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“VIAJE A ORIENTE” 006

I. Las bodas coptas – V. El Mousky…                  Pasada la calle y dejando a la izquierda el edificio de las caballerizas, search comienza a notarse la animación de la gran ciudad. La acera que rodea la plaza de El-Esbekieh, pharmacy solo tiene una escuálida hilera de árboles para protegerse del sol; pero altas y hermosas casas de piedra recortan en zig-zag los polvorientos rayos de sol que se proyectan sobre un lado de la calle. El lugar es, check de ordinario, muy abierto y ruidoso, con una multitud de vendedores de naranjas, bananas, caña de azúcar aún verde, cuya pulpa la gente mastica con fruición. También hay cantantes, laudistas, y encantadores de serpientes enroscadas en torno a su cuello. Allí se desarrolla un espectáculo que convierte en reales ciertas imágenes de los extravagantes ensueños de Rabelais. Un vejestorio jovial hace danzar con la rodilla pequeñas figuras cuyo cuerpo está atravesado por unos hilos como muestran nuestros Saboyanos; pero las pantomimas que aquí se escenifican son mucho menos decentes. Y no me refiero al ilustre Caragueuz, que generalmente sólo se representa mediante sombras chinescas. Un círculo maravillado, de mujeres, niños y militares aplaude inocente a estas desvergonzadas marionetas. Más allá, es un domador de monos que ha enseñado a un enorme cinocéfalo a responder con un bastón a los ataques de los perros vagabundos de la ciudad, a los que los niños achuchan contra él. Más lejos, la calle se estrecha y se oscurece por lo elevado de los edificios. Aquí, a la izquierda, se encuentra la cofradía de los derviches giróvagos, que ofrecen al público una sesión todos los martes. Después, tras un amplio portón de carruajes, sobre el que se puede admirar un gran cocodrilo relleno de paja, está la posta desde donde parten las diligencias que atraviesan el desierto, desde el Cairo hasta Suez. Se trata de coches muy ligeros, cuya forma recuerda la del prosaico cuco[1]; las ventanillas, ampliamente recortadas, exponen a todo el pasaje al viento y al polvo; lo que sin duda es una necesidad. Las ruedas de hierro llevan un doble sistema de radios, partiendo de cada extremidad del cubo para ir a juntarse en el estrecho círculo que reemplaza a las llantas. Estas singulares ruedas, más que posarse sobre el suelo, lo cortan. Pero sigamos. Aquí, a la derecha, un cabaret cristiano, es decir, una vasta bodega en donde se da de beber sobre toneles. Ante la puerta está plantado habitualmente un tipo de cara arrebolada y largos mostachos, que representa majestuosamente al franco autóctono, la raza, para decirlo mejor, que pertenece a Oriente. ¿Quién puede saber si se trata de un maltés, italiano, español o marsellés de origen? Lo único certero es su desprecio por las costumbres del país y su conciencia de la superioridad de las noches europeas, que le han inducido a refinamientos con un toque de cierta originalidad en su ajado vestuario. Sobre una levita azul, de la que los desflecados ingleses se han divorciado hace tiempo, incluidos los botones, se le ha ocurrido la idea de atar cordones que se cruzan como alamares. Su pantalón rojo se sumerge en un resto de botas fuertes, armadas de espuelas. Un vasto cuello de camisa y un sombrero blanco chepudo con revueltas verdes, alivian lo que este personaje tendría de demasiado marcial, y le restituye a su carácter civil. El nervio de buey (látigo) que lleva en la mano, aún privilegio exclusivo de los francos y de los turcos, se ejercita con frecuencia a expensas de las espaldas del pobre y paciente fellah. Casi frente al cabaret, la mirada recae sobre un estrecho callejón sin salida, por el que se arrastra un mendigo con los pies y las manos cortadas. Ese pobre diablo implora la caridad de los ingleses que pasan a cada instante, ya que el hotel Waghorn está situado en esa callejuela oscura que conduce al teatro de El Cairo y al gabinete de lectura de Madame Bonhomme, anunciado con un gran letrero escrito en caracteres franceses. Todos los placeres de la civilización se reúnen allí, y desde luego no se puede decir que haya mucho que puedan envidiar los árabes. Seguimos nuestro camino y encontramos una casa con una fachada festoneada de arabescos, único placer hasta el momento del artista y del poeta. Enseguida, la calle forma un ángulo y hay que luchar a brazo partido contra una multitud de asnos, perros, camellos, vendedores de pepinos y mujeres ofreciendo pan. Los asnos trotan, los camellos berrean, los perros se