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“VIAJE A ORIENTE” – Las noches de Ramadán

HISTORIA DE LA REINA DE LA MAÑANA Y DE SOLIMÁN, viagra EL PRÍNCIPE DE LOS GENIOS – VIII. El manantial de Siloé… encuentro de Belkis y Adonirám en la fuente de Siloé. Ambos descubren, case gracias al ave Hud-Hud, pharmacy que son descendientes de los espíritus del aire y del fuego. El narrador continuó así… Era la hora en la que el Tabor[1] proyectaba su sombra matinal sobre el montuoso sendero de Betania: blancas y diáfanas nubes erraban por las llanuras del cielo suavizando la claridad de la mañana; el rocío aún cubría el verdor de las praderas; la brisa acompañaba con su murmullo entre los matorrales el canto de los pájaros que revoloteaban por los senderos del Moria[2]; a lo lejos se vislumbraban las túnicas de lino y vestiduras de gasa de un cortejo de mujeres que, atravesando el puente del Cedrón, llegaron al borde de un arroyuelo que alimenta el lavadero de Siloé. Tras ellas, caminaban ocho nubios que llevaban un rico palanquín, y dos camellos cargados que marchaban balanceando la cabeza. La litera estaba vacía; ya que desde la aurora la reina de Saba había abandonado, junto con las mujeres, las jaymas en las que se había obstinado en alojarse con su séquito, fuera de los muros de Jerusalén, y había echado pie a tierra para disfrutar mejor del encanto de aquellas frescas campiñas. Jóvenes y hermosas, en su mayoría, las doncellas de Balkis se encaminaba temprano a la fuente para lavar la ropa de su señora que, vestida con sencillez, al igual que sus compañeras, las precedía acompañada por su nodriza, mientras que tras sus pasos, el juvenil cortejo parloteaba a más y mejor. “Vuestras razones no me conciernen, hija mía, decía la nodriza; ese matrimonio me parece una grave locura; y si el error es excusable, lo es únicamente por el placer que pueda proporcionar. –                     ¡Edificante moral! Como os pudiera escuchar el sabio Solimán… –                     ¿Es tan sabio, no siendo ya tan joven, como para envidiar a la Rosa de los Sabeos? –                     ¡Halagos! mi buena Sarahil, me adulas demasiado desde por la mañana. –                     No despertéis mi severidad aún dormida; porque entonces os diría… –                     Bien, pues dime… –                     Que vos amáis a Solimán; y que os lo habéis merecido. –                     No sé…, contestó riendo la joven reina; me he cuestionado sobre este asunto muy seriamente y es probable que el rey no me resulte indiferente. –                     Si así fuera, no habríais examinado un punto tan delicado con tanto escrúpulo. No, vos buscáis una alianza… política, y arrojáis flores sobre el árido sendero de las conveniencias. Solimán ha rendido tanto a vuestros estados, como a los de todos sus vecinos, tributarios de su poderío, que vos soñáis con el deseo de liberarlos entregándoos a un amo al que creéis poder convertir en esclavo. Pero tened cuidado… –                     ¿Qué puedo temer? Él me adora. –                     Él profesa hacia su noble persona una pasión demasiado viva  como para que sus sentimientos hacia vos sobrepasen el deseo de sus sentidos, y nada es más frágil que ese deseo. Solimán es calculador, ambicioso y frío. –                     ¿Acaso no es el príncipe más grande de la tierra; el más noble retoño de la raza de Sem, de la que yo provengo? ¡Encuéntrame en el mundo un príncipe más digno que él para dar sucesores a la dinastía de los Himyaríes! –                     El linaje de los Himyaríes, nuestros abuelos, desciende desde más alto de lo que pensáis. ¿Acaso veis a los hijos de Sem dominando a los habitantes del aire?… En fin, yo me atengo a la predicción de los oráculos: vuestros destinos aún no se han cumplido, y la señal por la que vos reconoceréis a vuestro esposo todavía no ha aparecido, la abubilla aún no ha interpretado la voluntad de las potencias eternas que os protegen. –                     ¿Mi suerte dependerá de la voluntad de un pájaro? –                     De un ave única en el mundo, cuya inteligencia no pertenece a las especies conocidas; cuyo alma, así me lo ha dicho el sumo sacerdote, ha sido concebida con la esencia del fuego; no es en absoluto un animal terrestre, pues él proviene de los ?ins (genios). –                     Es cierto, repuso Balkis, que todos los intentos de Solimán por atraparlo, mostrándole inútilmente el hombro o el puño, han sido en vano. –                     Me temo que nunca se posará en él. En los tiempos en que los animales fueron sometidos, aquellos cuya raza se extinguió, no obedecían jamás a los hombres creados del barro. Sólo servían a los Dives, o a los ?ins, hijos del aire o del fuego… Solimán es de la raza creada del barro por Adonay. –                     Y sin embargo la abubilla a mí sí me obedece…” Sarahil sonrió bajando la cabeza; princesa de la sangre de los Himyaríes, y descendiente del último rey, la nodriza de la reina había estudiado en profundidad las ciencias: su prudencia igualaba a su discreción y bondad. “Reina, añadió, hay secretos que por vuestra edad aún no podéis conocer, y que las hijas de nuestro linaje deben ignorar hasta que vayan a tomar esposo. Si la pasión las extravía y las pierde, esos misterios les quedarán velados con objeto de excluir de su conocimiento al hombre vulgar. Bástenos con saber que Hud-Hud, esta famosa abubilla, sólo reconocerá como maestro y señor al esposo reservado para la Reina de Saba. –                     Me vais a hacer que maldiga a esa tirana con plumas… –                     … unta tirana que puede que os salve de un déspota armado con una espada. –                     Solimán ha recibido mi palabra, y a menos que queramos atraer sobre nosotros sus justos resentimientos… Sarahil, la suerte está echada; el plazo expira, y esta misma tarde… –                     Grande es el poder de los Éloïms (los dioses)…” murmuró la nodriza. Para cortar con esa conversación, Balkis, volviéndose, se puso a recoger jacintos, mandrágoras, ciclámenes, que jaspeaban el verdor de la pradera, y la abubilla que la había seguido revoloteando, brincaba en torno a ella con coquetería, como si hubiera querido buscar su perdón. Ese reposo permitió a las mujeres que se habían quedado atrás reunirse con su soberana. Hablaban entre ellas del templo de Adonay, del que se apreciaban los muros y el mar de bronce, objeto de todas las conversaciones desde hacía cuatro días. La reina se volcó de lleno en esa nueva conversación, y sus compañeras, curiosas, la rodearon. Grandes sicómoros, que extendían sobre sus cabezas verdes arabescos sobre un fondo azul, envolvían con una sombra transparente aquel grupo encantador. “No hay nada que iguale la admiración que nos embargó ayer tarde, les decía Balkis. Incluso Solimán se quedó mudo y estupefacto. Hacía tres días todo se había perdido; el maestro Adonirám caía fulminado sobre las ruinas de su obra. Su gloria, traicionada, se derrumbaba ante nuestros ojos en torrentes de lava en ebullición; el artista se había reducido a la nada… Ahora, su nombre victorioso retumba sobre las colinas; sus obreros han colocado en el umbral de su puerta un montón de palmas; el más grande que jamás ha visto el pueblo de Israel. –    El fragor de su triunfo, dijo una joven sabea, ha llegado hasta nuestras jaymas, pero, apenadas por el recuerdo de la reciente catástrofe, ¡oh, reina! hemos temblado por vos. Vuestras hijas ignoran lo que ha pasado. –    Sin esperar a que la fundición se enfriase, Adonirám -así me lo han contado- llamó desde por la mañana a los obreros desanimados. Los jefes amotinados le rodeaban; pero él los calmó con pocas palabras: durante tres días se pusieron manos a la obra, y desfondaron los moldes para acelerar el enfriamiento del enorme recipiente que creían roto. Un profundo misterio cubría sus intenciones. Al tercer día, aquella multitud de artesanos, al despuntar la aurora, alzaron los toros y leones de bronce con unas palancas que el calor del metal todavía ennegrecía. Esos bloques macizos fueron transportados bajo el gran cuenco de bronce y ajustados con tal presteza que más parecía un prodigio; el mar de bronce, vaciado, aislado de sus soportes, se desprendió y quedó asentado sobre sus veinticuatro cariátides; y mientras Jerusalén se lamentaba por tantos gastos inútiles, la admirable obra resplandecía ante las miradas de extrañeza de los mismos que la habían realizado. De pronto, las barreras colocadas por los obreros se abatieron: la multitud se precipitó; el