Directorio de documentos

Está viendo documentos con las etiquetas siguientes: saint-phar - Ver todos los documentos

Filter by: AttachmentsBúsquedaTag

Título Autor CReado Último Editado Grupo Etiquetas
“VIAJE A ORIENTE” 021

II. Las esclavas – XI. La caravana de La Meca…            Al fin salí de la barbería transfigurado, and orgulloso y encantado de no desmerecer en una ciudad tan pintoresca, tadalafil con el aspecto que imprime un levitón y un sombrero redondo; éste último aditamento les resulta a los orientales tan ridículo que en las escuelas siempre se conserva uno de estos sombreros “de francés” para ponérselo a los niños ignorantes o poco dóciles. Para los escolares turcos esto es el equivalente a nuestras orejas de burro. Ahora se trataba de asistir a la entrada de los peregrinos, que había comenzado al amanecer, pero que debía durar hasta la tarde. No era poca cosa el que unas treinta mil personas viniesen de golpe a añadirse a la población de El Cairo; con lo que las calles de los barrios musulmanes estaban abarrotadas. Conseguimos llegar hasta Bab-el-Foutouh, “La Puerta de la Victoria”. La larga calle que lleva hasta allí estaba repleta de espectadores obligados por las tropas a permanecer en un cierto orden. El sonido de las trompetas, címbalos y tambores acompañaba la marcha del cortejo, cuyas diversas nacionalidades y sectas se distinguían por los trofeos y banderas. Mientras tanto, yo andaba inmerso en el recuerdo de una vieja ópera muy célebre en tiempos del Imperio, canturreando la “Marcha de los camellos”123 y a la espera de ver aparecer en cualquier momento a Saint Phar. Las largas filas de dromedarios atados unos tras otros, y montados por beduinos de largos fusiles, se seguían monótonamente, y fue solo al llegar al campo cuando pudimos apreciar el conjunto de un espectáculo único en el mundo. Era como una nación en marcha que venía a fundirse con un inmenso pueblo, circundado, a la derecha, por los vecinos cerros del Mokatam; a la izquierda, por los miles de edificios generalmente desiertos de la Ciudad de los Muertos y, finalmente, los pináculos almenados de las murallas y torres de Saladino, con su decoración alternada de franjas rojas y negras. Hormigueaban también los espectadores. Aquello excedía a cualquier comparación con la ópera, ni siquiera con la famosa caravana que Bonaparte salió a recibir y festejar en esta misma puerta de la Victoria. Me daba la impresión de que me remontaba a muchos siglos atrás, y que asistía a una escena del tiempo de Las Cruzadas. Escuadrones de la guardia del virrey, distribuidos entre la multitud, con sus corazas resplandecientes y sus caballerescos yelmos completaban esta ilusión. Algo más lejos, en la llanura por la que serpenteaba el Calish, se veían miles de jaymas abigarradas, en donde se detenían los peregrinos para refrescarse. Bailarines y cantantes tampoco habían faltado a la fiesta, y todos los músicos de El Cairo rivalizaban en ruido con los tañedores de trompas y címbalos del cortejo: monstruosa orquesta encaramada sobre los camellos. No se podía ver nada más barbudo, erizado e hirsuto que el inmenso gentío de magrebíes, compuesto por gentes de Túnez, Trípoli, Marruecos y nuestros compatriotas de Argel. La entrada de los cosacos en París en 1814 sería una pálida metáfora. También en este grupo era en donde se distinguían las hermandades más numerosas de santones y derviches, que gritaban siempre con entusiasmo sus cánticos de amor, entremezclados con el nombre de Allah. Las banderolas de mil colores, los astiles cargados de atributos y armaduras, y aquí y allá emires y sheyjes, vestidos con suntuosidad, a caballo de monturas con gualdrapas de oro y pedrería, añadían a esta marcha, algo desordenada, todo el esplendor que se pueda