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“VIAJE A ORIENTE” 015

II. Las esclavas – V. Visita al cónsul de Francia…  Cuando viajo procuro evitar lo más que puedo las cartas de recomendación. En cuanto eres conocido en una ciudad es imposible ver nada. Nuestra gente de mundo, view incluso en Oriente, order no consentirían ser vistos fuera de determinados lugares reconocidos como apropiados, ni charlar públicamente con gentes de clase inferior, ni pasearse vestidos de manera informal a ciertas horas del día. Me dan pena esos caballeros siempre tan repeinados, empolvados, enguantados, que no se atreven a mezclarse con la gente ni para ver un detalle curioso, una danza, una ceremonia; que temblarían si fueran vistos en un café o en una taberna, o siguiendo a una mujer, incluso confraternizando con un árabe expansivo que os ofrece cordialmente la boquilla de su larga pipa, os hace servir un café a sus expensas, a poco que os descubra parado, ya sea por curiosidad o por fatiga. Los ingleses, sobre todo, son el prototipo, y cada vez que les veo pasar aprovecho para divertirme de lo lindo. Imagínense a un señor subido en un pollino, con sus largas y escuálidas piernas colgando hasta casi tocar el suelo. Su sombrero redondo forrado de un espeso revestimiento de algodón blanco perforado; lo que pretende ser un invento contra el ardor de los rayos del sol que se absorben, dicen, con este tocado, mitad colchón, mitad fieltro. El caballero se parapeta los ojos con algo así como dos cáscaras de nuez montadas en acero azul, para evitar la luminosa reverberación del sol y de los muros, y sobre toda esa parafernalia se pone un velo verde de mujer para protegerse del polvo. Su gabán, de caucho, está además recubierto por un sobretodo de tela encerada para garantizarle protección contra la peste y el contacto fortuito de los viandantes. Sus manos enguantadas sostienen un bastón largo que utiliza para apartar de él a todo árabe sospechoso, y generalmente no sale a la calle si no es flanqueado a derecha e izquierda por su GROOM y su trujimán. Raramente está uno expuesto a trabar conocimiento con esos fantoches, ya que el inglés jamás se dirige a nadie que no le haya sido presentado; pero nosotros tenemos bastantes compatriotas que viven hasta cierto punto a la manera inglesa y, desde el momento en que uno ha sido presentado a esos amables viajeros, ya está perdido, pues toda la sociedad le invadirá. De todos modos, acabé por decidirme a buscar en el fondo de la maleta una carta de recomendación para nuestro cónsul general, que de momento vivía en El Cairo. Por supuesto, que esa misma noche me encontré cenando ya en su casa, sin ingleses y sin nadie de su especie. Tan solo estaba el doctor Clot-Bey, cuya casa colindaba con el consulado, y el Sr. Lubbert, antiguo director de La Ópera, convertido en historiógrafo del pachá de Egipto.[1] El cabello rasurado, la barba y la piel ligeramente bronceada que se adquiere en los países cálidos, pronto convierten a un europeo en un turco más que aceptable. Ojeé rápidamente los diarios franceses apilados sobre el sofá del cónsul. ¡Debilidad humana!, ¡leer los periódicos en el país del papiro y de los jeroglíficos!; no poder olvidar, como Mme. Staël al borde del Leman, el arroyo de la calle del Bac[2]. Durante la cena nos ocupamos de un asunto que se había juzgado como muy grave y había hecho mucho ruido en la sociedad franca. Un pobre diablo francés, un criado, había resuelto hacerse musulmán, y lo que aún resultaba más extraordinario era que su mujer quería también abrazar el islamismo. Se andaban ocupando del modo de evitar este escándalo: el clérigo francés se había tomado la cosa a pecho, pero el clérigo musulmán ponía todo su amor propio, por su parte, para triunfar. Los unos ofrecían a la pareja de infieles dinero, un buen trabajo y diferentes ventajas; los otros, decían al marido: “Es un buen asunto hacerte musulmán, si te quedas cristiano, siempre estarás igual; tu vida seguirá como hasta ahora. Jamás se ha visto en Europa a un criado convertirse en señor. Aquí, en cambio, el último de los sirvientes, un esclavo, un simple pinche, puede llegar a emir, pachá o ministro; se puede casar con la hija del sultán; la edad no cuenta; la esperanza de llegar a lo más alto sólo nos abandona cuando morimos”. El pobre diablo, que es posible que tuviera sus ambiciones, se dejaba llevar por estas esperanzas. También para su mujer la perspectiva no era menos halagüeña: se convertía rápidamente