Directorio de documentos

Está viendo documentos con las etiquetas siguientes: nemrod - Ver todos los documentos

Filter by: AttachmentsBúsquedaTag

Título Autor CReado Último Editado Grupo Etiquetas
“VIAJE A ORIENTE” – Las noches del Ramadán – Final del relato de Solimán y la Reina de la Mañana

HISTORIA DE LA REINA DE LA MAÑANA Y DE SOLIMÁN, EL PRÍNCIPE DE LOS GENIOS – XII. “Makbenách”… (sobre el asesinato ritual de Adonirám en el templo de Jerusalén. De cómo Adonay abandona y castiga a Solimán por verter la sangre de los descendientes de Caín- “MAKBENÁCH” (la carne se desprende de los huesos) nueva palabra-clave elegida por los maestros, tras encontrar el cadáver de Adonirám enterrado bajo una acacia en la que se había posado el ave Hud-Hud…)      Durante la pausa que siguió al relato anterior, los oyentes andaban agitados con ideas controvertidas. Unos rechazaban admitir la tradición seguida por el narrador; pretendían que la reina de Saba sólo tuvo realmente un hijo con Solimán y con nadie más. El abisinio, sobre todo, se creía ultrajado en sus convicciones religiosas por la suposición de que sus soberanos no fueran más que los descendientes de un obrero.“Has mentido, -gritaba al rapsoda-. El primero de nuestros reyes abisinios se llamaba Menilék, y era el auténtico hijo de Solimán y de Balkis-Makeda. Su descendiente reina aún sobre nosotros en Gondar[1].        – Hermano, -le dijo un persa-, déjanos escuchar la historia hasta el final, de otro modo te echarán fuera como la otra noche. Este relato, según nuestro punto de vista, es el ortodoxo, y si vuestro pequeño “Padre Juan[2]” de Abisinia[3] quiere descender de Solimán, estaremos de acuerdo en que así sea, pero lo sería gracias al matrimonio entre Solimán y alguna negra etíope, y no a través de la reina Balkis, que pertenecía a nuestra raza blanca.        El dueño del cafetín interrumpió la furiosa respuesta que ya estaba preparando el abisinio, y cuando a duras penas restableció la calma, el narrador continuó de este modo[4]…         Mientras Solimán acogía en su casa de campo a la princesa de los sabeos, un hombre que pasaba por los altos del Moria, miraba pensativo el crepúsculo que se extinguía entre los nubarrones y los relámpagos resplandecientes como constelaciones de estrellas, bajo las sombras de Mello. Enviaba un último pensamiento a su amor, y se despedía de las rocas de Solyme[5], en la ribera del Cedrón que jamás volvería a ver.          El tiempo iba pasando, y el sol, al palidecer, había dejado caer la noche sobre la tierra. Al ruido y llamada de los martillos, que repicaban golpeando sobre el mar de bronce, Adonirám, dejando aparte sus pensamientos, atravesó la multitud de obreros allí congregados, y penetró en el templo, del que entreabrió la puerta oriental, colocándose al pie de la columna Jakin, para desde allí presidir la paga. Antorchas encendidas bajo el peristilo chisporroteaban al recibir unas gotas de tibia lluvia, a cuya caricia, los jadeantes obreros ofrecían su pecho con gallardía.           La muchedumbre era numerosa; y Adonirám, además de a los contables, tenía a su disposición encargados asignados a los distintos gremios. La separación de los tres grados jerárquicos se realizaba gracias a una palabra asignada a cada uno de ellos que reemplazaba, en esta circunstancia, a los signos manuales, cuya identificación habría llevado demasiado tiempo. A continuación, el salario era pagado conforme a la palabra-clave.        La palabra asignada para el grado de los aprendices, había sido anteriormente JAKÍN[6], nombre de una de las columnas de bronce; la de los otros compañeros, BOOZ, nombre de la otra columna, y la de los maestros, JEHOVÁ.        Ordenados por categorías y puestos en fila, los obreros se presentaban ante la mesa de pagos, delante de los intendentes, presididos por Adonirám que les daba la mano, y al oído le murmuraban en voz baja una palabra. Para este último día se había cambiado la palabra clave. El aprendiz decía TUBALCAÍN; el compañero, SCHIBBOLETH; y el maestro, GIBLIM[7].        Poco a poco, la muchedumbre iba desapareciendo; el recinto se quedó desierto, y habiéndose retirado los últimos solicitantes, se dieron cuenta de que no todo el mundo se había presentado, ya que aún quedaba dinero en la caja.        “Mañana, -dijo Adonirám-, vos haréis la llamada, y así sabréis si es que hay algun obrero enfermo, o si la muerte hubiera visitado a alguno.”        Una vez que todos se hubieron alejado, Adonirám, vigilante y cuidadoso hasta el último día, tomó, según tenía por costumbre, una lámpara para ir a hacer la ronda por los talleres desiertos y por las diferentes estancias del templo, a fin de asegurarse que sus órdenes de extinguir los fuegos habían sido ejecutadas. Sus pasos resonaban tristemente sobre las losas: una vez más contempló sus obras, y se detuvo largamente delante de un grupo de querubines alados, el último trabajo del joven Benoni.        “¡Mi querido niño!” –murmuró con un suspiro.        Una vez cumplido ese peregrinaje, Adonirám se encontró de nuevo en la gran sala del templo. Las tinieblas espesas alrededor de la lámpara se retorcían en volutas rojizas que marcaban las altas nervaduras de las bóvedas, y los muros de la nave, de la que se salía por tres puertas que miraban respectivamente al septentrión, al poniente y al levante.        La primera puerta, la del norte, era la reservada al pueblo; la segunda, la destinada al rey y a sus guerreros; la puerta de oriente era la de los levitas; las columnas de bronce, Jakin y Booz, se distinguían en el exterior de la tercera puerta.        Antes de abandonar el templo por la puerta de occidente, la que le quedaba más cerca, Adonirám echó un vistazo al fondo de la tenebrosa sala, y su imaginación, exacerbada por las numerosas estatuas que acababa de contemplar, evocó en las sombras el espíritu de Tubalcaín. Su mirada trató de perforar las tinieblas; pero la quimera se hizo cada vez más grande y borrosa hasta que, llenando todo el templo, se desvaneció en la profundidad de los muros como la sombra que arrojara un hombre iluminado por el resplandor de una llama que se aleja. Un quejumbroso lamento pareció resonar bajo las bóvedas.[8]        Entonces, Adonirám se volvió, aprestándose a salir. Pero de pronto, una forma humana se desgajó de la columna, y en un tono feroz le dijo:        “Si pretendes salir habrás de librarme la palabra-clave de los maestros.”        Adonirám iba desarmado; respetado por todos, habituado a ordenar mediante signos, ni se le había ocurrido pensar en defender su sagrada persona.        “¡Desdichado! –respondió, al reconocer al compañero Méthousaël-, ¡Aléjate!. ¡Tú serás recibido entre los maestros sólo cuando la traición y el crimen sean honrados! Huye con tus compinches antes de que la justicia de Solimán alcance vuestras cabezas.”        Méthousaël le escuchó, y alzando el martillo con su vigoroso brazo, lo hizo retumbar con terrible fragor sobre el cráneo de Adonirám. El artista se tambaleó aturdido; por un movimiento instintivo, buscó escapar por la segunda puerta, la de septentrión; pero allí se encontraba el sirio Phanor, que le dijo:        “¡Si quieres salir, revélame la palabra-clave de los maestros!”        – ¡Tú ni siquiera has hecho siete años de trabajos! –replicó Adonirám con voz exangüe.        – ¡La palabra clave!        – ¡Jamás!        Phanor, el albañil, le hundió su cincel en el costado; pero no pudo herirle de nuevo, ya que el arquitecto del templo, avivado por el dolor, voló como una saeta hasta la puerta de Oriente para escapar de sus asesinos.        Pero era allí en donde Amrou, el fenicio, compañero del gremio de los carpinteros, le estaba esperando para a su vez conminarle:        “Si quieres pasar, dame la palabra clave de los maestros.        – Yo no la he obtenido de este modo, -articuló con dificultad un agotado Adonirám-; reclámasela al que te ha enviado.”        Al ver que Adonirám se esforzaba tratando de abrirse camino, Amrou le clavó la punta de su compás en el corazón.        Y fue en ese mismo momento cuando estalló la tormenta con un terrible trueno.        Adonirám yacía en el suelo, y su cuerpo cubría tres inmensas losas. A sus pies se habían reunido los asesinos, agarrándose de las manos.        “Este hombre era grande, -murmuró Phanor.        – Pero en una tumba no ocupará más espacio que tú, -dijo Amrou.        – ¡Que su sangre caiga sobre Solimán Ben-Daoud!        – ¡Gimamos por nosotros! –replicó Méthousaël-; pues conocemos el secreto del rey. Destruyamos la prueba del asesinato; la lluvia cae; la noche es oscura; Iblís nos protege. Llevemos estos restos lejos de la ciudad, y confiémosles a la tierra.”        Entonces envolvieron el cuerpo en un gran lienzo de piel blanca, y, levantándolo en sus brazos, descendieron sigilosamente por las orillas del Cedrón, dirigiéndose hacia un cerro solitario situado más allá del camino de Betania. Cuando llegaron allí, asustados y con el corazón encogido por el miedo, se encontraron de pronto en presencia de una escolta de caballeros. El crimen es temeroso, se detuvieron; la gente que huye se comporta con miedo… y fue entonces cuando la reina de Saba pasó en silencio delante de los espantados asesinos que transportaban los restos de Adonirám, su esposo.        Los asesinos se alejaron un poco más y cavaron un agujero en la tierra que acogió el cuerpo del artista. Tras lo cual, Méthousaël, arrancando una rama tierna de acacia, la clavó en el terreno recién removido bajo el que reposaba la víctima.        Mientras tanto, Balkis huía a través de los valles; la tempestad desgarraba los cielos, y Solimán dormía; más cruel aún su dolor, por tener que despertar.        El sol había completado su recorrido por el mundo, cuando el efecto letárgico del filtro que había bebido se disipó. Atormentado por terribles sueños, se debatía contra aquellas visiones, y  gracias a una violenta sacudida volvió al dominio de la vida.        Se levantó y se extrañó; sus ojos errabundos parecían estar buscando la razón de su dueño, hasta que por fin empezó a recordar…        La copa vacía ante él; las últimas palabras de la reina trazándose de nuevo en su pensamiento; no la ve y se inquieta; un rayo de sol que revolotea irónico sobre su frente le hace temblar; de pronto, adivina todo y lanza un grito de furor.        En vano intenta saber algo; nadie la ha visto salir, y su cortejo ha desaparecido del llano en el que acampaba, no se han encontrado ni restos de su campamento. “¡Mírame bien!, -exclamó Solimán, lanzando una irritada mirada  al Sumo Sacerdote Sadoc-, ¡ésta es la ayuda que tu dios presta a sus servidores! ¿era esto lo que me había prometido? ¡Me arroja como a un juguete a los espíritus del abismo[9], y tú, ministro imbécil, que reinas bajo su nombre por mi impotencia, tú me has abandonado sin prever ni impedir nada de nada! ¡Quién me dará legiones aladas para alcanzar a esa pérfida reina! Genios de la tierra y del fuego, rebeldes dominaciones, espíritus del aire, ¿me obedeceréis vosotros?.        – No [1] blasfeméis, -gritó Sadoc-: Sólo Jehová es grande, y es un dios celoso.”        En medio de ese caos, el profeta Ahías de Siló apareció sombrío, terrible e inflamado del fuego divino; Ahías, pobre y temido, alguien que sólo se debía al espíritu; únicamente se dirige a Solimán: “Dios marcó con una señal la frente de Caín, el asesino, y ha pronunciado: -¡Quien atente contra la vida de Caín, siete veces será castigado! Y sobre Lamec, de la estirpe de Caín, habiendo vertido su sangre, ha sido escrito: -La muerte de Lamec será vengada setenta veces siete[10]. Ahora, ¡escucha, oh, rey, lo que el Señor me ha ordenado que te diga!: – El que haya derramado la sangre de Caín y de Lamec será castigado setecientas veces siete.”        Solimán bajó la cabeza; recordó a Adonirám, y al comprender por esta profecía que sus órdenes habían sido cumplidas, el remordimiento le arrancó este grito: “¡Miserables! ¿qué es lo que han hecho? Yo no les había ordenado matarle”.        Abandonado por su Dios, a merced de los genios, despreciado, traicionado por la princesa de los Sabeos, Solimán, desesperado, posó sus párpados sobre la mano desarmada en la que aún brillaba el anillo que había recibido de Balkis. Ese talismán le dio un atisbo de esperanza. Quedándose sólo, giró el chatón hacia el sol, y vio cómo acudían a él todos los pájaros del aire, excepto Hud-Hud, la abubilla mágica. Él la llamó por tres veces, forzándola a obedecer y ordenándola que le condujera hasta la reina. La abubilla, en ese mismo instante retomó el vuelo, y Solimán, que tendía sus brazos hacia ella, sintió cómo se elevaba sobre la tierra y era llevado por los aires; entonces el miedo le atenazó, y desviando la mano, bajó a la tierra de nuevo. La abubilla, atravesó el valle y fue a posarse en un promontorio de tierra recién removida, sobre la rama de una temblorosa rama de acacia, de donde Solimán no consiguió que se bajara.        Arrebatado por el vértigo, el rey Solimán fantaseaba con reunir numerosos ejércitos para exterminar a sangre y fuego el reino de Saba. Con frecuencia se encerraba solo para maldecir su suerte y convocar a los espíritus. Un ‘afrit, genio de los abismos, fue obligado a servirle y acompañarle en su soledad. Para olvidar a la reina y dar un desahogo a su fatal pasión, Solimán hizo buscar por todas partes mujeres extranjeras que desposó según ritos impíos, y le iniciaron en el culto idólatra de las imágenes. Pronto, y para ablandar a los genios, pobló los altozanos con sus imágenes y construyó, no lejos del Thabor, un templo a Molóch[11].        De ese modo se cumplía la profecía que la sombra de Enoc (Henoc)[12] había hecho en el imperio del fuego, a su hijo Adonirám, en estos términos: “Tú estás destinado a vengarnos, y ese templo que estás erigiendo para Adonay causará la perdición de Solimán.”        Pero el rey de los hebreos aún hizo algo más, tal y como se menciona en el Talmud; ya que, habiéndose extendido el ruido de las murmuraciones sobre el asesinato de Adonirám, el pueblo sublevado exigía justicia, por lo que el rey ordenó que nueve maestros acreditasen la muerte del artista, encontrando su cuerpo.        