imaginar. También llamaban la atención los palanquines de las mujeres, aparejos singulares, semejantes a un lecho cubierto por una tienda de campaña y colocado de través sobre la giba del camello. Menajes completos parecían colocarse sin problemas, junto con los niños y el mobiliario, en esta especie de pabellones, adornados la mayor parte con brillantes colgaduras. Hacia las dos terceras partes de la jornada, el ruido de los cañones de la ciudadela, las aclamaciones y las trompetas, anunciaron que el MAHMIL una especie de arca santa que guarda la túnica de brocado de oro de Mahoma, había llegado a la vista de la ciudad. La mayor parte de la caravana, los mejores caballeros, los santones más entusiastas, la aristocracia del turbante, reconocida por el color verde, rodeaba a este “palladium” del Islam. Siete u ocho dromedarios venían en fila, con la cabeza ricamente adornada y empenachada, cubiertos con arneses y tapices tan deslumbrantes que, bajo estos tocados que disimulaban sus formas, parecían salamandras o dragones de los que sirven de montura a las hadas. Los primeros eran montados por jóvenes timbaleros de brazos desnudos, que levantaban y dejaban caer sus palillos de oro en medio de un campo de banderas flotantes, dispuestas alrededor de las montura. Inmediatamente después venía un viejo simbólico de larga barba blanca, coronado de hojas y sentado en una especie de carro dorado, siempre a lomos de un camello; después el mahmil, compuesto por un rico pabellón en forma de tienda cuadrada, cubierto de inscripciones bordadas, y rematado en sus cuatro extremos por enormes bolas de plata. De vez en cuando, el mahmil se detenía, y todo el gentío se prosternaba en el polvo, poniendo la frente en las manos. Una escolta de cavases (guardia turca) se esforzaba a duras penas en apartar a los negros que, más fanáticos que los otros musulmanes, aspiraban a hacerse aplastar por los camellos. Generosas raciones de bastonazos les conferían al menos una cierta porción de martirio. A muchos santones, un tipo de santones más entusiastas que los derviches y de ortodoxia menos reconocida, se les veía con las mejillas perforadas de largos clavos, marchando de esa guisa y cubiertos de sangre. Otros, devoraban serpientes vivas, y algunos más, se llenaban la boca con carbones ardientes. Las mujeres no tomaban mucha parte en estas prácticas, y se distinguía únicamente entre la muchedumbre de peregrinos a plañideras de la caravana que lanzaban al unísono sus largos y guturales lamentos, y no temían mostrar sin velo sus rostros tatuados de azul y rojo, y la nariz perforada con gruesos anillos. Nos mezclamos, el pintor y yo, con el abigarrado gentío que seguía al mahmil, gritando ¡Allah!, como los demás, en las sucesivas paradas de los camellos sagrados que, balanceando majestuosamente sus empenachadas cabezas, parecían bendecir a la multitud con sus largos y ondulantes cuellos y con sus extraños bramidos. Al entrar en la ciudad, las salvas de cañón volvieron a sonar, y la procesión tomó el camino de la ciudadela a través de las calles, mientras que la caravana continuaba llenando El Cairo con sus treinta mil fieles, que ya habían adquirido el derecho al título de Hayyis. No tardamos mucho en llegar al gran bazar y a esa inmensa calle de Salahieh, donde las mezquitas de El-Azhar, El-Mayed y el Moristán ostentan su espléndida arquitectura y lanzan al cielo ramilletes de alminares sembrados de cúpulas. A medida que se pasaba ante una mezquita, el cortejo dejaba una parte de los peregrinos, y montañas de babuchas se formaban a las puertas, para así entrar todos descalzos. No obstante, el mahmil no se detenía; tomó por las calles estrechas que suben a la ciudadela, a la que entró por la puerta norte, en medio de las tropas allí reunidas