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“VIAJE A ORIENTE” – Las noches del Ramadán – Final del relato de Solimán y la Reina de la Mañana

HISTORIA DE LA REINA DE LA MAÑANA Y DE SOLIMÁN, EL PRÍNCIPE DE LOS GENIOS – XII. “Makbenách”… (sobre el asesinato ritual de Adonirám en el templo de Jerusalén. De cómo Adonay abandona y castiga a Solimán por verter la sangre de los descendientes de Caín- “MAKBENÁCH” (la carne se desprende de los huesos) nueva palabra-clave elegida por los maestros, tras encontrar el cadáver de Adonirám enterrado bajo una acacia en la que se había posado el ave Hud-Hud…)      Durante la pausa que siguió al relato anterior, los oyentes andaban agitados con ideas controvertidas. Unos rechazaban admitir la tradición seguida por el narrador; pretendían que la reina de Saba sólo tuvo realmente un hijo con Solimán y con nadie más. El abisinio, sobre todo, se creía ultrajado en sus convicciones religiosas por la suposición de que sus soberanos no fueran más que los descendientes de un obrero.“Has mentido, -gritaba al rapsoda-. El primero de nuestros reyes abisinios se llamaba Menilék, y era el auténtico hijo de Solimán y de Balkis-Makeda. Su descendiente reina aún sobre nosotros en Gondar[1].        – Hermano, -le dijo un persa-, déjanos escuchar la historia hasta el final, de otro modo te echarán fuera como la otra noche. Este relato, según nuestro punto de vista, es el ortodoxo, y si vuestro pequeño “Padre Juan[2]” de Abisinia[3] quiere descender de Solimán, estaremos de acuerdo en que así sea, pero lo sería gracias al matrimonio entre Solimán y alguna negra etíope, y no a través de la reina Balkis, que pertenecía a nuestra raza blanca.        El dueño del cafetín interrumpió la furiosa respuesta que ya estaba preparando el abisinio, y cuando a duras penas restableció la calma, el narrador continuó de este modo[4]…         Mientras Solimán acogía en su casa de campo a la princesa de los sabeos, un hombre que pasaba por los altos del Moria, miraba pensativo el crepúsculo que se extinguía entre los nubarrones y los relámpagos resplandecientes como constelaciones de estrellas, bajo las sombras de Mello. Enviaba un último pensamiento a su amor, y se despedía de las rocas de Solyme[5], en la ribera del Cedrón que jamás volvería a ver.          El tiempo iba pasando, y el sol, al palidecer, había dejado caer la noche sobre la tierra. Al ruido y llamada de los martillos, que repicaban golpeando sobre el mar de bronce, Adonirám, dejando aparte sus pensamientos, atravesó la multitud de obreros allí congregados, y penetró en el templo, del que entreabrió la puerta oriental, colocándose al pie de la columna Jakin, para desde allí presidir la paga. Antorchas encendidas bajo el peristilo chisporroteaban al recibir unas gotas de tibia lluvia, a cuya caricia, los jadeantes obreros ofrecían su pecho con gallardía.           La muchedumbre era numerosa; y Adonirám, además de a los contables, tenía a su disposición encargados asignados a los distintos gremios. La separación de los tres grados jerárquicos se realizaba gracias a una palabra asignada a cada uno de ellos que reemplazaba, en esta circunstancia, a los signos manuales, cuya identificación habría llevado demasiado tiempo. A continuación, el salario era pagado conforme a la palabra-clave.        La palabra asignada para el grado de los aprendices, había sido anteriormente JAKÍN[6], nombre de una de las columnas de bronce; la de los otros compañeros, BOOZ, nombre de la otra columna, y la de los maestros, JEHOVÁ.        Ordenados por categorías y puestos en fila, los obreros se presentaban ante la mesa de pagos, delante de los intendentes, presididos por Adonirám que les daba la mano, y al oído le murmuraban en voz baja una palabra. Para este último día se había cambiado la palabra clave. El aprendiz decía TUBALCAÍN; el compañero, SCHIBBOLETH; y el maestro, GIBLIM[7].        Poco a poco, la muchedumbre iba desapareciendo; el recinto se quedó desierto, y habiéndose retirado los últimos solicitantes, se dieron cuenta de que no todo el mundo se había presentado, ya que aún quedaba dinero en la caja.        “Mañana, -dijo Adonirám-, vos haréis la llamada, y así sabréis si es que hay algun obrero enfermo, o si la muerte hubiera visitado a alguno.”        Una vez que todos se hubieron alejado, Adonirám, vigilante y cuidadoso hasta el último día, tomó, según tenía por costumbre, una lámpara para ir a hacer la ronda por los talleres desiertos y por las diferentes estancias del templo, a fin de asegurarse que sus órdenes de extinguir los fuegos habían sido ejecutadas. Sus pasos resonaban tristemente sobre las losas: una vez más contempló sus obras, y se detuvo largamente delante de un grupo de querubines alados, el último trabajo del joven Benoni.        “¡Mi querido niño!” –murmuró con un suspiro.        Una vez cumplido ese peregrinaje, Adonirám se encontró de nuevo en la gran sala del templo. Las tinieblas espesas alrededor de la lámpara se retorcían en volutas rojizas que marcaban las altas nervaduras de las bóvedas, y los muros de la nave, de la que se salía por tres puertas que miraban respectivamente al septentrión, al poniente y al levante.        La primera puerta, la del norte, era la reservada al pueblo; la segunda, la destinada al rey y a sus guerreros; la puerta de oriente era la de los levitas; las columnas de bronce, Jakin y Booz, se distinguían en el exterior de la tercera puerta.        Antes de abandonar el templo por la puerta de occidente, la que le quedaba más cerca, Adonirám echó un vistazo al fondo de la tenebrosa sala, y su imaginación, exacerbada por las numerosas estatuas que acababa de contemplar, evocó en las sombras el espíritu de Tubalcaín. Su mirada trató de perforar las tinieblas; pero la quimera se hizo cada vez más grande y borrosa hasta que, llenando todo el templo, se desvaneció en la profundidad de los muros como la sombra que arrojara un hombre iluminado por el resplandor de una llama que se aleja. Un quejumbroso lamento pareció resonar bajo las bóvedas.[8]        Entonces, Adonirám se volvió, aprestándose a salir. Pero de pronto, una forma humana se desgajó de la columna, y en un tono feroz le dijo:        “Si pretendes salir habrás de librarme la palabra-clave de los maestros.”        