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Herejía y subversión de Jean Duvignaud

Comentario bibliográfico. Herejía y subversión. Ensayos sobre la anomia de Jean Duvignaud La primera edición de Héresie et subversión apareció en 1973 en un marco socioeconómico y cultural bullente para Francia. El mayo del 68 había supuesto la puesta en marcha de mecanismos ideológicos disruptivos como el feminismo, veganismo, socialismo académico, nouveaux philosophes o estructuralismo que carecieron de la fuerza práctica, pues tanto en el Elíseo como en Matignon los representantes del gaullismo siguieron sin detraer su posición desde el encumbramiento de la V República. Jean Duvignaud impartía clases de sociología en la Universidad de París VII en los años setenta. Esta posición profesional le permitió conocer el ambiente y fragor de las nuevas proclamas políticas e ideológicas que revigorizaban los procesos estudiantiles y los movimientos culturales in illo témpore. Esta efervescencia es la que conduce a Duvignaud a preguntarse por el concepto de anomia. En un sentido etimológico, se trata de la negación del nomos, esto es, de la ley positiva o natural. Sin embargo, a un intento de lex artis el profesor parisién ahonda en el pensamiento filosófico francés para colacionar el vocablo desde sus bases. El primero en aproximar al concepto fue Jean-Marie Guyau (1854-1888) que en un impulso por superar la moral predominante a través de la espontaneidad reconoce la anomia como la eliminación de las certidumbres del hombre contemporáneo, a la vez que se opone al concepto de autonomía kantiano. Su obra Esquisse d’une morale sans obligation ni sanction apareció en 1885, años antes que Le suicide (1897) de Émile Durkheim (1858-1917). A pesar de reconocer la herencia de Guyau, es la interpretación de Durkheim la que toma Duvignaud para su obra Herejía y subversión (Icaria, 1990). Para Durkheim cuando la sociedad se desestructura hay unas individualidades que manifiestan una necesidad infinita de no admitir ninguna satisfacción, sin embargo no llega a apreciar la mutación atinente a la anomia. Como les ocurriera a Spencer, Comte, Weber o Dilthey no abordan el momento del cambio, el de la anomia. Duvignaud va a establecer una visión más avanzada del término puesto que no es sólo la ausencia de leyes o el mero tránsito de una sociedad a otra que paulatinamente va cobrando consciencia para una nueva reificación social. Duvignaud principia el debate preguntándose por la escasez de criterios en la nueva sociología que ha pasado a ocuparse de los análisis demoscópicos y datos cuantitativos sin plantearse el origen de las corrientes imaginarias o los comportamientos de crisis y fricciones que presentan las sociedades. A la vez, la pretensión de la sociología, como directora del resto de ciencias positivas comtianas, tiene una búsqueda universalista y, como Popper denunciaría, holística[1]. Para Duvignaud la importancia basilar no reside en la sociedad sino en la individualidad, que es quien experimenta la mutación. La mutación o cambio tiene, según Duvignaud tres acotaciones semánticas en torno a la ruptura radical, transformación política y al cambio económico cuyas consecuencias pueden ser infinitas pero que no se perciben, como el capitalismo, que no podemos identificar el momento de su surgimiento aunque sí reconocer sus consecuencias. Por tanto, nos encontramos en que la anomia se identifica a través de cambios o mutaciones que constituyen elementos fundamentales y esenciales de toda vida colectiva. Las sociedades históricas o acumulativas tienen a la vez individualidades anómicas que no están en continua superación sino que son razón de su desbordamiento. Una vez identificado en las individualidades el carácter de la anomia, Duvignaud pasa a disertar sobre la personalidad anómica que marca sin dudas el núcleo de su obra[2]. El mecanismo social elige a individuos según sus exigencias, es decir, según la conciencia colectiva reconoce individualidades en personajes, bien psicológicamente, bien fisiológicamente  por una habilidad en la guerra, en el deporte o en la estética. Al mismo tiempo existe un sentimiento de desigualdad que genera este mecanismo social y desarrolla un mito o ficción que a través del engrandecimiento marca las diferencias entre los hombres. Por tanto, esta suerte de héroes en las sociedades son individuos que la sociedad ha querido escoger. Ciertamente, el imaginario suscita personalidades anómicas que la realidad social ignora como antagonismo a la conciencia colectiva. Hay una afirmación del «yo» individual frente a la parte social, que tampoco ignora, pues entra en la composición del individuo. Según Duvignaud esta ligazón recíproca ad finem es una afirmación de la discontinuidad en la historia que tanto Darwin, Nietzsche, Marx o Saint-Simon vislumbraron pero bajo diferencias sustanciales. Mientras analiza este corolario encuentra en la historia el objeto por el