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“VIAJE A ORIENTE” 016

II. Las esclavas – VI. Los derviches…             Cuando dejé la casa del cónsul, cure la noche estaba ya avanzada. El barbarín me esperaba a la puerta, enviado por Abdallah, que había juzgado oportuno retirarse a dormir. Nada que objetar. Cuando se tienen muchos criados, se reparten las obligaciones, es natural… Por lo demás, Abdallah nunca se dejaría catalogar en esta última categoría. Un dragomán es a sus propios ojos un hombre instruido, un filólogo, que consiente en poner su ciencia al servicio del viajero. No le importaría hacer el oficio de cicerone, e incluso no rechazaría y se tomaría con agrado las amables atribuciones del señor Pandarus de Troya, pero hasta ahí llega su especialidad. ¡Y ya tiene usted servicios de sobra para las veinte piastras diarias que le paga!. Vendría bien, por lo menos, que estuviese allí para explicar todas las cosas que se me escapan. Por ejemplo, me hubiera gustado saber el motivo de cierto movimiento en las calles, que a esa hora de la noche me resultaba extraño. Los cafetines permanecían abiertos y abarrotados de gente; las mezquitas iluminadas, resonaban con cantos solemnes, y sus esbeltos minaretes se adornaban con anillos de luz. Se habían montado tenderetes en la plaza de Ezbekieh, y por todas partes se escuchaba el sonido del tambor y de la flauta de caña. Nada más dejar la plaza y adentrarnos en las calles, a duras penas pudimos dar un paso entre la multitud que se apiñaba a lo largo de los puestos, abiertos como en pleno día, alumbrados todos ellos, por centenares de velas y adornados con cadenetas y guirnaldas de papel dorado y de colores. Ante una pequeña mezquita situada en medio de la calle, había un inmenso candelabro formado por multitud de pequeñas lámparas de vidrio en forma de pirámide del que pendían, suspendidos a su alrededor, racimos de farolillos. Unos treinta cantores, sentados en óvalo en torno al candelabro, parecían formar un coro en el que otros cuatro, de pie y en medio de ellos, entonaban sucesivamente las distintas estrofas. Había dulzura y un punto de expresión amorosa en este himno nocturno que se elevaba al cielo con un sentimiento de melancolía, típico de la gente de Oriente, que con tanta facilidad se da a la alegría o a la tristeza. Me detuve a escucharlo, a pesar de la insistencia del barbarín, que pretendía arrancarme fuera de la muchedumbre, y entonces me percaté de que la mayoría de los oyentes eran coptos, reconocibles por su turbante negro. Quedaba claro, pues, que los turcos admitían de buen grado la presencia de cristianos en esta solemnidad. Esperaba tener suerte y que la tiendecilla de Ms. Jean no estuviera lejos de esta calle, y conseguí hacer que el barbarín comprendiera mi petición de que me condujera hasta allí. Encontramos al otrora mameluco bien despierto y en pleno ejercicio de su comercio de espirituosos. Un tonel, al fondo de la trastienda, reunía a coptos y a griegos, que venían a refrescarse y a reposar de vez en cuando, de los trajines de la fiesta. Ms. Jean me informó de que acababa de asistir a una ceremonia de cánticos religiosos, o ZIKR, en honor de un santo derviche enterrado en la vecina mezquita, que por estar situada en el corazón del barrio copto, disfrutaba del privilegio de que los gastos anuales de esta fiesta corrieran a cargo de las familias coptas más adineradas. Esto explicaba la profusión y mezcla de turbantes negros con los de otros colores. Además, a las clases populares cristianas también les gustaba celebrar las fiestas en conmemoración de ciertos derviches o santones religiosos, cuyas extrañas prácticas, con frecuencia no pertenecían a ningún culto determinado, sino que se remontaban a supersticiones de la antigüedad. En efecto, cuando volví al lugar de la ceremonia, adonde