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“VIAJE A ORIENTE” 059

VII. La montaña – V. Los bazares y el puerto…  Salí del patio de palacio, seek atravesando una multitud compacta, shop que únicamente parecía atraída por la curiosidad. Y penetrando por las sombrías calles que forman las altas casas de Beirut, todas ellas construidas como si fueran fortalezas, y unidas acá y allá por pasadizos abovedados, volví a encontrar ese movimiento que parecía haberse suspendido durante la siesta. Los montañeses inundaban el inmenso bazar que ocupa los barrios del centro, dividido por orden de productos y mercancías. La presencia de mujeres en algunas tiendas es una remarcable particularidad para Oriente, y que explica la peculiaridad de la raza musulmana en esta población. Nada más entretenido que recorrer esos largos pasajes de escaparates protegidos con colgaduras de diversos colores, que no impiden a algunos rayos de sol proporcionar a frutas y verduras colores espléndidos, o ir más lejos para hacer brillar los bordados de las ricas vestiduras suspendidas a la puerta de los ropavejeros. Me apetecía muchísimo añadir a mi vestuario un detalle o adorno especialmente sirio, que consistía en envolverse frente y sienes con una pañoleta de seda con hilillo de oro, que se llama caffiéh, y que se sujeta a la cabeza con un cordón de crin retorcido;  la utilidad de este atuendo es la de preservar orejas y cuello de las corrientes de aire, tan peligrosas en un país montañoso. Me vendieron uno bastante brillante por cuarenta piastras. Entré en una barbería para colocármelo, y cuando me miré al espejo, me vi con el aspecto de un rey de Oriente. Estos pañolones se hacen en Damasco; algunos vienen de Brousse, otros de Lyon. Largos cordones de seda con nudos y borlas cuelgan por el pecho y la espalda y satisfacen esa coquetería del hombre, tan natural en países en los que aún se pueden vestir con hermosos atuendos. Esto puede parecer pueril; pero a mí me parece que el porte externo repercute en la manera de pensar y de actuar ante la vida; a eso se une todavía en Oriente una cierta seguridad del hombre, que tiene por costumbre llevar armas en el cinturón: sintiéndose así en cualquier ocasión como alguien respetable y respetado; de ahí que las escaramuzas y peleas sean raras, porque cada cual sabe muy bien que al menor insulto puede correr la sangre. Jamás vi críos tan bellos como los que corretean y juegan en los corredores del bazar. Jovencitas esbeltas y risueñas se arremolinan en torno a elegantes fuentes con arabescos de mármol, y se alejan por turnos llevando sobre sus cabezas grandes vasijas de antiguas formas. Se distingue en este país mucho cabello rojizo, de tonos más fuertes que los nuestros, con un cierto reflejo púrpura o carmesí. Este color es tan bello en Siria, que muchas mujeres tiñen su pelo rubio o negro con henné[1], que en otros lugares fuera de aquí sólo se utiliza para teñir la planta de los pies, las uñas y las palmas de las manos. También había, en algunos de los puntos en los que se cruzan los corredores, vendedores de helados y sorbetes, que fabrican al gusto estos refrescos con la nieve recogida de la cima del Sannín. Un café brillante, frecuentado sobre todo por militares, sirve también, en medio del bazar, bebidas heladas y perfumadas. Me detuve allí durante un buen rato, asombrado por aquel movimiento de gente tan activa, que reunía en un solo punto los más variopintos atuendos de la gente de la montaña. Además, es bastante divertido ver cómo se agitan durante las discusiones de compra-venta, los cuernos de orfebrería (tantours), de más de un pié de longitud, que las mujeres drusas y maronitas llevan sobre la cabeza con un largo velo que balancean sobre la cara y que recolocan a su gusto. La disposición de este ornamento les da el aspecto de esos fabulosos unicornios que sirven de soporte al blasón de Inglaterra. En tanto que su atuendo externo es uniformemente blanco o negro. La mezquita más importante de la ciudad, que da a una de las calles del bazar, es una antigua iglesia de Las Cruzadas, en la que aún se puede ver la tumba de un caballero bretón. Saliendo de ese barrio para dirigirse hacia el puerto, se desciende por una amplia avenida consagrada al comercio franco. Allí, Marsella lucha con bastante fortuna con el comercio de Londres. A la derecha, está el barrio de los griegos lleno de cafetines y cabaretes, en donde el gusto de este pueblo por las artes se manifiesta en una multitud de grabados de madera coloreados, que alegran los muros con las principales escenas de la vida de Napoleón y de la revolución de 1830. Para contemplar con calma ese museo, pedí una botella de vino de Chipre, que rápidamente me fue servido a la mesa en la que estaba sentado, recomendándome mantenerla oculta bajo la mesa. No hay que escandalizar a los musulmanes mostrándoles que allí se bebe vino. A pesar de que el aqua vitae, que no es otra cosa que un anisete, se consume ostensiblemente. El barrio griego comunica con el puerto a través de una calle ocupada por banqueros y cambistas. Altos muros de piedra, apenas abiertos con unas ventanas o ventanucos enrejados, rodean y ocultan patios e interiores construidos al estilo veneciano. Es un resto del esplendor que Beirut disfrutó durante mucho tiempo gracias al gobierno de los emires drusos y a sus relaciones comerciales con Europa. La mayor parte de los consulados se encuentran en ese barrio, que yo atravesé rápidamente. Tenía prisa por llegar al puerto y abandonarme enteramente a la impresión del espléndido espectáculo que me esperaba allí. ¡Ah la naturaleza! la belleza, inefable gracia de las ciudades de Oriente construidas al borde los mares, cuadros coloristas de la vida; espectáculo de las más bellas razas humanas, atuendos, barcazas, navíos que se cruzan sobre el azul oleaje, ¿cómo explicar la impresión que todo esto causa en un soñador, y que no es otra cosa que la realidad de un sentimiento anticipado?. Es cierto que ya habíamos leído sobre todas estas cosas en los libros; admirado en los lienzos, sobre todo en esas viejas pinturas italianas que recogen la época del poderío marítimo de venecianos y genoveses; pero lo que aún sorprende hoy en día, es encontrarlo todo tan parecido a la idea que nos habíamos formado de todo ello. Uno se codea sorprendido con esa multitud abigarrada, que parece pertenecer al mundo de hace dos siglos, como si el espíritu remontase las edades, como si el espléndido pasado de los tiempos que ya fueron se hubiera reconstruido por un instante. ¿Soy hijo de un país triste, de un siglo vestido de negro que parece llevar el luto de cuantos le han precedido? Y heme aquí, yo mismo transformado, observando y posando al mismo tiempo, personaje sacado de una marina de Joseph Vernet. Me acomodé en un café construido sobre una plataforma sustentada por pilotes en forma de columnas empotradas en la misma orilla del agua. A través de las rendijas de los tablones se veía el flujo verdoso que batía la costa bajo nuestros pies. Marineros de todos los países, montañeros, beduínos vestidos de blanco, malteses y algunos griegos con pinta de piratas fumaban y charlaban a mi alrededor; dos o tres jóvenes cafedjis servían y renovaban acá y allá las fines-janes rebosantes de espumoso moka, en su envoltorio de filigrana dorada. El sol, que desciende hacia los montes de Chipre apenas ocultos por la línea externa de las olas, enciende acá y allá los pintorescos bordados brillantes incluso entre los harapos más pobres; recorta, a la derecha del muelle, la sombra inmensa del castillo marítimo que protege el puerto; revoltijo de torres agrupadas sobre las rocas, cuyas murallas, el bombardeo inglés de 1840, agujereó e hizo añicos[2]. Sólo quedan unos restos que se mantienen gracias a su propia mole, como testigos de una barbarie inútil. A la izquierda, un espigón se adentra en el mar, sosteniendo los blancos edificios de la aduana, que al igual que el muelle, está construida casi enteramente con los restos de las columnas de la antigua Beirut o de la ciudad romana de Julia Félix[3]. ¿Hallará Beirut de nuevo aquel esplendor que por tres veces la convirtieron en la reina del Líbano?. Hoy en día: su situación al pie de las verdes montañas, en medio de jardines y fértiles valles al fondo de un gracioso golfo que Europa llena continuamente con sus barcos;  el comercio de Damasco, y la cita central de las industriosas poblaciones de la montaña, son las que todavía marcan el poderío y futuro de Beirut. Yo no conozco nada más animado ni más vivo que ese puerto, ni que convenga mejor a la vieja idea que tiene Europa de esas Escalas de Levante en las que se desarrollaba la acción de algunas novelas y comedias. ¿Acaso no soñamos con aventuras y misterios a la vista de esas grandes mansiones, de ventanas enrejadas en las que se ve con frecuencia cómo las ilumina el ojo curioso de las jovencitas?. ¿Quién osaría penetrar en esas fortalezas de poder marital y paternal o, al menos, quién no estaría tentado de hacerlo?. Pero, por desgracia, las aventuras aquí son más raras que en el Cairo; la población es más seria a la par que más atareada; el vestuario de las mujeres da idea de trabajo y bienestar sencillo. Algo de bíblico y de austero resulta de la visión general del cuadro: esa mar incrustada entre los altos promontorios, las grandes líneas del paisaje que se desarrollan sobre los diversos planos de las montañas, las torres almenadas y las arquitecturas ojivales, elevan el espíritu hacia la meditación y al ensueño. Para observar cómo se podía agrandar aún más este bello espectáculo, abandoné el cafetín y me dirigí hacia el paseo de Raz-Beirut, situado a la izquierda de la ciudad. Los resplandores rojizos de la puesta del sol teñían de hermosos reflejos la cadena de montañas que descienden hacia Sidón; todo el borde del mar forma a la derecha escarpados promontorios de rocas, y aquí y allá, pozas naturales que había rellenado la marea en los días de tormenta; mujeres y jovencitas se mojaban los pies allí y bañaban a sus críos. Abundan esta especie de albercas que semejan restos de los antiguos baños, cuyo fondo está cubierto de mármol. A la izquierda, cerca de una pequeña mezquita que domina el cementerio turco, se aprecian unas enormes columnas de granito rojo, caídas sobre la tierra; ¿estaría ahí, como se rumorea, el circo de Herodes Agripa?. [1] La alheña o arjeña (del ár. hisp. alhínna, y éste del árabe ?????? al-hinn?´) o henna o jena es un tinte natural de color rojizo que se emplea para el pelo y que además se usa en una técnica de coloración de la piel llamada mehandi. Se hace con la hoja seca y el pecíolo de la Lawsonia alba Lam. (Lawsonia inermis L.) Este tinte es de uso común en India, Pakistán, Irán, Yemen, Oriente Medio y África del norte (http://es.wikipedia.org/wiki/Alhe%C3%B1a)  (EDL) [2] Caída en manos de Méhémet-Ali (1831), Beirut fue bombardeada y tomada por la flota inglesa en 1840. [3] Béryte es el nombre de la antigua ciudad fenicia, que en tiempos de Roma, conquistada por Agripa, tomó el nombre de la hija del emperador. (GR)

Esmeralda de Luis y Martínez 22 febrero, 2012 22 febrero, 2012 el circo de Herodes Agripa., la ciudad romana de Julia Felix, los tantours, Una coquetería del viajero: la caffiéh
“VIAJE A ORIENTE” 058

