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“VIAJE A ORIENTE” – Las noches del Ramadán – Final del relato de Solimán y la Reina de la Mañana

HISTORIA DE LA REINA DE LA MAÑANA Y DE SOLIMÁN, EL PRÍNCIPE DE LOS GENIOS – XII. “Makbenách”… (sobre el asesinato ritual de Adonirám en el templo de Jerusalén. De cómo Adonay abandona y castiga a Solimán por verter la sangre de los descendientes de Caín- “MAKBENÁCH” (la carne se desprende de los huesos) nueva palabra-clave elegida por los maestros, tras encontrar el cadáver de Adonirám enterrado bajo una acacia en la que se había posado el ave Hud-Hud…)      Durante la pausa que siguió al relato anterior, los oyentes andaban agitados con ideas controvertidas. Unos rechazaban admitir la tradición seguida por el narrador; pretendían que la reina de Saba sólo tuvo realmente un hijo con Solimán y con nadie más. El abisinio, sobre todo, se creía ultrajado en sus convicciones religiosas por la suposición de que sus soberanos no fueran más que los descendientes de un obrero.“Has mentido, -gritaba al rapsoda-. El primero de nuestros reyes abisinios se llamaba Menilék, y era el auténtico hijo de Solimán y de Balkis-Makeda. Su descendiente reina aún sobre nosotros en Gondar[1].        – Hermano, -le dijo un persa-, déjanos escuchar la historia hasta el final, de otro modo te echarán fuera como la otra noche. Este relato, según nuestro punto de vista, es el ortodoxo, y si vuestro pequeño “Padre Juan[2]” de Abisinia[3] quiere descender de Solimán, estaremos de acuerdo en que así sea, pero lo sería gracias al matrimonio entre Solimán y alguna negra etíope, y no a través de la reina Balkis, que pertenecía a nuestra raza blanca.        El dueño del cafetín interrumpió la furiosa respuesta que ya estaba preparando el abisinio, y cuando a duras penas restableció la calma, el narrador continuó de este modo[4]…         Mientras Solimán acogía en su casa de campo a la princesa de los sabeos, un hombre que pasaba por los altos del Moria, miraba pensativo el crepúsculo que se extinguía entre los nubarrones y los relámpagos resplandecientes como constelaciones de estrellas, bajo las sombras de Mello. Enviaba un último pensamiento a su amor, y se despedía de las rocas de Solyme[5], en la ribera del Cedrón que jamás volvería a ver.          El tiempo iba pasando, y el sol, al palidecer, había dejado caer la noche sobre la tierra. Al ruido y llamada de los martillos, que repicaban golpeando sobre el mar de bronce, Adonirám, dejando aparte sus pensamientos, atravesó la multitud de obreros allí congregados, y penetró en el templo, del que entreabrió la puerta oriental, colocándose al pie de la columna Jakin, para desde allí presidir la paga. Antorchas encendidas bajo el peristilo chisporroteaban al recibir unas gotas de tibia lluvia, a cuya caricia, los jadeantes obreros ofrecían su pecho con gallardía.           La muchedumbre era numerosa; y Adonirám, además de a los contables, tenía a su disposición encargados asignados a los distintos gremios. La separación de los tres grados jerárquicos se realizaba gracias a una palabra asignada a cada uno de ellos que reemplazaba, en esta circunstancia, a los signos manuales, cuya identificación habría llevado demasiado tiempo. A continuación, el salario era pagado conforme a la palabra-clave.        La palabra asignada para el grado de los aprendices, había sido anteriormente JAKÍN[6], nombre de una de las columnas de bronce; la de los otros compañeros, BOOZ, nombre de la otra columna, y la de los maestros, JEHOVÁ.        Ordenados por categorías y puestos en fila, los obreros se presentaban ante la mesa de pagos, delante de los intendentes, presididos por Adonirám que les daba la mano, y al oído le murmuraban en voz baja una palabra. Para este último día se había cambiado la palabra clave. El aprendiz decía TUBALCAÍN; el compañero, SCHIBBOLETH; y el maestro, GIBLIM[7].        Poco a poco, la muchedumbre iba desapareciendo; el recinto se quedó desierto, y habiéndose retirado los últimos solicitantes, se dieron cuenta de que no todo el mundo se había presentado, ya que aún quedaba dinero en la caja.        “Mañana, -dijo Adonirám-, vos haréis la llamada, y así sabréis si es que hay algun obrero enfermo, o si la muerte hubiera visitado a alguno.”        Una vez que todos se hubieron alejado, Adonirám, vigilante y cuidadoso hasta el último día, tomó, según tenía por costumbre, una lámpara para ir a hacer la ronda por los talleres desiertos y por las diferentes estancias del templo, a fin de asegurarse que sus órdenes de extinguir los fuegos habían sido ejecutadas. Sus pasos resonaban tristemente sobre las losas: una vez más contempló sus obras, y se detuvo largamente delante de un grupo de querubines alados, el último trabajo del joven Benoni.        “¡Mi querido niño!” –murmuró con un suspiro.        Una vez cumplido ese peregrinaje, Adonirám se encontró de nuevo en la gran sala del templo. Las tinieblas espesas alrededor de la lámpara se retorcían en volutas rojizas que marcaban las altas nervaduras de las bóvedas, y los muros de la nave, de la que se salía por tres puertas que miraban respectivamente al septentrión, al poniente y al levante.        La primera puerta, la del norte, era la reservada al pueblo; la segunda, la destinada al rey y a sus guerreros; la puerta de oriente era la de los levitas; las columnas de bronce, Jakin y Booz, se distinguían en el exterior de la tercera puerta.        Antes de abandonar el templo por la puerta de occidente, la que le quedaba más cerca, Adonirám echó un vistazo al fondo de la tenebrosa sala, y su imaginación, exacerbada por las numerosas estatuas que acababa de contemplar, evocó en las sombras el espíritu de Tubalcaín. Su mirada trató de perforar las tinieblas; pero la quimera se hizo cada vez más grande y borrosa hasta que, llenando todo el templo, se desvaneció en la profundidad de los muros como la sombra que arrojara un hombre iluminado por el resplandor de una llama que se aleja. Un quejumbroso lamento pareció resonar bajo las bóvedas.[8]        Entonces, Adonirám se volvió, aprestándose a salir. Pero de pronto, una forma humana se desgajó de la columna, y en un tono feroz le dijo:        “Si pretendes salir habrás de librarme la palabra-clave de los maestros.”        Adonirám iba desarmado; respetado por todos, habituado a ordenar mediante signos, ni se le había ocurrido pensar en defender su sagrada persona.        “¡Desdichado! –respondió, al reconocer al compañero Méthousaël-, ¡Aléjate!. ¡Tú serás recibido entre los maestros sólo cuando la traición y el crimen sean honrados! Huye con tus compinches antes de que la justicia de Solimán alcance vuestras cabezas.”        Méthousaël le escuchó, y alzando el martillo con su vigoroso brazo, lo hizo retumbar con terrible fragor sobre el cráneo de Adonirám. El artista se tambaleó aturdido; por un movimiento instintivo, buscó escapar por la segunda puerta, la de septentrión; pero allí se encontraba el sirio Phanor, que le dijo:        “¡Si quieres salir, revélame la palabra-clave de los maestros!”        – ¡Tú ni siquiera has hecho siete años de trabajos! –replicó Adonirám con voz exangüe.        – ¡La palabra clave!        – ¡Jamás!        Phanor, el albañil, le hundió su cincel en el costado; pero no pudo herirle de nuevo, ya que el arquitecto del templo, avivado por el dolor, voló como una saeta hasta la puerta de Oriente para escapar de sus asesinos.        Pero era allí en donde Amrou, el fenicio, compañero del gremio de los carpinteros, le estaba esperando para a su vez conminarle:        “Si quieres pasar, dame la palabra clave de los maestros.        – Yo no la he obtenido de este modo, -articuló con dificultad un agotado Adonirám-; reclámasela al que te ha enviado.”        Al ver que Adonirám se esforzaba tratando de abrirse camino, Amrou le clavó la punta de su compás en el corazón.        Y fue en ese mismo momento cuando estalló la tormenta con un terrible trueno.        Adonirám yacía en el suelo, y su cuerpo cubría tres inmensas losas. A sus pies se habían reunido los asesinos, agarrándose de las manos.        “Este hombre era grande, -murmuró Phanor.        – Pero en una tumba no ocupará más espacio que tú, -dijo Amrou.        – ¡Que su sangre caiga sobre Solimán Ben-Daoud!        – ¡Gimamos por nosotros! –replicó Méthousaël-; pues conocemos el secreto del rey. Destruyamos la prueba del asesinato; la lluvia cae; la noche es oscura; Iblís nos protege. Llevemos estos restos lejos de la ciudad, y confiémosles a la tierra.”        Entonces envolvieron el cuerpo en un gran lienzo de piel blanca, y, levantándolo en sus brazos, descendieron sigilosamente por las orillas del Cedrón, dirigiéndose hacia un cerro solitario situado más allá del camino de Betania. Cuando llegaron allí, asustados y con el corazón encogido por el miedo, se encontraron de pronto en presencia de una escolta de caballeros. El crimen es temeroso, se detuvieron; la gente que huye se comporta con miedo… y fue entonces cuando la reina de Saba pasó en silencio delante de los espantados asesinos que transportaban los restos de Adonirám, su esposo.        Los asesinos se alejaron un poco más y cavaron un agujero en la tierra que acogió el cuerpo del artista. Tras lo cual, Méthousaël, arrancando una rama tierna de acacia, la clavó en el terreno recién removido bajo el que reposaba la víctima.        Mientras tanto, Balkis huía a través de los valles; la tempestad desgarraba los cielos, y Solimán dormía; más cruel aún su dolor, por tener que despertar.        El sol había completado su recorrido por el mundo, cuando el efecto letárgico del filtro que había bebido se disipó. Atormentado por terribles sueños, se debatía contra aquellas visiones, y  gracias a una violenta sacudida volvió al dominio de la vida.        Se levantó y se extrañó; sus ojos errabundos parecían estar buscando la razón de su dueño, hasta que por fin empezó a recordar…        La copa vacía ante él; las últimas palabras de la reina trazándose de nuevo en su pensamiento; no la ve y se inquieta; un rayo de sol que revolotea irónico sobre su frente le hace temblar; de pronto, adivina todo y lanza un grito de furor.        En vano intenta saber algo; nadie la ha visto salir, y su cortejo ha desaparecido del llano en el que acampaba, no se han encontrado ni restos de su campamento. “¡Mírame bien!, -exclamó Solimán, lanzando una irritada mirada  al Sumo Sacerdote Sadoc-, ¡ésta es la ayuda que tu dios presta a sus servidores! ¿era esto lo que me había prometido? ¡Me arroja como a un juguete a los espíritus del abismo[9], y tú, ministro imbécil, que reinas bajo su nombre por mi impotencia, tú me has abandonado sin prever ni impedir nada de nada! ¡Quién me dará legiones aladas para alcanzar a esa pérfida reina! Genios de la tierra y del fuego, rebeldes dominaciones, espíritus del aire, ¿me obedeceréis vosotros?.        – No [1] blasfeméis, -gritó Sadoc-: Sólo Jehová es grande, y es un dios celoso.”        