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“VIAJE A ORIENTE” 007

I. Las bodas coptas – VI. Una aventura en El Besestaín…                 El pintor y yo comenzamos a cabalgar, remedy seguidos de un asno que llevaba el daguerrotipo, máquina complicada y frágil, que había que colocarla en un sitio bien visible, con objeto de que nos diera el debido postín[1] . Tras la calle que he descrito, se encuentra un pasaje cubierto con toldos, en donde el comercio europeo muestra sus mejores productos. Es una especie de bazar en el que termina el barrio franco. Torciendo a la derecha, y luego a la izquierda, en medio de un gentío siempre creciente; seguimos una larga calle muy regular, que ofrece a la curiosidad, en algunos tramos, mezquitas, fuentes, una hermandad de derviches, y todo un bazar de quincallería y porcelana inglesa. Luego, después de una y mil vueltas, la vida vuelve a ser más silenciosa, más polvorienta, más solitaria. Las mezquitas se convierten en ruinas; las casas se derrumban acá y allá; el ruido y el tumulto no se reproducen más que bajo la forma de una jauría de perros ladradores, que se ensañan con nuestros asnos, y nos persiguen creo que sobre todo a causa de nuestros horrorosos trajes negros europeos. Afortunadamente, pasamos bajo una puerta, cambiamos de barrio, y aquellos animales se detuvieron gruñendo en los límites extremos de sus posesiones. Toda la ciudad está compartimentada en cincuenta y tres barrios rodeados de murallas, de los cuales, varios pertenecen a coptos, griegos, turcos, judíos y franceses. Incluso los perros, que pululan en paz por la ciudad sin pertenecer a nadie, reconocen estas divisiones y no se arriesgan más allá sin peligro. Una nueva escolta canina reemplazó pronto a la que acababa de dejarnos, y nos condujo hasta los casinos situados al borde de un canal, el Calish, que atraviesa El Cairo. Nos encontramos en una especie de arrabal, separado por ese canal de los principales barrios de la ciudad. Cafés y numerosos casinos festonean la orilla interior, mientras que la otra, presenta un amplio paseo aliviado por unas cuantas palmeras polvorientas. El agua del canal es verdosa y algo estancada, pero una larga continuidad de glorietas y emparrados, rodeados de viñas y trepadoras, sirven de trastienda a los cafetines, que ofrecen una vista de lo más alegre, mientras el agua tranquila que los ciñe, refleja con amor los abigarrados ropajes de los fumadores. Las lamparillas de los candiles de aceite se alumbran al apagarse las últimas luces del día, los narguiles de cristal lanzan destellos, y el licor ambarino nada en las ligeras tazas que distribuyen negros en una especie de hueveras de filigrana dorada. Tras una corta parada en uno de estos cafetines, nos desplazamos a la otra orilla del Calish, e instalamos sobre unos piquetes el aparato en el que el dios del día se ejercita tan agradablemente en el oficio de paisajista. Una mezquita en ruinas con un minarete curiosamente trabajado, una esbelta palmera lanzando al aire una mata de lentiscos forma, con todo el resto del paisaje, un conjunto con el que componer un cuadro digno de Marilhat[2] Mi compañero estaba encantado, y, mientras el sol trabajaba sobre sus placas bien pulimentadas, creí poder trabar una conversación instructiva escribiéndole a lápiz preguntas a las que su enfermedad no le impedía responder a voces: –                     No se case usted –gritó— y sobre todo no se le ocurra ponerse el turbante ¿Qué le exigen a usted? ¿tener una mujer en casa? ¡Vaya cosa! Yo me traigo todas las que quiero. Esas vendedoras de naranjas vestidas de azul, con sus brazaletes y collares de plata, son bastante hermosas. Tienen exactamente la misma forma que las estatuas egipcias, el pecho desarrollado, brazos y hombros soberbios, el trasero algo respingón, la pierna fina y delgada. Eso es arqueología, y sólo les falta llevar una peluca coronada por una cabeza de halcón, vendas envolviendo su cuerpo y una cruz anseada