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“VIAJE A ORIENTE” 009

I. Las bodas coptas – VIII. El Wékil…     El judío Yousef, unhealthy un conocido mío del bazar del algodón, site venía todos los días a sentarse a mi diván y a perfeccionar su conversación. –                     Me he enterado, cialis sale me dijo, que necesita una mujer, y le he encontrado un wékil. –                     ¿Un wékil? –                     Sí, un mensajero, un embajador. En este caso, un hombre de bien, encargado de entenderse con los padres de las jóvenes casaderas. Él le conducirá y le guiará hasta ellas. –                     ¡Eh!, ¡eh! ¿pero quiénes son esas jóvenes? –                     Son personas muy honestas, ya que en El Cairo sólo las hay así desde que Su Alteza relegó a las otras a Esné, un poco más abajo de la primera catarata. –                     Bueno, bueno, ya veremos, tráigame usted a ese wékil. –                     Ya lo traje, está esperando ahí abajo. El wékil era un ciego, al que su hijo, un hombretón robusto, guiaba con cuidado. Montamos los cuatro en los burros, y me reí en mi fuero interno, al comparar al ciego con Amor, y a su hijo con el dios del himeneo. El judío, no muy interesado por estas reseñas mitológicas, me instruía durante el camino. –                     Usted puede –me decía— casarse aquí de cuatro formas: la primera, desposando a una joven copta ante el Turco. –                     ¿Qué es eso del Turco? –                     Es un buen santón al que usted entrega unas monedas, y él, a cambio, le dice una plegaria, le asiste ante el Qadi, y cumple las funciones de un sacerdote: A este tipo de hombres se les considera santos en este país, y todo cuanto ellos hacen, está bien hecho. No se preocupan por la religión que usted practique, siempre que usted no sienta reparos por la suya. Pero estas bodas no son las de las muchachas más honestas. –                     Bien, pasemos revista a otro tipo de boda. –                     Este otro es un matrimonio serio. Usted es cristiano y los coptos también lo son. Hay sacerdotes coptos que pueden casarles, aunque en el cisma, a condición de consignar una dote para la esposa, por si acaso en el futuro se divorciara de ella. –                     Es muy razonable, pero ¿cuál es la dote?… –                     ¡Ah!, eso depende del trato. Como mínimo hay que dejar doscientas piastras. –                     ¡Cincuenta francos!, pardiez, así me caso yo y por bien poco. –                     Existe aún otro tipo de matrimonio para las personas muy escrupulosas. Se trata del de las buenas familias. Usted se compromete ante el sacerdote copto, y luego le casan según su propio rito, pero después usted no puede divorciarse. –                     ¡Uy!, pero eso es muy grave ¡Espere! –                     Perdón; también es necesario de entrada, constituir un ajuar para el caso en que usted se marche del país. –                     Entonces ¿la mujer quedaría libre? –                     Desde luego, y usted también, pero mientras usted siga en el país, estarán unidos. –                     En el fondo, es bastante justo. Pero, ¿cuál es el cuarto tipo de boda?. –                     No le aconsejo a usted que piense en ese. Se trataría de casarse dos veces: en la iglesia copta y en el convento de los franciscanos. –                     ¿Es un matrimonio mixto?. –                     Un matrimonio muy sólido. Si usted se marcha, tiene que llevarse a la mujer. Ella puede seguirle a todas partes y llenarle de críos que quedarían a su cargo. –                     Entonces, ¿quiere decir que se acabó, que de ese modo se está casado sin remisión? –                     Aún quedan artimañas para deslizar una nulidad en las actas… pero sobre todo, guárdese de una cosa: dejarse conducir ante el cónsul. –                     Pero eso es el matrimonio europeo. –                     Desde luego. Y en ese caso, a usted sólo le quedaría un recurso, si conoce a alguien del Consulado, obtener que las publicaciones no se hagan en su país. Los conocimientos de este cultivador de gusanos de seda acerca de los matrimonios me tenían perplejo; pero me informó que ya le habían utilizado en otras ocasiones para esta clase de asuntos. Servía de traductor al wékil, que sólo hablaba árabe. Me interesaba conocer hasta el último de los detalles sobre las posibles formas de contraer matrimonio. Llegamos así al otro extremo de la ciudad, en la parte del barrio copto que da la vuelta a la plaza de El-Esbekieh, del lado del Boulac. Una casa de apariencia bastante pobre al final de una calle repleta de vendedores de hierbas y frituras. Ése era el lugar en donde se iba a celebrar la presentación. Se me advirtió que aquella no era la casa de los padres, sino un terreno neutral. –                     Va a ver usted a dos –me dijo el judío— y si no queda satisfecho, haremos venir a otras. –                     Está bien, pero si están veladas, le prevengo que yo no me caso. –                     ¡Oh!, esté usted tranquilo, aquí no estamos entre turcos. –                     Aunque los turcos tienen la ventaja de poder desquitarse gracias al número. –                     Esto es totalmente diferente. La sala del piso bajo de la casa, la ocupaban tres o cuatro hombres, vestidos con galabeias azules, que parecían dormitar. No obstante, gracias