y de las aclamaciones del pueblo amontonado en la plaza de Roumelieh. Al no poder penetrar en el recinto del palacio de Méhémet-Ali, palacio nuevo, construido a la turca y de efecto bastante mediocre, me llegué hasta la terraza desde donde se domina todo El Cairo. Difícilmente se puede describir el efecto de esta perspectiva, una de las más bellas del mundo. Lo que se capta a primera vista y en primer plano es el desarrollo inmenso de la mezquita del Sultán Asan, festoneada de rojo, y que aun conserva huellas de la metralla francesa de la famosa revuelta de El Cairo124. La ciudad se extiende ante nosotros y ocupa todo el horizonte, que acaba en los verdes umbredales del Choubrah; a la derecha, siempre la alargada ciudad de los mausoleos musulmanes, la campiña de Heliópolis y la vasta llanura del desierto arábigo, interrumpido por la cadena del Mokatam. A la izquierda, el curso del Nilo de aguas rojizas, con su estrecha ribera de dátiles y sicómoros. Boulac, junto al río, sirviendo de puerto a El Cairo; a media legua, la isla de Rodas, verde y florida, cultivada al estilo de un jardín inglés, y rematada por la construcción del Nilómetro, frente a las risueñas casas de campo de Gizeh y, en fin, más allá, las pirámides, emplazadas sobre las últimas estribaciones de la cadena líbica, y aún mas al sur,  Sakkarah, con más pirámides entremezcladas con hipogeos. A lo lejos, el bosque de palmeras que cubre las ruinas de Memfis, y en la orilla opuesta del río, volviendo hacia la ciudad, el viejo Cairo, construido por Amrou en el lugar de la antigua Babilonia de Egipto, medio oculto por los arcos de un inmenso acueducto a cuyos pies se abre el Cálish, que bordea la planicie del cementerio de Karafeh. Éste era el inmenso panorama que animaba el aspecto de un pueblo en fiesta, hormigueando en las plazas y entre los campos vecinos. Pero se aproximaba la noche, y el sol había sumergido su frente en las arenas de esa larga hondonada del desierto de Amón, que los árabes conocen como Mar sin agua; más a lo lejos tan sólo se distinguía el curso del Nilo, en el que miles de barquichuelas trazaban surcos plateados como en las fiestas de los Ptolomeos. Hay que descender ya, apartar la vista de esta muda antigüedad, en donde una esfinge, casi cubierta por la arena, guarda secretos eternos. Veremos si los esplendores y las creencias del Islam consiguen repoblar la doble soledad del desierto y de las tumbas; o si habrá que llorar aún sobre un poético pasado que se aleja. Esta edad media árabe, con tres siglos de retraso, ¿estará preparada a su vez para caer a los pies, como lo hicieron los antiguos griegos, de los monumentos del Faraón? ¡Mira por dónde!, al volverme, percibo sobre mi cabeza las últimas columnas rojas del viejo palacio de Saladino. Sobre los restos de esta espléndida y audaz arquitectura, aunque frágil y fugaz como la de los genios, se ha construido hace poco un edificio cuadrado, todo de mármol y alabastro, pero por lo demás carente de elegancia y personalidad, con un aspecto de almacén de cereales, y con pretensiones de mezquita. Y, en efecto, será una mezquita, como La Madeleine una iglesia: los arquitectos modernos tienen siempre la precaución de construir a dios moradas que puedan servir para alguna otra cosa cuando se deje de creer en él. Mientras tanto, la gente del gobierno parecía haber celebrado la llegado del mahmil a plena satisfacción. El pachá y su familia habían recibido respetuosamente la túnica del profeta traída desde La Meca; el agua sagrada de los pozos del Zemzem125 y otras reliquias del peregrinaje. Se había mostrado la túnica a la puerta de una pequeña mezquita situada tras el palacio, y la iluminación de la ciudad comenzaba a producir un efecto magnético desde lo alto de la plataforma. Los