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“VIAJE A ORIENTE” 039

V. La embarcación – I. Preparativos de navegación… La embarcación que me llevaba hasta Damieta, buy cialis transportaba también todo el menaje que había amontonado en El Cairo durante los ocho meses de mi estancia en la ciudad. A saber: la esclava de tez dorada que me vendió Abd-el-Kerim, remedy el cofre verde con los efectos que le había regalado; otro baúl provisto de todo lo que yo mismo había ido coleccionando; uno más con mi ropa de francés, check último vestigio de mala suerte, como ese vestido de mendigo, que un emperador había conservado para acordarse de su primitiva condición162, además de todos los utensilios y muebles con los que tuve que acomodar mi domicilio del barrio copto, y que consistían en cántaras y botijas para refrescar el agua; pipas y narguiles; colchones de algodón y cajones de palma trenzada, que podían servir como divanes, camas o mesas, y que además tenían la ventaja de poder utilizarse como jaulas para aves de corral o palomar, durante la travesía. Antes de partir, fui a despedirme de la Sra. Bonhomme, esa rubia y encantadora mujer, viático para el viajero. “¡Vaya!, me dije, no veré durante mucho tiempo más que rostros de color; voy a luchar contra la peste que reina en el delta de Egipto, y con las tormentas del golfo de Siria, que habrá que atravesar en frágiles barcos; pero su visión será para mí la última sonrisa de la patria”. La Sra. Bonhomme pertenece a ese tipo de belleza rubia, del Midi, que Gozzi1 celebraba en Las Venecianas, y que Petrarca ha cantado en honor de las mujeres de nuestra Provenza. Parece ser que esas peculiares anomalías son fruto de la proximidad de los países alpinos “el oro encrespado” de sus cabellos, y que sus ojos negros se deben a los profundos ardores del Mediterráneo. La piel, fina y clara como el satín rosa de los flamencos, se colorea en los lugares tocados por el sol, de un ligero tinte ambarino, que nos hace pensar en los viñedos de otoño, cuando los racimos de uvas doradas se cubren a medias bajo los pámpanos bermejos. ¡Ay, imágenes amadas por Ticiano y el Giorgione!163, ¿aún tenéis que dejarme esta melancolía y ese recuerdo de las riberas del Nilo?. Y eso que yo tenía a mi lado a otra mujer de cabello negro como el ébano, de faz tan sólida que parecía tallada en mármol de portore, belleza severa y grave, como los antiguos ídolos de Asia, y cuya gracia, a un tiempo servil y salvaje, recordaba a veces, si se pueden unir ambos conceptos, a la triste alegría del animal cautivo. Madame Bonhomme, me había conducido a través de su almacén, colmado de artículos de viaje, y yo la escuchaba y la admiraba mientras iba detallando los méritos de todos aquellos encantadores artículos que, para los ingleses, representaban su necesidad en el desierto de reproducir todo el confort de la vida moderna. Me explicaba, Madame Bonhomme, con su ligero acento provenzal cómo se podían colocar al pie de una palmera o de un obelisco, apartamentos completos para los señores y sus criados, con mobiliario y cocina, todo ello transportable a lomos de camello; ofrecer cenas europeas, en las que no faltase de nada, ni los raguts, ni los aperitivos, gracias a las latas de conservas que, hay que reconocer, a veces son un gran recurso. “¡Vaya! Le dije, yo me he convertido en un auténtico beduino (nómada árabe): almuerzo estupendamente con una dourah  (torta de pan) cocida sobre una placa de barro, dátiles machacados con manteca, pasta de albaricoque, saltamontes ahumados… e incluso se un medio de obtener una gallina hervida en medio del desierto, sin tan siquiera tomarse la molestia de desplumarla. –    Desconocía tal refinamiento, repuso madame Bonhomme. –   Ésta es la receta, le contesté, que me dio un renegado muy habilidoso, que la vió practicar en el Hedjaz. Se coge una gallina…  –   ¿Se necesita una gallina? Dijo madame Bonhomme. –   Por supuesto, tanto como una liebre para un civet*. –    ¿Y luego? –    Luego se enciende una fogata entre dos piedras, se busca agua… –    ¡Bueno! Pero si ya hay un montón de cosas necesarias! –    Todas las proporciona la misma naturaleza. Incluso se puede hacer con agua del mar…valdría lo mismo y nos ahorraría la sal. –    ¿Y dónde hace usted intervenir a la gallina? –    ¡Ah!, ¡esto es lo más ingenioso!. Vertemos el agua en la fina arena del desierto…otro ingrediente regalo de la naturaleza. Esto produce una arcilla fina y limpia, extremadamente útil para la preparación. –   ¿Se comería usted una gallina hervida en la arena? –   Le reclamo un último minuto de atención. Formamos una bola espesa con esta arcilla, cuidando de meter dentro éste u otro volátil. –   Esto se está poniendo interesante. –   Ponemos la bola de tierra sobre el fuego, y la damos vueltas poco a poco. Cuando la envoltura se ha endurecido suficiente y ha tomado un buen color por todas partes, hay que retirarla del fuego: la gallina ya está cocinada. –   ¿Y eso es todo? –   Todavía no: se quiebra la bola que ha pasado al estado de barro cocido, y las plumas del ave, presas en la arcilla, se arrancan a medida que nos deshacemos de los fragmentos de esta marmita improvisada. –    ¡Pero eso es un banquete se salvajes! –    No. Se trata tan sólo de gallina asada. Madame Bonhomme percibió de inmediato que no había nada que hacer con un viajero tan consumado como yo. Volvió a colocar todas sus cocinas de hierro blanco, las tiendas de campaña, cojines y camas de caucho con el sello estampado de “improved patent” inglés. “De todos modos, le dije, me gustaría encontrar aquí algo que me fuera de utlidad”. –   Tenga, dijo Madame Bonhomme, estoy segura de que ha olvidado comprar una bandera. Usted necesita una bandera. –    ¡Pero si no me voy a la guerra! –    Usted va a descender por el Nilo…y necesita un pabellón tricolor en la popa de su barco para hacerse respetar por los fellahs”. Y me enseñaba, a lo largo de las paredes del almacén, una colección de banderas de todas las marinas. Yo ya había comenzado a tirar de una banderola de punta dorada en donde se mostraban nuestros colores, cuando Madame Bonhomme me detuvo el brazo. “Usted puede escoger; no está obligado a indicar su nacionalidad. Todos “esos señores” eligen de ordinario un pabellón inglés, de ese modo, se tiene más seguridad. –   ¡Oh!, madame, le dije, yo no soy de ese tipo de gente. –   Ya me lo figuraba, me repuso con una sonrisa”.  Me gustaría pensar que no es la gente de París la que pasea los colores ingleses por este viejo Nilo, en el que se han reflejado las enseñas de la República. Los legitimistas en peregrinaje hacia Jerusalén escogen, es cierto, el pabellón de Cerdeña. Eso, por ejemplo, no lo veo mal. 162 La Fontaine, Le Berger et le roi (Fables X. 9). (GR) 1 El conde Carlo Gozzi (Venecia, 13 de diciembre de 1720 – 4 de abril de 1806), escritor italiano, fue uno de los mayores representantes de la oposición al movimiento ilustrado de la Italia del siglo XVIII. 163 En sus MEMORIE INUTILI, el autor de teatro veneciano Carlo Gozzi (1722-1806) habla bastante de sus amores con una “giovine ch’era una biondina grassotta…” (GR) Sobre este tipo femenino tan querido por Gautier y Nerval, ver el estudio de G. Poulet, citado en la nota 23. Ver también la pg. 298. Esta nota se recoge en la n.36. * civet de liévre: encebollado de liebre.

Esmeralda de Luis y Martínez 15 febrero, 2012 15 febrero, 2012 Damieta, dourah, Gozzi, il Giorgione, la gallina asada en la arena, Petrarca, Ticiano
“VIAJE A ORIENTE” 026

III. El harem – III. Asuntos domésticos… La pobre criatura se había dormido mientras le examinaba el cabello con esa solicitud del propietario que se inquieta por lo que han podido hacer los golpes con el preciado bien que acaba de adquirir. Oí a Ibrahim gritarme desde el exterior: ¡Ya sidi! (¡eh, señor!) y después otras palabras que me hicieron comprender que alguien venía a visitarme. Salí de la habitación, y encontré en la galería al judío Yousef que quería hablarme. Se dio cuenta de que yo no quería que entrase en la habitación, y nos paseamos fumando. “Me he enterado, me dijo, que le han hecho comprar una esclava; y estoy contrariado. –          ¿Y por qué? –          Porque le habrán engañado o robado mucho. Los dragomanes siempre se entienden con el tratante de esclavos. –          Es muy posible. –          Abdallah habrá recibido al menos una bolsa por ello. –          ¿Y qué le voy a hacer? –          Aún no ha llegado usted al final. Cuando tenga que partir va a estar más que harto de esa mujer, y entonces él le ofrecerá comprarla por poca cosa. Eso es lo que habitualmente hace, y por eso no le ha animado a arreglar un matrimonio a la copta, lo que hubiera sido mucho más simple y menos costoso. –          Pero usted sabe muy bien que después de todo, siento bastantes escrúpulos en hacer uno de esos matrimonios que requieren siempre un tipo de consagración religiosa. –          ¿Y cómo no me había comentado antes esto?. ¡Le hubiera encontrado una doméstica árabe que se hubiera casado con usted tantas veces como lo hubiera deseado!”.             Lo peculiar de esta proposición hizo que me riera a carcajadas; pero cuando se está en El Cairo, se aprende deprisa a no extrañarse uno de nada. Los detalles que me proporcionó Yousef me enseñaron que conocía a gente bastante miserable como para hacer este tipo de tratos. La facilidad que tienen los orientales de tomar mujer y de divorciarse a su gusto, hacen posible estos arreglos, y sólo la queja de las mujeres podría desvelar esos manejos; pero, es evidente, que no es más que un medio de eludir la severidad del pachá con respecto a las costumbres públicas. Toda mujer que no vive sola o con su familia, debe tener un marido legalmente reconocido, aunque se divorcie a los ocho días, a menos que, como esclava, tenga un amo. Insistí al judío Yousef diciéndole que algo así me habría disgustado. “¡Pero bueno!, me dijo, ¿qué más da?…¡si sólo son árabes! –          También puede decir esto de los cristianos. –          Es una costumbre, añadió, que han introducido los ingleses; ¡tienen tanto dinero! –          Entonces, ¿eso cuesta mucho? –          Antes era muy caro; pero ahora es tal la competencia, que está al alcance de todos”. Así que en eso consisten las reformas morales a las se ha llegado aquí. Se deprava a toda una población para evitar un mal mucho menor. Hace diez años, en El Cairo se podían ver bayaderas públicas, al igual que en la India, y cortesanas como en la antigüedad. Los ulemas se quejaron sin éxito durante mucho tiempo, porque el gobierno recogía un impuesto considerable de los servicios que prestaban estas mujeres, que estaban organizadas en una corporación, cuya mayoría residía fuera de la ciudad, en Mataré. Al final, la gente piadosa de El Cairo ofreció pagar el impuesto en cuestión, y fue entonces cuando se desterró a todas esas mujeres a Esna*, en el Alto Egipto. Hoy en día, esta ciudad de la antigua Tebaida es para los extranjeros que remontan el Nilo, una especie de Capua.  Hay Laïas y Aspasias que llevan una gozosa existencia, y que se han enriquecido particularmente a expensas de Inglaterra. Tienen palacios, esclavos y se podrían hacer construir pirámides como la famosa Rodope**, si en estos momentos estuviera de moda el sepultar el cuerpo en una montaña de piedra para probar su gloria; aunque ahora prefieren los diamantes. Yo me daba cuenta de que el judío Yousef no cultivaba mi amistad sin un motivo, y esta incertidumbre me había impedido advertirle sobre mis visitas a los bazares de los esclavos. El extranjero siempre se encuentra en Oriente en la posición del enamorado naïf o en la del hijo de familia bien de las comedias de Molière. Hay que nadar entre el Mascarille y el Sbrigani.*** Para evitar cualquier malentendido, me lamenté de que el precio de la esclava casi había vaciado mis bolsillos. “¡Qué mala suerte!, repuso el judío, me habría gustado que hubieseis participado a medias en un negocio magnífico que, en unos días le habría reportado diez veces su dinero. Nosotros somos varios amigos que compramos toda la cosecha de hojas de morera de los alrededores de El Cairo, y después la vendemos al por menor a los criadores de gusanos al precio que queremos. Pero se necesita un poco de dinero en efectivo; lo que resulta más difícil de conseguir en este país: la tasa legal es del 24%. Por tanto, con razonables especulaciones, el dinero se multiplica. En fin, no se hable más. Le voy a dar únicamente un consejo: usted no sabe árabe. No utilice al dragomán para hablar con su esclava. Él le irá metiendo en la cabeza una serie de malas ideas sin que usted se percate, y cualquier día ella huirá. Eso está más que comprobado”. Estas palabras me dieron en qué pensar. Si velar por una mujer ya es difícil para el marido, ¡qué no será para el amo!. Es la postura de Arnolphe**** o la de George Dandin*****. ¿Qué hacer? El eunuco y la dueña no son nada seguros para un extranjero. Conceder de inmediato la misma libertad que disfrutan las mujeres francesas a una esclava, sería absurdo en un país en el que las mujeres, es bien sabido, no tienen principios contra la más vulgar de las seducciones. ¿Cómo salir solo de casa? ¿y cómo salir con ella en un país en donde la mujer jamás se ha mostrado del brazo de un hombre? ¿Cómo se entiende que yo no hubiera previsto todo esto?. Le pedí al judío que dijera a Mustafá que preparara la cena, ya que yo no podía evidentemente llevar a la esclava al comedor del hotel Domergue. El dragomán se había marchado para esperar la llegada de la diligencia de Suez, ya que no le empleaba el tiempo suficiente como para que no buscara pasear de vez en cuando a algún inglés por la ciudad. Cuando regresó le dije que sólo quería emplearle algunos días, y que no iba a quedarme con todo aquel personal que me rodeaba, y que teniendo una esclava, aprendería muy pronto algunas palabras con ella, con lo que sería suficiente. Como se había considerado más indispensable que nunca, esta declaración le extrañó un poco; pero finalmente se tomó bien la cosa, y me dijo que le podría encontrar en el hotel Waghorn cada vez que le necesitara. Sin duda esperaba servirme de intérprete con la esclava para que yo pudiera conocerla; pero los celos es algo que se entiende muy bien en Oriente, la reserva es tan natural en todo lo relativo a las mujeres, que ni siquiera hizo comentario alguno. Entré en la habitación, en la que había dejado a la esclava dormida. Se había despertado y estaba sentada en el alfeizar de la ventana, mirando a derecha e izquierda de la calle a través de las celosías laterales de la moucharabeyah. Había dos casas un poco más allá, dos jóvenes con atuendo turco de la reforma, sin duda oficiales de algún personaje, fumaban con indolencia delante de la puerta. Comprendí que por ahí había algún peligro. Buscaba en vano alguna palabra para hacerla comprender que no estaba bien mirar a los militares de la calle, pero no veía cómo con ese universal tayeb (muy bien) interjección optimista bien digna de caracterizar el espíritu del pueblo más dulce de la tierra, a todas luces insuficiente en esta situación. ¡Ay, mujeres! Con vosotras todo cambia. Yo era feliz, estaba contento con todo. Decía tayeb para cualquier cosa, y Egipto me sonreía. Ahora tengo que buscar palabras, que puede que no existan en la lengua de estos pueblos tan acogedores. Es cierto que había sorprendido a alguna gente del país diciendo una palabra acompañada de un gesto negativo: ¡Lah!, levantando la mano de manera indolente a la altura de la frente. Si algo no les agrada, lo cual es raro, te dicen ¡Lah!. Pero cómo decir con un tono rudo, y al tiempo con una mano lánguida ¡Lah!. De todos modos, y a falta de algo mejor, es lo que hice. Después llevé a la esclava hasta el diván, y le hice un gesto indicándole que era preferible que se mantuviera allí en lugar de en la ventana. Aparte de esto, le di a entender que no tardaríamos en cenar. Ahora la cuestión era saber si yo la dejaría desvelarse delante del cocinero, lo que me parecía contrario a las costumbres. Nadie, por el momento, había pretendido verla. El mismo dragomán no había subido conmigo cuando Abd-el-Kérim me mostró a sus mujeres. Quedaba claro que si actuaba de modo diferente al de las gentes del país, sería despreciado. Cuando la cena estuvo preparada, Mustaphá gritó desde abajo: ¡Sidi! Salí de la habitación, y me enseñó una olla de barro con arroz con pollo. ¡Bono. Bono!, le dije, y regresé para que la esclava volviera a colocarse el velo, lo que hizo de inmediato. Mustaphá colocó la mesa, puso encima un mantel de tela verde, después, una vez dispuesta sobre un plato su pirámide de arroz, trajo varias verduras en platitos, y sobre todo, encurtidos en vinagre, así como trozos de gruesas cebollas nadando en una salsa de mostaza. La verdad es que este refrigerio no tenía mal aspecto. Mustafá se retiró enseguida discretamente. * Flaubert que, en su Voyage en Orient habla mucho de sus relaciones amorosas, se detuvo evidentemente en Esna, lugar importante dentro de su peregrinación a Egipto. ** Si Laïs y Rodope eran famosas cortesanas de la antigüedad, Aspasia era conocida en Atenas por su belleza, su espíritu y su cultura. *** Personajes de la comedia de Molière. **** Arnolphe, también llamado “M. de La Souche” es un personaje de la comedia “L’École des femmes” de Molière. Arnolphe es un hombre de edad madura que desearía gozar de la felicidad conyugal; pero que siempre anda atormentado por el miedo de ser engañado por una mujer (http://fr.wikipedia.org/wiki/L’%C3%89cole_des_femmes) ***** George Dandin o le Mari confondu es una comedia-ballet en tres actos de Molière, creada en Versailles el 18 de julio de 1668, después representada ante el público en el Teatro del  Palais-Royal el 9 de noviembre del mismo años. Fue vista por vez primera por el rey Luis XIV en Versalles (http://fr.wikipedia.org/wiki/George_Dandin_ou_le_Mari_confondu)