Adonirám iba desarmado; respetado por todos, habituado a ordenar mediante signos, ni se le había ocurrido pensar en defender su sagrada persona.        “¡Desdichado! –respondió, al reconocer al compañero Méthousaël-, ¡Aléjate!. ¡Tú serás recibido entre los maestros sólo cuando la traición y el crimen sean honrados! Huye con tus compinches antes de que la justicia de Solimán alcance vuestras cabezas.”        Méthousaël le escuchó, y alzando el martillo con su vigoroso brazo, lo hizo retumbar con terrible fragor sobre el cráneo de Adonirám. El artista se tambaleó aturdido; por un movimiento instintivo, buscó escapar por la segunda puerta, la de septentrión; pero allí se encontraba el sirio Phanor, que le dijo:        “¡Si quieres salir, revélame la palabra-clave de los maestros!”        – ¡Tú ni siquiera has hecho siete años de trabajos! –replicó Adonirám con voz exangüe.        – ¡La palabra clave!        – ¡Jamás!        Phanor, el albañil, le hundió su cincel en el costado; pero no pudo herirle de nuevo, ya que el arquitecto del templo, avivado por el dolor, voló como una saeta hasta la puerta de Oriente para escapar de sus asesinos.        Pero era allí en donde Amrou, el fenicio, compañero del gremio de los carpinteros, le estaba esperando para a su vez conminarle:        “Si quieres pasar, dame la palabra clave de los maestros.        – Yo no la he obtenido de este modo, -articuló con dificultad un agotado Adonirám-; reclámasela al que te ha enviado.”        Al ver que Adonirám se esforzaba tratando de abrirse camino, Amrou le clavó la punta de su compás en el corazón.        Y fue en ese mismo momento cuando estalló la tormenta con un terrible trueno.        Adonirám yacía en el suelo, y su cuerpo cubría tres inmensas losas. A sus pies se habían reunido los asesinos, agarrándose de las manos.        “Este hombre era grande, -murmuró Phanor.        – Pero en una tumba no ocupará más espacio que tú, -dijo Amrou.        – ¡Que su sangre caiga sobre Solimán Ben-Daoud!        – ¡Gimamos por nosotros! –replicó Méthousaël-; pues conocemos el secreto del rey. Destruyamos la prueba del asesinato; la lluvia cae; la noche es oscura; Iblís nos protege. Llevemos estos restos lejos de la ciudad, y confiémosles a la tierra.”        Entonces envolvieron el cuerpo en un gran lienzo de piel blanca, y, levantándolo en sus brazos, descendieron sigilosamente por las orillas del Cedrón, dirigiéndose hacia un cerro solitario situado más allá del camino de Betania. Cuando llegaron allí, asustados y con el corazón encogido por el miedo, se encontraron de pronto en presencia de una escolta de caballeros. El crimen es temeroso, se detuvieron; la gente que huye se comporta con miedo… y fue entonces cuando la reina de Saba pasó en silencio delante de los espantados asesinos que transportaban los restos de Adonirám, su esposo.        Los asesinos se alejaron un poco más y cavaron un agujero en la tierra que acogió el cuerpo del artista. Tras lo cual, Méthousaël, arrancando una rama tierna de acacia, la clavó en el terreno recién removido bajo el que reposaba la víctima.        Mientras tanto, Balkis huía a través de los valles; la tempestad desgarraba los cielos, y Solimán dormía; más cruel aún su dolor, por tener que despertar.        El sol había completado su recorrido por el mundo, cuando el efecto letárgico del filtro que había bebido se disipó. Atormentado por terribles sueños, se debatía contra aquellas visiones, y  gracias a una violenta sacudida volvió al dominio de la vida.        Se levantó y se extrañó; sus ojos errabundos parecían estar buscando la razón de su dueño, hasta que por fin empezó a recordar…        La copa vacía ante él; las últimas palabras de la reina trazándose de nuevo en su pensamiento; no la ve y se inquieta; un rayo de sol que revolotea irónico sobre su frente le hace temblar; de pronto, adivina todo y lanza un grito de furor.        En vano intenta saber algo; nadie la ha visto salir, y su cortejo ha desaparecido del llano en el que acampaba, no se han encontrado ni restos de su campamento. “¡Mírame bien!, -exclamó Solimán, lanzando una irritada mirada  al Sumo Sacerdote Sadoc-, ¡ésta es la ayuda que tu dios presta a sus servidores! ¿era esto lo que me había prometido? ¡Me arroja como a un juguete a los espíritus del abismo[9], y tú, ministro imbécil, que reinas bajo su nombre por mi impotencia, tú me has abandonado sin prever ni impedir nada de nada! ¡Quién me dará legiones aladas para alcanzar a esa pérfida reina! Genios de la tierra y del fuego, rebeldes dominaciones, espíritus del aire, ¿me obedeceréis vosotros?.        – No [1] blasfeméis, -gritó Sadoc-: Sólo Jehová es grande, y es un dios celoso.”        En medio de ese caos, el profeta Ahías de Siló apareció sombrío, terrible e inflamado del fuego divino; Ahías, pobre y temido, alguien que sólo se debía al espíritu; únicamente se dirige a Solimán: “Dios marcó con una señal la frente de Caín, el asesino, y ha pronunciado: -¡Quien atente contra la vida de Caín, siete veces será castigado! Y sobre Lamec, de la estirpe de Caín, habiendo vertido su sangre, ha sido escrito: -La muerte de Lamec será vengada setenta veces siete[10]. Ahora, ¡escucha, oh, rey, lo que el Señor me ha ordenado que te diga!: – El que haya derramado la sangre de Caín y de Lamec será castigado setecientas veces siete.”        Solimán bajó la cabeza; recordó a Adonirám, y al comprender por esta profecía que sus órdenes habían sido cumplidas, el remordimiento le arrancó este grito: “¡Miserables! ¿qué es lo que han hecho? Yo no les había ordenado matarle”.        Abandonado por su Dios, a merced de los genios, despreciado, traicionado por la princesa de los Sabeos, Solimán, desesperado, posó sus párpados sobre la mano desarmada en la que aún brillaba el anillo que había recibido de Balkis. Ese talismán le dio un atisbo de esperanza. Quedándose sólo, giró el chatón hacia el sol, y vio cómo acudían a él todos los pájaros del aire, excepto Hud-Hud, la abubilla mágica. Él la llamó por tres veces, forzándola a obedecer y ordenándola que le condujera hasta la reina. La abubilla, en ese mismo instante retomó el vuelo, y Solimán, que tendía sus brazos hacia ella, sintió cómo se elevaba sobre la tierra y era llevado por los aires; entonces el miedo le atenazó, y desviando la mano, bajó a la tierra de nuevo. La abubilla, atravesó el valle y fue a posarse en un promontorio de tierra recién removida, sobre la rama de una temblorosa rama de acacia, de donde Solimán no consiguió que se bajara.        