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“VIAJE A ORIENTE” 049

VI. La Santa Bárbara – V. Idilio…  Hacia la tercera jornada de nuestra travesía habríamos tenido que avistar ya la costa siria, seek pero durante esa mañana apenas nos habíamos movido del sitio, pharm y el viento, que se levantaba a las tres de la tarde, hinchaba la vela a bocanadas, para dejarla poco después caer a lo largo del mástil. Aquello no parecía inquietarle demasiado al capitán, que repartía su tiempo libre entre el ajedrez y una especie de guitarra con la que se acompañaba siempre la misma canción. En Oriente, cada cual tiene su tonada favorita, y la repite sin cesar desde la mañana hasta la noche, y así hasta que se aprende otra más moderna. También la esclava había aprendido en El Cairo no sé qué cancioncilla de harén cuyo estribillo se repetía constantemente en una melopea arrastrada y soporífera. Eran, creo recordar, los dos versos siguientes: “Ya kabibé! Sakel nô!… “Ya makmouby! ya sidi!…” Comprendía algunas palabras, pero la de kabibé  faltaba en mi vocabulario. Pregunté por su significado al armenio, que me respondió: “Eso quiere decir pequeño gracioso. Añadí este nuevo término a mi glosario con su explicación, tal y como debe hacerse cuando uno quiere instruirse. Por la tarde, el armenio me dijo que estaba molesto porque el viento no mejorase, y que esto le inquietaba un poco. ¿Por qué? Le pregunté. El único riesgo es que nos quedemos aquí dos días más, eso es todo, y decididamente estamos muy bien en este barco. –   No es eso, me dijo, es que nos podría faltar el agua. –   ¡Faltar el agua! –   Sin duda; usted no tiene ni la menor idea de la desidia de estas gentes. Para proveerse de agua, habría sido necesario enviar una barca hasta Damieta, ya que la desembocadura del Nilo es salada; y como la ciudad estaba en cuarentena, han tenido miedo de todas las formalidades que había que pasar…al menos, eso es lo que dicen, pero, en el fondo, ni siquiera han pensado en ello. –   Es asombroso, dije, el capitán canta como si nuestra situación fuera de las más normales”; y con éstas me fui con el armenio a preguntarle sobre este asunto. El capitán se levantó, y me enseñó los toneles de agua enteramente vacíos, salvo uno de ellos que aún podría tener unas cinco o seis botellas de agua; después se marchó y volvió a sentarse sobre la chopa, y, volviendo a coger la guitarra, comenzó de nuevo su eterna canción echando hacia atrás la cabeza y apoyándola sobre la borda. A la mañana siguiente, me desperté temprano, y subí hasta el puente de proa con la idea de ver si era posible avistar las costas de Palestina; pero aunque limpié mi binocular, la línea extrema del mar era tan nítida como la hoja curva de un sable damasceno. Incluso era muy probable que no nos hubiéramos movido del sitio desde la víspera. Volví a descender, y me dirigí a la parte de atrás. Todo el mundo dormía tranquilo; sólo el joven grumete estaba levantado y se lavaba la cara y las manos con el único agua potable que quedaba de nuestro tonel. No pude evitar manifestarle mi indignación. Le dije o creí hacerle comprender que el agua del mar  era lo bastante buena como para asearse un sinvergüencilla de su especie, y queriendo formular esta expresión, me serví del término de ya kabibé, que había anotado. El muchacho me miró sonriendo, y no pareció muy afectado por la reprimenda. Pensé que lo había pronunciado mal, y no volví a pensar en ello. Horas más tarde, en ese momento tras la cena, en que el capitán Nicolás le pedía al grumete que trajera una enorme cántara de vino de Chipre, a la que sólo estábamos invitados a tomar parte, el armenio y yo, en calidad de cristianos (los marineros, por un respeto mal interpretado de la ley de Mahoma, no bebían más que un aguardiente de anís) el capitán se puso a hablarle en voz baja al oído al armenio.      “Quiere, me dijo el armenio, hacerle una proposición. –   Pues adelante. –   Dice que es delicado, y espera que no se moleste si ésta no le place. –    En absoluto. –    ¡Pues bien! Le pide si quiere usted cambiar a la esclava por su ya ouled (el jovencito) de su pertenencia.” Estuve a punto de soltar una carcajada; pero el talante serio de ambos Levantinos me desconcertó. Creí ver en el fondo una de esas perversas bromas que los Orientales no se permiten hacer más que en situaciones en donde un franco difícilmente les haría arrepentirse. Así se lo dije al armenio, que me respondió extrañado: –   “Pues no; habla totalmente en serio; el muchachito es muy blanco y la mujer morena, y añadió con aire de concienzuda apreciación, le aconsejo que se lo piense, el jovencito vale tanto como la mujer.” No estoy acostumbrado a extrañarme con facilidad: aparte de que sería una pérdida de tiempo en estos países. Me limité a responder que ese trato no me interesaba. A continuación, como yo me mostré con cierto humor, el capitán dijo al armenio que estaba enfadado por su indiscreción, ya que había creído agradarme. Yo no entendía bien cuál era su idea, y tuve la impresión de detectar una cierta ironía a través de  su conversación: entonces presioné al armenio para que se explicara con claridad sobre este asunto. –     “¡Pues bien! – me dijo el armenio- el capitán asegura que esta mañana usted ha hecho algunos  avances al ya ouled; al menos es lo que éste le ha contado. –      ¿¡Yo!? grité. Yo le he llamado pequeño desvergonzado porque se lavaba las manos con nuestra agua de beber; y justamente en contra de lo que ustedes piensan, yo estaba furioso con él.” La extrañeza del armenio hizo que me diera cuenta de que en este asunto había uno de esos absurdos “quiproquo” filológicos tan corrientes entre las personas que hablan una lengua con mediocridad. La palabra kabibé, que había traducido el armenio el día antes de una manera peculiar, tenía, justo al revés, el significado más encantador y amoroso del mundo. No sé porqué la expresión pequeño sinvergüenza le había parecido trasladar perfectamente esta idea al francés. Nos volcamos por encontrar una nueva traducción corregida del estribillo cantado por la esclava, y que, decididamente, significaba poco más o menos:  “¡Oh, mi querido, mi bien amado, mi hermano, mi señor!” Porque así es como comienzan casi todas las canciones de amor árabes, susceptibles de las interpretaciones más diversas, y que recuerdan a los comerciantes el equívoco clásico de la égloga de Corydon[1]. [1] Virgilio, Las Bucólicas. 2: “Formosum pastor Corydon ardebat Alexim…”

Esmeralda de Luis y Martínez 19 febrero, 2012 19 febrero, 2012 Corydon, kabibé o problemas de un malentendido lingüístico, la proposición: una esclava por un grumete
“VIAJE A ORIENTE” 048