Habían transcurrido diecisiete días: las pesquisas por los alrededores del templo habían resultado estériles, y los maestros recorrían en vano los campos. Uno de ellos, agotado por el calor, al querer trepar más fácilmente, agarrándose a la rama de una acacia de la que acababa de salir volando un pájaro brillante y desconocido, se sorprendió al percibir que el arbusto entero cedía bajo su mano y se desgajaba por completo de la tierra, que se notaba había sido removida hacía poco, ante lo que el maestro extrañado llamó a sus compañeros.        En seguida los nueve comenzaron a cavar con las uñas y constataron la forma de una fosa. Entonces uno de ellos dijo a sus hermanos:        “Es posible que los culpables fueran unos traidores que hubieran querido arrancar a Adonirám la palabra-clave de los maestros. ¿No sería prudente que la cambiáramos, no fuera que de nuevo volvieran por aquí?.        – ¿Qué palabra adoptaremos? –objetó otro.        – Si encontramos aquí a nuestro maestro, -continuó un tercero-, la primera palabra que sea pronunciada por uno de nosotros nos servirá como palabra-clave; esto llevará hasta la posteridad el recuerdo de este crimen y el juramento que haremos aquí de tomar venganza, nosotros y nuestros hijos, sobre esos asesinos, hasta su descendencia más lejana.”        El juramento fue hecho; sus manos unidas sobre la fosa, y volvieron a excavar con ardor.        Cuando reconocieron el cadáver, uno de los maestros le cogió por un dedo, pero la piel se le quedó en la mano; lo mismo le pasó al segundo; un tercero le agarró por la muñeca del modo que los maestros usan con sus compañeros, y también se separó la piel; ante lo que exclamó: MAKBENÁCH[13], que significa: LA CARNE SE DESPRENDE DE LOS HUESOS.        Sobre el terreno acordaron que esa sería la palabra-clave de maestro en lo sucesivo, y el grito de adhesión de los vengadores de Adonirám, y la justicia divina ha querido que durante un buen número de siglos esa palabra haya levantado a los pueblos contra el linaje de los reyes.        Phanor, Amrou y Méthousaël habían huido; pero, reconocidos como falsos hermanos, perecieron a manos de los obreros, en el Estado de Maaca, rey del país de Geth[14], en donde se ocultaban bajo los nombres de Sterkin, Oterfut y Hoben[15].        Con todo, las corporaciones, por una secreta inspiración, han continuado a lo largo de los siglos buscando llevar a cabo su frustrada venganza sobre Abiram o el asesino… Y la descendencia de Adonirám fue sagrada para ellos; ya que aun transcurrido mucho tiempo, seguían jurando por los hijos de la viuda; pues así llamaban a los descendientes de Adonirám y la reina de Saba.        Por orden expresa de Solimán Ben-Daoud, el ilustre Adonirám fue inhumado bajo el mismo altar del templo que había construido; y por eso Adonay terminó por abandonar el arca de los hebreos y redujo a esclavitud a los sucesores de Daoud[16].         Ávido de honores, de poder y de voluptuosidad, Solimán desposó a quinientas mujeres, y finalmente reuniendo a todos los genios, les obligó a obedecerle y luchar contra las naciones vecinas, gracias a la virtud del célebre anillo, antaño cincelado por Irad, padre del Cainita Maviaël; que lo legó a Henoch, y con él se sirvió para dominar sobre las piedras; Henoch lo cedió al patriarca Jared, que a su vez se lo dio a Nemrod, siendo éste quien se lo pasó a Saba, padre de los Himyaríes.        Con el anillo, Salomón (sic)[17] sometió a los genios, a los vientos y a todos los animales[18]. Harto de poder y de placeres, el sabio iba repitiendo: “Comed, amad, bebed; lo demás sólo es orgullo.”        Y, extraña contradicción: ¡no era feliz! Ese rey, degradado su cuerpo, aspiraba a convertirse en inmortal…        A base de artificios, y con ayuda de un profundo saber, esperaba que mediando ciertas condiciones, podría depurar su cuerpo de los elementos mortales, sin que se corrompiera. Para ello, era necesario que durante doscientos veinticinco años, su envoltura carnal permaneciera al abrigo de cualquier ataque, de todo principio corruptor, durmiendo el sueño profundo de los muertos. Tras lo cual, el alma exilada, volvería a su envoltura terrenal, rejuvenecida y con la virilidad floreciente, cuyo esplendor se sitúa en los treinta y tres años de edad.        Viejo y achacoso, en cuanto percibió la total decadencia de sus fuerzas, señal de un final cercano; Solimán ordenó a los genios que había convertido en sus siervos, construirle, en la montaña del Kaf, un palacio inaccesible, en cuyo centro hizo erigir un trono de oro macizo y marfil, colocado sobre cuatro pilares hechos con el vigoroso tronco de un roble.        Era allí donde Solimán, príncipe de los genios, había decidido pasar ese tiempo de prueba. Los últimos días de su vida fueron empleados en conjurar, mediante signos mágicos y por la virtud del anillo, a todos los animales, a todos los elementos, a todas las sustancias dotadas de la propiedad de descomponer la materia. Conjuró a los vapores de las nubes, a la humedad de la tierra, a los rayos del sol, al soplo de los vientos, a las mariposas, a las polillas y a las larvas. Conjuró a las aves de presa, al murciélago, al búho, a la rata, a la mosca impura, a las hormigas y a las familias de todos los insectos que reptan, trepan y roen. Conjuró al metal; conjuró a la piedra, a los álcalis y a los ácidos, e incluso a las emanaciones de las plantas.        Tomadas estas disposiciones, una vez que se hubo asegurado bien de haber sustraído su cuerpo a todos los agentes destructores, despiadados ministros de Iblís, se hizo transportar por última vez al corazón de la montaña del Kaf, y, convocando a los genios, les impuso trabajos inmensos, ordenándoles, bajo la amenaza de los castigos más terribles, respetar su sueño y velar en torno a él.        A continuación, se sentó en el trono, al que sujetó fuertemente sus miembros, que se fueron enfriando poco a poco; sus ojos se apagaron, su hálito se detuvo, y durmió el sueño de los muertos.        Y los genios esclavos continuaron sirviéndole, ejecutando sus órdenes y prosternándose delante de su señor, esperando su resurrección.        Los vientos respetaron su rostro; las larvas que engendran gusanos no pudieron acercársele; pájaros y roedores fueron obligados a alejarse; el agua desvió sus humedades, y, por la fuerza de los conjuros, el cuerpo permaneció intacto durante más de dos siglos.        La barba de Solimán había crecido y le caía hasta los pies; las uñas habían perforado el cuero de sus guantes y el tafilete dorado de su calzado.        ¿Pero cómo la sabiduría humana, de tan cortas luces, podría alcanzar el INFINITO (sic)?  Solimán había descuidado el conjuro de un insecto, el más ínfimo de todos… se había olvidado de la cresa[19].        La larva avanzó misteriosa… invisible… penetró en uno de los pilares que sostenían el trono, y lo fue royendo lentamente, muy lentamente, sin detenerse ni un momento. Ni el oído más fino habría podido escuchar cómo iba raspando poco a poco ese átomo, que sacudía tras él, año tras año, unos pocos granos de finísimo serrín.        Trabajó de ese modo durante doscientos veinticuatro años… y después, de golpe, uno de los pilares, carcomido, se dobló bajo el peso del trono, que se desmoronó con un terrible fragor[20].        