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“VIAJE A ORIENTE” – Las noches de Ramadán

HISTORIA DE LA REINA DE LA MAÑANA Y DE SOLIMÁN, pilule EL PRÍNCIPE DE LOS GENIOS – VII. El mundo subterráneo… continúa el descenso de Adonirám a la morada subterránea de los genios del fuego, rx acompañado por el espíritu de Tubalcaín, troche que le revelará su linaje y la maldición del vengativo Adonay. Penetraron juntos en un jardín iluminado por los suaves resplandores de cálidas llamas; poblado de árboles desconocidos, cuyo follaje, formado por pequeñas lenguas de fuego, proyectaba, en lugar de sombras, la más viva claridad sobre el suelo de esmeralda, jaspeado de flores de extrañas formas, y de colores de una viveza sorprendente.  Brotando del fuego interior de los metales, aquellas flores eran sus emanaciones más fluidas y puras. Aquella vegetación arborescente del metal en flor brillaba como las piedras preciosas, y exhalaba perfumes de ámbar, benjuí, incienso y mirra. No lejos de allí serpenteaban arroyuelos de nafta, que fertilizaban los cinabrios, la rosa de aquellos mundos subterráneos. Por allí se paseaban algunos gigantes ancianos, esculpidos a la medida de esa naturaleza fuerte exuberante. Bajo un dosel de luz ardiente, Adonirám descubrió una fila de colosos, sentados en fila, con los mismos atuendos sagrados, las proporciones sublimes y el imponente aspecto de las esculturas que él ya había podido vislumbrar en las cavernas del Líbano. Adivinó que se trataba de la dinastía perdida de Henochia. Vio en torno a ellos, agachados, a los cinocéfalos, leones alados, grifos, esfinges sonrientes y misteriosas; especies condenadas, barridas por el diluvio de la faz de la tierra, e inmortalizadas por la memoria de los hombres. Esos esclavos andróginos portaban los macizos tronos, monumentos inertes, dóciles, y aún así animados de vida. Inmóviles, como en reposo, los príncipes, hijos de Adán, parecían soñar y esperar. Cuando llegó al extremo de aquella hilera, Adonirám, que no dejaba de caminar, dirigió sus pasos hacia una enorme piedra cuadrada y blanca como la nieve… Iba a posar el pie sobre aquella incombustible roca de amianto, cuando… “¡Detente! Gritó Tubalcaín, estamos bajo la montaña de Sérendib[1]; vas a pisar la tumba del desconocido, del primer nacido de la tierra. Adán duerme bajo ese sudario que le protege del fuego. No debe levantarse hasta el último día del mundo; su tumba cautiva contiene nuestro rescate. Pero escucha: nuestro padre común te llama.” Caín estaba allí, acuclillado en incómoda postura; se puso de pie. Su belleza era sobrehumana, su mirada triste y sus labios pálidos. Estaba desnudo; alrededor de su cariacontecida frente se enroscaba una serpiente de oro a guisa de diadema… el hombre errante parecía aún agotado: “Que el sueño y la muerte sean contigo, hijo mío. Raza industriosa y oprimida. Tú sufres por culpa mía. Eva fue mi madre; Eblís, el ángel de la luz, deslizó en su seno la chispa que anima y regenera mi raza; Adán, amasado con barro y depositario de una alma cautiva, me crió. Yo, hijo de los Éloïms[2], amaba a aquella creación fallida de Adonay, y puse al servicio de los hombres, ignorantes y débiles, el espíritu de los genios que residen en mí. Fui yo el que alimentó a mi madre en sus días de vejez, y yo, el que acunó a Abel… al que ellos llamaban mi hermano. ¡Qué desgracia!, ¡qué desgracia!. “Antes de mostrar mi crimen a la humanidad, yo conocí la ingratitud, la injusticia y las amarguras que corrompen el corazón. Trabajaba sin cesar, arrancando el alimento al mísero terreno, inventando, para el bienestar de los hombres, esos arados que obligan a la tierra a producir; hice renacer para todos ellos, el seno de la abundancia, ese Edén que habían perdido, había hecho de mi vida un puro sacrificio. Pero en el colmo de la iniquidad, Adán no me quería. Eva sólo recordaba que había sido expulsada del paraíso por haberme traído al mundo, y su corazón, cerrado por el interés, lo reservaba únicamente para su Abel, y él, desdeñoso y mimado, me consideraba como el criado de todos ellos: Adonay estaba con él, ¿qué más se podría añadir?. De modo que, mientras yo regaba con mis sudores la tierra de la que Abel se sentía el rey; él, ocioso y consentido, apacentaba sus rebaños, mientras dormía bajo los sicómoros. Entonces yo me lamenté: nuestros padres invocan la equidad de dios; nosotros le ofrecemos sacrificios, y el mío, espigas de trigo que yo había conseguido cultivar, ¡las primicias del verano!; el mío, fue arrojado con desprecio… Así es como ese Dios celoso ha rechazado siempre al genio creador y fecundo, y entregado el poder con derecho a la opresión, a los espíritus vulgares. Tú ya conoces el resto; pero lo que ignoras es que el castigo de Adonay, condenándome a la esterilidad, al mismo tiempo entregaba por esposa al joven Abel a nuestra hermana Aclinia, de la que yo estaba enamorado[3]. De ahí proviene la primera lucha de los djinns o hijos de los Éloïms, nacidos del fuego, contra los hijos de Adonay, engendrados del barro.        “Yo extinguí la llama de Abel… Adán se vio renacer más tarde en la descendencia de Seth, y para borrar mi crimen, me hice benefactor de los hijos de Adán. Gracias a nuestra raza superior a la suya, deben todas las artes, la industria y los elementos de las ciencias. ¡Vanos esfuerzos! Al instruirles, les hicimos libres… algo que Adonay nunca me perdonó, y por ello convirtió en un crimen imperdonable el que yo hubiera quebrado a un ser de barro (Abel), ¡Él!, que con las aguas del diluvio, ahogó a miles de hombres!; ¡Él!, ¡que para diezmarlos, suscitó entre ellos a tantos tiranos!”. Entonces la tumba de Adán habló: “Eres tú, dijo la voz profunda; tú, el que ha creado el crimen; ¡Dios persigue en mi descendencia la sangre de Eva, de la que tu provienes y que tú has vertido! Jeováh, por culpa tuya, ha dado el poder a sacerdotes que han inmolado a los hombres, y a reyes que han sacrificado a sacerdotes y a soldados. Un día, Él hará surgir emperadores para triturar a los pueblos, a los sacerdotes y a los mismos reyes, y la posteridad de las naciones dirá: ¡Son los hijos de Caín!” El hijo de Eva se agitó, desesperado. “¡Él también! – gritó – Jamás me ha perdonado. –      ¡Jamás!…” respondió la voz; y desde las profundidades del abismo se escuchó todavía gemir: “¡Abel, hijo mío!, ¡Abel!, ¡Abel!… ¿qué has hecho de tu hermano Abel?