Arrebatado por el vértigo, el rey Solimán fantaseaba con reunir numerosos ejércitos para exterminar a sangre y fuego el reino de Saba. Con frecuencia se encerraba solo para maldecir su suerte y convocar a los espíritus. Un ‘afrit, genio de los abismos, fue obligado a servirle y acompañarle en su soledad. Para olvidar a la reina y dar un desahogo a su fatal pasión, Solimán hizo buscar por todas partes mujeres extranjeras que desposó según ritos impíos, y le iniciaron en el culto idólatra de las imágenes. Pronto, y para ablandar a los genios, pobló los altozanos con sus imágenes y construyó, no lejos del Thabor, un templo a Molóch[11].        De ese modo se cumplía la profecía que la sombra de Enoc (Henoc)[12] había hecho en el imperio del fuego, a su hijo Adonirám, en estos términos: “Tú estás destinado a vengarnos, y ese templo que estás erigiendo para Adonay causará la perdición de Solimán.”        Pero el rey de los hebreos aún hizo algo más, tal y como se menciona en el Talmud; ya que, habiéndose extendido el ruido de las murmuraciones sobre el asesinato de Adonirám, el pueblo sublevado exigía justicia, por lo que el rey ordenó que nueve maestros acreditasen la muerte del artista, encontrando su cuerpo.        Habían transcurrido diecisiete días: las pesquisas por los alrededores del templo habían resultado estériles, y los maestros recorrían en vano los campos. Uno de ellos, agotado por el calor, al querer trepar más fácilmente, agarrándose a la rama de una acacia de la que acababa de salir volando un pájaro brillante y desconocido, se sorprendió al percibir que el arbusto entero cedía bajo su mano y se desgajaba por completo de la tierra, que se notaba había sido removida hacía poco, ante lo que el maestro extrañado llamó a sus compañeros.        En seguida los nueve comenzaron a cavar con las uñas y constataron la forma de una fosa. Entonces uno de ellos dijo a sus hermanos:        “Es posible que los culpables fueran unos traidores que hubieran querido arrancar a Adonirám la palabra-clave de los maestros. ¿No sería prudente que la cambiáramos, no fuera que de nuevo volvieran por aquí?.        – ¿Qué palabra adoptaremos? –objetó otro.        – Si encontramos aquí a nuestro maestro, -continuó un tercero-, la primera palabra que sea pronunciada por uno de nosotros nos servirá como palabra-clave; esto llevará hasta la posteridad el recuerdo de este crimen y el juramento que haremos aquí de tomar venganza, nosotros y nuestros hijos, sobre esos asesinos, hasta su descendencia más lejana.”        El juramento fue hecho; sus manos unidas sobre la fosa, y volvieron a excavar con ardor.        Cuando reconocieron el cadáver, uno de los maestros le cogió por un dedo, pero la piel se le quedó en la mano; lo mismo le pasó al segundo; un tercero le agarró por la muñeca del modo que los maestros usan con sus compañeros, y también se separó la piel; ante lo que exclamó: MAKBENÁCH[13], que significa: LA CARNE SE DESPRENDE DE LOS HUESOS.        Sobre el terreno acordaron que esa sería la palabra-clave de maestro en lo sucesivo, y el grito de adhesión de los vengadores de Adonirám, y la justicia divina ha querido que durante un buen número de siglos esa palabra haya levantado a los pueblos contra el linaje de los reyes.        Phanor, Amrou y Méthousaël habían huido; pero, reconocidos como falsos hermanos, perecieron a manos de los obreros, en el Estado de Maaca, rey del país de Geth[14], en donde se ocultaban bajo los nombres de Sterkin, Oterfut y Hoben[15].        Con todo, las corporaciones, por una secreta inspiración, han continuado a lo largo de los siglos buscando llevar a cabo su frustrada venganza sobre Abiram o el asesino… Y la descendencia de Adonirám fue sagrada para ellos; ya que aun transcurrido mucho tiempo, seguían jurando por los hijos de la viuda; pues así llamaban a los descendientes de Adonirám y la reina de Saba.        Por orden expresa de Solimán Ben-Daoud, el ilustre Adonirám fue inhumado bajo el mismo altar del templo que había construido; y por eso Adonay terminó por abandonar el arca de los hebreos y redujo a esclavitud a los sucesores de Daoud[16].         Ávido de honores, de poder y de voluptuosidad, Solimán desposó a quinientas mujeres, y finalmente reuniendo a todos los genios, les obligó a obedecerle y luchar contra las naciones vecinas, gracias a la virtud del célebre anillo, antaño cincelado por Irad, padre del Cainita Maviaël; que lo legó a Henoch, y con él se sirvió para dominar sobre las piedras; Henoch lo cedió al patriarca Jared, que a su vez se lo dio a Nemrod, siendo éste quien se lo pasó a Saba, padre de los Himyaríes.        Con el anillo, Salomón (sic)[17] sometió a los genios, a los vientos y a todos los animales[18]. Harto de poder y de placeres, el sabio iba repitiendo: “Comed, amad, bebed; lo demás sólo es orgullo.”        Y, extraña contradicción: ¡no era feliz! Ese rey, degradado su cuerpo, aspiraba a convertirse en inmortal…        A base de artificios, y con ayuda de un profundo saber, esperaba que mediando ciertas condiciones, podría depurar su cuerpo de los elementos mortales, sin que se corrompiera. Para ello, era necesario que durante doscientos veinticinco años, su envoltura carnal permaneciera al abrigo de cualquier ataque, de todo principio corruptor, durmiendo el sueño profundo de los muertos. Tras lo cual, el alma exilada, volvería a su envoltura terrenal, rejuvenecida y con la virilidad floreciente, cuyo esplendor se sitúa en los treinta y tres años de edad.        Viejo y achacoso, en cuanto percibió la total decadencia de sus fuerzas, señal de un final cercano; Solimán ordenó a los genios que había convertido en sus siervos, construirle, en la montaña del Kaf, un palacio inaccesible, en cuyo centro hizo erigir un trono de oro macizo y marfil, colocado sobre cuatro pilares hechos con el vigoroso tronco de un roble.        