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“VIAJE A ORIENTE” 032

III. El harem – IX. La lección de francés… He encontrado mi alojamiento igual que cuando lo dejé: el viejo copto y su esposa ocupándose de poner todo en orden, there la esclava durmiendo en un diván, discount los gallos y las gallinas en el patio, sovaldi picoteando el maíz, y el criado, que estaba fumando en el cafetín de enfrente, esperándome en la misma postura en que lo dejé. La novedad es que fue imposible encontrar al cocinero. La llegada del copto le había hecho creer sin duda que iba a ser reemplazado, y se había ido de pronto sin decir nada. Es un comportamiento muy frecuente entre el personal de servicio o los obreros del Cairo. Además, hay que pagarles a diario para que se puedan procurar sus fantasías. No vi ningún inconveniente en reemplazar a Mustafa por Mansur y su mujer, que venía a ayudarle durante el día, y me parecía una excelente guardesa de la moralidad de mi hogar. La única pega era que esta respetable pareja ignoraba totalmente los rudimentos de la cocina, incluida la egipcia, ya que su alimento se componía de maíz hervido y de verduras encurtidas, lo que no les había conducido ni al arte de las salsas, ni al de los asados. Lo que intentaron en ese campo, hizo gritar hasta a la esclava, que se puso a colmarles de improperios. Esa primera muestra de su carácter me disgustó bastante. Encargué a Mansur que le dijera que ahora ella era quien tendría que cocinar, y que, como quería llevarla conmigo en mis viajes, más valía que se fuese preparando. Creo que no podría expresar en forma alguna la visión de un orgullo tan herido, o más bien, de una dignidad tan ofendida, con la que nos obsequió a todos. “Dile al señor, repuso ella a Mansur, que yo soy una dama (cadine) y no una sirvienta (odaleuk) y que escribiré al Pachá si no me proporciona el estatus que me corresponde. –          ¡Al Pachá! Grité, ¿pero qué va a hacer el Pachá en este asunto?. Compro una esclava para que me sirva, y si no tengo medios para pagar a los criados, como es el caso, no veo porqué ella no podría encargarse de la casa, como hacen las mujeres de todos los países. –          Ella dice, repuso Mansur, que dirigiéndose al Pachá, toda esclava tiene derecho a ser vendida y así cambiar de amo, que ella es musulmana y jamás realizará labores serviles”. Aprecio los caracteres fuertes, y ya que ella tenía ese derecho, cosa que me confirmó Mansur, me limité a replicar que estaba bromeando, que tan solo tendría que excusarse ante el anciano por su comportamiento, pero Mansur le tradujo esto de tal manera que la excusa me dio la impresión, que se la dio el anciano a ella. Quedaba claro que yo había cometido una locura comprando esta mujer. Si persistía en su idea, todo mi viaje sería objeto de mil y un gastos; al menos, habría que intentar que me pudiera servir de intérprete. Le comenté que, ya que ella era una persona tan distinguida, sería bueno que aprendiera francés, mientras yo aprendía árabe, y no pareció disgustarle esa proposición. Entonces, le di una lección de lenguaje y escritura; le hice escribir palotes sobre el papel como a los niños; y le enseñé algunas palabras. Esto le divertía bastante, y la pronunciación del francés le hacía perder la entonación gutural, tan poco graciosa en la boca de las mujeres árabes. Yo me lo pasaba estupendamente haciéndole pronunciar frases enteras que ella no comprendía. Por ejemplo, ésta: “Soy una pequeña salvaje”, que ella pronunciaba “zoy una biquenia zalvahe”. Viéndome reír, ella creía que le hacía decir alguna cosa inconveniente, y llamó a Mansur para que le tradujera la frase. Al no encontrar nada malo, repitió con mucha gracias “¿Ana (yo)? ¿Biquenia zalvahe?…¡mafisch! (ni hablar)”. Su sonrisa era encantadora. Aburrida de hacer palotes y trazos, la esclava me vino a decir que ella quería escribir (ktab) a su manera. Yo pensé que ella sabía escribir en árabe y le di una hoja en blanco. En seguida vi aparecer bajo sus dedos una serie de extraños jeroglíficos, que evidentemente no pertenecían a la caligrafía de ningún pueblo. Cuando hubo terminado la hoja, le pedí a Mansour que le preguntara qué era lo que había querido hacer. “Yo os he escrito, leed!, dijo ella. –                     Pero mi querida criatura, eso no representa nada. Es lo mismo que habría podido trazar la garra de un gato impregnada en tinta”. Esto la extrañó mucho, ya que había creído que cada vez que se pensaba en algo, deslizando al azar la pluma sobre el papel, la idea debía así traducirse claramente al ojo del lector. Yo la saqué de su engaño, y le hice decir que ella enunciara lo que había querido escribir, visto que para instruirla haría falta mucho más tiempo de lo que ella suponía. Sus inocentes súplicas se componían de varios puntos: el primero, renovaba la pretensión ya mencionada de llevar una HABBARAH de tafetán negro, como las damas de El Cairo, con el fin de que no la confundieran con una simple campesina; el segundo, indicaba el deseo de un vestido (yalek) de seda verde, y el tercero, concluía con la compra de unos botines amarillos, que yo no podía, en su calidad de musulmana, rechazarle el derecho a llevarlos. Hay que señalar aquí que esos botines son horrorosos y dan a las mujeres un cierto aire de palmípedo muy poco atractivo, y el resto del vestuario las asemeja a un enorme globo; pero, en el caso de los botines amarillos en particular, se trata de una cuestión de categoría social. Le prometí que me lo pensaría.

Esmeralda de Luis y Martínez 12 febrero, 2012 12 febrero, 2012 cadine, habbarah, ktab, Mansur, Mustafa, odaleuk, yalek
“VIAJE A ORIENTE” 031

III. El harem – VIII. Los misterios del harem…  Andaba meditando sobre todo lo que había escuchado, purchase y de nuevo me di cuenta de otra ilusión que también había que abandonar: las delicias del harem, el poderío del marido o del señor, las mujeres encantadoras unidas para hacer feliz a un solo hombre… La religión o las costumbres atemperan singularmente este ideal que ha seducido a tantos europeos. Todos aquellos que bajo el influjo de nuestros prejuicios habían entendido la vida oriental de ese modo, en muy poco tiempo se habían visto decepcionados. La mayoría de los Francos que entraron al servicio del Pachá y que, por razones de interés o de placer, abrazaron el islamismo, han vuelto en la actualidad, si no al redil de la Iglesia, al menos a las dulzuras de la monogamia cristiana. Metámonos bien esta idea en la cabeza, que la mujer casada, en todo el imperio turco, tiene los mismos privilegios que en nuestros países, y que puede prohibir a su marido tomar una segunda mujer, haciendo de este punto una cláusula de su contrato de matrimonio. Y en caso de que consienta habitar en la misma casa con otra mujer, tiene derecho a vivir aparte, y no coincidir de ninguna manera, como se cree, para formar esos idílicos cuadros con las esclavas bajo la mirada del esposo y señor. Que a nadie se le ocurra pensar que estas bellas damas van a consentir en cantar o bailar para divertir a su señor. Esos son talentos que les parecen indignos de una mujer honesta; pero cada uno tiene derecho de hacer venir a su harén a “Lamées” y “Ghawasies” para así distraer a sus mujeres. Además, más vale que el señor de un serrallo se guarde muy bien de ocuparse de las esclavas que ha regalado a sus mujeres, ya que estas esclavas se han convertido en propiedad personal, y si le apeteciera adquirir una para su propio uso, hará mejor en alojarla en otra casa, aunque por supuesto, nada les impide utilizar este medio para aumentar su posteridad. Conviene saber que cada casa está dividida en dos partes separadas por completo: una, consagrada a los hombres, y la otra, a las mujeres. De un lado, hay un señor de la casa, pero del otro, está la señora. Esta última es la madre o la suegra, o la esposa más antigua, o la que ha dado a luz al primogénito de la familia. La primera mujer se llama la “gran dama”, y la segunda, “el periquito” (durrah) Cuando las mujeres son numerosas, lo que sólo se da entre las grandes fortunas, el harem es una especie de convento en donde dominan unas reglas austeras. Se ocupan sobre todo de criar a los niños, bordar y organizar el trabajo doméstico de las esclavas. La visita del marido se hace con toda ceremonia, así como la de los parientes más cercanos, y como no se almuerza con las mujeres, todo lo que puede hacer para pasar el tiempo es fumar con parsimonia el narguile y tomar café o sorbetes. Es costumbre que se haga anunciar con tiempo su llegada. Además, si encuentra pantuflas a la puerta del harem, se guarda muy mucho de penetrar en él, ya que esto es señal de que su mujer o algunas de sus mujeres, reciben la visita de sus amigas, y las amigas, con frecuencia, se quedan allí uno o dos días. En cuanto a la libertad de salir y hacer visitas, es algo que no se puede prohibir a una mujer nacida libre. El único derecho del marido se ciñe a hacerla acompañar por esclavos; aunque ésta es una precaución insignificante, debido a la facilidad que tienen para salir de un lugar disfrazadas, bien sea de los baños, o bien de la casa de alguna de sus amigas, mientras los vigilantes aguardan a la puerta. El velo y la uniformidad del vestuario les dan en realidad una mayor libertad que a las europeas, si quisieran seguir ese juego. Los cuentos graciosos narrados por la tarde en los cafés tratan con frecuencia de las aventuras de amantes que se disfrazan de mujeres para entrar en un harem. Nada más fácil, en efecto, aunque hay que aclarar que esto pertenece más a la imaginación árabe que a las costumbres turcas, que prevalecen en Oriente desde hace dos siglos. Añadamos además, que el musulmán no es muy inclinado al adulterio, y encontraría terrible poseer una mujer que no le perteneciera enteramente a él. Y respecto a la buena fortuna de los cristianos, pues es rara. En otra época había un doble peligro de muerte; pero hoy en día sólo la mujer arriesga su vida, y únicamente en el caso flagrante de cometer el delito en la casa conyugal. De otro modo, el caso de adulterio no es más que una causa de divorcio y de algún castigo. La ley musulmana no tiene nada que reduzca, como se creía, a las mujeres a un estado de esclavitud y de abyección. Las mujeres heredan, tienen pertenencias personales, como cualquiera, y todo ello con independencia de la autoridad del marido. Tienen derecho a provocar el divorcio por los motivos regulados por la ley. El privilegio del marido es, sobre este punto, el de poder divorciarse sin dar razones para ello. Basta con que diga a su mujer ante tres testigos: “Te divorcio” y no puede reclamar más que la dote estipulada en su contrato de matrimonio. Todo el mundo sabe que, si quisiera desposarla otra vez, no podría hasta que ella se volviera a casar de nuevo, y después se divorciara. La historia del “hulla” , que en Egipto llaman “musthilla”, y que juega el papel de esposo por intermedio, se renueva algunas veces, sólo entre la gente pudiente. Los pobres, se dejan y se vuelven a unir sin dificultad. En fin, sea como sea, todos los grandes personajes que, por ostentación o por gusto, usan de la poligamia, tienen también su anverso en El Cairo entre los pobres diablos que se casan con varias mujeres para vivir de su trabajo. Mantienen tres o cuatro domicilios en la ciudad, lo que las mujeres ignoran por completo, y cuando descubren el engaño, se originan disputas de lo más cómicas que terminan en la expulsión del perezoso “fellah” de los diversos hogares de sus esposas, ya que si la ley le permite varias mujeres, también le impone, por otra parte, la obligación de mantenerlas.