VI. La Santa Bárbara – IV. “Andare sul mare”[1]… Y por fin comenzamos la navegación: veíamos empequeñecer, tadalafil descender y desaparecer bajo el azul nivel del mar esa franja de arena que encuadra tan tristemente los esplendores del viejo Egipto: el resplandor polvoriento del desierto era lo único que quedaba en el horizonte; las aves del Nilo nos acompañaron durante algún tiempo, search después, pilule una tras otra, nos fueron abandonando, como para ir a reunirse con el sol que descendía hacia Alejandría. Sin embargo, un astro brillante gravitaba poco a poco por el arco del cielo y lanzaba sobre las aguas reflejos de incendio. Era el lucero vespertino, Astarté, la antigua diosa de Siria, que brillaba con un resplandor incomparable sobre estas aguas sagradas que siempre la reconocen. ¡Muéstrate propicia, oh, divinidad!, que aun no poseyendo la pálida tez de la luna, destellas en la lejanía y arrojas tu dorado resplandor sobre el mundo como un sol nocturno!.  Después de todo, una vez pasada la primera impresión, el aspecto interior de la Santa-Bárbara no dejaba de ser pintoresco. Desde el primer día nos aclimatamos perfectamente, y las horas se deslizaban, tanto para nosotros, como para la tripulación, en la más perfecta indiferencia sobre el futuro. Me parecía que la nave surcaba las aguas como las de los antiguos navegantes, durante el día con el curso del sol, y llegada la noche, siguiendo el de las estrellas. El capitán me mostró una brújula, pero estaba totalmente desequilibrada. Este buen hombre poseía una expresión a la vez dulce y resuelta, impregnada de una peculiar inocencia que me hacía confiar más en él mismo que en su navío. No obstante me confesó que había sido un poco pirata, pero solamente durante la época de la independencia helénica. Me lo dijo tras invitarme a compartir su cena, compuesta por una fuente con una pirámide de arroz, en la que cada cual se servía con una pequeña cuchara de madera. Lo que ya era un progreso en relación a la manera de comer de los árabes, que sólo utilizan los dedos. Una botella de barro llena de vino de Chipre, de ese que llaman vino de Commanderie[2], corrió tras la cena; durante la que el capitán, ahora más locuaz, tuvo a bien, siempre con la ayuda del joven armenio, ponerme al día de sus negocios. Después de preguntarme si sabía latín, sacó de un estuche un aparatoso pergamino que contenía los títulos más evidentes de la moralidad de la bombarda. Quería saber en qué términos había sido extendido ese documento. Me puse a leerlo y me enteré de que “Los padres-secretarios de Tierra Santa apelaban a la bendición de la Virgen y de los santos sobre el navío, y certificaban que el capitán Alexis, griego católico, natural de Taraboulous (La Trípoli de Siria) había cumplido siempre con sus deberes religiosos”. “Han puesto Alexis, me comentó el capitán, pero es Nicolás lo que tenían que haber puesto; se han equivocado al escribirlo”. Le di mi conformidad, pensando para mis adentros que si no tenía una patente oficial, más le valdría evitar los puertos europeos. Los turcos se contentan con poco: el sello rojo y la cruz de Jerusalén estampados sobre esa profesión de fe debía ser suficiente, siempre que mediara un bakchis para satisfacer las necesidades de la legalidad musulmana. Nada más alegre que una sobremesa en el mar acompañada por el buen tiempo: la brisa es suave, el sol gira en torno a la vela, cuya sombra fugitiva nos obliga a cambiar de sitio de vez en cuando; finalmente esa sombra desaparece, proyectando sobre la mar su frescura inútil. Una sombra, que habríamos podido seguir disfrutando, de haber extendido una simple tela para proteger este espacio, pero a nadie parecía importarle: el sol doraba nuestras frentes como frutos maduros. Aquí era donde triunfaba la belleza de la esclava javanesa. En ningún momento se me había ocurrido que se velara, por ese sentimiento absolutamente natural de cualquier francés que tuviera una mujer, de no tener derecho a ocultarla. El armenio se había sentado cerca de ella junto a los sacos de arroz, mientras yo observaba al capitán jugar al ajedrez con el piloto, y le dijo varias veces con un falsete infantil: Ke ya, siti!”, que creo que significaba algo así como: “Y bien, señora!”. Ella se quedó algún tiempo sin responder, con esa fiereza que respiraba su compostura habitual; después, acabó por volverse hacia el joven, y comenzó la conversación. En ese momento, comprendí lo que había perdido al no poder hablar árabe con fluidez. Su frente resplandeció, sus labios sonrieron, y pronto se abandonó a ese chismorreo inefable que en todos los países es, a lo que parece, una necesidad para la más bella parte de la humanidad. Yo estaba feliz, además, por haberle procurado ese placer. El armenio parecía muy respetuoso y, de vez en cuando se volvía hacia mí; sin duda le estaba contando cómo yo la había encontrado y acogido. No hay que aplicar nuestras ideas a lo que pasa en Oriente, y creer que entre hombre y mujer una conversación se convierte de inmediato en algo criminal. Hay en su carácter mucha más simplicidad que en el nuestro; estaba persuadido de que se trataba únicamente de un charloteo despojado de sentido. La expresión de sus caras y la comprensión de algunas palabras aquí y allá, me indicaban suficientemente la inocencia de ese diálogo; además me había quedado absorbido por la observación del juego de ajedrez (¡y qué jugadas!) del capitán y su piloto. Yo me comparaba mentalmente con esos esposos amables que, en una reunión, sentados ante los tableros de juego, dejaban cotorrear o danzar sin inquietud a las mujeres y a los jóvenes. Y por lo demás, ¿qué era ese armenio, un pobre diablo recogido entre los juncales de la ribera del Nilo, comparado con un francés que venía de El Cairo y que había llevado la existencia de un mirliva (general), según estimaban los truchimanes y todo el barrio?. Si, por una monja, un jardinero es un hombre, como se decía en Francia el siglo pasado, no hay que pensar que el primero que llegue, signifique algo para una cadine musulmana. Hay en las mujeres educadas de una manera natural, como en las aves magníficas, un cierto orgullo que las defiende sobre todo de la vulgar seducción. Por otra parte, me parecía que abandonándola a su propia dignidad, me aseguraba la confianza y entrega de esta pobre esclava, que en el fondo, tal y como he dicho, yo consideraba libre desde el momento en que había dejado la tierra de Egipto y había pisado un barco cristiano. ¡Cristiano! ¿es el término exacto? Toda la tripulación de la Santa-Bárbara estaba formada por marineros turcos; el capitán y su segundo representaban a la iglesia romana, el armenio a una herejía cualquiera, y yo mismo… pero quién sabe lo que pueda representar en Oriente un parisino nutrido con ideas filosóficas, un hijo de Voltaire, un impío, para estas buenas gentes[3]? Cada mañana, en el momento en que el sol se dejaba ver en el horizonte del mar, y cada tarde, en el instante en que su disco, invadido por la línea sombría de las aguas, se eclipsaba en un minuto, dejando en el horizonte ese tinte rosado que se funde deliciosamente en el azul, los marineros se reunían en una única fila, mirando hacia la lejana Meca, y uno de ellos comenzaba a entonar la llamada a la oración, como habría podido hacer un honorable almuédano desde lo alto de los minaretes. No podía impedir a la esclava que se uniera a esta efusión religiosa tan emocionante y solemne; desde el primer día, nos vimos de este modo divididos en confesiones diversas. El capitán, por su parte, rezaba sus oraciones de vez en cuando a una imagen colgada en el mástil, que bien podría ser la patrona del navío, Santa Bárbara; el armenio, al levantarse, después de lavarse la cabeza y los pies con su jabón, mascullaba letanías en voz baja; yo era el único, incapaz de engañar a nadie, que no ejecutaba ninguna genuflexión, y me daba cierta vergüenza aparecer tan poco religioso ante aquellos hombres. Hay, entre los orientales, una tolerancia mutua por las religiones diversas, cada uno colocándose simplemente en un rango superior en la jerarquía espiritual, pero admitiendo que los otros pueden bien, en última instancia, ser dignos de servirles de escabel; el que es simplemente un filósofo perturba esta combinación: ¿dónde clasificarlo? El Corán mismo, que maldice a los idólatras y a los adoradores del fuego y las estrellas, no ha previsto el escepticismo de nuestro tiempo. [1] Recuerda a Hoffmann en “Ah senza amare, andare sul mare…” en su obra Doge et Dogaresse. [2] Así aparece en el texto original. En la nota de Jeanneret, se dice que de ese modo se llamaba al vino de Chipre. [3] Nerval se lamenta con frecuencia de la incertidumbre de su educación religiosa: ver Sylvie, cap. I y Aurelia II, I y 4.

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“VIAJE A ORIENTE” 047

VI. La Santa Bárbara – III. La Bombarda…  Seguimos aún por el curso del Nilo a lo largo de una milla; las orillas llanas y arenosas se extendían hasta perderse de vista, sales y el boghaz que impide a los barcos llegar hasta Damieta, a esas horas no oponía más que una barrera casi insensible. Dos fortalezas protegen esta entrada, con frecuencia abierta en la Edad Media, pero casi siempre fatal para los navíos. Los viajes por mar están en la actualidad, gracias al vapor, tan desprovistos de peligro, que no sin cierta inquietud se aventura uno en un barco de vela. Aquí renace la suerte fatal que proporciona a los peces su revancha a la voracidad humana, o al menos la perspectiva de errar durante diez años por costas inhóspitas, como los héroes de La Odisea o de La Eneida. Pero si alguna vez un barco primitivo ha sido sospechoso de estas fantasías surcando las aguas azules del golfo sirio, ese es la bombarda bautizada con el nombre de Santa-Bárbara, la que responde a su ideal más puro. En cuanto avisté desde lejos aquella sombría carcasa, parecida a un barco de carbón, elevando sobre un único mástil la larga verga emparejada con una sola vela triangular, comprendí que había empezado el viaje con mal pie, y al instante pensé en rechazar aquel medio de transporte. Pero, ¿cómo hacerlo? Volver a una ciudad y hacer frente a la peste para esperar a que pasara un bergantín europeo (ya que los barcos de vapor no cubren esta línea) no parecía una opción más afortunada. Miré a mis compañeros, que no aparentaban descontento ni sorpresa; el jenízaro parecía convencido de haber arreglado bien las cosas; ningún atisbo de burla se reflejaba en los rostros bronceados de los remeros de la djerme; con que deduje que aquel navío no tenía nada de ridículo ni de imposible dentro de las costumbres del país. A pesar de que ese aspecto de galeota deforme, de zueco gigantesco hundido en el agua hasta la borda a causa del peso de los sacos de arroz, no auguraba una travesía rápida. A poco que los vientos nos fueran contrarios, corríamos el riesgo de ir a conocer la inhóspita patria de los Lestrigones, o las rocas de pórfido de los antiguos Feacios. ¡Oh, Ulises!, ¡Telémaco!, ¡Eneas!, ¿estaba yo destinado a verificar personalmente vuestro falaz itinerario?. Mientras la djerme abordaba al navío, nos arrojaron una escala de cuerdas atravesadas con palos, y de esa guisa nos vimos izados a la cubierta e iniciados a las alegrías del interior. Kalimèra (buenos días), dijo el capitán, vestido igual que sus marineros, pero dándose a conocer por ese saludo en griego, mientras se ocupaba en que se dieran prisa en embarcar todas las mercancías, bastante más importantes que las nuestras. Los sacos de arroz formaban una montaña sobre la popa, tras la cual, una pequeña porción de la cubierta estaba reservada al timonel y al capitán; era totalmente imposible pasearse por allí sin pasar por encima de los sacos, ya que en medio del barco estaba la chalupa y los costados los ocupaban las jaulas con las gallinas; tan solo quedaba un espacio y muy estrecho, delante de la cocina, confiada a los cuidados de un joven grumete bastante avispado. En cuanto éste vio a la esclava, gritó: ¡kokona! ¡kali! ¡kali! (¡una mujer!, ¡bella!, ¡bella!) Este joven se apartaba de los modales reservados de los árabes, que no permiten que parezca que se note la presencia de una mujer o de un niño. El jenízaro había subido con nosotros y velaba el cargamento de las mercancías del cónsul. “Ah, le dije, ¿dónde nos van a alojar? Usted me dijo que nos darían el camarote del capitán.- Quédese tranquilo, respondió, una vez colocados todos los sacos, usted estará bien.” Tras lo cual, nos dijo adiós y descendió a la djerme, que no tardó en alejarse. Así que aquí estamos, sólo dios sabe por cuánto tiempo, sobre una de esas embarcaciones sirias que se despedazan contra la costa, igual que una cáscara de nuez, a la más mínima tempestad. Habría que esperar al viento del oeste por más de tres horas para izar la vela. En el intervalo, se comenzó a almorzar. El capitán Nicolás había dado órdenes, y su arroz cocía sobre el único hornillo de la cocina; nuestro turno llegaría más tarde. Mientras tanto yo andaba buscando donde podría estar situado el famoso camarote del capitán que se nos había prometido, y encargué al armenio que se informara a través de su amigo, que por cierto no había dado ninguna señal de reconocerle hasta el momento. El capitán se levantó fríamente y nos condujo hasta una especie de pañol situado bajo el puente superior de proa, al que sólo se podía acceder doblado en dos, y cuyas paredes estaban cubiertas de esa especie de grillos rojos, de un dedo de largo, llamados cancrelats (cucarachas), atraídos sin duda por un anterior cargamento de azúcar o de melaza. Reculé atemorizado y puse cara de enfado. “Éste es mi camarote, me dijo el capitán; pero no le aconsejo que lo utilice, a menos que comience a llover. Pero le voy a mostrar un lugar mucho más fresco y conveniente.” Entonces, me condujo cerca de la gran chalupa colgada con cuerdas entre el mástil y la proa, y me hizo mirar en su interior. “Aquí, dijo, estará usted mejor acomodado; tiene un colchón de algodón que puede extender de uno a otro extremo, y haré disponer sobre todo ello unas lonas que formen una tienda de campaña; ahora, vea usted lo bien y espaciosamente acomodado que está, ¿no es así?”. Habría hecho mal en no estar de acuerdo con él; pues aquel sitio era seguramente el más agradable de todo el barco para una temperatura africana, además de ser el espacio más aislado que se podía escoger.

