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“VIAJE A ORIENTE” 013

II. Las esclavas – III. Los Khowals (cafetines)…Tras haber desayunado en el hotel, ed fui a sentarme al café más bonito de El Mousky. Allí donde vi por vez primera bailar a las Almés en público. Me gustaría situar un poco la escena, ya que en verdad la decoración se halla desprovista de trebolados, columnillas, artesonados de yesería o huevos de avestruz suspendidos del techo: solo en París se encuentran cafetines tan orientales. En lugar de ese panorama, hay que imaginar una miserable estancia cuadrangular, blanqueada con cal, y en la que por todo arabesco hay repetida hasta la saciedad la imagen pintada de un reloj de péndulo colocado en medio de una pradera entre dos cipreses. El resto de la decoración se compone de falsos espejos igualmente pintados, cuya utilidad consiste en reflejar los destellos de unos ramos de palmera cargados de recipientes de vidrio en donde nadan unas lamparillas que, por la noche proporcionan un efecto agradable. Divanes de una madera bastante resistente, están dispuestos en torno al salón y rodeados por una especie de jaulas de palma trenzada, que sirven de taburetes y reposapiés de los fumadores, entre los que, de vez en cuando, se distribuyen  las pequeñas y elegantes tazas que ya he mencionado con anterioridad. Aquí es donde el fellah de blusa azulada, el turbante negro del copto o el beduino de albornoz rayado, toman asiento a lo largo del muro, y ven sin sorprenderse ni desconfiar, cómo el franco se sienta a su lado. Para este último, el KAHWEDJI sabe bien que hay que azucarar la taza, y el paisanaje sonríe ante esta extraña preparación. El horno ocupa uno de los rincones del cafetín y en general, es el adorno más preciado. La rinconera que lo remata, taraceada de loza esmaltada, se recorta en festones y rocallas, y tiene cierto aire de fogón alemán. El hogar está siempre repleto de una multitud de pequeñas cafeteras de cobre rojizo, pues para cada una de estas tazas, grandes como hueveras, hay que hacer hervir una cafetera. Y entre una nube de polvo y el humo del tabaco aparecieron las ALMÉES. Al principio me impresionaron por el destello de los casquetes de oro que adornaban sus cabellos trenzados. Los tacones golpeando el suelo, a la par que los brazos en alto, seguían el ritmo del taconeo, haciendo resonar ajorcas y campanillas. Las caderas se movían en un voluptuoso vaivén; el talle aparecía desnudo o cubierto por una muselina transparente, entre la chaquetilla y el rico cinturón suelto y muy bajo, como el CESTOS de Venus. Apenas, en medio de los veloces giros, podían distinguirse los rasgos de estos personajes seductores, cuyos dedos agitaban pequeños címbalos, del tamaño de las castañuelas, y que se empleaban a fondo con los primitivos sones de la flauta y el tamboril. Había dos especialmente hermosas, de rostro orgulloso, ojos árabes realzados por el kohle, de mejillas plenas y delicadas, ligeramente regordetas; pero la tercera, todo hay que decirlo, traicionaba un sexo menos tierno, con una barba de ocho días; de suerte que un examen más profundo de la situación al terminar la danza, hizo posible que distinguiera mejor los rasgos de las otras dos, y que no tardara en darme cuenta de que nos las teníamos que ver con ALMÉES… varones. ¡Ay, vida oriental! ¡cuántas sorpresas! Y yo, que iba ya a enardecerme imprudentemente con esos seres dudosos; que me disponía a colocarles en la frente algunas piezas de oro, conforme a las más puras tradiciones de Levante… No se me crea pródigo por esto; me apresuro a aclarar que hay piezas de oro llamadas GHAZIS, que van de los 50 céntimos a los 5 francos. Naturalmente es con las más pequeñas con las que se fabrican máscaras de oro a las bailarinas que, tras un gracioso paso, vienen a inclinar su frente húmeda ante cada uno de los espectadores. Mas, para simples bailarines vestidos de mujer, uno puede muy bien privarse de esta ceremonia arrojándoles algunos paras. Francamente, la moral egipcia es algo muy peculiar. Hasta hace pocos años, las bailarinas recorrían libremente la ciudad, animaban las fiestas públicas y hacían las delicias de los casinos y de los cafés. Hoy en día sólo se pueden mostrar en las casas y en las fiestas particulares, y las gentes escrupulosas encuentran mucho más convenientes estas danzas de hombres de rasgos afeminados, largo cabello, cuyos brazos, talle y desnudo cuello parodian tan deplorablemente los atractivos semivelados de las bailarinas. Ya he hablado de éstas, bajo el nombre de ALMÉES cediendo, para ser más claro, al prejuicio europeo. Las bailarinas se llaman GHAWASIES; las ALMÉES son las cantantes; el plural de esta palabra se pronuncia OUALEMS. Y en cuanto a los bailarines, autorizados por la moral musulmana, estos se llaman KHOWALS. Al salir del café, atravesé de nuevo la estrecha calle que conduce al bazar franco, para entrar en el pasaje WAGHORN y llegar al jardín de Rossette. Vendedores de ropa me rodearon, extendiendo ante mis ojos las más ricas vestiduras bordadas, cinturones drapeados en oro, armas con incrustaciones de plata, tarbouches guarnecidos de sedosos flecos a la moda de Constantinopla, artículos sumamente atractivos, que excitan en el hombre un femenino sentimiento de coquetería. Si me hubiera podido mirar en los espejos del café, que no existían ¡vaya por Dios!, más que en pintura, me hubiera permitido el placer de probarme algunos de estos ropajes; pero estoy seguro de que no voy a tardar mucho en vestirme a la oriental. Aunque antes, tengo que intentar sanarme interiormente.

Esmeralda de Luis y Martínez 7 febrero, 2012 7 febrero, 2012 almées, ghawasies, ghazis, Khowals, kohle, oualems
“VIAJE A ORIENTE” 036

IV. Las pirámides – II. La plataforma… Me temo que voy a tener que admitir que ni el mismísimo Napoleón llegó a ver las pirámides más que desde la llanura. Desde luego, look no habría comprometido su dignidad dejándose alzar entre los brazos de cuatro árabes como un simple balón que pasa de mano en mano, advice y estaría obligado a responder desde abajo con un saludo a los “cuarenta siglos” que, sovaldi según su cálculo, le contemplaban a la cabeza de su ejército. Tras haber recorrido con la mirada todo el panorama de alrededor, y leído atentamente estas inscripciones modernas que harán las torturas de los sabios en el futuro, me preparé para descender cuando, un caballero rubio, esbelto, arrebolado y perfectamente enguantado, franqueó, como yo acababa de hacer poco tiempo antes que él, la última grada de la cuádruple escalera y me dirigió un saludo bastante ceremonioso que yo merecía en calidad de ser el primer ocupante. Le tomé por un caballero inglés, y él me situó de inmediato como un francés. Me arrepentí al instante de haberlo juzgado tan a la ligera. Un inglés nunca me habría saludado al encontrarse sobre la plataforma de la pirámide de Keops, un lugar en el que nadie nos podría presentar. “Señor, me dijo el desconocido con un acento ligeramente germánico, me alegra encontrar aquí a alguien civilizado. Yo soy tan solo un oficial de la guardia de SM. el rey de Prusia. He obtenido un permiso para unirme a la expedición de M. Lepsius.[1], y como su esposa ha pasado por aquí hace algunas semanas, estoy obligado a ponerme al día visitando lo que supongo que ella ha debido ver”. Terminado su discurso, me dio su tarjeta de visita, invitándome a ir a verle si alguna vez pasaba por Postdam. “Pero, añadió, viendo que me preparaba para descender, usted sabe que la costumbre es hacer aquí una colación. Estos hombretones que nos rodean esperan compartir nuestras modestas provisiones…y, si usted tiene apetito, le ofreceré una parte del paté que ha traído uno de mis árabes”. Cuando se está de viaje, enseguida se traba conocimiento y, en Egipto sobre todo, en la cúspide de la gran pirámide, todo europeo se convierte para cualquier otro en un FRANCO, es decir, un compatriota; el mapa de nuestra pequeña Europa pierde, tan lejos, sus fronteras divisorias. Hago siempre una excepción para los ingleses, que es como si residieran en una isla aparte. La conversación del prusiano me gustó mucho durante el almuerzo. Llevaba con él cartas con las últimas y más frescas noticias de la expedición de M. Lepsius que, en ese momento, exploraba los alrededores del lago Moeris y las ciudades subterráneas del gran laberinto. Los sabios berlineses habían descubierto ciudades enteras escondidas bajo las arenas y construidas con ladrillos; Pompeyas y Herculanos subterráneas que jamás habían visto la luz, y que posiblemente se remontaban a la época de los trogloditas. No pude dejar de reconocer que era una noble ambición para los eruditos prusianos el haber querido ir tras las huellas de nuestro Instituto de Egipto, del que ellos no podrán más que completar sus admirables trabajos. El almuerzo sobre la pirámide de Keops es, en efecto, forzado por los turistas, como el que se hace de ordinario sobre el capitel de la columna de Pompeyo en Alejandría. Yo estaba feliz de haber encontrado un compañero instruido y amable que me lo hubo recordado. Las pequeñas beduinas habían conservado bastante agua en sus