a la vecindad de una de las puertas de la ciudad y de su cuerpo de guardia, situado en las proximidades, este escenario no me parecía inquietante. Subimos por una escalera de piedra a una terraza interior. La habitación a la que se accedía de inmediato daba a la calle, y la amplia ventana, con toda su cancela de carpintería, sobresalía, conforme al uso, medio metro por fuera de la casa. Una vez sentado en esa especie de vestíbulo, la mirada se me perdía en los extremos de la calle en donde se veía a los caminantes a través de los enrejados laterales. En general, éste es el lugar de las mujeres, desde el que, al igual que tras su velo, observan todo sin ser vistas. Se me invitó a sentarme, mientras el wékil, su hijo y el judío se acomodaban en los divanes. Al poco llegó una mujer copta velada, levantó su borghot negro por encima de la cabeza, lo que, con el velo hacia atrás, componía una especie de tocado israelí. Ésta era la khatbé*, o wékil de las mujeres. Me comentó que las jóvenes estaban acabando de arreglarse. Mientras tanto, trajeron pipas y café para todo el mundo. Un hombre de barba blanca, con turbante negro, se había agregado también a la reunión. Se trataba del sacerdote copto. Dos mujeres veladas, las madres, sin duda, se quedaron de pie junto a la puerta. Aquello iba muy en serio, y esa espera –debo reconocer— me estaba provocando algo de ansiedad. Por fin entraron dos jovencitas que vinieron a besarme la mano. Las invité por señas a sentarse a mi lado.  –                     Déjelas de pie –me dijo el judío—son sus sirvientes. Pero yo era aún demasiado francés como para no insistir. El judío habló y sin duda les dio a entender que entre los europeos había la extraña costumbre de que se sentaran las mujeres delante de ellos. Al fin se sentaron junto a mí. Llevaban unas túnicas de tafetán estampado y muselinas bordadas. El conjunto resultaba bastante primaveral. El tocado, compuesto por un tarbouche rojo adornado de pasamanería, dejaba escapar un mechón de cintas y trenzas de seda, mientras que racimos de piezas de oro –lo más probable es que fueran falsas— ocultaban sus cabellos por completo. Aún así, era fácil ver que una era rubia y la otra morena. Además, habían previsto cualquier objeción sobre la talla o el color: La primera, era esbelta como una palmera y tenía los ojos negros de las gacelas, y era morena, ligeramente oscura. La otra, más delicada, más rica de contornos, y de una blancura que me resultaba extraña en esas latitudes, tenía el rostro y el porte de una joven reina floreciendo en el país de la mañana. Ésta última me seducía en particular, y pedí que le tradujeran de mi parte toda suerte de halagos, sin por ello descuidar a su compañera. Y como el tiempo pasaba sin que yo abordara el asunto principal que nos había llevado hasta allí, la khatbé las hizo levantarse y les decubrió los hombros, que golpeó con la mano para demostrar su firmeza. Hubo un momento en que temí que la exhibición fuera demasiado lejos, y yo mismo me encontraba un poco cohibido ante estas pobres muchachas, que volvían a cubrirse con las gasas sus traicionados encantos. Entonces me dijo el judío: –                     ¿Qué piensa usted? –                     Hay una que me gusta mucho, pero preferiría pensármelo un poco. Yo no me puedo apasionar así, de golpe, volveremos a verlas… Desde luego que los allí presentes habrían preferido una respuesta más precisa. La khatbé y el sacerdote copto me incitaban a que tomara una decisión de inmediato, pero yo me levanté prometiéndoles que volvería, aunque me daba cuenta que no confiaban mucho en mis palabras. Las dos jovencitas habían salido durante la negociación, y cuando atravesaba la terraza para salir a la escalera, la que más me había interesado en particular, parecía ocupada en arreglar las plantas. Se levantó sonriente, y dejando caer su tarbouche, sacudió sobre sus hombros unas magníficas trenzas doradas, a las que el sol daba un vivo reflejo rojizo. Este último esfuerzo de una coquetería, por supuesto bien legítima, casi triunfa sobre mi prudencia, e hice decir a su familia que les aseguraba el envío de los presentes. “A fe mía, dije al salir al complaciente israelita, que me casaría con ésta ante el turco. –      La madre no querría, se empeña en que sea con el sacerdote copto. Es una familia de escritores: el padre ha muerto y la jovenciata que usted prefiere sólo se ha casado una vez, a pesar de tener ya dieciséis años. –      ¡Cómo! ¿es viuda? –      No, divorciada. –      ¡Ah!, pero esto cambia las cosas” De todos modos, les envié una pequeña pieza de tela como presente. El ciego y su hijo se pusieron a buscar de nuevo y me encontraron otras candidatas. Casi siempre se trataba de la misma ceremonia, pero yo le tomé gusto a este pasar revista al bello sexo copto, y por medio de algunos retales y pequeñas bagatelas no se acababa de formalizar nada debido a mi incertidumbre. Hubo una madre que llevó a su hija hasta mi cuarto, y creo que, sin temor a equivocarme, habría celebrado el himeneo ante el turco; pero bien pensado, aquella muchacha estaba en la edad de haber pasado ya por más maridos de lo deseable. * – Casamentera (EDL)

Esmeralda de Luis y Martínez 6 febrero, 2012 6 febrero, 2012 bodas coptas, el judío Yousef, El-Esbekieh, khatbé, wékil
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