Así que fue la cresa la que venció a Solimán y la primera en conocer su muerte; ya que el rey de reyes, precipitándose sobre las losas, no volvió a despertarse nunca más. Entonces, los genios humillados, reconociendo su desprecio, recuperaron su libertad.        Aquí termina la historia del gran Solimán Ben-Daoud, cuyo relato debe ser acogido con respeto por los verdaderos creyentes, ya que fue reconstruido y compendiado por la sagrada mano del profeta, en la treinta y cuatro fatihat(sic) del Corán, espejo de sabiduría y fuente de verdad[21]                   FIN DE LA HISTORIA DE SOLIMÁN Y DE LA REINA DE LA MAÑANA         El narrador había terminado su historia, que había durado unas dos semanas. No he querido comentar otras cosas que pude observar en Estambul durante el intervalo de estas sesiones, por miedo a desviar el interés sobre el relato. Tampoco he tenido en cuenta algunas breves historias intercaladas aquí y allá, conforme al uso, bien en los momentos en los que el público no es todavía numeroso, bien por darle unas pinceladas divertidas a algunas peripecias dramáticas. Los ‛cafedjis‛ (propietarios o encargados de los cafetines) invierten con frecuencia sumas considerables para asegurarse el concurso de tal o cual narrador de renombre. Como cada sesión no dura más allá de hora y media, los narradores, a lo largo de la misma noche, pueden trabajar en muchos cafés. También ejercen su profesión en los harenes, cuando el marido, una vez se ha asegurado del interés de un cuento, quiere hacer participar a su familia del mismo placer que él ha experimentado. La gente prudente se dirige, para hacer estos negocios, al síndico de la corporación de narradores, los llamados khassidéens, pues a veces sucede que narradores de mala fe, descontentos por la recaudación en el café o por el estipendio recibido en una casa, desaparecen en medio de la situación más interesante, y dejan al auditorio desolado al no poder conocer el final de la historia.             A mí me gustaba mucho el cafetín frecuentado por mis amigos los persas, por lo variopinto de sus parroquianos y la libertad de expresión que allí reinaba; me recordaba al Café du Suratedel bueno de Bernardin de Saint-Pierre[22]. En efecto, se encuentra más tolerancia en estas reuniones cosmopolitas de comerciantes de diversos países de Asia, que en los cafés frecuentados solo por turcos y árabes. De la historia que nos habían contado, se discutía cada sesión entre los distintos grupos de habituales; ya que, en los cafés de Oriente, la conversación jamás es generalista, y, salvo las observaciones del abisinio, que, como cristiano, parecía abusar un poco del mosto de Noé, nadie puso en duda los temas principales de toda la narración. En efecto, los hechos relatados son conformes a las creencias generalizadas en Oriente; tan solo se encuentra un poco de ese espíritu popular de controversia que distingue a los persas de los árabes del Yemen. Nuestro narrador pertenecía a la secta de ‘Aly, que es, por decirlo de alguna manera, la tradición católica de Oriente, mientras que los turcos, pertenecientes a la secta de Omar, representarían más bien una especie de protestantismo que han hecho predominar sometiendo a las poblaciones meridionales[23]. [1] Según la tradición musulmana, Balkis tuvo realmente un hijo de Salomón, origen de la dinastía de los reyes abisinios; que residen en Gondar. [2] Ptolomeo (Geografía VII) GR. [3] El último rey de Abisinia, Hayle Selassie I (23 Julio 1892 – 27 Agosto 1975), se decía que era descendiente de la reina de Saba. Era soberano y Papa al mismo tiempo, y siempre se le ha conocido como el “Padre Juan”. Sus súbditos, aún hoy en día, se llaman a sí mismos “Cristianos de San Juan” [4] La muerte de Adonirám y la búsqueda de su cuerpo, tal y como Nerval las describe a partir de aquí, son el eje central del ritual masónico para la iniciación. [5] Jerusalén (Solime) Jerusalén ha sido llamada con diversos nombres. Primero se llamó Jébus, después Salem, y ambas palabras reunidas formaron el nombre de Jerusalén. También fue conocida como Solyme, Yerusalayim, Luz y Béthel (”Histoires des Croisades”, de Jacques de Vitry) Para el origen de Béthel  –  en hebreo בֵּית־אֵל-, ver http://fr.wikipedia.org/wiki/B%C3%A9thel . [6] El nombre de estas columnas deriva de dos personajes bíblicos. El primero, Jakín, desciende por línea directa del patriarca Jacob (Génesis 46, 10), mientras que Boaz (o Booz) aparece como unos de los ancestros del rey David (Rut 4, 21) http://hermetismoymasoneria.com/s13frar1.htm.  [7] Para el término Schibboleth: ver Jueces XII, 6; Para Giblím: ver I Reyes, V, 32. Estas palabras clave son mencionadas y se explican en diferentes manuales de francmasonería. Todo este capítulo XII, con el relato de la muerte del maestro y más adelante del descubrimiento de su cadáver, sigue de cerca la tradición masónica y confirma que, en el espíritu de Nerval, la historia de Adonirám debía, al igual que en la Flauta mágica, llevarnos hasta el ritual de los francmasones. [8] Hay una visión equivalente a ésta, -la desaparición de una figura desmesuradamente grande- en Aurelia I, 2 y 6. [9] Es el mismo tema de Le Christ aux Oliviers (Les Chimères). [10] Génesis, IV, 15 y 24. [11] Moloch o Moloch Baal o Baal fue un dios de los fenicios, cartagineses y cananeos. Era considerado el símbolo del fuego purificante, que a su vez simbolizaba el alma. Se le identifica con Cronos y Saturno (http://es.wikipedia.org/wiki/Moloch) [12] El Libro de Enoc (o Libro de Henoc, abreviado 1 Enoc) es un libro intertestamentario, que forma parte del canon de la Biblia de la Iglesia ortodoxa etíope pero no es aceptado como canónico por las demás iglesias cristianas, a pesar de haber sido encontrado en algunos de los códices de la Septuaginta (Códice Vaticano y Papiros Chester Beatty). Los Beta Israel (judíos etíopes) lo incluyen en la Tanaj, a diferencia de los demás judíos actuales, que lo excluyen (http://es.wikipedia.org/wiki/Libro_de_Enoc) [13] Sobre algunos elementos relativos a la francmasonería que señala Nerval en este capítulo, es interesante ver la controversia e incluso enfado que produce en algunos miembros de la masonería la narración de Nerval, acusándole de apartarse de los textos bíblicos y musulmanes tradicionales, y despojando a Salomón de sus virtudes, que hace recaer en la reina de Saba (“La contribución ocultista de Gérard de Nerval a la leyenda de Hiram”, de Ángel Almazán de Gracia, http://www.soriaymas.com/ver.asp?tipo=articulo&id=1564) (EDL) [14] Geth: una de las ciudades principales de los filisteos, hogar de la resistencia al pueblo de Israel.