cantarillos de barro poroso, para permitir refrescarnos y después hacer unos “grogs” con una frasca de aguardiente que uno de los árabes llevaba a la zaga del prusiano. Mientras tanto, el sol se había convertido en un disco ardiente como para que pudiéramos quedarnos por más tiempo sobre la plataforma. El aire puro y vivificante que se respira a esa altura nos había permitido durante algún tiempo no darnos cuenta del calor. Ahora había que descender de la plataforma y penetrar en la pirámide, cuya entrada se halla aproximadamente a un tercio de su altura. Nos hicieron descender ciento treinta escalones por el procedimiento inverso al de la subida. Dos de los cuatro árabes nos suspendían de los hombros desde lo alto de cada grada, y nos depositaban en los brazos extendidos de los otros dos compañeros. Hay algo bastante peligroso en esta forma de descender, y más de un viajero se ha partido el cráneo o los huesos. Sin embargo, nosotros llegamos sin accidentes a la entrada de la pirámide. El acceso a la pirámide es una especie de gruta con las paredes de mármol y bóveda triangular, rematada por un enorme y ancho bloque de piedra que constata, gracias a una inscripción en francés, la antigua llegada de nuestros soldados a este monumento: es la tarjeta de visita del ejército de Egipto, esculpida sobre un bloque de mármol de 16 pies de ancho. Mientras yo leía respetuosamente, el oficial prusiano me hizo observar otra inscripción hecha más abajo en jeroglíficos y, cosa rara, grabada hacía muy poco. El conocía el significado de esos jeroglíficos modernos inscritos según el sistema de Champolión. “Esto significa, me dijo, que la expedición científica enviada por el rey de Prusia y dirigida por Lepsius, ha visitado las pirámides de Gizeh, y espera resolver con la misma suerte las otras dificultades de su misión”. Habíamos franqueado la entrada de la gruta: una veintena de árabes barbudos, con los cintos erizados de pistolas y puñales, se levantaban del suelo en donde acababan de dormir la siesta. Uno de nuestros guías, que parecía dirigir a los otros, nos dijo: “¡Vean ustedes lo terribles que son…observen sus pistolas y sus fusiles! –    ¿Quieren robarnos? –    ¡Al contrario! Están aquí para defenderles en caso de que fueran atacados por las hordas del desierto. –    ¡Se decía que habían dejado de existir con la administración de Mohamed-Ali! –    ¡Oh! Todavía queda bastante mala gente por ahí, tras las montañas… En cambio, por un COLONNATE, ustedes serán defendidos por estos fieros y bravos hombres contra todo ataque exterior”. El oficial prusiano inspeccionó las armas, y no pareció muy convencido de su potencia destructiva. En el fondo, para mí sólo se trataba de cinco francos con cincuenta céntimos, o de un tálero y medio para el prusiano. Aceptamos el trato, compartiendo los gastos y haciéndoles la observación de que nosotros no estábamos de acuerdo con esa suposición. “Pasa con frecuencia, dijo el guía, que tribus enemigas invaden esta zona, sobre todo cuando suponen la presencia de ricos extranjeros”. Es cierto que este asunto tenía visos de realidad y que sería una triste situación verse preso y encerrado en el interior de la gran pirámide. La colonnate (piastra de España) entregada a los guardianes nos aseguraba al menos que, en conciencia, ellos no podrían gastarnos esa broma fácil. Pero ¿cómo pensar ni un instante que gente honrada iba a hacernos algo así?. La actividad de sus preparativos, ocho antorchas encendidas en un abrir y cerrar de ojos, la amable atención de hacernos preceder de nuevo por las niñas hidróforas de las que ya he hablado, todo ello, sin duda, era bien tranquilizador. En principio, se trataba de agachar la cabeza y la espalda, y de colocar los pies lo mejor posible sobre dos ranuras de mármol que recorren los dos costados de esta pendiente. Entre ambas ranuras hay una especie de abismo tan ancho como la separación de las piernas, y en donde más vale no caerse. Se avanza pues, paso a paso, lanzando lo mejor posible los pies a derecha e izquierda, un poco sujeto, bien es cierto, por las manos de los porteadores de antorchas, y se va descendiendo, agachado de este modo durante unos ciento cincuenta pasos. A partir de ahí, el peligro de caer en la enorme fisura que apreciaba entre los pies, cesa de golpe y queda reemplazado por el inconveniente de pasar arrastrándose con el vientre boca abajo, bajo una bóveda obstruida en parte por la arena y las cenizas. Los árabes no limpian este pasaje sin que medie otra colonnate, acordada generalmente por las gentes ricas y corpulentas. Cuando uno se ha arrastrado durante algun tiempo bajo esta bóveda baja, a gatas, se entra por una nueva galería, no más alta que la precedente. Al cabo de doscientos pasos, que esta vez se hacen subiendo, se encuentra una especie de cruce cuyo centro es un amplio pozo profundo y sombrío, alrededor del cual hay que girar para ganar la escalera que conduce a la Cámara del Rey. Llegando allí, los árabes disparan sus pistolones y encienden hogueras con ramas para espantar, según ellos, a murciélagos y serpientes. La sala en la que nos encontramos, con una bóveda de cañón, tiene 17 pies de larga y 16 de ancha. Volviendo de nuestra exploración, bastante satisfechos, debimos reposar a la entrada de la gruta de mármol, y preguntamos qué podría significar esa extraña galería por la que acabábamos de ascender, con aquellos dos canales de mármol separados por un abismo, desembocando más lejos en un cruce en medio del que se halla el misterioso pozo del que no habíamos podido ver ni el fondo. El oficial prusiano, haciendo memoria, me propuso una explicación bastante lógica del uso de tal monumento[2]. Nadie, acerca de los misterios de la antigüedad es tan erudito como un alemán. Veamos, según su versión, para qué servía la galería baja dotada de raíles por la que habíamos descendido y después ascendido tan penosamente: “se sentaba en una carreta al hombre que se presentaba para las pruebas de iniciación. La carreta descendía por la fuerte inclinación del camino. Llegada al centro de la pirámide, el iniciado era recibido por los sacerdotes inferiores que le mostraban el pozo animándole a precipitarse en él. Como es natural, el neófito dudaba, lo que era visto como signo de prudencia. Entonces se le aportaba una especie de casco rematado por una lamparilla encendida, y provisto de este ingenio, debía descender con precaución al fondo del pozo, en donde se encontraban, aquí y allá, soportes de hierro sobre los que podía reposar los pies. El iniciado descendía durante largo tiempo, alumbrado un poco por la lámpara que llevaba sobre la cabeza; después, aproximadamente a cien pies de profundidad, encontraba la entrada de una galería cerrada por una reja, que se abría también ante él. Asimismo, aparecían tres hombres con máscaras de bronce imitando la faz de Anubis, el dios perro. No había que asustarse bajo ningún concepto de sus amenazas y había que avanzar hacia delante arrojándoles por tierra. Y así durante una legua, hasta que se llegaba a un espacio de grandes dimensiones, que producía el efecto de un bosque tupido y sombrío. Pero en cuanto se ponía el pie en el paseo principal, todo se iluminaba al instante y producía el efecto de un vasto incendio, que no eran más que fuegos de artificio y sustancias bituminosas entrelazadas entre las ramificaciones de hierro. El neófito debía atravesar el bosque, al precio de algunas quemaduras, lo que por regla general lograba . Más allá, se hallaba un riachuelo que había que atravesar a nado. Apenas había recorrido la mitad, cuando una inmensa agitación de las aguas, determinada por el movimiento de dos ruedas gigantescas, le paraba y le hacía retroceder. Cuando parecía que sus fuerzas le iban a abandonar, veía aparecer ante él una escalera de hierro que parecía debiera salvarle del peligro de perecer en el agua. Ésta era la tercera prueba. A medida que el iniciado ponía un pie en cada escalón, el que acababa de dejar, se desprendía y caía al río. Esta difícil situación se complicaba a causa de un viento espantoso que hacía temblar a la vez a escalera y postulante. Cuando estaba a punto de perder todas sus fuerzas, debía tener la presencia de ánimo suficiente como para atrapar dos anillas de acero que descendían hacia él, y de las que tenía que quedar suspendido por los brazos, hasta que veía abrirse una puerta, a la que llegaba gracias a un violento esfuerzo. Éste era el final de las cuatro pruebas elementales. El iniciado llegaba entonces al templo, daba una vuelta alrededor de la estatua de Isis, y se veía recibido y felicitado por los sacerdotes. [1] Bien acogido por Méhémet-Ali, el egiptólogo K. R. Lepsius, acompañado de sabios y eruditos ingleses y alemanes, residió en Egipto de 1842 a 1846. G.N. se refiere a la esposa de Lepsius que se unió al egiptólogo tras su llegada a Egipto. [2] J. Richer (Nerval et les doctrines ésotériques) y G. Rouger (ed. Crítica, Introducción) han demostrado cuáles son las fuentes en las que se inspiró Nerval para hacer de las pirámides un lugar de iniciación. Una, sobre todo, la famosa novela arqueológica del abad Terrason, SETHOS (1731).