VII. La montaña – IV. El palacio del pachá… El señor Battista, treatment en el colmo de su generosidad me prometió buscarme un caballo para el día siguiente por la mañana. Tranquilo por ese lado, ya no tenía otra cosa que hacer que pasearme por la ciudad, y comencé por atravesar la plaza para ir a ver lo que pasaba en el palacio del pachá. Había una gran multitud en medio de la cual los cheijs maronitas avanzaban de dos en dos como en una procesión de suplicantes, cuya cabecera había penetrado ya en el patio del palacio. Sus amplios y variopintos turbantes rojos, sus rosarios y caftanes brocados en oro y plata, sus brillantes armas; todo ese lujo exterior que en otros países de Oriente sólo lo muestra la raza turca, daba a ese desfile un aspecto más imponente que el resto. Conseguí introducirme en el palacio detrás de ellos, en donde la música continuaba reinterpretando La Marsellesa reforzada por los pífanos, triángulos y címbalos. El patio estaba formado por el mismo recinto del viejo palacio de Fakardin. Aún se pueden distinguir las trazas del Renacimiento, al que aquel príncipe druso se aficionó tras su viaje por Europa. No es de extrañar que por todo el país se escuche citar el nombre de Fakardin, que en árabe se pronuncia Fakr-el-Din: es el héroe del Líbano; y el primer soberano de Asia que se dignó visitar nuestros climas del Norte. Fue acogido en la corte de los Médicis como la revelación de algo inaudito por aquel entonces, es decir, que en el país de los Sarracenos existía un pueblo devoto de Europa, bien fuera por su religión, o bien por su simpatía. Fakardin, en Florencia pasó por ser un filósofo, heredero de las ciencias griegas del Bajo Imperio, conservadas a través de las traducciones árabes, que tantos preciosos libros han salvado y nos han transmitido sus hechos; en Francia, se quiso ver en él a un descendiente de los viejos cruzados refugiados en el Líbano en la época de San Luis; incluso se buscó en el nombre del pueblo druso una relación de aliteración que llevaba hasta hacerlo descender de un cierto conde de Dreux. Fakardin aceptó todas esas suposiciones con el “dejar hacer” prudente y astuto de los levantinos; necesitaba a Europa para luchar contra el sultán. En Florencia pasó por ser cristiano; quizá se convirtiera, como hemos visto hacer en nuestros tiempos al emir Béchir, cuya familia sucedió a la de Fakardin en la soberanía del Líbano; pero no dejaba de ser un druso, es decir, el representante de una religión peculiar que, formada de los restos de todas las anteriores creencias, permitía a sus fieles aceptar momentáneamente todas las formas posibles de culto, como hacían también los iniciados egipcios. En el fondo, la religión drusa no es más que una especie de francmasonería, por darle un nombre conforme a los tiempos modernos. Fakardin representó durante un tiempo el ideal que nosostros nos formamos acerca de Hiram[1], el antiguo rey del Líbano, amigo de Salomón, héroe de las sociedades místicas. Maestro de la antigua Fenicia y Palestina, intentó constituir con toda Siria un reino independiente; el apoyo que esperaba de los reyes de Europa fue lo que le faltó para hacer realidad su deseo. Ahora, su recuerdo ha quedado en Líbano como un ideal de gloria y de poder; los restos de sus edificios, arruinados por las guerras más que por el tiempo, rivalizan con los de las antigüedades romanas. El arte italiano, que llevó para decorar sus palacios y mansiones, sembró aquí y allá ornamentos, estatuas y columnatas, que los musulmanes, cuando entraron victoriosos, se dedicaron a destruir, extrañados de haber visto renacer de pronto aquel arte pagano cuyas conquistas habían conseguido eliminar desde hacía mucho tiempo. Así que fue en el mismo lugar en el que hacía pocos años habían existido esas maravillas, en las que el soplo del Renacimiento había lejanamente aunado algunos gérmenes de la antigüedad griega y romana, en donde se elevaba ahora el kiosco de madera que había hecho construir el pachá. El cortejo de los maronitas se había colocado bajo las ventanas esperando el beneplácito del gobernador que, por otra parte, no tardó en producirse y ser recibidos. Cuando se abrió la puerta del vestíbulo, percibí, entre los secretarios y oficiales que ocupaban la sala, al armenio que había sido mi compañero de travesía sobre el Santa-Bárbara. Iba vestido con ropajes nuevos; llevaba a la cintura una escribanía de plata, y en la mano algunos pergaminos e impresos. No hay porqué extrañarse que en el país de los cuentos árabes, uno se encuentre con un pobre diablo, al que había perdido de vista, en una excelente posición en la corte. Mi armenio me reconoció inmediatamente, y pareció encantado de verme. Llevaba el vestuario de la reforma[2] en calidad de empleado turco, y se expresaba ya con una cierta dignidad. –  “Me complace, le dije, verle en tan buena situación; tengo la impresión de que es usted un hombre bien relacionado, y lamento no tener nada que solicitarle. –  ¡Dios mío! me dijo, yo no gozo aún de tanto crédito, pero estoy enteramente a su servicio”. Estuvimos charlando de esa guisa detrás de una columna del vestíbulo mientras el cortejo de cheijs pasaba al salón de audiencias del pachá. –  “¿Y qué hace usted aquí? Le pregunté al armenio. –  Me han empleado como traductor. El pachá, ayer me pidió una versión turca del documento que llevo aquí.” Eché una ojeada al documento, impreso en París; que era un informe de M. Crémieux acerca del asunto de los judíos de Damasco. Europa ha olvidado este triste episodio, relacionado con la muerte del padre Thomas, de la que se había acusado a los judíos[3]. El pachá sentía la necesidad de aclarar este asunto, ya cerrado hacía cinco años, posiblemente por un acto de conciencia. El armenio estaba encargado de traducir, entre otras cosas, L’Esprit des lois de Montesquieu y un manual de la guardia nacional parisina. Él encontraba esta última obra muy difícil, y me rogó que le ayudara con ciertas expresiones que no comprendía. La idea del pachá era crear una guardia nacional en Beirut, como las que existían en El Cairo y en otras ciudades de Oriente. En cuanto a L’Esprit des lois, creo que habían escogido esta obra por el título, pensando tal vez que contenía reglamentos de policía aplicables a todos los países. El armenio había traducido ya una parte, y encontraba la obra agradable y de un estilo sencillo, que sin duda perdería más bien poco al traducirla. Le pregunté si podía dejarme ver la recepción  que daba el pachá a los maronitas; pero no se admitía el paso a nadie sin mostrar el salvoconducto que se le había dado a cada uno, únicamente al efecto de presentarse al pachá, ya que es bien sabido que los cheijs maronitas o drusos no tienen derecho de penetrar en Beirut. Sus vasallos sí que acceden sin dificultad, pero para ellos mismos existen severas penas si, por casualidad, les encuentran en el interior de la ciudad. Los turcos temen su influencia sobre la población y a las riñas que podrían darse en las calles si se encontraran esos jefes, siempre armados, acompañados de un numeroso cortejo y siempre prestos a luchar sin cesar por cuestiones de prioridades. También hay que decir que esta ley no se observa tan rigurosamente salvo en momentos críticos. Por otra parte, el armenio me comentó que la audiencia del pachá se limitaba a recibir a los cheijs, invitarles a sentarse sobre los divanes en torno al salón; y a los que las esclavas se aprestaron a ofrecerles un chibouk e inmediatamente a servirles un café, tras lo cual, el pachá escuchó sus quejas, respondiéndoles invariablemente que sus adversarios habían venido igualmente a expresarles sus mismas querellas; que reflexionaría con calma para ver de qué lado estaba la justicia, y que siempre se podía esperar del paternal gobierno de su alteza, ante el que todas las religiones y todas las razas del imperio siempre tendrían iguales derechos. En efecto, en procedimientos diplomáticos, los turcos están al menos al nivel de los europeos. Además, hay que reconocer que el papel de los pachás en este país no es fácil. Teniendo en cuenta la diversidad de razas que habitan la larga cadena del Líbano y del Carmelo, y que dominan desde allí como desde una fortaleza todo el resto de Siria. Los maronitas reconocen la autoridad espiritual del papa, lo que les pone bajo la protección de Francia y de Austria; los griegos unidos, más numerosos, aunque menos influyentes, ya que se encuentran generalmente repartidos por todo el país, son protegidos por Rusia; los drusos, los ansaríes y los metualis[4], que pertenecen a creencias o a sectas que rechazan la ortodoxia musulmana, ofrecen a Inglaterra un medio de actuación que las otras potencias abandonan demasiado generosamente. [1] Rey de Tiro. Los libros de los Reyes y las Crónicas en la Biblia, cuentan que Hiram proporcionó a David y a Salomón los materiales y obreros necesarios para la construcción de sus palacios y del templo de Jerusalem. Se le cita más adelante como protector de Adoniram: p. 318, t. II. [2] Tentativa del sultán Mahmoud II (1785-1839) de importar a los países turcos las ideas, costmbres, y organismos de Europa occidental. (GR) [3] En 1840, Adolphe Crémieux, vicepresidente del consistorio de los israelíes de Francia, se hizo abogado de numerosos judíos de Damasco acusados de haber cometido un asesinato ritual: tras haber degollado al padre Thomas y a su criado, se dijo que habían recogido la sangre de sus víctimas en botellas, con objeto de mezclarlas con el pan ácimo. (GR) [4] Dos sectas de musulmanes chi’íes, retirada la primera en las montañas del Líbano, la segunda en la región de Tiro y de Saida. Los chi’ies, sobre todo agrupados en Persia, sólo reconocen como únicos califas legales a Ali, esposo de Fátima y sus descendientes, excluyendo a los otros descendientes de Mahoma, reconocidos por los sunníes o los musulmanes ortodoxos.

