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“VIAJE A ORIENTE” – Las noches de Ramadán

HISTORIA DE LA REINA DE LA MAÑANA Y DE SOLIMÁN, EL PRÍNCIPE DE LOS GENIOS – VI. La aparición… Adoniram contempla desolado cómo su obra está a punto de venirse abajo; sus trabajadores le abandonan; Solimán y la Reina de Saba le desprecian. El fantasma de Tubal-Caín y viaje de Adoniram al mundo subterráneo de sus antepasados: Caín y el linaje de los Maestros del fuego y de la forja de metales. De pronto, Adonirám se dio cuenta de que el río de lava de la fundición se desbordaba; la fundición, demasiado abierta, vomitaba torrentes de fuego; la arena, con demasiada sobrecarga, comenzó a desplomarse. Adonirám miró atentamente al mar de bronce; el molde rebosaba; una fisura se abría desde el vértice; la lava chorreaba por todas partes. Adonirám lanzó un terrible grito, que recogió el aire, repitiendo su eco las montaña, y calculando que la tierra, demasiado recalentada se vitrificaría, Adonirám agarró un tubo flexible que desembocaba en un aljibe y, con gesto precipitado, dirigió un gran chorro de agua hacia la base de los tambaleantes contrafuertes del molde que soportaban el gran receptáculo. Pero la fundición, ya muy crecida, bajaba rodando hasta allí mismo: los dos líquidos comenzaron a luchar; una masa de metal envolvía la columna de agua, la aprisionaba, la atenazaba. Para librarse, el agua consumida se evaporaba y hacía estallar todos los obstáculos que encontraba a su paso. Una detonación retumbó; la fundición, en chorros resplandecientes, saltó por los aires a más de veinte codos de altura. Era como estar contemplando el momento de la erupción en el cráter de un volcán furioso.      Y a ese fragor lo siguieron llantos y gritos espantosos; ya que esa lluvia de estrellas sembraba la muerte por todas partes; cada gota del metal fundido era un dardo ardiente que perforaba los cuerpos y los mataba. El lugar estaba cubierto de gente agonizante, y al silencio le sucedió un inmenso grito de espanto. Era el colmo del horror, cada cual huía como podía; el miedo al peligro precipitó en el fuego a los que no habían alcanzado las brasas… los campos, iluminados, resplandecientes de color púrpura, recordaban a aquella terrible noche en la que Sodoma y Gomorra ardieron abrasadas por  los rayos de Jehová. Adonirám, corría de acá para allá intentando reunir a sus obreros y cerrar el tremendo boquete de aquel abismo inagotable; pero sólo escuchaba quejas y maldiciones; no encontró más que cadáveres: el resto se había dispersado. Únicamente Solimán había permanecido impasible en el trono; la reina también había guardado la calma y estaba junto a él, y la diadema y el cetro todavía brillaban en aquellas tinieblas. –      “¡Jehová le ha castigado! dijo Solimán a su invitada… y él me ha castigado, matando a mis súbditos, por culpa de mi debilidad, de mi bondad para con ese monstruo de orgullo. –      La vanidad que inmola tantas víctimas es criminal, pronunció la reina. Señor, vos habéis podido perecer durante esta prueba infernal: el mar de bronce llovía a nuestro alrededor. –      ¡Y vos estabais aquí! ¡Y ese vil secuaz de Baal[1] ha puesto en peligro una vida tan preciosa!. Marchémonos de aquí, mi Reina; sólo me ha inquietado el veros en peligro”. Adonirám, que pasaba en ese momento cerca de ellos, lo oyó; y se alejó rugiendo de dolor. Más allá, a lo lejos, divisó a un grupo de obreros que le colmaron de desprecio, calumnias y maldiciones. Entonces, se le acercó el sirio Phanor y le dijo: “Tú eres grande; la fortuna te ha traicionado, pero los albañiles no fueron sus cómplices”. A su vez, Amrou, el fenicio, se le acercó y le dijo: “Tú eres grande, y habrías sido el vencedor si cada cual hubiera cumplido con su deber como así hicimos los carpinteros”. Y el judío Méthoussaël le dijo: “Los mineros hicieron su