En medio de ese caos, el profeta Ahías de Siló apareció sombrío, terrible e inflamado del fuego divino; Ahías, pobre y temido, alguien que sólo se debía al espíritu; únicamente se dirige a Solimán: “Dios marcó con una señal la frente de Caín, el asesino, y ha pronunciado: -¡Quien atente contra la vida de Caín, siete veces será castigado! Y sobre Lamec, de la estirpe de Caín, habiendo vertido su sangre, ha sido escrito: -La muerte de Lamec será vengada setenta veces siete[10]. Ahora, ¡escucha, oh, rey, lo que el Señor me ha ordenado que te diga!: – El que haya derramado la sangre de Caín y de Lamec será castigado setecientas veces siete.”        Solimán bajó la cabeza; recordó a Adonirám, y al comprender por esta profecía que sus órdenes habían sido cumplidas, el remordimiento le arrancó este grito: “¡Miserables! ¿qué es lo que han hecho? Yo no les había ordenado matarle”.        Abandonado por su Dios, a merced de los genios, despreciado, traicionado por la princesa de los Sabeos, Solimán, desesperado, posó sus párpados sobre la mano desarmada en la que aún brillaba el anillo que había recibido de Balkis. Ese talismán le dio un atisbo de esperanza. Quedándose sólo, giró el chatón hacia el sol, y vio cómo acudían a él todos los pájaros del aire, excepto Hud-Hud, la abubilla mágica. Él la llamó por tres veces, forzándola a obedecer y ordenándola que le condujera hasta la reina. La abubilla, en ese mismo instante retomó el vuelo, y Solimán, que tendía sus brazos hacia ella, sintió cómo se elevaba sobre la tierra y era llevado por los aires; entonces el miedo le atenazó, y desviando la mano, bajó a la tierra de nuevo. La abubilla, atravesó el valle y fue a posarse en un promontorio de tierra recién removida, sobre la rama de una temblorosa rama de acacia, de donde Solimán no consiguió que se bajara.        Arrebatado por el vértigo, el rey Solimán fantaseaba con reunir numerosos ejércitos para exterminar a sangre y fuego el reino de Saba. Con frecuencia se encerraba solo para maldecir su suerte y convocar a los espíritus. Un ‘afrit, genio de los abismos, fue obligado a servirle y acompañarle en su soledad. Para olvidar a la reina y dar un desahogo a su fatal pasión, Solimán hizo buscar por todas partes mujeres extranjeras que desposó según ritos impíos, y le iniciaron en el culto idólatra de las imágenes. Pronto, y para ablandar a los genios, pobló los altozanos con sus imágenes y construyó, no lejos del Thabor, un templo a Molóch[11].        De ese modo se cumplía la profecía que la sombra de Enoc (Henoc)[12] había hecho en el imperio del fuego, a su hijo Adonirám, en estos términos: “Tú estás destinado a vengarnos, y ese templo que estás erigiendo para Adonay causará la perdición de Solimán.”        Pero el rey de los hebreos aún hizo algo más, tal y como se menciona en el Talmud; ya que, habiéndose extendido el ruido de las murmuraciones sobre el asesinato de Adonirám, el pueblo sublevado exigía justicia, por lo que el rey ordenó que nueve maestros acreditasen la muerte del artista, encontrando su cuerpo.        Habían transcurrido diecisiete días: las pesquisas por los alrededores del templo habían resultado estériles, y los maestros recorrían en vano los campos. Uno de ellos, agotado por el calor, al querer trepar más fácilmente, agarrándose a la rama de una acacia de la que acababa de salir volando un pájaro brillante y desconocido, se sorprendió al percibir que el arbusto entero cedía bajo su mano y se desgajaba por completo de la tierra, que se notaba había sido removida hacía poco, ante lo que el maestro extrañado llamó a sus compañeros.        En seguida los nueve comenzaron a cavar con las uñas y constataron la forma de una fosa. Entonces uno de ellos dijo a sus hermanos:        “Es posible que los culpables fueran unos traidores que hubieran querido arrancar a Adonirám la palabra-clave de los maestros. ¿No sería prudente que la cambiáramos, no fuera que de nuevo volvieran por aquí?.        – ¿Qué palabra adoptaremos? –objetó otro.        – Si encontramos aquí a nuestro maestro, -continuó un tercero-, la primera palabra que sea pronunciada por uno de nosotros nos servirá como palabra-clave; esto llevará hasta la posteridad el recuerdo de este crimen y el juramento que haremos aquí de tomar venganza, nosotros y nuestros hijos, sobre esos asesinos, hasta su descendencia más lejana.”        El juramento fue hecho; sus manos unidas sobre la fosa, y volvieron a excavar con ardor.        Cuando reconocieron el cadáver, uno de los maestros le cogió por un dedo, pero la piel se le quedó en la mano; lo mismo le pasó al segundo; un tercero le agarró por la muñeca del modo que los maestros usan con sus compañeros, y también se separó la piel; ante lo que exclamó: MAKBENÁCH[13], que significa: LA CARNE SE DESPRENDE DE LOS HUESOS.        Sobre el terreno acordaron que esa sería la palabra-clave de maestro en lo sucesivo, y el grito de adhesión de los vengadores de Adonirám, y la justicia divina ha querido que durante un buen número de siglos esa palabra haya levantado a los pueblos contra el linaje de los reyes.        Phanor, Amrou y Méthousaël habían huido; pero, reconocidos como falsos hermanos, perecieron a manos de los obreros, en el Estado de Maaca, rey del país de Geth[14], en donde se ocultaban bajo los nombres de Sterkin, Oterfut y Hoben[15].        Con todo, las corporaciones, por una secreta inspiración, han continuado a lo largo de los siglos buscando llevar a cabo su frustrada venganza sobre Abiram o el asesino… Y la descendencia de Adonirám fue sagrada para ellos; ya que aun transcurrido mucho tiempo, seguían jurando por los hijos de la viuda; pues así llamaban a los descendientes de Adonirám y la reina de Saba.        Por orden expresa de Solimán Ben-Daoud, el ilustre Adonirám fue inhumado bajo el mismo altar del templo que había construido; y por eso Adonay terminó por abandonar el arca de los hebreos y redujo a esclavitud a los sucesores de Daoud[16].         Ávido de honores, de poder y de voluptuosidad, Solimán desposó a quinientas mujeres, y finalmente reuniendo a todos los genios, les obligó a obedecerle y luchar contra las naciones vecinas, gracias a la virtud del célebre anillo, antaño cincelado por Irad, padre del Cainita Maviaël; que lo legó a Henoch, y con él se sirvió para dominar sobre las piedras; Henoch lo cedió al patriarca Jared, que a su vez se lo dio a Nemrod, siendo éste quien se lo pasó a Saba, padre de los Himyaríes.        Con el anillo, Salomón (sic)[17] sometió a los genios, a los vientos y a todos los animales[18]. Harto de poder y de placeres, el sabio iba repitiendo: “Comed, amad, bebed; lo demás sólo es orgullo.”        Y, extraña contradicción: ¡no era feliz! Ese rey, degradado su cuerpo, aspiraba a convertirse en inmortal…        A base de artificios, y con ayuda de un profundo saber, esperaba que mediando ciertas condiciones, podría depurar su cuerpo de los elementos mortales, sin que se corrompiera. Para ello, era necesario que durante doscientos veinticinco años, su envoltura carnal permaneciera al abrigo de cualquier ataque, de todo principio corruptor, durmiendo el sueño profundo de los muertos. Tras lo cual, el alma exilada, volvería a su envoltura terrenal, rejuvenecida y con la virilidad floreciente, cuyo esplendor se sitúa en los treinta y tres años de edad.        Viejo y achacoso, en cuanto percibió la total decadencia de sus fuerzas, señal de un final cercano; Solimán ordenó a los genios que había convertido en sus siervos, construirle, en la montaña del Kaf, un palacio inaccesible, en cuyo centro hizo erigir un trono de oro macizo y marfil, colocado sobre cuatro pilares hechos con el vigoroso tronco de un roble.        Era allí donde Solimán, príncipe de los genios, había decidido pasar ese tiempo de prueba. Los últimos días de su vida fueron empleados en conjurar, mediante signos mágicos y por la virtud del anillo, a todos los animales, a todos los elementos, a todas las sustancias dotadas de la propiedad de descomponer la materia. Conjuró a los vapores de las nubes, a la humedad de la tierra, a los rayos del sol, al soplo de los vientos, a las mariposas, a las polillas y a las larvas. Conjuró a las aves de presa, al murciélago, al búho, a la rata, a la mosca impura, a las hormigas y a las familias de todos los insectos que reptan, trepan y roen. Conjuró al metal; conjuró a la piedra, a los álcalis y a los ácidos, e incluso a las emanaciones de las plantas.        Tomadas estas disposiciones, una vez que se hubo asegurado bien de haber sustraído su cuerpo a todos los agentes destructores, despiadados ministros de Iblís, se hizo transportar por última vez al corazón de la montaña del Kaf, y, convocando a los genios, les impuso trabajos inmensos, ordenándoles, bajo la amenaza de los castigos más terribles, respetar su sueño y velar en torno a él.        A continuación, se sentó en el trono, al que sujetó fuertemente sus miembros, que se fueron enfriando poco a poco; sus ojos se apagaron, su hálito se detuvo, y durmió el sueño de los muertos.        Y los genios esclavos continuaron sirviéndole, ejecutando sus órdenes y prosternándose delante de su señor, esperando su resurrección.        Los vientos respetaron su rostro; las larvas que engendran gusanos no pudieron acercársele; pájaros y roedores fueron obligados a alejarse; el agua desvió sus humedades, y, por la fuerza de los conjuros, el cuerpo permaneció intacto durante más de dos siglos.        La barba de Solimán había crecido y le caía hasta los pies; las uñas habían perforado el cuero de sus guantes y el tafilete dorado de su calzado.        ¿Pero cómo la sabiduría humana, de tan cortas luces, podría alcanzar el INFINITO (sic)?  Solimán había descuidado el conjuro de un insecto, el más ínfimo de todos… se había olvidado de la cresa[19].        La larva avanzó misteriosa… invisible… penetró en uno de los pilares que sostenían el trono, y lo fue royendo lentamente, muy lentamente, sin detenerse ni un momento. Ni el oído más fino habría podido escuchar cómo iba raspando poco a poco ese átomo, que sacudía tras él, año tras año, unos pocos granos de finísimo serrín.        Trabajó de ese modo durante doscientos veinticuatro años… y después, de golpe, uno de los pilares, carcomido, se dobló bajo el peso del trono, que se desmoronó con un terrible fragor[20].        Así que fue la cresa la que venció a Solimán y la primera en conocer su muerte; ya que el rey de reyes, precipitándose sobre las losas, no volvió a despertarse nunca más. Entonces, los genios humillados, reconociendo su desprecio, recuperaron su libertad.        