Era allí donde Solimán, príncipe de los genios, había decidido pasar ese tiempo de prueba. Los últimos días de su vida fueron empleados en conjurar, mediante signos mágicos y por la virtud del anillo, a todos los animales, a todos los elementos, a todas las sustancias dotadas de la propiedad de descomponer la materia. Conjuró a los vapores de las nubes, a la humedad de la tierra, a los rayos del sol, al soplo de los vientos, a las mariposas, a las polillas y a las larvas. Conjuró a las aves de presa, al murciélago, al búho, a la rata, a la mosca impura, a las hormigas y a las familias de todos los insectos que reptan, trepan y roen. Conjuró al metal; conjuró a la piedra, a los álcalis y a los ácidos, e incluso a las emanaciones de las plantas.        Tomadas estas disposiciones, una vez que se hubo asegurado bien de haber sustraído su cuerpo a todos los agentes destructores, despiadados ministros de Iblís, se hizo transportar por última vez al corazón de la montaña del Kaf, y, convocando a los genios, les impuso trabajos inmensos, ordenándoles, bajo la amenaza de los castigos más terribles, respetar su sueño y velar en torno a él.        A continuación, se sentó en el trono, al que sujetó fuertemente sus miembros, que se fueron enfriando poco a poco; sus ojos se apagaron, su hálito se detuvo, y durmió el sueño de los muertos.        Y los genios esclavos continuaron sirviéndole, ejecutando sus órdenes y prosternándose delante de su señor, esperando su resurrección.        Los vientos respetaron su rostro; las larvas que engendran gusanos no pudieron acercársele; pájaros y roedores fueron obligados a alejarse; el agua desvió sus humedades, y, por la fuerza de los conjuros, el cuerpo permaneció intacto durante más de dos siglos.        La barba de Solimán había crecido y le caía hasta los pies; las uñas habían perforado el cuero de sus guantes y el tafilete dorado de su calzado.        ¿Pero cómo la sabiduría humana, de tan cortas luces, podría alcanzar el INFINITO (sic)?  Solimán había descuidado el conjuro de un insecto, el más ínfimo de todos… se había olvidado de la cresa[19].        La larva avanzó misteriosa… invisible… penetró en uno de los pilares que sostenían el trono, y lo fue royendo lentamente, muy lentamente, sin detenerse ni un momento. Ni el oído más fino habría podido escuchar cómo iba raspando poco a poco ese átomo, que sacudía tras él, año tras año, unos pocos granos de finísimo serrín.        Trabajó de ese modo durante doscientos veinticuatro años… y después, de golpe, uno de los pilares, carcomido, se dobló bajo el peso del trono, que se desmoronó con un terrible fragor[20].        Así que fue la cresa la que venció a Solimán y la primera en conocer su muerte; ya que el rey de reyes, precipitándose sobre las losas, no volvió a despertarse nunca más. Entonces, los genios humillados, reconociendo su desprecio, recuperaron su libertad.        Aquí termina la historia del gran Solimán Ben-Daoud, cuyo relato debe ser acogido con respeto por los verdaderos creyentes, ya que fue reconstruido y compendiado por la sagrada mano del profeta, en la treinta y cuatro fatihat(sic) del Corán, espejo de sabiduría y fuente de verdad[21]                   FIN DE LA HISTORIA DE SOLIMÁN Y DE LA REINA DE LA MAÑANA         El narrador había terminado su historia, que había durado unas dos semanas. No he querido comentar otras cosas que pude observar en Estambul durante el intervalo de estas sesiones, por miedo a desviar el interés sobre el relato. Tampoco he tenido en cuenta algunas breves historias intercaladas aquí y allá, conforme al uso, bien en los momentos en los que el público no es todavía numeroso, bien por darle unas pinceladas divertidas a algunas peripecias dramáticas. Los ‛cafedjis‛ (propietarios o encargados de los cafetines) invierten con frecuencia sumas considerables para asegurarse el concurso de tal o cual narrador de renombre. Como cada sesión no dura más allá de hora y media, los narradores, a lo largo de la misma noche, pueden trabajar en muchos cafés. También ejercen su profesión en los harenes, cuando el marido, una vez se ha asegurado del interés de un cuento, quiere hacer participar a su familia del mismo placer que él ha experimentado. La gente prudente se dirige, para hacer estos negocios, al síndico de la corporación de narradores, los llamados khassidéens, pues a veces sucede que narradores de mala fe, descontentos por la recaudación en el café o por el estipendio recibido en una casa, desaparecen en medio de la situación más interesante, y dejan al auditorio desolado al no poder conocer el final de la historia.             A mí me gustaba mucho el cafetín frecuentado por mis amigos los persas, por lo variopinto de sus parroquianos y la libertad de expresión que allí reinaba; me recordaba al Café du Suratedel bueno de Bernardin de Saint-Pierre[22]. En efecto, se encuentra más tolerancia en estas reuniones cosmopolitas de comerciantes de diversos países de Asia, que en los cafés frecuentados solo por turcos y árabes. De la historia que nos habían contado, se discutía cada sesión entre los distintos grupos de habituales; ya que, en los cafés de Oriente, la conversación jamás es generalista, y, salvo las observaciones del abisinio, que, como cristiano, parecía abusar un poco del mosto de Noé, nadie puso en duda los temas principales de toda la narración. En efecto, los hechos relatados son conformes a las creencias generalizadas en Oriente; tan solo se encuentra un poco de ese espíritu popular de controversia que distingue a los persas de los árabes del Yemen. Nuestro narrador pertenecía a la secta de ‘Aly, que es, por decirlo de alguna manera, la tradición católica de Oriente, mientras que los turcos, pertenecientes a la secta de Omar, representarían más bien una especie de protestantismo que han hecho predominar sometiendo a las poblaciones meridionales[23]. [1] Según la tradición musulmana, Balkis tuvo realmente un hijo de Salomón, origen de la dinastía de los reyes abisinios; que residen en Gondar. [2] Ptolomeo (Geografía VII) GR. [3] El último rey de Abisinia, Hayle Selassie I (23 Julio 1892 – 27 Agosto 1975), se decía que era descendiente de la reina de Saba. Era soberano y Papa al mismo tiempo, y siempre