trabajo; pero son los obreros extranjeros los que a causa de su ignorancia han comprometido todo el trabajo. ¡Ten coraje! Una obra aún más grande nos vengará de este fracaso. –      ¡Ah!, pensó Adonirám, estos son los únicos amigos que he encontrado…” Le resultó fácil a Adoniram evitar encuentros no deseados; todos le volvían la espalda y las tinieblas protegían las deserciones. Pronto, el resplandor de las brasas de la fundición, cuya superficie rugía al enfriarse, sólo iluminaba a grupos lejanos que poco a poco se perdían entre las sombras, Adonirám, abatido, buscaba a Benoni: “Él también me ha abandonado…” murmuró con tristeza. El maestro se quedó solo al borde del río de fuego. “¡Deshonrado! exclamó con amargura; ¡este es el fruto de una existencia austera, laboriosa y dedicada a la gloria de un príncipe ingrato!. ¡Él me condena y mis hermanos reniegan de mí!. Y esa reina, esa mujer… ella estaba allí, ha visto mi vergüenza, y he tenido que soportar su desprecio! ¿Pero dónde se halla, en esta hora de mi sufrimiento, Benoni? ¡Sólo!, ¡estoy sólo y maldito!. El futuro se ha cerrado.  ¡Sonríe a tu liberación, y busca aquí, en este fuego, tu elemento y rebelde esclavo!” Avanzó, calmado y resuelto, hacia el río de lava, que aún fluía con oleadas de escoria candente de metal fundido, y surgía y chisporroteaba por todas partes al contacto con la humedad, o tal vez la lava temblara al encontrarse con los cadáveres. Espesos turbillones de humo violeta y leonado se desprendían en apretadas fumarolas y velaban la escena abandonada de tan lúgubre aventura. Y fue allí, en donde ese gigante cayó fulminado, y sentado sobre la tierra se ensimismó meditabundo… la mirada fija en aquella humareda de llamas que podían inclinarse y asfixiarle al primer soplo del viento. Ciertas formas extrañas, fugitivas, flamígeras, se dibujaban a veces entre los juegos brillantes y lúgubres del vapor ígneo. Los ojos deslumbrados de Adonirám entreveían, a través de aquel vapor, miembros de gigantes, bloques de oro, gnomos que se disipaban en humo o se pulverizaban en destellos. Esas fantasías no llegaban a distraerle de su desesperación y dolor. Sin embargo, pronto se ampararon de su imaginación y delirio, y tuvo la impresión de que del seno de las llamas se elevaba una voz rotunda y grave que pronunciaba su nombre. Tres veces el turbillón mugió el nombre de Adonirám. Nadie a su alrededor… contempló ávidamente la turba incandescente, y murmuró: “¡La voz del pueblo me llama!”.  Sin apartar la mirada, se apoyó sobre una rodilla, extendió la mano, y distinguió en el centro de la roja humareda una forma humana imprecisa, colosal, que parecía tomar cuerpo entre las llamas y ensamblarse, para luego desintegrarse y perderse. Todo se agitaba e incendiaba alrededor;… sólo esa figura permanecía estática, cada vez más oscura en el luminoso vapor, o clara y brillante en el seno de un amasijo de nubarrones negruzcos. El espectro comenzó a perfilarse, adquirió relieve, se agrandó al acercarse, y Adonirám, espantado, se preguntaba que qué bronce sería ese, dotado de vida. El fantasma avanzó. Adonirám lo contemplaba con estupor. Su gigantesco busto iba cubierto con una dalmática sin mangas; los desnudos brazos estaban adornados con anillos de hierro; la cabeza bronceada quedaba encuadrada por una barba rectangular, rizada y trenzada en hileras,… tocado con una mitra bermeja; llevaba un martillo en la mano. Sus grandes ojos, brillantes, se posaron sobre Adonirám con dulzura, y con un tono de voz que parecía arrancado a las entrañas del bronce dijo: “Despierta a tu alma, levántate, hijo mío. He visto las desgracias de mi raza y he sentido piedad hacia ella… –      Espíritu, ¿entonces, tú quién eres? –      La sombra del padre de tus padres, el antepasado de los que trabajan y sufren. Ven, cuando mi mano haya tocado tu frente, respirarás entre