Esmeralda de Luis y Martínez 19 febrero, 2012 19 febrero, 2012 El boghaz, el capitán Nicolás, Eneas, las cancrelats o cucarachas, Telémaco, Ulises
“VIAJE A ORIENTE” 046

VI. La Santa Bárbara – II. El lago Menzaleh…  Habíamos dejado a la derecha el poblado de Esbeh, ailment construído con adobes, discount y en donde se distinguen los restos de una antigua mezquita y las ruinas de arcos y torres pertenecientes a la antigua Damieta, destruida por los árabes en la época de San Luis, por estar bastante expuesta a los ataques por sorpresa. El mar bañaba los muros de aquella ciudad, que ahora se encuentra a una milla de la actual. Es la superficie que más o menos gana la tierra de Egipto al mar cada seiscientos años. Las caravanas que atraviesan el desierto para pasar a Siria encuentran en algunos puntos huellas regulares que dejan ver, de trecho en trecho, ruinas antiguas sepultadas por la arena, que en ocasiones el viento del desierto se complace en descubrir de nuevo. Estos espectros de ciudades despojadas durante un momento de su mortaja polvorienta atemorizan la imaginación de los árabes, que atribuyen su construcción a los genios. Los sabios europeos han encontrado, siguiendo su trazado, una serie de ciudades que fueron construidas junto al mar bajo las dinastías de los reyes pastores, o de los conquistadores tebanos. Gracias al cálculo de esta retirada de las aguas, junto con el estudio de las huellas dejadas en el limo por los diferentes estratos del Nilo, en los que se pueden contar las marcas formadas por las distintas erosiones, se puede llegar a la conclusión de que la tierra de Egipto se remonta a una antigüedad de unos cuarenta mil años. Esto concuerda mal con el Génesis; a pesar de que esos largos siglos consagrados a la acción mutua de la tierra y las aguas hayan podido constituir lo que las sagradas escrituras llaman “materia sin forma”[1], la organización de los seres, único principio verdadero de la creación. Habíamos llegado al borde oriental de la lengua de tierra en la que se encuentra Damieta; la arena por la que pasábamos brillaba en algunos tramos, y me parecía contemplar  charcos de agua congelados, cuya superficie vidriosa aplastaban nuestro pies; eran costras de sal marina. Una cortina de esbeltos juncos, tal vez de los que antaño proporcionaran los papiros, nos ocultaba aún la orilla del lago; por fin llegamos a un puerto marcado por las barcas de los pescadores, y desde allí me pareció ver el mar en un día de calma. Solo las islas lejanas, teñidas de rosa por el sol de levante, coronadas aquí y allá por cúpulas y minaretes, indicaban un lugar más apacible, y barcas de vela latina circulaban a centenares sobre la superficie lisa de las aguas. Era el lago Menzaleh, el antiguo Mareotis, en donde las ruinas de Tanis aún ocupan la isla principal, y en la que Pelusa acotaba la el extremo fronterizo de la vecina Siria; Pelusa, la antigua puerta de Egipto por donde pasaron Cambises, Alejandro y Pompeyo, éste último, como bien sabemos, para encontrar allí la muerte. Lamentaba no poder recorrer el alegre archipiélago sembrado entre las aguas del lago, y asistir a alguna de las magníficas pescas que suministran de pescado a todo Egipto. Pájaros de especies variadas planean sobre este mar interior, nadan cerca de las orillas, o se refugian entre el follaje de los sicómoros, las casias y los tamarindos; los riachuelos y canales de irrigación que atraviesan por todas partes los arrozales ofrecen una gran variedad de vegetación marismeña, en donde cañaverales, juncos, nenúfares y sin duda también el loto de los antiguos, emergen del agua verdinosa y zumban con el vuelo de los insectos perseguidos por las aves. Así se cumple el eterno movimiento de la primitiva naturaleza en donde luchan espíritus fecundadores y asesinos. Cuando, después de haber atravesado la llanura, remontamos sobre el espigón, escuché de nuevo la voz del joven que me había hablado, y que continuaba repitiendo: Yélir, Yélir, Istanboldan!!”. Temía haberme equivocado al rechazar su petición, y quise conversar de nuevo con él preguntándole sobre el significado de lo que cantaba. “Es, me dijo, una canción que se compuso en la época de la masacre de los genízaros[2]. Me acunaron con esa canción.” ¿Cómo, me dije a mí mismo, esas dulces palabras, ese aire lánguido pueden encerrar ideas de muerte y de carnicería? Esto nos aleja un poco de la égloga. La canción venía a decir algo así: Viene de Estambul, el firman (el que anunciaba la disolución de los jenízaros)! Un barco lo trae, – Ali-Osmán lo espera; un barco llega, pero el firman no viene; todo el pueblo está en la incertidumbre. Un segundo barco arriba; por fin era el que esperaba Alí-Osmán. Todos los musulmanes visten sus mejores galas y se van a divertir al campo, porque esta vez sí que llegó el firman!   ¿Para qué profundizar más? Habría preferido ignorar el significado de esa letra. En lugar de una canción pastoral o del sueño de un viajero que piensa en Estambul, solo tenía en la memoria una insulsa cancioncilla política. “Me hubiera gustado, le dije en voz baja al joven, dejarle subir a la djerme, pero su canción habría podido contrariar al jenízaro, aunque hiciera como si no la comprendiera… –   ¿Él un jenízaro? Me dijo. No queda ninguno en todo el imperio; los cónsules dan aún ese nombre, por la costumbre, a sus cavas (guardaespaldas) pero ese no es más que un albanés, al igual que yo soy un armenio. No me quiere, porque cuando yo estaba en Damieta me ofrecí para guiar a unos extranjeros y enseñarles la ciudad, y ahora me voy a Beirut.” Le convencí al jenízaro de que su resentimiento no tenía fundamento alguno. “Pregúntele si él tiene con qué pagar su pasaje para el barco. –   El capitán Nicolás es mi amigo”, respondió el armenio. El jenízaro sacudió la cabeza, pero no hizo ninguna otra observación. El joven se levantó lentamente, recogió un pequeño paquete que apenas se veía bajo su brazo y nos siguió. Todo mi equipaje había sido ya transportado a la djerme, que se veía con una pesada carga. La esclava javanesa, a la que el placer de cambiar de lugar no le producía ninguna nostalgia del recuerdo de Egipto, palmoteaba alegremente con sus morenas manos, viendo que íbamos a partir y cuidaba del acomodo de las jaulas de gallinas y de palomas. El temor de que falte comida actúa fuertemente sobre estas almas simples. Por lo demás, el estado sanitario de Damieta no nos había permitido reunir provisiones más variadas; y aunque el arroz no faltaba, quedábamos obligados a pasar toda la travesía a base de este alimento.   [1] Génesis I,2: La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo, y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas. [2] El poderoso ejército de los jenízaros fue exterminado por el Sultán Mahmud II el 12 de junio de 1826.

Esmeralda de Luis y Martínez 19 febrero, 2012 19 febrero, 2012 Alejandro, Cambises, cavas., Damieta, El lago Menzaleh o Mareotis, Esbeh, los jenízaros, Pelusa, Pompeyo, Tanis
“VIAJE A ORIENTE” 045