Esmeralda de Luis y Martínez 11 febrero, 2012 11 febrero, 2012 Esna; Laïas y Aspasias, Mascarille, Mataré, Rodope, Sbrigani
“VIAJE A ORIENTE” 048

VI. La Santa Bárbara – IV. “Andare sul mare”[1]… Y por fin comenzamos la navegación: veíamos empequeñecer, tadalafil descender y desaparecer bajo el azul nivel del mar esa franja de arena que encuadra tan tristemente los esplendores del viejo Egipto: el resplandor polvoriento del desierto era lo único que quedaba en el horizonte; las aves del Nilo nos acompañaron durante algún tiempo, search después, pilule una tras otra, nos fueron abandonando, como para ir a reunirse con el sol que descendía hacia Alejandría. Sin embargo, un astro brillante gravitaba poco a poco por el arco del cielo y lanzaba sobre las aguas reflejos de incendio. Era el lucero vespertino, Astarté, la antigua diosa de Siria, que brillaba con un resplandor incomparable sobre estas aguas sagradas que siempre la reconocen. ¡Muéstrate propicia, oh, divinidad!, que aun no poseyendo la pálida tez de la luna, destellas en la lejanía y arrojas tu dorado resplandor sobre el mundo como un sol nocturno!.  Después de todo, una vez pasada la primera impresión, el aspecto interior de la Santa-Bárbara no dejaba de ser pintoresco. Desde el primer día nos aclimatamos perfectamente, y las horas se deslizaban, tanto para nosotros, como para la tripulación, en la más perfecta indiferencia sobre el futuro. Me parecía que la nave surcaba las aguas como las de los antiguos navegantes, durante el día con el curso del sol, y llegada la noche, siguiendo el de las estrellas. El capitán me mostró una brújula, pero estaba totalmente desequilibrada. Este buen hombre poseía una expresión a la vez dulce y resuelta, impregnada de una peculiar inocencia que me hacía confiar más en él mismo que en su navío. No obstante me confesó que había sido un poco pirata, pero solamente durante la época de la independencia helénica. Me lo dijo tras invitarme a compartir su cena, compuesta por una fuente con una pirámide de arroz, en la que cada cual se servía con una pequeña cuchara de madera. Lo que ya era un progreso en relación a la manera de comer de los árabes, que sólo utilizan los dedos. Una botella de barro llena de vino de Chipre, de ese que llaman vino de Commanderie[2], corrió tras la cena; durante la que el capitán, ahora más locuaz, tuvo a bien, siempre con la ayuda del joven armenio, ponerme al día de sus negocios. Después de preguntarme si sabía latín, sacó de un estuche un aparatoso pergamino que contenía los títulos más evidentes de la moralidad de la bombarda. Quería saber en qué términos había sido extendido ese documento. Me puse a leerlo y me enteré de que “Los padres-secretarios de Tierra Santa apelaban a la bendición de la Virgen y de los santos sobre el navío, y certificaban que el capitán Alexis, griego católico, natural de Taraboulous (La Trípoli de Siria) había cumplido siempre con sus deberes religiosos”. “Han puesto Alexis, me comentó el capitán, pero es Nicolás lo que tenían que haber puesto; se han equivocado al escribirlo”. Le di mi conformidad, pensando para mis adentros que si no tenía una patente oficial, más le valdría evitar los puertos europeos. Los turcos se contentan con poco: el sello rojo y la cruz de Jerusalén estampados sobre esa profesión de fe debía ser suficiente, siempre que mediara un bakchis para satisfacer las necesidades de la legalidad musulmana. Nada más alegre que una sobremesa en el mar acompañada por el buen tiempo: la brisa es suave, el sol gira en torno a la vela, cuya sombra fugitiva nos obliga a cambiar de sitio de vez en cuando; finalmente esa sombra desaparece, proyectando sobre la mar su frescura inútil. Una sombra, que habríamos podido seguir disfrutando, de haber extendido una simple tela para proteger este espacio, pero a nadie parecía importarle: el sol doraba nuestras frentes como frutos maduros. Aquí era donde triunfaba la belleza de la esclava javanesa. En ningún momento se me había ocurrido que se velara, por ese sentimiento absolutamente natural de cualquier francés que tuviera una mujer, de no tener derecho a ocultarla. El armenio se había sentado cerca de ella junto a los sacos de arroz, mientras yo observaba al capitán jugar al ajedrez con el piloto, y le dijo varias veces con un falsete infantil: Ke ya, siti!”, que creo que significaba algo así como: “Y bien, señora!”. Ella se quedó algún tiempo sin responder, con esa fiereza que respiraba su compostura habitual; después, acabó por volverse hacia el joven, y comenzó la conversación. En ese momento, comprendí lo que había perdido al no poder hablar árabe con fluidez. Su frente resplandeció, sus labios sonrieron, y pronto se abandonó a ese chismorreo inefable que en todos los países es, a lo que parece, una necesidad para la más bella parte de la humanidad. Yo estaba feliz, además, por haberle procurado ese placer. El armenio parecía muy respetuoso y, de vez en cuando se volvía hacia mí; sin duda le estaba contando cómo yo la había encontrado y acogido. No hay que aplicar nuestras ideas a lo que pasa en Oriente, y creer que entre hombre y mujer una conversación se convierte de inmediato en algo criminal. Hay en su carácter mucha más simplicidad que en el nuestro; estaba persuadido de que se trataba únicamente de un charloteo despojado de sentido. La expresión de sus caras y la comprensión de algunas palabras aquí y allá, me indicaban suficientemente la inocencia de ese diálogo; además me había quedado absorbido por la observación del juego de ajedrez (¡y qué jugadas!) del capitán y su piloto. Yo me comparaba mentalmente con esos esposos amables que, en una reunión, sentados ante los tableros de juego, dejaban cotorrear o danzar sin inquietud a las mujeres y a los jóvenes. Y por lo demás, ¿qué era ese armenio, un pobre diablo recogido entre los juncales de la ribera del Nilo, comparado con un francés que venía de El Cairo y que había llevado la existencia de un mirliva (general), según estimaban los truchimanes y todo el barrio?. Si, por una monja, un jardinero es un hombre, como se decía en Francia el siglo pasado, no hay que pensar que el primero que llegue, signifique algo para una cadine musulmana. Hay en las mujeres educadas de una manera natural, como en las aves magníficas, un cierto orgullo que las defiende sobre todo de la vulgar seducción. Por otra parte, me parecía que abandonándola a su propia dignidad, me aseguraba la confianza y entrega de esta pobre esclava, que en el fondo, tal y como he dicho, yo consideraba libre desde el momento en que había dejado la tierra de Egipto y había pisado un barco cristiano. ¡Cristiano! ¿es el término exacto? Toda la tripulación de la Santa-Bárbara estaba formada por marineros turcos; el capitán y su segundo representaban a la iglesia romana, el armenio a una herejía cualquiera, y yo mismo… pero quién sabe lo que pueda representar en Oriente un parisino nutrido con ideas filosóficas, un hijo de Voltaire, un impío, para estas buenas gentes[3]? Cada mañana, en el momento en que el sol se dejaba ver en el horizonte del mar, y cada tarde, en el instante en que su disco, invadido por la línea sombría de las aguas, se eclipsaba en un minuto, dejando en el horizonte ese tinte rosado que se funde deliciosamente en el azul, los marineros se reunían en una única fila, mirando hacia la lejana Meca, y uno de ellos comenzaba a entonar la llamada a la oración, como habría podido hacer un honorable almuédano desde lo alto de los minaretes. No podía impedir a la esclava que se uniera a esta efusión religiosa tan emocionante y solemne; desde el primer día, nos vimos de este modo divididos en confesiones diversas. El capitán, por su parte, rezaba sus oraciones de vez en cuando a una imagen colgada en el mástil, que bien podría ser la patrona del navío, Santa Bárbara; el armenio, al levantarse, después de lavarse la cabeza y los pies con su jabón, mascullaba letanías en voz baja; yo era el único, incapaz de engañar a nadie, que no ejecutaba ninguna genuflexión, y me daba cierta vergüenza aparecer tan poco religioso ante aquellos hombres. Hay, entre los orientales, una tolerancia mutua por las religiones diversas, cada uno colocándose simplemente en un rango superior en la jerarquía espiritual, pero admitiendo que los otros pueden bien, en última instancia, ser dignos de servirles de escabel; el que es simplemente un filósofo perturba esta combinación: ¿dónde clasificarlo? El Corán mismo, que maldice a los idólatras y a los adoradores del fuego y las estrellas, no ha previsto el escepticismo de nuestro tiempo. [1] Recuerda a Hoffmann en “Ah senza amare, andare sul mare…” en su obra Doge et Dogaresse. [2] Así aparece en el texto original. En la nota de Jeanneret, se dice que de ese modo se llamaba al vino de Chipre. [3] Nerval se lamenta con frecuencia de la incertidumbre de su educación religiosa: ver Sylvie, cap. I y Aurelia II, I y 4.