Esmeralda de Luis y Martínez 13 febrero, 2012 13 febrero, 2012 Champolion, colonnate, Isis, la cámara del rey, las pruebas de "iniciación" en la pirámide, Lepsius, oficial prusiano, pirámide de Keops
“VIAJE A ORIENTE” – Las noches de Ramadán

HISTORIA DE LA REINA DE LA MAñANA Y DE SOLIMÁN, ask EL PRÍNCIPE DE LOS GENIOS – X. La entrevista… Solimán recibe en el templo a Adonirám, cialis sale que solicita al rey permiso para licenciarse de su trabajo y partir hacia Fenicia. Solimán sospecha de Adonirám y urde su perdición valiéndose de los traidores Phanor, Amrou y Méthousaël.        Adonirám avanzó lentamente, y con una mirada firme, hasta el trono donde reposaba el rey de Jerusalén. Tras un respetuoso saludo, el artista esperó, como era costumbre, a que Solimán le invitara a hablar.        “Por fin, maestro -le dijo el príncipe-, os habéis dignado, atender a nuestros deseos, y darnos la ocasión de felicitaros por un triunfo… inesperado, y testimoniaros nuestra gratitud. La obra es digna de mi persona, aún más de la vuestra. En cuanto a la recompensa, nunca sería suficientemente espléndida; así que designadla vos mismo: ¿qué deseáis de Solimán?        – Que aceptéis mi dimisión, señor: los trabajos tocan a su fin y se pueden acabar sin mí. Mi destino es recorrer el mundo, me reclama hacia otros cielos, y pongo en vuestras manos de nuevo la autoridad con la que me habíais investido. Mi recompensa es el monumento que dejo y el honor de haber servido de intérprete a los nobles deseos de un rey tan poderoso.        – Vuestra petición nos aflige. Contaba con manteneros entre nosotros con un eminente rango en mi corte.        – Mi carácter, señor, respondería mal a vuestras bondades. Independiente por naturaleza, solitario por vocación, indiferente a los honores para los que no he nacido, sometería con demasiada frecuencia vuestra indulgencia a prueba. Los reyes tienen un humor desigual; la envidia les rodea y les asedia; la fortuna es inconstante: yo ya lo he comprobado más de una vez. Lo que vos llamáis mi triunfo y mi gloria, ¿no ha estado a punto de costarme el honor, e incluso la vida?        – Yo no consideré fracasada vuestra obra hasta el momento en que vos mismo proclamasteis el fatal resultado, ni me jacté nunca de poseer un ascendente superior al vuestro sobre los espíritus del fuego…        – Nadie gobierna a esos espíritus, si es que aún existen. Además, esos misterios pertenecen más al campo del respetable Sadoc que al de un simple artesano. Lo que pasó durante aquella noche terrible, yo lo ignoro: el proceso de la operación confundió todas mis previsiones. Solo que, señor, en esa hora de angustia, esperé en vano vuestro consuelo, vuestro apoyo, y por eso mismo, el día del éxito, menos aún cabía en mis sueños esperar vuestros elogios.         – Maestro, eso es orgullo y resentimiento.        – No, señor, es humildad y sincera equidad. Desde la noche en que vertí la fundición del mar de bronce hasta el día en que la descubrí, mi mérito en nada ganó, ni perdió. Sólo el éxito marcó la única diferencia…, y, como habéis visto, el éxito está en las manos de dios. Adonay os ama; él ha escuchado vuestras plegarias, y soy yo, señor, quien debe felicitaros y clamaros: ¡gracias!        – ¿Quién me librará de la ironía de este hombre? –pensaba Solimán-. ¿Me dejáis, acaso, para llevar a cabo en otros lugares nuevas maravillas? –preguntó-.        – Hasta no hace mucho tiempo, señor, así lo habría jurado. Mundos increíbles se agitaban en mi ardiente cabeza; mis sueños vislumbraban bloques de granito, palacios subterráneos con bosques de columnas, y la duración de nuestros trabajos aquí se me hacía cada vez más pesada. Pero hoy, mi inspiración se ha aplacado, la fatiga me calma, la tranquilidad me sonríe, y me parece que mi carrera ha terminado…”        Solimán creyó adivinar ciertos destellos de ternura que bailaban en torno a las pupilas de Adonirám. Su mirada era seria, su fisonomía melancólica, su voz más penetrante que de costumbre; de suerte que Solimán, turbado, se dijo: Este hombre es muy bello…        “¿Adónde pensáis ir cuando os marchéis de mis estados? –preguntó Solimán con fingida indiferencia-.        – A Tiro, -replicó sin dudar el artista-; se lo he prometido a mi protector, el buen rey Hiram, que os aprecia como a un hermano, y que me dispensa sus bondades paternales. Bajo vuestra autorización, me gustaría llevarle un plano, con una vista elevada del palacio, el templo, el mar de bronce, así como de las dos grandes columnas, Jakin y Booz[1], que adornan la gran puerta del templo.        – Hágase pues conforme a vuestros deseos. Quinientos caballeros os servirán de escolta, y doce camellos transportarán los presentes y tesoros que se os han destinado.        – Es demasiado: Adonirám sólo se llevará su manto. No se trata, señor, de que esté rechazando vuestros dones. Vos sois generoso; el pago es considerable, y mi partida, así, de pronto, dejaría sin recursos a vuestro tesoro, de lo que yo no sacaría ningún provecho. Permitidme que sea totalmente franco: esos bienes que acepto gustoso, los dejaré en depósito en vuestras manos. Cuando los necesite, señor, os lo haré saber.        – En pocas palabras, -dijo Solimán-, el maestro Adonirám tiene la intención de convertirnos en su tributario.”        El artista sonrió y respondió graciosamente:        “Señor, me habéis adivinado el pensamiento.        – Y es posible que se reserve para un día en el que pueda tratar conmigo dictando sus condiciones.”        Adonirám intercambió con el rey una mirada aguda y desafiante.        “Sea lo que sea, -añadió-, yo no osaría solicitar nada que no fuera digno de la magnanimidad de Solimán.        – Creo, -dijo Solimán sopesando el efecto que podían causar sus palabras-, que la reina de Saba tiene algunos proyectos en mente, y se propone emplear vuestro talento…        – Señor, ella no me ha hablado de eso en ningún momento.”        Esa respuesta daba lugar a otras sospechas.        “No obstante, objetó Sadoc, vuestro arte no la ha dejado indiferente. ¿Vais a marcharos sin despediros de ella?        – Despedirme de ella…, – repitió Adonirám, mientras Solimán se percataba de un brillo extraño en sus ojos-; despedirme de ella…        – Esperábamos, -prosiguió el príncipe-, conservaros con nosotros para las próximas fiestas que daremos con motivo de nuestro enlace; ya que como sabéis…”         La frente de Adonirám se cubrió de un rojo intenso, y añadió sin amargura:        “Mi intención es llegar a Fenicia cuanto antes.        – Ya que así lo exigís, maestro, sois libre: acepto vuestra dimisión…        – A partir de la puesta del sol, -objetó el artista-. Aún debo pagar a los obreros, por lo que os ruego, señor, que ordenéis a vuestro intendente Azarías que haga llegar al mostrador colocado al pie de la columna Jakin el dinero necesario. Les pagaré como de costumbre, sin anunciarles mi marcha a fin de evitar el tumulto de las despedidas.        – Sadoc, transmitid esa orden a vuestro hijo Azarías. Una última cuestión: ¿qué pasa con los tres compañeros llamados Phanor, Amrou y Méthousaël?        – Tres pobres ambiciosos, honestos, pero sin talento. Aspiraban al título de maestros y me han presionado para que les diera la palabra-clave, a fin de tener derecho a un salario mayor. Al final, han entrado en razón, y hace bien poco que me ha sorprendido su buen corazón.        – Maestro, está escrito: “teme a la serpiente herida que se repliega.” Debíais conocer mejor a los hombres: esos son vuestros enemigos; son ellos los que con sus malas artes causaron los accidentes que estuvieron a punto de hacer fracasar la fundición del mar de bronce.        – ¿Y vos, señor, cómo lo sabéis?…        – Al creer que todo estaba perdido, pero confiando en vuestro buen hacer, busqué las causas ocultas de la catástrofe, y mientras vagaba entre los distintos grupos de gente, esos tres hombres, creyéndose solos, hablaron.        – Su crimen ha hecho perecer a mucha gente. Tal comportamiento es peligroso; es a vos a quien corresponde decidir su suerte. Ese accidente me costó la vida de un joven al que yo amaba, un hábil artista: Benoni, desde entonces no volvió a aparecer. En fin, señor, la justicia es el privilegio de los reyes.        – A todos les será aplicada. Vivid feliz, maestro Adonirám; Solimán no os olvidará.”        Adonirám, pensativo, parecía indeciso y confuso. De pronto, cediendo a un momento de emoción dijo:        “Pase lo que pase, señor, estad seguro de que siempre os respetaré, de mis piadosos recuerdos, de la nobleza de mi corazón. Y si la sospecha invadiera vuestro espíritu, pensad que, como la mayoría de los humanos, Adonirám no era dueño de sus actos, ¡tenía que cumplir su destino!        – Adiós, maestro… ¡cumplid con vuestro destino!”        