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“VIAJE A ORIENTE” 037

IV. Las pirámides – III. Las pruebas iniciáticas… Con estos recuerdos intentábamos poblar de nuevo esa soledad imponente. Rodeados de árabes que se habían echado a dormir, treatment esperando para abandonar la gruta de mármol que la brisa de la tarde hubiera refrescado el aire, buy nosotros nos dedicábamos a apuntar las más diversas hipótesis sobre los hechos realmente constatados por la tradición antigua. Estas extrañas ceremonias de iniciación tantas veces descritas por los autores griegos, see que todavía pudieron asistir a ellas, para nosotros cobraban un interés muy especial, al ver cómo lo narrado correspondía perfectamente con la disposición de aquellos lugares. “¡Qué hermoso sería, le dije al alemán, ejecutar y representar aquí “La flauta mágica” de Mozart[1]. ¿cómo es que ningún hombre rico se había permitido la fantasía de darse tal espectáculo?. Con poco dinero se podría llegar a limpiar todos estos conductos, y bastaría después con traer el vestuario adecuado a toda la trouppe italiana de El Cairo. Imagínese la voz tonante de Zoroastro resonando desde el fondo de la sala de los faraones, o a “La Reina de la noche” apareciendo sobre el sarcófago de la llamada Cámara de la Reina y lanzando hacia la sombría bóveda su argentina voz. Imagínese el sonido de la flauta mágica a través de estos largos corredores, y las muecas y el temor de Papagino, forzado por los pasos del iniciado su maestro, a afrontar al triple Anubis, después al bosque en llamas, luego este canal sombrío agitado por las ruedas de hierro, y más aún con esa extraña escalera de la que cada peldaño se desprende a medida que se asciende por ella, haciendo sonar el agua con un sinistro chapoteo… –    Sería difícil, dijo el oficial, interpretar todo esto en el interior mismo de las pirámides… Hemos dicho que el iniciado seguiría, a partir del pozo, por una galería de unas cuantas leguas. Esta vía subterránea le conduciría hasta un templo situado a las puertas de Menfis, cuyo emplazamiento usted ha visto desde lo alto de la pirámide. Una vez terminadas estas pruebas, el iniciado volvería a ver la luz del día; la estatua de Isis aún continuaría velada para él; todavía tendría que superar una última prueba totalmente moral, de la que no tenía pista alguna, y cuyo objetivo le quedaba oculto. Los sacerdotes le habrían llevado triunfalmente, como uno más entre ellos, los cánticos y la música habrían celebrado su victoria. Aún tendría que ser purificado mediante un ayuno de cuarenta y un días, antes de poder contemplar a la gran diosa, viuda de Osiris. Ese ayuno se rompería cada día al ponerse el sol, momento en que se le permitiría reponer fuerzas con algunas onzas de pan y una copa de agua del Nilo. Durante esta larga penitencia, el iniciado podría conversar, a ciertas horas, con los sacerdotes y sacerdotisas, cuya vida discurría en las ciudades subterráneas. Tenía derecho de preguntar a cada uno y de observar las costumbres de esta comunidad mística, que había renunciado al mundo exterior, y cuyo inmenso número espantó a Semiramis, la victoriosa, cuando al hacer retirar los cimientos de la Babilonia egipcia (el viejo Cairo) vio desmoronarse las bóvedas de una de esas necrópolis habitadas por seres vivos[2]. –    Y tras los cuarentaiún días, ¿qué pasaba con el iniciado? –    Todavía tendría que pasar dieciocho días de retiro, durante los que debería guardar un completo silencio. Sólo le estaría permitido leer y escribir. Después pasaría un examen en el que todas las acciones de su vida eran analizadas y criticadas. Esto duraba aún doce días. Después se le hacía acostarse a lo largo de nueve días detrás de la estatua de Isis, tras haber suplicado a la diosa que se le apareciera en sus sueños y le inspirara sabiduría. Por