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Del Viaje a Oriente de Nerval

UN MAMELUCO COPTO NADADOR EN MARSELLA. Cuando Napoleón estuvo en Egipto, se alistaron en su ejército muchos soldados o mamelucos, sobre todo coptos, que le acompañaron a Francia, verdaderos hombres de frontera al fin. Y con la caída de Napoleón algunos lograron su salvación a nado. Uno de ellos fue el cairota copto Mansour, a quien Gérard de Nerval conoció por medio del tendero y exmameluco M. Jean, afincado allí, en El Cairo, y al que luego contrataría como criado. He aquí el breve fragmento de esa presentación precisa de un hombre en la frontera vital más emocionante: Mansour había sido mameluco al igual que M. Jean, pero de los mamelucos del ejército francés. Estos últimos, como me explicó, se componían principalmente de coptos que, tras la retirada de la expedición de Egipto, habían seguido a nuestros soldados. Pero el pobre Mansour, como muchos de sus camaradas, fue arrojado al agua por el populacho al llegar a Marsella, a causa de haber apoyado al partido del emperador al regreso de los Borbones. Aunque, como un auténtico hijo del Nilo, consiguió salvarse a nado y ganar otro punto de la costa. *** El fragmento procede del Viaje a Oriente de Gérard de Nerval, de la traducción que está preparando Esmeralda de Luis para el AdF, una narración de gran viveza y verdadera literatura de avisos: desborda el libro de viajes para convertirse en literatura de la información más refinada, hermosas fuentes para la historia o literatura de avisos que estamos intentando tipificar aquí. Así de rotundo, impregnadas de oralidad y dialogadas, con sus garantías de veracidad explicitadas de continuo, comenzando por la propia vida del escritor inmerso en aquella realidad que narra con respeto y asombro. Es el mismo caso cervantino y el de los grandes escritores viajeros, sean estos frailes, mercaderes, exiliados, administradores o gobernantes, o de varios oficios o estados a la vez. Las secuencias y escenas en que se integra la presentación del mameluco copto del ejército napoleónico son de una riqueza expresiva que merece la pena presentar aquí el arranque completo del capítulo (III. El harem – VI. La isla de Roddah…); los personajes son el cónsul francés, un ujier del consulado con bastón de empuñadura de plata, una esclava a quien Nerval quiere proteger de sus dos criados, pues desconfía de ellos, el viejo mameluco francés M. Jean, tendero en su barrio de El Cairo, el mameluco copto Mansour, nadador en Marsella, y el cheikh Aboud Khaled, poeta y guía invitado por el cónsul, que no gustaba de la reforma del sultán Mahmoud II (1785-1839), el permiso de importar a los países turcos las ideas, costumbres e instituciones de la Europa occidental, como explica en nota la editora española. A pesar de su tolerancia, su conocimiento de los europeos y hasta su perfil crítico que Nerval ve algo volteriano; o tal vez, más que a pesar de, a causa de. La expresividad del texto nervaliano, estupenda. La dicha de enmudecer: El Cónsul General me había invitado a hacer una excursión a los alrededores del Cairo. No era esa una oferta como para dejarla pasar, los cónsules gozan de una serie de privilegios y de facilidades enormes para poder visitar todo cómodamente. Además, tenía la ventaja en este paseo de poder disponer de un coche europeo, cosa rara en Levante. Tráfico en las calles cairotas Un coche en El Cairo era un lujo y casi más bien un adorno, dado que es imposible servirse de él para circular por la ciudad. Solo los soberanos y sus representantes tendrían el derecho de aplastar a hombres y perros por las calles, siempre que su estrechura y tortuoso trazado se lo hubieran permitido. Pero hasta el propio Pachá está obligado a circular pegado a las puertas, y no puede utilizar el coche más que para que lo trasladen a sus diversas casas de campo. Así que nada resulta tan curioso como ver un “coupé” o el último grito de París o de Londres en calesas conducido por un chófer con turbante; un látigo en una mano y su larga pipa de cerezo en la otra. El ujier, los criados y la esclava Así que un día recibí la visita de un ujier del consulado, que golpeó a mi puerta con su gruesa caña de empuñadura de plata lo que me hizo más honorable a los ojos de los vecinos del barrio. Me comunicó que se me esperaba en el Consulado para la excursión convenida. Teníamos que salir al día siguiente al despuntar el alba, pero lo que el cónsul ignoraba era que desde su invitación mi residencia de soltero se había convertido en un hogar, y yo me comencé a preguntar qué podría hacer con mi amable compañía durante un día entero de ausencia. Llevarla conmigo habría sido cometer una indiscreción. Dejarla a solas con el cocinero y el portero era ir contra la más mínima de las prudencias. Todo