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“VIAJE A ORIENTE” 018

II. Las esclavas – VIII. El Okel de Jellab (El mercado de esclavas)     Cruzamos toda la ciudad hasta el barrio de los grandes bazares, remedy y allí, store tras continuar por una calle oscura que atravesaba la principal, cialis entramos en un patio irregular, sin que nos obligaran a bajar de los burros. En el centro, un pozo bajo la sombra de un sicómoro; a la derecha, a lo largo del muro, una docena de negros se alineaban de pie, con aire más bien inquieto que triste; la mayor parte vestidos con un ropaje azul típico de los campesinos, y con el aspecto más variopinto que uno se pueda imaginar. Nos dirigimos hacia la izquierda, en donde había una serie de pequeñas habitaciones, cuyo entarimado avanzaba sobre el patio como un estrado, a unos dos pies del suelo. Numerosos mercaderes de piel oscura nos rodeaban ya preguntándonos: ¿Essouad?, ¿abesch? – ¿negras?, ¿abisinias?. Avanzamos hacia la primera habitación. Allí, cinco o seis negras, sentadas en círculo sobre unas esteras, fumaban en su mayoría, y nos acogieron riendo a carcajadas. Sólo iban medio vestidas con unos andrajos azules, y desde luego, si algo no se podía reprochar a sus vendedores es que ocultasen su mercancía. Sus cabellos, peinados en diminutas y apretadas trenzas, estaban en general, recogidos por un turbante rojo que asemejaba a dos voluminosas moñas. La raíz del pelo estaba teñida de cinabrio; llevaban ajorcas de estaño en los brazos y en las piernas, collares de vidrio, y algunas de ellas, anillos de cobre en la nariz y en las orejas, lo que completaba su tocado bárbaro con ciertos tatuajes y pinturas en la piel, que resaltaban aún más su naturaleza. Eran unas negras del Sennaar, la especie más alejada, desde luego, del tipo de belleza convencional entre nosotros. La prominencia de la mandíbula, la frente deprimida, el labio grueso, ponen a estas pobres criaturas en una categoría casi bestial, y en cambio, aparte de esa cara extraña que les ha dado la naturaleza, el cuerpo es de una rara perfección, formas virginales y puras se dibujan bajo sus túnicas, y su voz sale dulce y vibrante de una boca pletórica de frescura. ¡Pues no!, no me voy a enardecer por esos bonitos monstruos; pero seguro que a las hermosas damas cairotas les debe gustar rodearse de tales doncellas. De esta forma pueden darse bellos contrastes de color y formas; esas nubias no son feas en el estricto sentido de la palabra, sino que forman un perfecto contrapunto a la belleza, tal y como nosotros la apreciamos. Una mujer blanca debe resaltar admirablemente en medio de estas hijas de la noche, cuyas siluetas esbeltas parecen destinadas a trenzar cabellos, mullir almohadas, llevar los perfumes y ungüentos, como en los frescos antiguos. Si estuviera en disposición de llevar una vida a la oriental durante mucho tiempo, no me privaría de estas pintorescas criaturas, pero, como no deseo adquirir más que una sola esclava, le he pedido ver otras con un ángulo facial más abierto y de un color negro menos pronunciado. “Eso depende del precio que usted quiera pagar, me dijo Abdallah. Esas que usted ve ahí no cuestan más allá de dos bolsas (doscientos cincuenta francos); se garantizan por ocho días, y pueden devolverse en ese tiempo si tienen algún defecto o enfermedad”. –          Pero, apunté, yo pagaría con gusto un poco más; supongo que lo mismo cuesta alimentar a una guapa que a una fea. Abdallah no parecía compartir mi opinión. Pasamos a otras habitaciones, todas con mujeres de Sennaar. Las había más jóvenes y más hermosas, pero los rasgos faciales dominaban con una singular uniformidad. Los comerciantes ofrecieron hacerlas desnudarse, les abrían la boca para mostrar su dentadura, les hacían pasearse, y que resaltaran la elasticidad de sus pechos. Estas criaturas se dejaban manejar con notable indiferencia, y la mayoría estallaban en risotadas casi constantemente, lo que hacía el espectáculo menos penoso. Y pronto se comprendía que cualquier condición era para ellas preferible a vivir en el “okel”, e incluso que volver a su anterior existencia en su país. Al no encontrar allí más que negras de pura raza, le pregunté al dragomán si no íbamos a ver a las abisinias. “¡Ni hablar!, me dijo, a esas no se las muestra en público; hay que subir a la casa y que el tratante esté bien convencido de que usted no ha venido aquí por pura curiosidad, como la mayoría de los viajeros. Por lo demás, las abisinias son mucho más caras y quizá usted podría encontrar alguna esclava que le conviniese entre las mujeres Dongola. Aún hay otros “okel” que podemos visitar. Aparte del de Jellab, en el que estamos ahora, está el de Kouchouk y el Khan Ghafar”. Un tratante se nos acercó e indicó que me dijeran que acababan de llegar unas etíopes que se habían instalado fuera de la ciudad para no pagar los derechos de entrada. Estaban en el campo, más allá de la puerta Bab-el-Madbah. Opté por ver primero a aquellas esclavas. Recorrimos un barrio medio desierto y, tras muchas vueltas, nos encontramos en la planicie, o sea, en medio de las tumbas que rodean toda esta parte de la ciudad. Los mausoleos de los califas los habíamos dejado a la izquierda, y atravesamos entre colinas polvorientas, cubiertas