grandes edificios revivían a lo lejos, gracias a su iluminación, y las líneas arquitectónicas se perdían en la sombra; bonetes de luz ceñían los domos de las mezquitas, y los minaretes se vestían de nuevo con esos collares luminosos que ya había visto antes. Versículos del Corán brillaban en los frontispicios de las casas, trazados por todas partes con vidrios de colores. Me apresuré, después de haber admirado este espectáculo, a llegar a la plaza de Esbekieh, donde se desarrollaba la parte más hermosa de la fiesta. Los barrios vecinos resplandecían con el brillo de los puestos; las dulcerías, los vendedores de frituras , y los que ofrecían frutas habían invadido todos los soportales: los confiteros apilaban maravillosas golosinas en forma de torretas, animales y otras fantasías. Las pirámides y las girándulas de luz alumbraban todo como en pleno día. Además, se podía pasear bajo cuerdas tendidas a cierta distancia, de las que pendían barquichuelas iluminadas, recuerdo tal vez de las fiestas de Isis, conservado, como tantos otros, por el buen pueblo egipcio. Los peregrinos, vestidos de blanco en su mayoría, y más tostados que la gente de El Cairo, recibían por todas partes una fraterna hospitalidad. En medio de la plaza, en la parte que linda con el barrio franco, se desarrollaban los principales festejos. Por todas partes se elevaban jaymas para albergar los cafetines y las reuniones del zikr , grupos de cantantes devotos. Grandes mástiles emparejados de los que colgaban lámparas, servían para el ejercicio de los derviches giróvagos, que no deben confundirse con los derviches ululantes, ya que cada uno tiene su manera de llegar a ese estado de euforia que les procura visiones de éxtasis. Los primeros giróvagos, gritando quedamente ¡Allah zheyt! , es decir, ¡Dios viviente!, comenzaron a dar vueltas en torno a cuatro postes alineados y llamados sârys. Más allá, la muchedumbre se apretujaba para ver a juglares y a equilibristas; o para escuchar a los rapsodas (schayërs) recitando fragmentos del romance de Abu-Zeyd126; estas narraciones se continúan cada noche en los cafés de la ciudad y son siempre, como nuestros seriales de la prensa, interrumpidos en el momento más interesante, a fin de atraer al día siguiente al mismo café a la clientela, ávida de las nuevas peripecias. Los columpios, los juegos de destreza y los caragheuz127 más variopintos: en forma de guiñoles, o de sombras chinescas; daban el punto de animación a esta fiesta local que debería prolongarse aún a lo largo de dos días, hasta el nacimiento de Mahoma, llamado “El mouled-en-neby”. Al día siguiente, al alba, me fui con Abdallah al bazar de los esclavos situado en el Soukel-ezzi. Había escogido un burrillo fuerte y bien plantado, rayado como una cebra, y yo me acicalé con el traje nuevo, no sin cierta coquetería. El que uno vaya a comprar una mujer, no es excusa para asustarla. Las desdeñosas risas de las negras me habían dado una buena lección. 123 Se trata del aria de “La caravana de El Cairo”, ópera de Grétry, con libreto de Merel de Chédeville y del Conde de Provenza (Luis XVIII)(1784). Saint Phar es el héroe de esta ópera . (GR) 124 La revuelta de El Cairo fue reprimida rápidamente el 21 de octubre de 1798 (GR) 125 Pozo sagrado en el recinto del templo de La Meca, cuya agua pasa por tener propiedades milagrosas. 126 Abu-Zeyd es el héroe de un ciclo de romances en el que se reflejan las aventuras heroicas de los Beni Hillal que, expulsados de Arabia por los Fatimíes, invadieron en el S.XI el norte de África. 127 Sobre Caragueuz, ver, Las noches de Ramadán.

Esmeralda de Luis y Martínez 10 febrero, 2012 10 febrero, 2012 Bab-el-Foutouh, cavases, el cementerio de Karafeh, el mahmil, La caravana de la Meca, Saint Phar
Viendo 1-1 de 1 documentos