Diciendo esto, el rey le tendió una mano sobre la que el artista se inclinó con humildad; aunque sin posar sobre ella sus labios, y Solimán se estremeció.        “¡Bien!, -murmuró Sadoc viendo que Adonirám se alejaba-, ¡Bien!, y ahora ¿qué ordenáis, mi señor?        – El silencio más profundo, padre mío; porque a partir de este momento sólo me fiaré de mí mismo. Entérate de una vez por todas, yo soy el rey. Obedece pues, si no deseas caer en desgracia y cállate, si no quieres perder la vida, eso es lo que has de hacer… Vamos, viejo, no tiembles: el soberano que te hace partícipe de sus secretos para instruirte es un amigo. Haz llamar a esos tres obreros encerrados en el templo; quiero hacerles aún algunas preguntas.”        Amrou y Phanor comparecieron junto con Méthousaël; a sus espaldas, se colocaron los siniestros guardianes mudos con el sable entre las manos.        “He sopesado vuestras palabras, -dijo Solimán en tono severo-, y he visto a Adonirám, mi siervo. ¿Se trata de la justicia o acaso de la envidia?, ¿qué os mueve a ir contra él?, ¿cómo simples obreros se atreven a juzgar de ese modo a su maestro? Si fueseis hombres notables y jefes entre vuestros hermanos, vuestro testimonio sería menos sospechoso. Pero no; vosotros sólo conocéis la avaricia,  ambicionáis el título de maestro; pero no podéis obtenerlo y el resentimiento ha endurecido vuestros corazones.        – Señor, -dijo Méthousaël prosternándose-, queréis ponernos a prueba. Pero, aunque me cueste la vida, yo sostendré que Adonirám es un traidor; y es cierto que yo he conspirado para perderle, pero lo he hecho con el único fin de salvar a Jerusalén de la tiranía de un hombre pérfido que pretendía esclavizar a mi país con sus hordas extranjeras. Mi imprudente franqueza es la mejor garante de mi fidelidad.        – No veo por qué he de dar crédito a hombres despreciables, a esclavos de mis servidores. Pero… la muerte ha dejado vacantes en el cuerpo de los maestros: Adonirám me ha pedido retirarse a descansar, y yo me voy a dedicar, como él, a buscar entre los jefes a gente digna de mi confianza. Esta tarde, después de la paga, solicitadle la iniciación de los maestros; él estará solo… haced que escuche vuestras razones. Solo de ese modo yo conoceré que sois trabajadores eminentes en vuestras artes y bien situados en la estima de vuestros hermanos. Adonirám es sabio: sus decisiones son ley. ¿No ha mostrado hasta ahora que nunca le ha abandonado Dios? ¿acaso ha dejado ver su reprobación ante alguno de esos consejos siniestros, o por alguno de esos terribles golpes?, ¿es que su brazo invisible ha sabido llegar hasta los culpables? ¡Pues bien! Que Jehová os juzgue: si Adonirám os distingue con su favor, eso será para mí la secreta señal de que el cielo se os declara propicio, y yo me cuidaré de Adonirám. En caso contrario, si él os niega el título de maestro, mañana compareceréis ante mí; yo escucharé la acusación y la defensa entre vosotros y él: los ancianos del pueblo darán su veredicto. Id, meditad sobre lo que os he dicho, y que Adonay os ilumine.”        Los tres hombres se pusieron rápidamente de acuerdo con un pensamiento único: “Hay que arrancarle la palabra-clave, dijo Phanor.        – ¡O que muera! –añadió el fenicio Amrou.        – Mejor, ¡que nos diga la palabra-clave de los maestros y después muera!” –gritó Méthousaël.        Sus manos se unieron en un triple juramento.        A punto de franquear el atrio, Solimán, se volvió, y observándoles de lejos, respiró con fuerza y dijo a Sadoc: “Ahora, ¡tiempo para el placer!… vayamos a buscar a la reina.” [1] Acerca de las dos columnas de bronce colocadas en el pórtico del templo, Jakin y Booz, ver Reyes-1, VII, 15-22. Son las mismas columnas que aparecen en los emblemas masónicos. En el capítulo XII, más adelante, también se habla de su importancia en el ritual del templo.

Esmeralda de Luis y Martínez 18 mayo, 2012 18 mayo, 2012 Adoniram, Amrou, Hiram, la guardia muda, las columnas Jakin y Booz, Méthousaël, Phanor, Sadoc, Solimán
“VIAJE A ORIENTE” 022

II. Las esclavas – XII. Abd-el-Kérim… Llegamos a una hermosa mansión, buy cialis sin duda antigua morada de un “kachef” o de un bey mameluco, viagra cuyo vestíbulo se prolongaba en una galería de columnas sobre uno de los lados del patio. Al fondo, se apreciaba un diván de madera provisto de almohadones, en el que reposaba un musulmán de buen aspecto, vestido con cierto rebuscamiento, y que desgranaba descuidadamente su rosario de madera de áloe. Un negro andaba atizando el carbón del narguile, y un escribano copto, sentado a sus pies, servía sin duda, de secretario. “Éste es, me dijo Abdallah, el señor Abd-el-Kérim, el más ilustre mercader de esclavos. Él os puede procurar mujeres hermosas, sólo si le apetece, ya que al ser hombre rico, con frecuencia las guarda para él”. Abd-el-Kérim me hizo una graciosa señal con la cabeza, llevándose la mano al pecho, y me dijo “saba-el-kher”. Respondí a su saludo con una fórmula árabe análoga, pero con un acento que le descubrió mi origen. Me invitó a sentarme a su lado, e hizo que me sirviesen un narguile y un café. “El veros conmigo, me dijo Abdallah, hace que tenga una buena opinión acerca vuestra. Le voy a decir que acabáis de estableceros en el país y que os disponéis a montar ricamente vuestra mansión”. Las palabras de Abdallah parece que impresionaron favorablemente a Abd-el-Kérim, que me dirigió unas cuantas palabras de cortesía en un mal italiano. El porte fino y distinguido, la mirada penetrante y las graciosas maneras de Abd-el-Kérim convertía en algo natural el que hiciera los honores de su palacio; un palacio dedicado a tan triste comercio.  Poseía las peculiares formas de afabilidad de un príncipe y la despiadada resolución de un pirata. Debía domeñar a las esclavas con esa expresión inmóvil de sus ojos melancólicos, y al abandonarlas, incluso haciéndolas sufrir, se quedaban con la tristeza de no tenerlo más como amo y señor. Es evidente, me decía, que la mujer que me sea vendida aquí ya habrá sido tomada por Abd-el-Kérim. Me daba lo mismo. Poseía tal fascinación su mirada, que comprendí al punto lo imposible de no hacer negocios con él. El patio cuadrado, en el que se paseaban un buen número de nubias y abisinias, ofrecía por doquier arcadas y galerías en la parte alta de una elegante arquitectura. Amplias mashrabeyas (celosías) de madera torneada, se asomaban a un vestíbulo de la escalinata, decorada con arcos de herradura, por la que se ascendía a las habitaciones de las esclavas más bellas. Ya habían entrado muchos compradores que examinaban a los negros más o menos oscuros en el patio. Se les obligaba a caminar, se les golpeaba la espalda y el pecho, y se les obligaba a mostrar la lengua. Tan solo uno de aquellos jóvenes vestidos con una túnica de franjas azules y amarillas, con el cabello trenzado y deslizándose liso, como un tocado medieval, llevaba en el brazo unas pesadas cadenas que hacía resonar caminando con un paso fiero. Era un abisinio de la nación de los GALLA, cautivado, sin duda en alguna escaramuza. Alrededor del patio había numerosas salas en la parte baja, habitadas por negras como las que ya había visto en otras ocasiones; despreocupadas e indolentes la mayor parte, riendo por cualquier cosa. En cambio, una mujer vestida con un manto amarillo, lloraba ocultando su rostro contra una columna del vestíbulo. La tierna serenidad del cielo y las luminosas filigranas que trazaban los rayos del sol en el patio, protestaban en vano contra esta elocuente desesperación. Yo me sentía con el corazón acongojado. Pero por detrás de la columna, y aunque su rostro estaba oculto, vi que esta mujer era casi blanca. Un niño pequeño se apretujaba contra ella, medio envuelto en su manto. Se haga lo que se haga para aceptar la vida oriental, uno termina por sentirse francés y… sensible en momentos como esos. Por un instante pensé en comprarla si podía, y darle la libertad. “No se fije en ella, me dijo Abdallah, esa mujer es la esclava de un efendi que para castigarla por una falta que ha cometido, la ha enviado al mercado en donde van a simular que la venden con su hijo. Cuando haya pasado aquí algunas horas, su amo vendrá a buscarla y sin duda la perdonará.” Así que la única esclava que allí lloraba lo hacía por el hecho de perder a su amo, y las otras, no parecían inquietarse por nada que no fuera pasar demasiado tiempo sin encontrar uno. Esto es algo que dice mucho a favor del carácter de los musulmanes. ¡Compárese esta suerte a la de los esclavos en los países americanos!. Bien es cierto que en Egipto tan solo el fellah trabaja la tierra. Se procura cuidar la salud del esclavo, que cuesta caro, y no se le ocupa más que en servicios domésticos. Ésta es la inmensa diferencia que existe entre el esclavo de los países turcos y el de los cristianos.