ruido se propagó hasta llegar a palacio. Solimán temía una revuelta; echó a correr y yo le acompañé. Una multitud inmensa se apresuró tras nuestros pasos. Cien mil obreros delirantes y coronados con palmas verdes nos acogieron. Solimán no podía creer lo que estaba viendo con sus propios ojos. La ciudad entera elevaba hasta las nubes el nombre de Adonirám. –    ¡Qué triunfo! ¡y qué feliz debe estar él! –    ¡Él! ¡genio extraño… alma profunda y misteriosa! A petición mía, se le llamó, se le buscó, los obreros se precipitaron por todas partes…¡vanos esfuerzos! Desdeñoso de su victoria, Adonirám se escondió; evadía las lisonjas: el astro se había eclipsado. “Vamos, dijo Solimán, hemos caído en desgracia ante el rey del pueblo.” Pero yo, al dejar aquel campo de batalla del genio, tenía el alma triste y el pensamiento repleto de los recuerdos de ese mortal, si ya grande por sus obras, aún más grande por desaparecer en un momento así. –    Yo le vi pasar el otro día, repuso una doncella de Saba; la llama de sus ojos pasó sobre mis mejillas y las enrojeció: posee la majestad de un rey. –    Su belleza, prosiguió una de sus compañeras, es superior a la de los hijos de los hombres; su estatura es imponente y su aspecto deslumbrante. Así se me aparecen en mi pensamiento los dioses y los genios. –    ¿Esto me hace suponer que más de una de vosotras, uniría voluntariamente su destino al del noble Adonirám? –    ¡Oh, reina! ¿qué somos nosotras ante tan elevado personaje? Su alma está en lo más alto de las nubes y su noble corazón no descendería hasta nosotras.” Jazmines en flor que dominaban terebintos y acacias, entre las que extrañas palmeras inclinaban sus pálidos capiteles, encuadraban el lavadero de Siloé. Allí, crecía la mejorana, los lirios grises, el tomillo, la hierba luisa y la rosa ardiente de Asarón. Bajo esos macizos de vegetación estrellada, se extendían, aquí y allá, seculares bancos al pie de los que brotaban arroyuelos de agua viva, tributarios de la fuente. Estos lugares de reposo estaban engalanados con lianas que trepaban enroscándose a las ramas. Los apios de racimos rojizos y olorosos, las glicinias azules se proyectaban, en guirnaldas extravagantes y graciosas, hasta la cima de los pálidos y temblorosos ébanos. En el momento en que el cortejo de la reina de Saba  invadió los bordes de la fuente, sorprendido en su meditación, un hombre sentado sobre el pretil del lavadero, en el que había sumergido una mano abandonándola a las caricias de las ondas que formaba el agua, se levantó con la intención de alejarse. Balkis estaba allí delante, él levantó los ojos hacia el cielo, y se volvió rápidamente. Pero ella, aún más veloz, se plantó ante él: “Maestro Adonirám, le dijo, por qué me evitáis? –                     Yo jamás he buscado a la gente -respondió el artista- y temo el rostro de los reyes. –                     ¿Tan terrible se os ofrece en este momento?” –replicó la reina con una dulzura tan penetrante que arrancó una mirada al hombre. Lo que descubrió estaba lejos de tranquilizarle. La reina había dejado las enseñas de la grandeza, y la mujer, en la simplicidad de su atavío matutino, era aún más temible. Balkis había sujetado su cabello bajo el pliegue de un largo velo vaporoso, su diáfana y blanca túnica, movida por la curiosa brisa, dejaba entrever un seno como modelado por el cuenco de una copa. Bajo este simple tocado, la juventud de Balkis parecía más tierna, más alegre, y el respeto no podía contener por más tiempo a la admiración y al deseo. Esa gracia conmovedora, su cara infantil, aquel aire virginal, ejercieron en el corazón de Adonirám una impresión nueva y profunda. “¿Para qué retenerme? –dijo él con amargura- mis males ya son suficientes y vos sólo acrecentáis aún más mis penas. Vuestro espíritu es banal, vuestro favor pasajero, y vos sólo colocáis trampas para atormentar con mayor crueldad a todos los que habéis cautivado… Adiós, reina, que tan pronto olvidáis, sin tan siquiera mostrar vuestro secreto.” Tras estas palabras, pronunciadas con melancolía, Adonirám posó su mirada sobre Balkis. Una turbación repentina se apoderó de ella. Vivaz por naturaleza y voluntariosa por el hábito de dar órdenes, no quería que la dejaran. Se armó de toda su coquetería para responder: “Adonirám, sois un ingrato.” Era un hombre firme, no se rendía. “Es verdad; me he debido equivocar con mi recuerdo: la desesperación me visitó una hora en mi vida, y vos la habéis aprovechado para avasallarme delante de mi amo, de mi enemigo. –                     ¡Él estaba allí!… murmuró la reina avergonzada y arrepentida. –                     Vuestra vida corría peligro; yo corrí para colocarme ante vos. –                     ¡Tanta solicitud ante tan gran peligro! Observó la princesa, y con qué recompensa!” El candor, la bondad de la reina la obligaron a enternecerse, y el desdén de ese gran hombre ultrajado la producía una sangrante herida. “La opinión de Solimán Ben-Daoud, -continuó el escultor- poco me inquieta: raza parásita, envidiosa y servil, travestida bajo la púrpura… Mi poder está al abrigo de sus fantasías. Y a los otros que vomitaban injurias a mi alrededor, cien mil insensatos sin fuerza ni virtud, les tengo aún menos en cuenta que a un enjambre de moscas zumbadoras… Pero a vos, reina… a vos, ¡la única a la que yo había distinguido entre esa multitud, vos cuya estima coloqué tan alto!… mi corazón, ese corazón al que nada hasta entonces había conmovido, se desgarró, y poco me importa… Pero la compañía de los humanos se me ha hecho odiosa. ¡Qué me importan los elogios o los insultos que se dispensan tan seguidos, y se mezclan sobre los mismos labios como la absenta y la miel! –                     Sois implacable ante el arrepentimiento: debo implorar vuestro perdón, y no es suficiente… –                     No; lo que vos cortejáis es el éxito: si yo estuviera postrado en tierra, vuestro pie pisotearía mi frente. –                     ¿Ahora?… Ahora me toca a mí, no, y mil veces no. –                     ¡De acuerdo! Dejadme entonces destruir mi obra, mutilarla y volver a colocar el oprobio sobre mi cabeza. Volveré seguido de los insultos de la multitud; y si vuestro pensamiento me sigue siendo fiel, mi deshonor se habrá convertido en el día más hermoso de mi vida. –                     ¡Id, hacedlo! –gritó Balkis con un entusiasmo que no pudo reprimir. Adonirám no pudo evitar un grito de alegría, y la reina vislumbró las consecuencias de aquel compromiso. Adonirám allí estaba majestuoso frente a ella, ya no con la ropa corriente de los obreros, sino con las vestiduras jerárquicas del rango que ocupaba al frente del pueblo de los trabajadores. Una túnica blanca plegada en torno al busto, sujeta por un ancho cinturón de oro, realzaba su estatura. En su brazo derecho se enroscaba una serpiente de acero, sobre cuya cresta brillaba un diamante y, casi velado por un tocado cónico, del que se destacaban dos anchas bandas que caían sobre su pecho, su frente parecía desdeñar una corona. De pronto, la reina, deslumbrada, se había ilusionado sobre el rango de ese gallardo hombre; pero volvió a reflexionar, supo retenerse, aunque no pudo superar el extraño respeto por el que se había sentido dominada. “Sentaos, dijo ella, regresemos a sentimientos más calmados, sin que se irrite vuestro espíritu desafiante; vuestra gloria me es cara; no destruyáis nada. Ese sacrificio que me habéis ofrecido, para mí es ya como si se hubiera consumado. Mi honor quedaría comprometido, y vos lo sabéis, maestro, mi reputación es, a pesar de todo, solidaria de la dignidad del rey Solimán. –      Lo había olvidado, murmuró el artista con indiferencia. Sí, me parece haber oído contar que la reina de Saba debe desposar al descendiente de una aventurera de Moab, el hijo del pastor Daoud y de Betsabé, viuda adúltera del centenario Uríah. ¡Rica alianza… que ciertamente va a regenerar la divina sangre de los Himyaríes!”