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“VIAJE A ORIENTE” 005

I. Las bodas coptas – IV. Inconvenientes del celibato  He comenzado contando la historia de mi primera noche, buy viagra y se comprende que debí despertarme un poco más tarde a la mañana siguiente. Abdallah me anunció la visita del cheikh de mi barrio, que ya había venido otra vez esta mañana. Este bondadoso anciano de barba blanca esperó a que yo me despertara en el café de enfrente, con su secretario y un negro portador de su narguile. Yo no me extrañé de su paciencia. Cualquier europeo que no sea ni un industrial ni un negociante es todo un personaje en Egipto. El cheikh se sentó en uno de los divanes; se le cebó la pipa y se le sirvió café. A partir de ese momento comenzó su discurso, que Abdallah me iba traduciendo al mismo tiempo: –                     Viene a devolverle el dinero que usted le dio como alquiler de la casa. –                     ¿Y por qué?, ¿qué razón da? –                     Dice que no saben la forma de vivir que usted tiene, que sus costumbres no son conocidas. –                     ¿Ha observado que mis hábitos fueran malos? –                     No es eso lo que dice; es que no se sabe nada de ellos. –                     Pero entonces, ¿es que no tiene una buena opinión? –                     Dice que había pensado que usted viviría en la casa con una mujer. –                     Pero yo no estoy casado. –                     Eso no es de su incumbencia, el que usted esté casado o no; pero dice que sus vecinos tienen mujeres, y que van a estar inquietos si usted no tiene una. –                     Además esa es la costumbre por aquí. –                     ¿Qué quiere entonces que haga? –                     Que deje usted la casa o que tome una mujer para vivir aquí con ella. –                     Dile que en mi país no es de buen tono vivir con una mujer sin estar casado. La respuesta del anciano ante esta observación moral, fue acompañada de una expresión totalmente paternal que las palabras traducidas no pueden reflejar más que imperfectamente. –                     Le va a dar un consejo –me dijo Abdallah—. Dice que un señor (effendi) como usted, no debe vivir sólo, y que siempre es más honorable alimentar a una mujer y hacerle algun bien, y que aún es mejor, añadió, alimentar a muchas, cuando la religión de uno se lo permita. El razonamiento de este turco me conmovió, aunque mi conciencia europea luchaba contra ese punto de vista, que no comprendí en toda su justeza, hasta estudiar la situación de las mujeres en este país. Pedí que le respondieran al cheikh que esperara hasta que me informara por mis amigos de lo que convendría hacer. Había alquilado la casa por seis meses, la había amueblado, me encontraba allí bastante agusto, y quería tan solo informarme de los medios para resistir a las pretensiones del cheikh de romper nuestro trato y echarme de la casa por culpa de mi celibato. Tras mucho dudarlo, me decidí a tomar consejo del pintor del hotel Damergue, que me había querido introducir en su taller e iniciar en las maravillas del daguerrotipo. Este pintor era duro de oído, a tal extremo, que una conversación por medio de un intérprete hubiera sido aún más divertida. A pesar de todo, me fui a su casa, atravesando la plaza de El-Esbekieh hasta la esquina de una calle que tuerce hacia el barrio franco, cuando de pronto oí unas exclamaciones de alegría, que provenían de un amplio patio en donde se paseaban en ese instante unos hermosos caballos. Uno de los mozos se me enganchó al cuello en un caluroso abrazo. Era un muchacho fuertote, vestido con una saya azul, tocado con un turbante de lana amarillenta y que recordé haberme fijado antes en él, mientras viajaba en el vapor, a causa de su rostro, que me recordaba mucho a las grandes cabezas que se ven en los sarcófagos de las momias. ¡Tayeb!, ¡tayeb! (bien, bien) le dije a aquel expansivo mortal, desembarazándome de sus abrazos y buscando tras de mí al dragomán Abdallah, que se había perdido entre la multitud, no gustándole sin duda el hecho de ser visto cortejando al amigo de un simple palafrenero. Este musulmán mimado por los turistas de Inglaterra al parecer no recordaba que Mahoma había sido camellero. Mientras tanto, el egipcio me tiró de la manga y me arrastró hacia el patio, que era la caballeriza del pachá de Egipto, y allí, al fondo de una galería, medio recostado en un diván de madera, reconocí a otro de mis compañeros de viaje, un poco más aceptable en sociedad, Solimán-Aga, del que ya había hablado cuando coincidí con él en el barco austríaco, el Francisco Primo. Solimán-Aga también me reconoció, y aunque más sobrio en demostraciones que su subordinado, me hizo sentar cerca de él, me ofreció una pipa y pidió café… Añadamos, como muestra de sus costumbres, que el simple palafrenero, considerándose digno de momento de nuestra compañía, se sentó en el suelo, cruzando las piernas, y