que se reafirma, entendiéndose la historia como «todos los discursos múltiples del conjunto» (acciones, personas, grupos, contradicciones). Lo va a ejemplificar a través de los diferentes discursos surgidos en la Revolución francesa identificando diez tipologías: el discurso político del poder, el discurso contradictorio del poder establecido, el discurso literario académico, el discurso simbólico independiente, el discurso científico, el discurso religioso, el lenguaje obrero, el lenguaje de la vida privada, el discurso interior y el sub-texto. De todas las categorías lingüísticas, es el sub-texto del más «transconceptual»  al ser un pensamiento implícito que está detrás de los tabúes o proscripciones sociales como son la muerte, el sexo, lo sagrado o el trabajo que la tradición estoica-cristiana ha definido como pecado. La parte teórica de Herejía y subversión se abandona en el momento que comienza a ilustrar las personalidades anómicas que justifican todo lo anterior, especialmente por medio de protagonistas de la cultura e historia francesa. El vacío aterra y todo el mundo busca seguridad, así los lenguajes y apariencias artificiales generan lugares confortables donde sentirse seguros, que es lo que hace la academia oficial, los gobernantes y el comportamiento social en general. Solamente aquellos que rompen la máscara y la sublimación artificiosa son los que habitan en el universo de la violencia, la anomia. El «mundo-discurso» colmado de virtualidades en ocasiones es columbrado por herejes que no pretenden destruir el «mundo-discurso» u orden establecido sino que se destruyen a sí mismos. De esta manera aparecen en la literatura personajes, deuteragonistas o actantes que se mueven en el nihilismo como Julien Sorel de Stendhal en Le rouge et le noir o Lucien de Rubempré de Balzac en La comédie humaine. Estos personajes encuentran su existencia en la no existencia, no se oponen a la sociedad o «mundo-discurso», como hiciese Marx, que se opone al capitalismo, sino que no aceptan el «enriqueceos» de la burguesía, la «defensa de las libertades» de los socialistas y demócratas, el «mantenimiento del orden» de los conservadores o la ambición política. Al no aceptar el orden social, no son revolucionarios, no tienen aspiraciones de cambiarlo o reformarlo[3]. Son para Duvignaud promotores del «cesarismo de barricada», la subversión viva de la anti-sociedad. Estos «césares de barricada» están en la realidad social pero son incompletos, en consecuencia, la novela completa la existencia de estos personajes como «la matriz de una experiencia posible en el seno de la conciencia común» y no como mero reflejo de la realidad. Repasando la historia y literatura con personalidades subversivas, atraviesa a Karl Moore, Hölderlin, Nietzsche y Woyzeck hasta desembocar en el movimiento libertario. A partir de aquí, la obra torna por encontrar en los procesos conflictuales de la historia a personajes anómicos cuyas biografías evidencian la acción violenta, el desarraigo, la sinrazón y el exilio. El primero de ellos es François Nöel Babeuf (1760-1797) que por sus ataques animum felleum a la Revolución y al Código Civil de 1804 será guillotinado. Un carácter renuente al académico oficial es Pierre-Joseph Proudhon (1809-1865), donde es inteligible a través de su formación cómo un intelectual puede serlo sin necesidad de educarse en las estructuras del pensamiento establecido, como hizo en su caso Marx; el ser anómico es autodidacta. Otros de los herejes que seducen a Duvignaud son Bakunin, Stirner, James Guillaume, Kropótkin, Louise Michel, Malatesta, Durruti o Emily Henry. Y en la historia se quedaba para aducir las ficciones de las sociedades minadas de simbología para desviar las miradas como hicieran las sociedades teocráticas con el culto a la muerte, la sociedad urbana con la vida cotidiana o la sociedad tecnológica con la admiración por las formas de energía. Duvignon advierte de que siempre han existido seres anómicos en todas estas sociedades, aunque su identificación pasa por diversas expresiones artísticas en la Antigüedad y en las sociedades precolombinas, así como en individualidades culturales como los goliardos en la Edad Media, cuya independencia o insolencia aterraba a los poderes. Recuerda al Barroco, como un término convertido en mito, ideología, visión del mundo y que para entenderlo debemos separar la realidad conflictiva de lo imaginario o cotidiano. No podemos aceptar el Barroco como una imagen concertada y exclusiva del poder como Roma triumphans o las etiquetas de las monarquías absolutistas porque Barraco también fue el engaño en las decoraciones de monasterios e iglesias en Tepotzotlán, la evitación mediante símbolos de conflictos como la «caverna mágica» del teatro barroco o el espectáculo exaltado y voluptuoso de Venecia. El arte barroco ha preparado una imagen instituida del hombre, tenemos que compararlo con la vida común, no sólo ver estilos y motivos