Aquí termina la historia del gran Solimán Ben-Daoud, cuyo relato debe ser acogido con respeto por los verdaderos creyentes, ya que fue reconstruido y compendiado por la sagrada mano del profeta, en la treinta y cuatro fatihat(sic) del Corán, espejo de sabiduría y fuente de verdad[21]                   FIN DE LA HISTORIA DE SOLIMÁN Y DE LA REINA DE LA MAÑANA         El narrador había terminado su historia, que había durado unas dos semanas. No he querido comentar otras cosas que pude observar en Estambul durante el intervalo de estas sesiones, por miedo a desviar el interés sobre el relato. Tampoco he tenido en cuenta algunas breves historias intercaladas aquí y allá, conforme al uso, bien en los momentos en los que el público no es todavía numeroso, bien por darle unas pinceladas divertidas a algunas peripecias dramáticas. Los ‛cafedjis‛ (propietarios o encargados de los cafetines) invierten con frecuencia sumas considerables para asegurarse el concurso de tal o cual narrador de renombre. Como cada sesión no dura más allá de hora y media, los narradores, a lo largo de la misma noche, pueden trabajar en muchos cafés. También ejercen su profesión en los harenes, cuando el marido, una vez se ha asegurado del interés de un cuento, quiere hacer participar a su familia del mismo placer que él ha experimentado. La gente prudente se dirige, para hacer estos negocios, al síndico de la corporación de narradores, los llamados khassidéens, pues a veces sucede que narradores de mala fe, descontentos por la recaudación en el café o por el estipendio recibido en una casa, desaparecen en medio de la situación más interesante, y dejan al auditorio desolado al no poder conocer el final de la historia.             A mí me gustaba mucho el cafetín frecuentado por mis amigos los persas, por lo variopinto de sus parroquianos y la libertad de expresión que allí reinaba; me recordaba al Café du Suratedel bueno de Bernardin de Saint-Pierre[22]. En efecto, se encuentra más tolerancia en estas reuniones cosmopolitas de comerciantes de diversos países de Asia, que en los cafés frecuentados solo por turcos y árabes. De la historia que nos habían contado, se discutía cada sesión entre los distintos grupos de habituales; ya que, en los cafés de Oriente, la conversación jamás es generalista, y, salvo las observaciones del abisinio, que, como cristiano, parecía abusar un poco del mosto de Noé, nadie puso en duda los temas principales de toda la narración. En efecto, los hechos relatados son conformes a las creencias generalizadas en Oriente; tan solo se encuentra un poco de ese espíritu popular de controversia que distingue a los persas de los árabes del Yemen. Nuestro narrador pertenecía a la secta de ‘Aly, que es, por decirlo de alguna manera, la tradición católica de Oriente, mientras que los turcos, pertenecientes a la secta de Omar, representarían más bien una especie de protestantismo que han hecho predominar sometiendo a las poblaciones meridionales[23]. [1] Según la tradición musulmana, Balkis tuvo realmente un hijo de Salomón, origen de la dinastía de los reyes abisinios; que residen en Gondar. [2] Ptolomeo (Geografía VII) GR. [3] El último rey de Abisinia, Hayle Selassie I (23 Julio 1892 – 27 Agosto 1975), se decía que era descendiente de la reina de Saba. Era soberano y Papa al mismo tiempo, y siempre se le ha conocido como el “Padre Juan”. Sus súbditos, aún hoy en día, se llaman a sí mismos “Cristianos de San Juan” [4] La muerte de Adonirám y la búsqueda de su cuerpo, tal y como Nerval las describe a partir de aquí, son el eje central del ritual masónico para la iniciación. [5] Jerusalén (Solime) Jerusalén ha sido llamada con diversos nombres. Primero se llamó Jébus, después Salem, y ambas palabras reunidas formaron el nombre de Jerusalén. También fue conocida como Solyme, Yerusalayim, Luz y Béthel (”Histoires des Croisades”, de Jacques de Vitry) Para el origen de Béthel  –  en hebreo בֵּית־אֵל-, ver http://fr.wikipedia.org/wiki/B%C3%A9thel . [6] El nombre de estas columnas deriva de dos personajes bíblicos. El primero, Jakín, desciende por línea directa del patriarca Jacob (Génesis 46, 10), mientras que Boaz (o Booz) aparece como unos de los ancestros del rey David (Rut 4, 21) http://hermetismoymasoneria.com/s13frar1.htm.  [7] Para el término Schibboleth: ver Jueces XII, 6; Para Giblím: ver I Reyes, V, 32. Estas palabras clave son mencionadas y se explican en diferentes manuales de francmasonería. Todo este capítulo XII, con el relato de la muerte del maestro y más adelante del descubrimiento de su cadáver, sigue de cerca la tradición masónica y confirma que, en el espíritu de Nerval, la historia de Adonirám debía, al igual que en la Flauta mágica, llevarnos hasta el ritual de los francmasones. [8] Hay una visión equivalente a ésta, -la desaparición de una figura desmesuradamente grande- en Aurelia I, 2 y 6. [9] Es el mismo tema de Le Christ aux Oliviers (Les Chimères). [10] Génesis, IV, 15 y 24. [11] Moloch o Moloch Baal o Baal fue un dios de los fenicios, cartagineses y cananeos. Era considerado el símbolo del fuego purificante, que a su vez simbolizaba el alma. Se le identifica con Cronos y Saturno (http://es.wikipedia.org/wiki/Moloch) [12] El Libro de Enoc (o Libro de Henoc, abreviado 1 Enoc) es un libro intertestamentario, que forma parte del canon de la Biblia de la Iglesia ortodoxa etíope pero no es aceptado como canónico por las demás iglesias cristianas, a pesar de haber sido encontrado en algunos de los códices de la Septuaginta (Códice Vaticano y Papiros Chester Beatty). Los Beta Israel (judíos etíopes) lo incluyen en la Tanaj, a diferencia de los demás judíos actuales, que lo excluyen (http://es.wikipedia.org/wiki/Libro_de_Enoc) [13] Sobre algunos elementos relativos a la francmasonería que señala Nerval en este capítulo, es interesante ver la controversia e incluso enfado que produce en algunos miembros de la masonería la narración de Nerval, acusándole de apartarse de los textos bíblicos y musulmanes tradicionales, y despojando a Salomón de sus virtudes, que hace recaer en la reina de Saba (“La contribución ocultista de Gérard de Nerval a la leyenda de Hiram”, de Ángel Almazán de Gracia, http://www.soriaymas.com/ver.asp?tipo=articulo&id=1564) (EDL) [14] Geth: una de las ciudades principales de los filisteos, hogar de la resistencia al pueblo de Israel.- Todos estos nombres son atestiguados en la tradición masónica. [15] Se dice que el verdadero nombre de Abiram era Hoben, y que los otros son Oterfut o Hutterfut y Sterkin. La cuestión de los nombres de los Asesinos es muy compleja; pero los Rituales antiguos afirman que estos cambios en los nombres eran voluntarios, que los Iniciados modificaban el nombre que le daban a los Asesinos de acuerdo con su intención simbólica. Recordemos que en la Masonería simbólica los Asesinos se denominan Jubelás, Jubelós y Jubelón. Algunos dicen “Jubella Gibbs, Jubello Gravelot y Jubellum Romvel. Extraido de: http://es.scribd.com/doc/24353389/Grado-10-Elegido-de-Los-Quince : “Los verdaderos nombres de los Asesinos” (EDL) Y para Abiram o Abi-Ramah, ver el “Diccionario Enciclopédico de la Masonería”, de Lorenzo Frau Abrines (http://ufdc.ufl.edu/UF00083845/00001/20j) (EDL) [16] Nota del traductor: se ha respetado la transcripción de Nerval para los nombres de Solimán (Salomón) y de Daoud (David), y otros muchos personajes de la antigüedad; aunque para otros nombres bíblicos, en ocasiones, he preferido adoptar la transcripción que aparece en la “Sagrada Biblia”, de Eloíno Nácar Fúster y Alberto Colunga, por tratarse de una traducción directa de las lenguas originales. No obstante, para las menciones a capítulos del Antiguo Textamento, se ha consultado también en la TORAH el texto hebreo de los mismos (EDL) [17] En esta ocasión Nerval escribe “Salomón” en lugar de “Solimán” (EDL) [18] En el Corán, en la azora 34, Sabâ, se da una versión de la muerte de Salomón casi idéntica a la del texto de Nerval. (GR) [19] Según el Diccionario de la Real Academia Española: cresa (de queresa, y este quizá der. del lat. caries). a) f. Conjunto de huevos puestos por la abeja reina. b) f. Larva de ciertos dípteros, que se alimenta principalmente de materias orgánicas en descomposición. c) f. Conjunto de huevos amontonados que ponen las moscas sobre las carnes. [20] Nota de NERVAL: Según los Orientales, las potencias de la naturaleza no pueden actuar más que en virtud de un pacto generalmente consentido. Es el acuerdo de todos los seres el que le da el poder al mismo Allah. Se aprecia aquí la relación que hay entre la cresa triunfadora ante las ambiciosas combinaciones de Salomón, y la leyenda de los Edda (con este nombre se conocen dos recopilaciones literarias islandesas medievales que forman el corpus más importante sobre la mitología nórdica) acerca de Balder. Odín y Freya también habían conjurado a todos los seres, a fin de que respetasen la vida de Balder, su hijo; pero olvidaron el muérdago del roble, y esa humilde planta fue la causa de la muerte del hijo de los dioses. Por eso el muérdago era sagrado en la religión druídica, posterior a la de los escandinavos. [21] Los capítulos del Corán se llaman suras o azoras. Al-Fatiha (La Apertura) designa sólo a la primera de las azoras. La azora 34, Sabâ, describe la muerte de Salomón (GR), con una versión parecida a la del relato de Nerval. [22] Le Café du Surate, cuento filosófico de Bernardin de Saint-Pierre acerca de la tolerancia religiosa. (GR) [23] Los shi’íes, sólo reconocen como únicos califas legítimos a ‘Aly, esposo de Fátima (hija del Profeta Mahoma) y  a sus descendientes, y excluyen a otros descendientes de Mahoma, reconocidos por los sunníes, o musulmanes ortodoxos. (Sobre Shi’a y Sunna, se puede consultar, por ejemplo: http://www3.giz.de/E+Z/zeitschr/ds202-6.htm )  

Esmeralda de Luis y Martínez 9 junio, 2012 9 junio, 2012 Abirám, Adoniram, Ahías de Siló, Amrou, Balkis-Makeda, Benoni, Betania, Booz, Caín, Giblim, Henoch, Hoben, Iblís, Irad, Jehová, la columna Jakín, Lamec, Makbenách, Maviaël, Mello, Menilék, Méthousaël, Molóch, Moria, Nemrod, Oterfut, Padre Juan, Phanor, Saba, Sadoc, Salomón, Schibboleth, Solimán, Sterkin, Talmud, Tubalcaín
“VIAJE A ORIENTE” – Las noches de Ramadán