fin, hacia los tres meses, las pruebas habían terminado. La aspiración del neófito hacia la divinidad, ayudada por las lecturas, las enseñanzas y el ayuno, le llevaban a un grado tal de entusiasmo que por fin era digno de ver cómo caían ante él  los velos sagrados de la diosa. En ese momento, su sorpresa llegaba al colmo viendo cómo se animaba aquella fría estatua cuyos trazos habían tomado de repente el parecido de la mujer que más amaba o del ideal que se había formado sobre la belleza más perfecta3. “Pero en el momento en que extendía sus brazos para alcanzarla, ella se desvanecía en una nube de perfumes. Los sacerdotes entraban con gran pompa y el iniciado era proclamado igual a los dioses; ocupando un lugar de inmediato en el banquete de los sabios, entonces le estaba permitido degustar los más delicados manjares y embriagarse con la ambrosía, que no faltaba en estas fiestas. Sólo le quedaba una pena, la de haber admirado tan sólo por un instante la divina aparición que se había dignado sonreírle… Sus sueños se la iban a devolver. Un largo sueño, debido sin duda al jugo de loto exprimido en su copa durante el festín, permitía a los sacerdotes transportarle a algunas millas de Menfis, al borde del célebre lago que aún lleva el nombre de Karoun (Carón) Una balsa le recibía aún dormido y le transportaba en esta provincia de El Fayoum, oasis delicioso que, aún hoy, es el país de las rosas. Allí existía un valle profundo, rodeado en parte de montañas, y por otra separado del resto del país por abismos excavados por la mano del hombre, en donde los sacerdotes habían sabido reunir las dispersas riquezas de la naturaleza entera. Los árboles de la India y del Yemen entremezclaban allí su follaje tupido y sus extrañas flores con la vegetación más rica y variada de la tierra de Egipto. “Animales en cautividad daban vida a ese maravilloso escenario, y el iniciado, depositado allí, aún dormido sobre la hierba, se encontraba al despertar en un mundo que semejaba la perfección misma de la naturaleza creada. Se levantaba, respirando el aire puro de la mañana, renaciendo al fuego del sol que no había visto desde hacía mucho tiempo; escuchaba el cadencioso canto de los pájaros, admiraba las flores embalsamadas, la tranquila superficie de las aguas rodeadas de papiros y consteladas por lotos rojos, en donde el flamenco rosa y el ibis trazaban sus curvas graciosas. Pero aún faltaba algo para animar esta soledad. Una mujer, una virgen inocente, tan joven, que ella misma parecía surgir de un sueño puro y matinal, tan bello, que mirándola de cerca se podían reconocer los admirables rasgos de Isis vislumbrados a través de una veladura. Tal era la criatura divina que se convertía en compañera y recompensa del iniciado triunfante”. Aquí, me creo en el deber de interrumpir la narración imaginada por el sabio berlinés: “Me parece, dije, que usted me está contando la historia de Adán y Eva. –   Más o menos”, me respondió. En efecto, la última prueba, tan encantadora, pero tan imprevista, de la iniciación egipcia era la misma que Moisés relató en el Génesis. En aquel jardín maravilloso existía un árbol cuyos frutos estaban prohibidos al neófito admitido en el paraíso. Es tan cierto que esta última victoria sobre uno mismo era la cláusula de la iniciación, que se han encontrado en el Alto Egipto bajorrelieves datados de 4.000 años, representando a un hombre y a una mujer, bajo un árbol, en el que ésta última ofrece el fruto a su compañero de soledad. Alrededor del árbol está enroscada una serpiente, representación de Tifón, el dios del mal. En efecto, en general sucedía que el iniciado, que había vencido todos los peligros materiales se dejaba llevar por esta seducción, cuyo desenlace consistía en su exclusión del paraíso terrenal. Su castigo entonces debía ser el de errar por el mundo, y