- Todos estos nombres son atestiguados en la tradición masónica. [15] Se dice que el verdadero nombre de Abiram era Hoben, y que los otros son Oterfut o Hutterfut y Sterkin. La cuestión de los nombres de los Asesinos es muy compleja; pero los Rituales antiguos afirman que estos cambios en los nombres eran voluntarios, que los Iniciados modificaban el nombre que le daban a los Asesinos de acuerdo con su intención simbólica. Recordemos que en la Masonería simbólica los Asesinos se denominan Jubelás, Jubelós y Jubelón. Algunos dicen “Jubella Gibbs, Jubello Gravelot y Jubellum Romvel. Extraido de: http://es.scribd.com/doc/24353389/Grado-10-Elegido-de-Los-Quince : “Los verdaderos nombres de los Asesinos” (EDL) Y para Abiram o Abi-Ramah, ver el “Diccionario Enciclopédico de la Masonería”, de Lorenzo Frau Abrines (http://ufdc.ufl.edu/UF00083845/00001/20j) (EDL) [16] Nota del traductor: se ha respetado la transcripción de Nerval para los nombres de Solimán (Salomón) y de Daoud (David), y otros muchos personajes de la antigüedad; aunque para otros nombres bíblicos, en ocasiones, he preferido adoptar la transcripción que aparece en la “Sagrada Biblia”, de Eloíno Nácar Fúster y Alberto Colunga, por tratarse de una traducción directa de las lenguas originales. No obstante, para las menciones a capítulos del Antiguo Textamento, se ha consultado también en la TORAH el texto hebreo de los mismos (EDL) [17] En esta ocasión Nerval escribe “Salomón” en lugar de “Solimán” (EDL) [18] En el Corán, en la azora 34, Sabâ, se da una versión de la muerte de Salomón casi idéntica a la del texto de Nerval. (GR) [19] Según el Diccionario de la Real Academia Española: cresa (de queresa, y este quizá der. del lat. caries). a) f. Conjunto de huevos puestos por la abeja reina. b) f. Larva de ciertos dípteros, que se alimenta principalmente de materias orgánicas en descomposición. c) f. Conjunto de huevos amontonados que ponen las moscas sobre las carnes. [20] Nota de NERVAL: Según los Orientales, las potencias de la naturaleza no pueden actuar más que en virtud de un pacto generalmente consentido. Es el acuerdo de todos los seres el que le da el poder al mismo Allah. Se aprecia aquí la relación que hay entre la cresa triunfadora ante las ambiciosas combinaciones de Salomón, y la leyenda de los Edda (con este nombre se conocen dos recopilaciones literarias islandesas medievales que forman el corpus más importante sobre la mitología nórdica) acerca de Balder. Odín y Freya también habían conjurado a todos los seres, a fin de que respetasen la vida de Balder, su hijo; pero olvidaron el muérdago del roble, y esa humilde planta fue la causa de la muerte del hijo de los dioses. Por eso el muérdago era sagrado en la religión druídica, posterior a la de los escandinavos. [21] Los capítulos del Corán se llaman suras o azoras. Al-Fatiha (La Apertura) designa sólo a la primera de las azoras. La azora 34, Sabâ, describe la muerte de Salomón (GR), con una versión parecida a la del relato de Nerval. [22] Le Café du Surate, cuento filosófico de Bernardin de Saint-Pierre acerca de la tolerancia religiosa. (GR) [23] Los shi’íes, sólo reconocen como únicos califas legítimos a ‘Aly, esposo de Fátima (hija del Profeta Mahoma) y  a sus descendientes, y excluyen a otros descendientes de Mahoma, reconocidos por los sunníes, o musulmanes ortodoxos. (Sobre Shi’a y Sunna, se puede consultar, por ejemplo: http://www3.giz.de/E+Z/zeitschr/ds202-6.htm )  

Esmeralda de Luis y Martínez 9 junio, 2012 9 junio, 2012 Abirám, Adoniram, Ahías de Siló, Amrou, Balkis-Makeda, Benoni, Betania, Booz, Caín, Giblim, Henoch, Hoben, Iblís, Irad, Jehová, la columna Jakín, Lamec, Makbenách, Maviaël, Mello, Menilék, Méthousaël, Molóch, Moria, Nemrod, Oterfut, Padre Juan, Phanor, Saba, Sadoc, Salomón, Schibboleth, Solimán, Sterkin, Talmud, Tubalcaín
“VIAJE A ORIENTE” – Las noches de Ramadán

HISTORIA DE LA REINA DE LA MAÑANA Y DE SOLIMÁN, viagra EL PRÍNCIPE DE LOS GENIOS – VIII. El manantial de Siloé… encuentro de Belkis y Adonirám en la fuente de Siloé. Ambos descubren, case gracias al ave Hud-Hud, pharmacy que son descendientes de los espíritus del aire y del fuego. El narrador continuó así… Era la hora en la que el Tabor[1] proyectaba su sombra matinal sobre el montuoso sendero de Betania: blancas y diáfanas nubes erraban por las llanuras del cielo suavizando la claridad de la mañana; el rocío aún cubría el verdor de las praderas; la brisa acompañaba con su murmullo entre los matorrales el canto de los pájaros que revoloteaban por los senderos del Moria[2]; a lo lejos se vislumbraban las túnicas de lino y vestiduras de gasa de un cortejo de mujeres que, atravesando el puente del Cedrón, llegaron al borde de un arroyuelo que alimenta el lavadero de Siloé. Tras ellas, caminaban ocho nubios que llevaban un rico palanquín, y dos camellos cargados que marchaban balanceando la cabeza. La litera estaba vacía; ya que desde la aurora la reina de Saba había abandonado, junto con las mujeres, las jaymas en las que se había obstinado en alojarse con su séquito, fuera de los muros de Jerusalén, y había echado pie a tierra para disfrutar mejor del encanto de aquellas frescas campiñas. Jóvenes y hermosas, en su mayoría, las doncellas de Balkis se encaminaba temprano a la fuente para lavar la ropa de su señora que, vestida con sencillez, al igual que sus compañeras, las precedía acompañada por su nodriza, mientras que tras sus pasos, el juvenil cortejo parloteaba a más y mejor. “Vuestras razones no me conciernen, hija mía, decía la nodriza; ese matrimonio me parece una grave locura; y si el error es excusable, lo es únicamente por el placer que pueda proporcionar. –                     ¡Edificante moral! Como os pudiera escuchar el sabio Solimán… –                     ¿Es tan sabio, no siendo ya tan joven, como para envidiar a la Rosa de los Sabeos? –                     ¡Halagos! mi buena Sarahil, me adulas demasiado desde por la mañana. –                     No despertéis mi severidad aún dormida; porque entonces os diría… –                     Bien, pues dime… –                     Que vos amáis a Solimán; y que os lo habéis merecido. –                     No sé…, contestó riendo la joven reina; me he cuestionado sobre este asunto muy seriamente y es probable que el rey no me resulte indiferente. –                     Si así fuera, no habríais examinado un punto tan delicado con tanto escrúpulo. No, vos buscáis una alianza… política, y arrojáis flores sobre el árido sendero de las conveniencias. Solimán ha rendido tanto a vuestros estados, como a los de todos sus vecinos, tributarios de su poderío, que vos soñáis con el deseo de liberarlos entregándoos a un amo al que creéis poder convertir en esclavo. Pero tened cuidado… –                     ¿Qué puedo temer? Él me adora. –                     Él profesa hacia su noble persona una pasión demasiado viva  como para que sus sentimientos hacia vos sobrepasen el deseo de sus sentidos, y nada es más frágil que ese deseo. Solimán es calculador, ambicioso y frío. –                     ¿Acaso no es el príncipe más grande de la tierra; el más noble retoño de la raza de Sem, de la que yo provengo? ¡Encuéntrame en el mundo un príncipe más digno que él para dar sucesores a la dinastía de los Himyaríes! –                     El linaje de los Himyaríes, nuestros abuelos, desciende desde más alto de lo que pensáis. ¿Acaso veis a los hijos de Sem dominando a los habitantes del aire?