…” Caín rodó por el suelo, que comenzó a temblar, mientras las convulsiones de Caín en su desesperación le desgarraban el pecho… Tal era el suplicio de Caín, por haber vertido sangre. Embargado de respeto, amor, compasión y horror, Adonirám apartó su mirada de él. “¿Y yo?, ¿qué había hecho yo? – dijo, sacudiendo la cabeza tocada de una larga tiara, el venerable Enoc. Los hombres andaban errantes como rebaños; yo les enseñé a tallar la piedra, a construir edificios, a agruparse en ciudades. Al primero, le revelé el secreto de la sociedad. Yo les encontré como a un rebaño de bestias;… y a cambio, les dejé una nación en mi ciudad de Henochia, cuyas ruinas aún son admiradas por las razas degeneradas. Gracias a mí, Solimán (Salomón) alzará un templo en honor de Adonay, y ese templo será su ruina, ya que el dios de los hebreos, hijo mío, ha reconocido mi naturaleza en la obra salida de tus manos.” Adonirám contempló aquella enorme sombra: Enoc tenía la barba larga y trenzada; su tiara, adornada con bandas rojas y una doble fila de estrellas, se alzaba en punta, rematada por un pico de cuervo. Dos bandas rayadas caían sobre su cabello y túnica. En una mano llevaba un largo cetro, y en la otra, una escuadra. Su colosal estatura sobrepasaba la de su padre Caín. Muy cerca de Caín estaban Irad y Maviaël[4], tocados con sencillas cintas. Brazaletes de hierro rodeaban sus brazos: uno de ellos fue el que inventó el arte de la fundición; el otro, el de las medidas y escuadrado de los cedros. Mathusaël inventó los caracteres escritos y dejó libros, de los que más tarde se apoderó Édris, que los ocultó en la tierra; los libros del Tau… Mathusaël llevaba en los hombros un palio hierático; al costado llevaba un parazonium[5], y sobre su resplandeciente cinturón brillaba en trazos de fuego la T simbólica que une a todos los obreros nacidos de los genios del fuego[6]. Mientras tanto, Adonirám contemplaba los sonrientes trazos de Lamec, cuyos brazos estaban cubiertos por alas replegadas de las que salían dos largas manos apoyadas sobre la cabeza de dos jóvenes allí agachados. Tubalcaín, dejando a su protegido, fue a sentarse en su trono de hierro. “Estás viendo el venerable rostro de mi padre, dijo a Adonirám. Esos a los que acaricia el pelo, son los hijos de Ada: Jabel, el pastor y el nómada que habita en jaymas, el que aprendió a coser la piel de los camellos, y Jubal, mi hermano, el primero que tensó las cuerdas del kinnor[7] y del arpa, y supo sacarles sonidos. –      Hijo de Lamec y de Sella, respondió Jubal con una voz armoniosa como los vientos de la tarde, tú eres el más grande entre tus hermanos, y reinas sobre tus antepasados. De ti proceden las artes de la paz y de la guerra. Tú has dominado los metales, has encendido la primera forja. Has entregado a los humanos el oro, la plata, el cobre y el acero; tú les has devuelto el Árbol de la Ciencia. El oro y el hierro les elevarán a la cumbre del poder, y los harán lo bastante funestos como para vengarnos de Adonay.  ¡Honor a Tubalcaín!”. Un ruido formidable respondió por todas partes a esa exclamación, repetida a lo lejos por legiones de gnomos, que retomaron su trabajo con renovado ardor. Los martillos restallaron bajo las bóvedas de las fábricas eternas, y Adonirám… el obrero, en ese mundo en el que los obreros eran reyes, sintió una alegría y un orgullo profundos. “Hijo de la raza de los Éloïms, le dijo Tubalcaín, recobra el ánimo, tu gloria esta en la servidumbre. Tus antepasados han hecho temible a la industria humana, y por eso nuestra raza ha sido condenada. Ha combatido durante dos mil años; no han podido destruirnos porque somos de una esencia inmortal; han conseguido vencernos porque la sangre de Eva se mezcló con la nuestra. Tus abuelos, mis descendientes, fueron salvados de las aguas del diluvio. Ya que, mientras Jeováh, preparando nuestra destrucción, hinchaba de agua las nubes del cielo, yo convoqué al fuego en mi ayuda y lancé sus rápidas corrientes hacia la superficie de la tierra. A una orden mía, la llama disolvió las piedras y excavó largas galerías apropiadas para servirnos de refugio. Esos caminos subterráneos van a dar a la llanura de Gizeh, no lejos de la ribera en la que más tarde se construyó la ciudad de Menfis. Y para proteger esas galerías de la invasión de las aguas, reuní a la estirpe de los gigantes y con ellos erigimos una inmensa pirámide que durará hasta el fin del mundo. Las piedras fueron cimentadas con asfalto impenetrable; y sólo se practicó, como única abertura, un estrecho corredor cerrado por una pequeña puerta que yo mismo tapié cuando llegó el último día del mundo antiguo. “Moradas subterráneas fueron excavadas en la roca; allí se penetraba descendiendo a través de los abismos; se escalonaban a lo largo de una galería baja que llegaba a las regiones del agua que yo había aprisionado en un gran río beneficioso para refrescar y aliviar la sed a los hombres y ganado refugiados en esas galerías. Más allá de ese río, reuní en un amplio espacio iluminado por el frotamiento de metales contrapuestos, los frutos y verduras que se nutren de la tierra.        “Es allí donde vivieron, al abrigo de las aguas, los debilitados despojos del linaje de Caín. Todas las pruebas que hemos sufrido y superado, hubo que remontarlas de nuevo para volver a ver la luz cuando las aguas del diluvio volvieron a su cauce. Aquellos caminos eran peligrosos, el clima interior devora. Durante nuestras idas y venidas, dejamos en cada región a algunos de nuestros compañeros. Al final, solo yo sobreviví con el hijo que me había dado mi hermana Noéma. “Abrí de nuevo la pirámide, y vislumbré la tierra. ¡Qué cambio! El desierto… animales raquíticos, plantas resecas, un sol pálido y sin calor, y aquí y allá un amasijo de barro estéril en el que se deslizaban reptiles. De pronto, un viento glacial cargado de miasmas infectos penetró en mi pecho y lo secó. Sofocado, lo expulsé, pero lo volví a respirar para no morir. No se qué frío veneno circuló por mis venas; mi vigor expiró, mis piernas se doblaron, la noche me envolvió, un negro temblor se amparó de mí. El clima de la tierra había cambiado, la superficie ahora fría ya no desprendía calor para animar a todo lo que había vivido antaño. Como un delfín expulsado del seno del mar y arrojado sobre la arena, yo sentí la agonía, y comprendí que mi hora había llegado… “Por un supremo instinto de conservación, quise huir, y, entrando bajo la pirámide, perdí allí el conocimiento. La pirámide fue mi tumba; entonces, mi alma liberada atraída por el fuego interior volvió para encontrarse con las de mis padres. Mi hijo, apenas adulto, aún creció algo; pudo vivir; pero su crecimiento se detuvo. “Anduvo errante, siguiendo el destino de nuestra raza, y la mujer de Cham[8] (¿Sem?), segundo hijo de Noé, le encontró más hermoso que los hijos de los hombres. Él la poseyó, y ella trajo al mundo a Koûs, padre de Nemrud, que enseñó a sus hermanos el arte de la caza y fundó Babilonia. Entonces se dispusieron a construir la torre de Babel; y ahí fue cuando Adonay reconoció la sangre de Caín y comenzó a perseguirle. La raza de Nemrud fue de nuevo dispersada. La voz de mi hijo acabará para ti esta dolorosa historia.” Adonirám, inquieto, buscó a su alrededor al hijo de Tubalcaín . “No le verás, continuó el príncipe de los espíritus del fuego, el alma de mi hijo es invisible, porque murió después del diluvio, y su forma corporal pertenece a la tierra. Lo mismo sucede con sus descendientes, y tu padre, Adonirám, está errante en el aire abrasador que tú respiras… Sí, tu padre. –      Tu padre, sí, tu padre…”, se repitió como un eco, pero con tierno acento, una voz que pasó como una caricia sobre la frente de Adonirám, y el artista volviéndose lloró. “Consuélate, dijo Tubalcaín; él es más afortunado que yo. Él te dejó al nacer y, como tu cuerpo no pertenece aún a la tierra, puede