HISTORIA DE LA REINA DE LA MAñANA Y DE SOLIMÁN, ask EL PRÍNCIPE DE LOS GENIOS – X. La entrevista… Solimán recibe en el templo a Adonirám, cialis sale que solicita al rey permiso para licenciarse de su trabajo y partir hacia Fenicia. Solimán sospecha de Adonirám y urde su perdición valiéndose de los traidores Phanor, Amrou y Méthousaël.        Adonirám avanzó lentamente, y con una mirada firme, hasta el trono donde reposaba el rey de Jerusalén. Tras un respetuoso saludo, el artista esperó, como era costumbre, a que Solimán le invitara a hablar.        “Por fin, maestro -le dijo el príncipe-, os habéis dignado, atender a nuestros deseos, y darnos la ocasión de felicitaros por un triunfo… inesperado, y testimoniaros nuestra gratitud. La obra es digna de mi persona, aún más de la vuestra. En cuanto a la recompensa, nunca sería suficientemente espléndida; así que designadla vos mismo: ¿qué deseáis de Solimán?        – Que aceptéis mi dimisión, señor: los trabajos tocan a su fin y se pueden acabar sin mí. Mi destino es recorrer el mundo, me reclama hacia otros cielos, y pongo en vuestras manos de nuevo la autoridad con la que me habíais investido. Mi recompensa es el monumento que dejo y el honor de haber servido de intérprete a los nobles deseos de un rey tan poderoso.        – Vuestra petición nos aflige. Contaba con manteneros entre nosotros con un eminente rango en mi corte.        – Mi carácter, señor, respondería mal a vuestras bondades. Independiente por naturaleza, solitario por vocación, indiferente a los honores para los que no he nacido, sometería con demasiada frecuencia vuestra indulgencia a prueba. Los reyes tienen un humor desigual; la envidia les rodea y les asedia; la fortuna es inconstante: yo ya lo he comprobado más de una vez. Lo que vos llamáis mi triunfo y mi gloria, ¿no ha estado a punto de costarme el honor, e incluso la vida?        – Yo no consideré fracasada vuestra obra hasta el momento en que vos mismo proclamasteis el fatal resultado, ni me jacté nunca de poseer un ascendente superior al vuestro sobre los espíritus del fuego…        – Nadie gobierna a esos espíritus, si es que aún existen. Además, esos misterios pertenecen más al campo del respetable Sadoc que al de un simple artesano. Lo que pasó durante aquella noche terrible, yo lo ignoro: el proceso de la operación confundió todas mis previsiones. Solo que, señor, en esa hora de angustia, esperé en vano vuestro consuelo, vuestro apoyo, y por eso mismo, el día del éxito, menos aún cabía en mis sueños esperar vuestros elogios.         – Maestro, eso es orgullo y resentimiento.        – No, señor, es humildad y sincera equidad. Desde la noche en que vertí la fundición del mar de bronce hasta el día en que la descubrí, mi mérito en nada ganó, ni perdió. Sólo el éxito marcó la única diferencia…, y, como habéis visto, el éxito está en las manos de dios. Adonay os ama; él ha escuchado vuestras plegarias, y soy yo, señor, quien debe felicitaros y clamaros: ¡gracias!        – ¿Quién me librará de la ironía de este hombre? –pensaba Solimán-. ¿Me dejáis, acaso, para llevar a cabo en otros lugares nuevas maravillas? –preguntó-.        – Hasta no hace mucho tiempo, señor, así lo habría jurado. Mundos increíbles se agitaban en mi ardiente cabeza; mis sueños vislumbraban bloques de granito, palacios subterráneos con bosques de columnas, y la duración de nuestros trabajos aquí se me hacía cada vez más pesada. Pero hoy, mi inspiración se ha aplacado, la fatiga me calma, la tranquilidad me sonríe, y me parece que mi carrera ha terminado…”        Solimán creyó adivinar ciertos destellos de ternura que bailaban en torno a las pupilas de Adonirám. Su mirada era seria, su fisonomía melancólica, su voz más penetrante que de costumbre; de suerte que Solimán, turbado, se dijo: Este hombre es muy bello…        “¿Adónde pensáis ir cuando os marchéis de mis estados? –preguntó Solimán con fingida indiferencia-.        – A Tiro, -replicó sin dudar el artista-; se lo he prometido a mi protector, el buen rey Hiram, que os aprecia como a un hermano, y que me dispensa sus bondades paternales. Bajo vuestra autorización, me gustaría llevarle un plano, con una vista elevada del palacio, el templo, el mar de bronce, así como de las dos grandes columnas, Jakin y Booz[1], que adornan la gran puerta del templo.        – Hágase pues conforme a vuestros deseos. Quinientos caballeros os servirán de escolta, y doce camellos transportarán los presentes y tesoros que se os han destinado.        – Es demasiado: Adonirám sólo se llevará su manto. No se trata, señor, de que esté rechazando vuestros dones. Vos sois generoso; el pago es considerable, y mi partida, así, de pronto, dejaría sin recursos a vuestro tesoro, de lo que yo no sacaría ningún provecho. Permitidme que sea totalmente franco: esos bienes que acepto gustoso, los dejaré en depósito en vuestras manos. Cuando los necesite, señor, os lo haré saber.        – En pocas palabras, -dijo Solimán-, el maestro Adonirám tiene la intención de convertirnos en su tributario.”        El artista sonrió y respondió graciosamente:        “Señor, me habéis adivinado el pensamiento.        – Y es posible que se reserve para un día en el que pueda tratar conmigo dictando sus condiciones.”        Adonirám intercambió con el rey una mirada aguda y desafiante.        “Sea lo que sea, -añadió-, yo no osaría solicitar nada que no fuera digno de la magnanimidad de Solimán.        – Creo, -dijo Solimán sopesando el efecto que podían causar sus palabras-, que la reina de Saba tiene algunos proyectos en mente, y se propone emplear vuestro talento…        – Señor, ella no me ha hablado de eso en ningún momento.”        Esa respuesta daba lugar a otras sospechas.        “No obstante, objetó Sadoc, vuestro arte no la ha dejado indiferente. ¿Vais a marcharos sin despediros de ella?        – Despedirme de ella…, – repitió Adonirám, mientras Solimán se percataba de un brillo extraño en sus ojos-; despedirme de ella…        – Esperábamos, -prosiguió el príncipe-, conservaros con nosotros para las próximas fiestas que daremos con motivo de nuestro enlace; ya que como sabéis…”         La frente de Adonirám se cubrió de un rojo intenso, y añadió sin amargura:        “Mi intención es llegar a Fenicia cuanto antes.        – Ya que así lo exigís, maestro, sois libre: acepto vuestra dimisión…        – A partir de la puesta del sol, -objetó el artista-. Aún debo pagar a los obreros, por lo que os ruego, señor, que ordenéis a vuestro intendente Azarías que haga llegar al mostrador colocado al pie de la columna Jakin el dinero necesario. Les pagaré como de costumbre, sin anunciarles mi marcha a fin de evitar el tumulto de las despedidas.        – Sadoc, transmitid esa orden a vuestro hijo Azarías. Una última cuestión: ¿qué pasa con los tres compañeros llamados Phanor, Amrou y Méthousaël?        – Tres pobres ambiciosos, honestos, pero sin talento. Aspiraban al título de maestros y me han presionado para que les diera la palabra-clave, a fin de tener derecho a un salario mayor. Al final, han entrado en razón, y hace bien poco que me ha sorprendido su buen corazón.        – Maestro, está escrito: “teme a la serpiente herida que se repliega.” Debíais conocer mejor a los hombres: esos son vuestros enemigos; son ellos los que con sus malas artes causaron los accidentes que estuvieron a punto de hacer fracasar la fundición del mar de bronce.        – ¿Y vos, señor, cómo lo sabéis?…        – Al creer que todo estaba perdido, pero confiando en vuestro buen hacer, busqué las causas ocultas de la catástrofe, y mientras vagaba entre los distintos grupos de gente, esos tres hombres, creyéndose solos, hablaron.        – Su crimen ha hecho perecer a mucha gente. Tal comportamiento es peligroso; es a vos a quien corresponde decidir su suerte. Ese accidente me costó la vida de un joven al que yo amaba, un hábil artista: Benoni, desde entonces no volvió a aparecer. En fin, señor, la justicia es el privilegio de los reyes.        – A todos les será aplicada. Vivid feliz, maestro Adonirám; Solimán no os olvidará.”        Adonirám, pensativo, parecía indeciso y confuso. De pronto, cediendo a un momento de emoción dijo:        “Pase lo que pase, señor, estad seguro de que siempre os respetaré, de mis piadosos recuerdos, de la nobleza de mi corazón. Y si la sospecha invadiera vuestro espíritu, pensad que, como la mayoría de los humanos, Adonirám no era dueño de sus actos, ¡tenía que cumplir su destino!        – Adiós, maestro… ¡cumplid con vuestro destino!”        Diciendo esto, el rey le tendió una mano sobre la que el artista se inclinó con humildad; aunque sin posar sobre ella sus labios, y Solimán se estremeció.        “¡Bien!, -murmuró Sadoc viendo que Adonirám se alejaba-, ¡Bien!, y ahora ¿qué ordenáis, mi señor?        – El silencio más profundo, padre mío; porque a partir de este momento sólo me fiaré de mí mismo. Entérate de una vez por todas, yo soy el rey. Obedece pues, si no deseas caer en desgracia y cállate, si no quieres perder la vida, eso es lo que has de hacer… Vamos, viejo, no tiembles: el soberano que te hace partícipe de sus secretos para instruirte es un amigo. Haz llamar a esos tres obreros encerrados en el templo; quiero hacerles aún algunas preguntas.”        Amrou y Phanor comparecieron junto con Méthousaël; a sus espaldas, se colocaron los siniestros guardianes mudos con el sable entre las manos.        “He sopesado vuestras palabras, -dijo Solimán en tono severo-, y he visto a Adonirám, mi siervo. ¿Se trata de la justicia o acaso de la envidia?, ¿qué os mueve a ir contra él?, ¿cómo simples obreros se atreven a juzgar de ese modo a su maestro? Si fueseis hombres notables y jefes entre vuestros hermanos, vuestro testimonio sería menos sospechoso. Pero no; vosotros sólo conocéis la avaricia,  ambicionáis el título de maestro; pero no podéis obtenerlo y el resentimiento ha endurecido vuestros corazones.        – Señor, -dijo Méthousaël prosternándose-, queréis ponernos a prueba. Pero, aunque me cueste la vida, yo sostendré que Adonirám es un traidor; y es cierto que yo he conspirado para perderle, pero lo he hecho con el único fin de salvar a Jerusalén de la tiranía de un hombre pérfido que pretendía esclavizar a mi país con sus hordas extranjeras. Mi imprudente franqueza es la mejor garante de mi fidelidad.        – No veo por qué he de dar crédito a hombres despreciables, a esclavos de mis servidores. Pero… la muerte ha dejado vacantes en el cuerpo de los maestros: Adonirám me ha pedido retirarse a descansar, y yo me voy a dedicar, como él, a buscar entre los jefes a gente digna de mi confianza. Esta tarde, después de la paga, solicitadle la iniciación de los maestros; él estará solo… haced que escuche vuestras razones. Solo de ese modo yo conoceré que sois trabajadores eminentes en vuestras artes y bien situados en la estima de vuestros hermanos. Adonirám es sabio: sus decisiones son ley. ¿No ha mostrado hasta ahora que nunca le ha abandonado Dios? ¿acaso ha dejado ver su reprobación ante alguno de esos consejos siniestros, o por alguno de esos terribles golpes?, ¿es que su brazo invisible ha sabido llegar hasta los culpables? ¡Pues bien! Que Jehová os juzgue: si Adonirám os distingue con su favor, eso será para mí la secreta señal de que el cielo se os declara propicio, y yo me cuidaré de Adonirám. En caso contrario, si él os niega el título de maestro, mañana compareceréis ante mí; yo escucharé la acusación y la defensa entre vosotros y él: los ancianos del pueblo darán su veredicto. Id, meditad sobre lo que os he dicho, y que Adonay os ilumine.”        Los tres hombres se pusieron rápidamente de acuerdo con un pensamiento único: “Hay que arrancarle la palabra-clave, dijo Phanor.        – ¡O que muera! –añadió el fenicio Amrou.        – Mejor, ¡que nos diga la palabra-clave de los maestros y después muera!” –gritó Méthousaël.        Sus manos se unieron en un triple juramento.        A punto de franquear el atrio, Solimán, se volvió, y observándoles de lejos, respiró con fuerza y dijo a Sadoc: “Ahora, ¡tiempo para el placer!… vayamos a buscar a la reina.” [1] Acerca de las dos columnas de bronce colocadas en el pórtico del templo, Jakin y Booz, ver Reyes-1, VII, 15-22. Son las mismas columnas que aparecen en los emblemas masónicos. En el capítulo XII, más adelante, también se habla de su importancia en el ritual del templo.