recibió, al igual que yo una larga pipa, y una de esas pequeñas tazas repletas de un moka ardiente, de esos que ponen en una especie de huevera dorada para no quemarse los dedos. No tardó en formarse un corrillo a nuestro alrededor. Abdallah, viendo que la cosa tomaba un cariz más conveniente, se mostró al fin, dignándose favorecer nuestra conversación. Yo ya sabía que Solimán-Aga era un tipo bastante amable, y aunque en nuestra travesía común no tuvimos más que relaciones de pantomima, habíamos llegado a un grado de confraternización bastante avanzado como para que pudiera sin indiscreción informarle de mis asuntos y pedirle consejo. –                     ¡Machallah! –gritó de entrada—, ¡el cheikh tiene toda la razón, un hombre joven de su edad debería haberse casado ya varias veces! –                     Como usted sabe –repuse tímidamente—, en mi religión sólo se puede tomar una esposa, que hay que conservar para siempre, de modo que normalmente uno se toma tiempo para reflexionar y elegir lo mejor posible. –                     ¡Ah!, yo no hablo de vuestras mujeres rumis (europeas), esas son de todo el mundo y no os pertenecen sólo a vosotros. Esas pobres criaturas locas muestran su rostro enteramente desnudo, no sólo a quienes quieran verlo, sino incluso a quien no lo deseara. Imagínense –añadió estallando en carcajadas— en las calles, mirándome con ojos de pasión, y algunas incluso llevando su impudor hasta querer abrazarme. Viendo a los oyentes escandalizados al llegar a ese punto, me creí en el deber de decirles, por el honor de los europeos, que Solimán-Aga confundía sin duda la solicitud interesada de algunas mujeres, con la curiosidad honesta de la mayoría. –                     ¡Y ya quisieran –continuó Solimán-Aga, sin responder a mi observación, que parecía dictada únicamente por el amor propio nacional— esas bellezas merecer que un creyente les permitiera besarle la mano! pues son plantas de invierno, sin color y sin gusto, rostros malencarados atormentados por el hambre, pues apenas comen, y sus cuerpos desfallecerían entre mis manos. Y desposarlas, aún peor, han sido tan mal educadas, que serían la guerra y la desgracia de la casa. Aquí, las mujeres viven juntas, pero separadas de los hombres, que es la mejor manera de que reine la tranquilidad. –                     ¿Pero no viven ustedes –le repuse— en medio de sus mujeres en los harenes? –                     ¡Dios todopoderoso! exclamó, acabaríamos todos con dolor de cabeza aguantando su constante parloteo. ¿No ve usted que aquí los hombres que no tienen nada que hacer pasan el tiempo de paseo, en el hamam, en la mezquita, en las audiencias, o en las visitas que se hacen unos a otros? ¿No es más agradable charlar con los amigos, escuchar historias y poemas, o fumar soñando, que hablar con las mujeres preocupadas por intereses vulgares, de tocador o de botica? –                     Pero ustedes soportarán eso mismo a la hora en que comen con ellas. –                     De ningún modo. Ellas comen juntas o por separado, a su gusto, y nosotros sólos, o con nuestros padres y amigos. Sólo unos cuantos creyentes actúan de distinto modo, pero están mal vistos en nuestra sociedad, porque llevan una vida vacía e inútil. La compañía de las mujeres vuelve al hombre ávido, egoísta y cruel; ellas destruyen la fraternidad, y la caridad entre nosotros. Son causa de querellas, injusticias y tiranía. ¡Que cada cual viva con sus iguales! Ya es bastante con que el señor de la casa, a la hora de la siesta, o cuando vuelve de noche a su cuarto, encuentre para recibirle rostros sonrientes, de amables modales, ricamente engalanadas…y, si además hay danzarinas para bailar y cantar ante él, pues entonces se puede soñar con el paraíso anticipado y creerse uno en el tercer cielo, en donde están las verdaderas bellezas, puras y sin mácula, las únicas que serán dignas de ser las eternas esposas de los verdaderos creyentes. ¿Será ésta la opinión de todos los musulmanes, o de un cierto número de ellos? Tal vez se deba ver en esto, no tanto un desprecio hacia la mujer, como un cierto platonismo antiguo, que eleva el amor por encima de los objetos perecederos. La mujer adorada, ¿no es el fantasma abstracto, la imagen incompleta de una mujer divina, prometida al creyente para toda la eternidad? Esas son las ideas que han hecho pensar que los orientales niegan el alma de las mujeres; pero hoy en día se sabe que las musulmanas verdaderamente piadosas tienen la esperanza de ver su ideal realizarse en el cielo. La historia religiosa de los árabes tiene sus santos y sus profetisas, y la hija de Mahoma, la ilustre Fátima, es la reina de este paraíso femenino. Solimán-Aga terminó por aconsejarme que abrazara el mahometismo; se lo agradecí sonriendo y le prometí que reflexionaría sobre ello. De nuevo estaba más confuso que nunca. Aún me quedaba por consultar al pintor sordo del hotel Domergue, conforme a mi primera idea.

