«VIAJE A ORIENTE» – Las noches de Ramadán
HISTORIA DE LA REINA DE LA MAñANA Y DE SOLIMÁN, EL PRÍNCIPE DE LOS GENIOS – X. La entrevista… Solimán recibe en el templo a Adonirám, que solicita al rey permiso para licenciarse de su trabajo y partir hacia Fenicia. Solimán sospecha de Adonirám y urde su perdición valiéndose de los traidores Phanor, Amrou y Méthousaël.
Adonirám avanzó lentamente, y con una mirada firme, hasta el trono donde reposaba el rey de Jerusalén. Tras un respetuoso saludo, el artista esperó, como era costumbre, a que Solimán le invitara a hablar.
“Por fin, maestro -le dijo el príncipe-, os habéis dignado, atender a nuestros deseos, y darnos la ocasión de felicitaros por un triunfo… inesperado, y testimoniaros nuestra gratitud. La obra es digna de mi persona, aún más de la vuestra. En cuanto a la recompensa, nunca sería suficientemente espléndida; así que designadla vos mismo: ¿qué deseáis de Solimán?
– Que aceptéis mi dimisión, señor: los trabajos tocan a su fin y se pueden acabar sin mí. Mi destino es recorrer el mundo, me reclama hacia otros cielos, y pongo en vuestras manos de nuevo la autoridad con la que me habíais investido. Mi recompensa es el monumento que dejo y el honor de haber servido de intérprete a los nobles deseos de un rey tan poderoso.
– Vuestra petición nos aflige. Contaba con manteneros entre nosotros con un eminente rango en mi corte.
– Mi carácter, señor, respondería mal a vuestras bondades. Independiente por naturaleza, solitario por vocación, indiferente a los honores para los que no he nacido, sometería con demasiada frecuencia vuestra indulgencia a prueba. Los reyes tienen un humor desigual; la envidia les rodea y les asedia; la fortuna es inconstante: yo ya lo he comprobado más de una vez. Lo que vos llamáis mi triunfo y mi gloria, ¿no ha estado a punto de costarme el honor, e incluso la vida?
– Yo no consideré fracasada vuestra obra hasta el momento en que vos mismo proclamasteis el fatal resultado, ni me jacté nunca de poseer un ascendente superior al vuestro sobre los espíritus del fuego…
– Nadie gobierna a esos espíritus, si es que aún existen. Además, esos misterios pertenecen más al campo del respetable Sadoc que al de un simple artesano. Lo que pasó durante aquella noche terrible, yo lo ignoro: el proceso de la operación confundió todas mis previsiones. Solo que, señor, en esa hora de angustia, esperé en vano vuestro consuelo, vuestro apoyo, y por eso mismo, el día del éxito, menos aún cabía en mis sueños esperar vuestros elogios.
– Maestro, eso es orgullo y resentimiento.
– No, señor, es humildad y sincera equidad. Desde la noche en que vertí la fundición del mar de bronce hasta el día en que la descubrí, mi mérito en nada ganó, ni perdió. Sólo el éxito marcó la única diferencia…, y, como habéis visto, el éxito está en las manos de dios. Adonay os ama; él ha escuchado vuestras plegarias, y soy yo, señor, quien debe felicitaros y clamaros: ¡gracias!
– ¿Quién me librará de la ironía de este hombre? –pensaba Solimán-. ¿Me dejáis, acaso, para llevar a cabo en otros lugares nuevas maravillas? –preguntó-.
– Hasta no hace mucho tiempo, señor, así lo habría jurado. Mundos increíbles se agitaban en mi ardiente cabeza; mis sueños vislumbraban bloques de granito, palacios subterráneos con bosques de columnas, y la duración de nuestros trabajos aquí se me hacía cada vez más pesada. Pero hoy, mi inspiración se ha aplacado, la fatiga me calma, la tranquilidad me sonríe, y me parece que mi carrera ha terminado…”
Solimán creyó adivinar ciertos destellos de ternura que bailaban en torno a las pupilas de Adonirám. Su mirada era seria, su fisonomía melancólica, su voz más penetrante que de costumbre; de suerte que Solimán, turbado, se dijo: Este hombre es muy bello…
“¿Adónde pensáis ir cuando os marchéis de mis estados? –preguntó Solimán con fingida indiferencia-.