Esmeralda de Luis y Martínez 12 febrero, 2012 12 febrero, 2012 Durrah, el divorcio, el hulla, fellah., la dote, musthilla
“VIAJE A ORIENTE” 030

III. El harem – VII. El viaje del virrey…  Muy pronto emprendimos de nuevo nuestro paseo y fuimos a visitar un palacio encantador adornado de rocallas y en donde las mujeres del virrey vienen a alojarse algunas veces durante el verano. Parterres arreglados al estilo turco, buy cialis representando los dibujos de un tapiz, viagra rodeaban esta residencia a la que se nos permitió el acceso sin mayores dificultades. No había pájaros en la jaula, y en las salas los únicos seres vivientes que se podían observar eran los relojes de péndola, que cada cuarto de hora lo anunciaban con una breve sonata tomada de las óperas francesas. La distribución de un harén es igual en todos los palacios turcos, y yo había visto ya un buen número de ellos. Siempre hay pequeños gabinetes rodeando grandes salas de reunión con divanes por todas partes, y como únicos muebles, pequeñas mesillas de madera  taraceada de nácar; receptáculos recortados en la carpintería, en forma de ojiva, aquí y allá, sirven para guardar los narguiles, los floreros y las tazas de café. Tres o cuatro habitaciones tan solo, decoradas a la europea, muestran unos cuantos muebles de pacotilla que harían el orgullo de la vivienda de una portera; pero se trata de los sacrificios al progreso, o de los caprichos de una favorita, y además, ninguno de aquellos trastos tiene utilidad alguna. Pero lo que en general se echa de menos en los harenes más importantes son las camas. “¿Dónde se acuestan entonces, le dije al cheikh, las mujeres y sus esclavas? –          Sobre los divanes. –          ¿Y no tienen cobertores? –            Duermen vestidas. De todas formas hay cobertores de lana o de seda para el invierno. –          No veo cuál es el lugar del marido en todo esto. –          ¡Pero hombre!, el marido duerme en su habitación, las mujeres en las suyas, y las esclavas (odaleuk) sobre los divanes de las grandes salas. Si los divanes y los cojines no son cómodos para dormir, se colocan colchones en medio de la habitación y se duerme ahí. –            ¿Totalmente vestidas? –            Siempre, aunque eso sí, conservando tan solo la ropa más sencilla: el pantalón, una camisola, una túnica. La Ley prohíbe a los hombres, al igual que a las mujeres, desnudarse los unos ante los otros del cuello para abajo. El privilegio del marido es el de ver libremente la cara de sus esposas, porque si la curiosidad le llevara más lejos, sus ojos serían malditos. –            Entonces comprendo, dije, que el marido no quiera pasar la noche en una habitación repleta de mujeres vestidas y que, por tanto, prefiera dormir en la suya; pero si se lleva con él a dos o tres de estas damas… –          ¡Dos o tres! Exclamó el cheikh indignado, ¿pero qué clase de perros cree usted que serían los que obraran de ese modo? ¡Bendito sea dios! ¿habría una sola mujer, incluso entre las infieles, que consintiera en compartir con otra el honor de dormir con su marido?, ¿es que en Europa se actúa de ese modo?. –          ¡En Europa!, repuse, no, desde luego que no, pero es que los cristianos sólo tienen una mujer, y se supone que los turcos, al tener muchas, viven con ellas como con una sola. –          Si hubiera, me dijo el cheikh, musulmanes tan depravados como para actuar tal y como suponen los cristianos, sus legítimas esposas exigirían de inmediato el divorcio, y hasta las mismas esclavas tendrían derecho de abandonarles. –          Fíjese usted, le dije al cónsul, en qué error nos movemos los europeos con respecto a las costumbres de estas gentes. La vida de los turcos representa para nosotros el ideal del placer, y ahora me doy cuenta de que ni siquiera ellos mandan en su propia casa. –          Casi todos, me repuso el cónsul, en realidad no viven más que con una sola mujer. De ese modo, las hijas de buenas familias, siempre imponen sus condiciones en sus alianzas. El hombre bastante rico para alimentar y mantener convenientemente a varias mujeres, es decir, darles un alojamiento privado a cada una, una doncella y dos ajuares de ropa completos al año, junto con un estipendio mensual fijo para sus casas puede, desde luego, tomar hasta cuatro esposas, pero la Ley le obliga a consagrar a cada una de ellas un día a la semana, lo que no siempre resulta tan agradable. Todo eso, sin mencionar además que las intrigas de cuatro mujeres, prácticamente con los mismos derechos, le harán la existencia aún más desafortunada, a no ser que se trate de un hombre muy rico y bien situado. E incluso, para estos últimos, el número de mujeres es un lujo como el de los caballos; y prefieren, en general, limitarse a una esposa legítima y tener bellas esclavas con las que incluso tampoco tienen siempre unas relaciones muy fáciles, sobre todo si sus esposas pertenecen a una gran familia. –          ¡Pobres turcos!, exclamé, ¡cuánto se les calumnia!. Pues si se trata tan sólo de tener aquí y allá amantes, todo hombre rico en Europa tiene las mismas facilidades. –          Tienen más, me dijo el cónsul. En Europa las instituciones son estrictas en estas cosas; pero los usos y costumbres se toman muy bien la revancha. Aquí, la religión, que regula todo, domina a la vez el orden social y el orden moral, y como no exige nada imposible, el hecho de observarla es un signo de honorabilidad. Eso no quiere decir que no existan excepciones; aunque son raras, y no se han podido producir hasta después de la reforma. Los devotos de Constantinopla se indignaron con Mahmoud, porque se enteraron de que había hecho construir un hammám en donde él podía asistir al aseo de sus mujeres; pero es algo poco probable, y lo más fácil es que sin duda sea una invención de los europeos”. Recorrimos, charlando de esta forma, los senderos pavimentados con piedras ovales formando dibujos blancos y negros, y los setos de boj tallados que bordeaban el camino. Me imaginaba a las blancas jovencitas dispersándose por los caminillos, arrastrando las babuchas por el pavimento de mosaico, y reuniéndose entre los recovecos de la vegetación, en donde grandes arrayanes se transformaban en balaustradas y arquerías; y en donde las palomas a veces se posaban allí, como almas que lamentaran esa soledad… Volvimos a El Cairo tras haber visitado el Nilómetro, en donde un pilar graduado, en la antigüedad consagrado a Serapis, se sumerge en un estanque profundo, y sirve para constatar la altura de las inundaciones de cada año. El cónsul quiso llevarnos aún al cementerio de la familia del pachá. Ver el cementerio después del harén, era hacer una triste comparación, pero, en efecto, la crítica a la poligamia está ahí. Este cementerio, consagrado sólo a los niños de la familia, parece una ciudad. Hay allí más de sesenta tumbas, grandes y pequeñas, la mayor parte nuevas, y formadas por cipos de mármol blanco. Cada uno de estos cipos está rematado bien por un turbante, bien por un tocado femenino, lo que imprime a las tumbas un carácter de realidad fúnebre. Parece como si se caminara a través de una multitud petrificada. Las tumbas más importantes están adornadas con ricas sedas y turbantes de brocado y cachemira; así, la ilusión es aún más dolorosa. Consuela pensar que a pesar de todas esas pérdidas la familia del pachá todavía es bastante numerosa. Por lo demás, la mortalidad de los niños turcos en Egipto parece un hecho tan antiguo como incontestable. Esos famosos mamelucos, que dominaron el país durante tanto tiempo, y que hicieron venir a las mujeres más bellas del mundo, no han dejado ni un solo vástago.