Esmeralda de Luis y Martínez 19 febrero, 2012 19 febrero, 2012 Astarté, confesiones de la bombarda, las profesiones de fe., un certificado de moralidad
“VIAJE A ORIENTE” 011

II. Las esclavas – I. Un amanecer…  ¡Qué extraña cosa es nuestra vida! Cada mañana, click en ese duerme vela en donde poco a poco triunfa la razón sobre las enloquecidas imágenes del sueño, sale tengo la sensación de que lo más lógico y natural, conforme a mi origen parisino, sería despertarme a la claridad de un cielo gris, con el ruido de las ruedas de los carruajes golpeando el pavimento, en alguna habitación de aspecto triste, sembrada de muebles angulosos en donde la imaginación se aplastara contra los cristales como un insecto aprisionado. Y de pronto, con una viva extrañeza, me encuentro a mil leguas de mi patria y abriendo mis sentidos poco a poco a las vagas impresiones de un mundo que es la perfecta antítesis del nuestro. La voz del turco que canta en el vecino minarete, la esquila y el pesado trote del camello que pasa, y a veces, un raro quejido, los rumores e indistintos sonidos que dan vida al aire, a la madera y a la muralla; el alba temprana que dibuja en el techo las mil filigranas recortadas de las ventanas; una brisa matutina cargada de intensos perfumes que levanta la cortina de la puerta y me permite percibir, por encima de los muros del patio, las testas flotantes de las palmeras. Todo esto me sorprende, me complace o… me entristece, según los días, pues tampoco voy a defender que un eterno verano sea siempre fuente de una vida feliz. El negro sol de la melancolía que derrama oscuros rayos sobre la frente del ángel soñador de Alberto Durero[1], también se levanta a veces, tanto en las luminosas tierras del Nilo, como a orillas del Rin, en un frío paisaje de Alemania. Incluso diría que, a falta de niebla, el polvo es un triste velo en la claridad de un día en Oriente. A veces, en la casa en donde vivo, en el barrio copto, subo hasta la terraza para ver cómo los primeros rayos del sol abrazan a lo lejos la llanura de Heliópolis y las laderas del Mokatam, por donde se extiende la ciudad de los muertos, entre El Cairo y el Matarée. Es un hermoso espectáculo cuando la aurora va coloreando poco a poco las cúpulas y los menudos arcos de las tumbas consagradas a las tres dinastías de califas sudaneses y sultanes, que desde al año 1000 han gobernado Egipto. Sólo uno de los obeliscos del antiguo templo del sol ha permanecido en pie en esta llanura, como un centinela olvidado, erecto, se yergue en medio de un tupido bosquecillo de palmeras y sicomoros, y siempre recibe la primera mirada del dios que antaño fuera adorado a sus pies. La aurora en Egipto no tiene esos bellos tintes bermejos que se pueden admirar en las Cícladas o en las costas de Candía. El sol estalla de pronto al borde del cielo, precedido tan solo de un vago resplandor blancuzco. A veces, parece esforzarse en levantar los largos pliegues de un sudario grisáceo, y se nos presenta pálido y despojado de sus rayos, como el Osiris subterráneo. Su huella descolorida entristece aún más el árido cielo, que se asemeja entonces, hasta el punto de confundirse, al cielo encapotado de nuestra Europa, pero que lejos de atraer la lluvia, absorbe toda la humedad. Esta espesa polvareda que carga el horizonte jamás se despeja con frescas nubes como nuestras brumas: a penas sale el sol, en el cenit de su fuerza, consigue perforar la atmósfera cenicienta bajo la forma de un disco rojo, cuando se podría pensar que había salido de las forjas líbicas del dios Ptah. En ese punto se comprende la profunda melancolía del viejo Egipto, esa preocupación frecuente por el sufrimiento y los sepulcros, que nos transmiten los monumentos. Es Tifón triunfando por un tiempo sobre las divinidades bienhechoras; irritando los ojos, resecando los pulmones, y lanzando nubarrones de insectos sobre campos y huertos.[2] Las he visto pasar como mensajeras del hambre y de la muerte; la atmósfera preñada de ellas y mirando por encima de la cabeza, a falta de referencias conocidas, las tomé en un principio por bandadas de pájaros. Abdallah, que había subido a la terraza al mismo tiempo, hizo un círculo en el aire con la larga vara de su chibukí[3], y derribó dos o tres al suelo. Sacudió la cabeza mirando aquellas enormes langostas verdes y rosadas, y me dijo: –          ¿No las ha comido nunca? No pude evitar hacer un gesto de rechazo hacia semejante alimento, a pesar de que, despojadas de las alas y las patas, deben parecerse sobremanera a las gambas del océano.  –          “Es una buena provisión en el desierto, me dijo Abdallah; se las ahuma, se las sala, y más o menos, el gusto se aproxima al del arenque ahumado, que con pasta de sorgo, forman un excelente alimento. –                     A propósito, repuse, ¿no sería posible que me cocinaran aquí algo egipcio?. Me resulta aburrido acercarme a comer dos veces al día al hotel. –                     Tiene usted razón, dijo Abdallah, habrá que contratar los servicios de un cocinero. –                     ¡Pero bueno!, ¿es que el barbarín no sabe hacer nada?. –                     ¡Uy, nada!. Él está aquí para abrir la puerta y mantener la casa limpia, y eso es todo. –                     Y usted mismo, ¿no sería capaz de poner al fogón un pedazo de carne?, en fin, ¿de preparar alguna cosa? –                     ¿Está usted hablando de mí?. Exclamó Abdallah con un tono profundamente herido. No señor, yo no se nada parecido. –                     ¡Qué lástima!, repuse, para seguir con la broma, esta mañana habríamos podido, entre otras cosas, haber desayunado unas langostas; pero, hablando seriamente, me gustaría comer aquí. En la ciudad hay carniceros, fruteros y pescaderos…No creo que pretenda nada extraordinario. –                     Nada más simple, en efecto: coja un cocinero. Únicamente que, un cocinero europeo le costará un tálero diario. Con la dificultad que incluso tienen los mismísimos beys, pachás y hoteleros, de procurarse uno. –                     A mí me gustaría uno del país, y que me preparase lo que come todo el mundo. –                     Está bien, podremos encontrar uno donde el señor Jean. Es un compatriota suyo, propietario de un cabaret en el barrio copto, y en cuya casa se da cita la gente desempleada. [1] El símbolo del sol negro viene a la vez del grabado MELANCOLÍA de Durero, del SONGE (o Discours du Christ Mort) de Jean Paul y, más directamente sin duda, de la iconografía alquímica. Se le vuelve a encontrar en AURELIA (II.4), EL DESDICHADO (v. 4) y, bajo una forma diferente, en LE CHRIST AUX OLIVIERS (II, 9-10 y III, 6) Acerca de la fortuna literaria de este símbolo, ver el artículo de H. Tuzet, en REVUE DES SCIENCES HUMAINES, oct.-dic. 1957 – En cuanto al grabado de Durero, emblema del temperamento melancólico y saturniano, fascinaba a Nerval, que lo evoca igualmente en AURELAI I,2. [2] Egipto como país de la melancolía y de la muerte: Nerval insiste en ello y evoca al “Osiris subterráneo”, en la parte oculta de la germinación, y a Tifón, dios cruel y estéril, polo negativo de la religión egipcia, opuesto a los poderes salvadores de Isis. Ver también pg. 95 t-II. [3] Pipa de tabaco larga y fina.

Esmeralda de Luis y Martínez 6 febrero, 2012 6 febrero, 2012 el amanecer en el Mataré, Heliópolis, Las esclavas, las langostas, Ptah
“VIAJE A ORIENTE” 034

III. El harem – XI. Los “’ifrít[1]”… En más de una ocasión había pensado estudiar, cialis a través de una mujer oriental, mind el probable carácter de muchas otras, pero temía darle demasiada importancia a las minucias. Y sin embargo, cuál no sería mi sorpresa, cuando al entrar una mañana a la habitación de la esclava, me encontré con una guirnalda de cebollas dispuesta con simetría encima del lugar en el que dormía. Como creí que esto era un simple capricho infantil, descolgué estos ornamentos poco apropiados para engalanar la habitación, y los arrojé con negligencia al patio; pero de pronto, la esclava se levantó furiosa y desolada, se fue a recoger las cebollas llorando y las volvió a colocar en su lugar con grandes signos de adoración. Tuve que esperar a que viniera Mansur para que nos explicara. Mientras tanto yo recibí una sarta de imprecaciones de las que la más clara era ¡”faraón”!. No sabía muy bien si debía enfadarme o quejarme. Por fin llegó Mansur, y me hizo saber que había roto un sortilegio, que yo sería la causa de las desgracias más terribles que caerían sobre ella y sobre mí. Después de todo, le dije a Mansur, estamos en un país donde las cebollas han sido dioses, si yo les he ofendido, nada mejor que reconocerlo. Además, ¡debe haber algún medio de apaciguar el resentimiento de una cebolla de Egipto!. Pero la esclava no quería escuchar nada, y repetía volviéndose hacia mí “¡faraón!”. Mansur me ilustró diciéndome que ese insulto era lo mismo que decir “impío y tirano”. Me afectó este reproche, pero sobre todo saber que el nombre de los antiguos reyes de este país se había convertido en algo injurioso. De todos modos no había por qué enfadarse, me explicaron que esta ceremonia de las cebollas era común en las casas de El Cairo un determinado día del año, y que servía para conjurar las enfermedades epidémicas. Los temores de la pobre muchacha se verificaron, es posible que por su imaginación traumatizada. Cayó enferma de bastante gravedad, y nada de lo que yo pudiera hacer a ella le convenía, ni quiso seguir ninguna prescripción médica. Durante mi ausencia, hizo llamar a dos mujeres de las casa vecinas, llamándolas desde la terraza, y me las encontré instaladas junto a ella recitando plegarias, y haciendo, como me dijo Mansur, conjuros contra los genios o malos espíritus. Al parecer, la profanación de las cebollas había revolucionado a estos últimos y había dos especialmente hostiles a cada uno de nosotros: uno, que se llamaba El Verde, y el otro, El Dorado. Viendo que la enfermedad era sobre todo imaginaria, dejé hacer a las dos mujeres, que finalmente trajeron a otra muy vieja. Se trataba de una Santona de renombre. Trajo un brasero que colocó en medio de la habitación, y en el que hizo quemar una piedra que me pareció que era de “alun[2]”. Este hechizo tenía como objeto el de contrariar mucho a los genios que las mujeres veían claramente en las volutas de humo, y a los que pedían gracia. Pero había que extirpar el mal de raíz. Hicieron levantarse a la esclava que se arrojó sobre las fumarolas, lo que le provocó un fuerte ataque de tos; mientras tanto, la vieja le iba dando golpecitos en la espalda, y todas ellas cantaban a voz en cuello rezos e imprecaciones árabes. A Mansour, como cristiano copto, le chocaban todas esas prácticas; pero, si la enfermedad provenía de una causa mental, ¿qué de mal hay en dejarla tratar mediante un método análogo?. La realidad fue que al día siguiente hubo una mejora evidente seguida de su total curación. La esclava no quiso separarse de las dos vecinas que había llamado, y siguió haciéndose servir por ellas. Una se llamaba Cartoum, y la otra, Zabetta. Yo no veía la necesidad de que hubiera tanta gente en la casa, y me abstuve de ofrecerles ninguna recompensa; pero la esclava les hacía regalos de sus propios efectos personales; y como eran los que Abd-el-Kerim le había dejado, no había nada que objetar, hasta que hubo que reemplazarlos por otros y llegar hasta la adquisición de la tan deseada habbarah y del chaleco. La vida oriental nos juega estos avatares. En principio todo parece sencillo, poco costoso, fácil; pero pronto, todo se complica con necesidades, usos, fantasías, y uno se ve arrastrado a una existencia “pachalesca” que, junto con el desorden y la nula fiabilidad de las cuentas, vacía los bolsillos mejor guarnecidos. Yo había querido iniciarme durante algún tiempo en la vida íntima de Egipto, pero poco a poco veía desaparecer los recursos futuros de mi viaje. “Mi pequeña, dije a la esclava, haciéndole explicar la situación, si quieres quedarte en El Cairo, eres libre”. Yo esperaba una explosión de reconocimiento. ¡Libre!, dijo ¿y qué quiere usted que haga? ¡Libre! ¿Pero adónde podría ir? ¡Revéndame de nuevo a Abd-el-Kerim! –  Pero querida, un europeo no vende a una mujer. Recibir dinero por ello sería una deshonra. –  ¡Pues bien! Dijo llorando, ¿es que yo puedo ganarme la vida? ¿acaso se hacer algo? –  ¿No puedes colocarte al servicio de una dama de tu religión? –  ¿Yo sirvienta?. Jamás. Vuelva a venderme. Seré comprada por un musulmán, por un cheikh, puede que incluso por un pachá. ¡Puedo llegar a ser una gran dama! Si quiere dejarme… lléveme al bazar”. ¡Curioso país es éste, en el que los esclavos no quieren la libertad!. Por otra parte, me daba cuenta de que ella tenía razón, y yo ya sabía bastante sobre el verdadero estado de la sociedad musulmana para que no me cupiera duda alguna de que su condición de esclava era muy superior a la de las pobres egipcias empleadas en los trabajos más rudos y desgraciadas con sus miserables maridos. Darle la libertad, era condenarla a la condición más triste, puede ser que al oprobio, y yo me consideraría moralmente responsable de su destino. – Ya que no quieres quedarte en El Cairo, le dije al fin, tendrás que seguirme a otros países. –   Ana enté sava sava (Tu y yo iremos juntos) me dijo. Su decisión me hizo feliz y me fui al puerto del Boulac para alquilar una barca que debía llevarnos por el brazo del Nilo que conducía de El Cairo a Damieta. [1] El ifrit o efrit (en lengua árabe, ?????) es un ser de la mitología popular árabe. Generalmente se considera que es un tipo de genio dotado de gran poder y capaz de realizar tanto acciones benignas como malignas, con lo que presentan un carácter dual que no comparten los otros genios (http://es.wikipedia.org/wiki/Ifrit) [2] También se conoce como alumbre y es un tipo de sulfato doble compuesto por el sulfato de un metal trivalente y otro de un metal monovalente. Generalmente se refiere al alumbre potásico. Se usa ampliamente en química para la fabricación del papel y como base de desodorantes axilares. En la Edad Media la piedra de alumbre adquirió un gran valor debido a su utilización para la fijación de tintes en la ropa, entre otros usos.