esto me estaba contrariando muchísimo. En fin, comencé a pensar que o bien me resolvía a comprar eunucos, o a confiársela a alguien. La hice montar sobre un burro, y nos detuvimos enseguida ante la tienda de M. Jean. Pregunté al viejo mameluco si no conocía alguna familia honesta a la que pudiera confiar a la esclava por un día. M. Jean, hombre de recursos, me indicó la dirección de un viejo copto, llamado Mansour, que habiendo servido durante muchos años en el ejército francés, era digno de total confianza. El mameluco copto nadador Mansour había sido mameluco al igual que M. Jean, pero de los mamelucos del ejército francés. Estos últimos, como me explicó, se componían principalmente de coptos que, tras la retirada de la expedición de Egipto, habían seguido a nuestros soldados. Pero el pobre Mansour, como muchos de sus camaradas, fue arrojado al agua por el populacho al llegar a Marsella, a causa de haber apoyado al partido del emperador al regreso de los Borbones. Aunque, como un auténtico hijo del Nilo, consiguió salvarse a nado y ganar otro punto de la costa. La casa semiderruida del mameluco Nos fuimos a casa de aquel buen hombre, que vivía con su mujer en una casa espaciosa pero medio en ruinas. Los techos se venían abajo con grave amenaza para las cabezas de sus ocupantes. La marquetería desencajada de las ventanas se abría por todas partes como una cortina desgarrada. Restos de muebles y de harapos cubrían la antigua morada, en donde el polvo y el sol causaban una impresión tan melancólica como la que pueden producir la lluvia y el barro penetrantes en los más pobres reductos de nuestras ciudades. Se me encogió el corazón al pensar que la mayor parte de la población de El Cairo habitaba de ese modo en casas que hasta las ratas habían abandonado como poco seguras. Ni por un instante se me pasó la idea de dejar allí a la esclava, pero rogué al viejo copto y a su mujer que vinieran a mi casa. Les prometí tomarles a mi servicio; despediría a uno de mis sirvientes actuales. Por lo demás, una piastra y media, o cuarenta céntimos por cabeza y día, tampoco eran una gran prodigalidad. El poeta cheikh Aboud Khaled Una vez asegurada mi tranquilidad oponiendo, como los hábiles tiranos, una nación fiel a dos dudosos pueblos que habían podido aliarse en mi contra, no vi ninguna dificultad para irme a casa del cónsul. Su coche estaba esperando a la puerta, atiborrado de viandas, con dos janisarios (guardias de a caballo) para acompañarnos. Venía con nosotros, además del secretario de la legación diplomática, un personaje de severo aspecto vestido a la oriental, llamado cheikh Aboud Khaled, que el cónsul había invitado para que nos ilustrara con sus explicaciones. Hablaba italiano con fluidez y pasaba por ser un poeta de los más elegantes e instruidos en literatura árabe. “Es, me dijo el cónsul, un hombre anclado en el pasado. La reforma* le resulta odiosa, a pesar de que es difícil encontrar un espíritu más tolerante que el suyo. Pertenece a esa generación de filósofos árabes, podría decirse que volterianos, que en particular en Egipto, no fue hostil a la dominación francesa”. Le pregunté al cheikh si además de él había otros muchos poetas en El Cairo. -¡Qué le vamos a hacer!, repuso, ya no vivimos en aquellos tiempos en los que por un hermoso poema el soberano ordenaba llenar de cequíes la boca del poeta, tantos como pudiera contener. Hoy en día somos bocas inútiles. ¿Para qué serviría la poesía sino para entretener al populacho de las calles? – Y ¿por qué -dije- no podría ser el mismo pueblo un soberano generoso? – Es demasiado pobre, respondió el cheikh, y además su ignorancia es tal, que sólo aprecia los romances esbozados sin arte y sin preocuparse por la pureza del estilo. Basta con entretener a los parroquianos de un café con aventuras sangrientas o espeluznantes. Después, en el punto más interesante, el narrador se detiene y dice que no continuará la historia si no se le da cierta suma de dinero; pero deja el desenlace para el día siguiente, y así puede continuar durante semanas. – ¡Pero hombre! Le repuse, si es lo mismo que nos pasa a nosotros. *** Tanto el versiculado del texto en prosa de Nerval como los titulillos de los diferentes párrafos versiculados es un ensayo de presentación de fragmentos selectos, en el marco de la investigación sobre el arte de fragmentar textos, tan necesario hoy dadas las nuevas medidas espacio-temporales que marcan la velocidad de la transmisión de la información y el conocimiento. Es una manera que quiere ser Ocasión ante una nueva Necesidad, la de hacer leer a nuestros estudiantes piezas selectas y no aburrirlos con fárragos en otras ocasiones intragables sin necesidad. La traducción se basa en el texto de la excelente edición de Michel Jeanneret (París, 1980, GF-Flammarion).