Ms. Jean se empeñó en acompañarme, me encontré con que la escena había tomado un carácter aún más extraordinario. Los treinta derviches, cogidos de la mano, se balanceaban con una especie de movimiento cadencioso, mientras los cuatro corifeos, o ZIKKERS, entraban poco a poco en un frenesí poético, entre tierno y salvaje; su cabello de largos bucles, conservado sin cortar, en contra de la costumbre de los musulmanes, flotaba con el balanceo de sus cabezas, tocadas, no con el TARBOUCHE turco, sino con una especie de bonete de formas primitivas, parecido al pétase romano. Su salmodia zumbante iba tomando por momentos acentos dramáticos. Por supuesto, los versos eran respondidos y se dirigían entre ternuras y lamentos a un incierto objeto de amor desconocido. Es posible que los antiguos sacerdotes de Egipto celebraran de este modo los misterios de Osiris perdido o hallado. Así debieron ser sin duda, los lamentos de los coribantes o cabirios, y este extraño coro de derviches aullando y golpeando la tierra con una monótona cadencia puede que aún obedezcan a esa vieja tradición de arrebatos y trances que antaño resonaran en esta parte del Oriente, desde los oasis de Ammón, hasta la fría Samotracia. Solo con escucharles se me llenaban los ojos de lágrimas, mientras el entusiasmo iba ganando poco a poco a todos los asistentes. Ms. Jean, viejo escéptico de la armada republicana, no compartía esta emoción. Encontraba todo aquello bastante ridículo, y me aseguró que incluso los musulmanes consideraban a esos derviches como mendigos dignos de lástima. “Es el populacho quien les anima, me decía, además, es lo menos ortodoxo y parecido al auténtico mahometanismo, incluso, aún dándoles algún beneficio de ortodoxia, lo que cantan no tiene sentido. No es nada, me dijo, son canciones amorosas que dedican a no se sabe qué propósito. Yo conozco muchas de ellas, por ejemplo, ésta es una de las que acaban de cantar: Mi corazón está turbado de amor, mis párpados ya no se cierran ¿volverán a ver mis ojos a la amada? En la consunción de las noches tristes, la ausencia hace morir la esperanza. Mis lágrimas ruedan como perlas y mi corazón yace abrasado. ¡Oh, paloma!, dime, ¿por qué te lamentas así? ¿también la ausencia te hace a ti gemir? ¿o es que  tus alas ya  no encuentran el cielo? La paloma responde: Nuestras penas son parejas, yo me consumo de amor, ¡así es! sufro del mismo infortunio, y la ausencia de mi amado es la que me hace llorar. Y el estribillo con el que los treinta derviches acompañan a estas coplas siempre es el mismo: “¡No hay más Dios que Dios!”. –  Me parece, dije, que esta canción bien puede dirigirse en efecto, a la divinidad; y no cabe duda de que se trata del amor divino. –   De ninguna manera; porque en otras coplillas se les oye comparar a su amada con la gacela del Yemen; decirle que tiene la piel suave y que apenas ha dejado el tiempo de lactancia…Esto es, añadió, lo que nosotros llamaríamos cantares picarescos”. Yo no estaba convencido, y más bien encontraba en los otros versos que me citó, un cierto parecido con el Cantar de los Cantares. “Además, prosiguió Ms. Jean, aún les verá realizar considerables locuras pasado mañana, durante la fiesta de Mahoma; tan solo le aconsejo que se vista de árabe, ya que esta fiesta coincide este año con el regreso de los peregrinos de La Meca, y entre estos últimos hay muchos magrebíes (musulmanes del oeste) que no gustan de los atuendos de los francos, en especial tras la conquista de Argel”. Me prometí seguir su consejo y regresé a mi casa en compañía del barbarín. La fiesta debía continuar aún toda la noche.

Esmeralda de Luis y Martínez 9 febrero, 2012 9 febrero, 2012 coptos, la conquista de Argel, La Meca, Los derviches, oasis de Ammón, Pandarus de Troya, Samotracia, Zikkers, Zikr
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