Esmeralda de Luis y Martínez 13 febrero, 2012 13 febrero, 2012 'ifrit, alun, Cartoum, conjuros, El Verde y El Dorado, genios, Zabetta
“VIAJE A ORIENTE” 058

VII. La montaña – IV. El palacio del pachá… El señor Battista, treatment en el colmo de su generosidad me prometió buscarme un caballo para el día siguiente por la mañana. Tranquilo por ese lado, ya no tenía otra cosa que hacer que pasearme por la ciudad, y comencé por atravesar la plaza para ir a ver lo que pasaba en el palacio del pachá. Había una gran multitud en medio de la cual los cheijs maronitas avanzaban de dos en dos como en una procesión de suplicantes, cuya cabecera había penetrado ya en el patio del palacio. Sus amplios y variopintos turbantes rojos, sus rosarios y caftanes brocados en oro y plata, sus brillantes armas; todo ese lujo exterior que en otros países de Oriente sólo lo muestra la raza turca, daba a ese desfile un aspecto más imponente que el resto. Conseguí introducirme en el palacio detrás de ellos, en donde la música continuaba reinterpretando La Marsellesa reforzada por los pífanos, triángulos y címbalos. El patio estaba formado por el mismo recinto del viejo palacio de Fakardin. Aún se pueden distinguir las trazas del Renacimiento, al que aquel príncipe druso se aficionó tras su viaje por Europa. No es de extrañar que por todo el país se escuche citar el nombre de Fakardin, que en árabe se pronuncia Fakr-el-Din: es el héroe del Líbano; y el primer soberano de Asia que se dignó visitar nuestros climas del Norte. Fue acogido en la corte de los Médicis como la revelación de algo inaudito por aquel entonces, es decir, que en el país de los Sarracenos existía un pueblo devoto de Europa, bien fuera por su religión, o bien por su simpatía. Fakardin, en Florencia pasó por ser un filósofo, heredero de las ciencias griegas del Bajo Imperio, conservadas a través de las traducciones árabes, que tantos preciosos libros han salvado y nos han transmitido sus hechos; en Francia, se quiso ver en él a un descendiente de los viejos cruzados refugiados en el Líbano en la época de San Luis; incluso se buscó en el nombre del pueblo druso una relación de aliteración que llevaba hasta hacerlo descender de un cierto conde de Dreux. Fakardin aceptó todas esas suposiciones con el “dejar hacer” prudente y astuto de los levantinos; necesitaba a Europa para luchar contra el sultán. En Florencia pasó por ser cristiano; quizá se convirtiera, como hemos visto hacer en nuestros tiempos al emir Béchir, cuya familia sucedió a la de Fakardin en la soberanía del Líbano; pero no dejaba de ser un druso, es decir, el representante de una religión peculiar que, formada de los restos de todas las anteriores creencias, permitía a sus fieles aceptar momentáneamente todas las formas posibles de culto, como hacían también los iniciados egipcios. En el fondo, la religión drusa no es más que una especie de francmasonería, por darle un nombre conforme a los tiempos modernos. Fakardin representó durante un tiempo el ideal que nosostros nos formamos acerca de Hiram[1], el antiguo rey del Líbano, amigo de Salomón, héroe de las sociedades místicas. Maestro de la antigua Fenicia y Palestina, intentó constituir con toda Siria un reino independiente; el apoyo que esperaba de los reyes de Europa fue lo que le faltó para hacer realidad su deseo. Ahora, su recuerdo ha quedado en Líbano como un ideal de gloria y de poder; los restos de sus edificios, arruinados por las guerras más que por el tiempo, rivalizan con los de las antigüedades romanas. El arte italiano, que llevó para decorar sus palacios y mansiones, sembró aquí y allá ornamentos, estatuas y columnatas, que los musulmanes, cuando entraron victoriosos, se dedicaron a destruir, extrañados de haber visto renacer de pronto aquel arte pagano cuyas conquistas habían conseguido eliminar desde hacía mucho tiempo. Así que fue en el mismo lugar en el que hacía pocos años habían existido esas maravillas, en las que el soplo del Renacimiento había lejanamente aunado algunos gérmenes de la antigüedad griega y romana, en donde se elevaba ahora el kiosco de madera que había hecho construir el pachá. El cortejo de los maronitas se había colocado bajo las ventanas esperando el beneplácito del gobernador que, por otra parte, no tardó en producirse y ser recibidos. Cuando se abrió la puerta del vestíbulo, percibí, entre los secretarios y oficiales que ocupaban la sala, al armenio que había sido mi compañero de travesía sobre el Santa-Bárbara. Iba vestido con ropajes nuevos; llevaba a la cintura una escribanía de plata, y en la mano algunos pergaminos e impresos. No hay porqué extrañarse que en el país de los cuentos árabes, uno se encuentre con un pobre diablo, al que había perdido de vista, en una excelente posición en la corte. Mi armenio me reconoció inmediatamente, y pareció encantado de verme. Llevaba el vestuario de la reforma[2] en calidad de empleado turco, y se expresaba ya con una cierta dignidad. –  “Me complace, le dije, verle en tan buena situación; tengo la impresión de que es usted un hombre bien relacionado, y lamento no tener nada que solicitarle. –  ¡Dios mío! me dijo, yo no gozo aún de tanto crédito, pero estoy enteramente a su servicio”. Estuvimos charlando de esa guisa detrás de una columna del vestíbulo mientras el cortejo de cheijs pasaba al salón de audiencias del pachá. –  “¿Y qué hace usted aquí? Le pregunté al armenio. –  Me han empleado como traductor. El pachá, ayer me pidió una versión turca del documento que llevo aquí.” Eché una ojeada al documento, impreso en París; que era un informe de M. Crémieux acerca del asunto de los judíos de Damasco. Europa ha olvidado este triste episodio, relacionado con la muerte del padre Thomas, de la que se había acusado a los judíos[3]. El pachá sentía la necesidad de aclarar este asunto, ya cerrado hacía cinco años, posiblemente por un acto de conciencia. El armenio estaba encargado de traducir, entre otras cosas, L’Esprit des lois de Montesquieu y un manual de la guardia nacional parisina. Él encontraba esta última obra muy difícil, y me rogó que le ayudara con ciertas expresiones que no comprendía. La idea del pachá era crear una guardia nacional en Beirut, como las que existían en El Cairo y en otras ciudades de Oriente. En cuanto a L’Esprit des lois, creo que habían escogido esta obra por el título, pensando tal vez que contenía reglamentos de policía aplicables a todos los países. El armenio había traducido ya una parte, y encontraba la obra agradable y de un estilo sencillo, que sin duda perdería más bien poco al traducirla. Le pregunté si podía dejarme ver la recepción  que daba el pachá a los maronitas; pero no se admitía el paso a nadie sin mostrar el salvoconducto que se le había dado a cada uno, únicamente al efecto de presentarse al pachá, ya que es bien sabido que los cheijs maronitas o drusos no tienen derecho de penetrar en Beirut. Sus vasallos sí que acceden sin dificultad, pero para ellos mismos existen severas penas si, por casualidad, les encuentran en el interior de la ciudad. Los turcos temen su influencia sobre la población y a las riñas que podrían darse en las calles si se encontraran esos jefes, siempre armados, acompañados de un numeroso cortejo y siempre prestos a luchar sin cesar por cuestiones de prioridades. También hay que decir que esta ley no se observa tan rigurosamente salvo en momentos críticos. Por otra parte, el armenio me comentó que la audiencia del pachá se limitaba a recibir a los cheijs, invitarles a sentarse sobre los divanes en torno al salón; y a los que las esclavas se aprestaron a ofrecerles un chibouk e inmediatamente a servirles un café, tras lo cual, el pachá escuchó sus quejas, respondiéndoles invariablemente que sus adversarios habían venido igualmente a expresarles sus mismas querellas; que reflexionaría con calma para ver de qué lado estaba la justicia, y que siempre se podía esperar del paternal gobierno de su alteza, ante el que todas las religiones y todas las razas del imperio siempre tendrían iguales derechos. En efecto, en procedimientos diplomáticos, los turcos están al menos al nivel de los europeos. Además, hay que reconocer que el papel de los pachás en este país no es fácil. Teniendo en cuenta la diversidad de razas que habitan la larga cadena del Líbano y del Carmelo, y que dominan desde allí como desde una fortaleza todo el resto de Siria. Los maronitas reconocen la autoridad espiritual del papa, lo que les pone bajo la protección de Francia y de Austria; los griegos unidos, más numerosos, aunque menos influyentes, ya que se encuentran generalmente repartidos por todo el país, son protegidos por Rusia; los drusos, los ansaríes y los metualis[4], que pertenecen a creencias o a sectas que rechazan la ortodoxia musulmana, ofrecen a Inglaterra un medio de actuación que las otras potencias abandonan demasiado generosamente. [1] Rey de Tiro. Los libros de los Reyes y las Crónicas en la Biblia, cuentan que Hiram proporcionó a David y a Salomón los materiales y obreros necesarios para la construcción de sus palacios y del templo de Jerusalem. Se le cita más adelante como protector de Adoniram: p. 318, t. II. [2] Tentativa del sultán Mahmoud II (1785-1839) de importar a los países turcos las ideas, costmbres, y organismos de Europa occidental. (GR) [3] En 1840, Adolphe Crémieux, vicepresidente del consistorio de los israelíes de Francia, se hizo abogado de numerosos judíos de Damasco acusados de haber cometido un asesinato ritual: tras haber degollado al padre Thomas y a su criado, se dijo que habían recogido la sangre de sus víctimas en botellas, con objeto de mezclarlas con el pan ácimo. (GR) [4] Dos sectas de musulmanes chi’íes, retirada la primera en las montañas del Líbano, la segunda en la región de Tiro y de Saida. Los chi’ies, sobre todo agrupados en Persia, sólo reconocen como únicos califas legales a Ali, esposo de Fátima y sus descendientes, excluyendo a los otros descendientes de Mahoma, reconocidos por los sunníes o los musulmanes ortodoxos.

Esmeralda de Luis y Martínez 22 febrero, 2012 22 febrero, 2012 David, el conde de Dreux, el emir Béchir, El príncipe druso Fakardin, Hiram, Montesquieu y L'Esprit des lois (¿un reglamento de policía?), Salomón
“VIAJE A ORIENTE” – Las noches de Ramadán