Esmeralda de Luis y Martínez 10 febrero, 2012 10 febrero, 2012 Abd-el-Kérim, Kachef, nación de los Galla.
“VIAJE A ORIENTE” 041

V. La embarcación – III. El Muth?hir (el circunciso)… Al descender en la orilla, decease me di cuenta de que simplemente acabábamos de desembarcar en el Choubrah; los jardines del Pachá, con los arriates de mirto que decoran la entrada, estaban ante nosotros. Un amasijo de casas humildes, hechas de adobe, se extendían a nuestra izquierda, a ambos lados de la avenida. El café que había adivinado antes bordeaba el río, y la casa vecina era la del raïs, que nos rogó que entráramos. Desde luego que merecía la pena, me dije, pasar todo el día en el Nilo, salvo por un pequeño detalle, ¡aquí estamos tan solo a una milla de El Cairo!, y lo que en realidad me hubiera apetecido era volver y pasar la tarde leyendo la prensa en donde madame Bonhomme. Pero el raïs ya nos había conducido ante su casa y estaba claro que allí se celebraba una fiesta a la que había que asistir. En efecto, los cantos que habíamos escuchado partían de allí. Una muchedumbre de tez curtida, mezclada con auténticos negros, parecían librarse a la alegría. El raïs, al que entendía de una manera bastante imperfecta su dialecto franco, salpimentado con el árabe, por fin consiguió hacerme comprender que aquello era una celebración familiar en honor de la circuncisión de su hijo. Entonces capté el porqué habíamos recorrido tan poco camino. La ceremonia se había llevado a cabo el día antes en la mezquita, y nosotros llegábamos tan solo al segundo día de alborozos. Las fiestas familiares, incluso las de los egipcios más humildes, son fiestas públicas, y la calle estaba llena de gente. Una treintena de compañeros de escuela del joven circunciso (mutahir) llenaba una sala de la parte baja; las mujeres, parientes o amigas de la esposa del raïs, hacían corrillo en la habitación del fondo, y nosotros, nos detuvimos cerca de esa puerta. El raïs indicó desde lejos a la esclava que me seguía, un lugar cercano a su esposa, y ésta se fue sin titubear a sentarse sobre la alfombra de la KHANOUN (dama) tras hacer los saludos al uso. Se comenzaron a distribuir café y pipas, y unos nubios empezaron a danzar al son de los TARABOUKS* (tambores de barro cocido) que numerosas mujeres sostenían con una mano y golpeaban con la otra. La familia del raïs era demasiado pobre sin duda para tener “lamées blancas”; pero los nubios danzaban por gusto y para su propio placer. El LOTI o corifeo hacía las bufonadas habituales guiando el paso de cuatro mujeres que se dedicaban a dar los saltos enloquecidos que ya he descrito, y que sólo cambia en razón, más o menos, del ardor de los ejecutantes. Durante uno de los intervalos de la música y las danzas, el raïs me había colocado cerca de un vejete que me dijo era su padre. Ese buen hombre, al saber cuál era mi país, me acogió con una palabra totalmente francesa, pero que con su pronunciación se convertía en algo cómico. Era todo lo que había conservado de la lengua de los vencedores del 98 (1798?) Yo le respondí gritando “¡Napoleón!” Y no pareció que me comprendiera. Eso me extrañó; pero caí bien pronto en la cuenta de que ese nombre databa tan sólo de la época imperial. “¿Ha conocido usted a Bonaparte” le dije en árabe. Echó la cabeza hacia atrás, como en una ensoñación llena de solemnidad, y se puso a cantar a pleno pulmón:             ¡Ya salam, Bounabarteh!             ¡Salut à toi! ¡ô Bounabarteh! Yo no pude evitar que se me saltaran las lágrimas al escuchar a aquel anciano repetir el viejo canto de los egipcios en honor de aquel al que llamaban el sultán KÉBIR*. Le pedí que lo cantara todo entero, pero su memoria sólo había retenido unos pocos versos. “Tú nos has hecho suspirar por tu ausencia, ¡oh! general que tomas el café con azúcar ¡tú, que con el sable has golpeado a los Turcos! ¡Salud a ti! ¡Oh, tú, el de hermosos cabellos! Desde el día que entraste en El Cairo Esta ciudad brilla con el resplandor de una lámpara de cristal. ¡Salud a ti!” Mientras tanto, el raïs, indiferente a esos recuerdos, había ido junto a los niños, porque al parecer todo estaba preparado para una nueva ceremonia. En efecto, los niños no tardaron en alinearse en dos filas, y el resto de la gente reunida en la casa se levantó, ya que se trataba de mostrar al niño por toda la aldea, y que ya había paseado el día antes por El Cairo. Trajeron un caballo ricamente enjaezado, y el pequeño, que tendría unos siete años, vestido y adornado como una mujer (probablemente todo de prestado) fue izado sobre la silla, donde dos de sus familiares le sostenían por cada lado. Estaba orgulloso como un emperador, y llevaba, conforme al uso, un pañuelo sobre la boca. No me atrevía a mirarle demasiado atentamente, porque sabía que la gente de Oriente temen en esos casos al “mal de ojo”, pero me fijé en todos los detalles del cortejo, que nunca había podido distinguir bien en El Cairo, en donde esas procesiones de Muth?hirs apenas difieren de las de las bodas. En ésta no había bufones desnudos, simulando combates con lanzas y escudos; pero algunos nubios subidos en zancos, se perseguían con largos bastones: esto era para atraer a la muchedumbre; después, los músicos abrían la marcha, luego los niños, ataviados con sus mejores galas y guiados por cinco o seis faquires o santones, que cantaban moals** religiosos; después venía el niño a caballo, rodeado de sus parientes, y, por último, las mujeres de la familia, entre las que marchaban las bailarinas sin velo que, en cada parada, retomaban sus voluptuosas contorsiones. No faltaban ni los que llevaban las bacinillas perfumadas, ni los niños que sacuden  los kumkan, frascos de agua de rosas con las que se rocía a los espectadores. Pero el personaje más importante del cortejo era sin lugar a dudas, el barbero, que llevaba en la mano el misterioso instrumento, que el pobre niño tendría que probar, mientras su ayudante agitaba en el extremo de una lanza, una especie de enseña cargada con los atributos de su oficio. Delante del MUTAHIR estaba uno de sus camaradas, llevando atada al cuello la pizarra de escribir, decorada por el maestro de escuela con artísticas caligrafías. Tras el caballo, una mujer lanzaba sal continuamente para conjurar a los malos espíritus. El cortejo lo cerraban las mujeres contratadas, que sirven de plañideras en los entierros y que acompañan las ceremonias de las bodas y las circuncisiones con el mismo tipo de OLOULOULOU! Cuya tradición se pierde en lo más remoto de los tiempos. Mientras el cortejo recorría las calles poco concurridas de Choubrah, yo me quedé con el abuelo del MUTAHIR, y con infinitas dificultades para impedir que la esclava siguiera a las otras mujeres. Tuve que emplear el MAFISCH, todopoderoso de los egipcios, para prohibirle lo que ella consideraba un deber religioso y de cortesía. Los negros preparaban las mesas y decoraban la sala con hojas de palma. Mientras tanto, yo intentaba sonsacar al viejo algunos fragmentos de recuerdos haciendo resonar en sus orejas, con el poco árabe que yo sabía, los gloriosos nombres de Cléber y de Menou. Sólo recordaba al coronel Barthélemy, antiguo jefe de policía de El Cairo, que dejó grandes recuerdos entre la población, a causa de su notable estatura y del magnífico atuendo que llevaba. Barthélemy ha inspirado canciones de amor guardadas no sólo en la memoria de las mujeres: “Mi bien amado lleva un sombrero bordado nudos y rosetas adornan su cintura Quise abrazarle, pero me dijo: aspetta ¡Oh! Qué dulce es cuando habla italiano ¡Dios guarde al de los ojos de gacela! ¡Qué hermoso eres, Fart-el-Roumy (Barthélemy) cuando proclamas la paz pública con un firman en la mano!” * Tarabouks o Darboukas son tamboriles de barro cocido y decorado, rematados por una piel de oveja tensa atada a la boca de la vasija. * El Grán Sultán. ** Poema en estrofas que se canta.