VI. La Santa Bárbara – I. Un compañero… –                     Istamboldan! Ah! Yélir firman! –                     Yélir, site Yélir, Istanboldan[1]! Era una voz grave y dulce a la vez; una voz que bien podría pertenecer a un hombre rubio o a una joven morena; de un timbre fresco y penetrante, resonando como un canto de cigarra, alterado a través de la bruma polvorienta de una mañana de Egipto. Había entreabierto, para escucharlo mejor, una de las ventanas de la barcaza, cuya celosía dorada se recortaba sobre una costa árida. Estábamos ya lejos de los llanos cultivados y de los ricos palmerales que rodean Damieta. Habiendo salido de esta ciudad al caer la noche, llegamos en poco tiempo a las orillas de Esbeh, escala marítima y primitivo emplazamiento de la ciudad de los cruzados. Apenas me desperté, extrañado de no ser mecido por las olas, cuando aquel canto seguía sonando a intervalos, como procedente de alguien sentado sobre la arena, pero oculto por lo alto de la ribera. Y la voz resonaba de nuevo con una dulzura melancólica: –                      Kaïkélir! Istamboldan!… –                      Yélir, Yélir, Istanboldan!” Tenía la sensación de que ese cántico celebraba a Estambul en un lenguaje nuevo para mí, una lengua que no tenía las roncas consonantes del árabe o del griego, de las que mi oído se encontraba tan fatigado. Esa voz era el anuncio lejano de nuevas poblaciones, de nuevas orillas; ya podía entrever, como en un espejismo, a la reina del Bósforo entre sus aguas azules y su umbrosa vegetación… ¿lo iba a sentir?. Ese contraste con la naturaleza monótona y quemada de Egipto me atraía irresistiblemente; así que me dispuse a dejar para más tarde los llantos por las orillas del Nilo; y bajo los verdes cipreses de Péra, recurrir al refugio de mis adormecidos sentidos a causa del verano, con el aire vivificante de Asia. Afortunadamente, la presencia en el barco del jenízaro al que nuestro cónsul había encargado que me acompañara, me aseguraba una próxima partida. Esperábamos la hora favorable para pasar el boghaz, es decir, la barra formada por las aguas del mar luchando contra el curso del río, y una djerme, cargada de arroz, que pertenecía al cónsul, debía transportarnos a bordo de la Santa-Bárbara, anclada a una milla mar adentro. Mientras tanto, la voz continuaba: –  Ah! Ah! Drommatina! –   Drommatina dieljédélim!…”    ¿Qué podrían significar esas palabras? Me dije; debe ser turco, y pregunté al jenízaro si él lo entendía. “Es un dialecto de las provincias, respondió; yo sólo entiendo el turco de Constantinopla; en cuanto a la persona que canta, no es nada del otro mundo: un pobre diablo sin asilo, un banian!” Siempre he observado con tristeza el desprecio constante que el hombre dedicado a tareas serviles siente hacia el pobre que busca fortuna o que vive libre. Salimos del barco y en lo alto de una colina distinguí a un hombre joven acostado indolentemente en medio de unas matas de juncos secos. Vuelto hacia el sol naciente, que perforaba poco a poco la bruma extendida sobre los arrozales, continuaba con su canción, de la que yo iba recogiendo con facilidad las palabras repetidas por numerosos estribillos: –   Déyouldoumou! Bourouldoumou! –    Aly Osman yadjénamdah!” Hay en algunas lenguas meridionales un cierto encanto silábico, una gracia de entonación, más adecuada a la voz de las mujeres y de los muchachos jóvenes, que podría quedarse escuchando uno durante horas aunque no entendiera el significado de la canción. Y después, esa voz lánguida, esas modulaciones temblorosas que recuerdan a nuestras viejas canciones de los pueblos; todo ello me entusiasmaba por lo poderoso del contraste y de lo inesperado; algo de pastoril y de ensueño amoroso surgía para mí de esas palabras ricas en vocales y cadencias como los cantos de los pájaros. Esto puede ser, pensaba, alguna tonada de un pastor de Trebisonda o del Mármara. Me parecía escuchar palomas zureando sobre las ramas de los tejos.  Esas canciones se deben cantar en los pequeños valles azulados, donde las aguas dulces aclaran con reflejos de plata las ramas sombrías del alerce; donde las rosas florecen sobre altas matas, y donde las cabras se empinan sobre verdosas rocas como en un romance de Teócrito. Mientras tanto, yo me había aproximado al joven que al fin se dio cuenta de mi presencia y, levantándose, me saludó diciendo: “Bonjour monsieur” (buenos días, señor) Era un hermoso muchacho de rasgos circasianos, ojos negros, tez blanca y de pelo muy corto y rubio, pero no afeitado a la manera árabe. Una larga túnica de tela listada, un abrigo de guata gris, componían su vestuario, y un simple tarbouch de fieltro rojo le servía de sombrero; tan sólo su tamaño algo mayor y su borla mejor tupida de seda azul, que la de los bonetes egipcios, indicaba que era un hombre de los de Abdul-Medjid[2]. Su cinturón, fabricado con un retal de cachemira barato, llevaba, en lugar de la colección de pistolas y puñales que todo hombre libre o servidor liberto exhibe en el pecho, una escribanía de cobre de medio pie de longitud. El mango de este instrumento oriental, contiene la tinta, y la vaina los cálamos que sirven de plumas (calam) Desde lejos, esto puede pasar por un puñal, pero es la insignia pacífica de un simple hombre de letras. De pronto, me sentí lleno de satisfacción al encontrar a este camarada, y tuve algo de vergüenza de mi atuendo guerrero que, al contrario que el suyo, disimulaba mi profesión. –                     “¿Vive usted en este país? Pregunté al desconocido.  –                     No señor, yo he viajado con usted desde Damieta. –                     Cómo… ¿conmigo? –                     Sí, los remeros me han recibido en la embarcación y me han traído hasta aquí. Habría deseado presentarme ante usted, pero como estaba acostado… –                     Está bien, le dije, y ¿adónde va usted así? –                     Vengo a pedirle permiso para pasar también a la djerme y llegar hasta el barco que va a tomar usted. –                     No veo ningún inconveniente, le respondí, volviéndome hacia el genízaro, que entonces me llevó aparte. –                     No le aconsejo llevar a este muchacho, me dijo, ya que no tiene otra cosa aparte de su escribanía; es uno de esos vagabundos que escriben versos y otras tonterías. Se presentó al cónsul, del que no pudo sacar otra cosa. –                     Querido amigo, le dije al desconocido, estaría encantado de ayudarle, pero apenas tengo más allá de lo imprescindible para llegar a Beirut y allí poder disponer de dinero. –                     Está bien, repuso, puedo vivir aquí durante algunos días con los campesinos. Esperaré a que llegue algún inglés. Esto último me dejó con un cierto remordimiento. Me alejé con el genízaro, que me guiaba a través de las tierras inundadas, haciéndome seguir un camino trazado aquí y allá sobre las dunas de arena para llegar hasta la ribera del lago Menzaleh; el tiempo que se necesitó para cargar la djerme con los sacos de arroz transportados por diversas barcas, nos permitió llevar a cabo esta última expedición. [1] Canción que venía a decir lo siguiente: “Viene de Estambul, el firman (el que anunciaba la disolución de los jenízaros)! – Un barco lo trae, – Ali-Osmán lo espera; un barco llega, -pero el firman no viene; – todo el pueblo está en la incertidumbre.- Un segundo barco llega; por fin era el que esperaba Alí-Osmán. Todos los musulmanes visten sus mejores galas – y se van a divertir al campo, – porque esta vez sí que llegó el firman!” [2] Sultán de Turquía de 1839 a 1861.