HISTORIA DE LA REINA DE LA MAÑANA Y DE SOLIMÁN, viagra EL PRÍNCIPE DE LOS GENIOS – VIII. El manantial de Siloé… encuentro de Belkis y Adonirám en la fuente de Siloé. Ambos descubren, case gracias al ave Hud-Hud, pharmacy que son descendientes de los espíritus del aire y del fuego. El narrador continuó así… Era la hora en la que el Tabor[1] proyectaba su sombra matinal sobre el montuoso sendero de Betania: blancas y diáfanas nubes erraban por las llanuras del cielo suavizando la claridad de la mañana; el rocío aún cubría el verdor de las praderas; la brisa acompañaba con su murmullo entre los matorrales el canto de los pájaros que revoloteaban por los senderos del Moria[2]; a lo lejos se vislumbraban las túnicas de lino y vestiduras de gasa de un cortejo de mujeres que, atravesando el puente del Cedrón, llegaron al borde de un arroyuelo que alimenta el lavadero de Siloé. Tras ellas, caminaban ocho nubios que llevaban un rico palanquín, y dos camellos cargados que marchaban balanceando la cabeza. La litera estaba vacía; ya que desde la aurora la reina de Saba había abandonado, junto con las mujeres, las jaymas en las que se había obstinado en alojarse con su séquito, fuera de los muros de Jerusalén, y había echado pie a tierra para disfrutar mejor del encanto de aquellas frescas campiñas. Jóvenes y hermosas, en su mayoría, las doncellas de Balkis se encaminaba temprano a la fuente para lavar la ropa de su señora que, vestida con sencillez, al igual que sus compañeras, las precedía acompañada por su nodriza, mientras que tras sus pasos, el juvenil cortejo parloteaba a más y mejor. “Vuestras razones no me conciernen, hija mía, decía la nodriza; ese matrimonio me parece una grave locura; y si el error es excusable, lo es únicamente por el placer que pueda proporcionar. –                     ¡Edificante moral! Como os pudiera escuchar el sabio Solimán… –                     ¿Es tan sabio, no siendo ya tan joven, como para envidiar a la Rosa de los Sabeos? –                     ¡Halagos! mi buena Sarahil, me adulas demasiado desde por la mañana. –                     No despertéis mi severidad aún dormida; porque entonces os diría… –                     Bien, pues dime… –                     Que vos amáis a Solimán; y que os lo habéis merecido. –                     No sé…, contestó riendo la joven reina; me he cuestionado sobre este asunto muy seriamente y es probable que el rey no me resulte indiferente. –                     Si así fuera, no habríais examinado un punto tan delicado con tanto escrúpulo. No, vos buscáis una alianza… política, y arrojáis flores sobre el árido sendero de las conveniencias. Solimán ha rendido tanto a vuestros estados, como a los de todos sus vecinos, tributarios de su poderío, que vos soñáis con el deseo de liberarlos entregándoos a un amo al que creéis poder convertir en esclavo. Pero tened cuidado… –                     ¿Qué puedo temer? Él me adora. –                     Él profesa hacia su noble persona una pasión demasiado viva  como para que sus sentimientos hacia vos sobrepasen el deseo de sus sentidos, y nada es más frágil que ese deseo. Solimán es calculador, ambicioso y frío. –                     ¿Acaso no es el príncipe más grande de la tierra; el más noble retoño de la raza de Sem, de la que yo provengo? ¡Encuéntrame en el mundo un príncipe más digno que él para dar sucesores a la dinastía de los Himyaríes! –                     El linaje de los Himyaríes, nuestros abuelos, desciende desde más alto de lo que pensáis. ¿Acaso veis a los hijos de Sem dominando a los habitantes del aire?… En fin, yo me atengo a la predicción de los oráculos: vuestros destinos aún no se han cumplido, y la señal por la que vos reconoceréis a vuestro esposo todavía no ha aparecido, la abubilla aún no ha interpretado la voluntad de las potencias eternas que os protegen. –                     ¿Mi suerte dependerá de la voluntad de un pájaro? –                     De un ave única en el mundo, cuya inteligencia no pertenece a las especies conocidas; cuyo alma, así me lo ha dicho el sumo sacerdote, ha sido concebida con la esencia del fuego; no es en absoluto un animal terrestre, pues él proviene de los ?ins (genios). –                     Es cierto, repuso Balkis, que todos los intentos de Solimán por atraparlo, mostrándole inútilmente el hombro o el puño, han sido en vano. –                     Me temo que nunca se posará en él. En los tiempos en que los animales fueron sometidos, aquellos cuya raza se extinguió, no obedecían jamás a los hombres creados del barro. Sólo servían a los Dives, o a los ?ins, hijos del aire o del fuego… Solimán es de la raza creada del barro por Adonay. –                     Y sin embargo la abubilla a mí sí me obedece…” Sarahil sonrió bajando la cabeza; princesa de la sangre de los Himyaríes, y descendiente del último rey, la nodriza de la reina había estudiado en profundidad las ciencias: su prudencia igualaba a su discreción y bondad. “Reina, añadió, hay secretos que por vuestra edad aún no podéis conocer, y que las hijas de nuestro linaje deben ignorar hasta que vayan a tomar esposo. Si la pasión las extravía y las pierde, esos misterios les quedarán velados con objeto de excluir de su conocimiento al hombre vulgar. Bástenos con saber que Hud-Hud, esta famosa abubilla, sólo reconocerá como maestro y señor al esposo reservado para la Reina de Saba. –                     Me vais a hacer que maldiga a esa tirana con plumas… –                     … unta tirana que puede que os salve de un déspota armado con una espada. –                     Solimán ha recibido mi palabra, y a menos que queramos atraer sobre nosotros sus justos resentimientos… Sarahil, la suerte está echada; el plazo expira, y esta misma tarde… –                     Grande es el poder de los Éloïms (los dioses)…” murmuró la nodriza. Para cortar con esa conversación, Balkis, volviéndose, se puso a recoger jacintos, mandrágoras, ciclámenes, que jaspeaban el verdor de la pradera, y la abubilla que la había seguido revoloteando, brincaba en torno a ella con coquetería, como si hubiera querido buscar su perdón. Ese reposo permitió a las mujeres que se habían quedado atrás reunirse con su soberana. Hablaban entre ellas del templo de Adonay, del que se apreciaban los muros y el mar de bronce, objeto de todas las conversaciones desde hacía cuatro días. La reina se volcó de lleno en esa nueva conversación, y sus compañeras, curiosas, la rodearon. Grandes sicómoros, que extendían sobre sus cabezas verdes arabescos sobre un fondo azul, envolvían con una sombra transparente aquel grupo encantador. “No hay nada que iguale la admiración que nos embargó ayer tarde, les decía Balkis. Incluso Solimán se quedó mudo y estupefacto. Hacía tres días todo se había perdido; el maestro Adonirám caía fulminado sobre las ruinas de su obra. Su gloria, traicionada, se derrumbaba ante nuestros ojos en torrentes de lava en ebullición; el artista se había reducido a la nada… Ahora, su nombre victorioso retumba sobre las colinas; sus obreros han colocado en el umbral de su puerta un montón de palmas; el más grande que jamás ha visto el pueblo de Israel. –    El fragor de su triunfo, dijo una joven sabea, ha llegado hasta nuestras jaymas, pero, apenadas por el recuerdo de la reciente catástrofe, ¡oh, reina! hemos temblado por vos. Vuestras hijas ignoran lo que ha pasado. –    Sin esperar a que la fundición se enfriase, Adonirám -así me lo han contado- llamó desde por la mañana a los obreros desanimados. Los jefes amotinados le rodeaban; pero él los calmó con pocas palabras: durante tres días se pusieron manos a la obra, y desfondaron los moldes para acelerar el enfriamiento del enorme recipiente que creían roto. Un profundo misterio cubría sus intenciones. Al tercer día, aquella multitud de artesanos, al despuntar la aurora, alzaron los toros y leones de bronce con unas palancas que el calor del metal todavía ennegrecía. Esos bloques macizos fueron transportados bajo el gran cuenco de bronce y ajustados con tal presteza que más parecía un prodigio; el mar de bronce, vaciado, aislado de sus soportes, se desprendió y quedó asentado sobre sus veinticuatro cariátides; y mientras Jerusalén se lamentaba por tantos gastos inútiles, la admirable obra resplandecía ante las miradas de extrañeza de los mismos que la habían realizado. De pronto, las barreras colocadas por los obreros se abatieron: la multitud se precipitó; el ruido se propagó hasta llegar a palacio. Solimán temía una revuelta; echó a correr y yo le acompañé. Una multitud inmensa se apresuró tras nuestros pasos. Cien mil obreros delirantes y coronados con palmas verdes nos acogieron. Solimán no podía creer lo que estaba viendo con sus propios ojos. La ciudad entera elevaba hasta las nubes el nombre de Adonirám. –    ¡Qué triunfo! ¡y qué feliz debe estar él! –    ¡Él! ¡genio extraño… alma profunda y misteriosa! A petición mía, se le llamó, se le buscó, los obreros se precipitaron por todas partes…¡vanos esfuerzos! Desdeñoso de su victoria, Adonirám se escondió; evadía las lisonjas: el astro se había eclipsado. “Vamos, dijo Solimán, hemos caído en desgracia ante el rey del pueblo.” Pero yo, al dejar aquel campo de batalla del genio, tenía el alma triste y el pensamiento repleto de los recuerdos de ese mortal, si ya grande por sus obras, aún más grande por desaparecer en un momento así. –    Yo le vi pasar el otro día, repuso una doncella de Saba; la llama de sus ojos pasó sobre mis mejillas y las enrojeció: posee la majestad de un rey. –    Su belleza, prosiguió una de sus compañeras, es superior a la de los hijos de los hombres; su estatura es imponente y su aspecto deslumbrante. Así se me aparecen en mi pensamiento los dioses y los genios. –    ¿Esto me hace suponer que más de una de vosotras, uniría voluntariamente su destino al del noble Adonirám? –    ¡Oh, reina! ¿qué somos nosotras ante tan elevado personaje? Su alma está en lo más alto de las nubes y su noble corazón no descendería hasta nosotras.” Jazmines en flor que dominaban terebintos y acacias, entre las que extrañas palmeras inclinaban sus pálidos capiteles, encuadraban el lavadero de Siloé. Allí, crecía la mejorana, los lirios grises, el tomillo, la hierba luisa y la rosa ardiente de Asarón. Bajo esos macizos de vegetación estrellada, se extendían, aquí y allá, seculares bancos al pie de los que brotaban arroyuelos de agua viva, tributarios de la fuente. Estos lugares de reposo estaban engalanados con lianas que trepaban enroscándose a las ramas. Los apios de racimos rojizos y olorosos, las glicinias azules se proyectaban, en guirnaldas extravagantes y graciosas, hasta la cima de los pálidos y temblorosos ébanos. En el momento en que el cortejo de la reina de Saba  invadió los bordes de la fuente, sorprendido en su meditación, un hombre sentado sobre el pretil del lavadero, en el que había sumergido una mano abandonándola a las caricias de las ondas que formaba el agua, se levantó con la intención de alejarse. Balkis estaba allí delante, él levantó los ojos hacia el cielo, y se volvió rápidamente. Pero ella, aún más veloz, se plantó ante él: “Maestro Adonirám, le dijo, por qué me evitáis? –                     Yo jamás he buscado a la gente -respondió el artista- y temo el rostro de los reyes. –                     ¿Tan terrible se os ofrece en este momento?” –replicó la reina con una dulzura tan penetrante que arrancó una mirada al hombre. Lo que descubrió estaba lejos de tranquilizarle. La reina había dejado las enseñas de la grandeza, y la mujer, en la simplicidad de su atavío matutino, era aún más temible. Balkis había sujetado su cabello bajo el pliegue de un largo velo vaporoso, su diáfana y blanca túnica, movida por la curiosa brisa, dejaba entrever un seno como modelado por el cuenco de una copa. Bajo este simple tocado, la juventud de Balkis parecía más tierna, más alegre, y el respeto no podía contener por más tiempo a la admiración y al deseo. Esa gracia conmovedora, su cara infantil, aquel aire virginal, ejercieron en el corazón de Adonirám una impresión nueva y profunda. “¿Para qué retenerme? –dijo él con amargura- mis males ya son suficientes y vos sólo acrecentáis aún más mis penas. Vuestro espíritu es banal, vuestro favor pasajero, y vos sólo colocáis trampas para atormentar con mayor crueldad a todos los que habéis cautivado… Adiós, reina, que tan pronto olvidáis, sin tan siquiera mostrar vuestro secreto.” Tras estas palabras, pronunciadas con melancolía, Adonirám posó su mirada sobre Balkis. Una turbación repentina se apoderó de ella. Vivaz por naturaleza y voluntariosa por el hábito de dar órdenes, no quería que la dejaran. Se armó de toda su coquetería para responder: “Adonirám, sois un ingrato.” Era un hombre firme, no se rendía. “Es verdad; me he debido equivocar con mi recuerdo: la desesperación me visitó una hora en mi vida, y vos la habéis aprovechado para avasallarme delante de mi amo, de mi enemigo. –                     ¡Él estaba allí!