Esmeralda de Luis y Martínez 26 enero, 2012 27 enero, 2012 Abdallah, bodas coptas, inconvenientes del celibato, rumi
“VIAJE A ORIENTE” 004

I Las bodas coptas – III.- El dragomán Abdallah                 Mi dragomán es un hombre valioso, hospital pero me temo que sea un servidor demasiado noble para un señor de tan escasos medios como yo. Fue en Alejandría, sobre el puente del vapor Leónidas, donde se me presentó en todo su esplendor. Había atracado junto al navío en una barca que capitaneaba él mismo. Un mozalbete negro que acarreaba el narguile y otro dragomán más joven que él formaban su séquito. Una larga túnica blanca cubría sus ropas y resaltaba sus facciones, en donde la sangre nubia daba color a una máscara tomada directamente de las cabezas de las esfinges del antiguo Egipto. Era, sin duda, el producto de la mezcla de dos razas. Anchos aretes de oro colgaban de sus orejas, y su paso indolente, envuelto en los amplios ropajes era la viva imagen de un liberto del Bajo Imperio. No había ingleses entre los pasajeros, y nuestro hombre, un poco contrariado, no se movía de mi lado, a falta de otro cliente mejor. Desembarcamos; alquiló cuatro asnos para él, para sus sirvientes y para mí, y me condujo directamente al hotel Inglaterra, en donde aceptaron alojarme por sesenta piastras diarias. En cuanto a él, limitó sus pretensiones a la mitad de esta cantidad, con la que se encargaba de mantener al segundo dragomán y al muchacho negro. Tras haber paseado todo el día con esta importante escolta, me planteé la inutilidad del segundo dragomán, e incluso del joven negro. Abdallah (así se llamaba el personaje) no vio dificultad alguna en despedirse del colega; pero el chico negro se lo quedó a sus expensas, reduciendo el total de sus propios honorarios a veinte piastras diarias –unos cinco francos-. Llegados a El Cairo, los asnos nos llevaron derechamente al hotel Inglés de la plaza de El-Esbekieh, y allí se me vino el mundo abajo cuando me informaron que el hospedaje costaba lo mismo que en Alejandría[1]. –                     ¿Prefiere ir entonces al hotel Waghorn, en el barrio francés? –me dijo el honesto Abdallah. –                     Preferiría un hotel que no fuera inglés. –                     ¡Bien! tenemos el hotel francés de Domergue. –                     Pues vamos allá. –                     Disculpe, yo le acompañaré, pero no me voy a quedar en ese hotel. –                     ¿Por qué? –                     Porque es un hotel que sólo cuesta cuarenta piastras al día, y yo no puedo alojarme allí. –                     Pero si yo lo voy a hacer. –                     Usted es un desconocido, yo soy de la ciudad; de ordinario sirvo a señores ingleses, y debo conservar mi prestigio. No obstante, yo seguía encontrando bastante elevado el precio de este hotel para un país en donde todo es seis veces más barato que en Francia, y en el que un hombre puede vivir con una piastra al día, o lo que es lo mismo, cinco céntimos de nuestra moneda. “Hay un medio de arreglar las cosas -prosiguió Abdallah- usted se alojará dos o tres días en el hotel Domergue, adonde yo iré a visitarle como a un amigo y, mientras tanto, yo le alquilaré una casa en la ciudad y podré quedarme enseguida a su servicio sin dificultad” En efecto, al parecer, muchos europeos alquilan casas en El Cairo, a poco que se queden en la ciudad, e informado de esta circunstancia, le di plenos poderes a Abdallah. El hotel Domergue está situado al fondo de un callejón sin salida, que da a la calle principal del barrio franco. Es, después de todo, un hotel bastante curioso, limpio y bien cuidado. Los dormitorios rodean en el interior un patio cuadrado y enjalbegado, cubierto por una ligera pérgola por la que trepa y se entrelaza una parra. Un pintor francés, muy amable, aunque un poco sordo pero con bastante talento para el daguerrotipo, había montado su taller en una de las galerías altas. De vez en cuando llevaba allí a vendedoras de naranjas y caña de azúcar de la ciudad, que querían servirle de modelos y le permitían estudiar sin dificultad sus cuerpos desnudos, aunque la mayoría insistía en conservar el rostro velado, como último refugio del pudor oriental. El hotel francés posee, entre otras cosas, un