Emilio Sola 18 febrero, 2012 26 agosto, 2016 coptos, El Cairo, mamelucos, Napoleón, Nerval
“VIAJE A ORIENTE” 033

III. El harem – X. Choubrah 1… Al parecerle bien mi respuesta, look la esclava se levantó aplaudiendo y repitiendo mil veces: ¡el fil!, order ¡el fil! “¿Qué es eso? Le pregunté a Mansour. –          La SITI (dama) me dijo tras preguntarla, que querría ir a ver un elefante del que ha oído hablar y que se encuentra en el palacio de Méhémet-Ali, en el Choubrah”. Era justo recompensar su aplicación en el estudio e hice preparar los asnos. La puerta de la ciudad, de la parte de Choubrah, no se encontraba a más de cien metros de nuestra casa; todavía es una puerta que se mueve gracias a unos gruesos tornos que datan del tiempo de Las Cruzadas. Se pasa de inmediato sobre el puente de un canal que se extiende hacia la izquierda, formando un pequeño lago rodeado de una fresca vegetación: casinos, cafés y jardines públicos se aprovechan de ese frescor y de esa umbría. El domingo es fácil encontrar a muchos griegos, armenios y damas del barrio franco, que no se despojan de sus velos más que en el interior de los jardines, y allí también se pueden estudiar las razas tan curiosamente contrastadas de Levante. Más lejos, la muchedumbre se pierde bajo las sombras del paseo del Choubrah, posiblemente el más hermoso del mundo. Los sicómoros y bananos que lo dan sombra durante más de una legua son de un enorme grosor, y la bóveda que forman sus ramas es tan densa que, a lo largo de todo el camino reina una especie de oscuridad, que se aclara a lo lejos gracias a los ardientes destellos del desierto que brilla a la derecha, más allá de las tierras cultivadas. A la izquierda, el Nilo rodea vastos jardines a lo largo de media legua hasta abrazar el paseo, al que sus aguas brindan una luminosidad de reflejos púrpuras. Hay un café adornado con fuentes y lacerías, situado a medio camino del Choubrah, y muy frecuentado por los paseantes. Campos de maíz y de caña de azúcar, y aquí y allá algunas quintas de recreo se diseminan a la derecha, hasta llegar a los grandes edificios que pertenecen al pachá. Allí se exhibía un elefante blanco, regalado a su alteza por el gobierno inglés. Mi acompañante, transportada de alegría, no podía dejar de admirar a ese animal, que le recordaba a su país, y que incluso en Egipto era una rareza. Sus colmillos estaban adornados con aros de plata, y el domador le obligó a realizar algunos ejercicios ante nosotros. Llegó incluso a hacer que adoptara unas posturas que me parecieron de una decencia más que dudosa, y como le hice señas a la esclava, velada, pero no ciega, de que ya habíamos visto suficiente, un oficial del pachá me dijo con tono de gravedad: Aspettate…è per recreare le donne (Espera, es para divertir a las señoras) En efecto, allí había muchas que no estaban en absoluto escandalizadas y que se reían a carcajadas. Es una deliciosa residencia la de Choubrah. El palacio del pachá de Egipto, bastante sencillo y de construcción antigua, da sobre el Nilo, frente a la explanada de Embabeh2, tan famosa por la batalla de los mamelucos. Del lado de los jardines han construido un kiosco cuyas galerías pintadas y doradas ofrecen un brillante aspecto. Allí, en verdad, es donde se encuentra el triunfo del gusto oriental. Se puede visitar el interior, en el que se han dispuesto jaulas con pájaros exóticos, salones de recepción, baños, billares, y penetrando aún más, dentro del mismo palacio, se pueden apreciar esas salas uniformes, decoradas a la turca y amuebladas a la europea, y que constituyen por todas partes el lujo de las moradas principescas. Paisajes sin perspectiva pintados al huevo sobre los paneles y las puertas, cuadros ortodoxos, en donde no aparecía ninguna criatura animada, dando una mediocre idea del arte egipcio. De vez en cuando los artistas se permitían pintar animales fabulosos, como delfines, hipogrifos y esfinges. De las batallas, no pueden representar más que los asedios y combates marítimos: barcos en los que no se ven a los marineros luchan contra las fortalezas desde donde la guarnición se defiende sin dejarse ver; el