… murmuró la reina avergonzada y arrepentida. –                     Vuestra vida corría peligro; yo corrí para colocarme ante vos. –                     ¡Tanta solicitud ante tan gran peligro! Observó la princesa, y con qué recompensa!” El candor, la bondad de la reina la obligaron a enternecerse, y el desdén de ese gran hombre ultrajado la producía una sangrante herida. “La opinión de Solimán Ben-Daoud, -continuó el escultor- poco me inquieta: raza parásita, envidiosa y servil, travestida bajo la púrpura… Mi poder está al abrigo de sus fantasías. Y a los otros que vomitaban injurias a mi alrededor, cien mil insensatos sin fuerza ni virtud, les tengo aún menos en cuenta que a un enjambre de moscas zumbadoras… Pero a vos, reina… a vos, ¡la única a la que yo había distinguido entre esa multitud, vos cuya estima coloqué tan alto!… mi corazón, ese corazón al que nada hasta entonces había conmovido, se desgarró, y poco me importa… Pero la compañía de los humanos se me ha hecho odiosa. ¡Qué me importan los elogios o los insultos que se dispensan tan seguidos, y se mezclan sobre los mismos labios como la absenta y la miel! –                     Sois implacable ante el arrepentimiento: debo implorar vuestro perdón, y no es suficiente… –                     No; lo que vos cortejáis es el éxito: si yo estuviera postrado en tierra, vuestro pie pisotearía mi frente. –                     ¿Ahora?… Ahora me toca a mí, no, y mil veces no. –                     ¡De acuerdo! Dejadme entonces destruir mi obra, mutilarla y volver a colocar el oprobio sobre mi cabeza. Volveré seguido de los insultos de la multitud; y si vuestro pensamiento me sigue siendo fiel, mi deshonor se habrá convertido en el día más hermoso de mi vida. –                     ¡Id, hacedlo! –gritó Balkis con un entusiasmo que no pudo reprimir. Adonirám no pudo evitar un grito de alegría, y la reina vislumbró las consecuencias de aquel compromiso. Adonirám allí estaba majestuoso frente a ella, ya no con la ropa corriente de los obreros, sino con las vestiduras jerárquicas del rango que ocupaba al frente del pueblo de los trabajadores. Una túnica blanca plegada en torno al busto, sujeta por un ancho cinturón de oro, realzaba su estatura. En su brazo derecho se enroscaba una serpiente de acero, sobre cuya cresta brillaba un diamante y, casi velado por un tocado cónico, del que se destacaban dos anchas bandas que caían sobre su pecho, su frente parecía desdeñar una corona. De pronto, la reina, deslumbrada, se había ilusionado sobre el rango de ese gallardo hombre; pero volvió a reflexionar, supo retenerse, aunque no pudo superar el extraño respeto por el que se había sentido dominada. “Sentaos, dijo ella, regresemos a sentimientos más calmados, sin que se irrite vuestro espíritu desafiante; vuestra gloria me es cara; no destruyáis nada. Ese sacrificio que me habéis ofrecido, para mí es ya como si se hubiera consumado. Mi honor quedaría comprometido, y vos lo sabéis, maestro, mi reputación es, a pesar de todo, solidaria de la dignidad del rey Solimán. –      Lo había olvidado, murmuró el artista con indiferencia. Sí, me parece haber oído contar que la reina de Saba debe desposar al descendiente de una aventurera de Moab, el hijo del pastor Daoud y de Betsabé, viuda adúltera del centenario Uríah. ¡Rica alianza… que ciertamente va a regenerar la divina sangre de los Himyaríes!”. La cólera tiñó de púrpura las mejillas de la joven, al igual que las de su nodriza, Sarahil que, una vez distribuidas las tareas entre las servidoras de la reina, alineadas y agachadas sobre el lavadero, había oído esa respuesta, ella, que tanto se oponía al proyecto de Solimán. “¿Es que esa unión no cuenta con el beneplácito de Adonirám? –respondió Balkis con un afectado tono desdeñoso. –                     Al contrario, vos lo podéis apreciar. –                     ¿Cómo? –                     Si me hubiera disgustado por esa unión, ya habría destronado a Solimán, y vos le trataríais igual que me tratáis a mí; vos no lo lamentaríais, ya que no le amáis. –                      ¿Qué os hace creer tal cosa? –                     Vos os sentís superior; le habéis humillado, no os perdonará, y la aversión no engendra amor. –                     Tanta audacia… –                     Sólo se teme… lo que se ama.” La reina experimentó un terrible deseo de hacerse temer. Pensar en futuros resentimientos del rey de los Hebreos, con el que había jugado tan alegremente, hasta entonces le había resultado inverosímil, y eso a pesar de que su nodriza había desplegado toda su elocuencia sobre este punto. Pero esa objeción, ahora, le parecía mejor fundamentada, y volvió sobre el asunto de nuevo en los siguientes términos: “No me conviene bajo ningún concepto escuchar vuestras insinuaciones contra mi anfitrión, mi…” Adonirám la interrumpió. “Reina, no me gustan los hombres, yo les conozco. A ése, le he frecuentado durante largos años. Bajo la piel de cordero, se esconde un tigre amordazado por los sacerdotes, que roe dulcemente su bozal. Hasta el momento se ha limitado a hacer asesinar a su hermano Adonías: es poco… pero no tiene más parientes. –    En verdad, quien os oyera podría pensar – remató Sarahil echando aceite al fuego- que el maestro Adonirám está celoso del rey.” Aquella mujer ya llevaba un rato contemplándole atentamente. “Señora –replicó el artista- si Solimán no fuera de una raza inferior a la mía, puede que yo bajara mis ojos ante él; pero la elección de la reina me muestra que ella no ha nacido para otro…” Sarahil abrió los ojos sorprendida, y, colocándose tras la reina, dibujó en el aire, a la vista del artista, un signo místico que él no comprendió, pero que le hizo temblar. “Reina, – exclamó aún remarcando cada palabra- el mostraros indiferente ante mis acusaciones ha aclarado mis dudas. En adelante, me abstendré de perjudicar a ese rey que no ocupa lugar alguno en vuestro espíritu… –    En fin, maestro, ¿de qué sirve hostigarme de esta manera? Incluso aunque yo no amara al rey Solimán… –    Antes de nuestro encuentro – interrumpió el artista en voz baja y emocionado – vos habíais creído amarle.” Sarahil se alejó, y la reina se volvió, confusa. “Ay, concededme una gracia, señora, abandonemos esta conversación: ¡es el rayo lo que atraigo sobre mi cabeza! Una palabra, perdida entre vuestros labios, encierra para mí la vida o la muerte. ¡Oh!, ¡no habléis más! Me he esforzado en llegar a este supremo instante, y yo mismo lo estoy alejando. Dejadme con la duda; mi valor ha sido vencido, estoy temblando. Ese sacrificio, tengo que prepararme para él. ¡Tanta gracia, tanta juventud y belleza resplandecen en vos, y por desgracia!… ¿quién soy yo a vuestros ojos? No, no… Debo perder aquí la felicidad… inesperada; retened vuestro aliento para que no pueda dejarme al oído una  palabra mortal. Este débil corazón jamás batido, en su primera angustia se ha roto, y creo que voy a morir.” Balkis no andaba mucho mejor; un vistazo furtivo sobre Adonirám le mostró a ese hombre, tan enérgico, poderoso y valiente; pálido, respetuoso, sin fuerza, y la muerte en sus labios. Victoriosa y afectada, feliz y trémula, el mundo desapareció ante sus ojos. “¡Por desgracia! -balbució esa joven de sangre real- yo tampoco, yo jamás he amado”. Su voz expiró sin que Adonirám, temiendo despertarse de un sueño, osara perturbar ese silencio. De pronto Sarahil se acercó, y ambos comprendieron que había que hablar, so pena de traicionarse. La abubilla revoloteaba por allí, alrededor del escultor, que al darse cuenta de ello dijo de un aire distraído: “¡Qué hermoso plumaje el de este pájaro!, ¿le poseéis desde hace mucho tiempo?”. Y fue Sarahil quien respondió, sin apartar la vista del escultor Adonirám: “Ese pájaro es el único retoño de una especie sobre la que, como a los demás habitantes del aire, mandaba la raza de los genios. Conservado quién sabe por qué prodigio, la abubilla, desde tiempos inmemoriales, obedece a los príncipes Himyaríes. Gracias a ella y su intermediación la reina reúne a voluntad a las aves del cielo.” Esa confidencia produjo un efecto peculiar en el rostro de Adonirám, que contempló a Balkis con una mezcla de alegría y de ternura. “Es un animal caprichoso, dijo ella. En vano Solimán la ha intentado colmar de caricias y golosinas, la abubilla, obstinada, se le escapa siempre, y no ha conseguido que vaya a posarse en su puño.” Adonirám reflexionó por un instante, dio la impresión de haber sido tocado por una inspiración y sonrió. Sarahil estuvo aún más atenta. Adonirám se levantó, pronunció el nombre de la abubilla, que, posada sobre un arbusto, se quedó inmóvil y le miró de lado. Dando un paso, trazó en el aire la Tau misteriosa, y el pájaro, desplegando sus alas, revoloteó sobre su cabeza, y se posó dócilmente en su mano. Mi suposición tenía sus fundamentos, dijo Sarahil: el Oráculo se ha cumplido. – ¡Sombras sagradas de mis ancestros! ¡Oh, Tubalcaín, padre mío! ¡vos no me habéis engañado! ¡Balkis, espíritu de la luz, mi hermana, mi esposa, por fin, os he encontrado!. Sólo sobre la tierra, vos y yo, podemos dar órdenes a ese mensajero alado de los genios del fuego, de los que somos descendientes. –    ¡Cómo! Señor, Adonirám entonces sería… –    El último vástago de Cus, nieto de Tubalcaín, al que estáis ligado a través de Saba, hermano de Nemrod, el cazador, y tatarabuelo de los Himyaríes[3]… y el secreto de nuestro origen debe quedar oculto para los hijos de Sem creados del barro de la tierra. –    Debo inclinarme ante mi señor, dijo Balkis tendiéndole la mano, ya que, conforme al dictado del destino, no se me permite acoger otro amor que el de Adonirám. –    ¡Ah! –respondió cayendo de rodillas, ¡sólo de Balkis quiero recibir un bien tan preciado!. Mi corazón ha volado ante el vuestro, y desde el momento en que vos aparecisteis ante mí, yo me convertí en vuestro esclavo.” Esa conversación se habría extendido largamente si Sarahil, dotada de la prudencia de su edad, no la hubiera interrumpido en estos términos: “Dejad para otro momento esas tiernas declaraciones de amor; momentos difíciles os esperan, y más de un peligro os amenaza. Por la virtud de Adonay, los hijos de Noé son los señores de la tierra, y su poder se extiende sobre vuestra existencia mortal. Solimán detenta un poder absoluto sobre sus Estados, de los que los nuestros son tributarios. Sus ejércitos son temibles, su orgullo es inmenso; Adonay le protege; tiene numerosos espías. Busquemos el medio de huir de este peligroso lugar, y, hasta entonces, prudencia. No olvidéis, hija mía, que Solimán os espera esta tarde en el altar de Sión… Deshacer el compromiso y romperlo, sería irritarle y despertar sospechas. Pedidle un poco más de tiempo, sólo para hoy, fundadlo en la aparición de presagios nefastos. Mañana, el sumo sacerdote os proporcionará un nuevo pretexto. Vuestro trabajo será contener la impaciencia del gran Solimán. Y vos, Adonirám, dejad a vuestras servidoras: la mañana avanza; y ya está cubierta de soldados la nueva muralla desde la que se domina la fuente de Siloé; el sol, que nos busca, va a llevar sus miradas sobre nosotros. Cuando el disco de la luna perfore el cielo bajo los cerros de Efraín, atravesad el Cedrón, y aproximaos a nuestro campamento, hasta un bosque de olivos que ocultan las jaymas a los habitantes de las colinas. Allí, tomaremos consejo de la sabiduría y la reflexión.” Se separaron con pesar: Balkis se reunió con su cortejo, y Adonirám la siguió con la mirada hasta el momento en que desapareció entre los matorrales de adelfas. [1] El monte Tabor se encuentra en Galilea. También conocido como Monte de la Transfiguración porque la tradición cristiana cree que es el sitio de la llamada Transfiguración de Jesús, descrita en los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas. [2] El monte Moria es en realidad una colina de Jerusalén en la que fue erigido el templo de Salomón. [3] Génesis, X (6,7 y 8): “Hijos de Cam fueron: Cus, Misraím, Out y Canaam. Hijos de Cus: Saba, Evila, Sabta, Rama y Sabteca. Hijos de Rama: Saba y Dadán. Cus engendró a Nemrod, que fue quien comenzó a dominar sobre la tierra, pues era un robusto cazador…”