Esmeralda de Luis y Martínez 18 febrero, 2012 18 febrero, 2012 Abdul-Medjid, Ali-Osmán, El poeta escribano, ESTAMBUL, firman., jenízaros, Mármara, Péra, Teócrito, Trebisonda
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V. La embarcación – VI. Un almuerzo en cuarentena…  De nuevo en El Nilo… Hasta Batn-el-Bakarah (“El vientre de la vaca”) donde comienza el ángulo inferior del delta, me encontraba constantemente con riberas conocidas. Las siluetas de las tres pirámides, teñidas de rosa, mañana y tarde, y que se pueden admirar durante mucho tiempo antes de llegar a El Cairo, e incluso antes de haber dejado Boulac; desaparecieron por fin del horizonte. Bogamos a partir de ese momento por la rama oriental del Nilo, es decir, por el auténtico caudal del río; ya que la rama de Roseta, más frecuentada por los viajeros de Europa, no es más que un largo reguero que se pierde por occidente. Se trata de la rama de Damieta, de la que parten los principales canales deltaicos; es también este brazo fluvial el que muestra el paisaje más rico y variado. No es como las orillas monótonas de las otras ramas, recorridas por algunas palmeras famélicas, con aldehuelas de adobes, y aquí y allá, enterramientos de santones de orgullosos minaretes, columbarios adornados de extraños y ventrudos fustes, delgadas siluetas panorámicas siempre recortadas sobre un horizonte que no tiene un segundo plano; la rama, o, si se prefiere, el canal de Damieta, baña amplias ciudades, y atraviesa por todas partes campos fecundos; las palmeras son más bellas y frondosas; higueras, granados y tamarindos ostentan por doquier infinitos matices de verdor. Las orillas del río, con sus afluentes de numerosos canales de irrigación, están recubiertas por una vegetación primitiva; en el seno de los manantiales, que en otros tiempos proporcionaban el papiro y variados nenúfares, entre los que tal vez se encontrara el loto púrpura de los antiguos; se ven alzarse millares de pájaros e insectos. Todo parpadea, brilla y hace ruido sin ser perturbado por el hombre, ya que por allí no pasarán más de diez europeos al año; lo que quiere decir que los disparos de fusil vienen raramente a perturbar estas soledades populosas. La cigüeña salvaje, el pelícano, el flamenco rosa, la garza blanca y la cerceta juegan en torno a los djermes[1] y a las canges[2]; mientras los vuelos de las palomas, más fáciles de asustar, se desgranan aquí y allá en largas bandadas en el azul del cielo. Habíamos dejado a la derecha Charakhanieh situada en el emplazamiento de la antigua Cercasorum ; Dagoueh, antiguo escondite de los bandoleros del Nilo que durante las noche perseguían a nado las barcas, escondiendo la cabeza en la cavidad de una calabaza hueca; Atrib, que cubre las ruinas de Atribis, y Methram, ciudad moderna y muy poblada, cuya mezquita, rematada por una torre cuadrada fue, se dice, una iglesia cristiana antes de la conquista árabe. En la orilla izquierda se encuentra el antiguo emplazamiento de Busiris bajo el nombre de Bouzir, aunque ninguna ruina emerge de la tierra; al otro lado del río, Semenhoud, antiguamente Sebennitus , hace surgir con fuerza del seno de su verdor sus cúpulas y minaretes. Los restos de un inmenso templo, que parece ser el de Isis, se encuentran a unas cuantas millas de allí. Los capiteles de las columnas tienen forma de cabeza de mujer; aunque la mayor parte de ellas han servido a los árabes para fabricar piedras de molino[3]. Pasamos la noche delante de Mansourah, y no pude visitar los hornos de pollos célebres en esta ciudad, ni la casa de Ben-Lockman en donde vivió San Luis prisionero. Una mala noticia me esperaba al despertarme; la bandera amarilla de la peste se enarbolaba sobre Mansourah, y también nos esperaba en Damieta, de forma que era imposible pensar en aprovisionarse  de cualquier cosa que no fueran animales vivos. Era seguramente el paisaje más hermoso del mundo; pero por desgracia también las orillas se habían vuelto menos fértiles; el aspecto de las raíces inundadas y el olor malsano de los pantanos borraba con decisión, más allá de Pharescour, la impresión de las últimas bellezas de la naturaleza egipcia. Hubo que esperar a la tarde para encontrar por fin el mágico espectáculo del Nilo ensanchándose como un golfo; los bosques de palmeras, más tupidos que nunca, de Damieta, y por fin, bordeando las dos orillas, sus casas italianas y las terrazas de cultivos; un espectáculo que no se puede comparar más que al que ofrece la entrada al gran canal de Venecia, y donde las más de mil agujas de las mezquitas se recortan en la bruma coloreada de la tarde. Amarraron la cange en el muelle principal, delante de un amplio edificio que ostentaba la bandera de Francia; pero había que esperar hasta el día siguiente para el reconocimiento médico y obtener el permiso para desembarcar con nuestro excelente estado de salud bien certificado, en el seno de una ciudad enferma. La bandera amarilla flotaba siniestra en el edificio de la marina, y la consigna estaba dada en nuestro propio interés. Pero agotadas nuestras provisiones, sólo nos quedaba algo para hacer un magro almuerzo al día siguiente. Al amanecer nuestro pabellón había sido avistado, lo que confirmaba la utilidad del consejo de Mme. Bonhomme, y un jenízaro del consulado francés se presentó para ofrecernos sus servicios. Yo tenía una carta para el cónsul, y le solicité verle en persona. Se marchó para avisarle, y volvió de nuevo para conducirme hasta él, aconsejándome que tuviera mucho cuidado de no tocar a nadie, ni de ser tocado durante el camino. El jenízaro marchaba delante de mí con su bastón de empuñadura de plata, apartando a los curiosos. Al fin subimos a un amplio edificio de piedra, cerrado mediante unos enormes portones, y que tenía el aspecto de un okel o posada para caravanas. Y eso, a pesar de que era la residencia de un Cónsul, o más bien de un agente consular de Francia, que es al mismo tiempo, uno de los negociantes de arroz más ricos de Damieta. Entré en la cancillería, el jenízaro me señaló a su señor, y yo fui amable y llanamente a estrecharle la mano. “¡Aspetta!” me dijo de un talante menos gracioso que el del coronel Barthélemy cuando se le quería abrazar, y me apartó con un bastón blanco que llevaba en la mano. Comprendí la intención, y presenté simplemente la carta. El cónsul salió un instante sin decirme nada, y regresó con un par de pinzas; agarró la carta de esa guisa, puso una moneda bajo el pie, rasgó malamente el sobre con la punta de las pinzas, y recogió la hoja que mantuvo a distancia delante de sus ojos, ayudándose del mismo instrumento. Entonces, su expresión se volvió un poco menos adusta, llamó a su canciller, que solo hablaba francés, y me hizo invitar a almorzar, aunque me previno que sería en cuarentena. Yo no sabía demasiado sobre lo que podía significar tal cosa, pero pensé primero en mis compañeros de viaje, y solicité se les proporcionara lo que la ciudad les pudiera proveer. El cónsul dio una serie de instrucciones a su jenízaro, y pude obtener para ellos pan, vino y unos pollos, únicos productos de consumo no sospechosos de trasmitir la peste. La pobre esclava estaba desolada dentro de la cabina; y la hice salir para presentársela al cónsul. Al verme llegar con ella, el cónsul frunció el ceño: –      “¿Quiere usted llevar a esa mujer a Francia? Me dijo el canciller. –       Tal vez, si ella está de acuerdo y si yo puedo; mientras tanto, partimos hacia Beirut. –       ¿Sabe usted que una vez en Francia ella será libre? –      Yo la trato como a alguien libre desde siempre. –      ¿Está usted al tanto de que si ella se aburre en Francia, estará obligado a devolverla a Egipto a sus expensas? –      ¡Ignoraba tal extremo! –      Será mejor que tenga cuidado. Más valdría que la vendiera aquí mismo. –      ¿En una ciudad en la que se ceba la peste? ¡Sería poco generoso! –       En fin, usted sabrá.” Le explicó todo al cónsul, que acabó sonriendo y quiso presentar a su mujer a la esclava. Mientras tanto, nos condujo al comedor, cuyo centro lo ocupaba una gran mesa redonda. Aquí comenzó una nueva ceremonia.  El cónsul me indicó un extremo de la mesa en donde debía sentarme; él ocupó el otro extremo, junto con su canciller y un niño pequeño, su hijo sin duda, que fue a buscar a la habitación de las mujeres. El jenízaro se quedó de pie, a la derecha de la mesa para remarcar bien la separación. Yo creía que invitaría también a la pobre Zeynab, pero a ella la dejaron allí, sentada, con las piernas cruzadas sobre una alfombra y en la más completa indiferencia, como si aún estuviera en el bazar. Puede que en el fondo creyera que la había llevado allí para revenderla. El canciller tomó la palabra y me dijo que nuestro cónsul era un negociante católico, nativo de Siria, y que aunque no estaba entre sus costumbres, incluso entre los cristianos, admitir mujeres a la mesa, iban a presentarme a la khanoun (dueña de la casa) tan solo para hacerme los honores. En efecto, la puerta se abrió, y una mujer de una treintena de años y bastante gruesa avanzó majestuosamente hacia la sala y se colocó enfrente del jenízaro, sobre una silla alta con escabel adosada al muro. Se tocaba con un inmenso peinado cónico, cubierto con un velo de cachemira amarillo y ornado de oro. Sus cabellos trenzados y su pecho resplandecían con el brillo de los diamantes. Tenía el aspecto de una madonna y su color de lis pálido remarcaba el fulgor de las sombras de sus ojos, cuyas pestañas y párpados estaban maquillados según la costumbre. Los criados, colocados a cada lado de la sala, nos servían los mismos alimentos, pero en platos diferentes, y me explicaron que los situados a mi lado no estaban en cuarentena, y que no había nada que temer si por casualidad tocaban mi ropa. Me resultaba muy difícil comprender cómo, en una ciudad apestada, había gente absolutamente aislada del contagio; aunque incluso yo fuera un ejemplo de esa singularidad. Terminado el almuerzo, la khanoun, que nos había mirado silenciosamente, sin sentarse a nuestra mesa, advertida por su marido de la presencia de la esclava que yo había llevado, le dirigió la palabra, le preguntó algunas cosas y ordenó que le sirvieran algo de comer. Llevaron una pequeña mesa redonda, parecida a las del país, y el servicio en cuarentena se efectuó tanto para ella como para mí. El canciller quiso inmediatamente acompañarme para mostrarme la ciudad. La magnífica hilera de mansiones que bordean el Nilo, no es, si se puede decir, más que un decorado teatral; todo lo que queda son restos polvorientos y tristes; la fiebre y la peste parecen transpirar de sus murallas. El jenízaro marchaba delante de nosotros, apartando a una multitud lívida, vestida de harapos azules. Lo único que vi digno de mención fue la tumba de un santón célebre, honrado por los marinos turcos; una vieja iglesia de estilo bizantino, construida por los cruzados, y una colina a las puertas de la ciudad, formada enteramente, según se dice, por los huesos de la armada de San Luis. Temía tener que pasar varios días en esta desolada ciudad, pero afortunadamente, el jenízaro me comunicó esa misma tarde que la bombarda Santa Bárbara iba a aparejarse al amanecer para ir a las costas de Siria. El cónsul me reservó un pasaje para mí y otro para la esclava; y esa misma tarde, dejamos Damieta para ir al encuentro en alta mar de ese barco, a las órdenes de un capitán griego. [1] nf (djèr-m’) Término marino. Nombre de un pequeño navío que boga por la costa de Alejandría y a lo largo del Nilo. rechercher [2] (kan-j’) Nombre de un barco ligero, estrecho y rápido, que sirve para viajar por el Nilo.  [3] Tras haber seguido de cerca, para la fiesta de la circuncisión, a William Lane, Nerval toma estos detalles geográficos y arqueológicos de las Lettres sur L’Egypte de Savary, el traductor del Corán.

Esmeralda de Luis y Martínez 18 febrero, 2012 18 febrero, 2012 Atribir, Batn-el-Bakarah, Busiris, Charakhanieh o Cercasorum, Dagoueh, Damieta, djermes y canges, Mansourah, Methram, Roseta, Semenhoud o Sebennitus
“VIAJE A ORIENTE” 043