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III. El harem – VI. La isla de Roddah… El Cónsul General me había invitado a hacer una excursión a los alrededores del Cairo. No era esa una oferta como para dejarla pasar, there los cónsules gozan de una serie de privilegios y de facilidades enormes para poder visitar todo cómodamente. Además, tenía la ventaja en este paseo de poder disponer de un coche europeo, cosa rara en Levante. Un coche en El Cairo era un lujo y casi más bien un adorno, dado que es imposible servirse de él para circular por la ciudad. Solo los soberanos y sus representantes tendrían el derecho de aplastar a hombres y perros por las calles, siempre que su estrechura y tortuoso trazado se lo hubieran permitido. Pero hasta el propio Pachá está obligado a circular pegado a las puertas, y no puede utilizar el coche más que para que lo trasladen a sus diversas casas de campo. Así que nada resulta tan curioso como ver un “coupé” o el último grito de París o de Londres en calesas conducido por un chófer con turbante; un látigo en una mano y su larga pipa de cerezo en la otra. Así que un día recibí la visita de un ujier del consulado, que golpeó a mi puerta con su gruesa caña de empuñadura de plata lo que me hizo más honorable a los ojos de los vecinos del barrio. Me comunicó que se me esperaba en el Consulado para la excursión convenida. Teníamos que salir al día siguiente al despuntar el alba, pero lo que el cónsul ignoraba era que desde su invitación mi residencia de soltero se había convertido en un hogar, y yo me comencé a preguntar qué podría hacer con mi amable compañía durante un día entero de ausencia. Llevarla conmigo habría sido cometer una indiscreción. Dejarla a solas con el cocinero y el portero era ir contra la más mínima de las prudencias. Todo esto me estaba contrariando muchísimo. En fin, comencé a pensar que o bien me resolvía a comprar eunucos, o a confiársela a alguien. La hice montar sobre un burro, y nos detuvimos enseguida ante la tienda de M. Jean. Pregunté al viejo mameluco si no conocía alguna familia honesta a la que pudiera confiar a la esclava por un día. M. Jean, hombre de recursos, me indicó la dirección de un viejo copto, llamado Mansour, que habiendo servido durante muchos años en el ejército francés, era digno de total confianza. Mansour había sido mameluco al igual que M. Jean, pero de los mamelucos del ejército francés. Estos últimos, como me explicó, se componían principalmente de coptos que, tras la retirada de la expedición de Egipto, habían seguido a nuestros soldados. Pero el pobre Mansour, como muchos de sus camaradas, fue arrojado al agua por el populacho al llegar a Marsella, a causa de haber apoyado al partido del emperador al regreso de los Borbones. Aunque, como un auténtico hijo del Nilo, consiguió salvarse a nado y ganar otro punto de la costa. Nos fuimos a casa de aquel buen hombre, que vivía con su mujer en una casa espaciosa pero medio en ruinas. Los techos se venían abajo con grave amenaza para las cabezas de sus ocupantes. La marquetería  desencajada de las ventanas se abría por todas partes como una cortina desgarrada. Restos de muebles y de harapos cubrían la antigua morada, en donde el polvo y el sol causaban una impresión tan melancólica como la que pueden producir la lluvia y el barro penetrantes en los más pobres reductos de nuestras ciudades. Se me encogió el corazón al pensar que la mayor parte de la población de El Cairo habitaba de ese modo en casas que hasta las ratas habían abandonado como poco seguras. Ni por un instante se me pasó la idea de dejar allí a la esclava, pero rogué al viejo copto y a su mujer que vinieran a mi casa. Les prometí tomarles a mi servicio; despediría a uno de mis sirvientes actuales. Por lo demás, una piastra y media, o cuarenta céntimos por cabeza y día, tampoco eran una gran prodigalidad. Una vez asegurada mi tranquilidad oponiendo, como los hábiles tiranos, una nación fiel a dos dudosos pueblos que habían podido aliarse en mi contra, no vi ninguna dificultad para irme a casa del cónsul. Su coche estaba esperando a la puerta, atiborrado de viandas, con dos janisarios (guardias de a caballo) para acompañarnos. Venía con nosotros, además del secretario de la legación diplomática, un personaje de severo aspecto vestido a la oriental, llamado cheikh Aboud Khaled, que el cónsul había invitado para que nos ilustrara con sus explicaciones. Hablaba italiano con fluidez y pasaba por ser un poeta de los más elegantes e instruidos en literatura árabe. “Es, me dijo el cónsul, un hombre anclado en el pasado. La reforma1 le resulta odiosa, a pesar de que es difícil encontrar un espíritu más tolerante que el suyo. Pertenece a esa generación de filósofos árabes, podría decirse que volterianos, que en particular en Egipto, no fue hostil a la dominación francesa”. Le pregunté al cheikh si además de él había otros muchos poetas en El Cairo. “¡Qué le vamos a hacer!, repuso, ya no vivimos en aquellos tiempos en los que por un hermoso poema el soberano ordenaba llenar de cequíes la boca del poeta, tantos como pudiera contener. Hoy en día somos bocas inútiles. ¿Para qué serviría la poesía sino para entretener al populacho de las calles?. –          Y ¿por qué –dije- no podría ser el mismo pueblo un soberano generoso? –          Es demasiado pobre, respondió el cheikh, y además su ignorancia es tal, que sólo aprecia los romances esbozados sin arte y sin preocuparse por la pureza del estilo. Basta con entretener a los parroquianos de un café con aventuras sangrientas o espeluznantes. Después, en el punto más interesante, el narrador se detiene y dice que no continuará la historia si no se le da cierta suma de dinero; pero deja el desenlace para el día siguiente, y así puede continuar durante semanas. –          ¡Pero hombre! Le repuse, si es lo mismo que nos pasa a nosotros. –        Los ilustres poemas de Antar y Abou Zeyd2, prosiguió el cheikh ya no los quiere escuchar nadie, más que en las festividades religiosas, y eso por la fuerza de la costumbre. Y ni siquiera estoy seguro de que muchos de los que escuchan comprendan su belleza. La gente de nuestro tiempo apenas sabe leer. ¿Quién podría creer que los sabios más prestigiosos, de los que dominan hoy el árabe clásico, son en la actualidad los franceses?. –          Se refiere al doctor Perron3 y al Sr. Fresuel, el cónsul de Jeddah. Pero añadí, volviéndome hacia el cheikh, muchos de sus santos ulemas de blanca barba ¿no se pasan todo el tiempo en las bibliotecas de las mezquitas?. –          ¿Acaso es sabiduría, dijo el cheikh, pasarse toda la vida, fumando un narguile y leyendo un pequeño número de los mismos libros con el pretexto de que no hay nada más hermoso y que la doctrina es superior a todas las cosas?. Más vale que renunciemos a nuestro glorioso pasado y abramos nuestros espíritus a la ciencia de los francos…a pesar de que ellos lo han aprendido todo de nosotros!”. Habíamos dejado la parte vieja de la ciudad; a la derecha el Boulac y las graciosas villas que lo rodean, y seguimos por una avenida amplia y umbrosa, trazada en medio de los cultivos, perteneciente a Ibrahim4. El virrey que hizo plantar palmeras datileras, moreras e higueras del faraón en lo que fuera un páramo estéril en otros tiempos, y que hoy día se ha convertido en un hermoso jardín. Grandes edificios, usados como almacenes, ocupan el centro de estos cultivos a poca distancia del Nilo. Una vez que los hubimos dejado atrás, y torciendo a la derecha, nos encontramos ante una arquería por la que se desciende al río para dirigirse a la isla de Roddah5. El brazo del Nilo se asemeja en este lugar a un riachuelo que discurre entre quioscos y jardines. Frondosos cañaverales bordean el río, y la tradición señala este punto como el lugar en el que la hija del faraón encontró la cesta de Moisés. Volviendo hacia el sur, se divisa a la derecha, el puerto del viejo Cairo; a la izquierda, los edificios del mekkias o nilómetro6, mezclados con los minaretes y las cúpulas, que forman la punta de la isla. Esta parte de la isla no es tan sólo una deliciosa residencia principesca, también se ha convertido, gracias a los cuidados de Ibrahim, en el Jardín Botánico de El Cairo. Se diría que funciona justo al contrario que el nuestro. En lugar de concentrar el calor con los invernaderos, había que crear aquí las lluvias, el frío y la humedad artificiales para conservar las plantas de nuestra Europa. El hecho es que, de todos nuestros árboles, hasta ahora sólo se ha podido mantener un pobre y escuálido roble, que ni siquiera da bellotas. Ibrahim ha sido más afortunado en el cultivo de plantas de la India. Es una vegetación totalmente distinta a la de Egipto, y que se muestra friolera, incluso en esta latitud. Nos paseamos encantados bajo la sombra de los tamarindos y baobabs; cocoteros de hojas lanceoladas sacudían aquí y allá su recortado follaje como el helecho, pero a través de millares de plantas extrañas, se distinguen graciosos senderos de bambú, formando caminos, al igual que nuestros álamos. Un riachuelo serpentea entre las hierbas, en donde pavos reales y flamencos rosas brillan en medio de una multitud de pájaros diversos. De vez en cuando, reposamos a la sombra de una especie de sauce llorón, cuyo tronco erguido, derecho como un mástil, esparcía alrededor capas de un espeso follaje. Parecía que estuviéramos en una carpa de seda verde inundada de una dulce luz. Partimos no sin cierta nostalgia, de este mágico horizonte, de su frescor, de los perfumes penetrantes de esa otra parte del mundo, adonde parecía que nos hubiésemos transportado milagrosamente; pero, al ir hacia el norte de la isla, no tardamos en encontrar toda una naturaleza diferente, sin duda destinada a completar la gama de las variedades tropicales. En medio de un bosque formado por esos árboles de flores que parecen racimos gigantescos; por estrechos caminos, ocultos por bóvedas de lianas, se llega a una especie de laberinto que gravita entre falsas rocas sobre las que se eleva un belvedere. Entre las piedras, al borde de los senderos, sobre nuestras cabezas y a los pies, se tuercen, enlazan, erizan y reptan los reptiles más extraños del mundo vegetal. Es inquietante meter el pie en estos montones de serpientes e hidras adormecidas entre esta vegetación casi viviente que, en algunos casos, asemejan miembros humanos y recuerdan la monstruosa conformación de los dioses-pólipos de La India. Llegado a la cima, me admiré al percibir en todo su desarrollo; bajo Gizeh, en la parte que bordea el otro lado del río, las tres pirámides recortadas en el azul del cielo. Nunca las había visto tan bien, y la transparencia del aire permitía, a pesar de la distancia, distinguir todos los detalles. No comparto la opinión de Voltaire, que pretende que las pirámides de Egipto están lejos de valer tanto como sus asadores de pollos. No me dejaba indiferente tampoco el ser contemplado por cuarenta siglos. Pero es, desde el punto de vista de los recuerdos de El Cairo y de las ideas árabes, que tal espectáculo me interesaba en ese momento, y no paraba de preguntar al cheikh, nuestro compañero, lo que pensaba de los cuatro mil años atribuidos a estos monumentos por la ciencia europea. El anciano tomo asiento en el diván de madera del kiosco, y nos dijo7: “Algunos autores piensan que las pirámides fueron construidas por el rey preadamita Gian-ben-Gian8; pero, si creemos en una tradición nuestra muy extendida, trescientos años antes del diluvio existió un rey llamado Saurid, hijo de Salahoc, que una noche soñó que toda la tierra desaparecía, los hombres caían ante sus ojos y las casas se derrumbaban encima de los hombres; los astros chocaban en el cielo y sus restos cubrían el suelo hasta una gran altura. El rey se despertó espantado, entró en el templo del sol, y allí permaneció durante mucho tiempo enjugándose las mejillas y llorando. Inmediatamente convocó a los sabios y a los adivinos. El sacerdote Akliman, el más sabio de entre ellos, le confesó que él también había soñado algo parecido. “Soñé, dijo, que estaba con vos sobre una montaña, y que veía el cielo descender hasta tal punto que casi nos rozaba la cabeza, y que el pueblo corría hacia vos en busca de refugio; y que entonces elevasteis las manos e intentasteis detener al cielo para impedir que se cayera totalmente, y que yo, al veros hacer esto, hice también lo mismo. En ese momento salió una voz del sol que nos dijo: “El cielo volverá a su lugar cuando hayan transcurrido trescientos días”. Tras haber hablado el sacerdote, el rey Saurid hizo medir la distancia de los astros y buscar qué tipo de catástrofe anunciaban. Se calculó que primero habría un gran diluvio y más tarde sobrevendría una lluvia de fuego. Entonces el rey hizo construir las pirámides de esta forma angular, apropiada para incluso soportar el choque de los astros, y colocar estas piedras enormes, unidas por pivotes de hierro y talladas con tal precisión, que ni el fuego del cielo, ni el diluvio podrían penetrarlas. Allí se deberían refugiar el rey y los grandes del reino, con los libros y descripciones científicas, los talismanes y todo lo más importante que hubiera de conservarse para el futuro de la raza humana”. Escuché esta leyenda con suma atención y dije al cónsul que me parecía mucho más convincente que la suposición aceptada en Europa, que estas monstruosas construcciones hubieran sido únicamente tumbas. “Pero, dígame, ¿cómo habría podido respirar la gente que se refugió allí?. –          Aún se pueden ver –dijo el cheikh, pozos y canales que se pierden bajo la tierra. Algunos comunican con las aguas del Nilo, otros corresponden a vastas grutas subterráneas. Las aguas entran por estrechos conductos, para desembocar más lejos, formando inmensas cataratas, removiendo el aire continuamente con un ruido espantosos”. El cónsul, hombre práctico, acogía estas tradiciones con una sonrisa. Había aprovechado de nuestra parada en el kiosco para que dispusieran sobre la mesa las provisiones que había llevado en su coche, y los “bostangis” de Ibrahim-Pacha vinieron a ofrecernos entre otras cosas, flores y frutos raros, muy apropiados para completar nuestras sensaciones asiáticas. En África, se sueña con la India, igual que en Europa se sueña con África. El ideal brilla siempre más allá de nuestro horizonte actual. Para mí, que seguía preguntando con avidez a nuestro buen cheikh, y le hacía contar todas las historias fabulosas de sus padres, yo creía con él en el rey Saurid más firmemente que en el Keops de los griegos, en su Kefrén y en su Micerinos. “¿Y qué se ha encontrado, le dije, en las pirámides cuando se las abrió por primera vez bajo los sultanes árabes?. –          Se encontraron, dijo, las estatuas y talismanes que el rey Saurid había dejado para la salvaguarda de cada uno. El guardián de la pirámide oriental era un ídolo de nácar, negro y blanco, sentado sobre un trono de oro, y que sostenía una lanza a la que no se podía mirar sin morir. El espíritu que habitaba este ídolo era una mujer bella y risueña, que aún se aparece en nuestros tiempos y hace perder el espíritu a quienes se la encuentran. El guardián de la pirámide occidental era un ídolo de piedra roja, también armado con una lanza, y con una serpiente enroscada en la cabeza. El espíritu que le servía tenía la forma de un viejo nubio, que cargaba con un cesto en la cabeza, y un incensario en las manos. En cuanto a la tercera pirámide, tenía como guardián un pequeño ídolo de basalto, con el zócalo del mismo material, que atraía a cuantos le miraban, sin que pudieran apartarse de él. El espíritu aparecía aún bajo la forma de un joven imberbe y desnudo. Respecto a las otras pirámides de Saqqarah, también tenían un espectro cada una: uno de ellos, es un viejecillo curtido y negruzco, con la barba corta; el otro, es una joven negra, con un niño negro que cuando se la mira muestra unos dientes largos y blancos y de ojos también blancos; otro, aparece con una cabeza de león con cuernos; otro, parece un pastor vestido de negro, llevando un bastón. En fin, aún hay otro que aparece bajo el aspecto de un sacerdote saliendo del mar y que se mira en sus aguas. Es peligroso encontrarse con estos fantasmas a la hora del mediodía. –          De forma que, dije, ¿A Oriente se le aparecen sus espectros al mediodía igual que a nosotros se nos muestran a la medianoche?. –          Es que, en efecto, observó el cónsul, todo el mundo debe dormir al mediodía en estas latitudes, y este buen cheikh nos relata cuentos apropiados para atraer al sueño. –          Pero, exclamé, todo esto es tan extraordinario como tantas y tantas cosas naturales que nos resulta imposible explicar. Si creemos en la creación, en los ángeles, en el diluvio, sin poder dudar del movimiento de los astros, ¿por qué no podríamos admitir que estos astros están unidos a espíritus, y que los primeros hombres podían ponerse en contacto con ellos a través del culto y de los monumentos?. –          Ese era en efecto el objetivo de la magia primitiva, dijo el cheikh, esos talismanes y esas figuras no poseían fuerza hasta su consagración a cada uno de los planetas y de los signos combinados con su cenit y su ocaso. El príncipe de los sacerdotes se llamaba Kater, es decir, maestro de las influencias. Bajo él, cada sacerdote debía servir a un único astro, como Pharouïs (Saturno), Rhaouïs (Júpiter) y otros. “De este modo todas las mañanas el Kater decía a un sacerdote: ¿Dónde está en este momento el astro al que sirves?” Y respondía: “Está en tal o cual signo, tal grado y tal minuto”, y tras un cálculo meditado, se le escribía lo que se debía hacer en ese día teniendo en cuenta esta lectura astral. La primera pirámide había sido reservada a los príncipes y a su familia; la segunda, debía encerrar a los ídolos de los astros y de los tabernáculos de los cuerpos celestes, así como a los libros de astrología, historia y ciencias. Allí mismo debían encontrar refugio los sacerdotes. La tercera, sólo estaba destinada a la conservación de los sarcófagos de los reyes y sacerdotes, y como se vio muy pronto que era insuficiente, se ordenó construir las pirámides de Sakkarah y de Daschur. El objetivo de la solidez empleada en las construcciones era impedir la destrucción de los cuerpos embalsamados que, según las creencias de aquella época, debían renacer al cabo de un cierto número de órbitas de los astros, cuyo momento no se precisa. –          Aún admitiendo este supuesto, dijo el cónsul, habrá momias que se extrañarán bastante al despertar un día bajo una vitrina del museo en el gabinete de curiosidades de algún inglés. –          En el fondo, señalé, las momias son como auténticas crisálidas humanas, cuya mariposa no ha salido todavía. ¿Quién nos dice que no eclosionarán algún día?. Siempre he visto como una impiedad el desnudar y diseccionar las momias de estos pobres egipcios. ¿Cómo puede ser que esa fe consoladora e invencible de tantas generaciones acumuladas no ha podido desarmar la estúpida curiosidad europea?. Respetamos a los muertos de ayer, ¿pero es que los muertos tienen una edad?. –          Eran infieles, dijo el cheikh. –          Pero si en esa época todavía no había venido al mundo ni Mahoma ni Jesús. Discutimos sobre ese punto durante algún tiempo y me extrañaba ver a un musulmán imitar la intolerancia católica. ¿Por qué los hijos de Israel maldecirían al antiguo Egipto, que no redujo a la esclavitud más que a la raza de Isaac?. En realidad, y a pesar de todo, en general los musulmanes respetan las tumbas y los monumentos sagrados de diversos pueblos, y sólo la esperanza de encontrar inmensos tesoros llevó a un califa a abrir las inmensas pirámides. Las crónicas cuentan que en la llamada sala del rey se encontró una estatua de un hombre en piedra negra y una estatua de mujer de piedra blanca de pie sobre un altar, una cruz con una lanza, y la otra con un arco. En medio de la losa había un vaso herméticamente cerrado que, cuando fue abierto, se encontró que estaba lleno de sangre aún fresca. También había un gallo de oro rojo con esmaltes de jacintos que cacareó y batió las alas cuando entraron en el recinto. Todo esto suena un poco a “Las mil y una noches”; pero ¿qué nos impide creer que estas cámaras no contuvieran talismanes y figuras cabalísticas?. Lo único que es cierto es que hasta hoy no se han encontrado más huesos que los de un buey. El pretendido sarcófago de la cámara del rey era sin duda una cubeta para el agua lustral. Además, ¿no es realmente absurdo, como ha señalado Volney, suponer que se hayan acumulado tantas piedras para alojar a un cadáver de cinco pies?. 1.- Se trata de la tentativa de reforma del sultán Mahmoud II (1785-1839) de importar a los países turcos las ideas, costumbres e instituciones de la Europa occidental. 2.- Ántar, poeta guerrero (principios del s. VI dC) se convirtió en un héroe legendario, y fue celebrado en el romance de Ántar. Abou-Zeyd es el héroe de un ciclo de romances que narran las aventuras heróicas de los Beni-Hilál que, expulsados de Arabia por los Fatimíes, invadieron África del Norte en el s. XI. 3.- El Dr. Perron, médico y orientalista (1798-1876) dirigió la escuela de medicina de El Cairo con Clot- bey después fue inspector de las escuelas en Argelia. Autor de numerosos estudios sobre Oriente, en particular dos artículos sobre la reina de Saba, que Nerval, cree Ritcher, debió conocer. Ver las cartas a su padre del 14 de febrero, 18 de marzo, abril y 2 de mayo de 1843. Tras su estancia en Egipto, el orientalista Fulgence Fresnel (1795-1855) fue cónsul en Jeddah, puerto de La Meca. Además, fue el primero que descifró las inscripciones himyaríes (GR) 4.- Ibrahim-Pacha (1789-1848) hijo de Mehemet-Aly, virrey de Egipto. 5.- Algo más lejos de aquel lugar era donde el califa Hakem tenía su palacio. Otra descripción de los jardines de Roddah puede encontrarse en una carta a Gautier (2 de mayo de 1843) para sugerirle un decorado para una ópera. 6.- Columna que servía para medir las crecidas del Nilo. El mekkias, en árabe, significa “la medida”. 7.- Como es frecuente, Nerval pone en boca de un intermediario una información tomada textualmente de una de sus fuentes. Aquí es la que pertenece a la obra traducida por P. Vattier, “L’Egypte de Murtadi, fils de Graphiphe” (1666). Ver J. Richter, “Nerval et les doctrines ésotériques”. 8.- “Es imposible comprender los relatos o poemas de Oriente sin persuadirse que antes de Adán existieron una serie de pueblos singulares cuyo último rey fue Gian-ben-Gian. Adán representa para los orientales, una simple raza nueva…” (Variante, Pléiade, p. 1377). Según Herbelot (citado por J. Richer), Gian-ben-Gian es el nombre de un “monarca de los genios o de los gigantes” que gobernaron el mundo durante dos mil años, tras los cuales, Eblis fue enviado por Dios para atraparlos y confinarlos en la parte del mundo más atrasada, a causa de su rebelión”. Sobre los preadamitas, ver n. 26* y 117*.