… En fin, yo me atengo a la predicción de los oráculos: vuestros destinos aún no se han cumplido, y la señal por la que vos reconoceréis a vuestro esposo todavía no ha aparecido, la abubilla aún no ha interpretado la voluntad de las potencias eternas que os protegen. –                     ¿Mi suerte dependerá de la voluntad de un pájaro? –                     De un ave única en el mundo, cuya inteligencia no pertenece a las especies conocidas; cuyo alma, así me lo ha dicho el sumo sacerdote, ha sido concebida con la esencia del fuego; no es en absoluto un animal terrestre, pues él proviene de los ?ins (genios). –                     Es cierto, repuso Balkis, que todos los intentos de Solimán por atraparlo, mostrándole inútilmente el hombro o el puño, han sido en vano. –                     Me temo que nunca se posará en él. En los tiempos en que los animales fueron sometidos, aquellos cuya raza se extinguió, no obedecían jamás a los hombres creados del barro. Sólo servían a los Dives, o a los ?ins, hijos del aire o del fuego… Solimán es de la raza creada del barro por Adonay. –                     Y sin embargo la abubilla a mí sí me obedece…” Sarahil sonrió bajando la cabeza; princesa de la sangre de los Himyaríes, y descendiente del último rey, la nodriza de la reina había estudiado en profundidad las ciencias: su prudencia igualaba a su discreción y bondad. “Reina, añadió, hay secretos que por vuestra edad aún no podéis conocer, y que las hijas de nuestro linaje deben ignorar hasta que vayan a tomar esposo. Si la pasión las extravía y las pierde, esos misterios les quedarán velados con objeto de excluir de su conocimiento al hombre vulgar. Bástenos con saber que Hud-Hud, esta famosa abubilla, sólo reconocerá como maestro y señor al esposo reservado para la Reina de Saba. –                     Me vais a hacer que maldiga a esa tirana con plumas… –                     … unta tirana que puede que os salve de un déspota armado con una espada. –                     Solimán ha recibido mi palabra, y a menos que queramos atraer sobre nosotros sus justos resentimientos… Sarahil, la suerte está echada; el plazo expira, y esta misma tarde… –                     Grande es el poder de los Éloïms (los dioses)…” murmuró la nodriza. Para cortar con esa conversación, Balkis, volviéndose, se puso a recoger jacintos, mandrágoras, ciclámenes, que jaspeaban el verdor de la pradera, y la abubilla que la había seguido revoloteando, brincaba en torno a ella con coquetería, como si hubiera querido buscar su perdón. Ese reposo permitió a las mujeres que se habían quedado atrás reunirse con su soberana. Hablaban entre ellas del templo de Adonay, del que se apreciaban los muros y el mar de bronce, objeto de todas las conversaciones desde hacía cuatro días. La reina se volcó de lleno en esa nueva conversación, y sus compañeras, curiosas, la rodearon. Grandes sicómoros, que extendían sobre sus cabezas verdes arabescos sobre un fondo azul, envolvían con una sombra transparente aquel grupo encantador. “No hay nada que iguale la admiración que nos embargó ayer tarde, les decía Balkis. Incluso Solimán se quedó mudo y estupefacto. Hacía tres días todo se había perdido; el maestro Adonirám caía fulminado sobre las ruinas de su obra. Su gloria, traicionada, se derrumbaba ante nuestros ojos en torrentes de lava en ebullición; el artista se había reducido a la nada… Ahora, su nombre victorioso retumba sobre las colinas; sus obreros han colocado en el umbral de su puerta un montón de palmas; el más grande que jamás ha visto el pueblo de Israel. –    El fragor de su triunfo, dijo una joven sabea, ha llegado hasta nuestras jaymas, pero, apenadas por el recuerdo de la reciente catástrofe, ¡oh, reina! hemos temblado por vos. Vuestras hijas ignoran lo que ha pasado. –    Sin esperar a que la fundición se enfriase, Adonirám -así me lo han contado- llamó desde por la mañana a los obreros desanimados. Los jefes amotinados le rodeaban; pero él los calmó con pocas palabras: durante tres días se pusieron manos a la obra, y desfondaron los moldes para acelerar el enfriamiento del enorme recipiente que creían roto. Un profundo misterio cubría sus intenciones. Al tercer día, aquella multitud de artesanos, al despuntar la aurora, alzaron los toros y leones de bronce con unas palancas que el calor del metal todavía ennegrecía. Esos bloques macizos fueron transportados bajo el gran cuenco de bronce y ajustados con tal presteza que más parecía un prodigio; el mar de bronce, vaciado, aislado de sus soportes, se desprendió y quedó asentado sobre sus veinticuatro cariátides; y mientras Jerusalén se lamentaba por tantos gastos inútiles, la admirable obra resplandecía ante las miradas de extrañeza de los mismos que la habían realizado. De pronto, las barreras colocadas por los obreros se abatieron: la multitud se precipitó; el ruido se propagó hasta llegar a palacio. Solimán temía una revuelta; echó a correr y yo le acompañé. Una multitud inmensa se apresuró tras nuestros pasos. Cien mil obreros delirantes y coronados con palmas verdes nos acogieron. Solimán no podía creer lo que estaba viendo con sus propios ojos. La ciudad entera elevaba hasta las nubes el nombre de Adonirám. –    ¡Qué triunfo! ¡y qué feliz debe estar él! –    ¡Él! ¡genio extraño… alma profunda y misteriosa! A petición mía, se le llamó, se le buscó, los obreros se precipitaron por todas partes…¡vanos esfuerzos! Desdeñoso de su victoria, Adonirám se escondió; evadía las lisonjas: el astro se había eclipsado. “Vamos, dijo Solimán, hemos caído en desgracia ante el rey del pueblo.” Pero yo, al dejar aquel campo de batalla del genio, tenía el alma triste y el pensamiento repleto de los recuerdos de ese mortal, si ya grande por sus obras, aún más grande por desaparecer en un momento así. –    Yo le vi pasar el otro día, repuso una doncella de Saba; la llama de sus ojos pasó sobre mis mejillas y las enrojeció: posee la majestad de un rey. –    Su belleza, prosiguió una de sus compañeras, es superior a la de los hijos de los hombres; su estatura es imponente y su aspecto deslumbrante. Así se me aparecen en mi pensamiento los dioses y los genios. –    ¿Esto me hace suponer que más de una de vosotras, uniría voluntariamente su destino al del noble Adonirám? –    ¡Oh, reina! ¿qué somos nosotras ante tan elevado personaje? Su alma está en lo más alto de las nubes y su noble corazón no descendería hasta nosotras.” Jazmines en flor que dominaban terebintos y acacias, entre las que extrañas palmeras inclinaban sus pálidos capiteles, encuadraban el lavadero de Siloé. Allí, crecía la mejorana, los lirios grises, el tomillo, la hierba luisa y la rosa ardiente de Asarón. Bajo esos macizos de vegetación estrellada, se extendían, aquí y allá, seculares bancos al pie de los que brotaban arroyuelos de agua viva, tributarios de la fuente. Estos lugares de reposo estaban engalanados con lianas que trepaban enroscándose a las ramas. Los apios de racimos rojizos y olorosos, las glicinias azules se proyectaban, en guirnaldas extravagantes y graciosas, hasta la cima de los pálidos y temblorosos ébanos. En el momento en que el cortejo de la reina de Saba  invadió los bordes de la fuente, sorprendido en su meditación, un hombre sentado sobre el pretil del lavadero, en el que había sumergido una mano abandonándola a las caricias de las ondas que formaba el agua, se levantó con la intención de alejarse. Balkis estaba allí delante, él levantó los ojos hacia el