Esmeralda de Luis y Martínez 22 febrero, 2012 22 febrero, 2012 David, el conde de Dreux, el emir Béchir, El príncipe druso Fakardin, Hiram, Montesquieu y L'Esprit des lois (¿un reglamento de policía?), Salomón
“VIAJE A ORIENTE” 057

VII. La montaña – III. La mesa del albergue…  Al subir a la primera planta, sildenafil me encontré sobre una terraza rodeada de edificios y dominada por ventanas interiores. Un amplio toldo rojiblanco protegía una gran mesa servida a la europea, buy viagra en la que casi todas las sillas estaban vueltas del revés para marcar las plazas de los comensales aún vacías. Sobre la puerta de un gabinete situado al fondo y al mismo nivel que la terraza, remedy se leía lo siguiente: “Quì si paga 60 piastres per giorno.” (Aquí se pagan 60 piastras diarias) Algunos ingleses fumaban puros en esa sala, esperando el tintineo de la campana. Pronto bajaron dos mujeres, y nos sentamos a la mesa. A mi lado había un inglés de grave apariencia, que se hacía servir por un joven de piel cobriza, vestido con un bombasí blanco y aretes de plata en las orejas. Pensé que se trataba de algún nabab que disponía en su servicio de un indio. Este personaje no tardó en dirigirme la palabra, lo que me sorprendió un poco – los ingleses jamás hablan con la gente que no les ha sido presentada- pero éste se encontraba en una posición particular; era un misionero de la sociedad evangélica de Londres, encargado de hacer conversiones inglesas por todo el país, y forzado a esgrimir la misma cantinela en cualquier ocasión que se le presentase para pescar almas en sus redes. Acababa de llegar justamente de la montaña, cosa que me entusiasmó al poder sonsacarle alguna información antes de iniciar yo mismo ese viaje. Le pregunté si había novedades sobre la alerta que acababa de crear una conmoción en los alrededores de Beirut. –  “No es nada, me dijo, un asunto sin importancia” – ¿Qué asunto? –  Esa lucha entre maronitas y drusos en las aldeas pobladas por miembros de ambas confesiones. –  ¿Entonces, viene usted, le dije, de la zona en la que en estos días se está combatiendo? –  ¡Oh! sí, he ido a poner paz… a pacificar a las gentes del cantón de Bekfaya, pues Inglaterra tiene muchos amigos en la montaña. –  ¿Son los drusos amigos de Inglaterra? –  Por supuesto. Esas pobres gentes son muy desafortunadas; se les mata, se les quema, se eviscera a sus mujeres, se destruyen sus árboles y su cosecha. –  Perdón, pero nosotros en Francia creíamos justo todo lo contrario; que eran ellos los que oprimían a los cristianos. –  ¡Dios mío, no!, esas pobres gentes sólo son unos pobres campesinos que no piensan en hacer ningún mal. En cambio, ustedes les envían a esos capuchinos, jesuitas y lazaristas, que no hacen más que provocar disturbios; excitan a los maronitas, mucho más numerosos, contra los drusos, que se defienden como pueden, y sin Inglaterra, ya habrían sido exterminados. Inglaterra está siempre junto al más débil, al lado del que sufre… –  Sí, repuse, es una gran nación…¿Así que usted ha llegado para pacificar las luchas que han tenido lugar durante estos días? –  Desde luego. Estuvimos allí numerosos ingleses; ya habíamos dicho a los drusos que Inglaterra no los abandonaría, que se les haría justicia. Así que incendiaron el pueblo, y después regresaron tranquilamente a sus casas. ¡Han aceptado más de trescientas biblias, y hemos convertido a mucha de esa valerosa gente! –  No acabo de comprender, le hice al reverendo esta observación, cómo se puede convertir a alguien a la fe anglicana, ya que para ello hay que ser inglés. –  Bueno… una vez que se pertenece a la sociedad evangélica se está protegido por Inglaterra, pero en lo relativo a convertirse en inglés, eso es imposible. –  ¿Y quién es el jefe de esa religión? –  Su graciosa majestad, nuestra reina de Inglaterra. –  Una encantadora papesa, y os juro que no me importaría incluso a mí convertirme. –  ¡Ay, los franceses!, siempre bromeando… ustedes no son buenos amigos de Inglaterra. –  Pues mire por donde, le comenté al acordarme de golpe de un episodio de mi primera juventud, fue uno de sus misioneros, el que en París se había propuesto convertirme, e incluso conservo la biblia que me dio, pero aún así sigo sin comprender cómo se puede hacer un anglicano de un francés. – Pues hay muchos entre ustedes… y si usted recibió, siendo niño, la simiente de la palabra verdadera, es posible que madure en usted más adelante.” No intenté llevar la contraria al reverendo, ya que cuando se viaja, se acaba siendo más tolerante, sobre todo cuando lo que realmente le guía a uno es la curiosidad y el deseo de observar las costumbres; pero comprendí que la circunstancia de haber conocido en otra ocasión a un misionero inglés me daba una cierta prevalencia ante mi vecino de mesa. Las dos damas inglesas que había visto antes, se encontraban a derecha e izquierda de mi reverendo, y pronto me enteré de que una de ellas era su esposa, y la otra su cuñada. Un misionero inglés jamás viaja sin su familia. Este parecía llevar un gran tren de vida y ocupaba el apartamento principal del hotel. Cuando nos levantamos de la mesa, entró un instante a sus habitaciones, y volvió en seguida con una especie de álbum que me mostró con aire triunfal. –  “Vea usted, me dijo, aquí están detalladas todas las abjuraciones que he obtenido en mi última cruzada a favor de nuestra santa religión”. En efecto, un montón de declaraciones, firmas y sellos árabes cubrían las páginas del libro. Me fijé que ese registro se efectuaba por partida doble; en cada verso figuraba la lista de regalos y sumas recibidas por los neófitos anglicanos. Algunos tan solo habían recibido un fusil, un pañuelo de cachemira, o adornos para las mujeres. Yo le pregunté al reverendo si la sociedad evangélica le daba una prima por cada conversión. No opuso ninguna dificultad para responderme; a él le parecía de lo más natural que viajes costosos y llenos de peligros fuesen generosamente retribuidos. Entonces comprendí, por los detalles en los que abundó, la superioridad sobre otras naciones que la riqueza da a los agentes ingleses en Oriente. Nos habíamos acomodado en un diván en el cuarto de estar, y el doméstico del reverendo se había arrodillado delante de él para encenderle un narguile. Le pregunté si ese hombre era un indio; pero resultó ser un farsy[1] de los alrededores de Bagdad, una de las conversiones más brillantes del reverendo, que se llevaba a Inglaterra como muestra de sus trabajos. Mientras tanto, el farsy le servía de criado a la vez que de discípulo; y no cabía la menor duda de que cepillaba  con fervor sus trajes, y abrillantaba sus botas con la misma dedicación religiosa. En mi fuero interno yo le compadecía un poco el hecho de haber abandonado el culto a Auramazda por el modesto empleo de jockey evangélico. Yo estaba esperando que me presentaran a las damas, que se habían retirado a sus apartamentos; pero el reverendo guardó únicamente sobre ese punto toda la reserva inglesa. Y mientras seguíamos charlando un ruido de música militar restalló con fuerza en nuestros oídos. –  “Hay, me dijo el inglés, una recepción en el palacio del pachá. Es una delegación de cheijs maronitas que vienen a exponerle sus quejas. Es gente que siempre se está lamentando; pero el pachá es duro de oídos. –    No me cabe la menos duda, no hay más que oír su música, le dije, jamás había escuchado una estridencia como esa. –    Pues resulta que están ejecutando su himno nacional, La Marsellesa. –    ¡Quién lo habría dicho!. –    Yo lo sé porque lo escucho todas las mañanas y todas las tardes, y porque me han comentado que ellos están convencidos de estar interpretando esa partitura.”      Poniendo algo más de atención llegué, en efecto, a distinguir algunas notas perdidas entre una multitud de peculiares adaptaciones a la música turca. La ciudad parecía haberse despertado al fin, la brisa marítima de las tres de la tarde agitaba dulcemente las lonas extendidas sobre la terraza del hotel. Saludé al reverendo dándole las gracias por el trato cortés que me había dispensado, algo raro en los ingleses que, por culpa de sus prejuicios sociales, siempre permanecen en guardia contra todo lo desconocido. Me parece que en esa actitud hay, si no una muestra de egoísmo, sí al menos una falta de generosidad. Me extrañó el hecho de que sólo tuve que pagar diez piastras al salir del hotel (2 francos con 50 céntimos) por el almuerzo. El signor Battista me llevó aparte y me hizo un amigable reproche por no haber ido a alojarme a su hotel. Entonces yo le mostré el cartel en el que se anunciaba que sólo se admitía mediante el pago diario de sesenta piastras, lo que significaba un estipendio de mil ochocientas piastras al mes. “Ah! Corpo di me! gritó. Questo è per gli Inglesi che hanno molto moneta, e che sono tutti eretici!…ma, per gli Francesi, e altri Romani, è soltanto cinque franchi!” (Eso es para los ingleses, que tienen mucho dinero y que son todos unos herejes; pero para los franceses, y los otros romanos, es tan sólo de cinco francos.) ¡Esto ya es otra cosa! pensé, y me alegré de no pertenecer a la religión anglicana, dados los sentimientos tan católicos y romanos que al parecer poseían los hoteleros de Siria. [1] Dícese de los oriundos de la antigua Persia.

Esmeralda de Luis y Martínez 22 febrero, 2012 22 febrero, 2012 Bekfaya, católicos y anglicanos, Drusos versus maronitas, ingleses versus franceses
“VIAJE A ORIENTE” 056