se le ha conocido como el “Padre Juan”. Sus súbditos, aún hoy en día, se llaman a sí mismos “Cristianos de San Juan” [4] La muerte de Adonirám y la búsqueda de su cuerpo, tal y como Nerval las describe a partir de aquí, son el eje central del ritual masónico para la iniciación. [5] Jerusalén (Solime) Jerusalén ha sido llamada con diversos nombres. Primero se llamó Jébus, después Salem, y ambas palabras reunidas formaron el nombre de Jerusalén. También fue conocida como Solyme, Yerusalayim, Luz y Béthel (”Histoires des Croisades”, de Jacques de Vitry) Para el origen de Béthel  –  en hebreo בֵּית־אֵל-, ver http://fr.wikipedia.org/wiki/B%C3%A9thel . [6] El nombre de estas columnas deriva de dos personajes bíblicos. El primero, Jakín, desciende por línea directa del patriarca Jacob (Génesis 46, 10), mientras que Boaz (o Booz) aparece como unos de los ancestros del rey David (Rut 4, 21) http://hermetismoymasoneria.com/s13frar1.htm.  [7] Para el término Schibboleth: ver Jueces XII, 6; Para Giblím: ver I Reyes, V, 32. Estas palabras clave son mencionadas y se explican en diferentes manuales de francmasonería. Todo este capítulo XII, con el relato de la muerte del maestro y más adelante del descubrimiento de su cadáver, sigue de cerca la tradición masónica y confirma que, en el espíritu de Nerval, la historia de Adonirám debía, al igual que en la Flauta mágica, llevarnos hasta el ritual de los francmasones. [8] Hay una visión equivalente a ésta, -la desaparición de una figura desmesuradamente grande- en Aurelia I, 2 y 6. [9] Es el mismo tema de Le Christ aux Oliviers (Les Chimères). [10] Génesis, IV, 15 y 24. [11] Moloch o Moloch Baal o Baal fue un dios de los fenicios, cartagineses y cananeos. Era considerado el símbolo del fuego purificante, que a su vez simbolizaba el alma. Se le identifica con Cronos y Saturno (http://es.wikipedia.org/wiki/Moloch) [12] El Libro de Enoc (o Libro de Henoc, abreviado 1 Enoc) es un libro intertestamentario, que forma parte del canon de la Biblia de la Iglesia ortodoxa etíope pero no es aceptado como canónico por las demás iglesias cristianas, a pesar de haber sido encontrado en algunos de los códices de la Septuaginta (Códice Vaticano y Papiros Chester Beatty). Los Beta Israel (judíos etíopes) lo incluyen en la Tanaj, a diferencia de los demás judíos actuales, que lo excluyen (http://es.wikipedia.org/wiki/Libro_de_Enoc) [13] Sobre algunos elementos relativos a la francmasonería que señala Nerval en este capítulo, es interesante ver la controversia e incluso enfado que produce en algunos miembros de la masonería la narración de Nerval, acusándole de apartarse de los textos bíblicos y musulmanes tradicionales, y despojando a Salomón de sus virtudes, que hace recaer en la reina de Saba (“La contribución ocultista de Gérard de Nerval a la leyenda de Hiram”, de Ángel Almazán de Gracia, http://www.soriaymas.com/ver.asp?tipo=articulo&id=1564) (EDL) [14] Geth: una de las ciudades principales de los filisteos, hogar de la resistencia al pueblo de Israel.- Todos estos nombres son atestiguados en la tradición masónica. [15] Se dice que el verdadero nombre de Abiram era Hoben, y que los otros son Oterfut o Hutterfut y Sterkin. La cuestión de los nombres de los Asesinos es muy compleja; pero los Rituales antiguos afirman que estos cambios en los nombres eran voluntarios, que los Iniciados modificaban el nombre que le daban a los Asesinos de acuerdo con su intención simbólica. Recordemos que en la Masonería simbólica los Asesinos se denominan Jubelás, Jubelós y Jubelón. Algunos dicen “Jubella Gibbs, Jubello Gravelot y Jubellum Romvel. Extraido de: http://es.scribd.com/doc/24353389/Grado-10-Elegido-de-Los-Quince : “Los verdaderos nombres de los Asesinos” (EDL) Y para Abiram o Abi-Ramah, ver el “Diccionario Enciclopédico de la Masonería”, de Lorenzo Frau Abrines (http://ufdc.ufl.edu/UF00083845/00001/20j) (EDL) [16] Nota del traductor: se ha respetado la transcripción de Nerval para los nombres de Solimán (Salomón) y de Daoud (David), y otros muchos personajes de la antigüedad; aunque para otros nombres bíblicos, en ocasiones, he preferido adoptar la transcripción que aparece en la “Sagrada Biblia”, de Eloíno Nácar Fúster y Alberto Colunga, por tratarse de una traducción directa de las lenguas originales. No obstante, para las menciones a capítulos del Antiguo Textamento, se ha consultado también en la TORAH el texto hebreo de los mismos (EDL) [17] En esta ocasión Nerval escribe “Salomón” en lugar de “Solimán” (EDL) [18] En el Corán, en la azora 34, Sabâ, se da una versión de la muerte de Salomón casi idéntica a la del texto de Nerval. (GR) [19] Según el Diccionario de la Real Academia Española: cresa (de queresa, y este quizá der. del lat. caries). a) f. Conjunto de huevos puestos por la abeja reina. b) f. Larva de ciertos dípteros, que se alimenta principalmente de materias orgánicas en descomposición. c) f. Conjunto de huevos amontonados que ponen las moscas sobre las carnes. [20] Nota de NERVAL: Según los Orientales, las potencias de la naturaleza no pueden actuar más que en virtud de un pacto generalmente consentido. Es el acuerdo de todos los seres el que le da el poder al mismo Allah. Se aprecia aquí la relación que hay entre la cresa triunfadora ante las ambiciosas combinaciones de Salomón, y la leyenda de los Edda (con este nombre se conocen dos recopilaciones literarias islandesas medievales que forman el corpus más importante sobre la mitología nórdica) acerca de Balder. Odín y Freya también habían conjurado a todos los seres, a fin de que respetasen la vida de Balder, su hijo; pero olvidaron el muérdago del roble, y esa humilde planta fue la causa de la muerte del hijo de los dioses. Por eso el muérdago era sagrado en la religión druídica, posterior a la de los escandinavos. [21] Los capítulos del Corán se llaman suras o azoras. Al-Fatiha (La Apertura) designa sólo a la primera de las azoras. La azora 34, Sabâ, describe la muerte de Salomón (GR), con una versión parecida a la del relato de Nerval. [22] Le Café du Surate, cuento filosófico de Bernardin de Saint-Pierre acerca de la tolerancia religiosa. (GR) [23] Los shi’íes, sólo reconocen como únicos califas legítimos a ‘Aly, esposo de Fátima (hija del Profeta Mahoma) y  a sus descendientes, y excluyen a otros descendientes de Mahoma, reconocidos por los sunníes, o musulmanes ortodoxos. (Sobre Shi’a y Sunna, se puede consultar, por ejemplo: http://www3.giz.de/E+Z/zeitschr/ds202-6.htm )  