. La cólera tiñó de púrpura las mejillas de la joven, al igual que las de su nodriza, Sarahil que, una vez distribuidas las tareas entre las servidoras de la reina, alineadas y agachadas sobre el lavadero, había oído esa respuesta, ella, que tanto se oponía al proyecto de Solimán. “¿Es que esa unión no cuenta con el beneplácito de Adonirám? –respondió Balkis con un afectado tono desdeñoso. –                     Al contrario, vos lo podéis apreciar. –                     ¿Cómo? –                     Si me hubiera disgustado por esa unión, ya habría destronado a Solimán, y vos le trataríais igual que me tratáis a mí; vos no lo lamentaríais, ya que no le amáis. –                      ¿Qué os hace creer tal cosa? –                     Vos os sentís superior; le habéis humillado, no os perdonará, y la aversión no engendra amor. –                     Tanta audacia… –                     Sólo se teme… lo que se ama.” La reina experimentó un terrible deseo de hacerse temer. Pensar en futuros resentimientos del rey de los Hebreos, con el que había jugado tan alegremente, hasta entonces le había resultado inverosímil, y eso a pesar de que su nodriza había desplegado toda su elocuencia sobre este punto. Pero esa objeción, ahora, le parecía mejor fundamentada, y volvió sobre el asunto de nuevo en los siguientes términos: “No me conviene bajo ningún concepto escuchar vuestras insinuaciones contra mi anfitrión, mi…” Adonirám la interrumpió. “Reina, no me gustan los hombres, yo les conozco. A ése, le he frecuentado durante largos años. Bajo la piel de cordero, se esconde un tigre amordazado por los sacerdotes, que roe dulcemente su bozal. Hasta el momento se ha limitado a hacer asesinar a su hermano Adonías: es poco… pero no tiene más parientes. –    En verdad, quien os oyera podría pensar – remató Sarahil echando aceite al fuego- que el maestro Adonirám está celoso del rey.” Aquella mujer ya llevaba un rato contemplándole atentamente. “Señora –replicó el artista- si Solimán no fuera de una raza inferior a la mía, puede que yo bajara mis ojos ante él; pero la elección de la reina me muestra que ella no ha nacido para otro…” Sarahil abrió los ojos sorprendida, y, colocándose tras la reina, dibujó en el aire, a la vista del artista, un signo místico que él no comprendió, pero que le hizo temblar. “Reina, – exclamó aún remarcando cada palabra- el mostraros indiferente ante mis acusaciones ha aclarado mis dudas. En adelante, me abstendré de perjudicar a ese rey que no ocupa lugar alguno en vuestro espíritu… –    En fin, maestro, ¿de qué sirve hostigarme de esta manera? Incluso aunque yo no amara al rey Solimán… –    Antes de nuestro encuentro – interrumpió el artista en voz baja y emocionado – vos habíais creído amarle.” Sarahil se alejó, y la reina se volvió, confusa. “Ay, concededme una gracia, señora, abandonemos esta conversación: ¡es el rayo lo que atraigo sobre mi cabeza! Una palabra, perdida entre vuestros labios, encierra para mí la vida o la muerte. ¡Oh!, ¡no habléis más! Me he esforzado en llegar a este supremo instante, y yo mismo lo estoy alejando. Dejadme con la duda; mi valor ha sido vencido, estoy temblando. Ese sacrificio, tengo que prepararme para él. ¡Tanta gracia, tanta juventud y belleza resplandecen en vos, y por desgracia!… ¿quién soy yo a vuestros ojos? No, no… Debo perder aquí la felicidad… inesperada; retened vuestro aliento para que no pueda dejarme al oído una  palabra mortal. Este débil corazón jamás batido, en su primera angustia se ha roto, y creo que voy a morir.” Balkis no andaba mucho mejor; un vistazo furtivo sobre Adonirám le mostró a ese hombre, tan enérgico, poderoso y valiente; pálido, respetuoso, sin fuerza, y la muerte en sus labios. Victoriosa y afectada, feliz y trémula, el mundo desapareció ante sus ojos. “¡Por desgracia! -balbució esa joven de sangre real- yo tampoco, yo jamás he amado”. Su voz expiró sin que Adonirám, temiendo despertarse de un sueño, osara perturbar ese silencio. De pronto Sarahil se acercó, y ambos comprendieron que había que hablar, so pena de traicionarse. La abubilla revoloteaba por allí, alrededor del escultor, que al darse cuenta de ello dijo de un aire distraído: “¡Qué hermoso plumaje el de este pájaro!, ¿le poseéis desde hace mucho tiempo?”. Y fue Sarahil quien respondió, sin apartar la vista del escultor Adonirám: “Ese pájaro es el único retoño de una especie sobre la que, como a los demás habitantes del aire, mandaba la raza de los genios. Conservado quién sabe por qué prodigio, la abubilla, desde tiempos inmemoriales, obedece a los príncipes Himyaríes. Gracias a ella y su intermediación la reina reúne a voluntad a las aves del cielo.” Esa confidencia produjo un efecto peculiar en el rostro de Adonirám, que contempló a Balkis con una mezcla de alegría y de ternura. “Es un animal caprichoso, dijo ella. En vano Solimán la ha intentado colmar de caricias y golosinas, la abubilla, obstinada, se le escapa siempre, y no ha conseguido que vaya a posarse en su puño.” Adonirám reflexionó por un instante, dio la impresión de haber sido tocado por una inspiración y sonrió. Sarahil estuvo aún más atenta. Adonirám se levantó, pronunció el nombre de la abubilla, que, posada sobre un arbusto, se quedó inmóvil y le miró de lado. Dando un paso, trazó en el aire la Tau misteriosa, y el pájaro, desplegando sus alas, revoloteó sobre su cabeza, y se posó dócilmente en su mano. Mi suposición tenía sus fundamentos, dijo Sarahil: el Oráculo se ha cumplido. – ¡Sombras sagradas de mis ancestros! ¡Oh, Tubalcaín, padre mío! ¡vos no me habéis engañado! ¡Balkis, espíritu de la luz, mi hermana, mi esposa, por fin, os he encontrado!. Sólo sobre la tierra, vos y yo, podemos dar órdenes a ese mensajero alado de los genios del fuego, de los que somos descendientes. –    ¡Cómo! Señor, Adonirám entonces sería… –    El último vástago de Cus, nieto de Tubalcaín, al que estáis ligado a través de Saba, hermano de Nemrod, el cazador, y tatarabuelo de los Himyaríes[3]… y el secreto de nuestro origen debe quedar oculto para los hijos de Sem creados del barro de la tierra. –    Debo inclinarme ante mi señor, dijo Balkis tendiéndole la mano, ya que, conforme al dictado del destino, no se me permite acoger otro amor que el de Adonirám. –    ¡Ah! –respondió cayendo de rodillas, ¡sólo de Balkis quiero recibir un bien tan preciado!. Mi corazón ha volado ante el vuestro, y desde el momento en que vos aparecisteis ante mí, yo me convertí en vuestro esclavo.” Esa conversación se habría extendido largamente si Sarahil, dotada de la prudencia de su edad, no la hubiera interrumpido en estos términos: “Dejad para otro momento esas tiernas declaraciones de amor; momentos difíciles os esperan, y más de un peligro os amenaza. Por la virtud de Adonay, los hijos de Noé son los señores de la tierra, y su poder se extiende sobre vuestra existencia mortal. Solimán detenta un poder absoluto sobre sus Estados, de los que los nuestros son tributarios. Sus ejércitos son temibles, su orgullo es inmenso; Adonay le protege; tiene numerosos espías. Busquemos el medio de huir de este peligroso lugar, y, hasta entonces, prudencia. No olvidéis, hija mía, que Solimán os espera esta tarde en el altar de Sión… Deshacer el compromiso y romperlo, sería irritarle y despertar sospechas. Pedidle un poco más de tiempo, sólo para hoy, fundadlo en la aparición de presagios nefastos. Mañana, el sumo sacerdote os proporcionará un nuevo pretexto. Vuestro trabajo será contener la impaciencia del gran Solimán. Y vos, Adonirám, dejad a vuestras servidoras: la mañana avanza; y ya está cubierta de soldados la nueva muralla desde la que se domina la fuente de Siloé; el sol, que nos busca, va a llevar sus miradas sobre nosotros. Cuando el disco de la luna perfore el cielo bajo los cerros de Efraín, atravesad el Cedrón, y aproximaos a nuestro campamento, hasta un bosque de olivos que ocultan las jaymas a los habitantes de las colinas. Allí, tomaremos consejo de la sabiduría y la reflexión.” Se separaron con pesar: Balkis se reunió con su cortejo, y Adonirám la siguió con la mirada hasta el momento en que desapareció entre los matorrales de adelfas. [1] El monte Tabor se encuentra en Galilea. También conocido como Monte de la Transfiguración porque la tradición cristiana cree que es el sitio de la llamada Transfiguración de Jesús, descrita en los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas. [2] El monte Moria es en realidad una colina de Jerusalén en la que fue erigido el templo de Salomón. [3] Génesis, X (6,7 y 8): “Hijos de Cam fueron: Cus, Misraím, Out y Canaam. Hijos de Cus: Saba, Evila, Sabta, Rama y Sabteca. Hijos de Rama: Saba y Dadán. Cus engendró a Nemrod, que fue quien comenzó a dominar sobre la tierra, pues era un robusto cazador…”

Esmeralda de Luis y Martínez 13 mayo, 2012 14 mayo, 2012 Adonay, Adoniram, Balkis, Betsabé, Cedrón, Cus, Dives, Himyaríes, Hud-Hud, La fuente de Siloé, los Éloïms, Moab, Nemrod, Saba, Sarahil, Solimán, Solimán Ben-Daoud, Tubalcaín, Uríah, Yins
“VIAJE A ORIENTE” – Las noches de Ramadán

