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“VIAJE A ORIENTE” 055

VII. La montaña – I. El padre Planchet… En cuanto pasamos la cuarentena, buy viagra alquilé por un mes un alojamiento en una mansión de cristianos maronitas, viagra a media legua de la ciudad. La mayor parte de estas mansiones, case situadas en medio de jardines, con terrazas plantadas de moreras escalonadas a lo largo de toda la costa, semejan pequeños dominios feudales construidos con solidez en una piedra de color tostado, con ojivas y arcos. Escaleras exteriores conducen a las diferentes plantas en la que cada una tiene su terraza, hasta llegar a la que domina todo el edificio, y donde las familias, al llegar la tarde, se reúnen para disfrutar de la vista del golfo. Nuestros ojos se encontraban por todas partes con un verdor espeso y lustroso, en donde sólo los setos de nopales marcan las medianerías. Los primeros días me abandoné a las delicias de ese frescor y esa umbría. Por todas partes se intuía y nos sentíamos rodeados de una vida desahogada. Mujeres bien vestidas, bellas y sin velo, iban y venían, casi siempre con pesadas cántaras que iban a rellenar a las cisternas y transportaban graciosamente sobre la espalda. Nuestra patrona, que tocada con una especie de cono drapeado de cachemira, sobre sus largas trenzas adornadas de zequíes, parecía una reina asiria, era tan solo la mujer de un sastre que tenía su tienda en el bazar de Beirut. Sus dos hijas y los niños pequeños vivían en la primera planta; nosotros ocupábamos la segunda. La esclava pronto se familiarizó con esta familia, e indolentemente sentada sobre las esteras, se veía a sí misma como rodeada de inferiores, haciéndose servir de todos ellos, por más que intenté impedírselo a aquellas pobres gentes. No obstante, encontraba cómodo el poder dejarla en lugar seguro dentro de esta casa mientras yo iba a la ciudad. Esperaba cartas que no llegaban, el servicio de correos francés se hace tan mal en estos parajes, que los periódicos y los paquetes llegan siempre con dos meses de retraso. Esta circunstancia me entristecía mucho y me abocaba a sueños sombríos. Una mañana, me desperté bastante tarde, medio inmerso aún en las ilusiones de un sueño. Vi a la cabecera de mi cama a un sacerdote sentado, que me miraba con cierto aire compasivo. –        “¿Cómo se encuentra, señor? Me dijo en tono melancólico. –                     Pues, bastante bien; perdone, me despierto, y… –                     ¡No se mueva! Cálmese. Medite. Piense que el momento se acerca. –                     ¿Qué momento? –                     ¡Esa hora suprema, tan terrible para los que no están en paz con Dios! –                     ¡Eh, eh!, ¿qué pasa aquí? –                     Aquí estoy, presto a recoger su última voluntad. –                     ¡Ah!, grité, ¡eso es terrible!. Y ¿quién es usted?. –                     Soy el Padre Planchet. –                     ¡El Padre Planchet! –                     De la Compañía de Jesús. –                     ¡No conozco a esas gentes! –                     Han venido al convento a decirme que un joven americano en peligro de muerte me esperaba para hacer algunos legados a la comunidad. –                     ¡Pero yo no soy americano! ¡hay un error! Y, además, yo no me encuentro en el lecho de muerte; ¡ya lo ve usted!” Me levanté bruscamente … un poco con la necesidad de convencerme a mí mismo de mi perfecta salud. El Padre Planchet comprendió al fin que le habían indicado mal. Se informó en la casa, y se enteró de que el americano vivía algo más lejos. Me saludó sonriendo con indiferencia, y me prometió que al volver vendría a verme, encantado de haberme conocido gracias a aquel singular azar. Cuando regresó, la esclava estaba en la habitación, y le conté su historia. “¡Cómo, me dijo, se ha echado un peso así en su conciencia!… Usted ha perturbado la vida de esta mujer, y a partir de ese momento es usted responsable de todo lo que le pueda acontecer. Y ya que no puede llevársela a Francia y seguro que usted no quiere desposarla, ¿qué será de ella?. –    Le concederé la libertad; el bien más grande que puede reclamar cualquier ser racional. –    Hubiera sido mejor dejarla donde estaba; habría podido encontrar un buen amo, un marido… en cambio, ahora, ¿se da usted cuenta en qué abismo de mala conducta puede caer, una vez dejada a su libre albedrío?. No sabe hacer nada de nada, no puede servir… Piense en todo esto”. La verdad es que no se me había ocurrido reflexionar seriamente sobre esas consideraciones. Así que le pedí consejo al padre Planchet, que me repuso: –    “Es posible que le pueda encontrar una buena situación y un porvenir. Hay, añadió, unas damas muy piadosas en la ciudad que se encargarían de su futuro.” Le previne acerca de la extremada devoción que ella tenía por la fe musulmana. Planchet sacudió la cabeza y mantuvo una larguísima conversación con la esclava. En el fondo, esta mujer poseía un sentimiento religioso desarrollado más por naturaleza y de manera general que en el sentido de una creencia determinada. Y además, el aspecto de la población maronita entre la que vivíamos, y los conventos desde los que se escuchaba el sonido de las campanas en la montaña, el frecuente deambular de emires cristianos y drusos, que venían a Beirut, magníficamente ataviados, provistos de armaduras resplandecientes, subidos en hermosas monturas, con numeroso cortejo de caballeros y de negros encargados de llevar tras ellos sus estandartes plegados en torno a las lanzas: todo ese aparato feudal, que hasta a mí mismo me admiraba, como salido de Las Cruzadas, mostraba a la pobre esclava que aquí existía la misma pompa y poderío que en el país de los turcos, con independencia de que fueran o no musulmanes. La apariencia externa seduce siempre a todas las mujeres, sobre todo a las simples e ignorantes, y suele ser la principal razón de sus simpatías o de sus convicciones. Cuando llegamos a Beirut y atravesó la multitud de mujeres sin velo, que llevaban sobre la cabeza el tantour, cuerno de plata cincelada y dorada del que cuelga y balancea un velo de gasa tras la cabeza, otra moda conservada de la edad media, hombres de buena presencia y ricamente armados, cuyo turbante rojo o abigarrado indicaba confesiones distintas al islamismo; gritó: “¡Cuántos giaours!