Esmeralda de Luis y Martínez 9 junio, 2012 9 junio, 2012 Abirám, Adoniram, Ahías de Siló, Amrou, Balkis-Makeda, Benoni, Betania, Booz, Caín, Giblim, Henoch, Hoben, Iblís, Irad, Jehová, la columna Jakín, Lamec, Makbenách, Maviaël, Mello, Menilék, Méthousaël, Molóch, Moria, Nemrod, Oterfut, Padre Juan, Phanor, Saba, Sadoc, Salomón, Schibboleth, Solimán, Sterkin, Talmud, Tubalcaín
“VIAJE A ORIENTE” – Las noches del Ramadán

HISTORIA DE LA REINA DE LA MAÑANA Y DE SOLIMÁN, case EL PRÍNCIPE DE LOS GENIOS – XI. La cena del rey… de cómo Solimán, ask ya ebrio, pretende forzar a Balkis que le acusa de traidor y de abusar de su poder. Y de cómo la reina le pone un narcótico en la copa de vino y consigue escapar, aunque sin recuperar el anillo que había regalado a Solimán para que gobernara sobre los genios…        En la siguiente sesión, el narrador prosiguió…        Empezaba a ponerse el sol; el sofocante aliento del desierto abrasaba los campos iluminados por los reflejos de un torbellino de nubes cobrizas; sólo la sombra de la colina del Moria proyectaba algo de frescor sobre el seco lecho del Cedrón; las hojas moribundas se agostaban, y las resecas flores de las adelfas pendían exangües y arrugadas; camaleones, salamandras y lagartos pululaban entre las rocas; los bosquecillos habían suspendido su rumor, y los arroyuelos, silenciado su murmullo.        Frío y preocupado durante esa ardiente y monótona jornada, Adonirám, tal y como le había anunciado a Solimán, fue a despedirse de su real amante, preparada para una separación que ella misma había solicitado. “Partir conmigo, -había dicho-, sería enfrentarse con Solimán, humillarle frente a su pueblo, y añadir un ultraje al sufrimiento que las potencias eternas me han obligado a causarle. Quedarse aquí, tras mi marcha, querido esposo, sería buscar vuestra muerte. El rey está celoso, y en cuanto yo huya, vos seréis la única víctima que quedará a merced de su resentimiento.        – ¡Pues bien! Compartamos el destino de los hijos de nuestra raza, y vaguemos por la tierra errantes y dispersos. Yo he prometido al rey que marcharía hacia Tiro. Seamos sinceros ahora que vuestra vida ya no depende de una mentira. Esta misma noche tomaré el camino de Fenicia, desde donde continuaré para reunirme con vos en el Yemen, atravesando las fronteras de Siria, cruzando la Arabia pedregosa, y siguiendo por los desfiladeros de los montes Cassanitas[1]. ¡Qué desgracia! mi querida reina, ¿tengo que dejaros ya, abandonaros en una tierra extranjera a merced de un déspota enamorado?        – No os inquietéis, mi señor, mi alma es totalmente vuestra, mis servidores son fieles, y esos peligros desaparecerán gracias a mi prudencia. Tormentosa y sombría va a ser la próxima noche que ha de ocultar mi huida. Odio a Solimán; él sólo codicia mis Estados; me ha rodeado de espías; ha intentado seducir a mis servidores, sobornar a mis oficiales, negociar con ellos la conquista de mis fortalezas. Si él hubiera adquirido derechos sobre mi persona, yo jamás habría vuelto a ver el Yemen. Me arrancó con engaños una promesa, es cierto; pero ¿qué es mi perjurio comparado con el precio de su deslealtad? y además ¿acaso no debía yo engañarle, a él, que en cuanto ha podido me ha querido mostrar, con amenazas mal fingidas, que su amor no tenía límites y que se había acabado su paciencia?        – ¡Hay que sublevar a las corporaciones!        – Las corporaciones solo esperan su paga; no se moverán. ¿Para qué lanzarse a azares tan peligrosos? Esas palabras que acabáis de pronunciar, lejos de alarmarme, me satisfacen; incluso las había previsto, y las esperaba con impaciencia. Pero id en paz, mi bien amado, ¡Balkis será vuestra para siempre!        – Entonces, adiós, reina: debo abandonar ya este aposento en el que he encontrado una felicidad como jamás había soñado. Tengo que dejar de contemplar lo que para mí es la vida. ¿Os volveré a ver? ¡Qué desgracia! ¡estos rápidos instantes habrán pasado como un sueño!        – No, Adonirám; muy pronto, estaremos juntos para siempre… Mis sueños, mis presentimientos, de acuerdo con el oráculo de los genios, me aseguran la continuidad de nuestra raza, y llevo conmigo una preciosa prenda de nuestro himen. Vuestras rodillas recibirán a ese hijo destinado a hacernos renacer y a liberar el Yemen y la Arabia entera del débil yugo de los herederos de Solimán. Un doble aliciente os llama; un doble afecto os ata a la que os ama, y vos volveréis.”        Adonirám, enternecido, apoyó los labios sobre la mano en la que la reina había dejado caer sus lágrimas y, armándose de todo su valor, posó sobre ella una última y prolongada mirada; después, volviéndose a la fuerza, dejó caer tras de si la cortina de la jayma y tomó el camino del Cedrón.        En Mello esperaba Solimán a la sonriente y desolada reina; roído por las angustias más terribles; dividido entre la cólera y el amor; la sospecha y los remordimientos anticipados. Mientras, Adonirám, esforzándose por enterrar los celos en las profundidades de su tristeza, llegaba al templo para pagar a los obreros antes de tomar el cayado del exilio. Cada uno de estos personajes pensaba vencer a su rival contando para ello con un secreto conocido por ambas partes. La reina ocultaba sus intenciones, y Solimán, a su vez, bien informado, disimulaba poniendo en duda su ingenioso amor propio.        Desde las terrazas de Mello, vigilaba el cortejo de la reina de Saba que serpenteaba a lo largo del sendero de Emathia. Por encima de Balkis, las murallas teñidas de púrpura del templo, en el que todavía reinaba Adonirám, hacían brillar sobre una sombría nube sus almenas dentadas. Un sudor frío bañaba las sienes y pálidas mejillas de Solimán; sus ojos, de par en par, devoraban el espacio. La reina hizo su entrada acompañada por sus oficiales de más alto rango y la gente de su servicio, que se mezclaron con los del rey.        