en la mano para ser como Isis o Hathor. –                     Pero usted olvida –repuse— que yo no soy un artista, y, por otra parte, esas mujeres tienen marido o familia. Van veladas, y así ¿cómo adivinar si son hermosas? Además, todavía no sé más que una palabra en árabe, vocabulario que me parece escaso para persuadirlas. –                     La galantería está severamente prohibida en El Cairo, pero el amor no lo está en ninguna parte. Usted encontrará una mujer cuyo paso al andar, el talle, la gracia del revuelo de sus vestidos al caminar, en la que cualquier cosa que se insinúe bajo el velo o en el peinado, le indicará su juventud o sus deseos de ser amable. Tan sólo sígala, y si le mira a la cara de frente, en el momento en que no se crea observada por la gente, tome usted el camino de vuelta a su casa; ella le seguirá. En cuestiones de mujeres, no hay que fiarse más que de uno mismo. Los dragomanes le aconsejarán mal. Es mejor fiarse de sí mismo, es más seguro. En efecto –me dije a mí mismo mientras dejaba al pintor ensimismado en su trabajo, rodeado de una muchedumbre respetuosa, que le creía ocupado en operaciones mágicas— ¿por qué habría yo de renunciar al placer? Las mujeres van tapadas, pero yo no, y mi aspecto de europeo puede que tenga algún encanto en este país. En Francia pasaría por un caballero normal y corriente, pero en El Cairo me convierto en un elegante hijo del norte. Este traje franco, que alborota a los perros, al menos me sirve para que se fijen en mí, que ya es bastante. Así que me introduje por las calles más populares, y atravesé la muchedumbre, asombrada de ver a un franco a pié y sin guía en la parte árabe de la ciudad. Me fui parando en las puertas de las tiendas y talleres, examinándolo todo con un aire bobalicón e inofensivo, que únicamente suscitaba sonrisas. Se dirían: Ha perdido a su dragomán, puede que le falte dinero para alquilar un burro…; se compadecían del extranjero extraviado en el inmenso caos de los bazares, en el laberinto de las calles. Me detuve para observar el trabajo de tres herreros que parecían hombres de cobre. Entonaban un estribillo árabe, cuyo ritmo guiaba los sucesivos golpes sobre las piezas de metal que un niño iba moviendo sobre el yunque. Me estremecí pensando que si uno de los dos se equivocaba en la medida de medio compás el niño terminaría con la mano aplastada. Dos mujeres se habían parado detrás de mí y se reían de mi curiosidad. Me volví, y me percaté por su mantilla de tafetán negro y por el vestido verde de levantina, de que no pertenecían al gremio de vendedoras de naranjas de El Mousky. Me puse rápidamente delante de ellas, pero entonces, se bajaron el velo y escaparon. Las seguí, y pronto llegué a una calle larga, atravesada por ricos bazares, que cruza toda la ciudad. Nos internamos bajo una bóveda de aspecto grandioso, formada por mocárabes esculpidos a la antigua usanza, cuyo barniz y dorados realzaban mil detalles de espléndidos arabescos. Puede que esto sea el Besestaín de los circasianos, en donde sucedió la historia narrada por el mercader copto al sultán de Casgar. ¡Heme aquí de lleno en “Las mil y una noches”106, y yo seré uno de los jóvenes mercaderes a los que las dos damas hacen desplegar sus tejidos, tal y como hacía la hija del emir ante la tienda de Bereddín! Les diré, al igual que el joven mancebo de Bagdad: –                     ¡Dejadme ver vuestro rostro a cambio de esta seda con flores de oro, y habré sido pagado con creces! Pero estas damiselas desdeñaron las sedas de Beirut, los brocados de Damasco, las mantillas de Brossa, que cada comerciante colocaba a su gusto… No se trata de tiendas propiamente dichas, sino de simples estanterías, cuyas baldas ascienden hasta la bóveda, y que van rematadas por una enseña cubierta de letras y atributos dorados. El vendedor, con las piernas cruzadas, fuma su larga pipa o el narguile sobre un pequeño estrado, y las mujeres van de vendedor en vendedor, haciendo que