cielo, y se volvió rápidamente. Pero ella, aún más veloz, se plantó ante él: “Maestro Adonirám, le dijo, por qué me evitáis? –                     Yo jamás he buscado a la gente -respondió el artista- y temo el rostro de los reyes. –                     ¿Tan terrible se os ofrece en este momento?” –replicó la reina con una dulzura tan penetrante que arrancó una mirada al hombre. Lo que descubrió estaba lejos de tranquilizarle. La reina había dejado las enseñas de la grandeza, y la mujer, en la simplicidad de su atavío matutino, era aún más temible. Balkis había sujetado su cabello bajo el pliegue de un largo velo vaporoso, su diáfana y blanca túnica, movida por la curiosa brisa, dejaba entrever un seno como modelado por el cuenco de una copa. Bajo este simple tocado, la juventud de Balkis parecía más tierna, más alegre, y el respeto no podía contener por más tiempo a la admiración y al deseo. Esa gracia conmovedora, su cara infantil, aquel aire virginal, ejercieron en el corazón de Adonirám una impresión nueva y profunda. “¿Para qué retenerme? –dijo él con amargura- mis males ya son suficientes y vos sólo acrecentáis aún más mis penas. Vuestro espíritu es banal, vuestro favor pasajero, y vos sólo colocáis trampas para atormentar con mayor crueldad a todos los que habéis cautivado… Adiós, reina, que tan pronto olvidáis, sin tan siquiera mostrar vuestro secreto.” Tras estas palabras, pronunciadas con melancolía, Adonirám posó su mirada sobre Balkis. Una turbación repentina se apoderó de ella. Vivaz por naturaleza y voluntariosa por el hábito de dar órdenes, no quería que la dejaran. Se armó de toda su coquetería para responder: “Adonirám, sois un ingrato.” Era un hombre firme, no se rendía. “Es verdad; me he debido equivocar con mi recuerdo: la desesperación me visitó una hora en mi vida, y vos la habéis aprovechado para avasallarme delante de mi amo, de mi enemigo. –                     ¡Él estaba allí!… murmuró la reina avergonzada y arrepentida. –                     Vuestra vida corría peligro; yo corrí para colocarme ante vos. –                     ¡Tanta solicitud ante tan gran peligro! Observó la princesa, y con qué recompensa!” El candor, la bondad de la reina la obligaron a enternecerse, y el desdén de ese gran hombre ultrajado la producía una sangrante herida. “La opinión de Solimán Ben-Daoud, -continuó el escultor- poco me inquieta: raza parásita, envidiosa y servil, travestida bajo la púrpura… Mi poder está al abrigo de sus fantasías. Y a los otros que vomitaban injurias a mi alrededor, cien mil insensatos sin fuerza ni virtud, les tengo aún menos en cuenta que a un enjambre de moscas zumbadoras… Pero a vos, reina… a vos, ¡la única a la que yo había distinguido entre esa multitud, vos cuya estima coloqué tan alto!… mi corazón, ese corazón al que nada hasta entonces había conmovido, se desgarró, y poco me importa… Pero la compañía de los humanos se me ha hecho odiosa. ¡Qué me importan los elogios o los insultos que se dispensan tan seguidos, y se mezclan sobre los mismos labios como la absenta y la miel! –                     Sois implacable ante el arrepentimiento: debo implorar vuestro perdón, y no es suficiente… –                     No; lo que vos cortejáis es el éxito: si yo estuviera postrado en tierra, vuestro pie pisotearía mi frente. –                     ¿Ahora?… Ahora me toca a mí, no, y mil veces no. –                     ¡De acuerdo! Dejadme entonces destruir mi obra, mutilarla y volver a colocar el oprobio sobre mi cabeza. Volveré seguido de los insultos de la multitud; y si vuestro pensamiento me sigue siendo fiel, mi deshonor se habrá convertido en el día más hermoso de mi vida. –                     ¡Id, hacedlo! –gritó Balkis con un entusiasmo que no pudo reprimir. Adonirám no pudo evitar un grito de alegría, y la reina vislumbró las consecuencias de aquel compromiso. Adonirám allí estaba majestuoso frente a ella, ya no con la ropa corriente de los obreros, sino con las vestiduras jerárquicas del rango que ocupaba al frente del pueblo de los trabajadores. Una túnica blanca plegada en torno al busto, sujeta por un ancho cinturón de oro, realzaba su estatura. En su brazo derecho se enroscaba una serpiente de acero, sobre cuya cresta brillaba un diamante y, casi velado por un tocado cónico, del que se destacaban dos anchas bandas que caían sobre su pecho, su frente parecía desdeñar una corona. De pronto, la reina, deslumbrada, se había ilusionado sobre el rango de ese gallardo hombre; pero volvió a reflexionar, supo retenerse, aunque no pudo superar el extraño respeto por el que se había sentido dominada. “Sentaos, dijo ella, regresemos a sentimientos más calmados, sin que se irrite vuestro espíritu desafiante; vuestra gloria me es cara; no destruyáis nada. Ese sacrificio que me habéis ofrecido, para mí es ya como si se hubiera consumado. Mi honor quedaría comprometido, y vos lo sabéis, maestro, mi reputación es, a pesar de todo, solidaria de la dignidad del rey Solimán. –      Lo había olvidado, murmuró el artista con indiferencia. Sí, me parece haber oído contar que la reina de Saba debe desposar al descendiente de una aventurera de Moab, el hijo del pastor Daoud y de Betsabé, viuda adúltera del centenario Uríah. ¡Rica alianza… que ciertamente va a regenerar la divina sangre de los Himyaríes!”. La cólera tiñó de púrpura las mejillas de la joven, al igual que las de su nodriza, Sarahil que, una vez distribuidas las tareas entre las servidoras de la reina, alineadas y agachadas sobre el lavadero, había oído esa respuesta, ella, que tanto se oponía al proyecto de Solimán. “¿Es que esa unión no cuenta con el beneplácito de Adonirám? –respondió Balkis con un afectado tono desdeñoso. –                     Al contrario, vos lo podéis apreciar. –                     ¿Cómo? –                     Si me hubiera disgustado por esa unión, ya habría destronado a Solimán, y vos le trataríais igual que me tratáis a mí; vos no lo lamentaríais, ya que no le amáis. –                      ¿Qué os hace creer tal cosa? –                     Vos os sentís superior; le habéis humillado, no os perdonará, y la aversión no engendra amor. –                     Tanta audacia… –                     Sólo se teme… lo que se ama.” La reina experimentó un terrible deseo de hacerse temer. Pensar en futuros resentimientos del rey de los Hebreos, con el que había jugado tan alegremente, hasta entonces le había resultado inverosímil, y eso a pesar de que su nodriza había desplegado toda su elocuencia sobre este punto. Pero esa objeción, ahora, le parecía mejor fundamentada, y volvió sobre el asunto de nuevo en los siguientes términos: “No me conviene bajo ningún concepto escuchar vuestras insinuaciones contra mi anfitrión, mi…” Adonirám la interrumpió. “Reina, no me gustan los hombres, yo les conozco. A ése, le he frecuentado durante largos años. Bajo la piel de cordero, se esconde un tigre amordazado por los sacerdotes, que roe dulcemente su bozal. Hasta el momento se ha limitado a hacer asesinar a su hermano Adonías: es poco… pero no tiene más parientes. –    En verdad, quien os oyera podría pensar – remató Sarahil echando aceite al fuego- que el maestro