fuego cruzado y las bombas parecen salir por sí solos, el bosque quiere conquistar las piedras, y el hombre está ausente. Y es, aún así, el único medio que tienen de representar las principales escenas de campaña de Grecia, de Ibrahim. Sobre la sala en donde el pachá administra la justicia, se lee esta bella máxima: “Un cuarto de hora de clemencia vale más que setenta horas de oración”. Volvimos a descender a los jardines. ¡Qué de rosas, Dios mío!. Las rosas de Choubrah es decir todo en Egipto; las de El Fayum sólo sirven para el aceite y las confituras. Los jardineros venían de todas partes a ofrecérnoslas. Aún hay otro lujo en la casa del pachá, y es que no se recogen los limones ni las naranjas, para que esos frutos dorados deleiten al paseante el mayor tiempo posible. Cada cual puede de todos modos, recogerlas una vez que han caído. Pero aún no he dicho nada del jardín. Se puede criticar el gusto de los orientales en los interiores, pero sus jardines son impecables. Vergeles por todas partes, lechos y gabinetes de “ifs” tallados, que recuerdan el estilo del renacimiento; es el paisaje del Decamerón. Es probable que los primeros modelos hayan sido creados por jardineros italianos. No se ve ninguna estatua, pero las fuentes son de un gusto exquisito. Un pabellón acristalado, que corona una serie de terrazas escalonadas en forma de pirámide, se recorta en el horizonte con un aspecto de cuento de hadas. El Califa Haroun seguro que no tuvo uno tan bello, pero esto no es nada todavía. Se desciende de nuevo tras haber admirado el lujo de la sala interior y de los cortinajes de seda que revolotean al viento entre las guirnaldas y los festones de la jardinada; se continúa por largos paseos bordeados de bananos, cuya hoja transparente destella como la esmeralda, y así se llega al otro extremo del jardín, a unos baños demasiado maravillosos y conocidos como para describirlos aquí extensamente. Se trata de un inmenso estanque de mármol blanco, rodeado de columnas de gusto bizantino, con una fuente alta en el centro, de la que el agua se escapa por las fauces de cocodrilos. Todo el recinto está iluminado con gas, y durante las noches de verano, el pachá se hace pasear por el lago en una barcaza dorada en la que las mujeres de su harem llevan los remos. Estas bellas damas también se bañan bajo los ojos de su señor, pero con vestidos de crèpe de seda… el Corán, como sabemos, no permite la desnudez. 1.- Choubrah es un barrio con jardines a las puertas de El Cairo. 2.- Embabeh es un lugar próximo a El Cairo, famoso por haberse celebrado en sus proximidades la Batalla de las Pirámides, que tuvo lugar el 21 de julio de 1798 entre el ejército francés en Egipto bajo las órdenes de Napoleón Bonaparte y las fuerzas locales mamelucas. En julio de 1798, Napoleón iba dirección El Cairo, después de invadir y capturar Alejandría. En el camino se encontró a dos fuerzas de mamelucos a 15 kilómetros de las pirámides, y a sólo 6 de El Cairo. Los mamelucos estaban comandados por Murad Bey e Ibrahim Bey y tenían una poderosa caballería; pero a pesar de ser superiores en número, estaban equipados con una tecnología primitiva, tan sólo tenían espadas, arcos y flechas; además, sus fuerzas quedaron divididas por el Nilo, con Murad atrincherado en Embabeh e Ibrahim a campo abierto. Napoleón se dio cuenta de que la única tropa egipcia de cierto valor era la caballería. Él tenía poca caballería a su cargo y era superado en número por el doble o el triple. Se vio pues forzado a ir a la defensiva, y formó su ejército en cuadrados huecos con artillería, caballería y equipajes en el centro de cada uno, dispersando con fuego de artillería de apoyo el ataque de la caballería mameluca, que intentaba aprovechar los espacios entre los cuadros franceses. Entonces atacó el campamento egipcio de Embabeh, provocando la huida del ejército egipcio. (http://es.wikipedia.org/wiki/Batalla_de_las_Pir%C3%A1mides )

Esmeralda de Luis y Martínez 13 febrero, 2012 13 febrero, 2012 batalla de las pirámides, El Choubrah, el fil, Embabeh, Ibrahim Bey, Murad Bey, Napoleón
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