disfrutar de la felicidad de ver tu imagen. Pero ahora atiende bien a las palabras de mi hijo.” Entonces se oyó una voz: “Sólo entre los genios mortales de nuestra raza, he visto el mundo antes y después del diluvio, y he contemplado la faz de Adonay. Yo esperaba el nacimiento de un hijo, y el frío abrazo de la tierra envejecida ya oprimía mi pecho. Una noche Dios se me apareció: su rostro no puede ser descrito. Me dijo:        “- Espera…        “Sin experiencia, aislado en un mundo desconocido, le respondí con timidez:        “- Señor, tengo miedo…        “Él repuso: – Ese temor será tu salvación. Debes morir; Tus hermanos ignorarán tu nombre que no será recordado por la posteridad; de ti va a nacer un hijo que no llegarás a ver. De él saldrán seres perdidos entre la multitud como las estrellas errantes a través del firmamento. Tronco de gigantes, yo he humillado tu cuerpo; tus descendientes nacerán débiles;  su vida será corta; la soledad será su patrimonio. El alma de los genios conservará en su seno su preciosa llama, y su grandeza será su suplicio. Superiores a los hombres, ellos serán sus benefactores, pero serán objeto de su desprecio; únicamente sus tumbas serán honradas. Desconocidos durante su paso por la tierra, poseerán el amargo sentimiento de su fuerza, que sólo podrán emplear para mayor gloria de los otros. Sensibles a las calamidades de la humanidad, querrán prevenirles, pero no les escucharán. Sometidos a hombres poderosos mediocres y viles, fracasarán al querer eliminar a esos despreciables tiranos. Su alma superior será juguete de la opulencia y la banal estupidez. Ellos serán quienes forjen la fama de las naciones, pero no participarán de ella. Gigantes de la inteligencia, antorchas de la sabiduría, órganos del progreso, luminarias de las artes, instrumentos de libertad; sólo ellos permanecerán esclavos, desdeñados, solitarios. Corazones llenos de ternura, sólo serán envidiados; sus almas enérgicas serán paralizadas para el bien de… Y además, los de su misma especie no se podrán reconocer entre ellos. “- ¡Dios cruel! exclamé; al menos su vida será corta y el alma romperá el cuerpo. “- No, ya que continuarán alimentando una esperanza, siempre frustrada; sin cesar reavivada, y cuanto más trabajen con el sudor de su frente, más ingratitud encontrarán entre los hombres. Ellos les darán todas las alegrías y, a cambio, sólo recibirán penalidades; el peso de los trabajos con los que he maldecido a la raza de Adán recaerá sobre sus espaldas; la pobreza les acompañará, la familia será para ellos compañera del hambre. Complacientes o rebeldes, serán constantemente envilecidos, trabajarán para todos, y consumirán en vano su genio, la industria y la fuerza de sus brazos. “Jeováh, le dije; has roto mi corazón, y maldiciendo la noche en que me hice padre, expiré.” Y la voz se extinguió, dejando tras ella una larga letanía de suspiros. “Tú lo acabas de ver, lo has escuchado, prosiguió Tubalcaín, y se te ha ofrecido nuestro ejemplo. Genios bienhechores, autores de la mayor parte de las conquistas intelectuales de las que el hombre se muestra tan orgulloso. Nosotros estamos malditos ante sus ojos, somos los demonios, los espíritus del mal. ¡Hijo de Caín! sufre tu destino; asúmelo de frente e imperturbable, y que el Dios vengador se aterre de tu constancia. Sé grande delante de los hombres y fuerte ante nosotros: te he visto próximo a sucumbir, hijo mío, y he querido apoyar tu virtud. Los genios del fuego vendrán en tu ayuda; atrévete con todo; tú has sido reservado para ser la perdición de Solimán, ese fiel servidor de Adonay. De ti nacerá una estirpe de reyes que restaurarán en la tierra, ante la faz de Jehová, el olvidado culto del fuego, este sagrado elemento. Cuando ya no habites esta tierra, el infatigable ejército de los obreros se ligará a tu nombre, y la falange de trabajadores, de pensadores, abatirá un día el ciego poderío de los reyes, de esos despóticos ministros de Adonay. Ve, hijo mío, cumple con tu destino…” Tras esas palabras, Adonirám se sintió elevado; el jardín de metales, sus brillantes flores, sus árboles de luz, los inmensos y radiantes talleres de los gnomos, los deslumbrante ríos de oro, plata, cadmio, mercurio y nafta, se confundían bajo sus pies en un ancho surco de fuego. Entonces se dio cuenta de que estaba volando en el espacio con la rapidez de una estrella. Todo se oscureció poco a poco: la morada de sus antepasados le pareció por un instante como un planeta inmóvil en medio de un cielo sombrío; un viento fresco le golpeó en la cara, sintió una sacudida, lanzó una mirada a su alrededor, y se encontró echado sobre la arena, al pie del molde del mar de bronce, rodeado de lava a medio enfriar, que aún proyectaba entre las brumas de la noche un resplandor rosáceo. ¡Un sueño! , se dijo; ¿ha sido todo un sueño? ¡Qué desgraciado soy! Lo único verdadero es la pérdida de mis esperanzas, la ruina de mis proyectos, y el deshonor que me espera cuando salga el sol… Pero la visión se dibujó con tal nitidez, que le hizo sospechar incluso de la duda que le embargaba. Mientras meditaba, alzó los ojos y reconoció ante él la sombra colosal de Tubalcaín: “Genio del fuego, exclamó, condúceme de nuevo al fondo de los abismos. La tierra ocultará mi oprobio. – ¿Así sigues mis preceptos? Replicó la sombra con severidad. Se acabaron las vanas palabras; la noche avanza, pronto el ojo flamígero de Adonay va a recorrer la tierra; hay que darse prisa. “¡Débil criatura! , ¿crees acaso que yo te iba a abandonar en un momento tan peligroso?. No temas; tus moldes están llenos: la fundición, agrandando de golpe el orificio del horno revestido de piedras poco refractarias, de pronto irrumpió, y la gran cantidad de metal fundido rebosó por encima de los bordes. Tú creíste que era una grieta, perdiste la cabeza, lanzaste agua, y el vaciado de la fundición se colapsó. – ¿Y cómo liberar los bordes del recipiente de esas rebabas de metal fundido que han quedado adheridas?. – La aleación de hierro es porosa y conduce el calor peor que el acero. Coge un trozo del metal de la fundición, caliéntalo por uno de sus extremos, enfríalo por el otro, y dale un mazazo: el trozo se quebrará justo entre lo frío y lo caliente. Las tierras y los cristales se comportan igual. – Maestro, os escucho. – ¡Por Eblís! Más valdría que me adivinaras. Tu recipiente aún está candente; enfría bruscamente el material que lo desborda, y separa la escoria a martillazos. – Es que haría falta tener un vigor… – Lo que hace falta es un martillo. El de Tubalcaín abrió el cráter del Etna para dar una salida a las escorias de nuestras fábricas.” Adonirám escuchó el ruido de un trozo de hierro que cayó a sus pies; se agachó y recogió un martillo pesado, pero perfectamente adecuado a su mano. Quiso expresar su reconocimiento; la sombra había desaparecido, y el alba naciente había comenzado a disolver el fuego de las estrellas. Poco después, los pájaros que preludiaban el día con sus cantos, huyeron al ruido del martillo de Adonirám que, golpeando con ardor los bordes del mar de bronce, sólo él perturbaba el profundo silencio que precede al nacimiento de un nuevo día. – – –             Esta sesión había impresionado tan vivamente al auditorio del cafetín, que al día siguiente creció el número de clientes. Se habían desvelado los misterios de la montaña de Kaf, por la que siempre se ha interesado y mucho la gente de Oriente. A mí, el relato me había parecido tan clásico como el descenso de Eneas a los infiernos[9]. [1] Según Herbelot, Bibliothèque orientale, Tahmurath, rey legendario de Persia, fue quien venció a los genios, que encerró en grutas subterráneas.