V. La embarcación – V. El bosque de piedra… No sabía muy bien qué hacer al día siguiente por la mañana para esperar la hora en que el viento debía levantarse. El raïs y toda su gente se habían librado al sueño con esa profundidad del “gran día”, cialis difícil de concebir entre las gentes del norte. Pensé que lo mejor era dejar a la esclava en la embarcación durante todo el día, mientras yo me iba a pasear por Heliópolis, que estaba apenas a una milla. De pronto, me acordé de una promesa que había hecho a un gallardo comisario de marina que me había prestado su camarote durante la travesía de Syra a Alejandría. “Sólo le pido una cosa, me había dicho – cuando al llegar le di las gracias – y es que me traiga algunos fragmentos del bosque petrificado que se encuentra en el desierto, a poca distancia de El Cairo. Cuando pase por Esmirna, déjelos en casa de Mme. Cartou, en la calle de Las Rosas”. Este tipo de encargos son sagrados entre viajeros. La vergüenza de haberme olvidado de esto hizo que me decidiera de inmediato a hacer esa fácil expedición. Por lo demás, yo también tenía ganas de ver ese bosque cuya estructura no acababa de explicarme. Desperté a la esclava que estaba de muy mal humor, y que pidió quedarse con la mujer del raïs; una simple reflexión y la experiencia adquirida sobre las costumbres del país me probaron que, en esa honorable familia, la inocencia de la pobre Zeynab no corría peligro alguno. Una vez tomadas las disposiciones necesarias y advertido el raïs, que me hizo llegar un buen asno, me dirigí hacia Heliópolis, dejando a la izquierda el canal de Adriano, excavado entre el Nilo y el Mar rojo, y cuyo lecho seco sirvió más adelante para trazar nuestra ruta en medio de las dunas de arena. Todos los alrededores de El Choubrah están cultivados admirablemente. Tras un bosque de sicomoros, que se extiende alrededor de los criaderos de caballos, se dejan a la izquierda numerosos jardines, en los que el naranjo se cultiva al tresbolillo en los intervalos que dejan las plantaciones de palmeras datileras. Después, atravesando una rama del CÁLISH o canal del Cairo, se gana en poco tiempo la linde del desierto, que comienza en el límite de las inundaciones del Nilo. Allí se detiene la fértil cuadrícula de las llanuras, cuidadosamente regadas por los surcos que corren desde las acequias o de los pozos de palas. Allí comienza, con esa impresión de tristeza y muerte de quienes vencen a la misma naturaleza, ese extraño suburbio de construcciones sepulcrales que sólo termina en el MOKATAM, y que se llama, de este lado, El Valle de Los Califas. Allí es donde Touloun y Bïbars, Saladin y Malek-Adel*, y otros mil héroes del Islam, sino en grandes palacios aún brillantes de arabescos y dorados, entremezclados con amplias mezquitas. Parece que los espectros, habitantes de estas vastas moradas, quisieran poseer aún estos lugares de plegaria y reuniones que, según se cree en sus tradiciones, se pueblan en fechas determinadas de una especie de fantasmagorías históricas. Al alejarnos de esa triste ciudad, cuyo aspecto exterior produce el efecto de un brillante barrio de El Cairo, llegamos al altozano de Heliópolis, construida allí para ponerla al abrigo de las grandes inundaciones. Toda la planicie que se percibe en ese paraje está festoneada de pequeñas colinas formadas por un amasijo de escombros. Se trata, sobre todo, de las ruinas de una aldea que cubren por completo los restos perdidos de las primitivas construcciones. No queda nada en pie, ni una sola piedra antigua se eleva del nivel del suelo, excepto el obelisco, a cuyo alrededor se ha plantado un extenso jardín. El obelisco señala el centro de los cuatro paseos de ébanos que dividen el enclave. Abejas silvestres han establecido sus panalillos en las anfractuosidades de una de las caras del obelisco que, como es bien conocido, está degradada. El jardinero, habituado a las visitas de los viajeros, me ofreció flores y frutos. Me senté y medité por un instante en los esplendores descritos por Estrabón*, en los otros tres obeliscos del templo del sol, de los que dos, están en Roma, y el otro fue destruido; en esas avenidas de esfinges de mármol amarillo, tan numerosas, y de las que en el último siglo ya solo se puede ver una en esa ciudad, cuna de las ciencias, adonde Herodoto y Platón vinieron para iniciarse en sus misterios. Heliópolis conserva también otros testimonios desde el punto de vista bíblico. Fue aquí donde José dio aquel buen ejemplo de castidad que en nuestro tiempo no se aprecia más que con una irónica sonrisa. Para los árabes, esta leyenda tiene un carácter bien diferente: José y Zuleïka representan el prototipo del amor puro**, sentimientos vencidos por el deber, que triunfa de una doble tentación, ya que el dueño de José era uno de los eunucos del faraón. En la leyenda original, con frecuencia tratada por los poetas de Oriente, la tierna Zuleïka no es sacrificada como en las que conocemos nosotros. Mal juzgada en un primer momento por las mujeres de Menfis, fue perdonada por todos cuando José, al salir de la prisión, fue a la corte del faraón para admirar todo el encanto de su belleza. El sentimiento de amor platónico que los poetas árabes creen que tuvo José hacia Zuleïka, y que hace su sacrificio aún más bello, no impidió a este patriarca unirse más tarde a la hija de un sacerdote de Heliópolis, llamada Azima. Fue un poco más lejos, hacia el norte, en donde se estableció con su familia, en un lugar llamado Gessen, en el que se ha creído hasta nuestros días encontrar los restos de un templo judío construido por Onías***. No he tenido tiempo de visitar esa cuna de la estirpe de Jacob, pero no dejaré escapar la ocasión de defender a todo un pueblo, del que hemos aceptado las tradiciones patriarcales, de un acto poco leal, que los filósofos le han reprochado con dureza. Discutía un día en El Cairo acerca de la huída a Egipto del pueblo de Dios con un humorista de Berlín, que formaba parte del grupo de sabios de la expedición de Lepsius: –          “¿Cree usted, me dijo, que tantos hebreos tan honrados habrían cometido la indelicadeza de tomar de ese modo los bienes de la gente que, aunque fueran egipcios, habían sido durante tanto tiempo sus vecinos o amigos?. –          Ante su comentario, le hice la siguiente observación: hay que creer eso o bien negar las Escrituras. –          Puede haber un error en la versión o una interpolación en el texto; pero le ruego que preste atención a lo que voy a decirle: los hebreos han poseído desde siempre un talento congénito para las finanzas, los créditos y los préstamos. En aquella época, todavía muy sencilla, no se debían hacer préstamos más que sobre prendas, y convénzase bien que esa y no otra era su industria principal. –          Pero los historiadores les describen como trabajadores ocupados en fabricar adobes para las pirámides (que bien es cierto, son de piedra) y que la retribución por su trabajo se hacía en cebollas y otros comestibles. –          ¡Desde luego! Y si pudieron atesorar algunas cebollas, le aseguro que habrían sabido sacar beneficio de ello y les habría proporcionado muchas otras ventajas. –            Entonces, ¿qué conclusión se podría obtener?. –            Ninguna otra cosa salvo que la riqueza que habían conseguido formaba probablemente parte de los préstamos que pudieron hacer en Menfis. El egipcio es negligente, y es muy probable que dejara acumularse los intereses y las cuentas, y la renta, según la tasa legal… –          ¿Eso significa que no pudieron reclamar ni un céntimo de beneficio? –          Estoy convencido. Los hebreos no se llevaron más que lo que habían ganado según las leyes de la equidad natural y comercial. Con ese acto, seguramente legítimo, sentaron entonces los fundamentos del crédito. Por lo demás, el Talmud cita en términos precisos: “Ellos tomaron tan sólo lo que era de ellos”. Yo no le dí más valor que el de un comentario más a esa paradoja berlinesa, y no tardé en encontrar a pocos pasos de Heliópolis los vestigios más importantes de la historia bíblica. El jardinero que se encarga de la conservación del último monumento de esta ilustre ciudad, llamada antiguamente Ainschems o “El ojo del sol”, me ha cedido a uno de sus campesinos para guiarme hasta el Matarée. Tras unos minutos de marcha entre el polvo del camino, encontré un nuevo oasis, mejor dicho, todo un bosque de sicomoros y naranjos: una fuente corre a la entrada del recinto, y es, según dicen, la única fuente de agua dulce que deja filtrar el terreno nitroso de Egipto. Los habitantes atribuyen esta cualidad a una bendición divina. Durante la estancia de la sagrada familia en Matarée, fue ahí, se dice, donde la Virgen venía a lavar la ropa del Niño-Dios. Además, se supone, entre otras virtudes, que este agua cura la lepra. Aquí, unas pobres mujeres, dispuestas cerca de la fuente, ofrecen una taza de agua, previo pago de una pequeña limosna.  Todavía tengo que ver en el bosque, el frondoso sicómoro bajo el que se refugió la Sagrada Familia, perseguida por la banda de un truhán llamado Dimas. El que más tarde se convirtió en “el buen ladrón”, acabó por descubrir a los fugitivos; pero de pronto la fe tocó su corazón, hasta el punto de que ofreció su hospitalidad a María y José, en una de sus casas situada en el emplazamiento del viejo Cairo, que entonces era conocido como la Babilonia de Egipto. Ese Dimas, cuyas ocupaciones al parecer eran lucrativas, tenía propiedades por todas partes. Ya me habían enseñado, en el viejo Cairo, en un convento copto, una antigua cueva, rematada por una bóveda de ladrillos, que pasaba por ser lo que quedaba de la hospitalaria casa de Dimas, e incluso el mismísimo lugar en el que dormía la Sagrada Familia. Todo esto pertenece a la tradición copta, pero el árbol maravilloso de Matarée recibe el homenaje de todas las confesiones cristianas. Sin que vayamos a pensar que ese sicómoro se remonta a la antigüedad que dicen, sí se puede admitir  que es producto de los retoños del primitivo árbol, y nadie le visita desde hace siglos sin dejar de arrancar un fragmento de su madera o de la corteza. Aún así, todavía mantiene hoy en día unas dimensiones enormes, y se asemeja a un baobab de la India. El inmenso desarrollo de sus hojas y ramas desaparece bajo los exvotos, bonetes, peticiones y estampas que cuelgan o clavan por todas partes. Al dejar Mattarée, no tardamos en encontrar de nuevo los vestigios del canal de Adriano, que nos sirvió de camino durante cierto tiempo, y en donde las ruedas de hierro de los vehículos de Suez, dejan profundas huellas. El desierto es mucho menos árido de lo que se pueda creer; matas de plantas olorosas, musgos, líquenes y cactus tapizan casi todo el terreno, y grandes rocas cubiertas de arbustos se perfilan en el horizonte. La cadena del Mokatam se pierde a la derecha hacia el sur; el desfiladero que al estrecharse, no tarda en ocultar la vista; entonces mi guía me indicó señalándola, la singular composición de las rocas que dominaban el camino: eran bloques de conchas y todo tipo de crustáceos. El mar del diluvio, o quizá, únicamente el Mediterráneo que, según los sabios cubrió en otros tiempos todo el valle del Nilo, dejó aquí marcas incontestables. ¿Se puede suponer algo más extraordinario?. El valle se abre en un inmenso horizonte que se extiende hasta perderse de vista; ni una huella, ni un camino; el suelo está surcado por todas partes por largas columnas rugosas y grisáceas. ¡Oh, prodigio! Aquí está el bosque petrificado. ¿Qué terrible soplo ha podido derribar en un instante estos troncos de palmeras gigantescas? ¿Por qué todos están caídos del mismo lado, con sus ramas y sus raíces, y por qué la vegetación se ha congelado y endurecido dejando ver claramente las fibras de madera y los conductos de la savia? Cada vértebra se ha roto por una suerte de desmembramiento; pero todas han quedado unidas como los anillos de un reptil. No hay nada en el mundo tan extraño. No es una petrificación producida por la acción química de la tierra; todo ha quedado a ras del suelo. Es así como cayó la venganza de los dioses sobre los compañeros de Phineo* . ¿Sería esto un terreno que abandonó el mar? Pero nada parecido señala la acción ordinaria de las aguas. ¿Fue un cataclismo súbito, un torbellino de las aguas del diluvio? ¿Pero cómo, en ese caso, los árboles no habrían flotado? Se pierde el aliento ante algo de tal magnitud; ¡mejor ni pensar en ello! Por fin salí de este extraño valle, y alcancé de nuevo rápidamente Choubrah. Apenas me di cuenta de los cubiles que habitan las hienas y las blancuzcas osamentas de los dromedarios que han sembrado profusamente el paso de las caravanas; llevaba en mi pensamiento una impresión mayor que la que me produjo la primera vez que vi las pirámides: ¡sus cuarenta siglos son bien poco ante los testigos irrecusables de un mundo primitivo destruido de un golpe!. * Touloun, fundador de la breve dinastía de los Toulounidas, se convirtió en gobernador de Egipto el 872 y se apoderó de Siria en el 877. Bïbars, fue en s. XIII el cuarto sultán de la dinastía de los Mamelucos Baharíes; Saladino (1137-1193) sultán de Egipto y de Siria, fue el héroe musulmán de la tercera Cruzada, y Malek-Adel, su hermano. (GR) * GÉOGRAPHIE, XVII (GR) ** El Corán, en la sura 12, JOSEF, menciona bien el amor de Zuleïka hacia Josef, la nobleza moral de él y la excusa que encuentra ella en la belleza del joven. Pero la idea de un “amor platónico” y el matrimonio con Azima suscitan comentarios que dan lugar a la leyenda. Como con frecuencia, Nerval sigue aquí a Herbelot, Bibliothèque Orientale. *** En el s. II a.C. el sumo pontífice judío Onías IV se retiró a Egipto en el reinado del rey Ptolomeo Filométer. Allí construyó, al norte de Heliópolis, una copia reducida del templo de Jerusalem (GR) * Phineo intentó secuestrar a Andrómeda el día de sus nupcias con Perseo; pero éste le mostró la cabeza de La Medusa y al instante quedó petrificado junto con sus compañeros.