HISTORIA DE LA REINA DE LA MAÑANA Y DE SOLIMÁN, pilule EL PRÍNCIPE DE LOS GENIOS – VII. El mundo subterráneo… continúa el descenso de Adonirám a la morada subterránea de los genios del fuego, rx acompañado por el espíritu de Tubalcaín, troche que le revelará su linaje y la maldición del vengativo Adonay. Penetraron juntos en un jardín iluminado por los suaves resplandores de cálidas llamas; poblado de árboles desconocidos, cuyo follaje, formado por pequeñas lenguas de fuego, proyectaba, en lugar de sombras, la más viva claridad sobre el suelo de esmeralda, jaspeado de flores de extrañas formas, y de colores de una viveza sorprendente.  Brotando del fuego interior de los metales, aquellas flores eran sus emanaciones más fluidas y puras. Aquella vegetación arborescente del metal en flor brillaba como las piedras preciosas, y exhalaba perfumes de ámbar, benjuí, incienso y mirra. No lejos de allí serpenteaban arroyuelos de nafta, que fertilizaban los cinabrios, la rosa de aquellos mundos subterráneos. Por allí se paseaban algunos gigantes ancianos, esculpidos a la medida de esa naturaleza fuerte exuberante. Bajo un dosel de luz ardiente, Adonirám descubrió una fila de colosos, sentados en fila, con los mismos atuendos sagrados, las proporciones sublimes y el imponente aspecto de las esculturas que él ya había podido vislumbrar en las cavernas del Líbano. Adivinó que se trataba de la dinastía perdida de Henochia. Vio en torno a ellos, agachados, a los cinocéfalos, leones alados, grifos, esfinges sonrientes y misteriosas; especies condenadas, barridas por el diluvio de la faz de la tierra, e inmortalizadas por la memoria de los hombres. Esos esclavos andróginos portaban los macizos tronos, monumentos inertes, dóciles, y aún así animados de vida. Inmóviles, como en reposo, los príncipes, hijos de Adán, parecían soñar y esperar. Cuando llegó al extremo de aquella hilera, Adonirám, que no dejaba de caminar, dirigió sus pasos hacia una enorme piedra cuadrada y blanca como la nieve… Iba a posar el pie sobre aquella incombustible roca de amianto, cuando… “¡Detente! Gritó Tubalcaín, estamos bajo la montaña de Sérendib[1]; vas a pisar la tumba del desconocido, del primer nacido de la tierra. Adán duerme bajo ese sudario que le protege del fuego. No debe levantarse hasta el último día del mundo; su tumba cautiva contiene nuestro rescate. Pero escucha: nuestro padre común te llama.” Caín estaba allí, acuclillado en incómoda postura; se puso de pie. Su belleza era sobrehumana, su mirada triste y sus labios pálidos. Estaba desnudo; alrededor de su cariacontecida frente se enroscaba una serpiente de oro a guisa de diadema… el hombre errante parecía aún agotado: “Que el sueño y la muerte sean contigo, hijo mío. Raza industriosa y oprimida. Tú sufres por culpa mía. Eva fue mi madre; Eblís, el ángel de la luz, deslizó en su seno la chispa que anima y regenera mi raza; Adán, amasado con barro y depositario de una alma cautiva, me crió. Yo, hijo de los Éloïms[2], amaba a aquella creación fallida de Adonay, y puse al servicio de los hombres, ignorantes y débiles, el espíritu de los genios que residen en mí. Fui yo el que alimentó a mi madre en sus días de vejez, y yo, el que acunó a Abel… al que ellos llamaban mi hermano. ¡Qué desgracia!, ¡qué desgracia!. “Antes de mostrar mi crimen a la humanidad, yo conocí la ingratitud, la injusticia y las amarguras que corrompen el corazón. Trabajaba sin cesar, arrancando el alimento al mísero terreno, inventando, para el bienestar de los hombres, esos arados que obligan a la tierra a producir; hice renacer para todos ellos, el seno de la abundancia, ese Edén que habían perdido, había hecho de mi vida un puro sacrificio. Pero en el colmo de la iniquidad, Adán no me quería. Eva sólo recordaba que había sido expulsada del paraíso por haberme traído al mundo, y su corazón, cerrado por el interés, lo reservaba únicamente para su Abel, y él, desdeñoso y mimado, me consideraba como el criado de todos ellos: Adonay estaba con él, ¿qué más se podría añadir?. De modo que, mientras yo regaba con mis sudores la tierra de la que Abel se sentía el rey; él, ocioso y consentido, apacentaba sus rebaños, mientras dormía bajo los sicómoros. Entonces yo me lamenté: nuestros padres invocan la equidad de dios; nosotros le ofrecemos sacrificios, y el mío, espigas de trigo que yo había conseguido cultivar, ¡las primicias del verano!; el mío, fue arrojado con desprecio… Así es como ese Dios celoso ha rechazado siempre al genio creador y fecundo, y entregado el poder con derecho a la opresión, a los espíritus vulgares. Tú ya conoces el resto; pero lo que ignoras es que el castigo de Adonay, condenándome a la esterilidad, al mismo tiempo entregaba por esposa al joven Abel a nuestra hermana Aclinia, de la que yo estaba enamorado[3]. De ahí proviene la primera lucha de los djinns o hijos de los Éloïms, nacidos del fuego, contra los hijos de Adonay, engendrados del barro.        “Yo extinguí la llama de Abel… Adán se vio renacer más tarde en la descendencia de Seth, y para borrar mi crimen, me hice benefactor de los hijos de Adán. Gracias a nuestra raza superior a la suya, deben todas las artes, la industria y los elementos de las ciencias. ¡Vanos esfuerzos! Al instruirles, les hicimos libres… algo que Adonay nunca me perdonó, y por ello convirtió en un crimen imperdonable el que yo hubiera quebrado a un ser de barro (Abel), ¡Él!, que con las aguas del diluvio, ahogó a miles de hombres!; ¡Él!, ¡que para diezmarlos, suscitó entre ellos a tantos tiranos!”. Entonces la tumba de Adán habló: “Eres tú, dijo la voz profunda; tú, el que ha creado el crimen; ¡Dios persigue en mi descendencia la sangre de Eva, de la que tu provienes y que tú has vertido! Jeováh, por culpa tuya, ha dado el poder a sacerdotes que han inmolado a los hombres, y a reyes que han sacrificado a sacerdotes y a soldados. Un día, Él hará surgir emperadores para triturar a los pueblos, a los sacerdotes y a los mismos reyes, y la posteridad de las naciones dirá: ¡Son los hijos de Caín!” El hijo de Eva se agitó, desesperado. “¡Él también! – gritó – Jamás me ha perdonado. –      ¡Jamás!…” respondió la voz; y desde las profundidades del abismo se escuchó todavía gemir: “¡Abel, hijo mío!, ¡Abel!, ¡Abel!… ¿qué has hecho de tu hermano Abel?…” Caín rodó por el suelo, que comenzó a temblar, mientras las convulsiones de Caín en su desesperación le desgarraban el pecho… Tal era el suplicio de Caín, por haber vertido sangre. Embargado de respeto, amor, compasión y horror, Adonirám apartó su mirada de él. “¿Y yo?, ¿qué había hecho yo? – dijo, sacudiendo la cabeza tocada de una larga tiara, el venerable Enoc. Los hombres andaban errantes como rebaños; yo les enseñé a tallar la piedra, a construir edificios, a agruparse en ciudades. Al primero, le revelé el secreto de la sociedad. Yo les encontré como a un rebaño de bestias;… y a cambio, les dejé una nación en mi ciudad de Henochia, cuyas ruinas aún son admiradas por las razas degeneradas. Gracias a mí, Solimán (Salomón) alzará un templo en honor de Adonay, y ese templo será su ruina, ya que el dios de los hebreos, hijo mío, ha reconocido mi naturaleza en la obra salida de tus manos.” Adonirám contempló aquella enorme sombra: Enoc tenía la barba larga y trenzada; su tiara, adornada con bandas rojas y una doble fila de estrellas, se alzaba en punta, rematada por un pico de cuervo. Dos bandas rayadas caían sobre su cabello y túnica. En una mano llevaba un largo cetro, y en la otra, una escuadra. Su colosal estatura sobrepasaba la de su padre Caín. Muy cerca de Caín estaban Irad y Maviaël[4], tocados con sencillas cintas. Brazaletes de hierro rodeaban sus brazos: uno de ellos fue el que inventó el arte de la fundición; el otro, el de las medidas y escuadrado de los cedros. Mathusaël inventó los caracteres escritos y dejó libros, de los que más tarde se apoderó Édris, que los ocultó en la tierra; los libros del Tau… Mathusaël llevaba en los hombros un palio hierático; al costado llevaba un parazonium[5], y sobre su resplandeciente cinturón brillaba en trazos de fuego la T simbólica que une a todos los obreros nacidos de los genios del fuego[6]. Mientras tanto, Adonirám contemplaba los sonrientes trazos de Lamec, cuyos brazos estaban cubiertos por alas replegadas de las que salían dos largas manos apoyadas sobre la cabeza de dos jóvenes allí agachados. Tubalcaín, dejando a su protegido, fue a sentarse en su trono de hierro. “Estás viendo el venerable rostro de mi padre, dijo a Adonirám. Esos a los que acaricia el pelo, son los hijos de Ada: Jabel, el pastor y el nómada que habita en jaymas, el que aprendió a coser la piel de los camellos, y Jubal, mi hermano, el primero que tensó las cuerdas del kinnor[7] y del arpa, y supo sacarles sonidos. –      Hijo de Lamec y de Sella, respondió Jubal con una voz armoniosa como los vientos de la tarde, tú eres el más grande entre tus hermanos, y reinas sobre tus antepasados. De ti proceden las artes de la paz y de la guerra. Tú has dominado los metales, has encendido la primera forja. Has entregado a los humanos el oro, la plata, el cobre y el acero; tú les has devuelto el Árbol de la Ciencia. El oro y el hierro les elevarán a la cumbre del poder, y los harán lo bastante funestos como para vengarnos de Adonay.  ¡Honor a Tubalcaín!”. Un ruido formidable respondió por todas partes a esa exclamación, repetida a lo lejos por legiones de gnomos, que retomaron su trabajo con renovado ardor. Los martillos restallaron bajo las bóvedas de las fábricas eternas, y Adonirám… el obrero, en ese mundo en el que los obreros eran reyes, sintió una alegría y un orgullo profundos. “Hijo de la raza de los Éloïms, le dijo Tubalcaín, recobra el ánimo, tu gloria esta en la servidumbre. Tus antepasados han hecho temible a la industria humana, y por eso nuestra raza ha sido condenada. Ha combatido durante dos mil años; no han podido destruirnos porque somos de una esencia inmortal; han conseguido vencernos porque la sangre de Eva se mezcló con la nuestra. Tus abuelos, mis descendientes, fueron salvados de las aguas del diluvio. Ya que, mientras Jeováh, preparando nuestra destrucción, hinchaba de agua las nubes del cielo, yo convoqué al fuego en mi ayuda y lancé sus rápidas corrientes hacia la superficie de la tierra. A una orden mía, la llama disolvió las piedras y excavó largas galerías apropiadas para servirnos de refugio. Esos caminos subterráneos van a dar a la llanura de Gizeh, no lejos de la ribera en la que más tarde se construyó la ciudad de Menfis. Y para proteger esas galerías de la invasión de las aguas, reuní a la estirpe de los gigantes y con ellos erigimos una inmensa pirámide que durará hasta el fin del mundo. Las piedras fueron cimentadas con asfalto impenetrable; y sólo se practicó, como única abertura, un estrecho corredor cerrado por una pequeña puerta que yo mismo tapié cuando llegó el último día del mundo antiguo. “Moradas subterráneas fueron excavadas en la roca; allí se penetraba descendiendo a través de los abismos; se escalonaban a lo largo de una galería baja que llegaba a las regiones del agua que yo había aprisionado en un gran río beneficioso para refrescar y aliviar la sed a los hombres y ganado refugiados en esas galerías. Más allá de ese río, reuní en un amplio espacio iluminado por el frotamiento de metales contrapuestos, los frutos y verduras que se nutren de la tierra.        “Es allí donde vivieron, al abrigo de las aguas, los debilitados despojos del linaje de Caín. Todas las pruebas que hemos sufrido y superado, hubo que remontarlas de nuevo para volver a ver la luz cuando las aguas del diluvio volvieron a su cauce. Aquellos caminos eran peligrosos, el clima interior devora. Durante nuestras idas y venidas, dejamos en cada región a algunos de nuestros compañeros. Al final, solo yo sobreviví con el hijo que me había dado mi hermana Noéma. “Abrí de nuevo la pirámide, y vislumbré la tierra. ¡Qué cambio! El desierto… animales raquíticos, plantas resecas, un sol pálido y sin calor, y aquí y allá un amasijo de barro estéril en el que se deslizaban reptiles. De pronto, un viento glacial cargado de miasmas infectos penetró en mi pecho y lo secó. Sofocado, lo expulsé, pero lo volví a respirar para no morir. No se qué frío veneno circuló por mis venas; mi vigor expiró, mis piernas se doblaron, la noche me envolvió, un negro temblor se amparó de mí. El clima de la tierra había cambiado, la superficie ahora fría ya no desprendía calor para animar a todo lo que había vivido antaño. Como un delfín expulsado del seno del mar y arrojado sobre la arena, yo sentí la agonía, y comprendí que mi hora había llegado… “Por un supremo instinto de conservación, quise huir, y, entrando bajo la pirámide, perdí allí el conocimiento. La pirámide fue mi tumba; entonces, mi alma liberada atraída por el fuego interior volvió para encontrarse con las de mis padres. Mi hijo, apenas adulto, aún creció algo; pudo vivir; pero su crecimiento se detuvo. “Anduvo errante, siguiendo el destino de nuestra raza, y la mujer de Cham[8] (¿Sem?), segundo hijo de Noé, le encontró más hermoso que los hijos de los hombres. Él la poseyó, y ella trajo al mundo a Koûs, padre de Nemrud, que enseñó a sus hermanos el arte de la caza y fundó Babilonia. Entonces se dispusieron a construir la torre de Babel; y ahí fue cuando Adonay reconoció la sangre de Caín y comenzó a perseguirle. La raza de Nemrud fue de nuevo dispersada. La voz de mi hijo acabará para ti esta dolorosa historia.” Adonirám, inquieto, buscó a su alrededor al hijo de Tubalcaín . “No le verás, continuó el príncipe de los espíritus del fuego, el alma de mi hijo es invisible, porque murió después del diluvio, y su forma corporal pertenece a la tierra. Lo mismo sucede con sus descendientes, y tu padre, Adonirám, está errante en el aire abrasador que tú respiras… Sí, tu padre. –      Tu padre, sí, tu padre…”, se repitió como un eco, pero con tierno acento, una voz que pasó como una caricia sobre la frente de Adonirám, y el artista volviéndose lloró. “Consuélate, dijo Tubalcaín; él es más afortunado que yo. Él te dejó al nacer y, como tu cuerpo no pertenece aún a la tierra, puede disfrutar de la felicidad de ver tu imagen. Pero ahora atiende bien a las palabras de mi hijo.” Entonces se oyó una voz: “Sólo entre los genios mortales de nuestra raza, he visto el mundo antes y después del diluvio, y he contemplado la faz de Adonay. Yo esperaba el nacimiento de un hijo, y el frío abrazo de la tierra envejecida ya oprimía mi pecho. Una noche Dios se me apareció: su rostro no puede ser descrito. Me dijo:        “- Espera…        “Sin experiencia, aislado en un mundo desconocido, le respondí con timidez:        “- Señor, tengo miedo…        “Él repuso: – Ese temor será tu salvación. Debes morir; Tus hermanos ignorarán tu nombre que no será recordado por la posteridad; de ti va a nacer un hijo que no llegarás a ver. De él saldrán seres perdidos entre la multitud como las estrellas errantes a través del firmamento. Tronco de gigantes, yo he humillado tu cuerpo; tus descendientes nacerán débiles;  su vida será corta; la soledad será su patrimonio. El alma de los genios conservará en su seno su preciosa llama, y su grandeza será su suplicio. Superiores a los hombres, ellos serán sus benefactores, pero serán objeto de su desprecio; únicamente sus tumbas serán honradas. Desconocidos durante su paso por la tierra, poseerán el amargo sentimiento de su fuerza, que sólo podrán emplear para mayor gloria de los otros. Sensibles a las calamidades de la humanidad, querrán prevenirles, pero no les escucharán. Sometidos a hombres poderosos mediocres y viles, fracasarán al querer eliminar a esos despreciables tiranos. Su alma superior será juguete de la opulencia y la banal estupidez. Ellos serán quienes forjen la fama de las naciones, pero no participarán de ella. Gigantes de la inteligencia, antorchas de la sabiduría, órganos del progreso, luminarias de las artes, instrumentos de libertad; sólo ellos permanecerán esclavos, desdeñados, solitarios. Corazones llenos de ternura, sólo serán envidiados; sus almas enérgicas serán paralizadas para el bien de… Y además, los de su misma especie no se podrán reconocer entre ellos. “- ¡Dios cruel! exclamé; al menos su vida será corta y el alma romperá el cuerpo. “- No, ya que continuarán alimentando una esperanza, siempre frustrada; sin cesar reavivada, y cuanto más trabajen con el sudor de su frente, más ingratitud encontrarán entre los hombres. Ellos les darán todas las alegrías y, a cambio, sólo recibirán penalidades; el peso de los trabajos con los que he maldecido a la raza de Adán recaerá sobre sus espaldas; la pobreza les acompañará, la familia será para ellos compañera del hambre. Complacientes o rebeldes, serán constantemente envilecidos, trabajarán para todos, y consumirán en vano su genio, la industria y la fuerza de sus brazos. “Jeováh, le dije; has roto mi corazón, y maldiciendo la noche en que me hice padre, expiré.” Y la voz se extinguió, dejando tras ella una larga letanía de suspiros. “Tú lo acabas de ver, lo has escuchado, prosiguió Tubalcaín, y se