jardín bastante agradable. Su restauración lucha con fortuna contra la dificultad de variar las comidas europeas en una ciudad en la que escasean el buey y la vaca. Ésa es la circunstancia que explica sobre todo el elevado precio de los hoteles ingleses, en los que la cocina se elabora con carnes en conserva y legumbres, como en los barcos. El inglés, esté donde esté, jamás cambia su menú cotidiano: rostbeaf con patatas y cerveza rubia o negra. Me encontré a la hora de comer, en la mesa, con un coronel, un obispo in partibus[2], unos pintores, una profesora de idiomas, y a dos hindúes de Bombay: el ayo y su pupilo. Por lo visto, toda la cocina meridional les parecía muy sosa, así que se sacaron de los bolsillos unos saleros de plata llenos de pimienta y mostaza, con las que salpimentaron todos los platos. Me ofrecieron probarlas, y la sensación que se debe experimentar mascando brasas al rojo vivo daría una idea exacta del fuerte sabor de estos condimentos. La decoración del hotel francés se completaba con un piano en la primera planta y un billar en el vestíbulo, y pensé que para este decorado no habría hecho falta salir de Marsella. Francamente, yo prefería probar totalmente la vida oriental. Siempre se suele encontrar una sólida y hermosa casa de varias plantas, con patios y jardines, por unas trescientas piastras al año (unos setentaicinco francos). Abdallah me mostró varias en el barrio copto y en el barrio griego. Poseían salones magníficamente decorados, con suelos de mármol y fuentes; galerías y escalinatas como en los palacios de Génova o Venecia; patios rodeados de columnatas y jardines umbrosos de árboles magníficos. Tenían todo lo necesario para llevar allí una vida principesca, a condición de poblar de criados y esclavos aquellos soberbios interiores. Y en todos ellos, ni una sola habitación en condiciones, a menos que se invirtiera una cantidad exorbitante en los arreglos indispensables. Ni un solo vidrio en las ventanas tan curiosamente recortadas, abiertas a los vientos de la tarde y a la humedad de las noches. Hombres y mujeres viven así en El Cairo, pero la oftalmia les castiga con frecuencia por esta imprudencia, que se explica por la necesidad de aire fresco. Además, yo era poco partidario de vivir prácticamente al aire libre en un rincón de un palacio inmenso que, como muchas de estas mansiones, antiguas residencias de una aristocracia extinguida, se remontan al reinado de los sultanes mamelucos y amenazan seria ruina. Abdallah acabó por encontrarme una casa mucho menos espaciosa, pero más segura y mejor aislada. Un inglés que la había habitado recientemente, había reparado y acristalado las ventanas, lo que pasaba por ser una rareza. Hubo que ir a buscar al cheikh del barrio para tratar con la propietaria, una viuda copta. Esta mujer poseía más de veinte casas, pero por procuración y para extranjeros, ya que estos no podían ser legalmente propietarios en Egipto. En realidad, la casa pertenecía al canciller del Consulado Inglés. Se redactó el contrato en árabe y hubo que pagar y hacer regalos al cheikh, al notario, al jefe de policía más cercano, además de dar bakchis (propinas) a los escribas y a los sirvientes; tras lo cual, el cheikh me entregó la llave. Llave que no se parece en nada a las nuestras y que está formada por un simple trozo de madera, similar a las palas de los panaderos, en cuyo extremo hay seis clavos dispuestos como al azar, aunque en realidad no hay tal azar en su colocación. Se introduce este singular instrumento en una escotadura de la puerta, y resulta que los clavos corresponden a pequeños orificios invisibles y ocultos en el interior, tras los que se encaja un pestillo de madera, que se desplaza y abre la cancela. Pero no basta con tener la llave de madera de la casa…que sería imposible guardar en el bolsillo, aunque se puede colgar de la cintura. También es necesario un mobiliario, acorde al lujo del interior, pero este detalle es, en todas las casas de El Cairo, de la mayor simplicidad. Abdallah me llevó hasta un bazar en donde hicimos pesar unas cuantas ocques de algodón. Con esto y con tela de Persia, unos cardadores instalados en casa, ejecutaron en unas horas unos cojines para el diván, que durante la noche se