Directorio de documentos

Está viendo documentos con las etiquetas siguientes: drusos-versus-maronitas - Ver todos los documentos

Filter by: AttachmentsBúsquedaTag

Título Autor CReado Último Editado Grupo Etiquetas
“VIAJE A ORIENTE” 057

VII. La montaña – III. La mesa del albergue…  Al subir a la primera planta, sildenafil me encontré sobre una terraza rodeada de edificios y dominada por ventanas interiores. Un amplio toldo rojiblanco protegía una gran mesa servida a la europea, buy viagra en la que casi todas las sillas estaban vueltas del revés para marcar las plazas de los comensales aún vacías. Sobre la puerta de un gabinete situado al fondo y al mismo nivel que la terraza, remedy se leía lo siguiente: “Quì si paga 60 piastres per giorno.” (Aquí se pagan 60 piastras diarias) Algunos ingleses fumaban puros en esa sala, esperando el tintineo de la campana. Pronto bajaron dos mujeres, y nos sentamos a la mesa. A mi lado había un inglés de grave apariencia, que se hacía servir por un joven de piel cobriza, vestido con un bombasí blanco y aretes de plata en las orejas. Pensé que se trataba de algún nabab que disponía en su servicio de un indio. Este personaje no tardó en dirigirme la palabra, lo que me sorprendió un poco – los ingleses jamás hablan con la gente que no les ha sido presentada- pero éste se encontraba en una posición particular; era un misionero de la sociedad evangélica de Londres, encargado de hacer conversiones inglesas por todo el país, y forzado a esgrimir la misma cantinela en cualquier ocasión que se le presentase para pescar almas en sus redes. Acababa de llegar justamente de la montaña, cosa que me entusiasmó al poder sonsacarle alguna información antes de iniciar yo mismo ese viaje. Le pregunté si había novedades sobre la alerta que acababa de crear una conmoción en los alrededores de Beirut. –  “No es nada, me dijo, un asunto sin importancia” – ¿Qué asunto? –  Esa lucha entre maronitas y drusos en las aldeas pobladas por miembros de ambas confesiones. –  ¿Entonces, viene usted, le dije, de la zona en la que en estos días se está combatiendo? –  ¡Oh! sí, he ido a poner paz… a pacificar a las gentes del cantón de Bekfaya, pues Inglaterra tiene muchos amigos en la montaña. –  ¿Son los drusos amigos de Inglaterra? –  Por supuesto. Esas pobres gentes son muy desafortunadas; se les mata, se les quema, se eviscera a sus mujeres, se destruyen sus árboles y su cosecha. –  Perdón, pero nosotros en Francia creíamos justo todo lo contrario; que eran ellos los que oprimían a los cristianos. –  ¡Dios mío, no!, esas pobres gentes sólo son unos pobres campesinos que no piensan en hacer ningún mal. En cambio, ustedes les envían a esos capuchinos, jesuitas y lazaristas, que no hacen más que provocar disturbios; excitan a los maronitas, mucho más numerosos, contra los drusos, que se defienden como pueden, y sin Inglaterra, ya habrían sido exterminados. Inglaterra está siempre junto al más débil, al lado del que sufre… –  Sí, repuse, es una gran nación…¿Así que usted ha llegado para pacificar las luchas que han tenido lugar durante estos días? –  Desde luego. Estuvimos allí numerosos ingleses; ya habíamos dicho a los drusos que Inglaterra no los abandonaría, que se les haría justicia. Así que incendiaron el pueblo, y después regresaron tranquilamente a sus casas. ¡Han aceptado más de trescientas biblias, y hemos convertido a mucha de esa valerosa gente! –  No acabo de comprender, le hice al reverendo esta observación, cómo se puede convertir a alguien a la fe anglicana, ya que para ello hay que ser inglés. –  Bueno… una vez que se pertenece a la sociedad evangélica se está protegido por Inglaterra, pero en lo relativo a convertirse en inglés, eso es imposible. –  ¿Y quién es el jefe de esa religión? –  Su graciosa majestad, nuestra reina de Inglaterra. –  Una encantadora papesa, y os juro que no me importaría incluso a mí convertirme. –  ¡Ay, los franceses!, siempre bromeando… ustedes no son buenos amigos de Inglaterra. –  Pues mire por donde, le comenté al acordarme de golpe de un episodio de mi primera juventud, fue uno de sus misioneros, el que en París se había propuesto convertirme, e incluso conservo la biblia que me dio, pero aún así sigo sin comprender cómo se puede hacer un anglicano de un francés. – Pues hay muchos entre ustedes… y si usted recibió, siendo niño, la simiente de la palabra verdadera, es posible que madure en usted más adelante.” No intenté llevar la contraria al reverendo, ya que cuando se viaja, se acaba siendo más tolerante, sobre todo cuando lo que realmente le guía a uno es la curiosidad y el deseo de observar las costumbres; pero comprendí que la circunstancia de haber conocido en otra ocasión a un misionero