- Sérendib es la isla de Ceilán adonde, según la tradición Oriental, fue relegado Adán cuando Dios lo expulsó del paraíso terrenal. (GR) [2] Los Éloïms son genios primitivos a los que los egipcios denominaban dioses amonianos. En el sistema de las tradiciones persas, Adonay o Jehová (el dios de los hebreos) no era más que uno de los Éloïms. (GR). Caín, hijo de Eblís, rechaza de ese modo ser fruto de la creación imperfecta de Adonai, adhiriéndose en cambio a la raza preadamita de los Éloïm (los dioses), por lo que el dios de la Biblia no sería más que una manifestación más de esos dioses. Nerval cita con frecuencia el mito, de origen musulmán, de las dinastías preadamitas: ver sobre todo Aurelia I, 7-8 y el capítulo La légende de Soliman, en los Appendices del Voyage en Orient (Pléiade). A propósito de las razas preadamitas, Nerval explica: “La tierra, antes de pertenecer al hombre, había estado habitada durante setenta mil años por cuatro grandes razas creadas al principio, según el Corán, “con una materia excelente, sutil y luminosa”: se trataba de los Dives, los Djinns, los Afrites y los Péris, que en su origen pertenecían a los cuatro elementos; al igual que las ondinas, los gnomos, sílfides y salamandras de las leyendas del Norte” (capítulo La légende de Soliman, en los Appendices del Voyage en Orient (Pléiade). Para las fuentes, ver J. Richer, Nerval et les doctrines ésotériques. [3] Conforme a la tradición musulmana, Eva dio a luz de dos veces a dos gemelos: Caín y Aclimia, Abel y Lebuda. Adán quiso casar a cada hermano con la gemela del otro. Su elección no le gustó a Caín, porque Aclima era más hermosa que Lebuda. Ver Herbelot, Bibliothèque orientale, article “Cabil”. (GR) [4] Los nombres que siguen, corresponden a la descendencia de Caín, según el Génesis, IV: Conoció Caín a su mujer, que concibió y parió a Enoc. Púsose aquel a edificar una ciudad, a la que dio el nombre de Enoc, su hijo. A Enoc le nació Irad, e Irad engendró a Maviael; Maviael a Matusael, y Matusael a Lamec. Lamec tomó dos mujeres, una de nombre Ada, otra de nombre Sela. Ada parió a Jabel, que fue el padre de los que habitan tiendas y pastorean. El nombre de su hermano fue Jubal, el padre de cuantos tocan la cítara y la flauta. También Sela tuvo un hijo, Tubalcaín, forjador de instrumentos cortantes de bronce y de hierro. Hermana de Tubalcaín fue Noema…” [5] Parazonium.- Tipo de daga corta que llevaban los soldados griegos y romanos (Émile Littré: Dictionnaire de la langue française (1872-77) [6] La T además de ser un emblema masónico, es también, en la tradición de La Cábala, un signo mágico. En la leyenda de Hakem; Argévan lleva sobre la frente “la forma siniestra del Tau, señal de los destinos fatales”. [7] Kinnor, es el nombre en idioma hebreo de un antiguo instrumento de cuerda traducido por arpa. Se trata de una lira hebrea portátil de 5 a 9 cuerdas, similar a las que también encontramos en Asiria. Era el instrumento predilecto para acompañar el canto en el templo en la época de los reyes. (http://es.wikipedia.org/wiki/Kinnor) [8] Según una tradición del Talmud, ésta sería la esposa de Noé que habría mezclado la raza de los genios con la de los hombres, cediendo a la seducción de un espíritu enviado por los Dives. Ver el Le Comte de Gabalis, del abad de Villars. Le Comte de Gabalis, ou Entretiens sur les sciences secrètes (1670), que trata, entre otras cosas, de las relaciones entre los hombres y los espíritus elementales. [9] A pesar de esta ironía, el descenso a los infiernos (en general sinónimo de iniciación) y en consecuencia la figura de Orfeo, son para Nerval paradigmas esenciales. Así, en Les Nuits d’Octobre y en Aurélia Nerval dice: “yo comparo esta serie de pruebas que he atravesado con lo que para los antiguos representaba la idea de un descenso a los infiernos” (Mémorables).

Esmeralda de Luis y Martínez 20 abril, 2012 20 abril, 2012 Abel, Ada, Adán, Adonay, Adoniram, Babilonia, Caín, Cham, djins, Edén, Édris, el símbolo TAU, Enoc, Eva, Henochia, Irad, Jabel, Jeovah, Jubal, Koûs, la dinastía perdida de Henochia, Lamec, los Éloïms, los hijos de Adán, Mathusaël, Maviaël, Nemrud, Noé, Noéma, Sella, Sem, Tubalcaín
“VIAJE A ORIENTE” – Las noches del Ramadán

HISTORIA DE LA REINA DE LA MAÑANA Y DE SOLIMÁN EL PRÍNCIPE DE LOS GENIOS – III. El Templo… El narrador prosiguió: La ciudad, clinic reconstruida de nuevo por el magnífico Solimán, treatment había sido edificada conforme a un plano irreprochable; calles tiradas a cordón, seek casas cuadradas, todas exactamente iguales, como si fueran colmenas de monótono aspecto.             “En estas anchas y bellas calles, dijo la reina, el viento procedente del mar es imposible de contener, y debe barrer a la gente como a briznas de paja, además, durante los fuertes calores, el sol, penetra aquí sin obstáculo alguno y debe recalentar todo esto como si fuera un horno. En Mareb, las calles son estrechas, y de una casa a otra, piezas de tela colgadas a lo largo de la vía pública esparcen sombras sobre el suelo y proporcionan frescor. –          Eso va en detrimento de la simetría, respondió Salomón. Mirad, ya hemos llegado al peristilo de mi nuevo palacio: se han precisado treinta años para construirlo.”             La reina de Saba visitó el palacio, al que encontró rico, cómodo, original y de un gusto exquisito.             “El plano es sublime, dijo, la disposición de los espacios admirable, y, tengo que reconocer que el palacio de mis ancestros, los Hémiarites[1] (Himyaríes), construido en el estilo de los palacios indios, con pilares rematados por capiteles antropomorfos, no llegan ni mucho menos a esta gallardía y elegancia: vuestro arquitecto es un gran artista. –          Yo soy el que ha ordenado todo y costeado los gastos de los obreros, exclamó el rey orgulloso. –          Pero los planos, ¿quién los ha trazado?, ¿quién es el genio que ha llevado a cabo tan noblemente vuestros diseños?. –          Un tal Adoniram, un tipo extraño y medio salvaje, que me envió mi amigo el rey de los Tirios. –          Señor, ¿podría verle? –          Huye de todo el mundo y no gusta de alabanzas. Pero, ¿qué diréis entonces, Reina mía, cuando hayáis recorrido el templo de Adonai?. Esa no es la obra de un artesano: yo mismo he diseñado los planos y soy yo el que ha indicado los materiales que deben emplearse. Los puntos de vista de Adoniram han sido sometidos al dictado de mi poética imaginación. Trabajamos en ello desde hace cinco años; todavía nos faltan dos para llevar toda la obra a su estado más perfecto. –            Entonces sólo siete años os han bastado para albergar dignamente a vuestro Dios; mientras que habéis necesitado treinta para establecer convenientemente a su servidor. –          El tiempo no tiene nada que ver en esto”, objetó Solimán. Pero, tanto como Balkis había admirado el palacio, otro tanto criticó el templo.             “Habéis querido hacerlo todo demasiado bien, dijo Balkis, y el artista ha tenido menos libertad. El conjunto es un poco pesado, aunque recargado detalles… Demasiada madera, cedro por todas partes, salientes vigas… vuestros corredores entarimados parecen a simple vista, al soportar en su parte superior bloques de piedra, faltos de solidez. –          Mi objetivo, objetó el príncipe, ha sido el de preparar, gracias a un fuerte contraste, para los esplendores del interior. –          ¡Dios mío! exclamó la reina, cuando penetró en el recinto, ¡cuántas esculturas! Estas sí que son estatuas maravillosas, extraños animales de aspecto imponente. ¿Quién ha fundido, quién ha cincelado tales maravillas? –            Adoniram; la escultura es su principal talento. –          Su genio es universal. En cambio, estos querubines son demasiado pesados, demasiado dorados y excesivamente grandes para esta sala a la que confieren un aspecto agobiante. –          Así lo quise yo: cada querubín me ha costado ciento veinte talentos. ¡Mirad, mi reina! Aquí todo es de oro, y nada hay más precioso que el oro. Los querubines son de oro; las columnas de cedro, regalo de mi amigo el rey Hiram, se han revestido con láminas de oro; hay oro cubriendo todas las paredes; sobre estas murallas de oro habrá unas palmeras de oro y un friso con granadas de oro macizo, y a lo largo de los tabiques dorados, he hecho colocar doscientos escudos de oro puro. Los altares, las mesas, los candelabros, los jarrones, suelos y techos, todo será revestido de láminas de oro… –          “Mucho oro me parece a mí”, objetó la reina con modestia.             Solimán replicó:             “¿Hay algo más espléndido que el oro para el rey de los hombres? Deseo asombrar a la posteridad… Pero entremos en el santuario, cuyo techo todavía no se ha construido, y en donde ya se han puesto los cimientos del altar, frente a mi trono casi acabado. Como podéis ver, hay seis escalones; el asiento es de marfil, soportado por dos leones, al pie de los cuales se encuentran acurrucados doce cachorros. Todavía hay que bruñir los dorados, y hay que esperar hasta erigir el palio. Dignaos, noble princesa, en ser la primera que se siente sobre este trono, aún virgen; así podréis inspeccionar el conjunto de los trabajos. Perdonad porque vais a ser el blanco de los rayos del sol, pues el pabellón todavía está al descubierto.”             La princesa sonrió, y tomó en su puño al pájaro Hud-Hud, que los cortesanos contemplaron con viva curiosidad.             No hay pájaro más ilustre, ni más respetado en todo Oriente. Y no lo es por la finura de su pico negro, ni por sus mejillas escarlatas; tampoco por la dulzura de sus ojos color gris de avellana, ni por la soberbia cresta de menudo plumaje de oro que corona su hermosa cabeza; tampoco lo es por su larga cola, negra como el azabache; ni por el brillo de sus alas de un verde dorado, realzado por  estrías y franjas de oro vivo; ni por sus espolones rosa pálido; ni por sus patas de color púrpura; que la alegre Hud-Hud es el objeto predilecto de la reina y de su conversación. Bella sin saberlo, fiel a su ama, buena para todos los que la aman, la abubilla brilla con ingenua gracia, sin buscar por ello deslumbrar. A la reina, se la ha visto consultar a este pájaro en circunstancias difíciles.             Solimán, que quería mantener buenas relaciones con Hud-Hud, buscó en ese momento llevarla también en su puño; pero ella no quiso bajo ningún concepto prestarse a esas intenciones. Balkis, sonriendo finamente, llamó a su favorita y dio la impresión de que la murmuraba algunas palabras en voz baja… Rápida como una flecha, Hud-Hud desapareció en el aire azul.             Después la reina se sentó; cada cual se acomodó en torno a ella; charlaron unos instantes; explicando el príncipe a su invitada el proyecto del mar de bronce concebido por Adoniram, y la reina de Saba, asombrada de admiración, exigió de nuevo que le presentaran a ese hombre.             Mientras corrían a las forjas y a través de las obras, Balkis, que había echo sentarse al rey de Jerusalén a su lado, le preguntó cómo iba a decorar el pabellón de su trono.             “Será decorado al igual que el resto, respondió Solimán. –          ¿No teméis que a causa de esa exclusiva predilección por el oro, parezca que criticáis los otros materiales que ha creado Adonai?  ¿De verdad pensáis que no hay nada en el mundo tan bello como ese metal? Permitidme aportar a vuestro plan un divertimento… del que vos seréis su juez.”             De pronto se oscureció el aire, el cielo se cubrió de puntos negros que se hacían más grandes conforme se acercaban; nubes de pájaros se abatieron sobre el templo, se agruparon, descendieron en círculos, se aproximaron los unos a los otros, se distribuyeron como si fueran un follaje tembloroso y espléndido; sus alas desplegadas formando hermosos ramos verdes, escarlata, azabache y azul. Ese pabellón viviente se desplegaba bajo la hábil dirección de la abubilla, que revoloteaba en medio de aquella multitud de plumas… Un árbol encantador se formó sobre la cabeza de ambos príncipes, y cada pájaro se convirtió en una hoja. Solimán, loco de contento y encantado, se vio al abrigo del sol bajo aquel techo animado, que temblaba, se sostenía batiendo las alas, y proyectaba sobre el trono una espesa sombra de la que escapaba el suave y dulce concierto del canto de los pájaros. Tras lo cual, la abubilla, a la que el rey guardaba aún algo de rencor, se vino a posar, sumisa, a los pies de la reina.             “¿Qué piensa monseñor? Preguntó Balkis. –            ¡Admirable!, exclamó Solimán, esforzándose por atraer a la abubilla, que le huía con obstinación, cosa que no escapaba a la atención de la reina. –          Si os ha agradado esta fantasía, retomó la reina, será un placer para mí rendiros homenaje con este pequeño pabellón de pájaros, a condición de que me dispenséis de hacerlos bañar en oro. Será suficiente con que dirijáis hacia el sol el engaste de este anillo cuando deseéis convocarlos… Este anillo es precioso. Lo heredé de mis padres, y Sarahil, mi nodriza, me regañará por habéroslo regalado. –          ¡Ah! Gran reina, exclamó Solimán, arrodillándose delante de ella, vos sois digna de mandar sobre los hombres, sobre los reyes y sobre los elementos. ¡Haga el cielo y vuestra bondad que aceptéis la mitad de un trono en el que no encontraréis a vuestros pies más que a rendidos vasallos! –          Vuestra proposición me halaga, dijo Balkis, y hablaremos de ello más tarde.” Descendieron los dos del trono, seguidos de su cortejo de pájaros, que les seguía como un palio dibujando sobre sus cabezas diversas figuras de adorno.             