les muestren y desplieguen el género y lo pongan todo patas arriba, para pasar al siguiente, tras lanzar una mirada de desdén a la mercancía. Mis hermosas y risueñas damas querían a cualquier precio telas de Constantinopla. Constantinopla marca la moda en El Cairo. Les mostraron unas muselinas estampadas horrorosas, gritando: Istanboldan (¡esto es de Estambul!), ante las que se pusieron a lanzar grititos de admiración. Las mujeres son igual en todas partes. Me aproximé con aire de entendido; levanté el extremo de una tela amarilla estampada con rameados de tonos burdeos, y exclamé ¡tayeb! (ésta es bonita). Mi observación pareció tener éxito, y se decidieron por mi elección. El vendedor midió la pieza con una vara de medio metro, llamada Pico, y encargó a un muchachito que llevara el paquete con el retal. De pronto, me pareció que una de las mujeres me había mirado de frente; además, su paseo sin rumbo, las risas que ahogaban volviéndose para ver si las seguía, el manto negro (habbarah) levantándose de vez en cuando para mostrar una máscara blanca, signo de clase elevada, todas esas idas y venidas indecisas que posee una enmascarada tratando de seducirnos en un baile de la ópera, parecieron indicarme que no albergaban sentimientos adversos hacia mi persona. Así que creí llegado el momento de pasar por delante y tomar el camino de mi casa. Pero ¿cómo iba a encontrarlo? En El Cairo las calles no tienen nombre, ni las casas números, y cada barrio, ceñido entre sus muros, es en sí mismo un complejo laberinto. Existen diez callejones ciegos por cada uno que lleve a alguna parte. En la duda, opté por seguirlas. Dejamos los bazares llenos de tumulto y de luz, en donde todo deslumbra y destella, y en donde el lujo de los estantes contrasta con el gran carácter y esplendor arquitectónico de las principales mezquitas, decoradas con franjas horizontales amarillas y rojas. Pasajes abovedados, callejuelas estrechas y sombrías sobre las que penden los armazones de madera de los balcones, igual que en nuestras calles de la Edad Media. El frescor de estos caminos, casi subterráneos, es un refugio para los ardores del sol de Egipto, y proporciona a la población muchas de las ventajas de una latitud templada. Esto explica la blancura mate que gran número de mujeres conservan bajo su velo, ya que muchas de ellas jamás han dejado la ciudad, excepto para ir a entretenerse bajo la umbría del Choubrah. ¿Pero qué pensar de tantas vueltas y revueltas que me estaban obligando a dar? ¿Estaban huyendo de mí, o me estaban guiando mientras me precedían en ese caminar a la buena de Dios? Por fin entramos en una calle por la que yo había pasado el día anterior, y que reconocí, sobre todo por el delicado olor que esparcían las flores amarillas de un madroño. Este árbol, amado por el sol, proyectaba al otro lado del muro sus ramas cubiertas de capullos perfumados. Una fuente baja formaba una rinconada. Era una fundación piadosa destinada a calmar la sed de los animales vagabundos. Allí me encontré con una mansión de hermosa apariencia y decorada con yeserías. Una de las damas introdujo por la puerta una llave rústica, de esas que yo ya había experimentado. Me lancé tras ella sin titubear ni reflexionar, a través de un corredor sombrío y me encontré de pronto en un gran patio silencioso, rodeado de galerías, y dominado por los mil encajes de las mashrabeias. [1] El daguerrotipo es un ancestro de la fotografía que, conforme a la definición de “Las noches de octubre” (capítulo VIII) se trata de “un instrumento para manejar con mucha paciencia, indicado para los espíritus fatigados y que, destruyendo las ilusiones, opone a cada figura el espejo de la verdad”. [2] Prosper Marilhat (1811-1847) trajo muchos dibujos de su estancia en Egipto entre 1831 y 1833 (GR). 106 CXXXII noche (GR)

Esmeralda de Luis y Martínez 28 enero, 2012 28 enero, 2012 Besestaín, Calish, Cassal, Choubrah, Istanbollah
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