Esmeralda de Luis y Martínez 12 febrero, 2012 12 febrero, 2012 Abou Zeyd, Akliman, Antar, Dr. Perron, el cheikh Aboud Khaled, Gian-ben-Gian, Ibrahim- Pacha, Isla de Roddah, Kater, Mansour el copto (nadadores), mekkias, Pharouïs, Rhaouïs sultán Mahmoud II, Salahoc, Saurid
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III. El harem – V. La amable intérprete… A mí no me apetecía ir a comprar una habbarah, ambulance ni tan siquiera dar un simple paseo; pero de pronto, viagra se me ocurrió que apuntándome al gabinete de lectura francesa, sovaldi la amable Mme. Bonhomme se prestaría a servirme de intérprete para una primera explicación con mi joven cautiva. Yo sólo había visto a Mme. Bonhomme en la famosa representación de amateurs que había inaugurado la temporada en el Teatro de El Cairo, pero el vaudeville que había interpretado me la mostraba como una excelente y educada persona. El teatro tiene esa peculiaridad, que nos hace creer que conocemos perfectamente a una desconocida. De ahí, las grandes pasiones que inspiran las actrices sin que nos demos cuenta de que sólo las hemos visto de lejos*. Si la actriz tiene ese privilegio de mostrar a todos un ideal que la imaginación de cada cual interpreta y entiende a su gusto, ¿por qué no reconocer en una bonita, incluso virtuosa intermediaria esa función, en general acogedora, y por así decirlo de iniciación, que proporciona al extranjero unas relaciones útiles y llenas de encanto?. De todos es conocido hasta qué punto el bueno de Yorick, desconocido, inquieto, perdido en el gran tumulto de la vida parisina, estuvo encantado de encontrar acogida en la casa de una amable y complaciente tafiletera**; y cuánto más un encuentro de esta guisa es aún de mayor utilidad en una ciudad de Oriente. Mme. Bonhomme aceptó con toda la gracia y paciencia posibles el papel de intérprete entre la esclava y yo. Había mucha gente en la sala de lectura, así que nos hizo pasar a un almacén de artículos de perfumería y otros objetos, que estaba junto a la biblioteca. En el barrio franco todos los comerciantes venden de todo. Y mientras la esclava extrañada examinaba con embeleso las maravillas del lujo europeo, yo explicaba mi problema a Mme. Bonhomme, que también tenía una esclava negra a la que de vez en cuando yo veía que le daba órdenes en árabe.             Le interesó lo que le conté, y le rogué que preguntara a la esclava si estaba contenta de pertenecerme. “Aioua” respondió ella. A esta respuesta afirmativa, añadió que aún estaría más contenta si la vistiera como a una europea. Esta pretensión hizo sonreír a Mme. Bonhomme, que fue a buscar un gorrito de tul y encajes y lo ajustó sobre su cabeza. Tengo que reconocer que aquello no le sentaba muy bien. La blancura del sombrero le daba un aire enfermizo. “Pequeña, le dijo Mme. Bonhomme, estás mejor tal y como eres. El tarbouche te sienta mucho mejor”. Y como la esclava renunciaba al gorrillo muy apenada, fue a buscarla un taktikos de mujer griega festoneado de oro que le quedaba mucho mejor. Comprobé que en estos teje-manejes había una ligera intención de fomentar la venta, pero el precio era moderado, a pesar de la exquisita delicadeza del trabajo. Aprovechando esa doble condescendencia, hice que me contaran con detalle las aventuras de esta pobre muchacha. Se parecía a todas las historias de esclavas, a la Andriana de Terencio, a la Señorita Aïssé*…             Desde luego que no iba a presumir de obtener la verdad por completo. Nacida de padres nobles fue presa de pequeña en alta mar, algo impensable hoy en día en el Mediterráneo, pero muy probable en los mares del sur… Y por otra parte, ¿de dónde habría venido? No se podía dudar de su origen malasio: Los ciudadanos del Imperio Otomano no pueden ser vendidos bajo ningún concepto. Todo lo que no sea blanco o negro, es decir esclavos, no puede ser sino de la Abisinia o del archipiélago indio. Había sido vendida a un cheikh muy viejo del territorio de La Meca. Muerto el cheikh, los mercaderes de la caravana la habían traído y puesto a la venta en El Cairo. Todo era bastante normal, y me sentí feliz, en efecto, de creer que antes que yo no la había poseído más que aquel venerable cheikh amojamado por la edad. “Tiene dieciocho años, me dijo Mme. Bonhomme, pero es muy fuerte, y usted habría pagado más caro si no fuera de una raza que raramente se ve por aquí. Los turcos son gente de hábitos fijos, les hacen falta abisinias o negras. Puede estar seguro que la han paseado de ciudad en ciudad sin poder deshacerse de ella.” –            ¡Excelente! dije, eso quiere decir que la suerte hizo que yo pasara por allí. Me fue reservado el influir en su buena o mala fortuna”. Esta forma de ver las cosas, en relación con el fatalismo oriental fue transmitida a la esclava y me valió su asentimiento. Hice que le preguntaran porqué no había querido comer por la mañana y si era de religión hinduista. “No, es musulmana, me dijo Mme. Bonhomme después de hablar con ella. No ha comido hoy porque es día de ayuno hasta la puesta del sol”. Sentí que no perteneciera al culto brahamánico por el que siempre tuve una cierta debilidad, así como sobre su idioma, pues se expresaba en el árabe más puro, y de su lengua primitiva no había conservado más que el recuerdo de algunas canciones o pantouns que me prometí hacerle cantar. “Ahora, me dijo Mme. Bonhomme, ¿cómo hará usted para hablar con ella? –          Señora, le dije, yo conozco una palabra para mostrar conformidad con todo. Indíqueme solamente otra que exprese lo contrario. Mi inteligencia suplirá el resto hasta que pueda instruirme mejor. –          ¿Ya está usted en la fase del rechazo? Me dijo. –          Tengo experiencia, respondí, hay que preverlo todo. –          Ahí va esa terrible palabra, me dijo en voz baja Mme. Bonhomme: “¡ma fish!” esto comprende todas las negaciones posibles. –            Entonces recordé que la esclava ya la había pronunciado conmigo. * Lugar común nervaliano: ver “Sylvie” (cap. I) “Corilla” y la introducción de “Filles du feu” ** STERNE, “Voyage sentimental: Paris: le pouls, le mari; les gants” (GR) * Circasiana comprada por el Conde de Ferriol, embajador de Francia en Constantinopla. Mlle. Aïssé (1693-1733) fue llevada a París y brilló en los salones de la Regencia. Sus cartas a su confidente han sido publicadas después, una veintena de veces desde 1787 (GR)