inglés me daba una cierta prevalencia ante mi vecino de mesa. Las dos damas inglesas que había visto antes, se encontraban a derecha e izquierda de mi reverendo, y pronto me enteré de que una de ellas era su esposa, y la otra su cuñada. Un misionero inglés jamás viaja sin su familia. Este parecía llevar un gran tren de vida y ocupaba el apartamento principal del hotel. Cuando nos levantamos de la mesa, entró un instante a sus habitaciones, y volvió en seguida con una especie de álbum que me mostró con aire triunfal. –  “Vea usted, me dijo, aquí están detalladas todas las abjuraciones que he obtenido en mi última cruzada a favor de nuestra santa religión”. En efecto, un montón de declaraciones, firmas y sellos árabes cubrían las páginas del libro. Me fijé que ese registro se efectuaba por partida doble; en cada verso figuraba la lista de regalos y sumas recibidas por los neófitos anglicanos. Algunos tan solo habían recibido un fusil, un pañuelo de cachemira, o adornos para las mujeres. Yo le pregunté al reverendo si la sociedad evangélica le daba una prima por cada conversión. No opuso ninguna dificultad para responderme; a él le parecía de lo más natural que viajes costosos y llenos de peligros fuesen generosamente retribuidos. Entonces comprendí, por los detalles en los que abundó, la superioridad sobre otras naciones que la riqueza da a los agentes ingleses en Oriente. Nos habíamos acomodado en un diván en el cuarto de estar, y el doméstico del reverendo se había arrodillado delante de él para encenderle un narguile. Le pregunté si ese hombre era un indio; pero resultó ser un farsy[1] de los alrededores de Bagdad, una de las conversiones más brillantes del reverendo, que se llevaba a Inglaterra como muestra de sus trabajos. Mientras tanto, el farsy le servía de criado a la vez que de discípulo; y no cabía la menor duda de que cepillaba  con fervor sus trajes, y abrillantaba sus botas con la misma dedicación religiosa. En mi fuero interno yo le compadecía un poco el hecho de haber abandonado el culto a Auramazda por el modesto empleo de jockey evangélico. Yo estaba esperando que me presentaran a las damas, que se habían retirado a sus apartamentos; pero el reverendo guardó únicamente sobre ese punto toda la reserva inglesa. Y mientras seguíamos charlando un ruido de música militar restalló con fuerza en nuestros oídos. –  “Hay, me dijo el inglés, una recepción en el palacio del pachá. Es una delegación de cheijs maronitas que vienen a exponerle sus quejas. Es gente que siempre se está lamentando; pero el pachá es duro de oídos. –    No me cabe la menos duda, no hay más que oír su música, le dije, jamás había escuchado una estridencia como esa. –    Pues resulta que están ejecutando su himno nacional, La Marsellesa. –    ¡Quién lo habría dicho!. –    Yo lo sé porque lo escucho todas las mañanas y todas las tardes, y porque me han comentado que ellos están convencidos de estar interpretando esa partitura.”      Poniendo algo más de atención llegué, en efecto, a distinguir algunas notas perdidas entre una multitud de peculiares adaptaciones a la música turca. La ciudad parecía haberse despertado al fin, la brisa marítima de las tres de la tarde agitaba dulcemente las lonas extendidas sobre la terraza del hotel. Saludé al reverendo dándole las gracias por el trato cortés que me había dispensado, algo raro en los ingleses que, por culpa de sus prejuicios sociales, siempre permanecen en guardia contra todo lo desconocido. Me parece que en esa actitud hay, si no una muestra de egoísmo, sí al menos una falta de generosidad. Me extrañó el hecho de que sólo tuve que pagar diez piastras al salir del hotel (2 francos con 50 céntimos) por el almuerzo. El signor Battista me llevó aparte y me hizo un amigable reproche por no haber ido a alojarme a su hotel. Entonces yo le mostré el cartel en el que se anunciaba que sólo se admitía mediante el pago diario de sesenta piastras, lo que significaba un estipendio de mil ochocientas piastras al mes. “Ah! Corpo di me! gritó. Questo è per gli Inglesi che hanno molto moneta, e che sono tutti eretici!…ma, per gli Francesi, e altri Romani, è soltanto cinque franchi!” (Eso es para los ingleses, que tienen mucho dinero y que son todos unos herejes; pero para los franceses, y los otros romanos, es tan sólo de cinco francos.) ¡Esto ya es otra cosa! pensé, y me alegré de no pertenecer a la religión anglicana, dados los sentimientos tan católicos y romanos que al parecer poseían los hoteleros de Siria. [1] Dícese de los oriundos de la antigua Persia.

Esmeralda de Luis y Martínez 22 febrero, 2012 22 febrero, 2012 Bekfaya, católicos y anglicanos, Drusos versus maronitas, ingleses versus franceses
Viendo 1-1 de 1 documentos