difundir en los pueblos extranjeros las enseñanzas que él había recibido de los sacerdotes. En cambio, si él resistía, lo que era muy raro, a la última tentación, se convertía en un igual al rey. Se le paseaba en triunfo por las calles de Menfis, y su persona era sagrada. Precisamente, por haber fallado en esta prueba, Moisés fue privado de los honores que esperaba. Herido por este resultado, declaró una guerra abierta contra todos los sacerdotes egipcios, luchó contra ellos mediante la ciencia y los prodigios, y terminó liberando a su pueblo gracias a un complot cuyo resultado es bien conocido4. El prusiano que me contaba todo esto era evidentemente un hijo de Voltaire…este hombre estaba aún anclado en el escepticismo religioso de Federico II y no pude evitar hacerle esta observación. “Se equivoca, me dijo: nosotros los protestantes, analizamos todo; pero no por ello somos menos religiosos. Si parece demostrado que la idea del paraíso terrenal, de la manzana y de la serpiente, ha sido conocida por los antiguos egipcios, esto no prueba de ningún modo que la tradición no sea divina. Estoy dispuesto a creer, incluso que la última prueba de los misterios no era más que una representación mística de la escena que pudo suceder en los primeros días del mundo; que Moisés, tal vez hubiera tomado esto de los antiguos egipcios, depositarios de la sabiduría primigenia; o que se haya servido, al escribir el Génesis, de las impresiones que él mismo hubiera podido conocer; pero aún así esto no implica que no sea cierta la verdad primera. Triptolemo, Orfeo y Pitágoras también pasaron por las mismas pruebas. El uno fundó Los Misterios de Eleusis, el otro, los de Las Cabirias de Samotracia; el otro, las asociaciones místicas del Líbano5. “Entonces, Orfeo tuvo menos éxito que Moisés. Falló en la cuarta prueba; en la que era necesario tener la suficiente fuerza de espíritu como para alcanzar los anillos suspendidos sobre él: cuando los peldaños de hierro comenzaron a caer bajo sus pies se precipitó en el canal, de donde le sacaron con dificultad y, en lugar de llegar hasta el templo, tuvo que volver hacia atrás y remontar el camino hasta la salida de las pirámides. Durante la prueba, su mujer le había sido arrebatada por uno de esos “accidentes naturales” que los sacerdotes amañan con facilidad y les dan esa apariencia. Pero Orfeo obtuvo, gracias a su talento y renombre, la gracia de comenzar de nuevo las pruebas, y por segunda vez falló, y así fue cómo perdió para siempre a Euridice, y él se vió reducido a llorarla en el exilio. –   Con este sistema, dije, es posible explicar materialmente todas las religiones, pero ¿qué ganaríamos nosotros?. –   Nada. Nosotros únicamente acabamos de pasar dos horas charlando sobre los orígenes de la historia. Ahora cae la tarde y es hora de buscar un refugio”. Pasamos la noche en una LOCANDA italiana, situada cerca de allí, y al día siguiente se nos condujo al emplazamiento de Menfis, situada a unas dos millas hacia el mediodía. Las ruinas allí son irreconocibles; de hecho, todo está recubierto por un bosque de palmeras en medio del que se encuentra la inmensa estatua de Sesostris, de sesenta pies de altura, pero caída sobre su vientre en la arena. Pero todavía debo hablar de Saqqarah, adonde se llega enseguida, de sus pirámides, más pequeñas que las de Gizeh, entre las que se distingue la gran pirámide de ladrillos construida por los hebreos. Un espectáculo aún más curioso se halla en el interior de las tumbas de animales, muy numerosas y extendidas por la llanura. Las hay de gatos, cocodrilos y de ibis. Se penetra a ellas con mucha dificultad, respirando la ceniza y el polvo, arrastrándose a veces por conductos por los que sólo de puede pasar de rodillas. Después, uno de encuentra ante vastísimos subterráneos en donde se acumulas a millones