Esmeralda de Luis y Martínez 11 febrero, 2012 11 febrero, 2012 la Andriana de Terencio, ma fish., Mme. Bonhomme, pantouns, Señorita Aïssé
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III. El harem – IV. Primeras lecciones de árabe… Le hice una señal a la esclava para que cogiera una silla, prostate ya que yo había tenido la debilidad de comprar sillas, cialis pero sacudió la cabeza, y comprendí que mi idea era ridícula por la escasa altura de la mesa. Así que puse unos cojines en el suelo, y me senté, invitándola a hacer lo propio al otro lado; pero no hubo manera. Volvía la cabeza y se llevaba la mano a la boca. “Criatura, le dije, ¿es que me quiere usted hacer morir de hambre?”. Pensé que era preferible hablar, aún en la certeza de no ser entendido, que librarse a una ridícula pantomima. Me respondió con algunas palabras que probablemente significaban que no me comprendía, y a las que yo le replicaba: Tayeb. Al menos era un principio de diálogo. Lord Byron decía por experiencia que el mejor medio de aprender una lengua era vivir solo durante cierto tiempo con una mujer*; pero aún habría que añadir algunos libros elementales; de otro modo, sólo se aprenden sustantivos, falta el verbo. Por otra parte es bastante difícil retener las palabras sin escribirlas, y el árabe no se escribe con nuestras letras, o al menos, éstas últimas no dan más que una idea imperfecta de la pronunciación. Y aprender la escritura árabe es algo tan complicado por las elisiones, que el sabio Volney[**] había encontrado más sencillo inventar un alfabeto mixto, cuyo empleo, desgraciadamente no apoyaron otros eruditos.*** A la ciencia le gustan las dificultades, y jamás tiende a vulgarizar mucho el estudio: si uno pudiera ser autodidacta, ¿qué sería e los profesores?. Después de todo, me dije, esta joven, nacida en Java, puede que profese una religión hindú; y no se alimente más que de frutas y hierbas. Le hice una señal de adoración, pronunciando en tono interrogativo el nombre de Brama; que pareció no comprender. De todos modos, mi pronunciación debía ser muy mala. Aún así, me puse a enumerar todos los nombres que sabía relacionados con esa cosmogonía; era igual que si hablara en francés. Entonces comencé a lamentar haber despedido al dragomán. Me irritaba especialmente con el tratante de esclavos por haberme cedido este hermoso pájaro dorado sin decirme lo que había que darle de comer. Le ofrecí únicamente pan, y del mejor que se hace en el barrio franco; y me dijo con un tono melancólico: ¡mafish! Palabra desconocida cuya expresión me entristeció mucho. Recordé entonces a las pobres bayaderas llevadas a París hace unos años, a las que tuve ocasión de ver en una casa de Los Campos Elíseos. Aquellas hindúes sólo tomaban los alimentos que preparaban ellas mismas en vasijas nuevas. Ese recuerdo me tranquilizó un poco, y me resolví a salir, después de comer, con la esclava para aclarar este punto. La desconfianza que me había inspirado el judío hacia mi dragomán había surtido como efecto secundario el que me pusiera en guardia también contra él; lo que me había conducido a esta incómoda situación. Se trataba de encontrar un intérprete de confianza, para por lo menos saber algo sobre mi adquisición. Se me ocurrió por un instante que el Sr. Jean, el mameluco, hombre de una edad respetable. Pero, ¿cómo iba a llevar a esta mujer a un cabaret?. Y tampoco podía dejarla en la casa sola con el cocinero y el criado para ir a buscar al Sr. Jean. E incluso si enviaba afuera a esos dos sirvientes resultaba arriesgado ¿sería prudente dejar a una esclava sola en un recinto clausurado con un cerrojo de madera?. Un ruido de esquilillas resonó en la calle. Vi a través de la celosía a un cabrero con una disdasah azul que llevaba algunas cabras hacia el barrio franco. Se lo mostré a la esclava, que me dijo sonriendo ¡aioua! Lo que interpreté como un sí. Llamé al cabrero, un muchacho de quince años, de tez oscura, ojos enormes, nariz prominente y labios carnosos, como los de las esfinges. Un tipo egipcio de la más pura raza. Entró en el patio con sus animales, y se puso a ordeñar a una de las cabras en una jarra de cerámica nueva que le mostré a la esclava antes de dársela. A lo que me obsequió con un nuevo ¡aioua!, y miró desde lo alto de la galería, aunque velada, el quehacer del cabrero. Hasta aquí, todo fácil, como un idilio, y hasta encontré de lo más natural que ella le dirigiera al cabrerillo estas dos palabras: ¡talé bukra!, pues comprendí que le pedía que volviera mañana. Cuando el cabrero llenó todo el jarro, me miró con un aire más bien de salvaje, gritándome: ¡at foulouz!. Yo ya había frecuentado bastante a los que alquilaban burros como para entender lo que aquello significaba: “Dame dinero”. Cuando hube pagado, gritó de nuevo ¡bakchis!, otra de las expresiones favoritas del egipcio, que reclama una propina por cualquier motivo. Le respondí ¡talé bukra! Como había oído a la esclava; y con esto se alejó satisfecho. Así es como se aprenden las lenguas, poco a poco. La esclava se contentó con beber la leche sin querer mojar pan. No obstante, el que se tomara ese ligero refrigerio me tranquilizó un poco, ya que me estaba temiendo que no fuera a pertenecer a esa raza javanesa que se alimenta de una especie de tierra grasa, comida que, es muy posible, no habría podido procurarme en El Cairo. Después mandé a buscar los burros y le indiqué a la esclava que cogiera su manto milayeh. Lanzó una ojeada despectiva al tejido de algodón (quadrillé?), lo que más se llevaba en El Cairo, y me dijo: ¡An’ aouss habbarah!****. ¡Qué rápido se aprende! Entendí al momento que ella esperaba vestirse de sedas en lugar de algodón; es decir, con la ropa de las grandes damas, en lugar de la de las simples burguesas. Le contesté con un vigoroso ¡Lah! ¡Lah!, acompañado de una sacudida de mano y moviendo la cabeza a la manera de los egipcios. * “Don Juan”. II. 164 (GR) ** Constantin-François Chassebœuf de La Giraudais, conde de Volney, conocido simplemente como Volney (Craon, Anjou, 3 de febrero de 1757 – París, 25 de abril de 1820), fue un escritor, filósofo, orientalista y político francés. Fue amigo de Cabanis y de Destutt de Tracy y, en su obra, el heredero del racionalismo de Helvétius y de Condorcet. Después de estudiar derecho y medicina, viajó por el Líbano, Egipto y Siria, viaje que relató en Viaje por Egipto y Siria (1788). Poco antes de ese viaje, adoptó el seudónimo de Volney, forma contraída de Voltaire y Ferney. En los albores de la Revolución Francesa, es representante por el Tercer Estado en los Estados Generales de 1789 (rechazando sentarse en las filas de la nobleza), y fue secretario de la Asamblea Nacional Constituyente en 1790. Es autor de Ruinas o Meditaciones sobre las revoluciones de los imperios (1791), su obra más famosa, en la que proclama un ateísmo tolerante, la libertad y la igualdad. Napoleón le otorgó el título de conde, y durante el reinado de Luis XVIII fue senador y miembro de la Cámara de los Pares, aunque siguió defendiendo ideas liberales. Entre sus obras destacan una Cronología de Heródoto (1781), Nuevas investigaciones sobre historia antigua (1814) y diversos trabajos sobre el hebreo (http://es.wikipedia.org/wiki/Conde_de_Volney)  *** VOLNEY, “L’Alfabet européen appliqué aux langues asiatiques (1819)”. Su “Voyage en Egypte et en Syrie pendant les années 83-85” (1787) fue muy leido en el s. XIX y era conocido por Nerval. **** “Yo me cubro con una habbarah” (GR) – “Yo quiero una habbarah” (EDL)  

