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“VIAJE A ORIENTE” 022

II. Las esclavas – XII. Abd-el-Kérim… Llegamos a una hermosa mansión, buy cialis sin duda antigua morada de un “kachef” o de un bey mameluco, viagra cuyo vestíbulo se prolongaba en una galería de columnas sobre uno de los lados del patio. Al fondo, se apreciaba un diván de madera provisto de almohadones, en el que reposaba un musulmán de buen aspecto, vestido con cierto rebuscamiento, y que desgranaba descuidadamente su rosario de madera de áloe. Un negro andaba atizando el carbón del narguile, y un escribano copto, sentado a sus pies, servía sin duda, de secretario. “Éste es, me dijo Abdallah, el señor Abd-el-Kérim, el más ilustre mercader de esclavos. Él os puede procurar mujeres hermosas, sólo si le apetece, ya que al ser hombre rico, con frecuencia las guarda para él”. Abd-el-Kérim me hizo una graciosa señal con la cabeza, llevándose la mano al pecho, y me dijo “saba-el-kher”. Respondí a su saludo con una fórmula árabe análoga, pero con un acento que le descubrió mi origen. Me invitó a sentarme a su lado, e hizo que me sirviesen un narguile y un café. “El veros conmigo, me dijo Abdallah, hace que tenga una buena opinión acerca vuestra. Le voy a decir que acabáis de estableceros en el país y que os disponéis a montar ricamente vuestra mansión”. Las palabras de Abdallah parece que impresionaron favorablemente a Abd-el-Kérim, que me dirigió unas cuantas palabras de cortesía en un mal italiano. El porte fino y distinguido, la mirada penetrante y las graciosas maneras de Abd-el-Kérim convertía en algo natural el que hiciera los honores de su palacio; un palacio dedicado a tan triste comercio.  Poseía las peculiares formas de afabilidad de un príncipe y la despiadada resolución de un pirata. Debía domeñar a las esclavas con esa expresión inmóvil de sus ojos melancólicos, y al abandonarlas, incluso haciéndolas sufrir, se quedaban con la tristeza de no tenerlo más como amo y señor. Es evidente, me decía, que la mujer que me sea vendida aquí ya habrá sido tomada por Abd-el-Kérim. Me daba lo mismo. Poseía tal fascinación su mirada, que comprendí al punto lo imposible de no hacer negocios con él. El patio cuadrado, en el que se paseaban un buen número de nubias y abisinias, ofrecía por doquier arcadas y galerías en la parte alta de una elegante arquitectura. Amplias mashrabeyas (celosías) de madera torneada, se asomaban a un vestíbulo de la escalinata, decorada con arcos de herradura, por la que se ascendía a las habitaciones de las esclavas más bellas. Ya habían entrado muchos compradores que examinaban a los negros más o menos oscuros en el patio. Se les obligaba a caminar, se les golpeaba la espalda y el pecho, y se les obligaba a mostrar la lengua. Tan solo uno de aquellos jóvenes vestidos con una túnica de franjas azules y amarillas, con el cabello trenzado y deslizándose liso, como un tocado medieval, llevaba en el brazo unas pesadas cadenas que hacía resonar caminando con un paso fiero. Era un abisinio de la nación de los GALLA, cautivado, sin duda en alguna escaramuza. Alrededor del patio había numerosas salas en la parte baja, habitadas por negras como las que ya había visto en otras ocasiones; despreocupadas e indolentes la mayor parte, riendo por cualquier cosa. En cambio, una mujer vestida con un manto amarillo, lloraba ocultando su rostro contra una columna del vestíbulo. La tierna serenidad del cielo y las luminosas filigranas que trazaban los rayos del sol en el patio, protestaban en vano contra esta elocuente desesperación. Yo me sentía con el corazón acongojado. Pero por detrás de la columna, y aunque su rostro estaba oculto, vi que esta mujer era casi blanca. Un niño pequeño se apretujaba contra ella, medio envuelto en su manto. Se haga lo que se haga para aceptar la vida oriental, uno termina por sentirse francés y… sensible en momentos como esos. Por un instante pensé en comprarla si podía, y darle la libertad. “No se fije en ella, me dijo Abdallah, esa mujer es la esclava de un efendi que para castigarla por una falta que ha cometido, la ha enviado al mercado en donde van a simular que la venden con su hijo. Cuando haya pasado aquí algunas horas, su amo vendrá a buscarla y sin duda la perdonará.” Así que la única esclava que allí lloraba lo hacía por el hecho de perder a su amo, y las otras, no parecían inquietarse por nada que no fuera pasar demasiado tiempo sin encontrar uno. Esto es algo que dice mucho a favor del carácter de los musulmanes. ¡Compárese esta suerte a la de los esclavos en los países americanos!. Bien es cierto que en Egipto tan solo el fellah trabaja la tierra. Se procura cuidar la salud del esclavo, que cuesta caro, y no se le ocupa más que en servicios domésticos. Ésta es la inmensa diferencia que existe entre el esclavo de los países turcos y el de los cristianos.

Esmeralda de Luis y Martínez 10 febrero, 2012 10 febrero, 2012 Abd-el-Kérim, Kachef, nación de los Galla.
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