te ha ofrecido nuestro ejemplo. Genios bienhechores, autores de la mayor parte de las conquistas intelectuales de las que el hombre se muestra tan orgulloso. Nosotros estamos malditos ante sus ojos, somos los demonios, los espíritus del mal. ¡Hijo de Caín! sufre tu destino; asúmelo de frente e imperturbable, y que el Dios vengador se aterre de tu constancia. Sé grande delante de los hombres y fuerte ante nosotros: te he visto próximo a sucumbir, hijo mío, y he querido apoyar tu virtud. Los genios del fuego vendrán en tu ayuda; atrévete con todo; tú has sido reservado para ser la perdición de Solimán, ese fiel servidor de Adonay. De ti nacerá una estirpe de reyes que restaurarán en la tierra, ante la faz de Jehová, el olvidado culto del fuego, este sagrado elemento. Cuando ya no habites esta tierra, el infatigable ejército de los obreros se ligará a tu nombre, y la falange de trabajadores, de pensadores, abatirá un día el ciego poderío de los reyes, de esos despóticos ministros de Adonay. Ve, hijo mío, cumple con tu destino…” Tras esas palabras, Adonirám se sintió elevado; el jardín de metales, sus brillantes flores, sus árboles de luz, los inmensos y radiantes talleres de los gnomos, los deslumbrante ríos de oro, plata, cadmio, mercurio y nafta, se confundían bajo sus pies en un ancho surco de fuego. Entonces se dio cuenta de que estaba volando en el espacio con la rapidez de una estrella. Todo se oscureció poco a poco: la morada de sus antepasados le pareció por un instante como un planeta inmóvil en medio de un cielo sombrío; un viento fresco le golpeó en la cara, sintió una sacudida, lanzó una mirada a su alrededor, y se encontró echado sobre la arena, al pie del molde del mar de bronce, rodeado de lava a medio enfriar, que aún proyectaba entre las brumas de la noche un resplandor rosáceo. ¡Un sueño! , se dijo; ¿ha sido todo un sueño? ¡Qué desgraciado soy! Lo único verdadero es la pérdida de mis esperanzas, la ruina de mis proyectos, y el deshonor que me espera cuando salga el sol… Pero la visión se dibujó con tal nitidez, que le hizo sospechar incluso de la duda que le embargaba. Mientras meditaba, alzó los ojos y reconoció ante él la sombra colosal de Tubalcaín: “Genio del fuego, exclamó, condúceme de nuevo al fondo de los abismos. La tierra ocultará mi oprobio. – ¿Así sigues mis preceptos? Replicó la sombra con severidad. Se acabaron las vanas palabras; la noche avanza, pronto el ojo flamígero de Adonay va a recorrer la tierra; hay que darse prisa. “¡Débil criatura! , ¿crees acaso que yo te iba a abandonar en un momento tan peligroso?. No temas; tus moldes están llenos: la fundición, agrandando de golpe el orificio del horno revestido de piedras poco refractarias, de pronto irrumpió, y la gran cantidad de metal fundido rebosó por encima de los bordes. Tú creíste que era una grieta, perdiste la cabeza, lanzaste agua, y el vaciado de la fundición se colapsó. – ¿Y cómo liberar los bordes del recipiente de esas rebabas de metal fundido que han quedado adheridas?. – La aleación de hierro es porosa y conduce el calor peor que el acero. Coge un trozo del metal de la fundición, caliéntalo por uno de sus extremos, enfríalo por el otro, y dale un mazazo: el trozo se quebrará justo entre lo frío y lo caliente. Las tierras y los cristales se comportan igual. – Maestro, os escucho. – ¡Por Eblís! Más valdría que me adivinaras. Tu recipiente aún está candente; enfría bruscamente el material que lo desborda, y separa la escoria a martillazos. – Es que haría falta tener un vigor… – Lo que hace falta es un martillo. El de Tubalcaín abrió el cráter del Etna para dar una salida a las escorias de nuestras fábricas.” Adonirám escuchó el ruido de un trozo de hierro que cayó a sus pies; se agachó y recogió un martillo pesado, pero perfectamente adecuado a su mano. Quiso expresar su reconocimiento; la sombra había desaparecido, y el alba naciente había comenzado a disolver el fuego de las estrellas. Poco después, los pájaros que preludiaban el día con sus cantos, huyeron al ruido del martillo de Adonirám que, golpeando con ardor los bordes del mar de bronce, sólo él perturbaba el profundo silencio que precede al nacimiento de un nuevo día. – – –             Esta sesión había impresionado tan vivamente al auditorio del cafetín, que al día siguiente creció el número de clientes. Se habían desvelado los misterios de la montaña de Kaf, por la que siempre se ha interesado y mucho la gente de Oriente. A mí, el relato me había parecido tan clásico como el descenso de Eneas a los infiernos[9]. [1] Según Herbelot, Bibliothèque orientale, Tahmurath, rey legendario de Persia, fue quien venció a los genios, que encerró en grutas subterráneas.- Sérendib es la isla de Ceilán adonde, según la tradición Oriental, fue relegado Adán cuando Dios lo expulsó del paraíso terrenal. (GR) [2] Los Éloïms son genios primitivos a los que los egipcios denominaban dioses amonianos. En el sistema de las tradiciones persas, Adonay o Jehová (el dios de los hebreos) no era más que uno de los Éloïms. (GR). Caín, hijo de Eblís, rechaza de ese modo ser fruto de la creación imperfecta de Adonai, adhiriéndose en cambio a la raza preadamita de los Éloïm (los dioses), por lo que el dios de la Biblia no sería más que una manifestación más de esos dioses. Nerval cita con frecuencia el mito, de origen musulmán, de las dinastías preadamitas: ver sobre todo Aurelia I, 7-8 y el capítulo La légende de Soliman, en los Appendices del Voyage en Orient (Pléiade). A propósito de las razas preadamitas, Nerval explica: “La tierra, antes de pertenecer al hombre, había estado habitada durante setenta mil años por cuatro grandes razas creadas al principio, según el Corán, “con una materia excelente, sutil y luminosa”: se trataba de los Dives, los Djinns, los Afrites y los Péris, que en su origen pertenecían a los cuatro elementos; al igual que las ondinas, los gnomos, sílfides y salamandras de las leyendas del Norte” (capítulo La légende de Soliman, en los Appendices del Voyage en Orient (Pléiade). Para las fuentes, ver J. Richer, Nerval et les doctrines ésotériques. [3] Conforme a la tradición musulmana, Eva dio a luz de dos veces a dos gemelos: Caín y Aclimia, Abel y Lebuda. Adán quiso casar a cada hermano con la gemela del otro. Su elección no le gustó a Caín, porque Aclima era más hermosa que Lebuda. Ver Herbelot, Bibliothèque orientale, article “Cabil”. (GR) [4] Los nombres que siguen, corresponden a la descendencia de Caín, según el Génesis, IV: Conoció Caín a su mujer, que concibió y parió a Enoc. Púsose aquel a edificar una ciudad, a la que dio el nombre de Enoc, su hijo. A Enoc le nació Irad, e Irad engendró a Maviael; Maviael a Matusael, y Matusael a Lamec. Lamec tomó dos mujeres, una de nombre Ada, otra de nombre Sela. Ada parió a Jabel, que fue el padre de los que habitan tiendas y pastorean. El nombre de su hermano fue Jubal, el padre de cuantos tocan la cítara y la flauta. También Sela tuvo un hijo, Tubalcaín, forjador de instrumentos cortantes de bronce y de hierro. Hermana de Tubalcaín fue Noema…” [5] Parazonium.- Tipo de daga corta que llevaban los soldados griegos y romanos (Émile Littré: Dictionnaire de la langue française (1872-77) [6] La T además de ser un emblema masónico, es también, en la tradición de La Cábala, un signo mágico. En la leyenda de Hakem; Argévan lleva sobre la frente “la forma siniestra del Tau, señal de los destinos fatales”. [7] Kinnor, es el nombre en idioma hebreo de un antiguo instrumento de cuerda traducido por arpa. Se trata de una lira hebrea portátil de 5 a 9 cuerdas, similar a las que también encontramos en Asiria. Era el instrumento predilecto para acompañar el canto en el templo en la época de los reyes. (http://es.wikipedia.org/wiki/Kinnor) [8] Según una tradición del Talmud, ésta sería la esposa de Noé que habría mezclado la raza de los genios con la de los hombres, cediendo a la seducción de un espíritu enviado por los Dives. Ver el Le Comte de Gabalis, del abad de Villars. Le Comte de Gabalis, ou Entretiens sur les sciences secrètes (1670), que trata, entre otras cosas, de las relaciones entre los hombres y los espíritus elementales. [9] A pesar de esta ironía, el descenso a los infiernos (en general sinónimo de iniciación) y en consecuencia la figura de Orfeo, son para Nerval paradigmas esenciales. Así, en Les Nuits d’Octobre y en Aurélia Nerval dice: “yo comparo esta serie de pruebas que he atravesado con lo que para los antiguos representaba la idea de un descenso a los infiernos” (Mémorables).