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III. El harem – III. Asuntos domésticos… La pobre criatura se había dormido mientras le examinaba el cabello con esa solicitud del propietario que se inquieta por lo que han podido hacer los golpes con el preciado bien que acaba de adquirir. Oí a Ibrahim gritarme desde el exterior: ¡Ya sidi! (¡eh, señor!) y después otras palabras que me hicieron comprender que alguien venía a visitarme. Salí de la habitación, y encontré en la galería al judío Yousef que quería hablarme. Se dio cuenta de que yo no quería que entrase en la habitación, y nos paseamos fumando. “Me he enterado, me dijo, que le han hecho comprar una esclava; y estoy contrariado. –          ¿Y por qué? –          Porque le habrán engañado o robado mucho. Los dragomanes siempre se entienden con el tratante de esclavos. –          Es muy posible. –          Abdallah habrá recibido al menos una bolsa por ello. –          ¿Y qué le voy a hacer? –          Aún no ha llegado usted al final. Cuando tenga que partir va a estar más que harto de esa mujer, y entonces él le ofrecerá comprarla por poca cosa. Eso es lo que habitualmente hace, y por eso no le ha animado a arreglar un matrimonio a la copta, lo que hubiera sido mucho más simple y menos costoso. –          Pero usted sabe muy bien que después de todo, siento bastantes escrúpulos en hacer uno de esos matrimonios que requieren siempre un tipo de consagración religiosa. –          ¿Y cómo no me había comentado antes esto?. ¡Le hubiera encontrado una doméstica árabe que se hubiera casado con usted tantas veces como lo hubiera deseado!”.             Lo peculiar de esta proposición hizo que me riera a carcajadas; pero cuando se está en El Cairo, se aprende deprisa a no extrañarse uno de nada. Los detalles que me proporcionó Yousef me enseñaron que conocía a gente bastante miserable como para hacer este tipo de tratos. La facilidad que tienen los orientales de tomar mujer y de divorciarse a su gusto, hacen posible estos arreglos, y sólo la queja de las mujeres podría desvelar esos manejos; pero, es evidente, que no es más que un medio de eludir la severidad del pachá con respecto a las costumbres públicas. Toda mujer que no vive sola o con su familia, debe tener un marido legalmente reconocido, aunque se divorcie a los ocho días, a menos que, como esclava, tenga un amo. Insistí al judío Yousef diciéndole que algo así me habría disgustado. “¡Pero bueno!, me dijo, ¿qué más da?…¡si sólo son árabes! –          También puede decir esto de los cristianos. –          Es una costumbre, añadió, que han introducido los ingleses; ¡tienen tanto dinero! –          Entonces, ¿eso cuesta mucho? –          Antes era muy caro; pero ahora es tal la competencia, que está al alcance de todos”. Así que en eso consisten las reformas morales a las se ha llegado aquí. Se deprava a toda una población para evitar un mal mucho menor. Hace diez años, en El Cairo se podían ver bayaderas públicas, al igual que en la India, y cortesanas como en la antigüedad. Los ulemas se quejaron sin éxito durante mucho tiempo, porque el gobierno recogía un impuesto considerable de los servicios que prestaban estas mujeres, que estaban organizadas en una corporación, cuya mayoría residía fuera de la ciudad, en Mataré. Al final, la gente piadosa de El Cairo ofreció pagar el impuesto en cuestión, y fue entonces cuando se desterró a todas esas mujeres a Esna*, en el Alto Egipto. Hoy en día, esta ciudad de la antigua Tebaida es para los extranjeros que remontan el Nilo, una especie de Capua.  Hay Laïas y Aspasias que llevan una gozosa existencia, y que se han enriquecido particularmente a expensas de Inglaterra. Tienen palacios, esclavos y se podrían hacer construir pirámides como la famosa Rodope**, si en estos momentos estuviera de moda el sepultar el cuerpo en una montaña de piedra para probar su gloria; aunque ahora prefieren los diamantes. Yo me daba cuenta de que el judío Yousef no cultivaba mi amistad sin un motivo, y esta incertidumbre me había impedido advertirle sobre mis visitas a los bazares de los esclavos. El extranjero siempre se encuentra en Oriente en la posición del enamorado naïf o en la del hijo de familia bien de las comedias de Molière. Hay que nadar entre el Mascarille y el Sbrigani.*** Para evitar cualquier malentendido, me lamenté de que el precio de la esclava casi había vaciado mis bolsillos. “¡Qué mala suerte!, repuso el judío, me habría gustado que hubieseis participado a medias en un negocio magnífico que, en unos días le habría reportado diez veces su dinero. Nosotros somos varios amigos que compramos toda la cosecha de hojas de morera de los alrededores de El Cairo, y después la vendemos al por menor a los criadores de gusanos al precio que queremos. Pero se necesita un poco de dinero en efectivo; lo que resulta más difícil de conseguir en este país: la tasa legal es del 24%. Por tanto, con razonables especulaciones, el dinero se multiplica. En fin, no se hable más. Le voy a dar únicamente un consejo: usted no sabe árabe. No utilice al dragomán para hablar con su esclava. Él le irá metiendo en la cabeza una serie de malas ideas sin que usted se percate, y cualquier día ella huirá. Eso está más que comprobado”. Estas palabras me dieron en qué pensar. Si velar por una mujer ya es difícil para el marido, ¡qué no será para el amo!. Es la postura de Arnolphe**** o la de George Dandin*****. ¿Qué hacer? El eunuco y la dueña no son nada seguros para un extranjero. Conceder de inmediato la misma libertad que disfrutan las mujeres francesas a una esclava, sería absurdo en un país en el que las mujeres, es bien sabido, no tienen principios contra la más vulgar de las seducciones. ¿Cómo salir solo de casa? ¿y cómo salir con ella en un país en donde la mujer jamás se ha mostrado del brazo de un hombre? ¿Cómo se entiende que yo no hubiera previsto todo esto?. Le pedí al judío que dijera a Mustafá que preparara la cena, ya que yo no podía evidentemente llevar a la esclava al comedor del hotel Domergue. El dragomán se había marchado para esperar la llegada de la diligencia de Suez, ya que no le empleaba el tiempo suficiente como para que no buscara pasear de vez en cuando a algún inglés por la ciudad. Cuando regresó le dije que sólo quería emplearle algunos días, y que no iba a quedarme con todo aquel personal que me rodeaba, y que teniendo una esclava, aprendería muy pronto algunas palabras con ella, con lo que sería suficiente. Como se había considerado más indispensable que nunca, esta declaración le extrañó un poco; pero finalmente se tomó bien la cosa, y me dijo que le podría encontrar en el hotel Waghorn cada vez que le necesitara. Sin duda esperaba servirme de intérprete con la esclava para que yo pudiera conocerla; pero los celos es algo que se entiende muy bien en Oriente, la reserva es tan natural en todo lo relativo a las mujeres, que ni siquiera hizo comentario alguno. Entré en la habitación, en la que había dejado a la esclava dormida. Se había despertado y estaba sentada en el alfeizar de la ventana, mirando a derecha e izquierda de la calle a través de las celosías laterales de la moucharabeyah. Había dos casas un poco más allá, dos jóvenes con atuendo turco de la reforma, sin duda oficiales de algún personaje, fumaban con indolencia delante de la puerta. Comprendí que por ahí había algún peligro. Buscaba en vano alguna palabra para hacerla comprender que no estaba bien mirar a los militares de la calle, pero no veía cómo con ese universal tayeb (muy bien) interjección optimista bien digna de caracterizar el espíritu del pueblo más dulce de la tierra, a todas luces insuficiente en esta situación. ¡Ay, mujeres! Con vosotras todo cambia. Yo era feliz, estaba contento con todo. Decía tayeb para cualquier cosa, y Egipto me sonreía. Ahora tengo que buscar palabras, que puede que no existan en la lengua de estos pueblos tan acogedores. Es cierto que había sorprendido a alguna gente del país diciendo una palabra acompañada de un gesto negativo: ¡Lah!, levantando la mano de manera indolente a la altura de la frente. Si algo no les agrada, lo cual es raro, te dicen ¡Lah!. Pero cómo decir con un tono rudo, y al tiempo con una mano lánguida ¡Lah!. De todos modos, y a falta de algo mejor, es lo que hice. Después llevé a la esclava hasta el diván, y le hice un gesto indicándole que era preferible que se mantuviera allí en lugar de en la ventana. Aparte de esto, le di a entender que no tardaríamos en cenar. Ahora la cuestión era saber si yo la dejaría desvelarse delante del cocinero, lo que me parecía contrario a las costumbres. Nadie, por el momento, había pretendido verla. El mismo dragomán no había subido conmigo cuando Abd-el-Kérim me mostró a sus mujeres. Quedaba claro que si actuaba de modo diferente al de las gentes del país, sería despreciado. Cuando la cena estuvo preparada, Mustaphá gritó desde abajo: ¡Sidi! Salí de la habitación, y me enseñó una olla de barro con arroz con pollo. ¡Bono. Bono!, le dije, y regresé para que la esclava volviera a colocarse el velo, lo que hizo de inmediato. Mustaphá colocó la mesa, puso encima un mantel de tela verde, después, una vez dispuesta sobre un plato su pirámide de arroz, trajo varias verduras en platitos, y sobre todo, encurtidos en vinagre, así como trozos de gruesas cebollas nadando en una salsa de mostaza. La verdad es que este refrigerio no tenía mal aspecto. Mustafá se retiró enseguida discretamente. * Flaubert que, en su Voyage en Orient habla mucho de sus relaciones amorosas, se detuvo evidentemente en Esna, lugar importante dentro de su peregrinación a Egipto. ** Si Laïs y Rodope eran famosas cortesanas de la antigüedad, Aspasia era conocida en Atenas por su belleza, su espíritu y su cultura. *** Personajes de la comedia de Molière. **** Arnolphe, también llamado “M. de La Souche” es un personaje de la comedia “L’École des femmes” de Molière. Arnolphe es un hombre de edad madura que desearía gozar de la felicidad conyugal; pero que siempre anda atormentado por el miedo de ser engañado por una mujer (http://fr.wikipedia.org/wiki/L’%C3%89cole_des_femmes) ***** George Dandin o le Mari confondu es una comedia-ballet en tres actos de Molière, creada en Versailles el 18 de julio de 1668, después representada ante el público en el Teatro del  Palais-Royal el 9 de noviembre del mismo años. Fue vista por vez primera por el rey Luis XIV en Versalles (http://fr.wikipedia.org/wiki/George_Dandin_ou_le_Mari_confondu)

Esmeralda de Luis y Martínez 11 febrero, 2012 11 febrero, 2012 Esna; Laïas y Aspasias, Mascarille, Mataré, Rodope, Sbrigani
Historia de un desencuentro: Apéndice bibliográfico