Esmeralda de Luis y Martínez 18 mayo, 2012 18 mayo, 2012 Adoniram, Amrou, Hiram, la guardia muda, las columnas Jakin y Booz, Méthousaël, Phanor, Sadoc, Solimán
“VIAJE A ORIENTE” – Las noches de Ramadán

HISTORIA DE LA REINA DE LA MAÑANA Y DE SOLIMÁN, there EL PRÍNCIPE DE LOS GENIOS – IX. Los tres compañeros… Desconfianza y temores del sumo sacerdote Sadoc ante la unión con la Reina de Saba. Solimán recibe en el templo a los tres obreros traidores y planea su venganza contra Adonirám. En la sesión siguiente, treat el narrador continuó de este modo…        Solimán y el Sumo Sacerdote de los hebreos charlaban desde hacía un buen rato bajo el atrio del templo.        “Es un deber, -dijo con despecho el pontífice Sadoc a su rey-, y vos sólo os escudáis en mi consentimiento para este nuevo retraso. ¿Cómo celebrar un matrimonio si la novia no está aquí?.        – Venerable Sadoc –repuso el príncipe suspirando-, estos retrasos decepcionantes me afectan a mí, más aún que a vos, y los llevo con paciencia.        – En buena hora; pero yo; yo no estoy enamorado –dijo el levita, pasándose la mano seca y pálida, surcada de venas azules, por su larga barba blanca y ahorquillada.        – Precisamente por eso vos deberíais estar más calmado.        – ¡Y cómo! –continuó Sadoc-, desde hace cuatro días, caballeros y levitas están dispuestos; los holocaustos, preparados; el fuego arde inútilmente sobre el altar, y en el momento más solemne, hay que aplazarlo todo. Sacerdotes y rey a merced de los caprichos de una mujer extranjera que nos pasea de pretexto en pretexto y juega con nuestra credulidad”.        Lo que humillaba al sumo sacerdote era el tener que vestirse a diario con los ornamentos pontificios, y estar obligado a despojarse de ellos inmediatamente después sin haber podido hacer brillar, ante los ojos de la corte de los sabeos, la pompa hierática de las ceremonias de Israel. Se paseaba, agitado, a lo largo del atrio interior del templo, con sus espléndidas vestiduras ante un consternado Solimán.        Para esa augusta ceremonia, Sadoc, se había vestido con su túnica de lino, un fajín bordado, su efod[1] abierto por delante y por detrás. El efod brillaba sobre su pecho; era cuadrado, de un palmo de largo y rodeado por una fila de sardónices, topacios y esmeraldas; una segunda fila de carbunclos, zafiros y jaspe; una tercera de ligures, amatistas y ágatas, y, una cuarta de criolitas, ónices y berilos. La túnica del efod, de un violeta claro, abierta por el medio, estaba bordada con pequeñas granadas de jacinto y púrpura, alternadas con diminutas campanillas de oro fino. La frente del pontífice estaba ceñida por una banda de color jacinto, adornada con una lámina de oro bruñido que ostentaba un huecograbado con las palabras  “Adonay es santo”[2].        Y eran necesarias dos horas y seis servidores de entre los levitas para revestir a Sadoc con su atuendo litúrgico, sujeto con cadenillas, nudos místicos y corchetes de orfebrería. Esa vestimenta era sagrada; y sólo a los levitas les estaba permitido tocarla, ya que fue el mismo Adonay quien ordenó su diseño a Musa Ben-Amrán (Moisés), su servidor.        Así pues, tras cuatro días, los atavíos pontificales de los sucesores de Melkisedek sobre los hombros del respetable Sadoc, recibían diariamente una afrenta. Y Sadoc, más irritado aún si cabe por tener que consagrar muy a su pesar el matrimonio de Solimán con la Reina de Saba; algo que le desagradaba profundamente.        Esa unión le parecía peligrosa para la religión de los hebreos y el poderío de su sacerdocio. La reina Balkis era instruida… Sadoc encontraba que los sacerdotes sabeos la habían permitido conocer un montón de cosas que un soberano, educado con prudencia, debía ignorar,; y sospechaba de la influencia de una reina, versada en el difícil arte de gobernar sobre los pájaros. Estos matrimonios mixtos que exponían la fe a permanentes ataques de una colectividad escéptica, jamás agradaban a los pontífices. Y Sadoc, que con infinito trabajo había conseguido aplacar en Solimán su pasión por la sabiduría, persuadiéndole de que no había nada más que aprender, temblaba ante la perspectiva de que el monarca se diera cuenta de cuántas cosas en realidad ignoraba.        Ese pensamiento se hacía cada vez más certero, al ver que Solimán andaba ya reflexionando sobre todo ello, y encontraba a sus ministros cada vez menos agudos y más déspotas que los de la reina. La confianza de Ben-Daoud se había quebrantado; desde hacía días guardaba secretos que no transmitía a Sadoc, y ni siquiera le consultaba. Lo fastidioso, en los países en los que la religión está subordinada a los sacerdotes y personificada en ellos, es que, el día en que el pontífice falla, y todo mortal es débil, la fe se derrumba con él, y hasta el mismo Dios se eclipsa con su orgulloso y funesto sostén.        Circunspecto, sombrío, pero poco penetrante, Sadoc, se había mantenido sin esfuerzo, aprovechando la suerte de tener pocas ideas. Ampliando la interpretación de la ley al agrado de las pasiones del príncipe, justificándolas con la complacencia de un dogma básico, aunque puntilloso en las formas; de suerte que Solimán se sometiese dócilmente a ese yugo… ¡Y pensar que por culpa de una jovencita del Yemen y un maldito pájaro se corría el riesgo de destruir el edificio de una educación tan prudente!        Acusarles de magia, ¿no sería acaso confesar el poderío de las ciencias ocultas, tan desdeñosamente negadas?. Sadoc se encontraba en un verdadero aprieto. Y además tenía otras preocupaciones; el poder ejercido por Adonirám sobre los obreros inquietaba también al Sumo Sacerdote, alarmado con razón ante cualquier dominación oculta y cabalística. Y a pesar de todo, Sadoc había impedido constantemente a su real alumno despedir al único artista capaz de erigir al dios Adonay el templo más impresionante del mundo, y atraer al altar de Jerusalén la admiración y las ofrendas de todos los pueblos de Oriente. Para buscar la perdición de Adonirám, Sadoc esperaba a que terminaran los trabajos, limitándose hasta entonces a alimentar la sombría desconfianza de Solimán. Pero desde hacía unos días la situación se había agravado. En medio del estallido de un triunfo inesperado, imposible, milagroso; Adonirám, recordaba, había desaparecido. Esa ausencia extrañaba a toda la corte, excepto, aparentemente, al rey, que no había hablado de ello en ningún momento a su sumo sacerdote, algo poco habitual.        De esta suerte, el venerable Sadoc, sabiéndose inútil, y resuelto a hacerse el necesario, se había visto reducido a combinar vagas declamaciones proféticas, reticencias de oráculos apropiados para impresionar la imaginación del príncipe. A Solimán le gustaban bastante los discursos, sobre todo porque le ofrecían la ocasión de resumir su significado en tres o cuatro proverbios. Ahora bien, en estas circunstancias, las sentencias del Eclesiastés, lejos de amoldarse  a las homilías de Sadoc, sólo hablaban acerca de la utilidad del punto de vista del Señor, de la desconfianza, y de la desgracia de los reyes entregados a la astucia, a la mentira y al interés. Y Sadoc, turbado, se replegaba en las profundidades de lo ininteligible.        “Aunque vos habláis de maravilla –dijo Solimán-, no he venido a buscaros al templo para disfrutar de esa elocuencia: ¡desdichado es el rey que se nutre de palabras! Tres desconocidos van a presentarse aquí, pidiendo una audiencia conmigo, y serán escuchados, ya que conozco su deseo. Para esa audiencia he elegido este lugar, ya que importa y mucho que este encuentro quede en secreto.        – Esos hombres, Señor, ¿quiénes son?        – Gentes instruidas en materias que los reyes ignoran: se puede aprender mucho de ellos.”        Al poco, tres artesanos, introducidos hasta el atrio interior del templo, se prosternaron a los pies de Solimán. Su actitud era tensa y su mirada inquieta.        “Que la verdad salga de vuestros labios, les dijo Solimán, y no esperéis imponeros al rey: pues él conoce vuestros pensamientos más secretos. Tú, Phanor, trabajador ordinario del gremio de los albañiles, tú eres enemigo de Adonirám, porque odias la supremacía de los mineros, y, para destruir la obra de tu maestro, mezclaste piedras combustibles con los ladrillos de sus hornos. Amrou, del gremio de los carpinteros, tú sumergiste las vigas dentro de las llamas para debilitar las bases del mar de bronce. En cuanto a ti, Méthousaël, minero de la tribu de Rubén, tú has estropeado la fundición añadiéndole lavas sulfurosas, recogidas a orillas del lago de Gomorra. Los tres aspiráis en vano al cargo y al salario de los maestros. Como habéis visto, mi clarividencia puede penetrar hasta el misterio de vuestras acciones más ocultas.        – Gran rey –respondió Phanor espantado-, es una calumnia de Adonirám, que se ha confabulado para perdernos.         – Adonirám ignora un complot que solo yo conozco. Habéis de saber que nada escapa a la sagacidad de los protegidos de Adonay.”        La extrañeza de Sadoc le hizo comprender a Solimán que su sumo sacerdote no contaba demasiado con el favor de Adonay.        “Así que será tiempo perdido –continuó el rey-, el que tratéis de disimular la verdad. Lo que vais a revelarme ya lo conozco de antemano, y ahora lo que voy a poner a prueba es vuestra fidelidad. Que Amrou sea el primero en tomar la palabra.        – Señor, -dijo Amrou, tan asustado como sus cómplices-, yo he ejercido la vigilancia más absoluta sobre los talleres, las canteras y las fábricas. Adonirám no apareció por allí ni una sola vez.        – A mí –continuó Phanor- se me ocurrió esconderme, al caer la noche, en la tumba del príncipe Absalón Ben-Daoud, en el camino que va del Moria al campamento de los sabeos. Hacia las tres de la madrugada, un hombre vestido con una gran túnica y tocado con un turbante como los que lleva la gente del Yemen, pasó ante mí; me aproximé y reconocí a Adonirám, que iba hacia las jaymas de la reina, y como él me había visto, no me atreví a seguirle.        – Señor –prosiguió Méthousaël-, a vos, que todo lo conocéis y la sabiduría habita en vuestro espíritu, hablaré con toda sinceridad. Si mis revelaciones son de tal naturaleza que puedan costar la vida a quienes penetren en tan terribles misterios, dignaos alejar a mis compañeros a fin de que mis palabras sólo recaigan sobre mí.”        Solimán extendió la mano y respondió: “¡Te salva tu buena fe, nada temas, Méthousaël de la tribu de Rubén!        – Disfrazado con un caftán, y cubierto el rostro con un tinte oscuro, me mezclé, aprovechando la noche, entre los eunucos negros que rodeaban a la princesa: Adonirám se deslizó a través de las sombras hasta sus pies; durante mucho tiempo estuvo conversando con ella y el viento de la noche trajo hasta mis oídos el temblor de sus palabras; yo me escabullí una hora antes del alba, y Adonirám aún estaba con la princesa…”        Solimán contuvo su cólera, cuya señal reconoció Méthousaël en las pupilas del rey.        – “¡Oh, rey! –exclamó-, me he visto obligado a obedeceros; pero permitidme no añadir nada más.        – ¡Continúa! Yo te lo ordeno.        – Señor, mantener vuestra gloria es algo importante para vuestros súbditos. Yo pereceré si es necesario; pero mi Señor nunca será juguete de esos pérfidos extranjeros. El sumo sacerdote de los sabeos, la nodriza y dos mujeres de la reina están en el secreto de esos amores. Si he entendido bien, Adonirám no es quien parece ser, está investido, al igual que la princesa, de un poder mágico, y gracias a ese don, ella puede dominar sobre los habitantes del aire, y el artista, sobre los espíritus del fuego. Sin embargo, esos seres tan favorecidos, temen vuestro poder sobre los genios, un poder que vos poseéis pero ignoráis. Sarahil habló de un anillo en forma de estrella, explicando a la asombrada reina sus propiedades maravillosas, y se han lamentado al hablar de este asunto de la imprudencia de Balkis. No he podido captar el fondo de la conversación, ya que llegados a ese punto bajaron la voz y tuve miedo de que me descubrieran si me acercaba demasiado. Pronto, Sarahil, el sumo sacerdote y los acompañantes se retiraron haciendo una genuflexión ante Adonirám que, como he dicho, se quedó solo con la reina de Saba. ¡Oh rey! ¡ojalá pueda yo encontrar gracia ante vuestros ojos, pues el engaño no ha aflorado en ningún momento a mis labios!        – ¿Con qué derecho piensas que puedes sondear las intenciones de tu Señor? Sea el que sea nuestro fallo, será justo… Que este hombre sea encerrado en el templo como sus compañeros; no se comunicará con ellos bajo ningún concepto, hasta el momento en que decidamos su suerte.”        ¿Quién podría describir el estupor del sumo sacerdote Sadoc, mientras los soldados mudos, rápidos y discretos ejecutores de la voluntad de Solimán, arrastraban a un aterrorizado Méthousaël? “Ya veis, respetable Sadoc –prosiguió el monarca con amargura-, vuestra prudencia no ha sido capaz de descubrir nada; sordo ante nuestras plegarias, indiferente a nuestros sacrificios, Adonay no se ha dignado iluminar a sus seguidores, y solo yo, con ayuda de mis propias fuerzas, he desvelado la trama de mis enemigos, a pesar de que ellos dominan sobre las potencias ocultas. ¡Ellos tienen dioses fieles… mientras que el mío me abandona!        – Porque vos le despreciáis buscando la unión con una mujer extranjera. Oh, rey, desechad de vuestra alma ese sentimiento impuro, y vuestros adversarios os serán entregados. Pero ¿cómo apoderarse de ese Adonirám que se vuelve invisible y de esa reina protegida por la hospitalidad?        – Vengarse de una mujer está por debajo de la dignidad de Solimán. En cuanto a su cómplice, en un instante le vais a ver aparecer. Esta misma mañana me ha pedido audiencia, y le espero aquí mismo.        – Adonay nos favorece. ¡Oh, rey! ¡hagamos que no salga de este recinto!        – Si viene hasta aquí sin temor, no os quepa la menor duda de que sus defensores no se encuentran lejos; pero nada de precipitaciones ciegas: esos tres hombres son sus mortales enemigos. La envidia, la avaricia han envilecido su corazón. Puede que hayan calumniado a la reina… Sadoc, yo la amo, y no voy a injuriar a la princesa creyéndola mancillada por una pasión degradante, a causa de los vergonzosos propósitos de esos tres miserables… Pero, por si acaso son ciertas las sordas intrigas de Adonirám, tan poderoso entre el pueblo, he hecho vigilar a este misterioso personaje.        – Entonces, ¿suponéis que no ha visto a la reina?…        – Estoy convencido de que la ha visto en secreto. La reina es curiosa, una entusiasta de las artes, ambiciosa de renombre, y tributaria de mi corona. ¿Desearía contratar al artista y emplearlo en su país para realizar alguna obra magnífica?, ¿o bien reclutarle para organizar un ejército que se opusiera al mío con objeto de librarse del tributo? Lo ignoro… Y sobre esos pretendidos amores… ¿acaso no tengo la palabra de la reina?. Sin embargo, admito que una sola de esas suposiciones bastaría para demostrar que ese hombre es peligroso… Ya veré…”        Mientras hablaba con tono firme en presencia de un Sadoc, consternado de ver su altar desdeñado y su influencia desvanecida; los guardianes mudos volvieron a aparecer con sus tocados blancos y redondos, chaquetas recamadas y anchos cinturones de los que pendían un puñal y un sable curvo. Estos intercambiaron una señal con Solimán, y en ese momento apareció en el atrio Adonirám. Seis hombres de los suyos le habían escoltado hasta allí; les dijo algo en voz baja y se retiraron. [1] El efod o ephod son unas vestiduras sacerdotales judías mencionadas en el Antiguo Testamento: en el capítulo 28 del Éxodo manda Dios a Moisés que hagan las vestiduras del Sumo Sacerdote y de los otros inferiores y dice que “El efod lo harán de oro, de púrpura violeta y escarlata, de carmesí y lino fino reforzado, todo esto trabajado artísticamente. Llevará aplicadas dos hombreras, y así quedará unido por sus dos extremos. El cinturón para ajustarlo formará una sola pieza con él y estará confeccionado de la misma forma: será de oro, de púrpura violeta y escarlata, de carmesí y de lino fino reforzado. Después tomarás dos piedras de lapislázuli y grabarás en ellas los nombres de los hijos de Israel -seis en una piedra y seis en la otra – por orden de nacimiento. Para grabar las dos piedras con los nombres de los hijos de Israel, te valdrás de artistas apropiados, que lo harán de la misma manera que se graban los sellos. Luego las harás engarzar en oro, y las colocarás sobre las hombreras del efod. Esas piedras serán un memorial en favor de los israelitas. Así Aarón llevará esos nombres sobre sus hombros hasta la presencia del Señor, para mantener vivo su recuerdo.” [2] Descripción conforme a Éxodo XXVIII, (GR)

Esmeralda de Luis y Martínez 16 mayo, 2012 16 mayo, 2012 Adoniram, Amrou, Balkis, Ben-Daoud, Eclesiastés, el efod, los guardianes mudos, Melkisedek, Méthousaël, Musa Ben-Amrán, Phanor, Sadoc, Sarahil, Solimán
“VIAJE A ORIENTE” – Las noches de Ramadán

HISTORIA DE LA REINA DE LA MAÑANA Y DE SOLIMÁN, EL PRÍNCIPE DE LOS GENIOS – VI. La aparición… Adoniram contempla desolado cómo su obra está a punto de venirse abajo; sus trabajadores le abandonan; Solimán y la Reina de Saba le desprecian. El fantasma de Tubal-Caín y viaje de Adoniram al mundo subterráneo de sus antepasados: Caín y el linaje de los Maestros del fuego y de la forja de metales. De pronto, Adonirám se dio cuenta de que el río de lava de la fundición se desbordaba; la fundición, demasiado abierta, vomitaba torrentes de fuego; la arena, con demasiada sobrecarga, comenzó a desplomarse. Adonirám miró atentamente al mar de bronce; el molde rebosaba; una fisura se abría desde el vértice; la lava chorreaba por todas partes. Adonirám lanzó un terrible grito, que recogió el aire, repitiendo su eco las montaña, y calculando que la tierra, demasiado recalentada se vitrificaría, Adonirám agarró un tubo flexible que desembocaba en un aljibe y, con gesto precipitado, dirigió un gran chorro de agua hacia la base de los tambaleantes contrafuertes del molde que soportaban el gran receptáculo. Pero la fundición, ya muy crecida, bajaba rodando hasta allí mismo: los dos líquidos comenzaron a luchar; una masa de metal envolvía la columna de agua, la aprisionaba, la atenazaba. Para librarse, el agua consumida se evaporaba y hacía estallar todos los obstáculos que encontraba a su paso. Una detonación retumbó; la fundición, en chorros resplandecientes, saltó por los aires a más de veinte codos de altura. Era como estar contemplando el momento de la erupción en el cráter de un volcán furioso.      Y a ese fragor lo siguieron llantos y gritos espantosos; ya que esa lluvia de estrellas sembraba la muerte por todas partes; cada gota del metal fundido era un dardo ardiente que perforaba los cuerpos y los mataba. El lugar estaba cubierto de gente agonizante, y al silencio le sucedió un inmenso grito de espanto. Era el colmo del horror, cada cual huía como podía; el miedo al peligro precipitó en el fuego a los que no habían alcanzado las brasas… los campos, iluminados, resplandecientes de color púrpura, recordaban a aquella terrible noche en la que Sodoma y Gomorra ardieron abrasadas por  los rayos de Jehová. Adonirám, corría de acá para allá intentando reunir a sus obreros y cerrar el tremendo boquete de aquel abismo inagotable; pero sólo escuchaba quejas y maldiciones; no encontró más que cadáveres: el resto se había dispersado. Únicamente Solimán había permanecido impasible en el trono; la reina también había guardado la calma y estaba junto a él, y la diadema y el cetro todavía brillaban en aquellas tinieblas. –      “¡Jehová le ha castigado! dijo Solimán a su invitada… y él me ha castigado, matando a mis súbditos, por culpa de mi debilidad, de mi bondad para con ese monstruo de orgullo. –      La vanidad que inmola tantas víctimas es criminal, pronunció la reina. Señor, vos habéis podido perecer durante esta prueba infernal: el mar de bronce llovía a nuestro alrededor. –      ¡Y vos estabais aquí! ¡Y ese vil secuaz de Baal[1] ha puesto en peligro una vida tan preciosa!. Marchémonos de aquí, mi Reina; sólo me ha inquietado el veros en peligro”. Adonirám, que pasaba en ese momento cerca de ellos, lo oyó; y se alejó rugiendo de dolor. Más allá, a lo lejos, divisó a un grupo de obreros que le colmaron de desprecio, calumnias y maldiciones. Entonces, se le acercó el sirio Phanor y le dijo: “Tú eres grande; la fortuna te ha traicionado, pero los albañiles no fueron sus cómplices”. A su vez, Amrou, el fenicio, se le acercó y le dijo: “Tú eres grande, y habrías sido el vencedor si cada cual hubiera cumplido con su deber como así hicimos los carpinteros”. Y el judío Méthoussaël le dijo: “Los mineros hicieron su trabajo; pero son los obreros extranjeros los que a causa de su ignorancia han comprometido todo el trabajo. ¡Ten coraje! Una obra aún más grande nos vengará de este fracaso. –      ¡Ah!, pensó Adonirám, estos son los únicos amigos que he encontrado…” Le resultó fácil a Adoniram evitar encuentros no deseados; todos le volvían la espalda y las tinieblas protegían las deserciones. Pronto, el resplandor de las brasas de la fundición, cuya superficie rugía al enfriarse, sólo iluminaba a grupos lejanos que poco a poco se perdían entre las sombras, Adonirám, abatido, buscaba a Benoni: “Él también me ha abandonado…” murmuró con tristeza. El maestro se quedó solo al borde del río de fuego. “¡Deshonrado! exclamó con amargura; ¡este es el fruto de una existencia austera, laboriosa y dedicada a la gloria de un príncipe ingrato!. ¡Él me condena y mis hermanos reniegan de mí!. Y esa reina, esa mujer… ella estaba allí, ha visto mi vergüenza, y he tenido que soportar su desprecio! ¿Pero dónde se halla, en esta hora de mi sufrimiento, Benoni? ¡Sólo!, ¡estoy sólo y maldito!. El futuro se ha cerrado.  ¡Sonríe a tu liberación, y busca aquí, en este fuego, tu elemento y rebelde esclavo!” Avanzó, calmado y resuelto, hacia el río de lava, que aún fluía con oleadas de escoria candente de metal fundido, y surgía y chisporroteaba por todas partes al contacto con la humedad, o tal vez la lava temblara al encontrarse con los cadáveres. Espesos turbillones de humo violeta y leonado se desprendían en apretadas fumarolas y velaban la escena abandonada de tan lúgubre aventura. Y fue allí, en donde ese gigante cayó fulminado, y sentado sobre la tierra se ensimismó meditabundo… la mirada fija en aquella humareda de llamas que podían inclinarse y asfixiarle al primer soplo del viento. Ciertas formas extrañas, fugitivas, flamígeras, se dibujaban a veces entre los juegos brillantes y lúgubres del vapor ígneo. Los ojos deslumbrados de Adonirám entreveían, a través de aquel vapor, miembros de gigantes, bloques de oro, gnomos que se disipaban en humo o se pulverizaban en destellos. Esas fantasías no llegaban a distraerle de su desesperación y dolor. Sin embargo, pronto se ampararon de su imaginación y delirio, y tuvo la impresión de que del seno de las llamas se elevaba una voz rotunda y grave que pronunciaba su nombre. Tres veces el turbillón mugió el nombre de Adonirám. Nadie a su alrededor… contempló ávidamente la turba incandescente, y murmuró: “¡La voz del pueblo me llama!”.  Sin apartar la mirada, se apoyó sobre una rodilla, extendió la mano, y distinguió en el centro de la roja humareda una forma humana imprecisa, colosal, que parecía tomar cuerpo entre las llamas y ensamblarse, para luego desintegrarse y perderse. Todo se agitaba e incendiaba alrededor;… sólo esa figura permanecía estática, cada vez más oscura en el luminoso vapor, o clara y brillante en el seno de un amasijo de nubarrones negruzcos. El espectro comenzó a perfilarse, adquirió relieve, se agrandó al acercarse, y Adonirám, espantado, se preguntaba que qué bronce sería ese, dotado de vida. El fantasma avanzó. Adonirám lo contemplaba con estupor. Su gigantesco busto iba cubierto con una dalmática sin mangas; los desnudos brazos estaban adornados con anillos de hierro; la cabeza bronceada quedaba encuadrada por una barba rectangular, rizada y trenzada en hileras,… tocado con una mitra bermeja; llevaba un martillo en la mano. Sus grandes ojos, brillantes, se posaron sobre Adonirám con dulzura, y con un tono de voz que parecía arrancado a las entrañas del bronce dijo: “Despierta a tu alma, levántate, hijo mío. He visto las desgracias de mi raza y he sentido piedad hacia ella… –      Espíritu, ¿entonces, tú quién eres? –      La sombra del padre de tus padres, el antepasado de los que trabajan y sufren. Ven, cuando mi mano haya tocado tu frente, respirarás entre las llamas. No muestres temor, igual que no has mostrado debilidad…” De pronto, Adonirám se sintió envuelto en un calor penetrante que le animaba sin ahogarle; el aire que aspiraba era más sutil; una fuerza irresistible le arrastraba hacia el vórtice de fuego en el que ya se sumergía su misterioso compañero. “¿Dónde estoy?, ¿Cuál es tu nombre? ¿Adónde me arrastras?, murmuró. –      Al centro de la tierra… al alma del mundo habitado; allí donde se erige el palacio subterráneo de Enoc, nuestro padre, al que en Egipto llaman Hermes, y en Arabia honran bajo el nombre de Edris[2]. –      ¡Potencias inmortales!, exclamó Adonirám; ¡oh, mi señor!, entonces, ¿es verdad? vos seréis… –      Tu antepasado, hombre… artista, tu maestro y tu patrón; yo fui Tubal-Caín[3]. Cuanto más avanzaban hacia las profundas regiones del silencio y de la noche, más dudaba Adonirám de sí mismo y de la realidad de sus impresiones. Poco a poco, fuera de sí, experimentó la magia de lo desconocido, y su alma, ligada por completo al antepasado que la dominaba, se entregó por completo a su misterioso guía. A las regiones húmedas y frías había seguido una atmósfera tibia y enrarecida; la vida interior de la tierra se manifestaba por sacudidas, extraños murmullos; temblores sordos, regulares, periódicos, anunciaban la proximidad del corazón del mundo; Adonirám lo sentía latir con una fuerza creciente, y se admiraba  de errar entre esos espacios infinitos; buscaba un apoyo que no encontraba, y seguía sin ver la sombra de Tubalcaín que guardaba silencio. Tras unos instantes que le parecieron largos como la vida de un patriarca, descubrió a lo lejos un punto luminoso. Aquella mancha se hizo más y más grande, se aproximó, se extendió en una larga perspectiva, y el artista vislumbró un mundo poblado de sombras que se agitaban ocupadas en trabajos que no pudo comprender. Aquellos dudosos resplandores llegaron por fin a expirar sobre la brillante mitra y la dalmática del hijo de Caín. En vano Adonirám se esforzó en hablarle: la voz moría en su pecho oprimido; pero recuperó el aliento al llegar a una amplia galería de una inconmensurable profundidad, muy ancha, ya que no se podían ver las paredes, y sostenida por una avenida de columnas tan altas, que se perdían por encima de él en el aire, y la bóveda que sostenían escapaba a la vista. De repente, Adonirám se estremeció, y Tubalcaín habló así: “Tus pies están pisando la gran esmeralda que sirve de raíz y eje a la montaña de Kaf[4]; has llegado a la tierra de tus padres; la tierra en la que reina el linaje de Caín sin compartirla con nadie. Bajo estas fortalezas de granito, en medio de estas cavernas inaccesibles, hemos conseguido al fin encontrar la libertad. Aquí expira la celosa tiranía de Adonay, es aquí en donde podemos, sin peligro, nutrirnos del Árbol de la Ciencia[5]. Adonirám exhaló un largo y dulce suspiro: le daba la impresión de que el peso abrumador que le había mantenido doblegado toda su vida,  por primera vez acababa de desvanecerse. De pronto la vida eclosionó; pueblos enteros aparecían a lo largo y ancho de aquellos hipogeos: el trabajo los animaba, les agitaba, y por todas partes se oía el alegre fragor de los metales; allí se mezclaban los ruidos del borbotear de las aguas y de los impetuosos vientos; la bóveda iluminada se extendía como un inmenso cielo desde el que se precipitaban sobre los enormes y extraordinarios talleres, torrentes de una luz blanca y azulada que se irisaba al contacto con el suelo. Adonirám atravesó entre medias de una multitud de gente ocupada en trabajos que él no conocía; aquella claridad, la cúpula celeste en las entrañas de la tierra le sorprendía; entonces se detuvo. “Es el santuario del fuego, le dijo Tubalcaín; de ahí proviene el calor de la tierra que, sin nosotros, perecería de frío. Nosotros preparamos los metales y los distribuimos por las venas del planeta, tras licuar los vapores. “Puestos en contacto y entrelazados sobre nuestras cabezas, los filones de esos diversos elementos desprenden éteres contrapuestos que se inflaman y proyectan esas vivas luminarias… cegadoras para los ojos imperfectos. Atraídos por esas corrientes de aire, los siete metales se evaporan alrededor, y forman esas nubes de sinopla, azur, púrpura y oro, bermejo y plata que se mueven en el espacio, y reproducen las aleaciones que componen la mayor parte de los minerales y piedras preciosas. Cuando la cúpula se enfría, esas nubes, condensadas, producen una lluvia de rubíes, esmeraldas, topacios, ónices, turquesas, diamantes, y las corrientes de la tierra las arrastran junto con los restos de las escorias: granitos, sílex, rocas  calcáreas que, emergiendo a la superficie de la tierra, la esculpen con sus montañas. Esas materias se solidifican al aproximarse a los dominios de los hombres… a causa del frescor del sol de Adonay, su recreación chapucera de un horno que ni siquiera tiene fuerza para cocer un huevo. Con que, ¿qué sería de la vida de los hombres, si nosotros no les pasáramos en secreto el elemento del fuego, aprisionado en las piedras, así como el hierro apropiado para recoger sus chispas?”. Aquellas explicaciones satisfacían a Adonirám y le causaban admiración. Se aproximó a los obreros sin comprender cómo podían trabajar sobre ríos de oro, plata, cobre, hierro; separarlos, encauzarlos y tamizarlos como si fueran una ola. “Esos elementos, respondió a su pensamiento Tubalcaín, son licuados gracias al calor del interior de la tierra: la temperatura a la que nosotros vivimos aquí es un poco más elevada que la de los hornos en los que trabajas las fundiciones.” Adonirám, espantado, se extrañó de estar vivo. “Este calor, repuso Tubalcaín, es la temperatura natural de las almas que fueron extraídas del elemento del fuego. Adonay colocó una chispa imperceptible en el centro del molde de tierra con el que iba a fabricar al hombre, y esa partícula fue suficiente para calentar el bloque, animarlo y convertirlo en un ser pensante; pero allá arriba, esa alma lucha contra el frío: de ahí, los estrechos límites de vuestras facultades; después sucede que esa chispa es arrastrada por la atracción de la tierra, y entonces morís.” Explicada la creación de esa manera, provocó en Adonirám un desdeñoso movimiento. “Sí, continuó su guía; ¡es más sutil que fuerte, y más celoso que generoso, ese dios Adonai! Ha creado al hombre de barro, a despecho de los genios del fuego; después, asustado de su obra y de su complacencia hacia esa triste criatura, él, sin mostrar piedad alguna ante sus lágrimas, los ha condenado a morir. Esa es la principal diferencia que nos separa; toda la vida terrestre procedente del fuego es atraída por el fuego que reside en el centro de la tierra. En cambio, nosotros queríamos que el fuego central fuese atraído de nuevo por la superficie e irradiara hacia el exterior: ese intercambio de principios hubiera sido la vida eterna. “Pero Adonay, que reina alrededor de los mundos, encerró a la tierra e interceptó esa atracción externa. De resultas, la tierra morirá al igual que sus habitantes. De hecho, ya está envejeciendo; el frío la penetra más y más; especies enteras de animales y plantas han desaparecido; las razas se debilitan, la duración de su vida se acorta, y de los siete metales primitivos, la tierra, cuyo núcleo se congela y seca, ya no recibe más que cinco[6]. El mismo sol palidece; y deberá apagarse en cinco o seis mil años. Pero no soy el único, hijo mío, que debe revelarte estos misterios: tú los vas a escuchar de boca de los hombres, tus ancestros.” [1] Baal (semítico cananeo: ँ‏ए‏ऋ‏‏ [ba’al], «’señor’»)? era una divinidad de varios pueblos situados en Asia Menor y su influencia: fenicios (asociado a Melkart), cartagineses, caldeos, babilonios, sidonios y filisteos. Su significado se aproxima al de “amo” o “señor”. Baal era el “hijo” del dios El. En la mitología cananea se denominaba así (El) a la deidad principal, se lo conocía como «padre de todos los dioses», el dios supremo, «el creador», «el bondadoso». Por lo general, El se representa como un toro, con o sin alas. A su vez su hijo Baal era representado como un joven