Esmeralda de Luis y Martínez 20 abril, 2012 20 abril, 2012 Abel, Ada, Adán, Adonay, Adoniram, Babilonia, Caín, Cham, djins, Edén, Édris, el símbolo TAU, Enoc, Eva, Henochia, Irad, Jabel, Jeovah, Jubal, Koûs, la dinastía perdida de Henochia, Lamec, los Éloïms, los hijos de Adán, Mathusaël, Maviaël, Nemrud, Noé, Noéma, Sella, Sem, Tubalcaín
“VIAJE A ORIENTE” – Las noches de Ramadán

HISTORIA DE LA REINA DE LA MAÑANA Y DE SOLIMÁN, EL PRÍNCIPE DE LOS GENIOS – VI. La aparición… Adoniram contempla desolado cómo su obra está a punto de venirse abajo; sus trabajadores le abandonan; Solimán y la Reina de Saba le desprecian. El fantasma de Tubal-Caín y viaje de Adoniram al mundo subterráneo de sus antepasados: Caín y el linaje de los Maestros del fuego y de la forja de metales. De pronto, Adonirám se dio cuenta de que el río de lava de la fundición se desbordaba; la fundición, demasiado abierta, vomitaba torrentes de fuego; la arena, con demasiada sobrecarga, comenzó a desplomarse. Adonirám miró atentamente al mar de bronce; el molde rebosaba; una fisura se abría desde el vértice; la lava chorreaba por todas partes. Adonirám lanzó un terrible grito, que recogió el aire, repitiendo su eco las montaña, y calculando que la tierra, demasiado recalentada se vitrificaría, Adonirám agarró un tubo flexible que desembocaba en un aljibe y, con gesto precipitado, dirigió un gran chorro de agua hacia la base de los tambaleantes contrafuertes del molde que soportaban el gran receptáculo. Pero la fundición, ya muy crecida, bajaba rodando hasta allí mismo: los dos líquidos comenzaron a luchar; una masa de metal envolvía la columna de agua, la aprisionaba, la atenazaba. Para librarse, el agua consumida se evaporaba y hacía estallar todos los obstáculos que encontraba a su paso. Una detonación retumbó; la fundición, en chorros resplandecientes, saltó por los aires a más de veinte codos de altura. Era como estar contemplando el momento de la erupción en el cráter de un volcán furioso.      Y a ese fragor lo siguieron llantos y gritos espantosos; ya que esa lluvia de estrellas sembraba la muerte por todas partes; cada gota del metal fundido era un dardo ardiente que perforaba los cuerpos y los mataba. El lugar estaba cubierto de gente agonizante, y al silencio le sucedió un inmenso grito de espanto. Era el colmo del horror, cada cual huía como podía; el miedo al peligro precipitó en el fuego a los que no habían alcanzado las brasas… los campos, iluminados, resplandecientes de color púrpura, recordaban a aquella terrible noche en la que Sodoma y Gomorra ardieron abrasadas por  los rayos de Jehová. Adonirám, corría de acá para allá intentando reunir a sus obreros y cerrar el tremendo boquete de aquel abismo inagotable; pero sólo escuchaba quejas y maldiciones; no encontró más que cadáveres: el resto se había dispersado. Únicamente Solimán había permanecido impasible en el trono; la reina también había guardado la calma y estaba junto a él, y la diadema y el cetro todavía brillaban en aquellas tinieblas. –      “¡Jehová le ha castigado! dijo Solimán a su invitada… y él me ha castigado, matando a mis súbditos, por culpa de mi debilidad, de mi bondad para con ese monstruo de orgullo. –      La vanidad que inmola tantas víctimas es criminal, pronunció la reina. Señor, vos habéis podido perecer durante esta prueba infernal: el mar de bronce llovía a nuestro alrededor. –      ¡Y vos estabais aquí! ¡Y ese vil secuaz de Baal[1] ha puesto en peligro una vida tan preciosa!. Marchémonos de aquí, mi Reina; sólo me ha inquietado el veros en peligro”. Adonirám, que pasaba en ese momento cerca de ellos, lo oyó; y se alejó rugiendo de dolor. Más allá, a lo lejos, divisó a un grupo de obreros que le colmaron de desprecio, calumnias y maldiciones. Entonces, se le acercó el sirio Phanor y le dijo: “Tú eres grande; la fortuna te ha traicionado, pero los albañiles no fueron sus cómplices”. A su vez, Amrou, el fenicio, se le acercó y le dijo: “Tú eres grande, y habrías sido el vencedor si cada cual hubiera cumplido con su deber como así hicimos los carpinteros”. Y el judío Méthoussaël le dijo: “Los mineros hicieron su trabajo; pero son los obreros extranjeros los que a causa de su ignorancia han comprometido todo el trabajo. ¡Ten coraje! Una obra aún más grande nos vengará de este fracaso. –      ¡Ah!, pensó Adonirám, estos son los únicos amigos que he encontrado…” Le resultó fácil a Adoniram evitar encuentros no deseados; todos le volvían la espalda y las tinieblas protegían las deserciones. Pronto, el resplandor de las brasas de la fundición, cuya superficie rugía al enfriarse, sólo iluminaba a grupos lejanos que poco a poco se perdían entre las sombras, Adonirám, abatido, buscaba a Benoni: “Él también me ha abandonado…” murmuró con tristeza. El maestro se quedó solo al borde del río de fuego. “¡Deshonrado! exclamó con amargura; ¡este es el fruto de una existencia austera, laboriosa y dedicada a la gloria de un príncipe ingrato!. ¡Él me condena y mis hermanos reniegan de mí!. Y esa reina, esa mujer… ella estaba allí, ha visto mi vergüenza, y he tenido que soportar su desprecio! ¿Pero dónde se halla, en esta hora de mi sufrimiento, Benoni? ¡Sólo!, ¡estoy sólo y maldito!. El futuro se ha cerrado.  ¡Sonríe a tu liberación, y busca aquí, en este fuego, tu elemento y rebelde esclavo!” Avanzó, calmado y resuelto, hacia el río de lava, que aún fluía con oleadas de escoria candente de metal fundido, y surgía y chisporroteaba por todas partes al contacto con la humedad, o tal vez la lava temblara al encontrarse con los cadáveres. Espesos turbillones de humo violeta y leonado se desprendían en apretadas fumarolas y velaban la escena abandonada de tan lúgubre aventura. Y fue allí, en donde ese gigante cayó fulminado, y sentado sobre la tierra se ensimismó meditabundo… la mirada fija en aquella humareda de llamas que podían inclinarse y asfixiarle al primer soplo del viento. Ciertas formas extrañas, fugitivas, flamígeras, se dibujaban a veces entre los juegos brillantes y lúgubres del vapor ígneo. Los ojos deslumbrados de Adonirám entreveían, a través de aquel vapor, miembros de gigantes, bloques de oro, gnomos que se disipaban en humo o se pulverizaban en destellos. Esas fantasías no llegaban a distraerle de su desesperación y dolor. Sin embargo, pronto se ampararon de su imaginación y delirio, y tuvo la impresión de que del seno de las llamas se elevaba una voz rotunda y grave que pronunciaba su nombre. Tres veces el turbillón mugió el nombre de Adonirám. Nadie a su alrededor… contempló ávidamente la turba incandescente, y murmuró: “¡La voz del pueblo me llama!”.  Sin apartar la mirada, se apoyó sobre una rodilla, extendió la mano, y distinguió en el centro de la roja humareda una forma humana imprecisa, colosal, que parecía tomar cuerpo entre las llamas y ensamblarse, para luego desintegrarse y perderse. Todo se agitaba e incendiaba alrededor;… sólo esa figura permanecía estática, cada vez más oscura en el luminoso vapor, o clara y brillante en el seno de un amasijo de nubarrones negruzcos. El espectro comenzó a perfilarse, adquirió relieve, se agrandó al acercarse, y Adonirám, espantado, se preguntaba que qué bronce sería ese, dotado de vida. El fantasma avanzó. Adonirám lo contemplaba con estupor. Su gigantesco busto iba cubierto con una dalmática sin mangas; los desnudos brazos estaban adornados con anillos de hierro; la cabeza bronceada quedaba encuadrada por una barba rectangular, rizada y trenzada en hileras,… tocado con una mitra bermeja; llevaba un martillo en la mano. Sus grandes ojos, brillantes, se posaron sobre Adonirám con dulzura, y con un tono de voz que parecía arrancado a las entrañas del bronce dijo: “Despierta a tu alma, levántate, hijo mío. He visto las desgracias de mi raza y he sentido piedad hacia ella… –      Espíritu, ¿entonces, tú quién eres? –      La sombra del padre de tus padres, el antepasado de los que trabajan y sufren. Ven, cuando mi mano haya tocado tu frente, respirarás entre las llamas. No muestres temor, igual que no has mostrado debilidad…” De pronto, Adonirám se sintió envuelto en un calor penetrante que le animaba sin ahogarle; el aire que aspiraba era más sutil; una fuerza irresistible le arrastraba hacia el vórtice de fuego en el que ya se sumergía su misterioso compañero. “¿Dónde estoy?, ¿Cuál es tu nombre? ¿Adónde me arrastras?, murmuró. –      Al centro de la tierra… al alma del mundo habitado; allí donde se erige el palacio subterráneo de Enoc, nuestro padre, al que en Egipto llaman Hermes, y en Arabia honran bajo el nombre de Edris[2]. –      ¡Potencias inmortales!, exclamó Adonirám; ¡oh, mi señor!, entonces, ¿es verdad? vos seréis… –      Tu antepasado, hombre… artista, tu maestro y tu patrón; yo fui Tubal-Caín[3]. Cuanto más avanzaban hacia las profundas regiones del silencio y de la noche, más dudaba Adonirám de sí mismo y de la realidad de sus impresiones. Poco a poco, fuera de sí, experimentó la magia de lo desconocido, y su alma, ligada por completo al antepasado que la dominaba, se entregó por completo a su misterioso guía. A las regiones húmedas y frías había seguido una atmósfera tibia y enrarecida; la vida interior de la tierra se manifestaba por sacudidas, extraños murmullos; temblores sordos, regulares, periódicos, anunciaban la proximidad del corazón del mundo; Adonirám lo sentía latir con una fuerza creciente, y se admiraba  de errar entre esos espacios infinitos; buscaba un apoyo que no encontraba, y seguía sin ver la sombra de Tubalcaín que guardaba silencio. Tras unos instantes que le parecieron largos como la vida de un patriarca, descubrió a lo lejos un punto luminoso. Aquella mancha se hizo más y más grande, se aproximó, se extendió en una larga perspectiva, y el artista vislumbró un mundo poblado