en una señora igual a las grandes damas, con derecho a despreciar a toda mujer cristiana o judía; a llevar la habbarah negra y las babuchas amarillas; se podía divorciar, y aún algo más seductor, podría casarse con un gran personaje, heredar, poseer tierras, cosa que estaba prohibida a los YAVOURS (infieles) sin contar las posibilidades de convertirse en favorita de una princesa o de una sultana madre gobernando el imperio del fondo de un serrallo. Esa era la doble perspectiva que se abría a esas pobres gentes, y hay que reconocer que esa posibilidad de los de clase baja de llegar, gracias al azar o a su inteligencia natural, a las más elevadas posiciones, sin que su pasado, su educación o condición primera puedan ser un obstáculo, acuña bastante bien ese principio de igualdad que, para nosotros, no está escrito más que en las leyes. En Oriente, el criminal incluso, si ha pagado su deuda con la ley, no encuentra ninguna carrera cerrada; el prejuicio moral desaparece delante de él. ¡Pues bien! Hay que reconocerlo, a pesar de todas estas seductoras promesas de la ley turca, las apostasías son muy raras. La importancia que se estaba dando a este asunto del que hablo es una buena prueba. El cónsul había concebido la idea de hacer secuestrar al hombre y a la mujer durante la noche y hacerles embarcar en un navío francés. ¿Pero cómo transportarles desde El Cairo hasta Alejandría. Se necesitan cinco días para descender por el Nilo. Metiéndoles en una barca cerrada se corría el riesgo de que sus gritos se escucharan durante la travesía. En país turco, el cambio de religión es la única circunstancia en la que cesa el poder de los cónsules sobre los nacionales. “Pero ¿por qué hacer secuestrar a esa pobre gente?, le dije al cónsul; ¿tendría usted derecho a ello al amparo de la legislación francesa? –         Desde luego; en un puerto de mar, yo no vería ninguna dificultad. –         Pero ¿y si se les supone una convicción religiosa? ¿Aún concediéndoles el beneficio de la duda de una conversión sincera? –         ¡No me diga!, ¿hacerse turco? –         Usted conoce a algunos europeos que han adoptado el turbante. –         Sin duda, pero se trata de altos funcionarios del pachá, que de otro modo no hubieran podido llegar a hacerse obedecer por los musulmanes. –         Me gustaría pensar que la mayor parte de esta gente fue sincera al convertirse al Islam; de otro modo, yo no vería en todo esto más que un puro motivo de interés. –         Pienso como usted, de ahí que, en casos ordinarios, nos opongamos con todo nuestro poder a que un individuo francés abandone su religión. Para nosotros, la religión y la ley civil son asuntos completamente aparte y bien diferenciados, mientras que para los musulmanes, estos dos principios se confunden. El que abraza el mahometismo se convierte en un ciudadano turco desde todos los aspectos posibles, perdiendo incluso su nacionalidad. No podemos ejercer de ningún modo acción alguna contra él, ya que desde ese momento, el individuo converso pasa a pertenecer “al sable y al bastón”, y si quisiera volver al cristianismo, la ley turca le condenaría a muerte. Al hacerse musulmán, no se pierde únicamente la fe católica, sino que también abandona su nombre, el de su familia, su patria, jamás volverá a ser el mismo hombre, se habrá convertido en un turco. Como usted podrá apreciar se trata de un asunto bastante grave. Mientras tanto, el cónsul nos andaba invitando a paladear una buena colección de vinos griegos y chipriotas de los que yo no acertaba a apreciar los diversos matices a causa de su pronunciado sabor a alquitrán lo que, según el cónsul, probaba su autenticidad. Se necesita algún tiempo para acostumbrarse a este refinamiento helénico, necesario sin duda para la conservación de la auténtica malvasía, del vino de Encomienda[3] o del de Tenedós. A lo largo de la visita por fin encontré un momento para exponer mi situación doméstica. Le conté la historia de mis fallidos matrimonios y de mis modestas aventuras. “Ni se me habría ocurrido, añadí, hacerme pasar aquí por un seductor. He venido a El Cairo para trabajar, para estudiar la ciudad, interrogar a los recuerdos, y mira por dónde resulta imposible vivir aquí por menos de sesenta piastras diarias, lo cual, debo reconocer, no se adecua a mis previsiones. –         Comprenda, me dijo el cónsul, que en una ciudad por la que los extranjeros sólo pasan durante determinados meses del año, camino de Las Indias; en donde se dan cita lores