las llamas. No muestres temor, igual que no has mostrado debilidad…” De pronto, Adonirám se sintió envuelto en un calor penetrante que le animaba sin ahogarle; el aire que aspiraba era más sutil; una fuerza irresistible le arrastraba hacia el vórtice de fuego en el que ya se sumergía su misterioso compañero. “¿Dónde estoy?, ¿Cuál es tu nombre? ¿Adónde me arrastras?, murmuró. –      Al centro de la tierra… al alma del mundo habitado; allí donde se erige el palacio subterráneo de Enoc, nuestro padre, al que en Egipto llaman Hermes, y en Arabia honran bajo el nombre de Edris[2]. –      ¡Potencias inmortales!, exclamó Adonirám; ¡oh, mi señor!, entonces, ¿es verdad? vos seréis… –      Tu antepasado, hombre… artista, tu maestro y tu patrón; yo fui Tubal-Caín[3]. Cuanto más avanzaban hacia las profundas regiones del silencio y de la noche, más dudaba Adonirám de sí mismo y de la realidad de sus impresiones. Poco a poco, fuera de sí, experimentó la magia de lo desconocido, y su alma, ligada por completo al antepasado que la dominaba, se entregó por completo a su misterioso guía. A las regiones húmedas y frías había seguido una atmósfera tibia y enrarecida; la vida interior de la tierra se manifestaba por sacudidas, extraños murmullos; temblores sordos, regulares, periódicos, anunciaban la proximidad del corazón del mundo; Adonirám lo sentía latir con una fuerza creciente, y se admiraba  de errar entre esos espacios infinitos; buscaba un apoyo que no encontraba, y seguía sin ver la sombra de Tubalcaín que guardaba silencio. Tras unos instantes que le parecieron largos como la vida de un patriarca, descubrió a lo lejos un punto luminoso. Aquella mancha se hizo más y más grande, se aproximó, se extendió en una larga perspectiva, y el artista vislumbró un mundo poblado de sombras que se agitaban ocupadas en trabajos que no pudo comprender. Aquellos dudosos resplandores llegaron por fin a expirar sobre la brillante mitra y la dalmática del hijo de Caín. En vano Adonirám se esforzó en hablarle: la voz moría en su pecho oprimido; pero recuperó el aliento al llegar a una amplia galería de una inconmensurable profundidad, muy ancha, ya que no se podían ver las paredes, y sostenida por una avenida de columnas tan altas, que se perdían por encima de él en el aire, y la bóveda que sostenían escapaba a la vista. De repente, Adonirám se estremeció, y Tubalcaín habló así: “Tus pies están pisando la gran esmeralda que sirve de raíz y eje a la montaña de Kaf[4]; has llegado a la tierra de tus padres; la tierra en la que reina el linaje de Caín sin compartirla con nadie. Bajo estas fortalezas de granito, en medio de estas cavernas inaccesibles, hemos conseguido al fin encontrar la libertad. Aquí expira la celosa tiranía de Adonay, es aquí en donde podemos, sin peligro, nutrirnos del Árbol de la Ciencia[5]. Adonirám exhaló un largo y dulce suspiro: le daba la impresión de que el peso abrumador que le había mantenido doblegado toda su vida,  por primera vez acababa de desvanecerse. De pronto la vida eclosionó; pueblos enteros aparecían a lo largo y ancho de aquellos hipogeos: el trabajo los animaba, les agitaba, y por todas partes se oía el alegre fragor de los metales; allí se mezclaban los ruidos del borbotear de las aguas y de los impetuosos vientos; la bóveda iluminada se extendía como un inmenso cielo desde el que se precipitaban sobre los enormes y extraordinarios talleres, torrentes de una luz blanca y azulada que se irisaba al contacto con el suelo. Adonirám atravesó entre medias de una multitud de gente ocupada en trabajos que él no conocía; aquella claridad, la cúpula celeste en las entrañas de la tierra le sorprendía; entonces se detuvo. “Es el santuario del fuego, le dijo Tubalcaín; de ahí proviene el calor de la tierra que, sin nosotros, perecería de frío. Nosotros preparamos los metales y los distribuimos