Durante la velada, el príncipe parecía preocupado; Balkis se mostró fría y casi irónica; sabía que Solimán estaba enamorado. La cena fue silenciosa; las miradas del rey, furtivas o desviadas con afectación, parecían evitar la impresión que le causaban las de la reina que a su vez, apagadas o avivadas por una llama lánguida y contenida, reanimaban en Solimán ilusiones sobre la que deseaba ser dueño. Su aire concentrado denotaba algún deseo. Él era hijo de Noé, y la princesa observó cómo, fiel a la tradición del padre de las viñas, buscaba en el vino la firmeza que le faltaba. Cuando se retiraron los cortesanos, fueron los guardianes mudos los que sustituyeron a los oficiales del príncipe; y como la reina había sido atendida por sus servidores, ella cambió a los sabeos por nubios, que desconocían la lengua hebrea.        “Señora, -dijo con severidad Solimán Ben-Daoud-, creo que se hace necesaria una explicación entre nosotros.        – Querido Señor, os habéis anticipado a mis deseos.        – Yo había pensado que, fiel a la palabra dada, la princesa de Saba, más que una mujer, era una reina…        – Pues es al contrario, -interrumpió Balkis con viveza-; antes que reina, señor, soy una mujer. ¿Quién no está sujeto a errores? Yo os creí sabio; luego, os creí enamorado… Soy yo la que ha sufrido el más cruel de los desengaños.”        Balkis suspiró.        “Vos sabéis de sobra que os amo, -continuó Solimán-; de no haber sido así, vos no habríais abusado de vuestro ascendente, ni arrojado a vuestros pies un corazón que al fin se revuelve.        – Pensaba haceros los mismos reproches. No es a mí a quien amáis, señor, es a la reina. Y francamente, ¿estoy yo en edad de ambicionar un matrimonio de conveniencia?. Pues bien, sí, he querido sondear vuestra alma: más delicada que la reina, la mujer, descartando la razón de Estado, ha pretendido disfrutar de su poder: ser amada, tal era su sueño. Atrasando la hora de satisfacer una promesa arrancada por sorpresa; la mujer os puso a prueba; esperaba que vos únicamente desearais la victoria de su corazón, pero ella se equivocó; vos habéis querido consumarla con amenazas; vos habéis empleado con mis servidores tretas políticas, y vos sois ya más su soberano que yo misma. Esperaba un esposo, un amante; y estoy temiendo a un dueño y señor. Como veréis os he hablado con sinceridad.        – Si vos hubierais amado a Solimán, ¿no habríais excusado las faltas causadas por su impaciencia en perteneceros? Pero no, en vuestros pensamientos sólo le veíais como objeto de odio, no es por culpa suya que…        – Deteneos, señor, y no añadáis ofensa a suposiciones que me han herido. La desconfianza azuza a la desconfianza, los celos intimidan al corazón y, mucho me temo, que el honor que vos queríais hacerme habría costado muy caro a mi paz y a mi libertad.”        El rey se calló por miedo a perder todo, a comprometerse más adelante por culpa de un vil y pérfido espía.        La reina prosiguió con una gracia familiar y encantadora:        “Escuchad, Solimán, sed sincero, sed vos mismo, sed amable. Mi ilusión aún está ahí… mi espíritu se debate; lo noto, y sería aún más dulce si pudiera sentirme tranquila.        – ¡Ah! ¡cómo desterraríais toda preocupación, Balkis, si leyerais en este corazón en el que sólo vos reináis! Olvidemos mis sospechas y las vuestras, y consentid al fin en hacerme feliz. ¡Fatal poderío el de los reyes! ¡qué soy yo, a los pies de Balkis, hija de patriarcas, sino un pobre árabe del desierto!        – Vuestro deseo concuerda con los míos, y me habéis comprendido. Sí, -añadió ella, acercando al cabello del rey su rostro a un tiempo cándido y apasionado-; sí, es la austeridad del matrimonio hebreo la que me deja de hielo y me asusta: el amor, sólo el amor me habría arrastrado, si…        – ¿Si?… terminad, Balkis: la música de vuestra voz me penetra y abraza.        – No, no… ¿qué iba a decir, y qué repentino desfallecer?… Estos vinos tan dulces tienen algo de pérfidos, y me siento completamente trastornada.”        Solimán hizo una señal: los mudos y los nubios llenaron las copas, y el rey vació la suya de un solo trago, observando con satisfacción cómo Balkis hacía otro tanto.        – Hay que admitir, -siguió la princesa entusiasmada-, que el matrimonio, siguiendo el rito judío, no ha sido establecido para uso de reinas, y presenta algunos aspectos enojosos.        – ¿Es eso lo que no os permite tomar una decisión? –preguntó Solimán clavando sobre ella una mirada transida de una cierta languidez.        – No lo dudéis. Eso, sin mencionar el desagrado que supone el que os preparen jóvenes obligadas a revestirse de fealdad, ¿no es doloroso librar el cabello a las tijeras, y verse envuelta en pelucas para el resto de vuestros días? A decir verdad, -añadió, mostrando sus magníficas trenzas de ébano-, no tenemos ricos atavíos que perder.        – Nuestras mujeres, -objetó Solimán-, tienen la libertad de reemplazar sus cabellos por pelucas de plumas de gallo hermosamente rizadas[2].        La reina sonrió algo desdeñosa. “Entonces, -dijo Balkis-, aquí el hombre compra a la mujer como si fuera una esclava o una sirvienta; incluso ella debe venir humildemente a ofrecerse a la puerta de su marido. En fin, que la religión algo tiene que ver en ese contrato más parecido a una mercadería; y el hombre, cuando recibe a su compañera, extiende la mano sobre ella diciendo: Mekudescheth-li; en buen hebreo: “Tú me has sido consagrada”. Y más aún, vos tenéis todas las facilidades para repudiarla, traicionarla, incluso para hacerla lapidar bajo cualquier ligero pretexto… Tanto podría yo estar orgullosa de ser amada por Solimán, como de estar temerosa de desposarle.        – ¡Amada! -exclamó el príncipe levantándose del diván en el que reposaba-; ¡ser amada, vos!  jamás mujer alguna ha ejercido un poder más absoluto. Yo estaba irritado; vos me apaciguásteis a vuestro antojo; siniestras preocupaciones me trastornaban; y yo me he esforzado en hacerlas desaparecer. Me estáis confundiendo; lo noto, y aún así estoy conspirando con vos para abusar de Solimán…”        Balkis alzó la copa por encima de su cabeza dándose la vuelta con un voluptuoso movimiento. Los dos esclavos volvieron a llenar las cráteras y se retiraron.        