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“VIAJE A ORIENTE” 043

V. La embarcación – V. El bosque de piedra… No sabía muy bien qué hacer al día siguiente por la mañana para esperar la hora en que el viento debía levantarse. El raïs y toda su gente se habían librado al sueño con esa profundidad del “gran día”, cialis difícil de concebir entre las gentes del norte. Pensé que lo mejor era dejar a la esclava en la embarcación durante todo el día, mientras yo me iba a pasear por Heliópolis, que estaba apenas a una milla. De pronto, me acordé de una promesa que había hecho a un gallardo comisario de marina que me había prestado su camarote durante la travesía de Syra a Alejandría. “Sólo le pido una cosa, me había dicho – cuando al llegar le di las gracias – y es que me traiga algunos fragmentos del bosque petrificado que se encuentra en el desierto, a poca distancia de El Cairo. Cuando pase por Esmirna, déjelos en casa de Mme. Cartou, en la calle de Las Rosas”. Este tipo de encargos son sagrados entre viajeros. La vergüenza de haberme olvidado de esto hizo que me decidiera de inmediato a hacer esa fácil expedición. Por lo demás, yo también tenía ganas de ver ese bosque cuya estructura no acababa de explicarme. Desperté a la esclava que estaba de muy mal humor, y que pidió quedarse con la mujer del raïs; una simple reflexión y la experiencia adquirida sobre las costumbres del país me probaron que, en esa honorable familia, la inocencia de la pobre Zeynab no corría peligro alguno. Una vez tomadas las disposiciones necesarias y advertido el raïs, que me hizo llegar un buen asno, me dirigí hacia Heliópolis, dejando a la izquierda el canal de Adriano, excavado entre el Nilo y el Mar rojo, y cuyo lecho seco sirvió más adelante para trazar nuestra ruta en medio de las dunas de arena. Todos los alrededores de El Choubrah están cultivados admirablemente. Tras un bosque de sicomoros, que se extiende alrededor de los criaderos de caballos, se dejan a la izquierda numerosos jardines, en los que el naranjo se cultiva al tresbolillo en los intervalos que dejan las plantaciones de palmeras datileras. Después, atravesando una rama del CÁLISH o canal del Cairo, se gana en poco tiempo la linde del desierto, que comienza en el límite de las inundaciones del Nilo. Allí se detiene la fértil cuadrícula de las llanuras, cuidadosamente regadas por los surcos que corren desde las acequias o de los pozos de palas. Allí comienza, con esa impresión de tristeza y muerte de quienes vencen a la misma naturaleza, ese extraño suburbio de construcciones sepulcrales que sólo termina en el MOKATAM, y que se llama, de este lado, El Valle de Los Califas. Allí es donde Touloun y Bïbars, Saladin y Malek-Adel*, y otros mil héroes del Islam, sino en grandes palacios aún brillantes de arabescos y dorados, entremezclados con amplias mezquitas. Parece que los espectros, habitantes de estas vastas moradas, quisieran poseer aún estos lugares de plegaria y reuniones que, según se cree en sus tradiciones, se pueblan en fechas determinadas de una especie de fantasmagorías históricas. Al alejarnos de esa triste ciudad, cuyo aspecto exterior produce el efecto de un brillante barrio de El Cairo, llegamos al altozano de Heliópolis, construida allí para ponerla al abrigo de las grandes inundaciones. Toda la planicie que se percibe en ese paraje está festoneada de pequeñas colinas formadas por un amasijo de escombros. Se trata, sobre todo, de las ruinas de una aldea que cubren por completo los restos perdidos de las primitivas construcciones. No queda nada en pie, ni una sola piedra antigua se eleva del nivel del suelo, excepto el obelisco, a cuyo alrededor se ha plantado un extenso jardín. El obelisco señala el centro de los cuatro paseos de ébanos que dividen el enclave. Abejas silvestres han establecido sus panalillos en las anfractuosidades de una de las caras del obelisco que, como es bien conocido, está degradada. El jardinero, habituado a las visitas de los viajeros, me ofreció flores y frutos. Me senté y medité por un instante en los esplendores descritos por Estrabón*, en los otros tres obeliscos del templo del sol, de los que dos, están en Roma, y el otro fue destruido; en esas avenidas de esfinges de mármol amarillo, tan numerosas, y de las que en el último siglo ya solo se puede ver una en esa ciudad, cuna de las ciencias, adonde Herodoto y Platón vinieron para iniciarse en sus misterios. Heliópolis conserva también otros testimonios desde el punto de vista bíblico. Fue aquí donde José dio aquel buen ejemplo de castidad que en nuestro tiempo no se aprecia más que con una irónica sonrisa. Para los árabes, esta leyenda tiene un carácter bien diferente: José y Zuleïka representan el prototipo del amor puro**, sentimientos