió a la de Fakardin en la soberanía del Líbano; pero no dejaba de ser un druso, es decir, el representante de una religión peculiar que, formada de los restos de todas las anteriores creencias, permitía a sus fieles aceptar momentáneamente todas las formas posibles de culto, como hacían también los iniciados egipcios. En el fondo, la religión drusa no es más que una especie de francmasonería, por darle un nombre conforme a los tiempos modernos. Fakardin representó durante un tiempo el ideal que nosostros nos formamos acerca de Hiram[1], el antiguo rey del Líbano, amigo de Salomón, héroe de las sociedades místicas. Maestro de la antigua Fenicia y Palestina, intentó constituir con toda Siria un reino independiente; el apoyo que esperaba de los reyes de Europa fue lo que le faltó para hacer realidad su deseo. Ahora, su recuerdo ha quedado en Líbano como un ideal de gloria y de poder; los restos de sus edificios, arruinados por las guerras más que por el tiempo, rivalizan con los de las antigüedades romanas. El arte italiano, que llevó para decorar sus palacios y mansiones, sembró aquí y allá ornamentos, estatuas y columnatas, que los musulmanes, cuando entraron victoriosos, se dedicaron a destruir, extrañados de haber visto renacer de pronto aquel arte pagano cuyas conquistas habían conseguido eliminar desde hacía mucho tiempo. Así que fue en el mismo lugar en el que hacía pocos años habían existido esas maravillas, en las que el soplo del Renacimiento había lejanamente aunado algunos gérmenes de la antigüedad griega y romana, en donde se elevaba ahora el kiosco de madera que había hecho construir el pachá. El cortejo de los maronitas se había colocado bajo las ventanas esperando el beneplácito del gobernador que, por otra parte, no tardó en producirse y ser recibidos. Cuando se abrió la puerta del vestíbulo, percibí, entre los secretarios y oficiales que ocupaban la sala, al armenio que había sido mi compañero de travesía sobre el Santa-Bárbara. Iba vestido con ropajes nuevos; llevaba a la cintura una escribanía de plata, y en la mano algunos pergaminos e impresos. No hay porqué extrañarse que en el país de los cuentos árabes, uno se encuentre con un pobre diablo, al que había perdido de vista, en una excelente posición en la corte. Mi armenio me reconoció inmediatamente, y pareció encantado de verme. Llevaba el vestuario de la reforma[2] en calidad de empleado turco, y se expresaba ya con una cierta dignidad. –  “Me complace, le dije, verle en tan buena situación; tengo la impresión de que es usted un hombre bien relacionado, y lamento no tener nada que solicitarle. –  ¡Dios mío! me dijo, yo no gozo aún de tanto crédito, pero estoy enteramente a su servicio”. Estuvimos charlando de esa guisa detrás de una columna del vestíbulo mientras el cortejo de cheijs pasaba al salón de audiencias del pachá. –  “¿Y qué hace usted aquí? Le pregunté al armenio. –  Me han empleado como traductor. El pachá, ayer me pidió una versión turca del documento que llevo aquí.” Eché una ojeada al documento, impreso en París; que era un informe de M. Crémieux acerca del asunto de los judíos de Damasco. Europa ha olvidado este triste episodio, relacionado con la muerte del padre Thomas, de la que se había acusado a los judíos[3]. El pachá sentía la necesidad de aclarar este asunto, ya cerrado hacía cinco años, posiblemente por un acto de conciencia. El armenio estaba encargado de traducir, entre otras cosas, L’Esprit des lois de Montesquieu y un manual de la guardia nacional parisina. Él encontraba esta última obra muy difícil, y me rogó que le ayudara con ciertas expresiones que no comprendía. La idea del pachá era crear una guardia nacional en Beirut, como las que existían en El Cairo y en otras ciudades de Oriente. En cuanto a L’Esprit des lois, creo que habían escogido esta obra por el título, pensando tal vez que contenía reglamentos