Cuando se encontraban cerca del lugar en el que se habían asentado los cimientos del altar, la reina divisó un enorme tronco de vid que había sido arrancada de raíz y echada a la basura. Su mirada se tornó pensativa, hizo un gesto de sorpresa, y la abubilla comenzó a lanzar un canto de dolor que hizo huir a toda prisa a la nube de pájaros.             La mirada de Balkis se hizo severa; su majestuosa altura pareció elevarse aún más, y con voz grave y profética exclamó: “¡Ignorancia y ligereza de los hombres!; ¡vanidad y orgullo!… tú has elevado la gloria sobre la tumba de tus padres. Esa cepa de vid, ese venerable tronco… –          Reina, esa vid nos estorbaba; la hemos arrancado para dejar sitio al altar de pórfido y de madera de olivo al que deben decorar cuatro querubines de oro. –          Tú has profanado, tú has destruido la primera vid… la que fue plantada por el mismísimo padre de la raza de Sem, por Noé, el patriarca. –          ¿Cómo es posible? respondió Solimán profundamente humillado, ¿y cómo lo sabéis vos?… –          ¡En lugar de creer que la grandeza es la fuente de la ciencia, yo he pensado justo lo contrario, oh, rey! y me he hecho del estudio una fiel creyente… Y ahora escúchame bien, hombre cegado por la vanidad y el esplendor: esa madera que tu impiedad ha condenado a la muerte, ¿sabes qué destino la reservan las potencias inmortales?… –          Hablad. –          Se la reservará para ser el instrumento de suplicio en el que será clavado el último príncipe de tu raza. –            ¡Entonces, que sea convertida en astillas, ese madero impía, y reducido a cenizas!. –            ¡Insensato! ¿quién puede borrar lo que está escrito en el libro de Dios?, ¿Y cuál será el éxito de tu sabiduría confrontado a la voluntad suprema? Prostérnate ante los decretos que tu espíritu material no puede penetrar: sólo ese suplicio salvará tu nombre del olvido, y hará brillar sobre tu casa la aureola de una gloria inmortal…”             El gran Solimán se esforzaba en vano por disimular su turbación bajo una apariencia entre jovial y burlona, cuando de pronto llegó un montón de gente anunciando que por fin habían encontrado al escultor Adoniram.             Al poco, Adoniram, anunciado por los clamores de la multitud, apareció a la entrada del templo. Benoni acompañaba a su maestro y amigo, que avanzaba con la mirada ardiente, la frente inquieta, todo revuelto, como un artista bruscamente arrancado de su inspiración y su trabajo. Ni una sola traza de curiosidad ablandaba la poderosa expresión y noble aspecto de este hombre; no menos imponente por su elevada estatura que por el carácter grave, audaz y dominador de su bella fisonomía.             Se detuvo con desenvoltura y arrogancia, sin familiaridad ni tampoco desdén, a algunos pasos de Balkis, que no pudo recibir las ojeadas incisivas de esa mirada de águila sin experimentar un sentimiento de confusa timidez.             Pero se rehizo de inmediato de aquel apuro involuntario; una veloz reflexión sobre la condición de ese maestro obrero, de pie, con los brazos desnudos y el pecho al descubierto, la devolvió a la realidad; sonriendo ante su propia timidez, casi halagada por haberse sentido tan joven, se dignó a hablar al artesano.             Él respondió, y su voz golpeó a la reina como el eco de un recuerdo fugitivo; a pesar de que ella nunca le había conocido ni le había visto jamás.             Tal es el poderío del genio, esa belleza de las almas; a la que los espíritus se encadenan sin poderse ya nunca escapar. El encuentro con Adoniram hizo olvidar a la princesa de los Sabeos todo lo que la rodeaba; y, mientras el artista mostraba caminando con breve paso las obras comenzadas, Balkis le seguía, casi sin darse cuenta de la vehemencia de sus palabras; mientras el rey y los cortesanos marchaban tras las huellas de la divina princesa…             Esta última no dejaba de preguntar a Adoniram acerca de sus trabajos, sobre su país, sobre su nacimiento…             “Señora, respondió Adoniram con cierto apuro y fijando sobre ella una mirada penetrante, he recorrido muchas comarcas; mi patria está por todas partes en las que brilla el sol; mis primeros años transcurrieron a lo largo de las vastas montañas del Líbano, desde las que a lo lejos se divisa a Damasco en el llano. La naturaleza, así como los hombres han esculpido esas tierras montañosas, erizadas de amenazantes rocas y de ruinas. –          No creo, puntualizó la reina, que sea en esos desiertos en donde se aprendan los secretos de las artes que vos domináis con excelencia. –          Pero es ahí, al menos, en donde se eleva el pensamiento, se despierta la imaginación, y en donde, a fuerza de meditar, se aprende a crear. Mi primer maestro fue la soledad; en mis viajes, más tarde, he utilizado ese conocimiento. He vuelto mi mirada hacia los restos del pasado; he contemplado los monumentos, y he huido de la sociedad de los humanos… –          ¿Y por qué, maestro? –          No disfrutaba con la compañía de los semejantes… y me sentía solo.”             Esa mezcla de tristeza y de grandeza emocionó a la reina, que bajó los ojos con recogimiento.             “Veréis, continuó Adoniram, no tengo mucho mérito en practicar estas artes, ya que su aprendizaje no me ha resultado trabajoso. Mis modelos los he encontrado en los desiertos; yo reproduzco la impresión que he recibido de esas ruinas ignoradas y de esas terribles y grandiosas estatuas de los dioses del mundo antiguo. –          En más de una ocasión, interrumpió Solimán con una firmeza que la reina no había observado hasta entonces, más de una vez, maestro, he reprimido en vos, como una tendencia idólatra, ese ferviente culto por los monumentos de una teogonía impura. Guardaos para vos esos pensamientos, y que el bronce y la piedra no reflejen nada de esto ante el rey.”             Adoniram, inclinándose, reprimió una sonrisa amarga.             “Señor, dijo la reina para consolarle, el pensamiento del maestro se eleva, sin duda, por encima de las consideraciones susceptibles de inquietar la conciencia de los levitas… En su alma de artista, se dice que lo bello glorifica a Dios, y busca la belleza con una piedad inocente. –          ¿Acaso sé yo, dijo Adoniram, lo que fueron en su tiempo esos dioses extintos y petrificados por los genios de antaño? ¿Quién podría inquietarse? Solimán, rey de reyes, me ha pedido prodigios, y ha sido necesario recordar que los antepasados de este mundo han dejado maravillas. –            Si vuestra obra es bella y sublime, añadió la reina apasionadamente, entonces será ortodoxa, y, a su vez, por el hecho de ser ortodoxa, la posteridad os copiará. –          Gran reina, en verdad grande, vuestra inteligencia es pura como vuestra belleza. –            Entonces, esas ruinas, se apresuró a interrumpir Balkis, ¿eran numerosas en las tierras del Líbano?. –            Ciudades enteras enterradas en un sudario de arena que el viento levanta y abate una y otra vez; hipogeos de tamaño sobrehumano que sólo yo conozco… Trabajando para los pájaros del aire y las estrellas del cielo, anduve errante y sin rumbo, esbozando figuras sobre las rocas y tallándolas allí mismo a grandes mazazos. Un día… Pero ¿no estaré abusando de la paciencia de tan augustos oyentes?. –          No; estos relatos me cautivan. –            Sacudida por mi martillo, que hundía el cincel en las entrañas de la roca, la tierra temblaba bajo mis pisadas, sonora y hueca. Armado con una palanca, hice rodar el bloque de piedra…, que descubrió la entrada de una caverna en la que me precipité. Estaba excavada en la roca viva, y sustentada por enormes pilares cargados de molduras y extraños dibujos; sus capiteles servían de base a las nervaduras de unas bóvedas increíbles. A través de los arcos de ese bosque de piedra, aparecían dispersas, inmóviles y sonrientes tras millones de años, legiones de colosales estatuas, de distintas formas. Su aspecto me produjo un terror embriagador: hombres; gigantes desaparecidos de nuestro mundo; animales simbólicos pertenecientes a especies extintas; en una palabra, ¡toda la magnificencia que el sueño de la imaginación más delirante apenas osaría concebir!