Esmeralda de Luis y Martínez 18 febrero, 2012 18 febrero, 2012 Azima, el canal de Adriano, el Mar Rojo, El raïs, Gessen, Heliópolis, Jsé y Zuleïka, Matttarée, Mme. Cartou, Mokatam, Onías, Syra
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V. La embarcación – IV. La Sirafeh… Al entrar el MUTAHIR todos los niños fueron a sentarse de cuatro en cuatro en torno a unas mesas redondas, stuff en las que el maestro de escuela, sick el barbero y los santones ocupaban los sitios de honor. Los demás esperaron a que estos acabaran de comer para colocarse en su lugar. Los nubios se sentaron ante la puerta y recibieron el resto de los platos, cialis cuyas últimas sobras distribuyeron aún entre la pobre gente atraída por el ruido de la fiesta. Por último, y tras haber pasado por dos o tres series de invitados de inferior rango, llegaban los huesos a un último círculo compuesto por perros vagabundos atraídos por el olor de la comida. Nada se pierde en estos festines patriarcales, en donde, por muy pobre que sea el anfitrión, toda criatura viviente puede reclamar su parte de la fiesta. Aunque bien es verdad que la gente con más posibilidades acostumbran a pagar su participación con pequeños regalos, lo que alivia un poco la carga que se imponen en estas ocasiones las familias del pueblo. Y mientras tanto, llegaba para el MUTAHIR, el doloroso instante que debía clausurar la fiesta. Se hizo levantar de nuevo a los niños, y entraron solos en el salón en el que se encontraban las mujeres. Allí se cantaba: “¡Oh tú, tía paterna!, ¡Oh, tú, tía materna! Ven a preparar su sirafeh!”. A partir de ese momento los detalles me los dio la esclava que estuvo presente en la ceremonia de la sirafeh (ofrenda). Lass mujeres les dieron a los niños un chal que cuatro de ellos agarraron cada uno por un extremo. La tableta para escribir fue colocada en el centro, y el alumno más aventajado de la escuela (‘arif) se puso s salmodiar un cántico tras el cual los alumnos y las mujeres repetían a coro un estribillo. Se rogaba a Dios, que todo lo sabe, “que conoce el camino de la hormiga negra y su trabajo en las tinieblas”, que diera su bendición a ese niño, que ya sabía leer y podía comprender El Corán. Se daba las gracias, en su nombre, al padre, que había pagado las lecciones del maestro, y a la madre, que desde la cuna le había enseñado a hablar. “¡Que Dios me conceda, decía el niño a su madre, el verte sentada en el paraíso, saludada por María, Zeynab, hija de Ali, y por Fátima, hija del Profeta!” El resto de los versículos estaba dedicado al elogio de los pobres* y del maestro de escuela, por haberle explicado y hecho aprender al niño diversos capítulos del Corán. Otros cánticos menos serios se sucedían tras estas letanías. “¡Eh, vosotras, jóvenes muchachas que nos rodeáis, decía el ‘arif, que Dios os proteja mientras os peináis mirándoos al espejo! Y vosotras, mujeres casadas aquí reunidas, por la virtud de la azora 37:             la de La fecundidad, seáis benditas! – Pero si hay aquí mujeres que hubieren envejecido en el celibato, sean arrojadas fuera a alpargatazos!” Durante esta ceremonia, los muchachos paseaban la sirafeh por toda la sala, y cada mujer depositaba sobre la tableta pequeños donativos que se colocaban después en un pañuelo que los niños debían entregar a los pobres. Y regresando a la habitación de los hombres, el Mutahir fue colocado sobre un sillón alto. El barbero y su ayudante se colocaron de pie a ambos lados con sus instrumentos. Se colocó delante del niño una jofaina de cobre donde cada cual hubo de ir a depositar su ofrenda, tras lo cual, fue llevado por el barbero a una habitación separada de las otras, en donde la operación se celebró bajo los ojos de dos de sus parientes, mientras los timbales resonaban para tapar sus gritos. La asamblea, sin preocuparse por este asunto, pasó todavía la mayor parte de la noche bebiendo sorbetes, café y una especie de cerveza espesa (bouza); bebida embriagante, de la que sobre todo hacen uso los negros, y que sin duda es la misma que Herodoto designa con el nombre de cebada**. * J. Richer apunta que Nerval confunde FAKIRS y FAQUIS (maestros de escuela) ** Herodoto, II.77 (GR)

Esmeralda de Luis y Martínez 17 febrero, 2012 17 febrero, 2012 'arif, Ali, bouza, Fátima, La sirafeh, Zeynab
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V. La embarcación – III. El Muth?hir (el circunciso)… Al descender en la orilla, decease me di cuenta de que simplemente acabábamos de desembarcar en el Choubrah; los jardines del Pachá, con los arriates de mirto que decoran la entrada, estaban ante nosotros. Un amasijo de casas humildes, hechas de adobe, se extendían a nuestra izquierda, a ambos lados de la avenida. El café que había adivinado antes bordeaba el río, y la casa vecina era la del raïs, que nos rogó que entráramos. Desde luego que merecía la pena, me dije, pasar todo el día en el Nilo, salvo por un pequeño detalle, ¡aquí estamos tan solo a una milla de El Cairo!, y lo que en realidad me hubiera apetecido era volver y pasar la tarde leyendo la prensa en donde madame Bonhomme. Pero el raïs ya nos había conducido ante su casa y estaba claro que allí se celebraba una fiesta a la que había que asistir. En efecto, los cantos que habíamos escuchado partían de allí. Una muchedumbre de tez curtida, mezclada con auténticos negros, parecían librarse a la alegría. El raïs, al que entendía de una manera bastante imperfecta su dialecto franco, salpimentado con el árabe, por fin consiguió hacerme comprender que aquello era una celebración familiar en honor de la circuncisión de su hijo. Entonces capté el porqué habíamos recorrido tan poco camino. La ceremonia se había llevado a cabo el día antes en la mezquita, y nosotros llegábamos tan solo al segundo día de alborozos. Las fiestas familiares, incluso las de los egipcios más humildes, son fiestas públicas, y la calle estaba llena de gente. Una treintena de compañeros de escuela del joven circunciso (mutahir) llenaba una sala de la parte baja; las mujeres, parientes o amigas de la esposa del raïs, hacían corrillo en la habitación del fondo, y nosotros, nos detuvimos cerca de esa puerta. El raïs indicó desde lejos a la esclava que me seguía, un lugar cercano a su esposa, y ésta se fue sin titubear a sentarse sobre la alfombra de la KHANOUN (dama) tras hacer los saludos al uso. Se comenzaron a distribuir café y pipas, y unos nubios empezaron a danzar al son de los TARABOUKS* (tambores de barro cocido) que numerosas mujeres sostenían con una mano y golpeaban con la otra. La familia del raïs era demasiado pobre sin duda para tener “lamées blancas”; pero los nubios danzaban por gusto y para su propio placer. El LOTI o corifeo hacía las bufonadas habituales guiando el paso de cuatro mujeres que se dedicaban a dar los saltos enloquecidos que ya he descrito, y que sólo cambia en razón, más o menos, del ardor de los ejecutantes. Durante uno de los intervalos de la música y las danzas, el raïs me había colocado cerca de un vejete que me dijo era su padre. Ese buen hombre, al saber cuál era mi país, me acogió con una palabra totalmente francesa, pero que con su pronunciación se convertía en algo cómico. Era todo lo que había conservado de la lengua de los vencedores del 98 (1798?) Yo le respondí gritando “¡Napoleón!” Y no pareció que me comprendiera. Eso me extrañó; pero caí bien pronto en la cuenta de que ese nombre databa tan sólo de la época imperial. “¿Ha conocido usted a Bonaparte” le dije en árabe. Echó la cabeza hacia atrás, como en una ensoñación llena de solemnidad, y se puso a cantar a pleno pulmón:             ¡Ya salam, Bounabarteh!             ¡Salut à toi! ¡ô Bounabarteh! Yo no pude evitar que se me saltaran las lágrimas al escuchar a aquel anciano repetir el viejo canto de los egipcios en honor de aquel al que llamaban el sultán KÉBIR*. Le pedí que lo cantara todo entero, pero su memoria sólo había retenido unos pocos versos. “Tú nos has hecho suspirar por tu ausencia, ¡oh! general que tomas el café con azúcar ¡tú, que con el sable has golpeado a los Turcos! ¡Salud a ti! ¡Oh, tú, el de hermosos cabellos! Desde el día que entraste en El Cairo Esta ciudad brilla con el resplandor de una lámpara de cristal. ¡Salud a ti!” Mientras tanto, el raïs, indiferente a esos recuerdos, había ido junto a los niños, porque al parecer todo estaba preparado para una nueva ceremonia. En efecto, los niños no tardaron en alinearse en dos filas, y el resto de la gente reunida en la casa se levantó, ya que se trataba de mostrar al niño por toda la aldea, y que ya había paseado el día antes por El Cairo. Trajeron un caballo ricamente enjaezado, y el pequeño, que tendría unos siete años, vestido y adornado como una mujer (probablemente todo de prestado) fue izado sobre la silla, donde dos de sus familiares le sostenían por cada lado. Estaba orgulloso como un emperador, y llevaba, conforme al uso, un pañuelo sobre la boca. No me atrevía a mirarle demasiado atentamente, porque sabía que la gente de Oriente temen en esos casos al “mal de ojo”, pero me fijé en todos los detalles del cortejo, que nunca había podido distinguir bien en El Cairo, en donde esas procesiones de Muth?hirs apenas difieren de las de las bodas. En ésta no había bufones desnudos, simulando combates con lanzas y escudos; pero algunos nubios subidos en zancos, se perseguían con largos bastones: esto era para atraer a la muchedumbre; después, los músicos abrían la marcha, luego los niños, ataviados con sus mejores galas y guiados por cinco o seis faquires o santones, que cantaban moals** religiosos; después venía el niño a caballo, rodeado de sus parientes, y, por último, las mujeres de la familia, entre las que marchaban las bailarinas sin velo que, en cada parada, retomaban sus voluptuosas contorsiones. No faltaban ni los que llevaban las bacinillas perfumadas, ni los niños que sacuden  los kumkan, frascos de agua de rosas con las que se rocía a los espectadores. Pero el personaje más importante del cortejo era sin lugar a dudas, el barbero, que llevaba en la mano el misterioso instrumento, que el pobre niño tendría que probar, mientras su ayudante agitaba en el extremo de una lanza, una especie de enseña cargada con los atributos de su oficio. Delante del MUTAHIR estaba uno de sus camaradas, llevando atada al cuello la pizarra de escribir, decorada por el maestro de escuela con artísticas caligrafías. Tras el caballo, una mujer lanzaba sal continuamente para conjurar a los malos espíritus. El cortejo lo cerraban las mujeres contratadas, que sirven de plañideras en los entierros y que acompañan las ceremonias de las bodas y las circuncisiones con el mismo tipo de OLOULOULOU! Cuya tradición se pierde en lo más remoto de los tiempos. Mientras el cortejo recorría las calles poco concurridas de Choubrah, yo me quedé con el abuelo del MUTAHIR, y con infinitas dificultades para impedir que la esclava siguiera a las otras mujeres. Tuve que emplear el MAFISCH, todopoderoso de los egipcios, para prohibirle lo que ella consideraba un deber religioso y de cortesía. Los negros preparaban las mesas y decoraban la sala con hojas de palma. Mientras tanto, yo intentaba sonsacar al viejo algunos fragmentos de recuerdos haciendo resonar en sus orejas, con el poco árabe que yo sabía, los gloriosos nombres de Cléber y de Menou. Sólo recordaba al coronel Barthélemy, antiguo jefe de policía de El Cairo, que dejó grandes recuerdos entre la población, a causa de su notable estatura y del magnífico atuendo que llevaba. Barthélemy ha inspirado canciones de amor guardadas no sólo en la memoria de las mujeres: “Mi bien amado lleva un sombrero bordado nudos y rosetas adornan su cintura Quise abrazarle, pero me dijo: aspetta ¡Oh! Qué dulce es cuando habla italiano ¡Dios guarde al de los ojos de gacela! ¡Qué hermoso eres, Fart-el-Roumy (Barthélemy) cuando proclamas la paz pública con un firman en la mano!” * Tarabouks o Darboukas son tamboriles de barro cocido y decorado, rematados por una piel de oveja tensa atada a la boca de la vasija. * El Grán Sultán. ** Poema en estrofas que se canta.