vencidos por el deber, que triunfa de una doble tentación, ya que el dueño de José era uno de los eunucos del faraón. En la leyenda original, con frecuencia tratada por los poetas de Oriente, la tierna Zuleïka no es sacrificada como en las que conocemos nosotros. Mal juzgada en un primer momento por las mujeres de Menfis, fue perdonada por todos cuando José, al salir de la prisión, fue a la corte del faraón para admirar todo el encanto de su belleza. El sentimiento de amor platónico que los poetas árabes creen que tuvo José hacia Zuleïka, y que hace su sacrificio aún más bello, no impidió a este patriarca unirse más tarde a la hija de un sacerdote de Heliópolis, llamada Azima. Fue un poco más lejos, hacia el norte, en donde se estableció con su familia, en un lugar llamado Gessen, en el que se ha creído hasta nuestros días encontrar los restos de un templo judío construido por Onías***. No he tenido tiempo de visitar esa cuna de la estirpe de Jacob, pero no dejaré escapar la ocasión de defender a todo un pueblo, del que hemos aceptado las tradiciones patriarcales, de un acto poco leal, que los filósofos le han reprochado con dureza. Discutía un día en El Cairo acerca de la huída a Egipto del pueblo de Dios con un humorista de Berlín, que formaba parte del grupo de sabios de la expedición de Lepsius: –          “¿Cree usted, me dijo, que tantos hebreos tan honrados habrían cometido la indelicadeza de tomar de ese modo los bienes de la gente que, aunque fueran egipcios, habían sido durante tanto tiempo sus vecinos o amigos?. –          Ante su comentario, le hice la siguiente observación: hay que creer eso o bien negar las Escrituras. –          Puede haber un error en la versión o una interpolación en el texto; pero le ruego que preste atención a lo que voy a decirle: los hebreos han poseído desde siempre un talento congénito para las finanzas, los créditos y los préstamos. En aquella época, todavía muy sencilla, no se debían hacer préstamos más que sobre prendas, y convénzase bien que esa y no otra era su industria principal. –          Pero los historiadores les describen como trabajadores ocupados en fabricar adobes para las pirámides (que bien es cierto, son de piedra) y que la retribución por su trabajo se hacía en cebollas y otros comestibles. –          ¡Desde luego! Y si pudieron atesorar algunas cebollas, le aseguro que habrían sabido sacar beneficio de ello y les habría proporcionado muchas otras ventajas. –            Entonces, ¿qué conclusión se podría obtener?. –            Ninguna otra cosa salvo que la riqueza que habían conseguido formaba probablemente parte de los préstamos que pudieron hacer en Menfis. El egipcio es negligente, y es muy probable que dejara acumularse los intereses y las cuentas, y la renta, según la tasa legal… –          ¿Eso significa que no pudieron reclamar ni un céntimo de beneficio? –          Estoy convencido. Los hebreos no se llevaron más que lo que habían ganado según las leyes de la equidad natural y comercial. Con ese acto, seguramente legítimo, sentaron entonces los fundamentos del crédito. Por lo demás, el Talmud cita en términos precisos: “Ellos tomaron tan sólo lo que era de ellos”. Yo no le dí más valor que el de un comentario más a esa paradoja berlinesa, y no tardé en encontrar a pocos pasos de Heliópolis los vestigios más importantes de la historia bíblica. El jardinero que se encarga de la conservación del último monumento de esta ilustre ciudad, llamada antiguamente Ainschems o “El ojo del sol”, me ha cedido a uno de sus campesinos para guiarme hasta el Matarée. Tras unos minutos de marcha entre el polvo del camino, encontré un nuevo oasis, mejor dicho, todo un bosque de sicomoros y naranjos: una fuente corre a la entrada del recinto, y es, según dicen, la única fuente de agua dulce que deja filtrar el terreno nitroso de Egipto. Los habitantes atribuyen esta cualidad a una bendición divina. Durante la estancia de la sagrada familia en Matarée, fue ahí, se dice, donde la Virgen venía a lavar la ropa del Niño-Dios. Además, se supone, entre otras virtudes, que este agua cura la lepra. Aquí, unas pobres mujeres, dispuestas cerca de la fuente, ofrecen una taza de agua, previo pago de una pequeña limosna.  