Esmeralda de Luis y Martínez 17 febrero, 2012 17 febrero, 2012 Barthélemy, Cléber, el loti, el mutahir, el sultan kébir, Khanoun, kumkan, Menou, moals, Napoleón Bonaparte, raïs, tarabouks
AL-YÁMI’.- Jarabes y electuarios – 002

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Esmeralda de Luis y Martínez 2 septiembre, 2012 2 septiembre, 2012 insuficiencia hepática y gástrica, jarabe 2, obstrucciones, ventosidades
“VIAJE A ORIENTE” 008

I. Las bodas coptas – VII. Una mansión peligrosa… Las damas han desaparecido por alguna escalera sombría de la entrada. Me vuelvo con la firme intención de ganar la puerta, there pero un esclavo abisinio, patient enorme y fornido está bloqueándola. Busco una palabra para convencerle de que me he equivocado de casa y que creía haber llegado a la mía; pero la palabra tayeb, rx por muy universal que sea, no me parecía suficiente para expresar todo ese discurso. Mientras tanto, se oyó un estruendo en el interior de la casa, y unos caballerizos extrañados salieron del interior de los establos; bonetes rojos se dejan ver en las ventanas del primer piso, y un turco de lo más majestuoso avanza desde el fondo de la galería principal. En momentos así, lo peor es quedarse callado, pues considero que muchos musulmanes comprenden la lengua franca, que en el fondo no es sino una mezcla de todo tipo de palabras meridionales, empleadas al azar hasta hacerse entender. Es la lengua de los turcos de Molière. De modo que reuní todo lo que podía saber de italiano, español, provenzal y griego, y compuse con todo ello un discurso bastante capcioso. A fin de cuentas, me dije a mi mismo, mis intenciones son puras, y al menos, una de las mujeres podría ser su hija, o su hermana; así que en el peor de los casos, la tomo en matrimonio y me pongo el turbante. En esta vida, ya se sabe, hay cosas que no se pueden evitar, y yo creo en el destino. Además, ese turco tenía pinta de ser un buen tipo, y su aspecto, bien alimentado, no parecía sintomático de crueldad. Me guiñó el ojo con cierta malicia al verme acumular los sustantivos más barrocos que se hubieran jamas oído en los puertos del Levante, y me dijo, tendiendo hacia mí una mano regordeta y cargada de anillos: –  Mi querido señor, haga el favor de entrar por aquí; hablaremos más cómodamente. ¡Vaya sorpresa!, este bravo turco era un francés como yo!. Entramos en una hermosa sala cuyas ventanas se recortaban sobre los jardines, y nos acomodamos en un rico diván. Trajeron café y unas pipas. Charlamos. Expliqué lo mejor que pude cómo había llegado hasta su casa, creyendo haber tomado uno de los numerosos pasajes que atraviesan El Cairo por medio de los principales bloques de casas; pero comprendí por su sonrisa que mis bellas desconocidas habían tenido tiempo de traicionarme; lo cual no impidió que nuestra conversación tomara al poco tiempo  un cariz más íntimo. En un país turco rápidamente se traba conocimiento entre compatriotas. Mi huesped quiso invitarme a su mesa, y, cuando llegó la hora, vi entrar a dos hermosas señoras, una era su mujer, y la otra, la hermana de su esposa. Se trataba de mis dos queridas desconocidas del bazar de los circasianos, y las dos, ¡francesas!…¡para colmo de mi humillación!. Se me había rebelado la ciudad ante mi pretensión de recorrerla sin la obligada compañía de un trujimán y un asno. Se divirtieron narrando mi asidua persecución de las dos enigmáticas enmascaradas, que evidentemente sólo dejaban entrever muy poco de lo que había dentro, y que igual podía haberse tratado de unas viejas o unas negras. Estas damas no tenían ni la más mínima idea de que la elección había sido totalmente al azar, y ninguno de sus encantos había estado en juego, pues hay que reconocer que la habbarah negra, menos atractiva que el velo de las sencillas muchachas campesinas, convierte a cualquier mujer en un paquete sin formas, y, cuando el viento lo hincha, les da el aspecto de un globo a medio inflar.  Tras la cena, servida enteramente a la francesa, me hicieron entrar en un salón aún más rico, de paredes resvestidas de porcelana pintada y un elaborado artesonado de cedro esculpido. Una fuente de mármol arrojaba en el centro sus menudos chorrillos de agua; tapices y cristal de Venecia completaban el ideal del lujo árabe. Pero la sorpresa que me esparaba allí concentró muy pronto toda mi atención. En torno a una mesa oval había ocho jovencitas que realizaban diversas labores. Se levantaron, me saludaron, y las dos más jóvenes vinieron a besarme la mano, ceremonia a la que yo sabía que no se podía renunciar en El Cairo. Lo que más me admiraba de esta seductora aparición  es que el color de estas muchachas, vestidas a la oriental, variaba del muy moreno al oliváceo, y llegaba, en la última, al chocolate más oscuro. Habría sido una inconveniencia haber citado ante la más blanca el verso de Goethe: “¿Conoces tú la tierra en donde maduran los limones…?”107  Todas ellas podían pasar por bellezas de razas mestizas. La señora de la casa y su hermana se habían sentado en el diván ante mi escandalosa admiración, y las dos niñas nos trajeron licores y café. Me daba cuenta del gran honor que me hacía mi huesped al introducirme en su harem, pero yo me decía para mi coleto que un francés nunca sería un buen turco, y que el orgullo de mostrar a sus amantes o a sus esposas debía dominar siempre por encima del miedo a exponerlas a las seducciones. Una vez más me equivoqué sobre este extremo. Aquellas encantadoras flores de diversos colores no eran sus mujeres, sino sus hijas. Mi huesped pertenecía a esa generación de militares que dedicó su existencia al servicio de Napoleón, y antes que reconocerse hijos de la Restauración, muchos de estos valientes se marcharon a ofrecer sus servicios a los soberanos de Oriente. La India y Egipto acogieron a buena parte de ellos, y aún se podían encontrar en ambos países hermosos vestigios de la gloria francesa. Unos cuantos adoptaron la religión y costumbres de los pueblos que les acogieron. ¿Censurarles?. La mayoría, nacidos durante la Revolución, no habían conocido otro culto que el de los Theofilántropos o el de las logias masónicas. El mahometismo, visto desde el país donde impera, posee grandezas que impresionan al espíritu más escéptico. Mi huesped se había dejado, aún joven, arrastrar por las seducciones de una nueva patria. Había obtenido el grado de Bey por su talento y por sus servicios; y su serrallo había sido reclutado, en parte, entre las bellezas del Sennaar de Abisinia, de la misma Arabia, pues él había contribuído a librar los Santos Lugares del yugo de los musulmanes sectarios 108. Más tarde, ya entrado en años, las ideas de Europa volvieron a su mente: se casó con una educada hija de cónsul, y, tal y como hizo el grán Solimán al casarse con Roxelanne 109, dio vacaciones a todo su serrallo, aunque las hijas se quedaron con él. Y esas eran las muchachas que yo estaba viendo allí; pues los chicos estaban estudiando en escuelas militares. En medio de tantas jovencitas casaderas, sentía que la hospitalidad que se me ofrecía en esta casa presentaba ciertas características peligrosas, y no me atreví a exponer demasiado mi situación real, antes de obtener una información más amplia. Me devolvieron a mi casa por la tarde, y he conservado de toda esta aventura un recuerdo divertido110…ya que en realidad no habría merecido la pena venir al Cairo para emparentarme con una familia francesa. Al día siguiente, Abdallah vino a pedirme permiso para acompañar a unos ingleses hasta Suez. Sería una semana, y no quise privarle de este lucrativo viaje. Supuse que no debía de estar muy satisfecho con mi conducta del día anterior. Un viajero que pasa de trujimán durante toda una jornada, que vaga a pie por las calles de El Cairo, y que después cena ni se sabe dónde, corre el riesgo de pasar por un tipo bastante falaz. De todos modos, Abdallah me presentó a Ibrahim para sustituirle, un barbarín amigo suyo. El barbarín (aquí es el nombre que se le da a los criados ordinarios) no sabe más que un poco de patois maltés.   107 – “Kennst du das Land, wo die Zitronem blühn…?”. Canción de Mignon en LES ANNÉES D’APPRENTISSAGE DE WILHELM MEISTER. 108 – Sin duda, los WAHABÍES, sometidos por Ibrahim en 1818. Ver n.72*. 109 – La Sultana Roxelanne, de origen italiano o ruso, fue la favorita del Sultán Solimán el Magnífico. 110 – En una carta a su padre, fechada el 18 de marzo de 1843, Nerval menciona a este personaje, como el ingeniero Linant de Bellefonds, contratista de numerosas obras para Méhémet-Ali (G.R.) * – Casamentera (EDL)