VII. La montaña – II. El kief… Beirut, view aun cuando solo se considerara el espacio comprendido dentro de sus murallas y sus habitantes, respondería mal a la idea que de esa ciudad se hacen en Europa y que reconocen como la capital del Líbano. A esa idea, habría que añadir también unos cuantos centenares de mansiones rodeadas de jardines que ocupan el vasto anfiteatro, cuyo centro es el puerto. Conglomerado disperso y vigilado por una alta construcción cuadrada, ocupada por una guarnición turca, y que es conocida como “La torre de Fakardin”. Yo me alojaba en una de esas mansiones que salpican la costa, muy parecidas a las que rodean Marsella, y presto a partir para visitar la montaña; sólo me quedaba tiempo para bajar a Beirut a buscar un caballo, una mula o incluso un camello. Hasta habría aceptado uno de esos hermosos borriquillos de cola enhiesta y pelaje de cebra, que en Egipto prefieren a los caballos, y que galopan por la arena con un ardor infatigable; mas en Siria no se considera a este animal lo suficientemente robusto como para escalar los pedregosos senderos del Líbano. Pero ¿acaso no debería ser bendita su raza entre todas las demás por haber servido de montura al profeta Balaam y al Mesías?. Andaba yo con estas reflexiones mientras me encaminaba a pié hacia Beirut en ese momento del día en que, según dicen los italianos, no se ve vagar bajo el sol más que a gli cani e gli Francesi[1]. Ahora bien, ese dicho siempre me ha parecido falso en lo que se refiere a los canes que, a la hora de la siesta, saben muy bien tenderse tranquilamente a la sombra y no se arriesgan a coger una insolación. En cuanto a los franceses, intente usted retenerles sobre un diván o sobre una manta a poco que tenga en la cabeza un asunto que resolver, un deseo, o una simple curiosidad; el demonio del mediodía raramente le pesa sobre el pecho, y poco o nada le importa que el deforme Smarra[2] haga girar sus amarillentas pupilas en su gruesa cabezota de enano. Así que allí estaba yo, atravesando el llano a esa hora del día que la gente del sur consagra a la siesta y los turcos al kief. Un hombre que va errando de esa manera cuando todo el mundo duerme, en Oriente corre el gran riesgo de excitar las mismas sospechas que en nuestro país levantaría un vagabundo nocturno; aunque así y todo, los centinelas de la Torre de Fakardin me prestaron la misma atención que el soldado vigía presta a un viandante retrasado. A partir de esa torre, una llanura bastante extensa permite abarcar de un vistazo todo el perfil oriental de la ciudad, cuya muralla y torres almenadas se extienden hasta el mar. Presenta aún el aspecto de una ciudad árabe de la época de Las Cruzadas; traicionado únicamente por una influencia europea que sólo se percibe en los numerosos mástiles de las mansiones consulares que en domingos y días festivos se engalanan con sus banderas. Por lo que se refiere a la dominación turca, aquí ha aplicado, como en todas partes, su sello personal y extravagante. Al Pachá se le ha ocurrido demoler una parte de la muralla de la ciudad, en la que se adosa el palacio de Fakardin, para construir allí uno de esos kioscos de madera pintada, tan a la moda en Constantinopla, y que los turcos prefieren a los más suntuosos de piedra o de mármol. ¡Y vaya usted a saber por qué los turcos viven en casas de madera, o por qué incluso los palacios del sultán, aunque adornados con columnas de mármol, tienen los muros de madera de pino!. Y es que, conforme a un particular prejuicio de la raza de Othman, la casa que se haga construir un turco no debe durar más que él; no ha de ser más que una jaima tendida sobre una tierra de paso, un abrigo momentáneo, en donde el hombre no debe intentar luchar contra el destino eternizando su huella, intentando ese difícil himen de tierra y familia al que tienden los pueblos cristianos. El palacio forma un ángulo en el que se abre la puerta de la ciudad, con su pasadizo oscuro y umbroso, donde poder refrescarse un poco del ardor del sol reverberado por la arena de la llanura que se acaba de atravesar. Una hermosa fuente de piedra protegida por la sombra de un magnífico sicómoro[3]; las cúpulas grises de una mezquita y sus esbeltos minaretes; una casa de baños de reciente construcción y arquitectura moresca; todo esto es lo que se ofrece a primera vista al entrar en Beirut como promesa de una estancia apacible y alegre. Más allá, sin embargo, las murallas se elevan y cobran un aspecto sombrío y claustral. Pero, ¿por qué no entrar al hamam[4] durante estas horas de intenso y desapacible calor en lugar de pasarlas tristemente recorriendo las calles desiertas? Andaba con estos pensamientos cuando el movimiento de una cortina azul ante la puerta de la casa de baños me señaló que esta era la hora en la que el recinto quedaba restringido a las mujeres. Los hombres únicamente pueden usarlo por la mañana y por la tarde…¡y pobre del que se quede allí dentro, debajo de un banco o una colchoneta, a la hora en que un sexo sucede al otro! Francamente, sólo un europeo sería capaz de idear algo así y que tanto pudiera perturbar el espíritu de un musulmán. Yo nunca había entrado en Beirut a una hora tan inapropiada, y me encontraba como ese hombre de Las mil y una noches penetrando en una ciudad de magos a cuyas gentes habían convertido en estatuas de piedra[5]. Todo dormía aún profundamente: los centinelas bajo la puerta; en la plaza los jumentos que esperaban a las damas, probablemente también adormecidas en las galerías altas de los baños; los vendedores de dátiles y sandías dispuestos cerca de la fuente; el cafedji en su cafetín con sus consumidores; el hamal (mozo de cuerda) con la cabeza apoyada sobre su fardo; el camellero reposando cerca de su animal, y los diabólicos albaneses formando cuerpos de guardia delante del serrallo del pachá. Todos ellos dormían el sueño de la inocencia, dejando la villa a su abandono. Fue un día, en una hora y durante una somnolencia como estas, cuando trescientos drusos se apoderaron de Damasco. Les bastó con entrar por separado, mezclarse con la multitud de campesinos que durante la mañana llenaban bazares y plazas; para luego simular que se dormían, igual que el resto; pero sus grupos, hábilmente distribuidos, se apoderaron en el mismo instante de los principales lugares, mientras la mayoría de la tropa saqueaba los ricos bazares y los prendía fuego. Los habitantes, despertados en medio de ese sobresalto, creyendo que se enfrentaban a todo un ejército, se encerraron en sus casas; al igual que hicieron los soldados, protegiéndose dentro de los cuarteles, mientras que al cabo de una hora, los trescientos caballeros drusos se marchaban, cargados con el botín, a su retiro inexpugnable de las montañas del Líbano. A esto se arriesga una ciudad que duerme en pleno día. No obstante, en Beirut no toda la colonia europea se entrega a las dulzuras de la siesta. Caminando hacia la derecha, muy pronto distinguí cierto movimiento en una de las calles que se abrían a la plaza; un olor penetrante de fritura revelaba la vecindad de una trattoria, y el letrero del célebre Battista no tardó en llamarme la atención. Conozco lo suficientemente bien los hoteles destinados en Oriente a los viajeros europeos, como para haber pensado ni por un momento en aprovecharme de la hospitalidad del Sr. Battista, único posadero franco de Beirut. Los ingleses han mimado por todas partes sus establecimientos, en general más modestos en sus instalaciones que en sus precios. Y en ese momento pensé que no estaría mal en disfrutar de la buena mesa, si se me admitía en ella. Me arriesgué y subí a ver. [1] “a los perros y a los franceses” [2] Smarra es el demonio de las pesadillas en el cuento de Nodier, Smarra, ou les Démons de la nuit (1821). Para más información sobre este escritor, consultar http://es.wikipedia.org/wiki/Charles_Nodier [3]  árbol frondoso, de copa amplia y tronco robusto. [4] Nombre que se da a una casa de baños en árabe. [5] Es una mujer, Zubeyda, la que en las noches 63 a 66 de “Las mil y una noches”, cuenta cómo visitó una ciudad de magos en la que todos sus habitantes, salvo uno, habían sido convertidos en estatuas de piedra.

Esmeralda de Luis y Martínez 22 febrero, 2012 22 febrero, 2012 el Mesías, el profeta Balaam, gli cani e gli francesi, la torre de Fakardin, los 300 caballeros drusos, Peligros de la hora de la siesta
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VII. La montaña – I. El padre Planchet… En cuanto pasamos la cuarentena, buy viagra alquilé por un mes un alojamiento en una mansión de cristianos maronitas, viagra a media legua de la ciudad. La mayor parte de estas mansiones, case situadas en medio de jardines, con terrazas plantadas de moreras escalonadas a lo largo de toda la costa, semejan pequeños dominios feudales construidos con solidez en una piedra de color tostado, con ojivas y arcos. Escaleras exteriores conducen a las diferentes plantas en la que cada una tiene su terraza, hasta llegar a la que domina todo el edificio, y donde las familias, al llegar la tarde, se reúnen para disfrutar de la vista del golfo. Nuestros ojos se encontraban por todas partes con un verdor espeso y lustroso, en donde sólo los setos de nopales marcan las medianerías. Los primeros días me abandoné a las delicias de ese frescor y esa umbría. Por todas partes se intuía y nos sentíamos rodeados de una vida desahogada. Mujeres bien vestidas, bellas y sin velo, iban y venían, casi siempre con pesadas cántaras que iban a rellenar a las cisternas y transportaban graciosamente sobre la espalda. Nuestra patrona, que tocada con una especie de cono drapeado de cachemira, sobre sus largas trenzas adornadas de zequíes, parecía una reina asiria, era tan solo la mujer de un sastre que tenía su tienda en el bazar de Beirut. Sus dos hijas y los niños pequeños vivían en la primera planta; nosotros ocupábamos la segunda. La esclava pronto se familiarizó con esta familia, e indolentemente sentada sobre las esteras, se veía a sí misma como rodeada de inferiores, haciéndose servir de todos ellos, por más que intenté impedírselo a aquellas pobres gentes. No obstante, encontraba cómodo el poder dejarla en lugar seguro dentro de esta casa mientras yo iba a la ciudad. Esperaba cartas que no llegaban, el servicio de correos francés se hace tan mal en estos parajes, que los periódicos y los paquetes llegan siempre con dos meses de retraso. Esta circunstancia me entristecía mucho y me abocaba a sueños sombríos. Una mañana, me desperté bastante tarde, medio inmerso aún en las ilusiones de un sueño. Vi a la cabecera de mi cama a un sacerdote sentado, que me miraba con cierto aire compasivo. –        “¿Cómo se encuentra, señor? Me dijo en tono melancólico. –                     Pues, bastante bien; perdone, me despierto, y… –                     ¡No se mueva! Cálmese. Medite. Piense que el momento se acerca. –                     ¿Qué momento? –                     ¡Esa hora suprema, tan terrible para los que no están en paz con Dios! –                     ¡Eh, eh!, ¿qué pasa aquí? –                     Aquí estoy, presto a recoger su última voluntad. –                     ¡Ah!, grité, ¡eso es terrible!. Y ¿quién es usted?. –                     Soy el Padre Planchet. –                     ¡El Padre Planchet! –                     De la Compañía de Jesús. –                     ¡No conozco a esas gentes! –                     Han venido al convento a decirme que un joven americano en peligro de muerte me esperaba para hacer algunos legados a la comunidad. –                     ¡Pero yo no soy americano! ¡hay un error! Y, además, yo no me encuentro en el lecho de muerte; ¡ya lo ve usted!” Me levanté bruscamente … un poco con la necesidad de convencerme a mí mismo de mi perfecta salud. El Padre Planchet comprendió al fin que le habían indicado mal. Se informó en la casa, y se enteró de que el americano vivía algo más lejos. Me saludó sonriendo con indiferencia, y me prometió que al volver vendría a verme, encantado de haberme conocido gracias a aquel singular azar. Cuando regresó, la esclava estaba en la habitación, y le conté su historia. “¡Cómo, me dijo, se ha echado un peso así en su conciencia!… Usted ha perturbado la vida de esta mujer, y a partir de ese momento es usted responsable de todo lo que le pueda acontecer. Y ya que no puede llevársela a Francia y seguro que usted no quiere desposarla, ¿qué será de ella?. –    Le concederé la libertad; el bien más grande que puede reclamar cualquier ser racional. –    Hubiera sido mejor dejarla donde estaba; habría podido encontrar un buen amo, un marido… en cambio, ahora, ¿se da usted cuenta en qué abismo de mala conducta puede caer, una vez dejada a su libre albedrío?. No sabe hacer nada de nada, no puede servir… Piense en todo esto”. La verdad es que no se me había ocurrido reflexionar seriamente sobre esas consideraciones. Así que le pedí consejo al padre Planchet, que me repuso: –    “Es posible que le pueda encontrar una buena situación y un porvenir. Hay, añadió, unas damas muy piadosas en la ciudad que se encargarían de su futuro.” Le previne acerca de la extremada devoción que ella tenía por la fe musulmana. Planchet sacudió la cabeza y mantuvo una larguísima conversación con la esclava. En el fondo, esta mujer poseía un sentimiento religioso desarrollado más por naturaleza y de manera general que en el sentido de una creencia determinada. Y además, el aspecto de la población maronita entre la que vivíamos, y los conventos desde los que se escuchaba el sonido de las campanas en la montaña, el frecuente deambular de emires cristianos y drusos, que venían a Beirut, magníficamente ataviados, provistos de armaduras resplandecientes, subidos en hermosas monturas, con numeroso cortejo de caballeros y de negros encargados de llevar tras ellos sus estandartes plegados en torno a las lanzas: todo ese aparato feudal, que hasta a mí mismo me admiraba, como salido de Las Cruzadas, mostraba a la pobre esclava que aquí existía la misma pompa y poderío que en el país de los turcos, con independencia de que fueran o no musulmanes. La apariencia externa seduce siempre a todas las mujeres, sobre todo a las simples e ignorantes, y suele ser la principal razón de sus simpatías o de sus convicciones. Cuando llegamos a Beirut y atravesó la multitud de mujeres sin velo, que llevaban sobre la cabeza el tantour, cuerno de plata cincelada y dorada del que cuelga y balancea un velo de gasa tras la cabeza, otra moda conservada de la edad media, hombres de buena presencia y ricamente armados, cuyo turbante rojo o abigarrado indicaba confesiones distintas al islamismo; gritó: “¡Cuántos giaours!…” Y eso alivió un poco mi resentimiento al haber sido injuriado con ese término. Se trataba, por tanto, de tomar partido. Los maronitas, nuestros anfitriones, a los que les gustaban muy poco sus formas, y que la juzgaban, como los demás, desde la intolerancia católica, me decían: Véndala. Incluso me proponían traer a un turco que se encargara del asunto. Se puede comprender el caso que hice de ese consejo tan poco evangélico. Me fui al convento a ver al padre Planchet, situado cerca de las puertas de Beirut. Daban allí clase a los niños cristianos, a los que dirigía su educación. Hablamos largo y tendido de M. De Lamartine[1], al que había conocido y del que admiraba mucho sus poemas. Se lamentaba de los esfuerzos que tenía que hacer para obtener del gobierno turco la autorización para ampliar el convento. Aún así, las obras interrumpidas revelaban un grandioso plan, y una magnífica escalinata en mármol de Chipre conducía a las otras plantas todavía sin terminar. Los conventos católicos gozan de mucha libertad en las montañas; pero a las puertas de Beirut no se les permite construcciones muy importantes, incluso a los jesuitas les está prohibido tener una campana. La habían suplido por un enorme cascabel, que, modificado poco a poco, iba adquiriendo el aspecto de una campana. También los edificios se agrandaban sensiblemente bajo los ojos poco atentos de los turcos. “Hay que hacer unos pocos malabarismos, me decía el padre Planchet; con paciencia lo conseguiremos”. Me volvió a hablar de la esclava con una sincera benevolencia. Y aún así yo luchaba con mis propias incertidumbres. Las cartas que yo esperaba podían llegar en cualquier momento y así cambiar mis resoluciones. Temía que el padre Planchet, se ilusionara piadosamente con la idea,  sobre todo por el honor que significaría para su convento, de una conversión musulmana, y que al final, la suerte de la pobre muchacha no fuera muy triste más adelante. Una mañana, la esclava entró en mi habitación aporreando con las manos y gritando aterrorizada: –    Durzi! Durzi! Durzi! Bandouguillah! (¡los Drusos! ¡los drusos! ¡los drusos! ¡disparos!) En efecto, a lo lejos se oían tiros de fusil; pero se trataba tan sólo de una fantasia de unos albaneses que partían hacia la montaña. Me informé, y me enteré de que los drusos habían quemado un pueblo llamado Bethmérie, situado a unas cuatro leguas. Se enviaron tropas turcas, no contra los drusos, sino para vigilar los movimientos de los dos partidos que todavía estaban luchando en ese lugar. Yo me había marchado a Beirut, en donde me enteré de estos asuntos. Regresé muy tarde, y entonces me comentaron que un emir o príncipe cristiano de una región del Líbano había venido a alojarse a la casa. Al saber que aquí también se hospedaba un “franco” de Europa, quiso verme y me estuvo esperando durante mucho tiempo en mi habitación, en la que dejó sus armas en señal de confianza y fraternidad. Al día siguiente, el ruido que provocaba su partida me despertó temprano; le acompañaban seis hombres bien armados y montando magníficas cabalgaduras. No tardamos en conocernos, y el príncipe me invitó a pasar unos días en su mansión de la montaña. Acepté presuroso ante la extraordinaria ocasión que se me presentaba de estudiar los usos y costumbres de estos pueblos singulares. Pero para poder hacer ese viaje necesitaba dejar a la esclava convenientemente alojada, pues yo no podía llevarla conmigo. Me indicaron en Beirut una escuela de jovencitas, dirigida por una dama de Marsella, llamada Mme. Carlès. Era la única escuela en la que se enseñaba francés. Mme. Carlès era una buena mujer, que sólo pedía tres piastras turcas por día, para el alojamiento, comida e instrucción de la esclava. Yo tenía que partir para la montaña tres días después de haber colocado a la esclava en esa casa; a la que se había habituado muy bien y en donde estaba encantada de poder charlar con las jovencitas, que se divertían mucho con sus ideas y sus cuentos. Mme. Carlès me llevó aparte y me dijo que no desesperaba de poder convertirla al cristianismo. “Mire usted, añadió con su acento provenzal, yo les suelo hablar de este modo. Les digo: ¿Ves, hija mía?, todos los buenos dioses de cada país, son el mismo buen dios. Mahoma es un hombre de mucho mérito…pero Jesucristo es también un buen hombre”. Esa forma tolerante y dulce de intentar una conversión me pareció bastante aceptable. “No conviene forzarla en nada, le dije”. –     Quédese usted tranquilo, repuso Mme. Carlès; ella incluso ya me ha prometido venir conmigo a misa el próximo domingo.” No cabía la menor duda de que no podía haberla dejado en mejores manos para aprender los principios de la religión cristiana y el francés…de Marsella. [1] Lamartine residió en Beirut entre 1832 y 1833.