El salón del banquete estaba desierto; la claridad de las lámparas, haciéndose cada vez más débil, arrojaba misteriosos resplandores sobre el pálido Solimán, los ojos ardientes, los labios temblorosos y descoloridos. Una extraña languidez se iba amparando poco a poco de él: Balkis le contemplaba con una equívoca sonrisa.        De pronto, él se acordó… y saltó sobre su lecho.        “Mujer, -exclamó-, se acabó el jugar con el amor de un rey…; la noche nos protege con sus velos, nos rodea el misterio, una llama abrasadora recorre todo mi ser; la rabia y la pasión me enervan. Esta hora me pertenece, y si vos sois sincera, no me privaréis más de una felicidad tan costosamente comprada. Reinad, sed libre; pero no rechacéis a un príncipe que se ofrece a vos, cuyo deseo le consume, y que, en este momento, os disputaría incluso a los poderes del infierno.”        Confusa y palpitante, Balkis respondió bajando los ojos:        “Dejadme tiempo para reflexionar; ese lenguaje es nuevo para mí…        – ¡No! –interrumpió el delirante Solimán, acabando de vaciar la copa que le proporcionaba tal audacia-; no, mi paciencia ha llegado al límite. Para mí es ya una cuestión de vida o muerte. Mujer, tu serás mía, lo juro. Si me engañas… yo seré vengado; si me amas, un amor eterno comprará mi perdón.”        Él extendió las manos para enlazar a la joven, pero sólo abrazó una sombra; la reina había retrocedido suavemente, y los brazos del hijo de Daoud cayeron pesadamente. Su cabeza se inclinó; guardó silencio, y de pronto, dando traspiés, se sentó… Sus ojos entornados se dilataron con esfuerzo; sentía expirar el deseo en su pecho, y los objetos se movían sobre su cabeza. Su rostro embotado y pálido; encuadrado por la barba negra, expresaba un terror vago; sus labios se entreabrieron sin articular sonido alguno, y la cabeza, abrumada por el peso del turbante, cayó sobre los cojines del lecho. Atenazado por fuertes lazos invisibles, trataba de sacudírselos de encima con el pensamiento, pero sus miembros no obedecían a su imaginario esfuerzo.        La reina se acercó, lenta y severa; él la contempló temeroso, de pie, la mejilla sobre sus dedos doblados, mientras que con la otra mano se apoyaba en el codo. Ella le observaba; él la oyó hablar y decir:        “El narcótico actúa…”        Las negras pupilas de Solimán se apagaron en las órbitas blancas de sus grandes ojos de esfinge, y se quedó inmóvil.        “¡Bien, -continuó ella-, obedezco y cedo, me ofrezco a vos!…”        Se arrodilló y tocó la mano helada de Solimán, que exhaló un profundo suspiro.        “Aún oye… -murmuró ella-. Escucha, rey de Israel, tú que impones el amor valiéndote de tu poderío, del servilismo y de la traición; escucha: me escapo de tu poder. Pero si la mujer ha abusado de ti, la reina no te habrá engañado. Estoy enamorada, pero no de ti; el destino no lo ha permitido. Descendiente de un linaje superior al tuyo, he debido, para obedecer a los genios que me protegen, escoger un esposo de mi sangre. Tu poderío expira ante el suyo; olvídame. Que Adonay te escoja compañía. Él es grande y generoso: ¿acaso no te ha otorgado la sabiduría, que por cierto bien se la has pagado en esta ocasión con tus servicios?. A él te abandono, y te retiro el inútil apoyo de los genios que tanto desdeñas y que no has sabido gobernar…”        Y Balkis, amparándose del dedo en el que veía brillar el talismán con el anillo que le había dado a Solimán, se dispuso a retirárselo; pero la mano del rey, que respiraba a duras penas, contrayéndose en un sublime esfuerzo, se cerró crispada, y todos los esfuerzos que hizo Balkis para volver a abrirle la mano, fueron inútiles.        Balkis iba a hablarle de nuevo, cuando la cabeza de Solimán Ben-Daoud cayó hacia atrás, los músculos del cuello se distendieron; se le entreabrió la boca, y sus ojos entornados se empañaron, pues su alma había volado al país de los sueños.        Todo dormía en el palacio de Mello, excepto los servidores de la reina de Saba, que habían narcotizado a sus anfitriones. A lo lejos gruñía la tormenta; el cielo negro, surcado de rayos; los vientos desencadenados dispersaban la lluvia sobre las montañas.        Un corcel de Arabia, negro como una tumba, esperaba a la princesa, que dio la señal de retirada, y pronto el cortejo, tomando el camino de los barrancos que rodeaban la colina de Sión, descendió hasta el valle de Josafat. Vadearon el Cedrón, cuyas aguas comenzaban ya a crecer con la lluvia torrencial para proteger la huida y, dejando a la derecha el Tabor, coronado de relámpagos, llegaron a una de las lindes del huerto de los olivos para desde allí tomar el montuoso sendero de Betania.        “Sigamos este camino, -dijo la reina a su guardia-; nuestros caballos son ágiles; a estas horas, nuestro campamento ya se habrá recogido y nuestra gente se habrá encaminado hacia el Jordán. Les encontraremos en la segunda hora del día más allá del lago Salado[3], desde donde nos adentraremos por los desfiladeros de los montes de Arabia.”        Y aflojando la brida de su montura, sonrió a la tempestad pensando que compartía las desgracias con su querido Adonirám, sin duda ya errante y camino de Tiro.        Justo en el instante en que se dirigían hacia el sendero de Betania, el resplandor de los relámpagos desenmascaró a un grupo de hombres que lo atravesaban en silencio y se detuvieron estupefactos ante el ruido del cortejo de espectros que cabalgaba en medio de las tinieblas.        Balkis y su séquito pasaron delante de ellos y uno de los guardias, adelantándose para ver quiénes eran, dijo en voz baja a la reina:        “Son tres hombres que llevan a un muerto envuelto en el sudario.” [1] Ptolomeo (Geografía VII) habla de la “región Cassanite”, al norte del Yemen. (GR). También en “Ensayo de geografía histórica antigua” (pg. 53), de José María Anchoriz (Madrid, 1853) [2] En Oriente, todavía hoy, las mujeres judías casadas están obligadas a sustituir por plumas su cabello, que debe permanecer cortado a la altura de las orejas y oculto bajo su tocado (MJ). [3] El Mar Muerto, llamado en la Biblia “mar de Sal”. (GR)

Esmeralda de Luis y Martínez 24 mayo, 2012 30 mayo, 2012 Adoniram, Balkis, Betania, Mello, monte Moria, montes Cassanitas, Noé, río Cedrón, río Jordán, Solimán
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