de sombras que se agitaban ocupadas en trabajos que no pudo comprender. Aquellos dudosos resplandores llegaron por fin a expirar sobre la brillante mitra y la dalmática del hijo de Caín. En vano Adonirám se esforzó en hablarle: la voz moría en su pecho oprimido; pero recuperó el aliento al llegar a una amplia galería de una inconmensurable profundidad, muy ancha, ya que no se podían ver las paredes, y sostenida por una avenida de columnas tan altas, que se perdían por encima de él en el aire, y la bóveda que sostenían escapaba a la vista. De repente, Adonirám se estremeció, y Tubalcaín habló así: “Tus pies están pisando la gran esmeralda que sirve de raíz y eje a la montaña de Kaf[4]; has llegado a la tierra de tus padres; la tierra en la que reina el linaje de Caín sin compartirla con nadie. Bajo estas fortalezas de granito, en medio de estas cavernas inaccesibles, hemos conseguido al fin encontrar la libertad. Aquí expira la celosa tiranía de Adonay, es aquí en donde podemos, sin peligro, nutrirnos del Árbol de la Ciencia[5]. Adonirám exhaló un largo y dulce suspiro: le daba la impresión de que el peso abrumador que le había mantenido doblegado toda su vida,  por primera vez acababa de desvanecerse. De pronto la vida eclosionó; pueblos enteros aparecían a lo largo y ancho de aquellos hipogeos: el trabajo los animaba, les agitaba, y por todas partes se oía el alegre fragor de los metales; allí se mezclaban los ruidos del borbotear de las aguas y de los impetuosos vientos; la bóveda iluminada se extendía como un inmenso cielo desde el que se precipitaban sobre los enormes y extraordinarios talleres, torrentes de una luz blanca y azulada que se irisaba al contacto con el suelo. Adonirám atravesó entre medias de una multitud de gente ocupada en trabajos que él no conocía; aquella claridad, la cúpula celeste en las entrañas de la tierra le sorprendía; entonces se detuvo. “Es el santuario del fuego, le dijo Tubalcaín; de ahí proviene el calor de la tierra que, sin nosotros, perecería de frío. Nosotros preparamos los metales y los distribuimos por las venas del planeta, tras licuar los vapores. “Puestos en contacto y entrelazados sobre nuestras cabezas, los filones de esos diversos elementos desprenden éteres contrapuestos que se inflaman y proyectan esas vivas luminarias… cegadoras para los ojos imperfectos. Atraídos por esas corrientes de aire, los siete metales se evaporan alrededor, y forman esas nubes de sinopla, azur, púrpura y oro, bermejo y plata que se mueven en el espacio, y reproducen las aleaciones que componen la mayor parte de los minerales y piedras preciosas. Cuando la cúpula se enfría, esas nubes, condensadas, producen una lluvia de rubíes, esmeraldas, topacios, ónices, turquesas, diamantes, y las corrientes de la tierra las arrastran junto con los restos de las escorias: granitos, sílex, rocas  calcáreas que, emergiendo a la superficie de la tierra, la esculpen con sus montañas. Esas materias se solidifican al aproximarse a los dominios de los hombres… a causa del frescor del sol de Adonay, su recreación chapucera de un horno que ni siquiera tiene fuerza para cocer un huevo. Con que, ¿qué sería de la vida de los hombres, si nosotros no les pasáramos en secreto el elemento del fuego, aprisionado en las piedras, así como el hierro apropiado para recoger sus chispas?”. Aquellas explicaciones satisfacían a Adonirám y le causaban admiración. Se aproximó a los obreros sin comprender cómo podían trabajar sobre ríos de oro, plata, cobre, hierro; separarlos, encauzarlos y tamizarlos como si fueran una ola. “Esos elementos, respondió a su pensamiento Tubalcaín, son licuados gracias al calor del interior de la tierra: la temperatura a la que nosotros vivimos aquí es un poco más elevada que la de los hornos en los que trabajas las fundiciones.” Adonirám, espantado, se extrañó de estar vivo. “Este calor, repuso Tubalcaín, es la temperatura natural de las almas que fueron extraídas del elemento del fuego. Adonay colocó una chispa imperceptible en el centro del molde de tierra con el que iba a fabricar al hombre, y esa partícula fue suficiente para calentar el bloque, animarlo y convertirlo en un ser pensante; pero allá arriba, esa alma lucha contra el frío: de ahí, los estrechos límites de vuestras facultades; después sucede que esa chispa es arrastrada por la atracción de la tierra, y entonces morís.” Explicada la creación de esa manera, provocó en Adonirám un desdeñoso movimiento. “Sí, continuó su guía; ¡es más sutil que fuerte, y más celoso que generoso, ese dios Adonai! Ha creado al hombre de barro, a despecho de los genios del fuego; después, asustado de su obra y de su complacencia hacia esa triste criatura, él, sin mostrar piedad alguna ante sus lágrimas, los ha condenado a morir. Esa es la principal diferencia que nos separa; toda la vida terrestre procedente del fuego es atraída por el fuego que reside en el centro de la tierra. En cambio, nosotros queríamos que el fuego central fuese atraído de nuevo por la superficie e irradiara hacia el exterior: ese intercambio de principios hubiera sido la vida eterna. “Pero Adonay, que reina alrededor de los mundos, encerró a la tierra e interceptó esa atracción externa. De resultas, la tierra morirá al igual que sus habitantes. De hecho, ya está envejeciendo; el frío la penetra más y más; especies enteras de animales y plantas han desaparecido; las razas se debilitan, la duración de su vida se acorta, y de los siete metales primitivos, la tierra, cuyo núcleo se congela y seca, ya no recibe más que cinco[6]. El mismo sol palidece; y deberá apagarse en cinco o seis mil años. Pero no soy el único, hijo mío, que debe revelarte estos misterios: tú los vas a escuchar de boca de los hombres, tus ancestros.” [1] Baal (semítico cananeo: ँ‏ए‏ऋ‏‏ [ba’al], «’señor’»)? era una divinidad de varios pueblos situados en Asia Menor y su influencia: fenicios (asociado a Melkart), cartagineses, caldeos, babilonios, sidonios y filisteos. Su significado se aproxima al de “amo” o “señor”. Baal era el “hijo” del dios El. En la mitología cananea se denominaba así (El) a la deidad principal, se lo conocía como «padre de todos los dioses», el dios supremo, «el creador», «el bondadoso». Por lo general, El se representa como un toro, con o sin alas. A su vez su hijo Baal era representado como un joven guerrero, pero también como un “toro joven” (becerro). Durante la época de los hicsos, en Egipto fue identificado con Seth, un dios guerrero; también fue asociado a Montu. Pero durante la dinastía XVIII su culto en Egipto sería denigrado. Era el dios de la lluvia, el trueno y la fertilidad. En la Biblia Baal (בעל Ba‘al) es llamado uno de los falsos dioses, al cual los hebreos rindieron culto en algunas ocasiones cuando se alejaron de su adoración a Yahweh o Jeovah; (ver Idolatría). Fue adorado por los fenicios junto al dios Dagón (el más importante de su panteón). http://es.wikipedia.org/wiki/Baal [2] Enoc, hijo de Caín, es el antepasado de los forjadores de metales y maestros de la fundición que se sublevaron. Sin embargo, según Herbelot, al que los árabes llaman Edris o Idrís, lo confunden con Hermes y Horus, cuando en realidad se trata de otro Enoc, procedente del linaje de Seth (Génesis, V, 18-24). [3] Tubalcaín es el descendiente de Caín y de Enoc, hijo de Lamec y, según el Génesis, IV, 22, patrón de los artesanos del bronce y del hierro. J. Richer, citando a Martinès de Pasqually, Traité de la réintégration: “Habiéndose retirado Caín, tras su crimen, a la región del Mediodía con sus dos hermanas, tuvo una descendencia de diez varones y once hembras y allí construyó la ciudad de Enoc, que excavó en las entrañas de la tierra, con su primer hijo al que también llamó Enoc. Legó su secreto, tanto el de la fundición, como el de la forja de metales y la minería, a su hijo Tubal-Caín, o Tubalcaín. De ahí proviene la tradición de que fue Tubalcaín el primero que descubrió la forja de metales.” [4] “Los pueblos de Oriente creen que esta montaña rodea la tierra como un anillo o cinturón. En el polo norte se encuentra la morada del preadamita Salomón; en el polo Sur, el secreto taller de la naturaleza; en Oriente, el imperio de los genios bondadosos, y en Occidente, el de los genios malvados (…) El resto de las montañas sólo son bifurcaciones de la montaña-madre que se eleva hasta el cielo” (Von Hammer. Contes inedits des Mille et Une Nuits. 1828, I, p. 159). Los antepasados cainitas de Adonirám encontraron refugio bajo esta montaña. Sobre la montaña de Kaf se puede leer en Aurelia I, 10, otra versión de ese descenso al corazón de la tierra, al hogar del fuego primigenio. [5] Sobre la rebelión contra Dios, fundamental en la obra de Nerval, ver sobre todo Aurelia I; los sonetos Antéros y Le Christ aux Oliviers; J. Richer, Nerval. Expérience et création. Capítulo IV y M. Jeanneret, La Letre perdue. 2ª parte,  Promete. [6] Las tradiciones sobre las que se fundan las diversas escenas de esta leyenda no son exclusivas de los pueblos de Oriente. La Edad Media europea las ha conocido. Se puede consultar sobre todo L’Histoire des Préadamites de Lapeyrière, l’Iter subterraneum de Limius, y una buena cantidad de escritos relativos a la cábala y a la medicina espagírica. El Oriente siempre está presente ahí. De modo que no deben extrañar las curiosas hipótesis científicas que puede contener este relato. La mayor parte de estas leyendas se encuentran también en el Talmud, en los libros neoplatónicos, en el Corán y en el libro de Enoc, traducido por el obispo de Caterbury (GdN).

Esmeralda de Luis y Martínez 17 abril, 2012 17 abril, 2012 Adonay, Amrou, Baal, Caín, el Árbol de la Ciencia, Enoc, la montaña Kaf, Méthoussaël, Phanor, Tubalcaín o Tubal-Caín
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