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VI. La Santa Bárbara – X. La cuarentena… El capitán Nicolás y su tripulación se habían vuelto de lo más amables y pródigos de detalles hacia mi persona. Ellos hacían la cuarentena a bordo; pero una barca, medical enviada por Sanidad, vino para trasladar a los pasajeros al islote que, al verlo más de cerca, era más bien una isla. Una estrecha ensenada entre las rocas, sombreada por árboles seculares, llevaba a la escalera de una especie de claustro cuyas bóvedas en ojiva reposaban sobre pilares de piedra que soportaban un techo de cedro como el de los conventos romanos. El mar rompía alrededor sobre los roquedales tapizados de algas, y sólo nos faltaba un coro de monjes y la tempestad para estar en el primer acto del Bertram de Maturin[1]. Tuvimos que esperar allí bastante tiempo hasta que nos visitó el nazir, o director turco, que por fin tuvo a bien admitirnos en los placeres de sus dominios. Edificios de aspecto claustral se sucedían uno tras otro; abiertos a la intemperie, servían para almacenar mercancías sospechosas. En la cima del promontorio, un pabellón aislado, que dominaba el mar, se nos asignó como morada; era el edificio dedicado habitualmente a los europeos. Las galerías que habíamos dejado a nuestra derecha, albergaban a familias árabes acampadas, por así decirlo, en las vastas salas que servían tanto de alojamiento como de establos. Allí, piafaban los caballos cautivos y los dromedarios que asomaban entre los barrotes su largo cuello y cabeza peluda; más allá, las tribus, agrupadas en torno a una hoguera que les servía de cocina, volvían la cabeza con gesto agresivo cuando pasábamos cerca de sus puertas. Por lo demás, teníamos derecho a pasearnos por los alrededores de dos fanegas de terreno sembrado de cebada y plantado de moreras, e incluso de bañarnos en el mar bajo la vigilancia de un guardián. Una vez familiarizado con este lugar salvaje y marítimo, encontré la estancia agradable. Había allí un algo de reposo, una umbría y una variedad de tonalidades como para suscitar el más sublime de los ensueños. De un lado, las sombrías montañas del Líbano, con sus crestas de distintos tonos, esmaltadas aquí y allá de blanco por las numerosas aldeas maronitas y drusas y sus conventos instalados en un horizonte de ocho leguas; del otro, volviendo a esa cadena montañosa y cubierta de nieve que termina en el cabo Boutroun, todo el anfiteatro de Beirut, coronado por un bosque de pinos plantados por el emir Fakardin[2] para detener la invasión de las arenas del desierto. Torres almenadas, castillos, casas solariegas cuajadas de ojivas, construidos en piedra rojiza, conceden a ese paisaje un aspecto feudal y al tiempo europeo, que recuerda a las miniaturas de los manuscritos caballerescos de la Edad Media. Las embarcaciones francesas ancladas en la rada, y que no pueden ser acogidas en el estrecho puerto de Beirut, animan aún más este panorama. Esta cuarentena de Beirut era pues bastante soportable, y nuestros días pasaban, bien soñando bajo la espesa sombra de los sicómoros y de las higueras; bien trepando sobre un macizo rocoso bastante pintoresco que rodeaba una especie de estanque natural en donde el mar venía a dejar sus ondas suaves. Ese lugar me hacía pensar en las grutas de las hijas de Nerea. Nos quedamos allí todo el mediodía, aislados de los otros habitantes de la cuarentena, acostados sobre las algas verdes o luchando alegremente contra las espumosas olas. Por la noche, nos encerraban en el pabellón, en donde los mosquitos y otros insectos nos proporcionaban otros placeres no tan dulces. Los baldaquinos cerrados con unas mosquiteras de gasa nos resultaban de gran ayuda. La comida, consistía tan sólo en pan y queso salado, proporcionado por la cantina; a lo que había que añadir huevos y pollos que traían los campesinos de la montaña; aparte de eso, todas las mañanas, venían a degollar ante nuestra puerta corderos, cuya carne nos vendían a una piastra (25 céntimos) la libra. Además, el vino de Chipre, a una media piastra la botella, era un regalo digno de las grandes mesas europeas; Aunque tengo que decir que uno se llega a cansar de beber habitualmente este vino que más bien parece un licor; y yo prefiero el vino de oro del Líbano, que tiene un buen maridaje con la madera, por su gusto seco y su fuerza. Un día, el capitán Nicolás vino a visitarnos con dos de sus marineros y su grumete. Nos habíamos hecho buenos amigos, y había traído al hadji, que me estrechó la mano con gran efusión, temiendo, puede ser que me quejase de él una vez que me encontrara en Beirut. Por mi parte, les demostré toda mi cordialidad. Cenamos juntos, y el capitán me invitó a alojarme en su casa, si pasaba por Trípoli. Tras la cena, nos paseamos por la orilla del mar; me llevó aparte, y me hizo que me fijara en la esclava y el armenio que hablaban juntos, sentados un poco más abajo que donde estábamos nosotros junto al mar. Unas cuantas palabras mitad en francés, mitad en griego me hicieron comprender lo que quería decir, y yo lo rechacé con una bien marcada incredulidad. Sacudió la cabeza, y poco tiempo después volvió a embarcar en su chalupa, despidiéndose afectuosamente de mí. Al capitán Nicolás, me dije, todavía le pesa mi rechazo a cambiar la esclava por su grumete. No obstante, la sospecha me quedó en el espíritu, atacando al menos a mi vanidad. Es lógico que el resultado de la violenta escena que se había desarrollado en el barco, fuese una especie de enfriamiento en las relaciones entre la esclava y yo. Nos habíamos dicho una de esas palabras imperdonables de las que tanto ha hablado el autor de Adolphe[3]; el calificativo de giaour me había herido profundamente. Así que, me dije a mí mismo, no había merecido la pena persuadirla de que yo no tenía ningún derecho sobre ella; ya que además, bien porque fuera mal aconsejada, o por su propia reflexión, ella se sentía humillada por pertenecer a un hombre de una raza inferior conforme a las ideas de los musulmanes. La degradada situación de la población cristiana en Oriente repercute en el fondo sobre el mismo europeo; se le teme en la costa a causa de esa apariencia de poderío que constata el paso de los navíos; pero, en los países del interior, en donde esta mujer ha vivido toda la vida, los prejuicios aún permanecen intocables. Y a pesar de todo, me costaba admitir que aquel espíritu simple fuera capaz de disimulo; su pronunciado sentimiento religioso la debía defender al menos de esa bajeza. Por otra parte, tampoco podía ignorar el coqueteo del armenio. Joven aún y bello, con ese tipo de belleza asiática, de rasgos firmes y puros, razas nacidas en los comienzos del mundo, se semejaba a una encantadora muchacha que hubiera fantaseado disfrazándose de hombre; su mismo vestido, con excepción del peinado, no ocultaba más que a medias esa ilusión. Y heme aquí, como Arnolphe[4], espiando vanas apariencias con la conciencia de ser doblemente ridículo, ya que además soy un maître.  Tengo la suerte de ser engañado y robado al mismo tiempo, y me repito, como los celosos de las comedias: ¡qué pesada carga es guardar a una mujer! Aunque me consolaba acto seguido diciéndome que aquello no tenía nada de sospechoso; el armenio la distraía y divertía con sus cuentos, la halagaba con mil gentilezas, mientras que yo, en cuanto intento hablar en su lengua, le debo producir un efecto risible, algo así como el que un inglés, un hombre del norte, frío y pesado, debe producir a una mujer de mi país. Tienen los levantinos un temperamento expansivo y caluroso que, no cabe duda, debe seducir. Desde ese momento, ¿tendré que admitirlo? Me dio la impresión de que se tomaban de la mano dirigiéndose palabras tiernas, y ni siquiera ante mi presencia se sentían cohibidos. Reflexioné durante cierto tiempo hasta tomar una dura decisión. –    “Querido, le dije al armenio, ¿a qué se dedicaba usted en Egipto?  –    Yo era secretario de Toussoun-Bey[5]; me encargaba de traducirle prensa y libros franceses; escribía sus cartas a los funcionarios turcos. Pero murió de golpe y me despidieron, esa es mi posición en este momento. –    Y ahora, ¿qué piensa hacer usted? –    Espero entrar al servicio del pachá de Beirut. Conozco a su tesorero, que es un paisano mío. –    ¿Y no ha considerado la posibilidad de casarse? –    No dispongo de dinero para la dote, y sin ese requisito ninguna familia me concederá una mujer”. Vamos, me dije tras un corto silencio, mostrémonos magnánimo, hagamos que esta pareja sea feliz.  Esta idea me hizo sentirme mejor. De ese modo, liberaría a una esclava y crearía un matrimonio honesto. ¡Sería padre y benefactor al mismo tiempo!. Así que tomando las manos del armenio le dije: –      “A usted le gusta…¡cásese con ella, es suya!” Me habría gustado tener al mundo entero por testigo de esta emotiva escena, este cuadro patriarcal: el armenio extrañado, confuso ante tal magnanimidad; la esclava sentada cerca de nosotros, ignorando todavía el tema de nuestra conversación, pero, por lo que parecía, inquieta ya y soñadora… El armenio elevó sus brazos al cielo, como aturdido ante mi proposición. –      “¡Cómo, le dije, desgraciado, ¿aún vacilas?!… Seduces a la mujer de otro, la apartas de sus deberes, y acto seguido ¿no te quieres hacer cargo de ella cuando te la dan?” Pero el armenio no comprendía nada de estos reproches. Su extrañeza la expresó mediante una serie de enérgicas protestas. Jamás había tenido la menor idea de lo que yo pensaba de ellos. Se sentía tan desgraciado incluso por una suposición así, que se apresuró inmediatamente a instruir a la esclava para que fuera testigo de su sinceridad. Por lo que al mismo tiempo al enterarse de lo que yo había dicho, se sintió ofendida, sobre todo de la suposición de que ella pudiera prestar atención a un simple raya, un servidor tanto de los turcos como de los francos, una especie de yaoudi. ¿De modo que el capitán Nicolás me había inducido a creer toda suerte de ridículas sospechas…? ¡Bien se reconoce en esto el espíritu astuto de los griegos!. [1] Bertram o Le Château de Saint-Aldobrand (1816), tragedia “sombría”  del irlandés Ch. R. Maturin, que fue adaptada en 1821 por Taylor y Nodier y representada en el Panorama-Dramatique. (GR) [2] El emir druso Fakhr Ed-Din (1595-1634) consiguió crearse en el Líbano un reino casi independiente. Fue vencido por los turcos y estrangulado en Constantinopla por orden de Amurat. Sobre sus contactos con Europa ver p. 370-371. (GR) [3] Benjamín Constant, Adolphe. IV. (GR) [4] Ver Molière, L’École des femmes. [5] Segundo hijo de Méhémet-Ali (GR)