Esmeralda de Luis y Martínez 13 mayo, 2012 14 mayo, 2012 Adonay, Adoniram, Balkis, Betsabé, Cedrón, Cus, Dives, Himyaríes, Hud-Hud, La fuente de Siloé, los Éloïms, Moab, Nemrod, Saba, Sarahil, Solimán, Solimán Ben-Daoud, Tubalcaín, Uríah, Yins
“VIAJE A ORIENTE” 021

II. Las esclavas – XI. La caravana de La Meca…            Al fin salí de la barbería transfigurado, and orgulloso y encantado de no desmerecer en una ciudad tan pintoresca, tadalafil con el aspecto que imprime un levitón y un sombrero redondo; éste último aditamento les resulta a los orientales tan ridículo que en las escuelas siempre se conserva uno de estos sombreros “de francés” para ponérselo a los niños ignorantes o poco dóciles. Para los escolares turcos esto es el equivalente a nuestras orejas de burro. Ahora se trataba de asistir a la entrada de los peregrinos, que había comenzado al amanecer, pero que debía durar hasta la tarde. No era poca cosa el que unas treinta mil personas viniesen de golpe a añadirse a la población de El Cairo; con lo que las calles de los barrios musulmanes estaban abarrotadas. Conseguimos llegar hasta Bab-el-Foutouh, “La Puerta de la Victoria”. La larga calle que lleva hasta allí estaba repleta de espectadores obligados por las tropas a permanecer en un cierto orden. El sonido de las trompetas, címbalos y tambores acompañaba la marcha del cortejo, cuyas diversas nacionalidades y sectas se distinguían por los trofeos y banderas. Mientras tanto, yo andaba inmerso en el recuerdo de una vieja ópera muy célebre en tiempos del Imperio, canturreando la “Marcha de los camellos”123 y a la espera de ver aparecer en cualquier momento a Saint Phar. Las largas filas de dromedarios atados unos tras otros, y montados por beduinos de largos fusiles, se seguían monótonamente, y fue solo al llegar al campo cuando pudimos apreciar el conjunto de un espectáculo único en el mundo. Era como una nación en marcha que venía a fundirse con un inmenso pueblo, circundado, a la derecha, por los vecinos cerros del Mokatam; a la izquierda, por los miles de edificios generalmente desiertos de la Ciudad de los Muertos y, finalmente, los pináculos almenados de las murallas y torres de Saladino, con su decoración alternada de franjas rojas y negras. Hormigueaban también los espectadores. Aquello excedía a cualquier comparación con la ópera, ni siquiera con la famosa caravana que Bonaparte salió a recibir y festejar en esta misma puerta de la Victoria. Me daba la impresión de que me remontaba a muchos siglos atrás, y que asistía a una escena del tiempo de Las Cruzadas. Escuadrones de la guardia del virrey, distribuidos entre la multitud, con sus corazas resplandecientes y sus caballerescos yelmos completaban esta ilusión. Algo más lejos, en la llanura por la que serpenteaba el Calish, se veían miles de jaymas abigarradas, en donde se detenían los peregrinos para refrescarse. Bailarines y cantantes tampoco habían faltado a la fiesta, y todos los músicos de El Cairo rivalizaban en ruido con los tañedores de trompas y címbalos del cortejo: monstruosa orquesta encaramada sobre los camellos. No se podía ver nada más barbudo, erizado e hirsuto que el inmenso gentío de magrebíes, compuesto por gentes de Túnez, Trípoli, Marruecos y nuestros compatriotas de Argel. La entrada de los cosacos en París en 1814 sería una pálida metáfora. También en este grupo era en donde se distinguían las hermandades más numerosas de santones y derviches, que gritaban siempre con entusiasmo sus cánticos de amor, entremezclados con el nombre de Allah. Las banderolas de mil colores, los astiles cargados de atributos y armaduras, y aquí y allá emires y sheyjes, vestidos con suntuosidad, a caballo de monturas con gualdrapas de oro y pedrería, añadían a esta marcha, algo desordenada, todo el esplendor que se pueda imaginar. También llamaban la atención los palanquines de las mujeres, aparejos singulares, semejantes a un lecho cubierto por una tienda de campaña y colocado de través sobre la giba del camello. Menajes completos parecían colocarse sin problemas, junto con los niños y el mobiliario, en esta especie de pabellones, adornados la mayor parte con brillantes colgaduras. Hacia las dos terceras partes de la jornada, el ruido de los cañones de la ciudadela, las aclamaciones y las trompetas, anunciaron que el MAHMIL una especie de arca santa que guarda la túnica de brocado de oro de Mahoma, había llegado a la vista de la ciudad. La mayor parte de la caravana, los mejores caballeros, los santones más entusiastas, la aristocracia del turbante, reconocida por el color verde, rodeaba a este “palladium” del Islam. Siete u ocho dromedarios venían en fila, con la cabeza ricamente adornada y empenachada, cubiertos con arneses y tapices tan deslumbrantes que, bajo estos tocados que disimulaban sus formas, parecían salamandras o dragones de los que sirven de montura a las hadas. Los primeros eran montados por jóvenes timbaleros de brazos desnudos, que levantaban y dejaban caer sus palillos de oro en medio de un campo de banderas flotantes, dispuestas alrededor de las montura. Inmediatamente después venía un viejo simbólico de larga barba blanca, coronado de hojas y sentado en una especie de carro dorado, siempre a lomos de un camello; después el mahmil, compuesto por un rico pabellón en forma de tienda cuadrada, cubierto de inscripciones bordadas, y rematado en sus cuatro extremos por enormes bolas de plata. De vez en cuando, el mahmil se detenía, y todo el gentío se prosternaba en el polvo, poniendo la frente en las manos. Una escolta de cavases (guardia turca) se esforzaba a duras penas en apartar a los negros que, más fanáticos que los otros musulmanes, aspiraban a hacerse aplastar por los camellos. Generosas raciones de bastonazos les conferían al menos una cierta porción de martirio. A muchos santones, un tipo de santones más entusiastas que los derviches y de ortodoxia menos reconocida, se les veía con las mejillas perforadas de largos clavos, marchando de esa guisa y cubiertos de sangre. Otros, devoraban serpientes vivas, y algunos más, se llenaban la boca con carbones ardientes. Las mujeres no tomaban mucha parte en estas prácticas, y se distinguía únicamente entre la muchedumbre de peregrinos a plañideras de la caravana que lanzaban al unísono sus largos y guturales lamentos, y no temían mostrar sin velo sus rostros tatuados de azul y rojo, y la nariz perforada con gruesos anillos. Nos mezclamos, el pintor y yo, con el abigarrado gentío que seguía al mahmil, gritando ¡Allah!, como los demás, en las sucesivas paradas de los camellos sagrados que, balanceando majestuosamente sus empenachadas cabezas, parecían bendecir a la multitud con sus largos y ondulantes cuellos y con sus extraños bramidos. Al entrar en la ciudad, las salvas de cañón volvieron a sonar, y la procesión tomó el camino de la ciudadela a través de las calles, mientras que la caravana continuaba llenando El Cairo con sus treinta mil fieles, que ya habían adquirido el derecho al título de Hayyis. No tardamos mucho en llegar al gran bazar y a esa inmensa calle de Salahieh, donde las mezquitas de El-Azhar, El-Mayed y el Moristán ostentan su espléndida arquitectura y lanzan al cielo ramilletes de alminares sembrados de cúpulas. A medida que se pasaba ante una mezquita, el cortejo dejaba una parte de los peregrinos, y montañas de babuchas se formaban a las puertas, para así entrar todos descalzos. No obstante, el mahmil no se detenía; tomó por las calles estrechas que suben a la ciudadela, a la que entró por la puerta norte, en medio de las tropas allí reunidas y de las aclamaciones del pueblo amontonado en la plaza de Roumelieh. Al no poder penetrar en el recinto del palacio de Méhémet-Ali, palacio nuevo, construido a la turca y de efecto bastante mediocre, me llegué hasta la terraza desde donde se domina todo El Cairo. Difícilmente se puede describir el efecto de esta perspectiva, una de las más bellas del mundo. Lo que se capta a primera vista y en primer plano es el desarrollo inmenso de la mezquita del Sultán Asan, festoneada de rojo, y que aun conserva huellas de la metralla francesa de la famosa revuelta de El Cairo124. La ciudad se extiende ante nosotros y ocupa todo el horizonte, que acaba en los verdes umbredales del Choubrah; a la derecha, siempre la alargada ciudad de los mausoleos musulmanes, la campiña de Heliópolis y la vasta llanura del desierto arábigo, interrumpido por la cadena del Mokatam. A la izquierda, el curso del Nilo de aguas rojizas, con su estrecha ribera de dátiles y sicómoros. Boulac, junto al río, sirviendo de puerto a El Cairo; a media legua, la isla de Rodas, verde y florida, cultivada al estilo de un jardín inglés, y rematada por la construcción del Nilómetro, frente a las risueñas casas de campo de Gizeh y, en fin, más allá, las pirámides, emplazadas sobre las últimas estribaciones de la cadena líbica, y aún mas al sur,  Sakkarah, con más pirámides entremezcladas con hipogeos. A lo lejos, el bosque de palmeras que cubre las ruinas de Memfis, y en la orilla opuesta del río, volviendo hacia la ciudad, el viejo Cairo, construido por Amrou en el lugar de la antigua Babilonia de Egipto, medio oculto por los arcos de un inmenso acueducto a cuyos pies se abre el Cálish, que bordea la planicie del cementerio de Karafeh. Éste era el inmenso panorama que animaba el aspecto de un pueblo en fiesta, hormigueando en las plazas y entre los campos vecinos. Pero se aproximaba la noche, y el sol había sumergido su frente en las arenas de esa larga hondonada del desierto de Amón, que los árabes conocen como Mar sin agua; más a lo lejos tan sólo se distinguía el curso del Nilo, en el que miles de barquichuelas trazaban surcos plateados como en las fiestas de los Ptolomeos. Hay que descender ya, apartar la vista de esta muda antigüedad, en donde una esfinge, casi cubierta por la arena, guarda secretos eternos. Veremos si los esplendores y las creencias del Islam consiguen repoblar la doble soledad del desierto y de las tumbas; o si habrá que llorar aún sobre un poético pasado que se aleja. Esta edad media árabe, con tres siglos de retraso, ¿estará preparada a su vez para caer a los pies, como lo hicieron los antiguos griegos, de los monumentos del Faraón? ¡Mira por dónde!, al volverme, percibo sobre mi cabeza las últimas columnas rojas del viejo palacio de Saladino. Sobre los restos de esta espléndida y audaz arquitectura, aunque frágil y fugaz como la de los genios, se ha construido hace poco un edificio cuadrado, todo de mármol y alabastro, pero por lo demás carente de elegancia y personalidad, con un aspecto de almacén de cereales, y con pretensiones de mezquita. Y, en efecto, será una mezquita, como La Madeleine una iglesia: los arquitectos modernos tienen siempre la precaución de construir a dios moradas que puedan servir para alguna otra cosa cuando se deje de creer en él. Mientras tanto, la gente del gobierno parecía haber celebrado la llegado del mahmil a plena satisfacción. El pachá y su familia habían recibido respetuosamente la túnica del profeta traída desde La Meca; el agua sagrada de los pozos del Zemzem125 y otras reliquias del peregrinaje. Se había mostrado la túnica a la puerta de una pequeña mezquita situada tras el palacio, y la iluminación de la ciudad comenzaba a producir un efecto magnético desde lo alto de la plataforma. Los grandes edificios revivían a lo lejos, gracias a su iluminación, y las líneas arquitectónicas se perdían en la sombra; bonetes de luz ceñían los domos de las mezquitas, y los minaretes se vestían de nuevo con esos collares luminosos que ya había visto antes. Versículos del Corán brillaban en los frontispicios de las casas, trazados por todas partes con vidrios de colores. Me apresuré, después de haber admirado este espectáculo, a llegar a la plaza de Esbekieh, donde se desarrollaba la parte más hermosa de la fiesta. Los barrios vecinos resplandecían con el brillo de los puestos; las dulcerías, los vendedores de frituras , y los que ofrecían frutas habían invadido todos los soportales: los confiteros apilaban maravillosas golosinas en forma de torretas, animales y otras fantasías. Las pirámides y las girándulas de luz alumbraban todo como en pleno día. Además, se podía pasear bajo cuerdas tendidas a cierta distancia, de las que pendían barquichuelas iluminadas, recuerdo tal vez de las fiestas de Isis, conservado, como tantos otros, por el buen pueblo egipcio. Los peregrinos, vestidos de blanco en su mayoría, y más tostados que la gente de El Cairo, recibían por todas partes una fraterna hospitalidad. En medio de la plaza, en la parte que linda con el barrio franco, se desarrollaban los principales festejos. Por todas partes se elevaban jaymas para albergar los cafetines y las reuniones del zikr , grupos de cantantes devotos. Grandes mástiles emparejados de los que colgaban lámparas, servían para el ejercicio de los derviches giróvagos, que no deben confundirse con los derviches ululantes, ya que cada uno tiene su manera de llegar a ese estado de euforia que les procura visiones de éxtasis. Los primeros giróvagos, gritando quedamente ¡Allah zheyt! , es decir, ¡Dios viviente!, comenzaron a dar vueltas en torno a cuatro postes alineados y llamados sârys. Más allá, la muchedumbre se apretujaba para ver a juglares y a equilibristas; o para escuchar a los rapsodas (schayërs) recitando fragmentos del romance de Abu-Zeyd126; estas narraciones se continúan cada noche en los cafés de la ciudad y son siempre, como nuestros seriales de la prensa, interrumpidos en el momento más interesante, a fin de atraer al día siguiente al mismo café a la clientela, ávida de las nuevas peripecias. Los columpios, los juegos de destreza y los caragheuz127 más variopintos: en forma de guiñoles, o de sombras chinescas; daban el punto de animación a esta fiesta local que debería prolongarse aún a lo largo de dos días, hasta el nacimiento de Mahoma, llamado “El mouled-en-neby”. Al día siguiente, al alba, me fui con Abdallah al bazar de los esclavos situado en el Soukel-ezzi. Había escogido un burrillo fuerte y bien plantado, rayado como una cebra, y yo me acicalé con el traje nuevo, no sin cierta coquetería. El que uno vaya a comprar una mujer, no es excusa para asustarla. Las desdeñosas risas de las negras me habían dado una buena lección. 123 Se trata del aria de “La caravana de El Cairo”, ópera de Grétry, con libreto de Merel de Chédeville y del Conde de Provenza (Luis XVIII)(1784). Saint Phar es el héroe de esta ópera . (GR) 124 La revuelta de El Cairo fue reprimida rápidamente el 21 de octubre de 1798 (GR) 125 Pozo sagrado en el recinto del templo de La Meca, cuya agua pasa por tener propiedades milagrosas. 126 Abu-Zeyd es el héroe de un ciclo de romances en el que se reflejan las aventuras heroicas de los Beni Hillal que, expulsados de Arabia por los Fatimíes, invadieron en el S.XI el norte de África. 127 Sobre Caragueuz, ver, Las noches de Ramadán.