Adonirám está celoso del rey.” Aquella mujer ya llevaba un rato contemplándole atentamente. “Señora –replicó el artista- si Solimán no fuera de una raza inferior a la mía, puede que yo bajara mis ojos ante él; pero la elección de la reina me muestra que ella no ha nacido para otro…” Sarahil abrió los ojos sorprendida, y, colocándose tras la reina, dibujó en el aire, a la vista del artista, un signo místico que él no comprendió, pero que le hizo temblar. “Reina, – exclamó aún remarcando cada palabra- el mostraros indiferente ante mis acusaciones ha aclarado mis dudas. En adelante, me abstendré de perjudicar a ese rey que no ocupa lugar alguno en vuestro espíritu… –    En fin, maestro, ¿de qué sirve hostigarme de esta manera? Incluso aunque yo no amara al rey Solimán… –    Antes de nuestro encuentro – interrumpió el artista en voz baja y emocionado – vos habíais creído amarle.” Sarahil se alejó, y la reina se volvió, confusa. “Ay, concededme una gracia, señora, abandonemos esta conversación: ¡es el rayo lo que atraigo sobre mi cabeza! Una palabra, perdida entre vuestros labios, encierra para mí la vida o la muerte. ¡Oh!, ¡no habléis más! Me he esforzado en llegar a este supremo instante, y yo mismo lo estoy alejando. Dejadme con la duda; mi valor ha sido vencido, estoy temblando. Ese sacrificio, tengo que prepararme para él. ¡Tanta gracia, tanta juventud y belleza resplandecen en vos, y por desgracia!… ¿quién soy yo a vuestros ojos? No, no… Debo perder aquí la felicidad… inesperada; retened vuestro aliento para que no pueda dejarme al oído una  palabra mortal. Este débil corazón jamás batido, en su primera angustia se ha roto, y creo que voy a morir.” Balkis no andaba mucho mejor; un vistazo furtivo sobre Adonirám le mostró a ese hombre, tan enérgico, poderoso y valiente; pálido, respetuoso, sin fuerza, y la muerte en sus labios. Victoriosa y afectada, feliz y trémula, el mundo desapareció ante sus ojos. “¡Por desgracia! -balbució esa joven de sangre real- yo tampoco, yo jamás he amado”. Su voz expiró sin que Adonirám, temiendo despertarse de un sueño, osara perturbar ese silencio. De pronto Sarahil se acercó, y ambos comprendieron que había que hablar, so pena de traicionarse. La abubilla revoloteaba por allí, alrededor del escultor, que al darse cuenta de ello dijo de un aire distraído: “¡Qué hermoso plumaje el de este pájaro!, ¿le poseéis desde hace mucho tiempo?”. Y fue Sarahil quien respondió, sin apartar la vista del escultor Adonirám: “Ese pájaro es el único retoño de una especie sobre la que, como a los demás habitantes del aire, mandaba la raza de los genios. Conservado quién sabe por qué prodigio, la abubilla, desde tiempos inmemoriales, obedece a los príncipes Himyaríes. Gracias a ella y su intermediación la reina reúne a voluntad a las aves del cielo.” Esa confidencia produjo un efecto peculiar en el rostro de Adonirám, que contempló a Balkis con una mezcla de alegría y de ternura. “Es un animal caprichoso, dijo ella. En vano Solimán la ha intentado colmar de caricias y golosinas, la abubilla, obstinada, se le escapa siempre, y no ha conseguido que vaya a posarse en su puño.” Adonirám reflexionó por un instante, dio la impresión de haber sido tocado por una inspiración y sonrió. Sarahil estuvo aún más atenta. Adonirám se levantó, pronunció el nombre de la abubilla, que, posada sobre un arbusto, se quedó inmóvil y le miró de lado. Dando un paso, trazó en el aire la Tau misteriosa, y el pájaro, desplegando sus alas, revoloteó sobre su cabeza, y se posó dócilmente en su mano. Mi suposición tenía sus fundamentos, dijo Sarahil: el Oráculo se ha cumplido. – ¡Sombras sagradas de mis ancestros! ¡Oh, Tubalcaín, padre mío! ¡vos no me habéis engañado! ¡Balkis, espíritu de la luz, mi hermana, mi esposa, por fin, os he encontrado!. Sólo sobre la tierra, vos y yo, podemos dar órdenes a ese mensajero alado de los genios del fuego, de los que somos descendientes. –    ¡Cómo! Señor, Adonirám entonces sería… –    El último vástago de Cus, nieto de Tubalcaín, al que estáis ligado a través de Saba, hermano de Nemrod, el cazador, y tatarabuelo de los Himyaríes[3]… y el secreto de nuestro origen debe quedar oculto para los hijos de Sem creados del barro de la tierra. –    Debo inclinarme ante mi señor, dijo Balkis tendiéndole la mano, ya que, conforme al dictado del destino, no se me permite acoger otro amor que el de Adonirám. –    ¡Ah! –respondió cayendo de rodillas, ¡sólo de Balkis quiero recibir un bien tan preciado!. Mi corazón ha volado ante el vuestro, y desde el momento en que vos aparecisteis ante mí, yo me convertí en vuestro esclavo.” Esa conversación se habría extendido largamente si Sarahil, dotada de la prudencia de su edad, no la hubiera interrumpido en estos términos: “Dejad para otro momento esas tiernas declaraciones de amor; momentos difíciles os esperan, y más de un peligro os amenaza. Por la virtud de Adonay, los hijos de Noé son los señores de la tierra, y su poder se extiende sobre vuestra existencia mortal. Solimán detenta un poder absoluto sobre sus Estados, de los que los nuestros son tributarios. Sus ejércitos son temibles, su orgullo es inmenso; Adonay le protege; tiene numerosos espías. Busquemos el medio de huir de este peligroso lugar, y, hasta entonces, prudencia. No olvidéis, hija mía, que Solimán os espera esta tarde en el altar de Sión… Deshacer el compromiso y romperlo, sería irritarle y despertar sospechas. Pedidle un poco más de tiempo, sólo para hoy, fundadlo en la aparición de presagios nefastos. Mañana, el sumo sacerdote os proporcionará un nuevo pretexto. Vuestro trabajo será contener la impaciencia del gran Solimán. Y vos, Adonirám, dejad a vuestras servidoras: la mañana avanza; y ya está cubierta de soldados la nueva muralla desde la que se domina la fuente de Siloé; el sol, que nos busca, va a llevar sus miradas sobre nosotros. Cuando el disco de la luna perfore el cielo bajo los cerros de Efraín, atravesad el Cedrón, y aproximaos a nuestro campamento, hasta un bosque de olivos que ocultan las jaymas a los habitantes de las colinas. Allí, tomaremos consejo de la sabiduría y la reflexión.” Se separaron con pesar: Balkis se reunió con su cortejo, y Adonirám la siguió con la mirada hasta el momento en que desapareció entre los matorrales de adelfas. [1] El monte Tabor se encuentra en Galilea. También conocido como Monte de la Transfiguración porque la tradición cristiana cree que es el sitio de la llamada Transfiguración de Jesús, descrita en los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas. [2] El monte Moria es en realidad una colina de Jerusalén en la que fue erigido el templo de Salomón. [3] Génesis, X (6,7 y 8): “Hijos de Cam fueron: Cus, Misraím, Out y Canaam. Hijos de Cus: Saba, Evila, Sabta, Rama y Sabteca. Hijos de Rama: Saba y Dadán. Cus engendró a Nemrod, que fue quien comenzó a dominar sobre la tierra, pues era un robusto cazador…”

Esmeralda de Luis y Martínez 13 mayo, 2012 14 mayo, 2012 Adonay, Adoniram, Balkis, Betsabé, Cedrón, Cus, Dives, Himyaríes, Hud-Hud, La fuente de Siloé, los Éloïms, Moab, Nemrod, Saba, Sarahil, Solimán, Solimán Ben-Daoud, Tubalcaín, Uríah, Yins
Viendo 1-2 de 2 documentos