y simétricamente colocados todos estos animales, cuyos cuerpos, los bondadosos egipcios, se preocupaban en embalsamar y amortajar, igual que a los hombres. Cada momia de gato está envuelta en una gran cantidad de vendajes, en los que, de un extremo a otro, se han escrito en jeroglíficos, probablemente la vida y virtudes del animal. Incluso se hace lo mismo para con los cocodrilos… En cuanto a los ibis, sus restos son encerrados en vasijas de arcilla de Tebas, ordenadas perfectamente a lo largo de una superficie incalculable, como si fueran vasijas de mermelada en una granja. Pude cumplir fácilmente el encargo que me había hecho el cónsul, después, me separé del oficial prusiano, que continuó su ruta hacia el Alto Egipto, y yo, volví al Cairo, bajando por el Nilo en una barca. Me ocupé de ir a llevar al consulado el ibis obtenido al precio de tantas fatigas, pero me dijeron que durante los tres días consagrados a mi exploración, nuestro pobre cónsul había sentido cómo se agravaba su enfermedad y se había embarcado para Alejandría. Después me enteré de que había muerto en España. [1] Interpretación masónica de las antiguas iniciaciones, “La flauta mágica” ejerce sobre Nerval una fuerte atracción (ver n. 64) Se ve aquí la parte de intuición y de especulación que aporta a su descripción de las pirámides, lo menos arqueológica posible. La idea de reanimar las ruinas con un espectáculo aparece igualmente en ISIS, cap. I.  [2] Sobre los magos y los ancestros retirados en los hipogeos para cultivar allí los secretos primitivos, ver más abajo la leyenda de Adoniram (capítulos VI y VII) y “Aurelia I,8” 4.- Esas especulaciones sobre el origen egipcio de la Revelación bíblica se remontan al Renacimiento y se han convertido en lugar común de toda una tradición exotérica. Nada más nervaliano, sin embargo que esta búsqueda de un hogar común a todas las creencias y esa reducción del mensaje bíblico a un avatar de la Historia de las Religiones.  4.- El mito de Pigmalión, otro de los temas recurrentes en Nerval. 5.-  Alusión a la doctrina sincretista de la PRISCA TEOLOGÍA; el Hermes Trimegisto de los egipcios, Moisés, Orfeo, Pitágoras y otros sacerdotes antiguos, habrían recibido una revelación paralela y sus misterios enseñarían una verdad única y universal.

Esmeralda de Luis y Martínez 13 febrero, 2012 13 febrero, 2012 Adán y Eva, Isis, Las pirámides, Menfis, Moisés, Orfeo, Osiris, pruebas iniciáticas, Semiramis, Tifón
“VIAJE A ORIENTE” 036

IV. Las pirámides – II. La plataforma… Me temo que voy a tener que admitir que ni el mismísimo Napoleón llegó a ver las pirámides más que desde la llanura. Desde luego, look no habría comprometido su dignidad dejándose alzar entre los brazos de cuatro árabes como un simple balón que pasa de mano en mano, advice y estaría obligado a responder desde abajo con un saludo a los “cuarenta siglos” que, sovaldi según su cálculo, le contemplaban a la cabeza de su ejército. Tras haber recorrido con la mirada todo el panorama de alrededor, y leído atentamente estas inscripciones modernas que harán las torturas de los sabios en el futuro, me preparé para descender cuando, un caballero rubio, esbelto, arrebolado y perfectamente enguantado, franqueó, como yo acababa de hacer poco tiempo antes que él, la última grada de la cuádruple escalera y me dirigió un saludo bastante ceremonioso que yo merecía en calidad de ser el primer ocupante. Le tomé por un caballero inglés, y él me situó de inmediato como un francés. Me arrepentí al instante de haberlo juzgado tan a la ligera. Un inglés nunca me habría saludado al encontrarse sobre la plataforma de la pirámide de Keops, un lugar en el que nadie nos podría presentar. “Señor, me dijo el desconocido con un acento ligeramente germánico, me alegra encontrar aquí a alguien civilizado. Yo soy tan solo un oficial de la guardia de SM. el rey de Prusia. He obtenido un permiso para unirme a la expedición de M. Lepsius.