y nababs; los tres o cuatro hoteles que existen se ponen de acuerdo fácilmente para elevar el precio y evitar así cualquier tipo de competencia. –         Sin duda; precisamente por eso alquilé una casa por algunos meses. –         Es lo más acertado. –         ¡Pues bien! Ahora me quieren echar a la calle so pretexto de no tener esposa. –         Tienen derecho a ello; el señor Clot-Bey ha señalado ese detalle en su libro. Mister William Lane, el cónsul inglés, cuenta en el suyo que él mismo ha sido sometido a esta exigencia. Aún más, lea usted la obra de Maillet, el cónsul general de Luis XIV, y verá que lo mismo sucedía en su época. Tiene usted que casarse. –         He renunciado. La última mujer que me propusieron me ha hecho olvidar a las otras y por desgracia, no dispongo de una dote suficiente para conseguirla. –         Comprendo. –         Dicen que las esclavas son mucho menos costosas, y mi dragomán me ha aconsejado comprar una e instalarla en mi casa. –         Es una buena idea. –         ¿Cumpliría así con la ley? –         Perfectamente. La conversación se prolongó en torno a este tema. Me extrañaba un poco ese tipo de facilidades que se otorgaba a los cristianos, de adquirir esclavas en país turco, y me explicaron que esto sólo se permitía con las mujeres de color; pero que dentro de esta categoría, se podían encontrar abisinias casi blancas. La mayoría de los hombres de negocios establecidos en El Cairo poseían alguna. El señor Clot-Bey se encargaba de educar a varias para el oficio de comadronas. Una prueba más que me aportaron de que esta costumbre era totalmente aceptada, fue lo acontecido a una esclava negra que se había escapado hacía poco de la casa del señor Lubbert, y que le había sido devuelta por la propia policía turca. Todavía andaba yo sumido en los prejuicios inherentes a un europeo mientras me iba enterando bastante sorprendido de todos esos detalles. Hay que vivir durante un tiempo en Oriente para comprender que en estas tierras el concepto de esclavo no es, en principio, sino una especie de adopción. Aquí, la condición de esclavo es, desde luego, mejor que la del fellah o la del rayah aunque estos dos sean hombres libres. Y tras lo aprendido acerca de los matrimonios, me iba percatando de que no existía una gran diferencia entre la egipcia vendida por sus padres y la abisinia expuesta para la venta en el bazar. Los cónsules de Levante difieren de opinión en lo tocante al derecho de los europeos sobre los esclavos. El código diplomático no contiene ninguna formalidad ni procedimiento a ese respecto. Nuestro cónsul me afirmó además que esperaba que la actual situación no cambiara al respecto, alegando que los europeos no pueden ser propietarios de derecho en Egipto; pero, mediante la ayuda de ficciones legales, explotan propiedades y fábricas a pesar de la dificultad que supone el hacer trabajar a la gente de este país que, en cuanto ganan lo mínimo, dejan el trabajo para darse a la buena vida, tumbándose al sol  hasta que se les acaba el último céntimo. Otra dificultad que tienen con frecuencia aquí los europeos es el enfrentamiento ante la mala voluntad de los cheikhs o de altos cargos de la administración turca, sus rivales en la industria que de un golpe les pueden arrebatar a todos los trabajadores so pretexto de utilidad pública. Con los esclavos, al menos, pueden conseguir un trabajo regular y continuado, siempre que estos últimos consientan en ello, pues el esclavo descontento de su dueño siempre le puede forzar a revenderlo en el bazar; detalle éste que ilustra mejor la suavidad de la esclavitud en Oriente. [1] Acerca de Clot-Bey, ver n.11. Émile Lubbert (1794-1859) salió de Francia por problemas administrativos y financieros, a la cabeza de La Ópera Cómica. Méhémet-Ali le nombró director de Bellas Artes y de la Instrucción Pública (GR). Respecto al cónsul, Nerval le menciona en la carta a su padre, de 18 de marzo de 1843. Se trata de Gauttier d’Arc, “un hombre conocido por toda la Europa intelectual, un diplomático y erudito, cosa que raramente va emparejada” (p. 151, t.II) [2] En el exilio, en su castillo de Coppet, Mme. De Staël decía: “Para mí no hay fuente que valga tanto como la de la calle del Bac” (GR) [3] Vino de Chipre.

Esmeralda de Luis y Martínez 9 febrero, 2012 9 febrero, 2012 "al sable y al bastón", el doctro Clot-Bey, Emile Lubbert, Gauttier d'Arc, Maillet, mister William Lane, Mme. Staël, Yavours
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