Esmeralda de Luis y Martínez 29 enero, 2012 29 enero, 2012 barbarín, Roxelanne, Sennaar de Abisinia, Solimán
“VIAJE A ORIENTE” 029

III. El harem – VI. La isla de Roddah… El Cónsul General me había invitado a hacer una excursión a los alrededores del Cairo. No era esa una oferta como para dejarla pasar, there los cónsules gozan de una serie de privilegios y de facilidades enormes para poder visitar todo cómodamente. Además, tenía la ventaja en este paseo de poder disponer de un coche europeo, cosa rara en Levante. Un coche en El Cairo era un lujo y casi más bien un adorno, dado que es imposible servirse de él para circular por la ciudad. Solo los soberanos y sus representantes tendrían el derecho de aplastar a hombres y perros por las calles, siempre que su estrechura y tortuoso trazado se lo hubieran permitido. Pero hasta el propio Pachá está obligado a circular pegado a las puertas, y no puede utilizar el coche más que para que lo trasladen a sus diversas casas de campo. Así que nada resulta tan curioso como ver un “coupé” o el último grito de París o de Londres en calesas conducido por un chófer con turbante; un látigo en una mano y su larga pipa de cerezo en la otra. Así que un día recibí la visita de un ujier del consulado, que golpeó a mi puerta con su gruesa caña de empuñadura de plata lo que me hizo más honorable a los ojos de los vecinos del barrio. Me comunicó que se me esperaba en el Consulado para la excursión convenida. Teníamos que salir al día siguiente al despuntar el alba, pero lo que el cónsul ignoraba era que desde su invitación mi residencia de soltero se había convertido en un hogar, y yo me comencé a preguntar qué podría hacer con mi amable compañía durante un día entero de ausencia. Llevarla conmigo habría sido cometer una indiscreción. Dejarla a solas con el cocinero y el portero era ir contra la más mínima de las prudencias. Todo esto me estaba contrariando muchísimo. En fin, comencé a pensar que o bien me resolvía a comprar eunucos, o a confiársela a alguien. La hice montar sobre un burro, y nos detuvimos enseguida ante la tienda de M. Jean. Pregunté al viejo mameluco si no conocía alguna familia honesta a la que pudiera confiar a la esclava por un día. M. Jean, hombre de recursos, me indicó la dirección de un viejo copto, llamado Mansour, que habiendo servido durante muchos años en el ejército francés, era digno de total confianza. Mansour había sido mameluco al igual que M. Jean, pero de los mamelucos del ejército francés. Estos últimos, como me explicó, se componían principalmente de coptos que, tras la retirada de la expedición de Egipto, habían seguido a nuestros soldados. Pero el pobre Mansour, como muchos de sus camaradas, fue arrojado al agua por el populacho al llegar a Marsella, a causa de haber apoyado al partido del emperador al regreso de los Borbones. Aunque, como un auténtico hijo del Nilo, consiguió salvarse a nado y ganar otro punto de la costa. Nos fuimos a casa de aquel buen hombre, que vivía con su mujer en una casa espaciosa pero medio en ruinas. Los techos se venían abajo con grave amenaza para las cabezas de sus ocupantes. La marquetería  desencajada de las ventanas se abría por todas partes como una cortina desgarrada. Restos de muebles y de harapos cubrían la antigua morada, en donde el polvo y el sol causaban una impresión tan melancólica como la que pueden producir la lluvia y el barro penetrantes en los más pobres reductos de nuestras ciudades. Se me encogió el corazón al pensar que la mayor parte de la población de El Cairo habitaba de ese modo en casas que hasta las ratas habían abandonado como poco seguras. Ni por un instante se me pasó la idea de dejar allí a la esclava, pero rogué al viejo copto y a su mujer que vinieran a mi casa. Les prometí tomarles a mi servicio; despediría a uno de mis sirvientes actuales. Por lo demás, una piastra y media, o cuarenta céntimos por cabeza y día, tampoco eran una gran prodigalidad. Una vez asegurada mi tranquilidad oponiendo, como los hábiles tiranos, una nación fiel a dos dudosos pueblos que habían podido aliarse en mi contra, no vi ninguna dificultad para irme a casa del cónsul. Su coche estaba esperando a la puerta, atiborrado de viandas, con dos janisarios (guardias de a caballo) para acompañarnos. Venía con nosotros, además del secretario de la legación diplomática, un personaje de severo aspecto vestido a la oriental, llamado cheikh Aboud Khaled, que el cónsul había invitado para que nos ilustrara con sus explicaciones. Hablaba italiano con fluidez y pasaba por ser un poeta de los más elegantes e instruidos en literatura árabe. “Es, me dijo el cónsul, un hombre anclado en el pasado. La reforma1 le resulta odiosa, a pesar de que es difícil encontrar un espíritu más tolerante que el suyo. Pertenece a esa generación de filósofos árabes, podría decirse que volterianos, que en particular en Egipto, no fue hostil a la dominación francesa”. Le pregunté al cheikh si además de él había otros muchos poetas en El Cairo. “¡Qué le vamos a hacer!, repuso, ya no vivimos en aquellos tiempos en los que por un hermoso poema el soberano ordenaba llenar de cequíes la boca del poeta, tantos como pudiera contener. Hoy en día somos bocas inútiles. ¿Para qué serviría la poesía sino para entretener al populacho de las calles?. –          Y ¿por qué –dije- no podría ser el mismo pueblo un soberano generoso? –          Es demasiado pobre, respondió el cheikh, y además su ignorancia es tal, que sólo aprecia los romances esbozados sin arte y sin preocuparse por la pureza del estilo. Basta con entretener a los parroquianos de un café con aventuras sangrientas o espeluznantes. Después, en el punto más interesante, el narrador se detiene y dice que no continuará la historia si no se le da cierta suma de dinero; pero deja el desenlace para el día siguiente, y así puede continuar durante semanas. –          ¡Pero hombre! Le repuse, si es lo mismo que nos pasa a nosotros. –        Los ilustres poemas de Antar y Abou Zeyd2, prosiguió el cheikh ya no los quiere escuchar nadie, más que en las festividades religiosas, y eso por la fuerza de la costumbre. Y ni siquiera estoy seguro de que muchos de los que escuchan comprendan su belleza. La gente de nuestro tiempo apenas sabe leer. ¿Quién podría creer que los sabios más prestigiosos, de los que dominan hoy el árabe clásico, son en la actualidad los franceses?. –          Se refiere al doctor Perron3 y al Sr. Fresuel, el cónsul de Jeddah. Pero añadí, volviéndome hacia el cheikh, muchos de sus santos ulemas de blanca barba ¿no se pasan todo el tiempo en las bibliotecas de las mezquitas?. –          ¿Acaso es sabiduría, dijo el cheikh, pasarse toda la vida, fumando un narguile y leyendo un pequeño número de los mismos libros con el pretexto de que no hay nada más hermoso y que la doctrina es superior a todas las cosas?. Más vale que renunciemos a nuestro glorioso pasado y abramos nuestros espíritus a la ciencia de los francos…a pesar de que ellos lo han aprendido todo de nosotros!”