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VI. La Santa Bárbara – IX. Costas de Palestina… Saludé emocionado a la tan deseada aparición de la costa de Asia. ¡Hacía tanto tiempo que no había visto montañas! La brumosa frescura del paisaje, troche el resplandor tan vivo de las casas pintadas y de los kioscos turcos reflejándose en el agua azul, patient las tierras escalonadas que trepan con dificultad entre el cielo y el mar, el romo pico del monte Carmelo, el edificio cuadrado y la alta cúpula de su célebre convento, que desde lejos aparecen teñidos de ese radiante color cereza, que recuerda siempre a la fresca aurora de los cantos de Homero, y al pie de esos montes, Khaiffa, que dejábamos ya atrás, frente a San Juan de Acre; situada al otro extremo de la bahía, y delante de la que se había detenido nuestro navío. Era un espectáculo lleno de gracia y a la vez grandeza. La mar, apenas rizada, se deslizaba como aceite hacia el arenal en donde espumaba la delgada traza de la ola, pujando su tinte azulado con el éter que ya vibraba con el fuego del sol aún invisible… Esto es lo que Egipto jamás ofrece con sus costas bajas y unos horizontes siempre mancillados por el polvo. Por fin apareció el sol que recortó con nitidez ante nosotros la ciudad de Acre avanzando hacia el mar sobre su promontorio de arena; con sus blancas cúpulas, sus muros, casas con terrazas, y aquella torre cuadrada, festoneada de almenas, que fue hace mucho tiempo morada del terrible Djezzar-Pacha, contra el que luchó Napoleón[1]. Echamos el ancla a poca distancia de la orilla. Había que esperar la visita de Sanidad antes de que las barcas pudieran venir a aprovisionarnos de agua fresca y fruta. Desembarcar, nos estaba prohibido, a menos que quisiéramos detenernos en la ciudad y pasar allí la cuarentena. En cuanto el barco de Sanidad vino a constatar que todos estábamos enfermos por llegar de la costa de Egipto, se permitió a las barcas del puerto que nos trajeran las provisiones esperadas y recibir nuestro dinero con las precauciones habituales. De este modo, a cambio de los toneles de agua, melones, sandías y granadas, que nos vendieron, nosotros teníamos que poner nuestros ghazis, piastras y paras (monedas turcas) dentro de barreños con agua y vinagre, que se colocaban a nuestro lado. Una vez que nos hubieron suministrado todas las provisiones, olvidamos nuestras querellas internas. Al no poder desembarcar durante algunas horas, y renunciando a quedarme en la ciudad, no juzgué conveniente enviar mi carta al pachá que, por otra parte, todavía podría servirme de recomendación en otro de los puntos de la antigua costa fenicia sometida al pachalik de Acre. Esta ciudad, que los antiguos llamaban Ako, o “la estrecha”, y los árabes Akka, fue conocida como Ptolémaïs hasta la época de Las Cruzadas. De nuevo se izaron las velas, y a partir de este momento nuestro viaje fue una fiesta; pasamos rozando, a un cuarto de milla de distancia las costas de la Célé-Syrie[2] y el mar, siempre claro y azul, reflejando como un lago la graciosa cadena de las montañas que van desde El Carmelo hasta el Líbano. Seis leguas más alto que San Juan de Acre aparece Sour, la antigua Tiro, con el espigón de Alejandro (el Magno) uniendo la costa al islote en donde se construyó la ciudad antigua, que hubo de ser asediada durante tanto tiempo. Seis leguas más lejos está Saïda, la antigua Sidón, que agrupa como un rebaño su amasijo de casas blancas al pie de las montañas habitadas por los drusos. Esa célebre costa no muestra más que unas pocas ruinas como recuerdo de la rica Fenicia. Pero ¿qué pueden legar ciudades en las que únicamente ha florecido el comercio? ¡Su esplendor ha pasado como una sombra, como el polvo, y la maldición de los libros bíblicos se ha cumplido enteramente, como todo lo que sueñan los poetas y que niega la sabiduría de las naciones!. Sin embargo, en el momento de llegar al final del trayecto, todo da igual, incluso esas hermosas orillas ribeteadas de azul. Por fin, el promontorio de Ra’s-Beirut y sus rocas grisáceas, dominadas a lo lejos por la cima nubosa del Sannín. La costa es árida y bajo los rayos de un sol ardiente aparecen los más mínimos detalles de las rocas tapizadas de una musgosidad rojiza. Dejamos la costa, giramos hacia el golfo, y de pronto todo cambió. Un pasiaje lleno de frescor, de sombra y de silencio; una vista de Los Alpes tomada desde un valle de un lago de Suiza, y ahí está Beirut… calma por un tiempo. Es Europa y Asia que se funden en muelles caricias; es, para todo peregrino un poco saturado de sol y de polvo, un oasis marítimo en donde se encuentra extasiado, frente a las montañas, con algo que en el norte es tan triste y que en cambio, en el sur se torna en gracioso y deseado: ¡las nubes!. ¡Benditas nubes!, ¡nubes de mi patria!, ¡había olvidado vuestros beneficios! ¡Y el sol de oriente os dota de tal encanto! Por la mañana aparecéis con esos dulces colores, medio rosas, medio azulados, como nubes mitológicas, de cuyo seno siempre se espera ver aparecer sonrientes deidades. Por la tarde, sus maravillosas brasas, bóvedas púrpuras que se desmoronan y degradan con rapidez en copos violetas, mientras el cielo pasa de tintes de zafiro a los de esmeralda, fenómeno tan raro en los países del norte. A medida que avanzábamos, el verdor resplandecía en toda su magnificencia, y el colorido intenso de la tierra y de las casas añadía aún más frescor al paisaje. La ciudad, al fondo del golfo, parecía ahogada entre la vegetación, y en lugar de ese amasijo fatigoso de casas blanqueadas con cal, que constituyen la mayoría de las ciudades árabes, me parecía vislumbrar una colonia de encantadoras villas diseminadas en una superficie de unas dos leguas. Es cierto que algunos edificios se aglomeraban en un cierto punto de donde surgían torres redondas y cuadradas; pero aquello no parecía ser otra cosa que un barrio del centro, ornado con numerosas banderolas de todos los colores. Mas en vez de acercarnos, como yo creía, a la estrecha rada colmada de pequeños navíos, cortamos en línea recta a través del golfo y fuimos a desembarcar en un islote rodeado de rocas, en donde unos modestos edificios, presididos por una bandera amarilla, señalaban la cuarentena, y en cuyo lugar, de momento, sólo nos estaba permitido desembarcar. [1] El bosnio Ahmed (1775-1804), apodado Djezzar (el carnicero), antiguo mameluco que llegó a pachá de Acre, defendió en 1799 la ciudad contra Napoleón con la ayuda del almirante inglés Sidney Smith y del inmigrante francés Phélippeaux. (GR)  [2] CÉLÉSYRIE, (Géogr.) provincia de Asia que formaba parte de Siria.  