por las venas del planeta, tras licuar los vapores. “Puestos en contacto y entrelazados sobre nuestras cabezas, los filones de esos diversos elementos desprenden éteres contrapuestos que se inflaman y proyectan esas vivas luminarias… cegadoras para los ojos imperfectos. Atraídos por esas corrientes de aire, los siete metales se evaporan alrededor, y forman esas nubes de sinopla, azur, púrpura y oro, bermejo y plata que se mueven en el espacio, y reproducen las aleaciones que componen la mayor parte de los minerales y piedras preciosas. Cuando la cúpula se enfría, esas nubes, condensadas, producen una lluvia de rubíes, esmeraldas, topacios, ónices, turquesas, diamantes, y las corrientes de la tierra las arrastran junto con los restos de las escorias: granitos, sílex, rocas  calcáreas que, emergiendo a la superficie de la tierra, la esculpen con sus montañas. Esas materias se solidifican al aproximarse a los dominios de los hombres… a causa del frescor del sol de Adonay, su recreación chapucera de un horno que ni siquiera tiene fuerza para cocer un huevo. Con que, ¿qué sería de la vida de los hombres, si nosotros no les pasáramos en secreto el elemento del fuego, aprisionado en las piedras, así como el hierro apropiado para recoger sus chispas?”. Aquellas explicaciones satisfacían a Adonirám y le causaban admiración. Se aproximó a los obreros sin comprender cómo podían trabajar sobre ríos de oro, plata, cobre, hierro; separarlos, encauzarlos y tamizarlos como si fueran una ola. “Esos elementos, respondió a su pensamiento Tubalcaín, son licuados gracias al calor del interior de la tierra: la temperatura a la que nosotros vivimos aquí es un poco más elevada que la de los hornos en los que trabajas las fundiciones.” Adonirám, espantado, se extrañó de estar vivo. “Este calor, repuso Tubalcaín, es la temperatura natural de las almas que fueron extraídas del elemento del fuego. Adonay colocó una chispa imperceptible en el centro del molde de tierra con el que iba a fabricar al hombre, y esa partícula fue suficiente para calentar el bloque, animarlo y convertirlo en un ser pensante; pero allá arriba, esa alma lucha contra el frío: de ahí, los estrechos límites de vuestras facultades; después sucede que esa chispa es arrastrada por la atracción de la tierra, y entonces morís.” Explicada la creación de esa manera, provocó en Adonirám un desdeñoso movimiento. “Sí, continuó su guía; ¡es más sutil que fuerte, y más celoso que generoso, ese dios Adonai! Ha creado al hombre de barro, a despecho de los genios del fuego; después, asustado de su obra y de su complacencia hacia esa triste criatura, él, sin mostrar piedad alguna ante sus lágrimas, los ha condenado a morir. Esa es la principal diferencia que nos separa; toda la vida terrestre procedente del fuego es atraída por el fuego que reside en el centro de la tierra. En cambio, nosotros queríamos que el fuego central fuese atraído de nuevo por la superficie e irradiara hacia el exterior: ese intercambio de principios hubiera sido la vida eterna. “Pero Adonay, que reina alrededor de los mundos, encerró a la tierra e interceptó esa atracción externa. De resultas, la tierra morirá al igual que sus habitantes. De hecho, ya está envejeciendo; el frío la penetra más y más; especies enteras de animales y plantas han desaparecido; las razas se debilitan, la duración de su vida se acorta, y de los siete metales primitivos, la tierra, cuyo núcleo se congela y seca, ya no recibe más que cinco[6]. El mismo sol palidece; y deberá apagarse en cinco o seis mil años. Pero no soy el único, hijo mío, que debe revelarte estos misterios: tú los vas a escuchar de boca de los hombres, tus ancestros.” [1] Baal (semítico cananeo: ँ‏ए‏ऋ‏‏ [ba’al], «’señor’»)? era una divinidad de varios pueblos situados en Asia Menor y su influencia: fenicios (asociado a