[1], y como su esposa ha pasado por aquí hace algunas semanas, estoy obligado a ponerme al día visitando lo que supongo que ella ha debido ver”. Terminado su discurso, me dio su tarjeta de visita, invitándome a ir a verle si alguna vez pasaba por Postdam. “Pero, añadió, viendo que me preparaba para descender, usted sabe que la costumbre es hacer aquí una colación. Estos hombretones que nos rodean esperan compartir nuestras modestas provisiones…y, si usted tiene apetito, le ofreceré una parte del paté que ha traído uno de mis árabes”. Cuando se está de viaje, enseguida se traba conocimiento y, en Egipto sobre todo, en la cúspide de la gran pirámide, todo europeo se convierte para cualquier otro en un FRANCO, es decir, un compatriota; el mapa de nuestra pequeña Europa pierde, tan lejos, sus fronteras divisorias. Hago siempre una excepción para los ingleses, que es como si residieran en una isla aparte. La conversación del prusiano me gustó mucho durante el almuerzo. Llevaba con él cartas con las últimas y más frescas noticias de la expedición de M. Lepsius que, en ese momento, exploraba los alrededores del lago Moeris y las ciudades subterráneas del gran laberinto. Los sabios berlineses habían descubierto ciudades enteras escondidas bajo las arenas y construidas con ladrillos; Pompeyas y Herculanos subterráneas que jamás habían visto la luz, y que posiblemente se remontaban a la época de los trogloditas. No pude dejar de reconocer que era una noble ambición para los eruditos prusianos el haber querido ir tras las huellas de nuestro Instituto de Egipto, del que ellos no podrán más que completar sus admirables trabajos. El almuerzo sobre la pirámide de Keops es, en efecto, forzado por los turistas, como el que se hace de ordinario sobre el capitel de la columna de Pompeyo en Alejandría. Yo estaba feliz de haber encontrado un compañero instruido y amable que me lo hubo recordado. Las pequeñas beduinas habían conservado bastante agua en sus cantarillos de barro poroso, para permitir refrescarnos y después hacer unos “grogs” con una frasca de aguardiente que uno de los árabes llevaba a la zaga del prusiano. Mientras tanto, el sol se había convertido en un disco ardiente como para que pudiéramos quedarnos por más tiempo sobre la plataforma. El aire puro y vivificante que se respira a esa altura nos había permitido durante algún tiempo no darnos cuenta del calor. Ahora había que descender de la plataforma y penetrar en la pirámide, cuya entrada se halla aproximadamente a un tercio de su altura. Nos hicieron descender ciento treinta escalones por el procedimiento inverso al de la subida. Dos de los cuatro árabes nos suspendían de los hombros desde lo alto de cada grada, y nos depositaban en los brazos extendidos de los otros dos compañeros. Hay algo bastante peligroso en esta forma de descender, y más de un viajero se ha partido el cráneo o los huesos. Sin embargo, nosotros llegamos sin accidentes a la entrada de la pirámide. El acceso a la pirámide es una especie de gruta con las paredes de mármol y bóveda triangular, rematada por un enorme y ancho bloque de piedra que constata, gracias a una inscripción en francés, la antigua llegada de nuestros soldados a este monumento: es la tarjeta de visita del ejército de Egipto, esculpida sobre un bloque de mármol de 16 pies de ancho. Mientras yo leía respetuosamente, el oficial prusiano me hizo observar otra inscripción hecha más abajo en jeroglíficos y, cosa rara, grabada hacía muy poco. El conocía el significado de esos jeroglíficos modernos inscritos según el sistema de Champolión. “Esto significa, me dijo, que la expedición científica enviada por el rey de Prusia y dirigida por Lepsius, ha visitado las pirámides de