… Viví allí durante meses… años; interrogando a aquellos espectros de una sociedad muerta, y fue allí donde recibí la tradición de mi arte, en medio de aquellas maravillas del genio primitivo. –          La reputación de esas obras sin nombre ha llegado hasta nosotros, dijo Solimán, meditabundo: allí, se dice, en las tierras malditas, se ve surgir de entre las ruinas los restos de la ciudad impía sumergida por las aguas del diluvio, los vestigios de la criminal Henochia… construida por el gigantesco linaje de Tubal; la ciudad de los hijos de Caín[2]. ¡Anatema sobre ese arte de impiedad y tinieblas! Nuestro nuevo templo refleja la claridad del sol; sus líneas son simples y puras, y el orden, la unidad del plan, muestran lo recto de nuestra fe incluso en el estilo de esas moradas que estoy erigiendo al Eterno. Tal es nuestra voluntad; tal es la voluntad de Adonai, que así la transmitió a mi padre. –          Rey, exclamó en tono arisco Adoniram, tus planos han sido seguidos en su conjunto: Dios reconocerá tu docilidad; pero yo he querido que además el mundo admire tu grandeza. –            Hombre industrioso y sutil, no tentarás al señor tu rey. Con ese objetivo has fundido esos monstruos, objeto de admiración y espanto; esos ídolos gigantescos que se rebelan contra los estereotipos consagrados por el rito hebraico. Pero, cuidado: la fuerza de Adonai está conmigo, y mi ofendido poder reducirá a Baal al polvo. –          Sed clemente, ¡oh, rey!, prosiguió con dulzura la reina de Saba, con el artista del monumento a vuestra gloria. Los siglos pasan, el destino de la humanidad continúa progresando según los deseos de su Creador. ¿Es acaso un signo de desconocimiento del Altísimo, el interpretar más noblemente sus obras?; ¿se debe reproducir eternamente la fría inmovilidad de la hierática escultura legada por los egipcios, dejando como ellos, sus relieves a medio acabar dentro del sepulcro de granito del que no pueden desprenderse, y representar a los genios como esclavos encadenados a la piedra?. Rechacemos, gran príncipe, como una negación peligrosa la idolatría de la rutina.”             Ofendido por haberle llevado la contraria, pero subyugado por una encantadora sonrisa de la reina, Solimán la dejó que felicitara calurosamente al hombre genial que él mismo admiraba, no sin cierto despecho, y quien, de ordinario indiferente a las alabanzas, ahora las recibía con una embriaguez totalmente nueva.             Los tres grandes personajes se encontraban en el peristilo exterior del templo, -situado sobre una meseta elevada y cuadrangular,- desde donde se descubría la vasta campiña desigual y montuosa. Una muchedumbre inmensa cubría a lo lejos los campos y las entradas de la ciudad construida por Daoud (David). Para contemplar a la reina de Saba, cerca o lejos, el pueblo entero había invadido los accesos al palacio y al templo; los albañiles habían abandonado las obras de Gelboé, los carpinteros habían dejado las lejanas canteras; los mineros habían salido a la luz del sol. La voz de que la famosa reina había llegado, recorriendo las comarcas vecinas, había puesto en movimiento a todo aquel pueblo de trabajadores y les había conducido hasta el centro de su obra.             Allí estaban, todos revueltos, mujeres, niños, soldados, mercaderes, obreros, esclavos y apacibles ciudadanos de Jerusalén; llanuras y valles apenas eran suficientes para contener aquel inmenso tumulto, y a más de una milla de distancia los ojos de la reina se posaban, extrañada, sobre un mosaico de seres humanos que se escalonaban en anfiteatro hasta perderse en el horizonte. Algunas nubes, interceptando aquí y allá al sol que inundaba esa escena, proyectaban sobre aquel mar viviente algunos fragmentos de sombra.             “Vuestro pueblo, dijo la reina Balkis, es más numeroso que los granos de arena del mar… –          ¡Hay ahí gente de todos los países, que han corrido hasta aquí para veros; y, lo que me extraña, es que el mundo entero no esté sitiando Jerusalén en el día de hoy! Gracias a vos, los campos están desiertos, la ciudad ha sido abandonada, y hasta los infatigables obreros del maestro Adoniram… –          ¡En verdad!, interrumpió la princesa de Saba, que andaba buscando un medio de honrar al artista: obreros como los de Adoniram han de ser maestros. Son los soldados de este jefe de una milicia artística… Maestro Adoniram, nos, deseamos pasar revista a vuestros obreros, felicitarles y cumplimentaros en su presencia.” –          El sabio Solimán, ante esas palabras, levantó los brazos por encima de la cabeza en señal de estupor:             “¿Cómo, exclamó, reunir a los obreros del templo, dispersos en medio de la fiesta, vagando por las colinas y confundidos entre la multitud? Son muy numerosos, y sería en vano intentar agrupar durante horas a tantos hombres de diferentes países y que hablan distintas lenguas, desde el sánscrito del Himalaya, hasta los sonidos oscuros y guturales de la salvaje Libia. –          No os preocupéis por eso, señor, dijo con sencillez Adoniram; la reina nunca pediría algo que fuera imposible, y sólo unos minutos serán suficientes.”             Tras estas palabras, Adoniram, colocándose en el pórtico exterior y utilizando como pedestal un bloque de granito que se encontraba allí cerca, se volvió hacia la numerosa multitud, sobre la que posó su mirada. Hizo una señal, y todas las olas de aquel mar palidecieron, ya que todos elevaron y dirigieron hacia él sus miradas.             La muchedumbre estaba atenta y curiosa… Adoniram elevó el brazo derecho, y, con la mano abierta, trazó en el aire una línea horizontal, del medio de la cual hizo caer una perpendicular, dibujando de ese modo dos ángulos rectos en escuadra, como las que produce el hilo a plomo suspendido de una regla, signo bajo el que los sirios escriben la letra T, trasmitida a los fenicios por los pueblos de la India, que la nombraron tha, y que pasó más tarde a los griegos, que a su vez la llamaron tau.             Dibujando en estas antiguas lenguas, mediante la analogía jeroglífica, ciertos útiles de la profesión masónica, la figura T era un signo de concentración[3].             