APÉNDICE BIBLIOGRÁFICO.        De interés para el mundo académico, recojo en cuatro apartados –I, Fuentes Documentales; II, Bibliografía Antigua; III, Bibliografía Moderna; IV, Artículos o Trabajos aparecidos en revistas– el material impreso que pudiera servir para ampliar esta síntesis aquí presentada. Falta la bibliografía japonesa en su totalidad, y no dudo que sea perfectible.     I.- Fuentes documentales.        La documentación conservada en los archivos españoles sobre las relaciones hispano-japonesas es abundante. El fondo más importante está en el Archivo General de Indias de Sevilla, particularmente en la sección de Filipinas; las cartas periódocas que las autoridades religiosas y civiles enviaban a la Corte española y que eran remitidas al Consejo de Indias son valioso e indispensable material de trabajo. En el Archivo General de Simancas de Valladolid se conserva también documentación de interés sobre el asunto, en particular en la secciones de Estado y Secretarías Proviniciales; las decisiones del Consejo de Estado y las consultas del de Portugal complementan todo lo tratado en el Consejo de Indias. En la Real Academia de la Historia de Madrid (en la colección Muñoz) y en el Archivo Histórico Nacional, también en Madrid, se conservan abundantes cartas y escritos de los jesuítas que predicaban en Japón, así como en el Archivo de los Jesuitas de Alcalá de Henares. El antiguo archivo de los franciscanos de Pastrana, actualmente en Madrid, tiene también importante fondo documental sobre Extremo Oriente. Finalmente, en la Biblioteca Nacional de Madrid, en la sección de manuscritos, y enla Biblioteca del Palacio de Oriente, también en Madrid, se conservan copias de documentos y relaciones diversas.        Una parte nada desdeñable de esta documentación ha sido publicada, documentos completos o fragmentos, en trabajos diversos. Citaré los más importantes por el material publicado:   H. Nagaoka, Histoire des relations du Japon avec l’Europe aux XVI et XVII siècles, París, 1905. Publica los siguientes documentos japoneses de interés: Edicto de Hideyoshi contra los cristianos de 25 de julio de 1597 (p.95); edicto de Hideyoshi sobre Nagasaqui de 1588 (p.97); orden de Ieyasu de 1606 para que los cortesanos no se hagan cristianos (p.112); proclamación de Ieyasu de 14 de febrero de 1614 y 15 reglas (pp.119-128); renovación de la prohibición del cristianismo por Hidetada en 1616 (p.129) y en 1620 (p.130); edicto de 1633 (pp.137-141).   P. Pastells (S.J.), “Historia general de las Filipinas, que precede al Catálogo de los documentos relativos a las islas Filipinas  de  P. Torres Lanzas y F. Navas del Valle, 9 vols., Barcelona, 1925-1934. Publica, en los capítulos referentes a las relaciones con Japón y a la evangelización de aquel país, muchos documentos, completos o sólo los fragmentos de interés, sobre todo del Archivo General de Indias de Sevilla.   L. Pérez (O.F.M.), “Cartas y relaciones del Japón”, en Archivo Iberoamericano, número 25, enero-febrero de 1918 y siguientes. Publica los documentos más importantes referentes a los mártires de Nagasaqui, cartas de fray Pedro Bautista y relaciones diversas conservadas en la Biblioteca Nacional de Madrid, Archivo de Indias de Sevilla y archivo de los franciscanos de Pastrana.   W.E. Retana (edic. y notas), Sucesos de las islas Filipinas de Antonio de Morga, Madrid, 1909. En las notas publica abundante documentación procedente sobre todo del Archivo de Indias. En una de dichas notas (p.440) publica íntegra la breve pero importante obra de Lera, “Primeras relaciones oficiales entre Japón y España tocantes a México”, con las principales cartas diplomáticas intercambiadas entre japoneses y españoles.   E. Sola, Libro de maravillas del Oriente Lejano, Madrid, 1980, con la mayoría de los documentos de interés sobre el Japón de los archivos españoles, incluyendo la memoria del padre Burguillos (Biblioteca del Palacio de Oriente), inédita hasta entonces, de gran interés para el Japón de 1600. En castellano actualizado.   J. Gil, Hidalgos y Samuriais. España y Japón en los siglos XVI y XVII, Madrid, 1991, publica también la documentación fundamental del Archivo de Indias de Sevilla, en castellano actualizado.       II.- Bibliografía antigua.        La literatura impresa en los siglos XVI, XVII y XVIII, bastante rica, tiene una estrecha conexión con la misionología. Así, Antonio León Pinelo, en el Epítome de la biblioteca oriental y occidental, naútica y geográfica (Madrid, 1737), en el espacio dedicado a Japón, reseña muchos trabajos, algunos manuscritos, sobre diversas cuestiones y de diversa procedencia, en una gran proporción de asuntos misioneros. Predominan en la bibliografía antigua las historias de las provincias de las diversas órdenes religiosas y de los mártires de la cristiandad japonesa, en la línea de lo que Sergio Bertelli, en Rebeldes, libertinos y ortodoxos en el Barroco (Barcelona, 1984), denomina “Santos contra santos”, literatura de emulación y polémica de alguna manera, en la que las diferentes órdenes religiosas tratan de exaltar su misión en el mundo. Los “Sucesos de las islas Filipinas” de Antonio de Morga (México, 1609), es uno de los títulos excepcionales que se apartan de ese modelo.   Aduarte, Diego (O.P.), Historia de la provincia del Santo Rosario de la Orden de Predicadores en Filipinas, Japón y China, Madrid, 1640. 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Mención especial merece la serie de Alvarez Taladriz publicada en Japón, en la Eichi University de Osaca (E.U.O.), cuyas separatas agradezco a su discípulo y amigo el Dr. Higashitani.   Alvarez Taladriz, José Luis, Apuntes a dos artículos más sobre el piloto del San Felipe, en Missionalia Hispánica, 1953, X, pp. 175-195. –, “Un documento inédito del año 1586 sobre los Hibiya de Sakai, E.U.O, 1959. –, Los diálogos entre perseguidores y mártires (1605, 1619), E.U.O., 1967. –, La razón de estado y la persecución del cristianismo en Japón los siglos XVI y XVII, E.U.O., 1967. –, Notas adicionales sobre la embajada a Hideyoshi del Padre Fray Juan Cobo, O.P., E.U.O., 1969. –, Opinión de un Teólogo de la Compañía de Jesús sobre la Vida y Muerte en Japón de Religiosos de San Francisco (1599), E.U.O., 1971. –, Relación del asedio y destrucción del castillo de Osaka, hecha por Bernardino de Avila Girón, el año 1615, E.U.O. s.f. –Relación del P. Alejandro Valignano S.J. sobre su embajada a Hideyoshi (1591), E.U.O, 1972.   Anagasasti, Pedro de, Notas críticas (al itinerario del padre fray Martín Ignacio de Loyola, en Missionalia Hispanica, nº33, 1954.   Andrés Vázquez, J., Desde Japón a Roma pasando por Sevilla, en Archivo Hispalense, nº60, 1953.   Ara, M., Spanish Trade with Asia in the 16th and 17th Centuries, en Reky Higakuken, Tokio, enero, 1951.   Avila Girón, Bernardino de, Relación del Reino de Nippon, edic. parcial de D. Schilling y F. de Lejarca, en Archivo Iberoamericano, 36, 37 y 38, 1933, 1934 y 1935.   Bonet de Sotillo, Dolores, El tráfico ilegal en las colonias españolas, en Cultura Universitaria, nº48-49, Caracas, marzo-junio, 1955.   Boxer, Ch.R., The Manila Galleon, 1505-1815, en History Today, VIII, nº8, 1958.   Brown, Vera L., Contraband Trade. A factor of declive of Spanish Empire in America, en Hispanic American Historical Review, VIII, 1928.   Ceinos, M.J., Espliego, Jesús y Lera, Antonio, Documentos sobre China y Japón en el Archivo Histórico de la Provincia de Toledo de la Compañía de Jesús (AHPTSJ) de Alcalá de Henares, en Estudios de Historia social y económica de América, nº12, 1995, Alcalá de Henares.   Chassigneux, Edmond, Rica de Oro et Rica de Plata, en T’oung Pao, XXX, Leiden, 1933.   Chaunu, P., Une grande puissance économique et financière et les débuts de la Compagnie de Jésus au Japon (1567-1583), en Annales, Economies, Sociétés, Civilisations, abril-junio, 1950, pp. 198-212. –, Le galeon de Manille. Grandeur et décadence d’une route de la soie, en Annales E.S.C., octubre-diciembre, 1951, pp. 447-462. –, Manille et Macao face à la cojonture des XVIe et XVIIe siècles, en Annales E.S.C., 1962, pp. 555-580.   Chevalier, Les cargaisons des flottes de la Nouvelle Espagne vers 1600, en Revista de Indias, IV, 1943.   Coolhaas, W.Ph., Chronique de l’histoire coloniale: Outre-mer néerlandais, en Revue Historique Col., XLIV, 1957, pp. 311-448.   Coornaert, E., La Compagnie hollandaise des Indes Orientales, en Economie appliquée, julio-diciembre, 1955, pp. 469-486.   Cordier, H., Le gallion de Manille. Grandeur et décadence d’une route de la vie, en Annales…, 1952.   Costa, M. de la, Church and State in the Phillipines during the administration of bishop Salazar, en Hispanic American Historical Rewiew, agosto, 1950, pp. 314-335.   Fernández Duro, C., Cómo han ido civilizándose los japoneses. 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Century documents on Spanish navigation in the Mitchell Library of Sydney, Australia, en Hispanic American Historical Review, XXX, agosto, 1950, pp. 397-399. –, Religious aspects of the Spanish voyages in the Pacific during the sixteenth and early part of the seventeenth, en The Americas, nº3, 1947, pp. 302 ss.   Inconvenientes que, según los padres de la Compañía, se ofrecían para la revocación del breve de Gregorio XIII ‘Ex pastorali officio nostro’ y respuestas dadas por el padre Francisco de Montilla, en Archivo Franciscano Histórico, XVI, pp. 403 ss.   Lejarca, Fidel de, Los archivos españoles y la misionología, en Missionalia Hispanica, nº12, IV, 1947.   Lorente Rodrigáñez, Luis María, El galeón de Manila, en Revista de Indias, V, 1944 (enero-febrero), pp. 105-120.   Mateos, F., Los Loyolas en Amércia. Dos sobrinos de San Ignacio, uno gobernador y otro obispo, en Razón y Fe, CLIV, 1956, pp. 153-176.   Montes, Jerónimo, El Japón y los japoneses descritos por los españoles del siglo XVI, en La Ciudad de Dios, 1904 y 1905, tomos, 65 y 66.   Núñez Ortega, Angel, Noticia histórica de las relaciones políticas y económicas entre México y el Japón durante el siglo XVII, en Archivo Histórico Diplomático Mexicano, nº2, 1923.   Omaechevarría, Ignacio, Dos cartas inéditas del Beato Luis Sotelo, en España Misionera, IV, 1947, pp. 9-28. –, Tres veces la vuelta al mundo, en Boletín de la Real Sociedad Vascongada de Amigos del País, V, San Sebastián, 1949.   Pacheco, Diego, Nagasaqui, la colina de los mártires, en Missionalia Hispanica, XVII, 1960, pp. 361-366.   Pérez, Lorenzo, Cartas y relaciones del Japón, en Archivo Iberoamericano, enero-febrero, 1918. –, Mártires de Japón en el año 1624, en Ibid., enero-febrero, 1924. –, Apostolado y martirio del Beato Luis Sotelo en el Japón, en Ibid., 1924 y 1925.   Retana, W.E., Colección general de documentos relativos a las islas Filipinas existentes en el Archivo de Indias de Sevilla (Informe por—), en Boletín de la Real Academia de la Historia, LXXX, 1922, pp. 51-58.   Robertson, J.A., Bibliography of early Spanish Japanese relations compiled from manuscrits and books in the Philippine Library, Manila-Tokio, 1915. Traslations of the Asiatic Society of Japan, XLIII, París, febrero, 1915.   Rodríguez Moñino, Antonio R., Bibliografía Hispano Oriental. Apuntes para un catálogo de los documentos referentes a las Indias Orientales, China, Japón… de las Colecciones de la Academia de la Historia, en Boletín de la Real Academia de la Historia, 1931, t. 98, pp. 417-475.   Ruíz de Castroviejo, Serafín, Un fraile franciscano mártir en el Japón, fray Vicente de San José Ramírez, en España Misionera, XIII, nº55, 1957.   Sánchez Diana, José María, Relaciones españolas con Extremo Oriente, en Hispania, nº112, 1966, pp. 221-267.   Sanz, Carlos, Primitivas relaciones de España con el Japón, en Boletín de la Real Sociedad Geográfica de Madrid, CII.   Schilling, D., Las misiones de los franciscanos españoles en el Japón, en Il Pensiero Misionario, 1937-1938.   Schütte, J.F., Documentos sobre Japón conservados en la colección Cortes, en Boletín de la Real Academia de la Historia, 147, Madrid, 1960.   Serratos, Ramón de, Los mercedarios en el Japón, en Estudios, XV, nº44, 1959.   Sola, Emilio, Notas sobre el comercio hispano-japonés en los siglos XVI y XVII, en Hispania, Consejo Superior de Invest. Científ., XXXI, 1973. –, Relaciones entre España y Japón durante el gobierno en Filipinas de los gobernadores Ronquillo de Peñalosa y Santiago de Vera; la aparición de un `partido’ castellano-mendicante en Asia en Cuadernos de Investigación Histórica, Fundación Universitaria, 1, Madrid, 1977. –, Relaciones entre España y Japón, 1580-1614. Apéndice documental, en Boletín de la Asociación Española de Orientalistas, XIV, 1978 y XV, 1979. –, Precedentes de las expediciones al Pacífico: Sebastián Vizcaíno en Extremo Oriente, en La ciencia española en Ultramar, Actas de las I Jornadas sobre “España y las expediciones científicas en América y Filipinas”, Madrid, 1991.   Stor y Redondo, Angel, El Japón del siglo XVII visto por un jesuita español, en La Ilustración española y americana, Madrid, 27 de septiembre de 1903.   Willeke Bernward, Chronologische Probleme im Lebem des hl. Pedro Bautista, Erstligsmartyrers in japan, en Franziscanische Studien, 1959, pp. 291-309.   Ybarra y Berge, Javier de, El santo mártir guipuzcoano Martín de la Asunción, en Boletín de la Real Sociedad Vascongada de Amigos del País, IX, nº3, 1953.  