de policía aplicables a todos los países. El armenio había traducido ya una parte, y encontraba la obra agradable y de un estilo sencillo, que sin duda perdería más bien poco al traducirla. Le pregunté si podía dejarme ver la recepción  que daba el pachá a los maronitas; pero no se admitía el paso a nadie sin mostrar el salvoconducto que se le había dado a cada uno, únicamente al efecto de presentarse al pachá, ya que es bien sabido que los cheijs maronitas o drusos no tienen derecho de penetrar en Beirut. Sus vasallos sí que acceden sin dificultad, pero para ellos mismos existen severas penas si, por casualidad, les encuentran en el interior de la ciudad. Los turcos temen su influencia sobre la población y a las riñas que podrían darse en las calles si se encontraran esos jefes, siempre armados, acompañados de un numeroso cortejo y siempre prestos a luchar sin cesar por cuestiones de prioridades. También hay que decir que esta ley no se observa tan rigurosamente salvo en momentos críticos. Por otra parte, el armenio me comentó que la audiencia del pachá se limitaba a recibir a los cheijs, invitarles a sentarse sobre los divanes en torno al salón; y a los que las esclavas se aprestaron a ofrecerles un chibouk e inmediatamente a servirles un café, tras lo cual, el pachá escuchó sus quejas, respondiéndoles invariablemente que sus adversarios habían venido igualmente a expresarles sus mismas querellas; que reflexionaría con calma para ver de qué lado estaba la justicia, y que siempre se podía esperar del paternal gobierno de su alteza, ante el que todas las religiones y todas las razas del imperio siempre tendrían iguales derechos. En efecto, en procedimientos diplomáticos, los turcos están al menos al nivel de los europeos. Además, hay que reconocer que el papel de los pachás en este país no es fácil. Teniendo en cuenta la diversidad de razas que habitan la larga cadena del Líbano y del Carmelo, y que dominan desde allí como desde una fortaleza todo el resto de Siria. Los maronitas reconocen la autoridad espiritual del papa, lo que les pone bajo la protección de Francia y de Austria; los griegos unidos, más numerosos, aunque menos influyentes, ya que se encuentran generalmente repartidos por todo el país, son protegidos por Rusia; los drusos, los ansaríes y los metualis[4], que pertenecen a creencias o a sectas que rechazan la ortodoxia musulmana, ofrecen a Inglaterra un medio de actuación que las otras potencias abandonan demasiado generosamente. [1] Rey de Tiro. Los libros de los Reyes y las Crónicas en la Biblia, cuentan que Hiram proporcionó a David y a Salomón los materiales y obreros necesarios para la construcción de sus palacios y del templo de Jerusalem. Se le cita más adelante como protector de Adoniram: p. 318, t. II. [2] Tentativa del sultán Mahmoud II (1785-1839) de importar a los países turcos las ideas, costmbres, y organismos de Europa occidental. (GR) [3] En 1840, Adolphe Crémieux, vicepresidente del consistorio de los israelíes de Francia, se hizo abogado de numerosos judíos de Damasco acusados de haber cometido un asesinato ritual: tras haber degollado al padre Thomas y a su criado, se dijo que habían recogido la sangre de sus víctimas en botellas, con objeto de mezclarlas con el pan ácimo. (GR) [4] Dos sectas de musulmanes chi’íes, retirada la primera en las montañas del Líbano, la segunda en la región de Tiro y de Saida. Los chi’ies, sobre todo agrupados en Persia, sólo reconocen como únicos califas legales a Ali, esposo de Fátima y sus descendientes, excluyendo a los otros descendientes de Mahoma, reconocidos por los sunníes o los musulmanes ortodoxos.

Esmeralda de Luis y Martínez 22 febrero, 2012 22 febrero, 2012 David, el conde de Dreux, el emir Béchir, El príncipe druso Fakardin, Hiram, Montesquieu y L'Esprit des lois (¿un reglamento de policía?), Salomón
Viendo 1-1 de 1 documentos