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VI. La Santa Bárbara – VIII. La amenaza… Volviéndome hacia el capitán vi, cialis en un escondrijo al pie de la chalupa, a la esclava y al viejo marinero hadji que habían vuelto a sus conversaciones religiosas, a pesar de mi prohibición. Esta vez no había más que decir; tiré violentamente del brazo de la esclava, que fue a caerse mullidamente, todo hay que decirlo, sobre un saco de arroz.             “Giaour! – Gritó. Comprendí perfectamente el significado de esa palabra. No era cuestión de ablandarse: “Ente giaour” , la repliqué, sin saber muy bien si esta palabra se decía así también en femenino: “Tú sí que eres una infiel, y él – añadí señalándole al hadji- es un perro (kelb)”. Aún no sé si la cólera que me agitaba era más por verme despreciado como cristiano o por sufrir la ingratitud de esta mujer a la que en todo momento había tratado como a una igual. El hadji, al oir que le trataban de perro, había hecho una tentativa de amenaza, pero se volvió hacia sus compañeros con la dejadez habitual de los árabes de baja estofa que, después de todo, no se atreverían a atacar a un franco ellos solos. Dos o tres avanzaron profiriendo injurias y, maquinalmente, yo agarré una de las pistolas que llevaba al cinto, sin pensar ni por un momento que esas armas de brillantes ornamentos, compradas en El Cairo para complementar mi disfraz, generalmente no eran fatales más que para la mano del que las usara. Además, tengo que añadir que ni siquiera estaban cargadas. –    “¿Pero en qué está usted pensando? , me dijo el armenio sujetándome del brazo. –     Ese es un loco, y para esas gentes es un santo; déjeles gritar, el capitán les va a hablar”. La esclava hacía como que lloraba, simulando que yo le había hecho mucho daño, y no quería moverse del lugar en que se encontraba. Llegó el capitán y dijo con aire indiferente: –    “¿Qué quiere usted? ¡estos no son más que unos salvajes!” y les dirigió con bastante indolencia unas cuantas palabras. –    “Añada, le dije al armenio, que en cuanto llegue a tierra iré en busca del pachá, que les hará apalear”. Me dió la impresión que el armenio les tradujo esto último como una especie de cumplido teñido de moderación. No volvieron a decir nada más, pero me daba cuenta de que ese silencio me dejaba en una posición bastante dudosa. De pronto me acordé de una carta de recomendación que tenía en la cartera para el pachá de Acre, y que me la había entregado mi amigo A.R.[1], que había formado parte del diván de Constantinopla durante bastante tiempo. Saqué mi portafolios del gabán, lo que provocó una inquietud generalizada. La pistola no había servido más que para amedrentar… sobre todo siendo de fabricación árabe; pero las gentes del pueblo en Oriente siempre ven a los europeos un poco como a magos, capaces de sacarse del bolsillo en cualquier momento, algo con lo que destruir a una armada entera. Se tranquilizaron al ver que yo no extraje del portafolios más que una carta, por otra parte bien escrita en árabe y dirigida a S.E. Méhmed-R, pachá de Acre, que anteriormente había residido mucho tiempo en Francia. Pero lo más afortunado en esta situación era que nos encontrábamos en ese momento justo a la altura de San Juan de Acre, en donde teníamos que hacer escala para proveernos de agua. Todavía no se avistaba la ciudad, pero no podíamos tardar mucho, si el viento continuaba, en llegar allí al día siguiente. En cuanto a Méhmed-Pacha, por otro azar digno de llamarse providencia para mí y fatalidad para mis adversarios, yo le había frecuentado en París en numerosas veladas, en las que él me había regalado tabaco turco y mostrado gran honestidad. La carta que yo llevaba le recordaba estos detalles, temiendo que el tiempo y sus nuevos cargos me hubieran borrado de su memoria; pero al menos quedaba claro, por la carta, que yo era un personaje muy fuertemente recomendado. La lectura de este documento produjo el efecto de quos ego de Neptuno[2]. El armenio, tras poner la carta sobre su cabeza en señal de respeto, echó una ojeada al sobre que, como es costumbre para las recomendaciones, no estaba cerrado y mostró el texto al capitán, a medida que lo iba leyendo. De repente, los palos prometidos habían dejado de ser una fantasmada para el hadji y sus camaradas. Estos granujas bajaron la cabeza, y el capitán me dio explicaciones de su propia conducta por el miedo que tenía de herir sus creencias religiosas, no siendo él mismo más que un pobre súbdito griego del sultán (raya), que no tenía más autoridad que en razón de su servicio: “En cuanto a la mujer, dijo, si es usted amigo de Méhmed –Pacha, es bien vuestra: ¿quién osaría luchar contra el favor de los grandes?” La esclava no se había movido; aunque había entendido perfectamente todo lo que se había dicho. No le cabía ya la menor duda respecto a su posición en aquel momento, ya que en un país turco, una protección vale más que un derecho; por tanto y a partir de ahora yo iba a mantener y constatar el mío ante todos los demás. –   “¿Acaso tú no has nacido en un país que no pertenece al sultán de los turcos? –    Eso es cierto, respondió; yo soy hindi (natural de la India). –    Entonces tú puedes estar al servicio de un franco como las abisinias (habesch), que son, igual que tú, de color cobrizo, y por tanto tus iguales. –     Aioua (¡sí!) dijo como convencida, ana memlouk enté: yo soy tu esclava. –     Pero, añadí yo, ¿recuerdas que antes de dejar El Cairo yo te ofrecí la libertad, y tú me dijiste que no sabrías adónde ir?. –      Es verdad, es preferible que me revendas. –      ¿Así que tú me has seguido tan sólo para cambiar de país e inmediatamente dejarme?. ¡Pues bien! Ya que eres tan ingrata, te quedarás esclava para siempre, y ya no volverás a ser una cadine, sino una criada. Desde este momento, llevarás el velo y te quedarás en la cabina del capitán… con las cucarachas. No hablarás aquí con nadie.” Cogió su velo sin responder, y fue a sentarse a la pequeña cabina de proa. Puede que yo haya cedido un poco al deseo de impresionar a estas gentes, tan pronto insolentes como serviles; siempre influenciables ante los exabruptos fuertes y pasajeros, y que hay que conocer para comprender hasta qué punto el despotismo es la forma normal de gobierno en Oriente. El viajero más modesto se ve amenazado rápidamente si no consigue hacerse respetar de inmediato mediante una apariencia de vida suntuosa; manifestarse con toda la teatralidad posible y mostrar, en multitud de ocasiones, poses agresivas que, de todos modos, se llevan a cabo sin peligro alguno. El árabe, es el perro que muerde si te ve recular, y que viene a lamer la mano que se levanta contra él. En cuanto recibe un bastonazo ignora si en el fondo quien se lo da no estaría en todo su derecho de hacerlo. Si vuestra posición le ha parecido de pronto débil; vuélvase usted feroz, y así se convertirá en un abrir y cerrar de ojos en un gran personaje que aparenta sencillez. En Oriente jamás se duda de nada; allí todo es posible: el sencillo zapatero remendón bien puede ser el hijo de un rey, como en Las mil y una noches. Por lo demás, ¿acaso no se ve a las princesas en Europa viajar vestidas con un frac negro y sombrero de copa?. [1] Alphonse Royer (1803-1875), después de haber pasado algunos años en Turquía, se consagró sobre todo al teatro, como autor y como director del Odeón, y después de La Ópera. (G.R.) [2] Frase inacabada que expresa la amenaza que Virgilio (Eneida, I, 135) pone en boca de Neptuno. (G.R.)  