– A Tiro, -replicó sin dudar el artista-; se lo he prometido a mi protector, el buen rey Hiram, que os aprecia como a un hermano, y que me dispensa sus bondades paternales. Bajo vuestra autorización, me gustaría llevarle un plano, con una vista elevada del palacio, el templo, el mar de bronce, así como de las dos grandes columnas, Jakin y Booz[1], que adornan la gran puerta del templo.
– Hágase pues conforme a vuestros deseos. Quinientos caballeros os servirán de escolta, y doce camellos transportarán los presentes y tesoros que se os han destinado.
– Es demasiado: Adonirám sólo se llevará su manto. No se trata, señor, de que esté rechazando vuestros dones. Vos sois generoso; el pago es considerable, y mi partida, así, de pronto, dejaría sin recursos a vuestro tesoro, de lo que yo no sacaría ningún provecho. Permitidme que sea totalmente franco: esos bienes que acepto gustoso, los dejaré en depósito en vuestras manos. Cuando los necesite, señor, os lo haré saber.
– En pocas palabras, -dijo Solimán-, el maestro Adonirám tiene la intención de convertirnos en su tributario.”
El artista sonrió y respondió graciosamente:
“Señor, me habéis adivinado el pensamiento.
– Y es posible que se reserve para un día en el que pueda tratar conmigo dictando sus condiciones.”
Adonirám intercambió con el rey una mirada aguda y desafiante.
“Sea lo que sea, -añadió-, yo no osaría solicitar nada que no fuera digno de la magnanimidad de Solimán.
– Creo, -dijo Solimán sopesando el efecto que podían causar sus palabras-, que la reina de Saba tiene algunos proyectos en mente, y se propone emplear vuestro talento…
– Señor, ella no me ha hablado de eso en ningún momento.”
Esa respuesta daba lugar a otras sospechas.
“No obstante, objetó Sadoc, vuestro arte no la ha dejado indiferente. ¿Vais a marcharos sin despediros de ella?
– Despedirme de ella…, – repitió Adonirám, mientras Solimán se percataba de un brillo extraño en sus ojos-; despedirme de ella…
– Esperábamos, -prosiguió el príncipe-, conservaros con nosotros para las próximas fiestas que daremos con motivo de nuestro enlace; ya que como sabéis…”
La frente de Adonirám se cubrió de un rojo intenso, y añadió sin amargura:
“Mi intención es llegar a Fenicia cuanto antes.
– Ya que así lo exigís, maestro, sois libre: acepto vuestra dimisión…
– A partir de la puesta del sol, -objetó el artista-. Aún debo pagar a los obreros, por lo que os ruego, señor, que ordenéis a vuestro intendente Azarías que haga llegar al mostrador colocado al pie de la columna Jakin el dinero necesario. Les pagaré como de costumbre, sin anunciarles mi marcha a fin de evitar el tumulto de las despedidas.
– Sadoc, transmitid esa orden a vuestro hijo Azarías. Una última cuestión: ¿qué pasa con los tres compañeros llamados Phanor, Amrou y Méthousaël?
– Tres pobres ambiciosos, honestos, pero sin talento. Aspiraban al título de maestros y me han presionado para que les diera la palabra-clave, a fin de tener derecho a un salario mayor. Al final, han entrado en razón, y hace bien poco que me ha sorprendido su buen corazón.
– Maestro, está escrito: “teme a la serpiente herida que se repliega.” Debíais conocer mejor a los hombres: esos son vuestros enemigos; son ellos los que con sus malas artes causaron los accidentes que estuvieron a punto de hacer fracasar la fundición del mar de bronce.
– ¿Y vos, señor, cómo lo sabéis?…
– Al creer que todo estaba perdido, pero confiando en vuestro buen hacer, busqué las causas ocultas de la catástrofe, y mientras vagaba entre los distintos grupos de gente, esos tres hombres, creyéndose solos, hablaron.
– Su crimen ha hecho perecer a mucha gente. Tal comportamiento es peligroso; es a vos a quien corresponde decidir su suerte. Ese accidente me costó la vida de un joven al que yo amaba, un hábil artista: Benoni, desde entonces no volvió a aparecer. En fin, señor, la justicia es el privilegio de los reyes.
– A todos les será aplicada. Vivid feliz, maestro Adonirám; Solimán no os olvidará.”
Adonirám, pensativo, parecía indeciso y confuso. De pronto, cediendo a un momento de emoción dijo:
“Pase lo que pase, señor, estad seguro de que siempre os respetaré, de mis piadosos recuerdos, de la nobleza de mi corazón. Y si la sospecha invadiera vuestro espíritu, pensad que, como la mayoría de los humanos, Adonirám no era dueño de sus actos, ¡tenía que cumplir su destino!