Esmeralda de Luis y Martínez 10 febrero, 2012 10 febrero, 2012 Bab-el-Foutouh, cavases, el cementerio de Karafeh, el mahmil, La caravana de la Meca, Saint Phar
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I. Las bodas coptas – V. El Mousky…                  Pasada la calle y dejando a la izquierda el edificio de las caballerizas, search comienza a notarse la animación de la gran ciudad. La acera que rodea la plaza de El-Esbekieh, pharmacy solo tiene una escuálida hilera de árboles para protegerse del sol; pero altas y hermosas casas de piedra recortan en zig-zag los polvorientos rayos de sol que se proyectan sobre un lado de la calle. El lugar es, check de ordinario, muy abierto y ruidoso, con una multitud de vendedores de naranjas, bananas, caña de azúcar aún verde, cuya pulpa la gente mastica con fruición. También hay cantantes, laudistas, y encantadores de serpientes enroscadas en torno a su cuello. Allí se desarrolla un espectáculo que convierte en reales ciertas imágenes de los extravagantes ensueños de Rabelais. Un vejestorio jovial hace danzar con la rodilla pequeñas figuras cuyo cuerpo está atravesado por unos hilos como muestran nuestros Saboyanos; pero las pantomimas que aquí se escenifican son mucho menos decentes. Y no me refiero al ilustre Caragueuz, que generalmente sólo se representa mediante sombras chinescas. Un círculo maravillado, de mujeres, niños y militares aplaude inocente a estas desvergonzadas marionetas. Más allá, es un domador de monos que ha enseñado a un enorme cinocéfalo a responder con un bastón a los ataques de los perros vagabundos de la ciudad, a los que los niños achuchan contra él. Más lejos, la calle se estrecha y se oscurece por lo elevado de los edificios. Aquí, a la izquierda, se encuentra la cofradía de los derviches giróvagos, que ofrecen al público una sesión todos los martes. Después, tras un amplio portón de carruajes, sobre el que se puede admirar un gran cocodrilo relleno de paja, está la posta desde donde parten las diligencias que atraviesan el desierto, desde el Cairo hasta Suez. Se trata de coches muy ligeros, cuya forma recuerda la del prosaico cuco[1]; las ventanillas, ampliamente recortadas, exponen a todo el pasaje al viento y al polvo; lo que sin duda es una necesidad. Las ruedas de hierro llevan un doble sistema de radios, partiendo de cada extremidad del cubo para ir a juntarse en el estrecho círculo que reemplaza a las llantas. Estas singulares ruedas, más que posarse sobre el suelo, lo cortan. Pero sigamos. Aquí, a la derecha, un cabaret cristiano, es decir, una vasta bodega en donde se da de beber sobre toneles. Ante la puerta está plantado habitualmente un tipo de cara arrebolada y largos mostachos, que representa majestuosamente al franco autóctono, la raza, para decirlo mejor, que pertenece a Oriente. ¿Quién puede saber si se trata de un maltés, italiano, español o marsellés de origen? Lo único certero es su desprecio por las costumbres del país y su conciencia de la superioridad de las noches europeas, que le han inducido a refinamientos con un toque de cierta originalidad en su ajado vestuario. Sobre una levita azul, de la que los desflecados ingleses se han divorciado hace tiempo, incluidos los botones, se le ha ocurrido la idea de atar cordones que se cruzan como alamares. Su pantalón rojo se sumerge en un resto de botas fuertes, armadas de espuelas. Un vasto cuello de camisa y un sombrero blanco chepudo con revueltas verdes, alivian lo que este personaje tendría de demasiado marcial, y le restituye a su carácter civil. El nervio de buey (látigo) que lleva en la mano, aún privilegio exclusivo de los francos y de los turcos, se ejercita con frecuencia a expensas de las espaldas del pobre y paciente fellah. Casi frente al cabaret, la mirada recae sobre un estrecho callejón sin salida, por el que se arrastra un mendigo con los pies y las manos cortadas. Ese pobre diablo implora la caridad de los ingleses que pasan a cada instante, ya que el hotel Waghorn está situado en esa callejuela oscura que conduce al teatro de El Cairo y al gabinete de lectura de Madame Bonhomme, anunciado con un gran letrero escrito en caracteres franceses. Todos los placeres de la civilización se reúnen allí, y desde luego no se puede decir que haya mucho que puedan envidiar los árabes. Seguimos nuestro camino y encontramos una casa con una fachada festoneada de arabescos, único placer hasta el momento del artista y del poeta. Enseguida, la calle forma un ángulo y hay que luchar a brazo partido contra una multitud de asnos, perros, camellos, vendedores de pepinos y mujeres ofreciendo pan. Los asnos trotan, los camellos berrean, los perros se mantienen obstinadamente alineados de espaldas a lo largo de las puertas de los tres carniceros. Este pequeño rincón no estaría exento de peculiarismo árabe, a no ser porque se avista de frente el letrero de una Trattoria llena de italianos y malteses. Y al fin, frente a nosotros, en todo su esplendor, la gran calle comercial del barrio franco, vulgarmente conocida por El Mousky. El primer tramo, cubierto a medias por lonas y tejadillos, presenta dos filas de tiendas bien guarnecidas, en donde todas las naciones europeas exponen sus productos más habituales. Inglaterra domina por los tejidos y vajillas; Alemania, por la ropa de cama; Francia, por la moda; Marsella, por las especias, carnes ahumadas y pequeños y variados objetos. No cito a Marsella con Francia, ya que en Levante no se tarda en comprender que los marselleses forman una nación aparte; dicho esto en el sentido más positivo. Entre los comercios de la industria europea que más atraen la atención de los habitantes más pudientes del Cairo: los turcos reformistas, así como los coptos  y los griegos, hay una cervecería, en donde se puede contrarrestar, con ayuda de un vino de madeira, un oporto y cerveza negra, la acción a veces emoliente de las aguas del Nilo. Otro lugar de refugio contra la vida oriental es la botica Castagnol, en la que con frecuencia los Beys, los Muchias y los Nazirs de origen parisino, se dan cita con los viajeros para encontrar los recuerdos de la madre patria. No es de extrañar ver los sillones de las oficinas e incluso de los bancos del exterior, ocupados por orientales de dudoso origen, de pechera cargada de estrellas de brillantes, que hablan en francés y leen los periódicos, mientras que los Saïs se mantienen cerca y a su disposición con fogosos caballos, enjaezados con monturas bordadas en oro. Esta afluencia se explica también por la vecindad de la posta franca, situada en el callejón que lleva al hotel Domergue. Se viene a esperar todos los días la correspondencia y las novedades que llegan de lejos, según el estado de los caminos, o la diligencia de los mensajeros. El barco de vapor inglés, sólo remonta el Nilo una vez al mes. Estoy llegando al final de mi itinerario, ya que en la botica Castagnol, me encontré con mi pintor del hotel francés, que se estaba haciendo preparar cloruro de oro para un daguerrotipo. Me propuso ir con él para echar una ojeada por la ciudad; así que le di vacaciones al dragomán, que se apresuró a instalarse en la cervecería inglesa, al haberle tomado, gracias a sus anteriores clientes, una afición inmoderada por la cerveza y el whiski. Al aceptar su proposición de dar un paseo, estaba maquinando una idea aún mejor: hacerme conducir hasta el lugar más embrollado de la ciudad, abandonar al pintor con su trabajo, y después errar a la ventura, sin intérprete ni compañero. Esto era algo que hasta ahora no había podido conseguir porque el dragomán se pretendía indispensable y todos los europeos con los que me había encontrado, se empeñaban en mostrarme “las bellezas de la ciudad”. Hay que haber recorrido un poco el “midi” para comprender todo el alcance de este hipócrita ofrecimiento. Si te crees que el amable residente se convierte en guía gracias a su alma bondadosa, no hay que equivocarse, la realidad es que no tiene nada que hacer, que se aburre horriblemente, tiene necesidad de alguien para que le distraiga, para “darle conversación”, pero este sujeto no mostrará nada que uno no hubiese descubierto ya, ni siquiera conoce su ciudad, no tiene ni idea de lo que pasa en ella, lo que busca es un pretexto para el paseo y un medio de aburrirnos con sus comentarios y de distraerse con los nuestros. Por lo demás ¿qué es una hermosa perspectiva, un momento, un curioso detalle, sin el azar de lo imprevisto? Uno de los prejuicios de los europeos en El Cairo es el de no poder dar dos pasos sin ir montado en un jumento y escoltado por un criado. Los asnos son bastante buenos, estoy de acuerdo, trotan y galopan de maravilla; el mulero sirve de parapeto y hace apartarse a la muchedumbre gritando: ¡Ha!, ¡Ha! ,¡Iniglas, Smalac!, o lo que es lo mismo, ¡a derecha!, ¡a izquierda!. A las mujeres que al parecer tienen el oído o la cabeza más dura que los demás transeúntes, el asnero les anda gritando constantemente: ¡Ia, bent! ¡eh, muchacha! de un tono imperioso que resalta debidamente la superioridad del sexo masculino. [1] Antiguo coche de punto.

Esmeralda de Luis y Martínez 27 enero, 2012 27 enero, 2012 El Mousky
“VIAJE A ORIENTE” 027

III. El harem – IV. Primeras lecciones de árabe… Le hice una señal a la esclava para que cogiera una silla, prostate ya que yo había tenido la debilidad de comprar sillas, cialis pero sacudió la cabeza, y comprendí que mi idea era ridícula por la escasa altura de la mesa. Así que puse unos cojines en el suelo, y me senté, invitándola a hacer lo propio al otro lado; pero no hubo manera. Volvía la cabeza y se llevaba la mano a la boca. “Criatura, le dije, ¿es que me quiere usted hacer morir de hambre?”. Pensé que era preferible hablar, aún en la certeza de no ser entendido, que librarse a una ridícula pantomima. Me respondió con algunas palabras que probablemente significaban que no me comprendía, y a las que yo le replicaba: Tayeb. Al menos era un principio de diálogo. Lord Byron decía por experiencia que el mejor medio de aprender una lengua era vivir solo durante cierto tiempo con una mujer*; pero aún habría que añadir algunos libros elementales; de otro modo, sólo se aprenden sustantivos, falta el verbo. Por otra parte es bastante difícil retener las palabras sin escribirlas, y el árabe no se escribe con nuestras letras, o al menos, éstas últimas no dan más que una idea imperfecta de la pronunciación. Y aprender la escritura árabe es algo tan complicado por las elisiones, que el sabio Volney[**] había encontrado más sencillo inventar un alfabeto mixto, cuyo empleo, desgraciadamente no apoyaron otros eruditos.*** A la ciencia le gustan las dificultades, y jamás tiende a vulgarizar mucho el estudio: si uno pudiera ser autodidacta, ¿qué sería e los profesores?. Después de todo, me dije, esta joven, nacida en Java, puede que profese una religión hindú; y no se alimente más que de frutas y hierbas. Le hice una señal de adoración, pronunciando en tono interrogativo el nombre de Brama; que pareció no comprender. De todos modos, mi pronunciación debía ser muy mala. Aún así, me puse a enumerar todos los nombres que sabía relacionados con esa cosmogonía; era igual que si hablara en francés. Entonces comencé a lamentar haber despedido al dragomán. Me irritaba especialmente con el tratante de esclavos por haberme cedido este hermoso pájaro dorado sin decirme lo que había que darle de comer. Le ofrecí únicamente pan, y del mejor que se hace en el barrio franco; y me dijo con un tono melancólico: ¡mafish! Palabra desconocida cuya expresión me entristeció mucho. Recordé entonces a las pobres bayaderas llevadas a París hace unos años, a las que tuve ocasión de ver en una casa de Los Campos Elíseos. Aquellas hindúes sólo tomaban los alimentos que preparaban ellas mismas en vasijas nuevas. Ese recuerdo me tranquilizó un poco, y me resolví a salir, después de comer, con la esclava para aclarar este punto. La desconfianza que me había inspirado el judío hacia mi dragomán había surtido como efecto secundario el que me pusiera en guardia también contra él; lo que me había conducido a esta incómoda situación. Se trataba de encontrar un intérprete de confianza, para por lo menos saber algo sobre mi adquisición. Se me ocurrió por un instante que el Sr. Jean, el mameluco, hombre de una edad respetable. Pero, ¿cómo iba a llevar a esta mujer a un cabaret?. Y tampoco podía dejarla en la casa sola con el cocinero y el criado para ir a buscar al Sr. Jean. E incluso si enviaba afuera a esos dos sirvientes resultaba arriesgado ¿sería prudente dejar a una esclava sola en un recinto clausurado con un cerrojo de madera?. Un ruido de esquilillas resonó en la calle. Vi a través de la celosía a un cabrero con una disdasah azul que llevaba algunas cabras hacia el barrio franco. Se lo mostré a la esclava, que me dijo sonriendo ¡aioua! Lo que interpreté como un sí. Llamé al cabrero, un muchacho de quince años, de tez oscura, ojos enormes, nariz prominente y labios carnosos, como los de las esfinges. Un tipo egipcio de la más pura raza. Entró en el patio con sus animales, y se puso a ordeñar a una de las cabras en una jarra de cerámica nueva que le mostré a la esclava antes de dársela. A lo que me obsequió con un nuevo ¡aioua!, y miró desde lo alto de la galería, aunque velada, el quehacer del cabrero. Hasta aquí, todo fácil, como un idilio, y hasta encontré de lo más natural que ella le dirigiera al cabrerillo estas dos palabras: ¡talé bukra!, pues comprendí que le pedía que volviera mañana. Cuando el cabrero llenó todo el jarro, me miró con un aire más bien de salvaje, gritándome: ¡at foulouz!. Yo ya había frecuentado bastante a los que alquilaban burros como para entender lo que aquello significaba: “Dame dinero”. Cuando hube pagado, gritó de nuevo ¡bakchis!, otra de las expresiones favoritas del egipcio, que reclama una propina por cualquier motivo. Le respondí ¡talé bukra! Como había oído a la esclava; y con esto se alejó satisfecho. Así es como se aprenden las lenguas, poco a poco. La esclava se contentó con beber la leche sin querer mojar pan. No obstante, el que se tomara ese ligero refrigerio me tranquilizó un poco, ya que me estaba temiendo que no fuera a pertenecer a esa raza javanesa que se alimenta de una especie de tierra grasa, comida que, es muy posible, no habría podido procurarme en El Cairo. Después mandé a buscar los burros y le indiqué a la esclava que cogiera su manto milayeh. Lanzó una ojeada despectiva al tejido de algodón (quadrillé?), lo que más se llevaba en El Cairo, y me dijo: ¡An’ aouss habbarah!****. ¡Qué rápido se aprende! Entendí al momento que ella esperaba vestirse de sedas en lugar de algodón; es decir, con la ropa de las grandes damas, en lugar de la de las simples burguesas. Le contesté con un vigoroso ¡Lah! ¡Lah!, acompañado de una sacudida de mano y moviendo la cabeza a la manera de los egipcios. * “Don Juan”. II. 164 (GR) ** Constantin-François Chassebœuf de La Giraudais, conde de Volney, conocido simplemente como Volney (Craon, Anjou, 3 de febrero de 1757 – París, 25 de abril de 1820), fue un escritor, filósofo, orientalista y político francés. Fue amigo de Cabanis y de Destutt de Tracy y, en su obra, el heredero del racionalismo de Helvétius y de Condorcet. Después de estudiar derecho y medicina, viajó por el Líbano, Egipto y Siria, viaje que relató en Viaje por Egipto y Siria (1788). Poco antes de ese viaje, adoptó el seudónimo de Volney, forma contraída de Voltaire y Ferney. En los albores de la Revolución Francesa, es representante por el Tercer Estado en los Estados Generales de 1789 (rechazando sentarse en las filas de la nobleza), y fue secretario de la Asamblea Nacional Constituyente en 1790. Es autor de Ruinas o Meditaciones sobre las revoluciones de los imperios (1791), su obra más famosa, en la que proclama un ateísmo tolerante, la libertad y la igualdad. Napoleón le otorgó el título de conde, y durante el reinado de Luis XVIII fue senador y miembro de la Cámara de los Pares, aunque siguió defendiendo ideas liberales. Entre sus obras destacan una Cronología de Heródoto (1781), Nuevas investigaciones sobre historia antigua (1814) y diversos trabajos sobre el hebreo (http://es.wikipedia.org/wiki/Conde_de_Volney)  *** VOLNEY, “L’Alfabet européen appliqué aux langues asiatiques (1819)”. Su “Voyage en Egypte et en Syrie pendant les années 83-85” (1787) fue muy leido en el s. XIX y era conocido por Nerval. **** “Yo me cubro con una habbarah” (GR) – “Yo quiero una habbarah” (EDL)  

Esmeralda de Luis y Martínez 11 febrero, 2012 11 febrero, 2012 aioua, aouss habbarah, disdasah, foulouz, mafish, talé bukra, Volney
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