De modo que, apenas Adonirám la había trazado en el aire, cuando un movimiento extraño se manifestó entre la muchedumbre. Aquel mar de humanidad se estremeció, comenzó a agitarse, oleadas de gente se dirigieron a distintos lugares, como si un huracán hubiera puesto todo en movimiento. Al principio, sólo se percibía una confusión generalizada; cada cual corría en sentido contrario. Pero pronto, comenzaron los grupos a disgregarse, juntarse, separarse; los vacíos se rellenaban; legiones se disponían en formaciones cuadrangulares; una parte de la multitud reculaba; millares de hombres, dirigidos por jefes desconocidos, se organizaron como un ejército distribuido en tres cuerpos principales, subdivididos en distintas cohortes, espesas y profundas.             Entonces, y mientras Solimán comenzaba a darse cuenta del mágico poder del maestro Adonirám, entonces, todo se estremece; cien mil hombres en perfecta formación avanzan silenciosos y al unísono por los tres lados. Sus pasos fuertes y acompasados hacen temblar la campiña. En el centro se podía reconocer a los constructores y a cuantos trabajan la piedra; los maestros en primera línea; después sus compañeros, y detrás de estos, los aprendices. A su derecha y siguiendo la misma jerarquía, iban los carpinteros, ebanistas, aserradores, talladores. A la izquierda, los fundidores, cinceladores, herreros, mineros y cuantos trabajan la industria de los metales.             Había más de cien mil artesanos, y se aproximaban como las fuertes olas que invaden las orillas del mar…             Turbado, Solimán, retrocedió dos o tres pasos; volvió la cabeza y sólo vió tras él la débil y brillante corte de sus sacerdotes y cortesanos.             Tranquilo y sereno, Adonirám está de pie cerca de los dos monarcas. Extiende el brazo; todo se detiene, y él se inclina humildemente delante de la reina, diciendo:             “Vuestras órdenes han sido ejecutadas.”             Poco faltó para que ella no se prosternara ante aquel poderío oculto y formidable, tanto le impresionaron la sublime fuerza y sencillez de Adonirám.             Rápidamente, ella volvió a su compostura, y con un gesto saludó a la milicia de las corporaciones allí reunidas. Después, quitándose un magnífico collar de perlas del que colgaba un sol de piedras preciosas, encuadrado en un triángulo de oro, ornamento simbólico, ella hizo el gesto de ofrecérselo a las distintas corporaciones y avanzando hacia Adonirám que, inclinado ante ella, sintió temblando cómo caía sobre su pecho y espalda semidesnudos aquel precioso regalo.             En ese mismo instante una inmensa aclamación  respondió desde las profundidades de la multitud al generoso acto de la reina de Saba. Y mientras la cabeza del artista estaba cerca del rostro radiante y del palpitante seno de la princesa, ésta le murmuró en voz baja: “Maestro, ¡tened cuidado y sed prudente!.”             Adonirám elevó sus grandes ojos deslumbrado , y Balkis se admiró ante la dulzura penetrante de aquella mirada tan noble.             “¿Quién es pues, se preguntaba Solimán ensoñador, este mortal que somete a los hombres tanto como la reina lo hace sobre los habitantes del aire?… Una señal de su mano hacer surgir ejércitos; mi pueblo es suyo, y mi dominación se ve reducida a un miserable rebaño de cortesanos y sacerdotes. Un simple parpadeo le haría rey de Israel.”             Esas preocupaciones no le permitieron observar la contención de Balkis, que seguía con la mirada al verdadero jefe de aquella nación, rey de la inteligencia y del genio, pacífico y paciente árbitro del destino del elegido del Señor.             El regreso al palacio fue silencioso; la existencia del pueblo acababa de ser revelada al sabio Solimán…, que creía saber todo y ni siquiera lo había comprendido. Educado en el campo de las doctrinas; vencido por la reina de Saba, que mandaba sobre las bestias del aire; vencido por un artesano que mandaba a los hombres, el teólogo, entreviendo el porvenir, meditaba sobre el destino de los reyes, y se decía: “estos sacerdotes, antaño mis preceptores; hoy mis consejeros, encargados de la misión de enseñarme todo, me han camuflado todo, ocultando mi ignorancia. ¡Oh, confianza ciega de los reyes!, ¡Oh, vanidad de la sabiduría!…¡Vanidad!, ¡vanidad!”.             Mientras que la reina se abandonaba a sus ensueños, Adonirám retornaba a su taller, apoyado familiarmente sobre su discípulo Benoni, que ebrio de entusiasmo celebraba las gracias y el simpar talante de la reina Balkis.             Pero, más taciturno que nunca, el maestro guardaba silencio. Pálido y con la respiración entrecortada, a veces se abrazaba su amplio pecho con las manos crispadas. Una vez en el santuario de sus trabajos, se encerró solo, lanzó una mirada a una estatua todavía esbozada, la halló imperfecta y la destrozó. Finalmente, cayó abatido sobre un banco de roble, y tapándose la cara con ambas manos, exclamó con voz entrecortada: “¡Diosa adorable y funesta!… ¡qué desgracia! ¡porqué mis ojos han tenido que ver a esa perla de Arabia!”… [1] Mellar, hijo de Saba (ver o. 240), dio su nombre a loa Árabes, los Hémiarites o Himyaríes, de los que Balkis es la reina. Ver d’Herbelot, Bibliothèque orientale, artículo “Hémiar”. [2] Sobre la descendencia de Caín y la ciudad subterránea de Hénochia, ver más adelante los capítulos VI y VII y la nota correspondiente (MJ). Tubal Caín es el nombre de un personaje de la  Biblia y Tubal (en el idioma asirio es Tabal y en griego es Tibarenoi) es el de una tribu del Asia Menor. Hijo de Lamec, su función dentro de la genealogía de Caín, junto a su padre, su madre, su madrastra y sus hermanos, es la simbolización del progreso y el avance cultural. Tubal-Caín en concreto representa la metalurgia. El conocimiento de la forma de trabajar el hierro y el cobre se difundió desde el Asia Menor para llegar a todo el Oriente Próximo, con lo que el nombre del personaje Tubal está muy relacionado con el de la tribu Tubal por sus conocimientos de los metales. La tribu Tubal es una tribu sudoriental del Asia Menor que siempre aparece mencionada en conjunto con la tribu de Mesec o Mesej en la tradición cuneiforme asiria en los escritos griegos y en la Biblia, que vivieron especificamente en Cilicia. En la Biblia aparecen mencionados y descritos en el Libro de Ezequiely en el Libro de Isaías para el siglo VII a.C., donde se les considera buenos guerreros, orfebres y vendedores de esclavos. En el Génesis se los cuenta entre los hijos de Jafet. Los cimerios los habrían hecho retirarse a la zona montañosa oriental del Mar Negro y en momentos dados de su historia fueron aliados de los escitas y de otras tribus para comerciar, guerrear y defenderse de sus enemigos comunes, Gén. 10:2, Ez. 27:13, Is. 66:19. (De http://es.wikipedia.org/wiki/Tubal)  [3] La Tau no es sólo un emblema masónico, sino, en la tradición cabalística, un signo mágico. Ver también en la Leyenda de Hakem, Argévan lleva sobre la frente “la forma siniestra de la tau signo de los destinos fatales”.

Esmeralda de Luis y Martínez 25 marzo, 2012 25 marzo, 2012 Adoniram, Balkis, Caín, Hémiarites, Henochia, Hud-Hud, Jerusalén, Líbano, Solimán, Tubal
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