Gizeh, y espera resolver con la misma suerte las otras dificultades de su misión”. Habíamos franqueado la entrada de la gruta: una veintena de árabes barbudos, con los cintos erizados de pistolas y puñales, se levantaban del suelo en donde acababan de dormir la siesta. Uno de nuestros guías, que parecía dirigir a los otros, nos dijo: “¡Vean ustedes lo terribles que son…observen sus pistolas y sus fusiles! –    ¿Quieren robarnos? –    ¡Al contrario! Están aquí para defenderles en caso de que fueran atacados por las hordas del desierto. –    ¡Se decía que habían dejado de existir con la administración de Mohamed-Ali! –    ¡Oh! Todavía queda bastante mala gente por ahí, tras las montañas… En cambio, por un COLONNATE, ustedes serán defendidos por estos fieros y bravos hombres contra todo ataque exterior”. El oficial prusiano inspeccionó las armas, y no pareció muy convencido de su potencia destructiva. En el fondo, para mí sólo se trataba de cinco francos con cincuenta céntimos, o de un tálero y medio para el prusiano. Aceptamos el trato, compartiendo los gastos y haciéndoles la observación de que nosotros no estábamos de acuerdo con esa suposición. “Pasa con frecuencia, dijo el guía, que tribus enemigas invaden esta zona, sobre todo cuando suponen la presencia de ricos extranjeros”. Es cierto que este asunto tenía visos de realidad y que sería una triste situación verse preso y encerrado en el interior de la gran pirámide. La colonnate (piastra de España) entregada a los guardianes nos aseguraba al menos que, en conciencia, ellos no podrían gastarnos esa broma fácil. Pero ¿cómo pensar ni un instante que gente honrada iba a hacernos algo así?. La actividad de sus preparativos, ocho antorchas encendidas en un abrir y cerrar de ojos, la amable atención de hacernos preceder de nuevo por las niñas hidróforas de las que ya he hablado, todo ello, sin duda, era bien tranquilizador. En principio, se trataba de agachar la cabeza y la espalda, y de colocar los pies lo mejor posible sobre dos ranuras de mármol que recorren los dos costados de esta pendiente. Entre ambas ranuras hay una especie de abismo tan ancho como la separación de las piernas, y en donde más vale no caerse. Se avanza pues, paso a paso, lanzando lo mejor posible los pies a derecha e izquierda, un poco sujeto, bien es cierto, por las manos de los porteadores de antorchas, y se va descendiendo, agachado de este modo durante unos ciento cincuenta pasos. A partir de ahí, el peligro de caer en la enorme fisura que apreciaba entre los pies, cesa de golpe y queda reemplazado por el inconveniente de pasar arrastrándose con el vientre boca abajo, bajo una bóveda obstruida en parte por la arena y las cenizas. Los árabes no limpian este pasaje sin que medie otra colonnate, acordada generalmente por las gentes ricas y corpulentas. Cuando uno se ha arrastrado durante algun tiempo bajo esta bóveda baja, a gatas, se entra por una nueva galería, no más alta que la precedente. Al cabo de doscientos pasos, que esta vez se hacen subiendo, se encuentra una especie de cruce cuyo centro es un amplio pozo profundo y sombrío, alrededor del cual hay que girar para ganar la escalera que conduce a la Cámara del Rey. Llegando allí, los árabes disparan sus pistolones y encienden hogueras con ramas para espantar, según ellos, a murciélagos y serpientes. La sala en la que nos encontramos, con una bóveda de cañón, tiene 17 pies de larga y 16 de ancha. Volviendo de nuestra exploración, bastante satisfechos, debimos reposar a la entrada de la gruta de mármol, y preguntamos qué podría significar esa extraña galería por la que acabábamos de ascender, con aquellos dos canales de mármol separados por un abismo, desembocando más lejos en un cruce en medio del que se halla el misterioso pozo del que no habíamos podido ver ni el fondo. El oficial