transformaban en colchones. El cuerpo del mueble se compone de un cajón alargado que un cestero construye allí mismo con hojas de palma. Es ligero, elástico y más sólido de lo que uno se podría imaginar. Una pequeña mesa redonda, algunas tazas, unos narguiles -a menos que se prefiera pedirlos prestados al cafetín vecino- y ya se puede recibir a la mejor sociedad de la ciudad. Sólo el Pachá posee un mobiliario completo: lámparas, relojes de pared, que tan sólo usa para mostrar que es amigo del comercio y del progreso europeos. Además, a las casas, también hay que dotarlas de unas esteras, tapices y cortinas para quien desee pasar por persona opulenta. En los bazares me encontré a un judío que cortesmente hizo de intermediario entre Abdallah y los vendedores para demostrarme que estaba siendo expoliado por ambas partes. El judío se aprovechó de la instalación de los muebles para acomodarse como un amigo sobre uno de los divanes; y hubo que ofrecerle una pipa y hacerle servir un café. Se llamaba Yousef, y se dedicaba a la cría del gusano de seda durante tres meses al año. El resto del tiempo, me dijo, no tenía otra ocupación que la de ir a ver las hojas de las moreras para comprobar si la recolección sería buena. Por lo demás, da la impresión de actuar de forma totalmente desinteresada, y que no busca la compañía de extranjeros sino para formarse más y perfeccionar la lengua francesa. Mi casa está situada en una calle del barrio copto, que conduce a la puerta de la ciudad correspondiente a las alamedas de Choubrah. Hay un cafetín enfrente, algo más lejos una posta de arrieros, que alquila las bestias a razón de una piastra la hora, y más allá, hay una pequeña mezquita rematada por un minarete. La primera vez que escuché la voz lenta y serena del almuédano, a la puesta del sol, me sentí invadido por una indecible melancolía. –                     ¿Qué dice? –le pregunté al dragomán. –                     La Allah illa Allah…No hay más dios que dios. –                     Conozco esa fórmula, ¿y después? –                     Vosotros, los que váis a dormir, encomendad vuestras almas al que nunca duerme. Es cierto que el sueño es otra vida que hay que tener en cuenta. Desde que llegué a El Cairo, todas las historias de “Las Mil y una noches” me dan vueltas en la cabeza, y veo en sueños a los genios[3] y gigantes encadenados por Salomón. En Francia se toman muy jocosamente el tema de los demonios que alimentan el sueño, y sólo se les reconoce como el producto de la imaginación exaltada, pero ¿acaso no existen en nosotros, y no experimentamos en ese estado todas las sensaciones de la vida real[4]? El sueño es a menudo pesado y triste en una atmósfera tan calurosa como la de Egipto, y el Pachá, se dice, tiene siempre a un sirviente de pie, junto a su lecho para despertarle cada vez que sus movimientos o su rostro traicionen un sueño agitado. Pero no es suficiente encomendarse simplemente, con fervor y confianza…¡al que nunca duerme! [1] La correspondencia muestra que Nerval tuvo, durante su viaje, graves problemas económicos, debiendo limitar al máximo sus gastos. 2.- Se refiere a la diosa Isis, diosa de Saïs, a la que increpa más adelante con estas palabras: “¡Levanta tu velo sagrado, diosa de Saïs!¿es que el más devoto de tus adeptos se ha encontrado cara a cara con la muerte?”. Louis François Cassas (1576-1827), Voyage pittoresque de la Syrie, de la Phoenicie, de la Palestine et de la Basse-Égypte (1799). (GR) Nerval toma de hecho numerosos detalles en los ,CUADERNS EGYPTIENS de W. Lane. I, 6 (v. n.94).     [2] Se dice de un obispo cuyo título es puramente honorífico y no da derecho a ninguna jurisdicción. [3] Según otra fuente utilizada con frecuencia por Nerval, un –dive- es una “criatura que no es ni hombre, ni ángel, ni diablo; es un genio, un demonio, como lo entendían los griegos, y un gigante que no es de la especie de los hombres”. (D’Herbelot, BIBLIOTHÈQUE ORIENTALE, 1697). Ver también n. 26*. (G.R.) [4] Intuición fundamental que profundizará en AURELIA: “El sueño es una segunda vida” (I,1).

Esmeralda de Luis y Martínez 26 enero, 2012 26 enero, 2012 Abdallah, bakchis, cheikh, Hotel Domergue, Hotel Waghorn, judío
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