decorativos; el individuo puede anticiparse a la experiencia común, que nadie espera, demostrando su carácter anómico. El relato de Suvignaud tiene la pretensión de focalizar en el ethos de algunas individualidades el origen de la anomia. Sin embargo, cuando cree hallarlo, lo encuentra en los relatos imaginarios y fictivos de la novela o teatro. La anomia que él describe como una «zona de turbulencia» no es más que la dialéctica de las identidades o antinomias, no tienen necesariamente que conducir a sociedades en estado larvario. La única sociedad ex novo analizada es la capitalista, y el temor finisecular por el avance de la tecnología y la globalización hace a Suvignaud  padecer las convulsiones de una contingente anomia. La problematicidad de la anomia que maneja Suvignaud es la pérdida del marco referencial de la moral, todos los nombres que circulan en su obra tienen el mismo patrón, son antimorales en ese marco, pero conservan moralidad. Nos encontramos en lo que Charles Taylor define como la «pérdida de horizonte» o «vaciedad del yo»[4] que se manifiesta en la falta de propósitos en la vida y en pérdidas de autoestima. No es casual que la sociedad contemporánea haya pasado de tener fobias e histerias a tener depresiones en los tiempos modernos, no es por la anomia, sino por la pérdida del marco referencial de la moral. Nuestro «yo» debemos percibirlo como un devenir donde siempre «somos», hemos de percibir nuestra vida como una narración donde las herencias y las condiciones presentes explican el «yo». El marco referencial de la moral aporta valor a nuestras acciones morales, por ello los personajes anómicos no pueden inferirse de una individualidad aséptica y hermética, igualmente que el «yo» no es solitario, como podría evocarse en las vidas anómicas, pues para que exista el lenguaje es necesario una comunidad lingüística. Por otro lado, lo que Suvignaud identifica no es anomia sino antinomia, porque no es la ausencia de la ley moral, sino el conflicto entre dos leyes morales. Las personalidades anómicas que describe son inventadas y, al mismo tiempo, morales. Probablemente, conocedor del concepto no lo utiliza para diferenciarse de las antinomias kantianas (matemáticas y dinámicas) en la Crítica de la razón pura[5]. En su interés por precisar la anomia aparece la mutación como el cambio donde todavía no ha encontrado su forma la sociedad pero se revela al descubrirse los hechos anómicos[6]. No puede dejar de plantearnos cómo identificar anomias fuera de la mutación, si la mutación es constante o no o si la mutación no es más que la vida. Asimismo, utiliza a la cultura como una reconstrucción exterior de la cual nunca sabemos en el hombre común su impacto o solicitud[7]; una definición correcta, que, sin embargo, en la exposición considerativa sobre la anomia es constantemente referida a través de la cultura. La violencia, marginalidad, solitud y nihilismo no son más que sedimentos del pasado que evolucionan y reiteran su comportamiento. Lo que Duvignaud considera actos anómicos no identifican necesariamente una anomia, puesto que no existen las anomias salvo constructos teoréticos reportados por la ficción. Las sociedades que mutan son sociedades sujetas a la dialéctica de la vida, a la mecánica cuántica, a la teoría del caos, no a la degradación y a los surgimientos súbditos en cuyo decurso aparecen patrones nihilistas. En todo cambio, revolucionario o no, siempre hay un elemento de la tradición que permanece, bien lingüístico, biológico o psicológico, bien religioso, consuetudinario o moral. [1] Karl POPPER, La miseria del historicismo, Madrid: Alianza, 1981, pág. 96. [2] Aquí Duvignaud rompe con el método funcional manejado por Durkheim, pues incorpora la individualidad como patrón anómico, mientras que su antepasado francés lo vincula a la sociedad colectiva. No olvidemos que Durkheim inicia una aportación al campo metodológico de la sociología en Francia a través de la investigación de datos que «hace escuela», algo que Duvignaud rechaza de la sociología hodierna. Podríamos decir que se cumple una ironía con Duvignaud como personalidad anómica en la sociología francesa. [3] Durante la Revolución francesa se agitan banderas y proclamas (ápud Delacroix) como en cualquier acontecimiento revolucionario, y no es más que un acto colectivo que los seres anómicos no hacen. [4] Charles TAYLOR, Fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna, Barcelona: Paidós, 1996, pág. 34. [5] Cfr. Immanuel KANT, Crítica de la razón pura, Madrid: Tecnos, 2002 y Moltke S. GRAM, The Trascendental Turn: The Foundations of Kant’s Idealism, Gainesville: University Press of Florida, 1985. [6] Jean DUVIGNAUD, Herejía y subversión. Ensayos sobre la anomia, Barcelona: Icaria, 1990, pág. 67. [7] Ibídem, pág. 110.

Samuel García Sanz 9 octubre, 2014 8 octubre, 2019 Anomia, filosofía, herejía, nihilismo, sociología, subversión
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