Emilio Sola 11 febrero, 2012 11 febrero, 2012 bibliografía, Filipinas, fuentes, Japón
Historia de un desencuentro: Nota final de 1999

A modo de conclusión, pharm con dedicatoria y envíos finales.          En septiembre de 1598, con una semana de diferencia, morían dos de los monarcas más representativos del planeta, el rey de España Felipe II y Hideyoshi Toyotomi, el unificador del Japón moderno. Si el cuarto centenario del primer acontecimiento se celebró en España con un verdadero desborde conmemorativo, el segundo apenas se recordó. Lo cual es un indicio de la debilidad del orientalismo hispano, aún en pañales a pesar de contar con un pasado espléndido, ya que fue el pionero del orientalismo europeo junto al portugués y el italiano. Este libro sobre las relaciones hispano-japonesas iniciadas en los años de estos dos grandes monarcas pretende ser una pequeña celebración, una mínima puesta a punto de un relato histórico que había sido ensayado aquí y allá, parcialmente, y sobre todo con enfoque misionológico, al menos desde España; o como un mero capítulo de la historia colonial de las islas Filipinas, como sucede en la Historia general de las Filipinas, del jesuita Pablo Pastells, que precede al gran Catálogo… con la documentación del Archivo General de Indias de Sevilla relativa a la presencia española en las islas Filipinas, publicado por Torres Lanzas (Barcelona, 1925-1934). También ocupó un lugar importante en la edición que en 1909 hizo Wenceslao Emilio Retana de los “Sucesos de las islas Filipinas” de Antonio de Morga, pero siempre como un apéndice no fundamental de la historia general narrada. Lo mismo sucede con los 55 vols. de The Philippine Islands (1493-1803) de Enma Helen Blair y Alexander J. Robertson (Cleveland-Ohio, 1903 ss.).        Por mi parte, ya en 1980 publiqué lo que titulé un poco caprichosamente Libro de las maravillas del Oriente Lejano (Madrid, Editora Nacional), básicamente la rica documentación hispana de aquellos sucesos, pero sin narración lineal de los sucedido. Posteriormente, apareció un libro de título esperanzador de Juan Gil, Hidalgos y Samurais. España y Japón en los siglos XVI y XVII, (Madrid, 1991, Alianza edit.), en el que se volvían a publicar la mayoría de los documentos fundamentales, aunque exclusivamente los conservados en el A.G.I. de Sevilla, que convertían el relato de lo sucedido en algo prolijo y desordenado. El capítulo concreto de los viajes de Sebastián Vizcaíno por Japón aparecieron también narrados por W.M. Mathes en Sebatián Vizcaíno y la expansión española en el océano Pacífico, 1580-1630 (México, 1973). Y poco más. Quedaba recurrir al clásico The Christian Century in Japan (Berkeley, 1951) de Charles Ralph Boxer, o al no menos clásico The Manila galeon. Spanish Trade with the Philippines (Nueva York, 1939), de William L. Schurtz, no traducido hasta 1992 (Madrid, Eds. de Cultura Hispánica).        Espero, por todo ello, que este libro cubra un pequeño vacío. Agradezco a la Japan Fundation la ayuda concedida para su edición, así como a tres buenos amigos que me estimularon a la hora de terminar el texto, Kenichi Yamaguchi, Agustín Y. Kondo y Hidehito Higashitani. Asimismo, un envío final a mis antiguos alumnos de la Universidad de Alcalá, en particular a aquel grupo de Historia –Jesús Espliego, Salvador Herrera, Antonio Lera, Oscar Martínez…– que un día intentó estructurar un grupo de orientalistas alcalaínos, así como a la primera promoción de Humanidades, este curso 1998-1999, con el delegado José Luis a la cabeza, a quienes auguro un futuro brillante y estimulador.                                                            Emilio Sola,  Alcalá, mayo de 1999.

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“VIAJE A ORIENTE” 025

III. El harem – II. La vida íntima durante el khamsín…  He aprovechado, generic estudiando y leyendo lo máximo posible*, cialis sale durante las largas jornadas de inactividad que me impuso el tiempo de Khamsín. Desde por la mañana, el aire estaba cargado de polvo y era ardiente. Durante cincuenta días, cada vez que sopla el viento del sur, es imposible salir a la calle antes de las tres de la tarde, momento en que se levanta la brisa que viene del mar. En general, durante estos días, la gente suele permanecer en las habitaciones inferiores revestidas de azulejos o de mármol y refrescadas con chorros de agua; también se puede pasar el día en los baños, en medio de ese tibio rumor que acompaña a los vastos recintos cuya cúpula, salpicada de claraboyas, semeja un cielo estrellado. La mayor parte de estos baños son verdaderos monumentos que podrían servir muy bien de mezquitas o de iglesias. La arquitectura es bizantina, y los baños griegos es posible que hayan proporcionado los primeros modelos. Entre las columnas, sobre las que reposa la bóveda circular, hay pequeñas cabinas de mármol, en donde elegantes fuentes son consagradas a las abluciones frías. Uno se puede aislar o mezclarse con la gente, que no tiene el aspecto enfermizo de nuestras reuniones de bañistas, pues en general está formada por hombres sanos y de bella raza, vestidos a la antigua usanza, con un largo paño de lino. Las siluetas se dibujan vagamente a través de la lechosa bruma que perfora los blancos rayos de luz penetrando a través de la bóveda, y uno creería estar en un paraíso poblado de sombras felices. Sólo el purgatorio le espera a uno en las salas aledañas. Allí están las piletas de agua hirviente en donde el bañista sufre diversos tipos de reconocimiento. Es ahí en donde se precipitan sobre uno esos terribles hombretones, con las manos armadas de guantes de crin, que arrancan de la piel largos rollos moleculares, cuyo espesor asusta y le hace a uno temer que sea usado gradualmente como una vajilla demasiado restañada y aseada. Aunque también se puede sustraer de esas ceremonias y contentarse con el bienestar que procura la atmósfera húmeda de la gran sala de baño. Por un curioso efecto, este calor artificial, desplaza al otro. El fuego terrestre de Ptah combate los ardores demasiado vivos del celeste Horus. ¿Y acaso no habría también que mencionar las delicias del masaje y del encantador reposo que se disfruta sobre esos lechos dispuestos en torno a una galería de balaustradas altas que dominan la sala de entrada a los baños?. El café, los sorbetes, el narghilé, interrumpen o preparan para esa ligera somnolencia meridional, tan querida por los pueblos de Levante. Por lo demás, el viento del sur no sopla continuamente en la época del Khamsín, se interrumpe de pronto durante semanas enteras, y es entonces cuando por fin nos deja literalmente respirar. En ese momento la ciudad retoma su aspecto animado, la muchedumbre se esparce por plazas y jardines; el camino de Choubrah se llena de paseantes; las musulmanas, veladas van a sentarse sobre las tumbas que se encuentran en la umbría, en donde reposan con mirada ensoñadora durante todo el día, rodeadas de niños alegres, y adonde incluso se hacen llevar la comida. Las mujeres de Oriente tienen dos grandes medios de escapar a la soledad de los harems: el cementerio, en donde siempre tienen algún ser querido al que llorar, y el baño público, al que la costumbre obliga a los maridos a dejarlas ir al menos una vez por semana. Este detalle, que ignoraba, ha sido para mí el motivo de algunos quebraderos de cabeza domésticos contra los que debo prevenir al europeo que esté tentado de seguir mi ejemplo. El temor de dejarla un día más entre las mujeres de Abd-el-Kérim había precipitado mi resolución y, diríamos que la primera mirada que lancé sobre ella había sido todopoderosa. Hay algo de muy seductor en una mujer de un país lejano y singular, que habla una lengua desconocida, cuyas costumbres y hábitos chocan ya de por sí a causa de su rareza, y que nada tienen que ver con los detalles vulgares que la cotidianeidad nos enseña con las mujeres de nuestra patria. Yo he experimentado esta fascinación de tipismo local, la escuchaba balbucear, la veía colocar sus abigarradas ropas. Era como un espléndido pájaro enjaulado que yo poseía; pero ¿cuánto podría durar esta sensación?. Me habían prevenido de que si el tratante me engañaba acerca de los méritos de la esclava, existía la posibilidad de devolverla en ocho días y rescindir el contrato. No se me pasó por la imaginación el que un europeo recurriera a una cláusula tan indigna, incluso aunque hubiera sido engañado. A pesar de que descubrí apenado que esta pobre muchacha tenía bajo la cinta roja con la que se ceñía la frente una quemadura grande, casi como un escudo de seis libras a partir del nacimiento del cabello. Se apreciaba en su pecho otra quemadura del mismo tipo, y sobre ambas marcas un tatuaje que representaba como un sol. El mentón también presentaba un tatuaje en forma de punta de lanza, y la nariz, en la aleta izquierda, descubría una perforación para colocarse un anillo. Los cabellos estaban recortados por delante, a partir de las sienes y alrededor de la frente y, salvo la parte quemada, caían hasta las cejas, que una línea negra prolongada servía de unión, según la costumbre. Brazos y pies estaban teñidos de un color naranja. Yo ya sabía que esto era por efecto de la hennah que no dejaba marca alguna al cabo de algunos días. Y ahora…¿qué hacer? ¿Vestir a una mujer oriental a la europea?. Eso habría sido lo más ridículo del mundo. Me esforcé en señalarle que había que dejar el cabello cortado en redondo por delante, lo que pareció extrañarle mucho. La quemadura de la frente y del pecho, y que posiblemente fueran costumbres de su país, ya que no se ve nada parecido en Egipto, podían ocultarse con una joya o cualquier otro adorno, así que no había mucho de lo que lamentarse una vez hecho el examen. * Las numerosas fuentes utilizadas en el “Voyage en Orient”, citadas en el “Carnet” atestiguan que Nerval ha leído mucho durante su estancia en El Cairo: “No he querido, por otra parte, ver cada lugar hasta estar suficientemente documentado por los libros y las memorias” (Carta a su padre, 18 de marzo de 1843) Estuvo inscrito en el Gabinete de lectura de Mme. Bonhomme (ver p. 252) y encontraba igualmente libros en la Societé égyptienne.

Esmeralda de Luis y Martínez 10 febrero, 2012 10 febrero, 2012 Choubrah, Gabinete de lectura de Mme. Bonhomme, khamsín
Viendo 151-160 de 191 documentos