Melkart), cartagineses, caldeos, babilonios, sidonios y filisteos. Su significado se aproxima al de “amo” o “señor”. Baal era el “hijo” del dios El. En la mitología cananea se denominaba así (El) a la deidad principal, se lo conocía como «padre de todos los dioses», el dios supremo, «el creador», «el bondadoso». Por lo general, El se representa como un toro, con o sin alas. A su vez su hijo Baal era representado como un joven guerrero, pero también como un “toro joven” (becerro). Durante la época de los hicsos, en Egipto fue identificado con Seth, un dios guerrero; también fue asociado a Montu. Pero durante la dinastía XVIII su culto en Egipto sería denigrado. Era el dios de la lluvia, el trueno y la fertilidad. En la Biblia Baal (בעל Ba‘al) es llamado uno de los falsos dioses, al cual los hebreos rindieron culto en algunas ocasiones cuando se alejaron de su adoración a Yahweh o Jeovah; (ver Idolatría). Fue adorado por los fenicios junto al dios Dagón (el más importante de su panteón). http://es.wikipedia.org/wiki/Baal [2] Enoc, hijo de Caín, es el antepasado de los forjadores de metales y maestros de la fundición que se sublevaron. Sin embargo, según Herbelot, al que los árabes llaman Edris o Idrís, lo confunden con Hermes y Horus, cuando en realidad se trata de otro Enoc, procedente del linaje de Seth (Génesis, V, 18-24). [3] Tubalcaín es el descendiente de Caín y de Enoc, hijo de Lamec y, según el Génesis, IV, 22, patrón de los artesanos del bronce y del hierro. J. Richer, citando a Martinès de Pasqually, Traité de la réintégration: “Habiéndose retirado Caín, tras su crimen, a la región del Mediodía con sus dos hermanas, tuvo una descendencia de diez varones y once hembras y allí construyó la ciudad de Enoc, que excavó en las entrañas de la tierra, con su primer hijo al que también llamó Enoc. Legó su secreto, tanto el de la fundición, como el de la forja de metales y la minería, a su hijo Tubal-Caín, o Tubalcaín. De ahí proviene la tradición de que fue Tubalcaín el primero que descubrió la forja de metales.” [4] “Los pueblos de Oriente creen que esta montaña rodea la tierra como un anillo o cinturón. En el polo norte se encuentra la morada del preadamita Salomón; en el polo Sur, el secreto taller de la naturaleza; en Oriente, el imperio de los genios bondadosos, y en Occidente, el de los genios malvados (…) El resto de las montañas sólo son bifurcaciones de la montaña-madre que se eleva hasta el cielo” (Von Hammer. Contes inedits des Mille et Une Nuits. 1828, I, p. 159). Los antepasados cainitas de Adonirám encontraron refugio bajo esta montaña. Sobre la montaña de Kaf se puede leer en Aurelia I, 10, otra versión de ese descenso al corazón de la tierra, al hogar del fuego primigenio. [5] Sobre la rebelión contra Dios, fundamental en la obra de Nerval, ver sobre todo Aurelia I; los sonetos Antéros y Le Christ aux Oliviers; J. Richer, Nerval. Expérience et création. Capítulo IV y M. Jeanneret, La Letre perdue. 2ª parte,  Promete. [6] Las tradiciones sobre las que se fundan las diversas escenas de esta leyenda no son exclusivas de los pueblos de Oriente. La Edad Media europea las ha conocido. Se puede consultar sobre todo L’Histoire des Préadamites de Lapeyrière, l’Iter subterraneum de Limius, y una buena cantidad de escritos relativos a la cábala y a la medicina espagírica. El Oriente siempre está presente ahí. De modo que no deben extrañar las curiosas hipótesis científicas que puede contener este relato. La mayor parte de estas leyendas se encuentran también en el Talmud, en los libros neoplatónicos, en el Corán y en el libro de Enoc, traducido por el obispo de Caterbury (GdN).

Esmeralda de Luis y Martínez 17 abril, 2012 17 abril, 2012 Adonay, Amrou, Baal, Caín, el Árbol de la Ciencia, Enoc, la montaña Kaf, Méthoussaël, Phanor, Tubalcaín o Tubal-Caín
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