mantienen obstinadamente alineados de espaldas a lo largo de las puertas de los tres carniceros. Este pequeño rincón no estaría exento de peculiarismo árabe, a no ser porque se avista de frente el letrero de una Trattoria llena de italianos y malteses. Y al fin, frente a nosotros, en todo su esplendor, la gran calle comercial del barrio franco, vulgarmente conocida por El Mousky. El primer tramo, cubierto a medias por lonas y tejadillos, presenta dos filas de tiendas bien guarnecidas, en donde todas las naciones europeas exponen sus productos más habituales. Inglaterra domina por los tejidos y vajillas; Alemania, por la ropa de cama; Francia, por la moda; Marsella, por las especias, carnes ahumadas y pequeños y variados objetos. No cito a Marsella con Francia, ya que en Levante no se tarda en comprender que los marselleses forman una nación aparte; dicho esto en el sentido más positivo. Entre los comercios de la industria europea que más atraen la atención de los habitantes más pudientes del Cairo: los turcos reformistas, así como los coptos  y los griegos, hay una cervecería, en donde se puede contrarrestar, con ayuda de un vino de madeira, un oporto y cerveza negra, la acción a veces emoliente de las aguas del Nilo. Otro lugar de refugio contra la vida oriental es la botica Castagnol, en la que con frecuencia los Beys, los Muchias y los Nazirs de origen parisino, se dan cita con los viajeros para encontrar los recuerdos de la madre patria. No es de extrañar ver los sillones de las oficinas e incluso de los bancos del exterior, ocupados por orientales de dudoso origen, de pechera cargada de estrellas de brillantes, que hablan en francés y leen los periódicos, mientras que los Saïs se mantienen cerca y a su disposición con fogosos caballos, enjaezados con monturas bordadas en oro. Esta afluencia se explica también por la vecindad de la posta franca, situada en el callejón que lleva al hotel Domergue. Se viene a esperar todos los días la correspondencia y las novedades que llegan de lejos, según el estado de los caminos, o la diligencia de los mensajeros. El barco de vapor inglés, sólo remonta el Nilo una vez al mes. Estoy llegando al final de mi itinerario, ya que en la botica Castagnol, me encontré con mi pintor del hotel francés, que se estaba haciendo preparar cloruro de oro para un daguerrotipo. Me propuso ir con él para echar una ojeada por la ciudad; así que le di vacaciones al dragomán, que se apresuró a instalarse en la cervecería inglesa, al haberle tomado, gracias a sus anteriores clientes, una afición inmoderada por la cerveza y el whiski. Al aceptar su proposición de dar un paseo, estaba maquinando una idea aún mejor: hacerme conducir hasta el lugar más embrollado de la ciudad, abandonar al pintor con su trabajo, y después errar a la ventura, sin intérprete ni compañero. Esto era algo que hasta ahora no había podido conseguir porque el dragomán se pretendía indispensable y todos los europeos con los que me había encontrado, se empeñaban en mostrarme “las bellezas de la ciudad”. Hay que haber recorrido un poco el “midi” para comprender todo el alcance de este hipócrita ofrecimiento. Si te crees que el amable residente se convierte en guía gracias a su alma bondadosa, no hay que equivocarse, la realidad es que no tiene nada que hacer, que se aburre horriblemente, tiene necesidad de alguien para que le distraiga, para “darle conversación”, pero este sujeto no mostrará nada que uno no hubiese descubierto ya, ni siquiera conoce su ciudad, no tiene ni idea de lo que pasa en ella, lo que busca es un pretexto para el paseo y un medio de aburrirnos con sus comentarios y de distraerse con los nuestros. Por lo demás ¿qué es una hermosa perspectiva, un momento, un curioso detalle, sin el azar de lo imprevisto? Uno de los prejuicios de los europeos en El Cairo es el de no poder dar dos pasos sin ir montado en un jumento y escoltado por un criado. Los asnos son bastante buenos, estoy de acuerdo, trotan y galopan de maravilla; el mulero sirve de parapeto y hace apartarse a la muchedumbre gritando: ¡Ha!, ¡Ha! ,¡Iniglas, Smalac!, o lo que es lo mismo, ¡a derecha!, ¡a izquierda!. A las mujeres que al parecer tienen el oído o la cabeza más dura que los demás transeúntes, el asnero les anda gritando constantemente: ¡Ia, bent! ¡eh, muchacha! de un tono imperioso que resalta debidamente la superioridad del sexo masculino. [1] Antiguo coche de punto.

Esmeralda de Luis y Martínez 27 enero, 2012 27 enero, 2012 El Mousky
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