prusiano, haciendo memoria, me propuso una explicación bastante lógica del uso de tal monumento[2]. Nadie, acerca de los misterios de la antigüedad es tan erudito como un alemán. Veamos, según su versión, para qué servía la galería baja dotada de raíles por la que habíamos descendido y después ascendido tan penosamente: “se sentaba en una carreta al hombre que se presentaba para las pruebas de iniciación. La carreta descendía por la fuerte inclinación del camino. Llegada al centro de la pirámide, el iniciado era recibido por los sacerdotes inferiores que le mostraban el pozo animándole a precipitarse en él. Como es natural, el neófito dudaba, lo que era visto como signo de prudencia. Entonces se le aportaba una especie de casco rematado por una lamparilla encendida, y provisto de este ingenio, debía descender con precaución al fondo del pozo, en donde se encontraban, aquí y allá, soportes de hierro sobre los que podía reposar los pies. El iniciado descendía durante largo tiempo, alumbrado un poco por la lámpara que llevaba sobre la cabeza; después, aproximadamente a cien pies de profundidad, encontraba la entrada de una galería cerrada por una reja, que se abría también ante él. Asimismo, aparecían tres hombres con máscaras de bronce imitando la faz de Anubis, el dios perro. No había que asustarse bajo ningún concepto de sus amenazas y había que avanzar hacia delante arrojándoles por tierra. Y así durante una legua, hasta que se llegaba a un espacio de grandes dimensiones, que producía el efecto de un bosque tupido y sombrío. Pero en cuanto se ponía el pie en el paseo principal, todo se iluminaba al instante y producía el efecto de un vasto incendio, que no eran más que fuegos de artificio y sustancias bituminosas entrelazadas entre las ramificaciones de hierro. El neófito debía atravesar el bosque, al precio de algunas quemaduras, lo que por regla general lograba . Más allá, se hallaba un riachuelo que había que atravesar a nado. Apenas había recorrido la mitad, cuando una inmensa agitación de las aguas, determinada por el movimiento de dos ruedas gigantescas, le paraba y le hacía retroceder. Cuando parecía que sus fuerzas le iban a abandonar, veía aparecer ante él una escalera de hierro que parecía debiera salvarle del peligro de perecer en el agua. Ésta era la tercera prueba. A medida que el iniciado ponía un pie en cada escalón, el que acababa de dejar, se desprendía y caía al río. Esta difícil situación se complicaba a causa de un viento espantoso que hacía temblar a la vez a escalera y postulante. Cuando estaba a punto de perder todas sus fuerzas, debía tener la presencia de ánimo suficiente como para atrapar dos anillas de acero que descendían hacia él, y de las que tenía que quedar suspendido por los brazos, hasta que veía abrirse una puerta, a la que llegaba gracias a un violento esfuerzo. Éste era el final de las cuatro pruebas elementales. El iniciado llegaba entonces al templo, daba una vuelta alrededor de la estatua de Isis, y se veía recibido y felicitado por los sacerdotes. [1] Bien acogido por Méhémet-Ali, el egiptólogo K. R. Lepsius, acompañado de sabios y eruditos ingleses y alemanes, residió en Egipto de 1842 a 1846. G.N. se refiere a la esposa de Lepsius que se unió al egiptólogo tras su llegada a Egipto. [2] J. Richer (Nerval et les doctrines ésotériques) y G. Rouger (ed. Crítica, Introducción) han demostrado cuáles son las fuentes en las que se inspiró Nerval para hacer de las pirámides un lugar de iniciación. Una, sobre todo, la famosa novela arqueológica del abad Terrason, SETHOS (1731).

Esmeralda de Luis y Martínez 13 febrero, 2012 13 febrero, 2012 Champolion, colonnate, Isis, la cámara del rey, las pruebas de "iniciación" en la pirámide, Lepsius, oficial prusiano, pirámide de Keops
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