Esmeralda de Luis y Martínez 17 febrero, 2012 17 febrero, 2012 Barthélemy, Cléber, el loti, el mutahir, el sultan kébir, Khanoun, kumkan, Menou, moals, Napoleón Bonaparte, raïs, tarabouks
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V. La embarcación – II. Una fiesta familiar…  Salimos del puerto de Boulac, ed y en unos minutos… el palacio de un bey mameluco, cialis transformado en la actualidad en escuela politécnica; su vecina mezquita blanca; las estanterías de los alfareros que exponen sobre la arena sus bardaques de barro poroso fabricadas en Tebas y transportadas desde el alto Nilo; las canteras que bordean hasta bien lejos la orilla derecha del río… todo ello desapareció. Llegamos hasta la ribera de una isla de aluvión situada entre Boulac y Embabeh, cuya orilla arenosa recibió de inmediato el choque de nuestra proa; mientras las dos velas latinas de nuestra embarcación tremolaban sin recoger el viento: –  ¡BATTAL!, ¡BATTAL! gritaba el raïs, o lo que es lo mismo: ¡malo, malo!, es probable que refiriéndose al viento. En efecto, la ola rojiza, rizada por un viento contrario, nos lanzaba a la cara su espuma, y el remolino tomaba tintes pizarrosos remedando los reflejos del cielo. Los hombres bajaron a tierra para liberar el barco y darle la vuelta. Entonces comenzaron con uno de esos cánticos con los que los barqueros egipcios acompañan todas las maniobras y que siempre acaban con el estribillo “eleyson!” mientras que cinco o seis buenos mozos, despojados en un instante de su túnica azul, semejantes a estatuas de bronce florentino, se esforzaban en esos quehaceres con las piernas sumergidas en el agua, mientras el raïs, sentado como un pachá en la proa, fumaba su narguile con aire indiferente. Un cuarto de hora más tarde volvimos al Boulac, medio escorados sobre un costado y con la punta de las vergas dentro del agua. Apenas habíamos avanzado doscientos pasos sobre el curso del río, cuando tuvimos que girar la barca, atrapada esta vez en los remolinos, para ir de nuevo a la isla de arena: ¡Battal! ¡Battal! seguía diciendo de vez en cuando el raïs. Reconocí a mi derecha los jardines de las alegres villas que rodean el paseo del Choubrah; los monstruosos sicomoros que lo forman resonaban con el agrio cloqueo de las cornejas que a veces se entrecortaba con el siniestro ulular de los milanos. Por lo demás, ningún loto, ningún ibis, ni un solo trazo del color local de otros tiempos. Únicamente aquí y allá grandes búfalos sumergidos en el agua y gallos del faraón, una especie de pequeños faisanes de plumas doradas, revoloteaban sobre la espesura de los naranjos y los plátanos de los jardines. Me olvidaba del obelisco de Heliópolis, que marca con su dedo de piedra el límite vecino del desierto de Siria, y que sentía no haberlo podido ver aún más que de lejos. Este monumento no debería desaparecer de nuestro horizonte durante todo el día, ya que la navegación de la barca continuaba realizándose en zig-zag. El crepúsculo había llegado, el disco del sol descendía tras la línea poco escarpada de las montañas líbicas, y de golpe la naturaleza pasaba de la sombra violeta del atardecer, al añil oscuro de la noche. Divisé a lo lejos las luces de un café, nadando en sus transparentes candeleros de aceite; el acorde estridente del NAZ y del REBAB acompañaba a esa melodía egipcia tan conocida: ¡ya leyly!* (¡Oh, noches!) Otras voces daban la réplica a la primera estrofa: ¡Oh noches de alegría!” Se cantaba a la felicidad de los amigos que se unen, el amor y el deseo, llamas divinas, radiantes emanaciones de la claridad pura que sólo existe en el cielo. Se invocaba a Ahmad, el elegido, el jefe de los apóstoles, y voces infantiles retomaban en coro la respuesta al estribillo de esta deliciosa y sensual efusión que llama a la bendición del señor sobre las alegrías nocturnas de la tierra. Vi que se trataba de una fiesta familiar. El extraño alborbolear de las campesinas se sucedía al coro de niños, y todo esto igual podía ser la celebración de una boda que la de un funeral, ya que en todas las ceremonias de los egipcios se reconoce siempre esa mezcla de alegría quejumbrosa, con una pena entrecortada por el éxtasis de la felicidad, que ya en el mundo antiguo presidía todos los actos de su vida. El raïs había hecho amarrar nuestra barca a una estaca plantada en la arena, y se preparaba para descender. Le pregunté si sólo nos detendríamos un rato en la aldea que estaba ante nosotros, y me respondió que debíamos pasar allí la noche e incluso quedarnos al día siguiente hasta las tres de la tarde, momento en el que se levantaba el viento del suroeste (estábamos en la época de los monzones) “Yo creía, le dije, que haríamos avanzar la barca remolcándola con maromas cuando el viento no fuera favorable. –  Eso no era lo pactado, respondió, en nuestro trato”. En efecto, antes de partir, habíamos hecho un escrito ante el CADI; pero era evidente que estas gentes habían puesto lo que les había venido en gana. Por lo demás, yo nunca tengo prisa por llegar, y esta circunstancia, que habría hecho rugir de indignación a un viajero inglés, a mí me proporcionaba la ocasión de estudiar mejor la vieja rama, algo deteriorada, por la que el Nilo descendía desde El Cairo hasta Damieta. El raïs, que esperaba violentas reclamaciones de mi parte, admiró mi serenidad. El remolque de barcas es relativamente bastante costoso, ya que, además de un mayor número de remolcadores sobre la barca, precisa de la ayuda de algunos hombres de contacto dispuestos a lo largo de las riberas entre aldea y aldea. Una barca dispone de dos habitaciones, con el interior elegantemente pintado y dorado, con dos ventanas dando al río, protegidas con celosías y encuadrando agradablemente el doble paisaje de ambas riberas. Ramos de flores y complicados arabescos decoran los paneles, dos cofres de madera recorren cada habitación a lo largo, y permiten, durante el día, sentarse sobre ellos con las piernas cruzadas, y por la noche, tenderse sobre colchones o cojines. Por lo común, la primera habitación sirve de diván, la segunda de harem. Todo ello se cierra y se encadena herméticamente, salvo para las privilegiadas ratas del Nilo, con las que, se haga lo se haga, habrá que convivir. Los mosquitos y otros insectos son compañeros aún menos agradables; pero por la noche se evitan sus pérfidos besos gracias a bastas camisas cuya abertura se anuda después de haberse introducido en ellas como dentro de un saco, envolviendo la cabeza con un doble velo de gasa bajo el que se respira perfectamente. Al parecer debíamos pasar la noche sobre la barca, y yo ya me estaba preparando cuando el raïs, que había descendido a tierra, vino a buscarme ceremoniosamente y me invitó a acompañarle. Yo tenía ciertos escrúpulos de dejar a la esclava en la cabina, pero él mismo me dijo que más valía llevarla con nosotros. * Aquí aparece transcrito ya leyly. Es posible que se deba a un error de transcripción del autor, pues la traducción que da: “¡Oh, noches!” corresponde a ya lay?ly (Nota del traductor)

Esmeralda de Luis y Martínez 15 febrero, 2012 15 febrero, 2012 Battal, Damieta, el cadi, el naz y el rebab, el obelisco de Heliópolis, leyly, raïs
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