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“VIAJE A ORIENTE” 051

VI. La Santa Bárbara – VII. ¡Catástrofe!…  El armenio me venía bien para matar el aburrimiento de semejante travesía; pero también veía con placer que su alegría, online su incansable charlatanería, sus cuentos y consejos, daban a la pobre Zeynab la ocasión, tan querida por las mujeres de estos países, de expresar sus ideas con esa volubilidad de consonantes nasales y guturales de las que me resulta tan difícil alcanzar no sólo el sentido, sino el sonido mismo de las palabras. Con la magnanimidad de un europeo, yo sufría incluso sin dificultad que uno u otro de los marineros que se podían encontrar sentados cerca de nosotros, sobre los sacos de arroz, le dirigieran algunas palabras. En Oriente, la gente del pueblo es en general muy familiar, en primer lugar porque el sentimiento de igualdad aquí se establece más sinceramente que entre nosotros, y en segundo, porque en todas las clases existe una especie de cortesía innata. En cuanto a la educación, es prácticamente la misma, muy sumaria, pero universal. Lo que hace que el hombre de condición humilde pueda llegar sin transición alguna a convertirse en el favorito de un dignatario, y llegue a las máximas responsabilidades sin encontrarse jamás desplazado por ello. Entre nuestros marineros había un turco de Anatolia, bastante moreno, con la barba entrecana, y que hablaba con la esclava con más frecuencia y durante más tiempo que los otros; yo me había dado cuenta, y pregunté al armenio que qué podía estar diciendo; entonces se puso a escuchar la conversación, y me dijo: “Hablan de religión”. Esto me pareció bastante respetable, teniendo en cuenta que era este hombre el que dirigía a los demás -en calidad de hadji o peregrino que había ido a La Meca- la oración de la mañana y de la tarde. Ni por un instante se me habría ocurrido interrumpir a esta pobre mujer en sus prácticas habituales, que por otra parte no son más que una fantasía. Sólo en El Cairo, en un momento en el que ella estaba algo enferma, yo intenté hacerla renunciar a la costumbre de sumergir en agua fría sus pies y sus manos, todas las mañanas y todas las tardes, antes de hacer las plegarias, pero no hacía mucho caso de mis preceptos higiénicos, y no había consentido abstenerse más que del tinte de henné, que, al no durar más que cinco o seis días, obliga a las mujeres de oriente a renovar con frecuencia un preparado poco agradable cuando se aprecia de cerca. Yo no me opongo al colorete de cejas y párpados; incluso admito el carmín aplicado en mejillas y labios; ¿pero de qué vale colorearse de amarillo unas manos ya bastante cobrizas, que, a partir de ahí, pasan a presentar un color azafrán? Me mostré inflexible en este punto. Su cabello reposaba sobre la frente; y se recogía a ambos lados en largas trenzas anudadas con cordones de seda y temblorosos cequíes perforados (desde luego, falsos cequíes) que flotaban desde el cuello hasta los talones, conforme a la moda levantina. El taktikos festoneado de oro, se inclinaba con gracia sobre su oreja izquierda, y sus brazos se adornaban con pesados brazaletes de cobre plateado, toscamente esmaltados en rojo y azul, al gusto totalmente egipcio. Otras ajorcas resonaban en sus tobillos, a pesar de la prohibición del Corán, que no permite que una mujer haga tintinear las joyas que adornan sus pies[1]. Yo la admiraba de esa guisa, graciosa con su vestimenta de rayas de seda y cubierta con la milayeh azul, con esos aires de estatua antigua que sin duda alguna poseen las mujeres de Oriente. La animación de su gesto, una expresión poco habitual de sus rasgos, me impresionaban a veces, sin inspirarme inquietud; el marinero que charlaba con ella podría haber sido su padre, y no parecía temer que sus palabras fueran escuchadas. “¿Sabe usted lo que pasa? Me dijo el armenio, que, un poco más tarde se había acercado a los marineros para hablar con ellos; esas gentes dicen que la mujer que está con usted no le pertenece. –    Se equivocan, le repuse; dígales que me fue vendida en El Cairo por Abd-el-Kérim, por cinco bolsas. Tengo el recibo en mi billetera. Y además, todo esto es algo que no les concierne. –     También comentan que el mercader no tenía derecho de vender una mujer musulmana a un cristiano. –      Su opinión me da igual, y en El Cairo saben más de esto que esa gente. Todos los Francos allí tienen esclavas, sean cristianas o musulmanas. –      Pero sólo son negras o abisinias; no pueden tener esclavas de raza blanca. –     ¿Ve usted a esta mujer como de raza blanca? El armenio sacudió la cabeza como dudando. “Escuche, le dije; en lo que se refiere a mis derechos, no me cabe ninguna duda, ya que obtuve todas las informaciones necesarias antes de hacer la compra. Diga ahora al capitán que no conviene que sus marineros hablen con ella. –     El capitán, me dice que bien podría usted haberle prohibido eso mismo a su mujer desde el principio. –      Yo no quería, contesté, privarla del placer de hablar en su lengua, ni impedirla que se reuniera en las plegarias; de hecho, la configuración del barco, que obliga a todo el mundo a estar arracimados, hace difícil prohibir el intercambio de palabras.” El capitán Nicolás no parecía muy bien dispuesto, lo que yo atribuía un poco al resentimiento de haber visto rechazada su propuesta de intercambio. No obstante hizo venir al marinero hadji , que yo había señalado sobre todo como malintencionado, y le habló. Yo, por mi parte, no quería decir nada a la esclava para no darle la impresión de un amo exigente. El marinero al parecer respondió de un aire fiero al capitán, que me hizo decir a través del armenio que no me preocupara por eso; pues era un hombre exaltado, una especie de santón que sus camaradas respetaban a causa de su piedad; y que, además, lo que decía carecía de importancia. En efecto, ese hombre, no volvió a hablar a la esclava, pero charloteaba a voces delante de ella a sus camaradas, y yo comprendí inmediatamente que se trataba de la muslim (musulmana) y del roumi (cristiano). Había que terminar con todo esto, y yo no veía ningún medio de evitar esas insinuaciones. Me decidí a hacer venir a la esclava cerca de nosotros, y, con ayuda del armenio, tuvimos más o menos la siguiente conversación: “¿Qué te acaban de decir esos hombres? –    Que hacía mal, siendo una creyente, de quedarme junto a un infiel. –    ¿Pero no saben que te he comprado? –    Dicen que no tenían derecho de haberme vendido a ti. –    ¿Y tú piensas que eso es cierto? –     ¡Sólo Dios lo sabe! –    Esa gente se equivoca, y tú no debes hablarles más. –    Así se hará. Yo rogué al armenio que la distrajera un poco y le contara historias. Este muchacho, después de todo, me estaba resultando de gran utilidad; le hablaba siempre con ese tono aflautado y gracioso que se usa para distraer a los niños, y comenzaba siempre con “Ked ya, siti?…- Y bien, entonces señora… ¿qué pasa?, ¿ya no reímos más?, ¿quiere saber las aventuras de la cabeza cocida en un horno?”. Entonces él le contaba una vieja leyenda de Constantinopla, en la que un sastre, creyendo recibir un vestido del sultán para repararlo, se llevó a su casa la cabeza de un aga que le había sido entregada por error, y al no saber cómo deshacerse de aquel triste depósito, la envió al horno, dentro de una vasija de arcilla, a la casa de un pastelero griego. Este último para gratificar a un barbero franco, la sustituye furtivamente por su cabeza portapelucas; el franco la peina, después, al darse cuenta de su contenido, se deshace de ella; en fin el resultado es un montón de peripecias más o menos cómicas. Este relato forma parte de las bufonadas turcas del mejor gusto. La plegaria de la tarde llevó a las ceremonias habituales. Para no escandalizar a nadie, me fui a pasear sobre el puente de proa, espiando la aparición de las estrellas, y haciendo también, yo, mi plegaria, la de los soñadores y poetas, es decir, la admiración de la naturaleza y el entusiasmo de los recuerdos. Sí, admiraba las estrellas en ese aire de oriente tan puro que aproxima los cielos al hombre, esos astros-dioses, formas diversas y sagradas, que la divinidad ha rechazado una tras otra como máscaras de la eterna Isis… Urania, Astarté, Saturno, Júpiter, que todavía representan las transformaciones de las humildes creencias de nuestros antepasados. Los que por millones, han surcado estos mares, tomando sin duda su resplandor por la llama y el trono del dios; pero ¿quién no adoraría en los astros del cielo las pruebas mismas de la eterna potencia, y en su constante orbitar la acción vigilante de un espíritu oculto?. [1] Corán XXIV.31. (GR)

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VI. La Santa Bárbara – VI. Diario de abordo… La humilde verdad no tiene los inmensos recursos de las combinaciones dramáticas o novelescas. Yo recojo uno por uno los acontecimientos cuyo único mérito es el de su misma simplicidad, buy y me consta que sería más cómodo hacer un relato, en una travesía tan vulgar como la del golfo de Siria, en el que inventara peripecias verdaderamente dignas de atención; pero la realidad es parca al lado de la mentira, y más vale, me parece, comentar con inocencia y al uso de los antiguos navegantes: “Tal día, no avistamos en la mar más que un fragmento de madera que flotaba a la ventura; tal otro, una gaviota de alas grises…” hasta el extraordinario momento en que la acción se calienta y complica con una canoa de salvajes que vienen a traer ñames y lechoncillos asados. Sin embargo, a falta de la obligada tempestad, una calma chicha digna del Océano Pacífico, y la escasez de agua dulce en un navío de la guisa del nuestro, podría haber deparado escenas dignas de una Odisea moderna. Pero el destino me ha arrebatado esa suerte de interés, enviando esta tarde un ligero céfiro del oeste que nos hizo navegar bastante rápido. Yo estaba, a pesar de todo, alegre por este incidente, y le hice al capitán que me asegurara de nuevo que al día siguiente por la mañana podríamos avistar en el horizonte las cimas azulonas del Carmelo, cuando de pronto, se oyeron gritos de espanto desde el puente. “Farqha el bahr! Farqha el bahr! – ¿Qué pasa? – ¡gallina al agua!” El acontecimiento me parecía de poca gravedad; sin embargo, uno de los marineros turcos, al que pertenecía la gallina se desesperaba de forma conmovedora, y sus compañeros le compadecían muy seriamente. Le sujetaban para impedirle que se arrojara al agua, y la gallina ya lejos mostraba signos de debilidad que se seguían con emoción. Por fin, el capitán, tras un momento de duda, dio la orden de detener el barco. Así de repente, encontré un poco exagerado que tras haber perdido dos días nos detuviéramos con buen viento por una gallina ahogada. Le di dos piastras al marinero, pensando que ese era el objetivo de todo este asunto, ya que un árabe se dejaría matar por mucho menos. Su rostro se dulcificó, pero calculó sin duda inmediatamente que sacaría doble ventaja recuperando la gallina, y en un abrir y cerrar de ojos se despojó de sus vestidos y se lanzó al mar. La distancia hasta donde nadó era prodigiosa. Hubo que esperar una media hora con inquietud por su situación y porque se acercaba la noche. Nuestro hombre por fin nos alcanzó extenuado, y hubo que sacarle del agua, ya que no tenía ni siquiera fuerza para abordar al barco.  Ya al verse en seguro, el hombre se ocupaba más de su gallina que de él mismo; la daba calor, la enjugaba, y no se quedó a gusto hasta verla respirar tranquila y dar saltitos sobre el puente. El navío se volvió a poner en marcha. “¡Al diablo con la gallina! Le dije al armenio. Hemos perdido una hora. –    ¡Y qué! ¿habría usted preferido que la dejara ahogarse? –    ¡Pero si yo tengo un montón de gallinas!, ¡y gustosamente le habría dado unas cuantas por la suya! –    Ah, pero no es lo mismo. –    ¿Cómo que no? Habría sacrificado todas las gallinas de la tierra  por no perder una hora de viento favorable en un barco en el que nos arriesgamos a morir de sed mañana mismo. –     Mire usted, dijo el armenio, la gallina salió volando por su izquierda en el momento en que su dueño se preparaba para cortarla el cuello. –     Con mucho gusto admitiría, le repuse, que se apresurara, como buen musulmán a salvar a una criatura viviente; pero me consta que el respeto de los buenos creyentes hacia los animales no llega a esos extremos, ya que los matan para comérselos. –     Claro que los matan, pero con todo un ceremonial, pronunciando una serie de jaculatorias, y además, no pueden cortarles el cuello si no es con un cuchillo cuyo mango esté perforado por tres clavos y su hoja no presente mella alguna. Si en ese momento la gallina se hubiera ahogado, el pobre hombre estaba convencido de que él mismo se moriría de aquí a tres días. –    Eso es otra cosa”, le dije al armenio. Está claro que para los orientales, es algo muy serio el matar a un animal. Sólo se permite hacerlo única y exclusivamente para que sirva de alimento, y de una manera que recuerda a la antigua institución de los sacrificios. Ya se sabe que hay algo parecido entre los israelitas: los carniceros están obligados a emplear matarifes (schocket: sacrificadores) que pertenecer a la orden religiosa, y cada bestia es sacrificada empleando fórmulas consagradas. Este prejuicio se encuentra con diversos matices en la mayor parte de las religiones de Levante. La misma caza por ejemplo, sólo se tolera contra las bestias feroces y en castigo por los perjuicios que éstas puedan haber causado. La caza con halcón era sin embargo, en la época de los califas, la diversión de los grandes, pero por gracias a una interpretación que hacía recaer sobre las aves de presa la responsabilidad de la sangre vertida. En el fondo, sin adoptar las ideas de La India, se puede reconocer que hay una cierta grandeza en esta creencia de no matar innecesariamente ningún animal. Las fórmulas recomendadas para el caso en que se deba sacrificar un animal por la necesidad de alimentarse, sin duda tienen como objetivo impedir que el sufrimiento no se prolongue más allá de un instante, lo que los usos en la caza hacen desgraciadamente imposible. El armenio me contó a este respecto que, en los tiempos de Mahmoud, Constantinopla estaba tan plagada de perros, que los coches apenas podían circular por las calles, y al no poder eliminarlos, ni como animales feroces, ni como apropiados para la alimentación, se le ocurrió abandonarlos en los islotes desiertos del Bósforo. Hubo que embarcarlos por millares en los cayucos: y en el momento en el que ignorantes de su suerte, tomaron posesión de sus nuevos dominios, un imán les arengó con un discurso, exponiéndoles que se había hecho esto debido a una necesidad absoluta, y que sus almas, a la hora de la muerte, no debían vengarse de los fieles creyentes; ya que, por otra parte, si la voluntad del cielo era que fueran salvados, ésta se cumpliría de seguro. Había muchos conejos en las islas, y los perros no objetaron nada en principio contra este razonamiento jesuítico; pero, días más tarde, atormentados por el hambre, aullaron con tales gemidos, que se les podía oír desde Constantinopla. Los devotos, emocionados por aquella lamentable protesta, lanzaron muy serias quejas al sultán, ya por entonces bastante sospechoso por sus tendencias europeas, de suerte que tuvo que dar órdenes para traer de vuelta a los perros, que fueron, triunfalmente, reintegrados con todos sus derechos civiles.

Esmeralda de Luis y Martínez 19 febrero, 2012 19 febrero, 2012 "¡Gallina al agua!", Constantinopla, el islote de los perros abandonados, Mahmoud, turco nadador
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