…” Y eso alivió un poco mi resentimiento al haber sido injuriado con ese término. Se trataba, por tanto, de tomar partido. Los maronitas, nuestros anfitriones, a los que les gustaban muy poco sus formas, y que la juzgaban, como los demás, desde la intolerancia católica, me decían: Véndala. Incluso me proponían traer a un turco que se encargara del asunto. Se puede comprender el caso que hice de ese consejo tan poco evangélico. Me fui al convento a ver al padre Planchet, situado cerca de las puertas de Beirut. Daban allí clase a los niños cristianos, a los que dirigía su educación. Hablamos largo y tendido de M. De Lamartine[1], al que había conocido y del que admiraba mucho sus poemas. Se lamentaba de los esfuerzos que tenía que hacer para obtener del gobierno turco la autorización para ampliar el convento. Aún así, las obras interrumpidas revelaban un grandioso plan, y una magnífica escalinata en mármol de Chipre conducía a las otras plantas todavía sin terminar. Los conventos católicos gozan de mucha libertad en las montañas; pero a las puertas de Beirut no se les permite construcciones muy importantes, incluso a los jesuitas les está prohibido tener una campana. La habían suplido por un enorme cascabel, que, modificado poco a poco, iba adquiriendo el aspecto de una campana. También los edificios se agrandaban sensiblemente bajo los ojos poco atentos de los turcos. “Hay que hacer unos pocos malabarismos, me decía el padre Planchet; con paciencia lo conseguiremos”. Me volvió a hablar de la esclava con una sincera benevolencia. Y aún así yo luchaba con mis propias incertidumbres. Las cartas que yo esperaba podían llegar en cualquier momento y así cambiar mis resoluciones. Temía que el padre Planchet, se ilusionara piadosamente con la idea,  sobre todo por el honor que significaría para su convento, de una conversión musulmana, y que al final, la suerte de la pobre muchacha no fuera muy triste más adelante. Una mañana, la esclava entró en mi habitación aporreando con las manos y gritando aterrorizada: –    Durzi! Durzi! Durzi! Bandouguillah! (¡los Drusos! ¡los drusos! ¡los drusos! ¡disparos!) En efecto, a lo lejos se oían tiros de fusil; pero se trataba tan sólo de una fantasia de unos albaneses que partían hacia la montaña. Me informé, y me enteré de que los drusos habían quemado un pueblo llamado Bethmérie, situado a unas cuatro leguas. Se enviaron tropas turcas, no contra los drusos, sino para vigilar los movimientos de los dos partidos que todavía estaban luchando en ese lugar. Yo me había marchado a Beirut, en donde me enteré de estos asuntos. Regresé muy tarde, y entonces me comentaron que un emir o príncipe cristiano de una región del Líbano había venido a alojarse a la casa. Al saber que aquí también se hospedaba un “franco” de Europa, quiso verme y me estuvo esperando durante mucho tiempo en mi habitación, en la que dejó sus armas en señal de confianza y fraternidad. Al día siguiente, el ruido que provocaba su partida me despertó temprano; le acompañaban seis hombres bien armados y montando magníficas cabalgaduras. No tardamos en conocernos, y el príncipe me invitó a pasar unos días en su mansión de la montaña. Acepté presuroso ante la extraordinaria ocasión que se me presentaba de estudiar los usos y costumbres de estos pueblos singulares. Pero para poder hacer ese viaje necesitaba dejar a la esclava convenientemente alojada, pues yo no podía llevarla conmigo. Me indicaron en Beirut una escuela de jovencitas, dirigida por una dama de Marsella, llamada Mme. Carlès. Era la única escuela en la que se enseñaba francés. Mme. Carlès era una buena mujer, que sólo pedía tres piastras turcas por día, para el alojamiento, comida e instrucción de la esclava. Yo tenía que partir para la montaña tres días después de haber colocado a la esclava en esa casa; a la que se había habituado muy bien y en donde estaba encantada de poder charlar con las jovencitas, que se divertían mucho con sus ideas y sus cuentos. Mme. Carlès me llevó aparte y me dijo que no desesperaba de poder convertirla al cristianismo. “Mire usted, añadió con su acento provenzal, yo les suelo hablar de este modo. Les digo: ¿Ves, hija mía?, todos los buenos dioses de cada país, son el mismo buen dios. Mahoma es un hombre de mucho mérito…pero Jesucristo es también un buen hombre”. Esa forma tolerante y dulce de intentar una conversión me pareció bastante aceptable. “No conviene forzarla en nada, le dije”. –     Quédese usted tranquilo, repuso Mme. Carlès; ella incluso ya me ha prometido venir conmigo a misa el próximo domingo.” No cabía la menor duda de que no podía haberla dejado en mejores manos para aprender los principios de la religión cristiana y el francés…de Marsella. [1] Lamartine residió en Beirut entre 1832 y 1833.

Esmeralda de Luis y Martínez 21 febrero, 2012 22 febrero, 2012 Bethmérie, El padre Planchet, los drusos, los maronitas, Mme. Carlès
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