Todavía tengo que ver en el bosque, el frondoso sicómoro bajo el que se refugió la Sagrada Familia, perseguida por la banda de un truhán llamado Dimas. El que más tarde se convirtió en “el buen ladrón”, acabó por descubrir a los fugitivos; pero de pronto la fe tocó su corazón, hasta el punto de que ofreció su hospitalidad a María y José, en una de sus casas situada en el emplazamiento del viejo Cairo, que entonces era conocido como la Babilonia de Egipto. Ese Dimas, cuyas ocupaciones al parecer eran lucrativas, tenía propiedades por todas partes. Ya me habían enseñado, en el viejo Cairo, en un convento copto, una antigua cueva, rematada por una bóveda de ladrillos, que pasaba por ser lo que quedaba de la hospitalaria casa de Dimas, e incluso el mismísimo lugar en el que dormía la Sagrada Familia. Todo esto pertenece a la tradición copta, pero el árbol maravilloso de Matarée recibe el homenaje de todas las confesiones cristianas. Sin que vayamos a pensar que ese sicómoro se remonta a la antigüedad que dicen, sí se puede admitir  que es producto de los retoños del primitivo árbol, y nadie le visita desde hace siglos sin dejar de arrancar un fragmento de su madera o de la corteza. Aún así, todavía mantiene hoy en día unas dimensiones enormes, y se asemeja a un baobab de la India. El inmenso desarrollo de sus hojas y ramas desaparece bajo los exvotos, bonetes, peticiones y estampas que cuelgan o clavan por todas partes. Al dejar Mattarée, no tardamos en encontrar de nuevo los vestigios del canal de Adriano, que nos sirvió de camino durante cierto tiempo, y en donde las ruedas de hierro de los vehículos de Suez, dejan profundas huellas. El desierto es mucho menos árido de lo que se pueda creer; matas de plantas olorosas, musgos, líquenes y cactus tapizan casi todo el terreno, y grandes rocas cubiertas de arbustos se perfilan en el horizonte. La cadena del Mokatam se pierde a la derecha hacia el sur; el desfiladero que al estrecharse, no tarda en ocultar la vista; entonces mi guía me indicó señalándola, la singular composición de las rocas que dominaban el camino: eran bloques de conchas y todo tipo de crustáceos. El mar del diluvio, o quizá, únicamente el Mediterráneo que, según los sabios cubrió en otros tiempos todo el valle del Nilo, dejó aquí marcas incontestables. ¿Se puede suponer algo más extraordinario?. El valle se abre en un inmenso horizonte que se extiende hasta perderse de vista; ni una huella, ni un camino; el suelo está surcado por todas partes por largas columnas rugosas y grisáceas. ¡Oh, prodigio! Aquí está el bosque petrificado. ¿Qué terrible soplo ha podido derribar en un instante estos troncos de palmeras gigantescas? ¿Por qué todos están caídos del mismo lado, con sus ramas y sus raíces, y por qué la vegetación se ha congelado y endurecido dejando ver claramente las fibras de madera y los conductos de la savia? Cada vértebra se ha roto por una suerte de desmembramiento; pero todas han quedado unidas como los anillos de un reptil. No hay nada en el mundo tan extraño. No es una petrificación producida por la acción química de la tierra; todo ha quedado a ras del suelo. Es así como cayó la venganza de los dioses sobre los compañeros de Phineo* . ¿Sería esto un terreno que abandonó el mar? Pero nada parecido señala la acción ordinaria de las aguas. ¿Fue un cataclismo súbito, un torbellino de las aguas del diluvio? ¿Pero cómo, en ese caso, los árboles no habrían flotado? Se pierde el aliento ante algo de tal magnitud; ¡mejor ni pensar en ello! Por fin salí de este extraño valle, y alcancé de nuevo rápidamente Choubrah. Apenas me di cuenta de los cubiles que habitan las hienas y las blancuzcas osamentas de los dromedarios que han sembrado profusamente el paso de las caravanas; llevaba en mi pensamiento una impresión mayor que la que me produjo la primera vez que vi las pirámides: ¡sus cuarenta siglos son bien poco ante los testigos irrecusables de un mundo primitivo destruido de un golpe!. * Touloun, fundador de la breve dinastía de los Toulounidas, se convirtió en gobernador de Egipto el 872 y se apoderó de Siria en el 877. Bïbars, fue en s. XIII el cuarto sultán de la dinastía de los Mamelucos Baharíes; Saladino (1137-1193) sultán de Egipto y de Siria, fue el héroe musulmán de la tercera Cruzada, y Malek-Adel, su hermano. (GR) * GÉOGRAPHIE, XVII (GR) ** El Corán, en la sura 12, JOSEF, menciona bien el amor de Zuleïka hacia Josef, la nobleza moral de él y la excusa que encuentra ella en la belleza del joven. Pero la idea de un “amor platónico” y el matrimonio con Azima suscitan comentarios que dan lugar a la leyenda. Como con frecuencia, Nerval sigue aquí a Herbelot, Bibliothèque Orientale. *** En el s. II a.C. el sumo pontífice judío Onías IV se retiró a Egipto en el reinado del rey Ptolomeo Filométer. Allí construyó, al norte de Heliópolis, una copia reducida del templo de Jerusalem (GR) * Phineo intentó secuestrar a Andrómeda el día de sus nupcias con Perseo; pero éste le mostró la cabeza de La Medusa y al instante quedó petrificado junto con sus compañeros.

Esmeralda de Luis y Martínez 18 febrero, 2012 18 febrero, 2012 Azima, el canal de Adriano, el Mar Rojo, El raïs, Gessen, Heliópolis, Jsé y Zuleïka, Matttarée, Mme. Cartou, Mokatam, Onías, Syra
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