guerrero, pero también como un “toro joven” (becerro). Durante la época de los hicsos, en Egipto fue identificado con Seth, un dios guerrero; también fue asociado a Montu. Pero durante la dinastía XVIII su culto en Egipto sería denigrado. Era el dios de la lluvia, el trueno y la fertilidad. En la Biblia Baal (בעל Ba‘al) es llamado uno de los falsos dioses, al cual los hebreos rindieron culto en algunas ocasiones cuando se alejaron de su adoración a Yahweh o Jeovah; (ver Idolatría). Fue adorado por los fenicios junto al dios Dagón (el más importante de su panteón). http://es.wikipedia.org/wiki/Baal [2] Enoc, hijo de Caín, es el antepasado de los forjadores de metales y maestros de la fundición que se sublevaron. Sin embargo, según Herbelot, al que los árabes llaman Edris o Idrís, lo confunden con Hermes y Horus, cuando en realidad se trata de otro Enoc, procedente del linaje de Seth (Génesis, V, 18-24). [3] Tubalcaín es el descendiente de Caín y de Enoc, hijo de Lamec y, según el Génesis, IV, 22, patrón de los artesanos del bronce y del hierro. J. Richer, citando a Martinès de Pasqually, Traité de la réintégration: “Habiéndose retirado Caín, tras su crimen, a la región del Mediodía con sus dos hermanas, tuvo una descendencia de diez varones y once hembras y allí construyó la ciudad de Enoc, que excavó en las entrañas de la tierra, con su primer hijo al que también llamó Enoc. Legó su secreto, tanto el de la fundición, como el de la forja de metales y la minería, a su hijo Tubal-Caín, o Tubalcaín. De ahí proviene la tradición de que fue Tubalcaín el primero que descubrió la forja de metales.” [4] “Los pueblos de Oriente creen que esta montaña rodea la tierra como un anillo o cinturón. En el polo norte se encuentra la morada del preadamita Salomón; en el polo Sur, el secreto taller de la naturaleza; en Oriente, el imperio de los genios bondadosos, y en Occidente, el de los genios malvados (…) El resto de las montañas sólo son bifurcaciones de la montaña-madre que se eleva hasta el cielo” (Von Hammer. Contes inedits des Mille et Une Nuits. 1828, I, p. 159). Los antepasados cainitas de Adonirám encontraron refugio bajo esta montaña. Sobre la montaña de Kaf se puede leer en Aurelia I, 10, otra versión de ese descenso al corazón de la tierra, al hogar del fuego primigenio. [5] Sobre la rebelión contra Dios, fundamental en la obra de Nerval, ver sobre todo Aurelia I; los sonetos Antéros y Le Christ aux Oliviers; J. Richer, Nerval. Expérience et création. Capítulo IV y M. Jeanneret, La Letre perdue. 2ª parte,  Promete. [6] Las tradiciones sobre las que se fundan las diversas escenas de esta leyenda no son exclusivas de los pueblos de Oriente. La Edad Media europea las ha conocido. Se puede consultar sobre todo L’Histoire des Préadamites de Lapeyrière, l’Iter subterraneum de Limius, y una buena cantidad de escritos relativos a la cábala y a la medicina espagírica. El Oriente siempre está presente ahí. De modo que no deben extrañar las curiosas hipótesis científicas que puede contener este relato. La mayor parte de estas leyendas se encuentran también en el Talmud, en los libros neoplatónicos, en el Corán y en el libro de Enoc, traducido por el obispo de Caterbury (GdN).

Esmeralda de Luis y Martínez 17 abril, 2012 17 abril, 2012 Adonay, Amrou, Baal, Caín, el Árbol de la Ciencia, Enoc, la montaña Kaf, Méthoussaël, Phanor, Tubalcaín o Tubal-Caín
“VIAJE A ORIENTE” 024

III. El Harem – I. El pasado y el porvenir…   No lamentaba el haber fijado mi residencia por algún tiempo en El Cairo y haberme convertido en todos los sentidos en uno más de sus habitantes; único medio sin duda alguna de comprenderlo y amarlo. Los viajeros, here en general, look no se toman un tiempo para disfrutar de la vida íntima y de las pintorescas bellezas, doctor contrastes y recuerdos de esta ciudad. Siendo, como es El Cairo la única ciudad oriental en donde se pueden encontrar las capas bien diferenciadas de numerosas épocas de la historia. Ni Bagdad, ni Damasco, ni siquiera Constantinopla han conservado este patrimonio para su estudio y reflexión. En las dos primeras, el extranjero sólo encuentra frágiles construcciones de adobes y tierra seca. Únicamente los interiores ofrecen una espléndida decoración, pero jamás fue pensada como un arte serio y duradero. Constantinopla, con sus casas de madera pintada, se renueva cada veinte años, y sólo conserva la fisonomía uniforme de sus cúpulas azulonas y sus blancos minaretes. El Cairo, gracias a las inagotables canteras del Mokhatam, y a la constante serenidad de su clima, posee una innumerable cantidad de monumentos: la época de los califas, la de los sudaneses y de los sultanes mamelucos, se inscriben en variados sistemas de arquitectura, de los que España y Sicilia sólo poseen en parte, los modelos. Las maravillas morescas de Granada y de Córdoba nos vienen a la mente a cada paso en las calles de El Cairo, por una puerta de una mezquita, una ventana, un minarete, un arabesco, cuyo corte o el estilo indican una fecha remota. Sólo las mezquitas, por sí mismas, contarían la historia entera del Egipto musulmán, ya que cada príncipe hizo construir al menos una, para transmitir para siempre el recuerdo de su época y de su gloria: Amru, Hakem, Touloun, Saladino, Bibars o Barkouk, cuyos nombres se conservan así en la memoria de este pueblo; a pesar de que sus monumentos más antiguos sólo ofrecen muros derruidos y recintos devastados. La mezquita de Amrou, la primera construída tras la conquista de Egipto, ocupa un emplazamiento hoy en día desierto, entre la ciudad nueva y la vieja. Nada protege contra la profanación este lugar en otros tiempos venerado. He recorrido el bosque de columnas que aún soporta la antigua bóveda; he podido subir hasta la elaborada cátedra del imán, construida el año 94 de la Hégira, y de la que se decía que no había otra más bella, ni más noble, después de la del profeta. He pasado por las galerías y reconocí, en el centro del patio, el lugar en el que se levantaba la tienda del lugarteniente de Omar, cuando pensaba ya en fundar el viejo Cairo. Una paloma había hecho su nido bajo el pabellón, y Amrou, vencedor del Egipto griego, y que acababa de saquear Alejandría, no quiso que se molestara al pobre pájaro. Este lugar le pareció consagrado por la voluntad del cielo, e hizo construir una mezquita alrededor de su tienda. Después, en torno a la mezquita, una ciudad que tomó el nombre del Fostat esto es, “la tienda”. Hoy día, este lugar ni siquiera está ya en la ciudad, y se halla de nuevo, como se narraba en las antiguas crónicas, en medio de viñedos, huertos y palmerales. También he encontrado, en igual abandono, pero al otro extremo de El Cairo y dentro del recinto amurallado, cerca de Bab-el-Nasr, la mezquita del califa Hakem, fundada tres siglos más tarde, y unida en el recuerdo a uno de los héroes más extraños de la edad media musulmana. Hakem, al que nuestros viejos orientalistas llaman “Le Chacamberille”*, no se contentó con ser el tercero de los califas africanos, heredero y conquistador de los tesoros de Haroum al-Raschid; dueño absoluto de Egipto y Siria, el vértigo de la grandeza y de las riquezas hizo de él una especie de Nerón, o mejor, de Heliogábalo. De entrada, un día prendió fuego a su capital por puro capricho; después, se proclamó dios y esbozó las reglas de una religión que fue adoptada por una parte de su pueblo, y que es la de los drusos. Hakem** es el último revelador, o, si se prefiere, el último dios que se haya producido en el mundo y que aún conserva fieles más o menos numerosos. Los cantantes y narradores de los cafés del Cairo cuentan sobre él mil aventuras, y me han mostrado sobre una de las cimas de Mokhatam, el observatorio al que iba a consultar los astros, ya que los que no creían en su divinidad le consideraban al menos un poderoso mago. Su mezquita está aun más arruinada que la de Amrou. Los muros exteriores y dos de los minaretes situados en los ángulos sólo ofrecen formas arquitectónicas reconocibles; son de la época correspondiente a los monumentos más antiguos de España. En la actualidad, el recinto de la mezquita, toda polvorienta y sembrada de cascotes, está ocupado por cordeleros, que se dedican a torcer sus sogas en este vasto espacio, en donde la monótona rueca ha sustituido al murmullo de las plegarias. ¿Pero es que el edificio del fiel Amrou está menos abandonado que el del herético Hakem, anatematizado por los verdaderos musulmanes?. El viejo Egipto, olvidadizo a la vez que crédulo, ha enterrado en el polvo a otros muchos profetas y a otros tantos dioses. Así pues, el extranjero en este país no tiene por qué temer ni al fanatismo ni a la religión, ni a la intolerancia del racismo de otros lugares de Oriente. La conquista árabe jamás ha podido transformar hasta ese punto el carácter de sus habitantes: ¿no ha sido siempre, por otra parte, la tierra antigua y maternal donde nuestra Europa, a través del mundo griego y romano, ha sentido que remontaban a sus orígenes?. Religión, moral, industria, todo ha partido de este centro, a la vez misterioso y accesible, en donde los genios de los primeros tiempos han depositado para nosotros la sabiduría. Penetraban con terror en estos santuarios extraños, en donde se elaboraba el futuro de los hombres, y salían más tarde, la frente ceñida de resplandores divinos, para revelar a sus pueblos tradiciones que se remontaban a los tiempos anteriores al diluvio y hablaban de los primeros días del mundo. De ese modo Orfeo, Moisés, al igual que ese legislador menos conocido entre nosotros, al que los hindúes llaman Rama, llevaron un mismo fondo de enseñanzas y creencias, que se modificaron según los lugares y las razas, pero que por todas partes constituyeron civilizaciones que perduraron en el tiempo. Lo que conforma el carácter de la antigüedad egipcia, es justamente ese pensamiento de universalidad e incluso de proselitismo, que Roma imitó sólo por el interés de su poderío y su gloria. Un pueblo que fundó monumentos indestructibles para grabar en ellos todos los procedimientos de las artes y la industria y que habló para la posteridad en una lengua que esa misma posteridad ha comenzado a comprender; merece, ciertamente, el reconocimiento de todos los hombres. * Así, en Pierre Vattier, “L’Histoire mahométane ou les Quarante-neuf chalifes du Macine” (1657)(voir n.31*) abundantemente mencionada en el “Carnet de notes du Voyage en Orient” (Pléiade) ** En la leyenda de Hakem, narrada más adelante, el califa gritó: “¡Yo mismo soy dios!, sólo yo, el verdadero, el único dios, y los otros no son más que sombras” (p. 72, t.II) Ya aquí se constata que es la “Teomanía”, la desmesura prometeica que hay en Hakem, lo que fascina a Nerval.

Esmeralda de Luis y Martínez 10 febrero, 2012 10 febrero, 2012 Amrou, Barkouk, Bibars, el Fostat, Hakem, Harem, Moisés, Orfeo, Rama, Saladino, Touloun
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