– Adiós, maestro… ¡cumplid con vuestro destino!”
Diciendo esto, el rey le tendió una mano sobre la que el artista se inclinó con humildad; aunque sin posar sobre ella sus labios, y Solimán se estremeció.
“¡Bien!, -murmuró Sadoc viendo que Adonirám se alejaba-, ¡Bien!, y ahora ¿qué ordenáis, mi señor?
– El silencio más profundo, padre mío; porque a partir de este momento sólo me fiaré de mí mismo. Entérate de una vez por todas, yo soy el rey. Obedece pues, si no deseas caer en desgracia y cállate, si no quieres perder la vida, eso es lo que has de hacer… Vamos, viejo, no tiembles: el soberano que te hace partícipe de sus secretos para instruirte es un amigo. Haz llamar a esos tres obreros encerrados en el templo; quiero hacerles aún algunas preguntas.”
Amrou y Phanor comparecieron junto con Méthousaël; a sus espaldas, se colocaron los siniestros guardianes mudos con el sable entre las manos.
“He sopesado vuestras palabras, -dijo Solimán en tono severo-, y he visto a Adonirám, mi siervo. ¿Se trata de la justicia o acaso de la envidia?, ¿qué os mueve a ir contra él?, ¿cómo simples obreros se atreven a juzgar de ese modo a su maestro? Si fueseis hombres notables y jefes entre vuestros hermanos, vuestro testimonio sería menos sospechoso. Pero no; vosotros sólo conocéis la avaricia, ambicionáis el título de maestro; pero no podéis obtenerlo y el resentimiento ha endurecido vuestros corazones.
– Señor, -dijo Méthousaël prosternándose-, queréis ponernos a prueba. Pero, aunque me cueste la vida, yo sostendré que Adonirám es un traidor; y es cierto que yo he conspirado para perderle, pero lo he hecho con el único fin de salvar a Jerusalén de la tiranía de un hombre pérfido que pretendía esclavizar a mi país con sus hordas extranjeras. Mi imprudente franqueza es la mejor garante de mi fidelidad.
– No veo por qué he de dar crédito a hombres despreciables, a esclavos de mis servidores. Pero… la muerte ha dejado vacantes en el cuerpo de los maestros: Adonirám me ha pedido retirarse a descansar, y yo me voy a dedicar, como él, a buscar entre los jefes a gente digna de mi confianza. Esta tarde, después de la paga, solicitadle la iniciación de los maestros; él estará solo… haced que escuche vuestras razones. Solo de ese modo yo conoceré que sois trabajadores eminentes en vuestras artes y bien situados en la estima de vuestros hermanos. Adonirám es sabio: sus decisiones son ley. ¿No ha mostrado hasta ahora que nunca le ha abandonado Dios? ¿acaso ha dejado ver su reprobación ante alguno de esos consejos siniestros, o por alguno de esos terribles golpes?, ¿es que su brazo invisible ha sabido llegar hasta los culpables? ¡Pues bien! Que Jehová os juzgue: si Adonirám os distingue con su favor, eso será para mí la secreta señal de que el cielo se os declara propicio, y yo me cuidaré de Adonirám. En caso contrario, si él os niega el título de maestro, mañana compareceréis ante mí; yo escucharé la acusación y la defensa entre vosotros y él: los ancianos del pueblo darán su veredicto. Id, meditad sobre lo que os he dicho, y que Adonay os ilumine.”
Los tres hombres se pusieron rápidamente de acuerdo con un pensamiento único: “Hay que arrancarle la palabra-clave, dijo Phanor.
– ¡O que muera! –añadió el fenicio Amrou.
– Mejor, ¡que nos diga la palabra-clave de los maestros y después muera!” –gritó Méthousaël.
Sus manos se unieron en un triple juramento.
A punto de franquear el atrio, Solimán, se volvió, y observándoles de lejos, respiró con fuerza y dijo a Sadoc: “Ahora, ¡tiempo para el placer!… vayamos a buscar a la reina.”
[1] Acerca de las dos columnas de bronce colocadas en el pórtico del templo, Jakin y Booz, ver Reyes-1, VII, 15-22. Son las mismas columnas que aparecen en los emblemas masónicos. En el capítulo XII, más adelante, también se habla de su importancia en el ritual del templo.