de molinos y de restos de antiguos edificios. Descendimos de los burros a la puerta de un pequeño cerco de muros, restos probablemente de lo que fuera una mezquita. Tres o cuatro árabes, vestidos con un atuendo extraño para El Cairo, nos hicieron pasar, y me encontré en medio de una especie de tribu cuyas jaimas se extendían por aquel recinto cerrado por todas partes. Al igual que en el “okel”, las risas de unas cuantas negras me acogieron. Estas naturalezas primitivas manifiestan a las claras todos sus estados de ánimo, y no comprendo porqué el traje europeo les parece tan ridículo. Todas esas muchachas se ocupaban de diversos trabajos hogareños, y en medio de ellas, una, alta y hermosa, vigilaba atentamente el contenido de un ventrudo caldero colocado sobre el fuego. Nada podía arrancarla de esta ocupación. Hice que me mostraran las otras, que se apresuraban a abandonar su trabajo, y a exhibir ellas mismas sus bondades. Entre sus detalles de coquetería estaba el de lucir un peinado en capas de un volumen extraordinario, algo que yo ya había visto antes, pero enteramente impregnado de manteca, que chorreaba sobre sus espaldas y sus pechos. Pensé que esto lo hacían por protegerse la cabeza del ardor del sol, pero Abdallah me aseguró que se trataba de una moda para resaltar el lustre del cabello y de la piel. “Tan solo, me dijo, una vez compradas, uno se apresura a enviarlas a los baños y a que les desengrasen ese peinado de trencillas, que sólo lo usan por la Montañas de la Luna”. El examen no fue largo. Estas pobres criaturas tenían pinta de salvajes, sin duda un curioso aspecto, pero poco seductor desde el punto de vista de la cohabitación. La mayoría estaban desfiguradas por un montón de tatuajes, de incisiones grotescas, de estrellas y de soles azules que se extendían sobre el negro un poco grisáceo de su epidermis. Al ver estas lamentables hechuras, que hay que reconocer como humanas, uno se reprocha con filantropía el haber podido, en ocasiones, adolecer de falta de miramiento para con el mono, ese pariente desconocido que nuestro orgullo de raza se obstina en rechazar. Los gestos y las actitudes añadían un punto más a esa semejanza. Incluso me fijé en que sus pies, alargados y desarrollados, sin duda por la costumbre de subir a los árboles, se emparentaban sensiblemente con la familia de los cuadrumanos. Aquellas jóvenes gritaban desde todas partes: ¡bakhchis, bakhchis! Y yo, dudoso, saqué del bolsillo algunas piastras, temiendo que fueran los mercaderes quienes finalmente se apropiasen de ellas. Aunque los dueños, para tranquilizarme, se ofrecieron a repartir dátiles, sandías, tabaco, e incluso aguardiente: entonces por doquier hubo una explosión de alegría, y muchas se pusieron a bailar al son de la darbuka y la zommarah, el tambor y el melancólico pínfano de los pueblos africanos. La hermosa mozarrona encargada de la cocina apenas se volvió, y continuaba removiendo en el caldero una espesa sopa de sorgo. Me acerqué; me dedicó una mirada desdeñosa, y sólo mis guantes negros llamaron su atención. Entonces cruzó los brazos y lanzó gritos de admiración.  ¿Cómo podía tener yo las manos negras y el rostro blanco?. Aquello sobrepasaba su comprensión. Su sorpresa fue aún mayor cuando me quité uno de los guantes, lo que la impulsó a gritar: “¡Bismillah! Enté effrit? Enté sheytán? ¡Dios me proteja! ¿eres un espíritu o un diablo?” Las otras no demostraron menos extrañeza, y ya no digamos la que causaba mi atuendo a aquellos seres tan simples. Estaba claro que en su país me podría haber ganado la vida sólo con exhibirme. Pero la principal de esas bellezas nubias, no tardó en retomar su ocupación previa, con esa inconstancia de los monos que todo les distrae, y nada consigue hacer que se fijen en algo, más allá de un instante. Fantaseé preguntando lo que costaba, pero el dragomán me avisó que justo esa era la favorita del tratante de esclavos, y que no quería venderla hasta que le hiciera padre…a menos que yo pagase un precio mucho más elevado. No insistí sobre ese punto. “Francamente, le dije al dragomán, encuentro todas estas pieles demasiado oscuras; pasemos a otros tonos. ¿Así que la abisinia es una pieza rara en el mercado?. –          De momento escasea un poco, me dijo Abdallah, pero ahí llega la caravana de La Meca. Se ha detenido en Birket-el-Hadji para entrar mañana al alba, y entonces tendremos donde escoger, ya que muchos peregrinos, cuando les falta dinero para acabar el viaje, se deshacen de alguna de sus mujeres, y hay también mercaderes que vienen del Hedjaz”. Salimos de ese “okel” sin que nadie se extrañara de que yo no hubiese comprado nada. Un cairota había concluido un trato durante mi visita y retomaba el camino de Bab-el-Madbah con dos jóvenes negras bastante bien plantadas. Caminaban delante de él, soñando con lo desconocido, preguntándose sin duda si se convertirían en favoritas o en criadas, y la manteca, más que las lágrimas, se escurría por su pecho descubierto a los ardientes rayos del sol.

Esmeralda de Luis y Martínez 9 febrero, 2012 9 febrero, 2012 abesch, Bab-el-Mabdah, Birket-el-Hadji, darbuka, effrit, essouad, Hedjaz, Khan Ghafar, Kouchouk, Okel de Jellab, Sennaar, sheytán, zommarah
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