. Habíamos dejado la parte vieja de la ciudad; a la derecha el Boulac y las graciosas villas que lo rodean, y seguimos por una avenida amplia y umbrosa, trazada en medio de los cultivos, perteneciente a Ibrahim4. El virrey que hizo plantar palmeras datileras, moreras e higueras del faraón en lo que fuera un páramo estéril en otros tiempos, y que hoy día se ha convertido en un hermoso jardín. Grandes edificios, usados como almacenes, ocupan el centro de estos cultivos a poca distancia del Nilo. Una vez que los hubimos dejado atrás, y torciendo a la derecha, nos encontramos ante una arquería por la que se desciende al río para dirigirse a la isla de Roddah5. El brazo del Nilo se asemeja en este lugar a un riachuelo que discurre entre quioscos y jardines. Frondosos cañaverales bordean el río, y la tradición señala este punto como el lugar en el que la hija del faraón encontró la cesta de Moisés. Volviendo hacia el sur, se divisa a la derecha, el puerto del viejo Cairo; a la izquierda, los edificios del mekkias o nilómetro6, mezclados con los minaretes y las cúpulas, que forman la punta de la isla. Esta parte de la isla no es tan sólo una deliciosa residencia principesca, también se ha convertido, gracias a los cuidados de Ibrahim, en el Jardín Botánico de El Cairo. Se diría que funciona justo al contrario que el nuestro. En lugar de concentrar el calor con los invernaderos, había que crear aquí las lluvias, el frío y la humedad artificiales para conservar las plantas de nuestra Europa. El hecho es que, de todos nuestros árboles, hasta ahora sólo se ha podido mantener un pobre y escuálido roble, que ni siquiera da bellotas. Ibrahim ha sido más afortunado en el cultivo de plantas de la India. Es una vegetación totalmente distinta a la de Egipto, y que se muestra friolera, incluso en esta latitud. Nos paseamos encantados bajo la sombra de los tamarindos y baobabs; cocoteros de hojas lanceoladas sacudían aquí y allá su recortado follaje como el helecho, pero a través de millares de plantas extrañas, se distinguen graciosos senderos de bambú, formando caminos, al igual que nuestros álamos. Un riachuelo serpentea entre las hierbas, en donde pavos reales y flamencos rosas brillan en medio de una multitud de pájaros diversos. De vez en cuando, reposamos a la sombra de una especie de sauce llorón, cuyo tronco erguido, derecho como un mástil, esparcía alrededor capas de un espeso follaje. Parecía que estuviéramos en una carpa de seda verde inundada de una dulce luz. Partimos no sin cierta nostalgia, de este mágico horizonte, de su frescor, de los perfumes penetrantes de esa otra parte del mundo, adonde parecía que nos hubiésemos transportado milagrosamente; pero, al ir hacia el norte de la isla, no tardamos en encontrar toda una naturaleza diferente, sin duda destinada a completar la gama de las variedades tropicales. En medio de un bosque formado por esos árboles de flores que parecen racimos gigantescos; por estrechos caminos, ocultos por bóvedas de lianas, se llega a una especie de laberinto que gravita entre falsas rocas sobre las que se eleva un belvedere. Entre las piedras, al borde de los senderos, sobre nuestras cabezas y a los pies, se tuercen, enlazan, erizan y reptan los reptiles más extraños del mundo vegetal. Es inquietante meter el pie en estos montones de serpientes e hidras adormecidas entre esta vegetación casi viviente que, en algunos casos, asemejan miembros humanos y recuerdan la monstruosa conformación de los dioses-pólipos de La India. Llegado a la cima, me admiré al percibir en todo su desarrollo; bajo Gizeh, en la parte que bordea el otro lado del río, las tres pirámides recortadas en el azul del cielo. Nunca las había visto tan bien, y la transparencia del aire permitía, a pesar de la distancia, distinguir todos los detalles. No comparto la opinión de Voltaire, que pretende que las pirámides de Egipto están lejos de valer tanto como sus asadores de pollos. No me dejaba indiferente tampoco el ser contemplado por cuarenta siglos. Pero es, desde el punto de vista de los recuerdos de El Cairo y de las ideas árabes, que tal espectáculo me interesaba en ese momento, y no paraba de preguntar al cheikh, nuestro compañero, lo que pensaba de los cuatro mil años atribuidos a estos monumentos por la ciencia europea. El anciano tomo asiento en el diván de madera del kiosco, y nos dijo7: “Algunos autores piensan que las pirámides fueron construidas por el rey preadamita Gian-ben-Gian8; pero, si creemos en una tradición nuestra muy extendida, trescientos años antes del diluvio existió un rey llamado Saurid, hijo de Salahoc, que una noche soñó que toda la tierra desaparecía, los hombres caían ante sus ojos y las casas se derrumbaban encima de los hombres; los astros chocaban en el cielo y sus restos cubrían el suelo hasta una gran altura. El rey se despertó espantado, entró en el templo del sol, y allí permaneció durante mucho tiempo enjugándose las mejillas y llorando. Inmediatamente convocó a los sabios y a los adivinos. El sacerdote Akliman, el más sabio de entre ellos, le confesó que él también había soñado algo parecido. “Soñé, dijo, que estaba con vos sobre una montaña, y que veía el cielo descender hasta tal punto que casi nos rozaba la cabeza, y que el pueblo corría hacia vos en busca de refugio; y que entonces elevasteis las manos e intentasteis detener al cielo para impedir que se cayera totalmente, y que yo, al veros hacer esto, hice también lo mismo. En ese momento salió una voz del sol que nos dijo: “El cielo volverá a su lugar cuando hayan transcurrido trescientos días”. Tras haber hablado el sacerdote, el rey Saurid hizo medir la distancia de los astros y buscar qué tipo de catástrofe anunciaban. Se calculó que primero habría un gran diluvio y más tarde sobrevendría una lluvia de fuego. Entonces el rey hizo construir las pirámides de esta forma angular, apropiada para incluso soportar el choque de los astros, y colocar estas piedras enormes, unidas por pivotes de hierro y talladas con tal precisión, que ni el fuego del cielo, ni el diluvio podrían penetrarlas. Allí se deberían refugiar el rey y los grandes del reino, con los libros y descripciones científicas, los talismanes y todo lo más importante que hubiera de conservarse para el futuro de la raza humana”. Escuché esta leyenda con suma atención y dije al cónsul que me parecía mucho más convincente que la suposición aceptada en Europa, que estas monstruosas construcciones hubieran sido únicamente tumbas. “Pero, dígame, ¿cómo habría podido respirar la gente que se refugió allí?. –          Aún se pueden ver –dijo el cheikh, pozos y canales que se pierden bajo la tierra. Algunos comunican con las aguas del Nilo, otros corresponden a vastas grutas subterráneas. Las aguas entran por estrechos conductos, para desembocar más lejos, formando inmensas cataratas, removiendo el aire continuamente con un ruido espantosos”. El cónsul, hombre práctico, acogía estas tradiciones con una sonrisa. Había aprovechado de nuestra parada en el kiosco para que dispusieran sobre la mesa las provisiones que había llevado en su coche, y los “bostangis” de Ibrahim-Pacha vinieron a ofrecernos entre otras cosas, flores y frutos raros, muy apropiados para completar nuestras sensaciones asiáticas. En África, se sueña con la India, igual que en Europa se sueña con África. El ideal brilla siempre más allá de nuestro horizonte actual. Para mí, que seguía preguntando con avidez a nuestro buen cheikh, y le hacía contar todas las historias fabulosas de sus padres, yo creía con él en el rey Saurid más firmemente que en el Keops de los griegos, en su Kefrén y en su Micerinos. “¿Y qué se ha encontrado, le dije, en las pirámides cuando se las abrió por primera vez bajo los sultanes árabes?. –          Se encontraron, dijo, las estatuas y talismanes que el rey Saurid había dejado para la salvaguarda de cada uno. El guardián de la pirámide oriental era un ídolo de nácar, negro y blanco, sentado sobre un trono de oro, y que sostenía una lanza a la que no se podía mirar sin morir. El espíritu que habitaba este ídolo era una mujer bella y risueña, que aún se aparece en nuestros tiempos y hace perder el espíritu a quienes se la encuentran. El guardián de la pirámide occidental era un ídolo de piedra roja, también armado con una lanza, y con una serpiente enroscada en la cabeza. El espíritu que le servía tenía la forma de un viejo nubio, que cargaba con un cesto en la cabeza, y un incensario en las manos. En cuanto a la tercera pirámide, tenía como guardián un pequeño ídolo de basalto, con el zócalo del mismo material, que atraía a cuantos le miraban, sin que pudieran apartarse de él. El espíritu aparecía aún bajo la forma de un joven imberbe y desnudo. Respecto a las otras pirámides de Saqqarah, también tenían un espectro cada una: uno de ellos, es un viejecillo curtido y negruzco, con la barba corta; el otro, es una joven negra, con un niño negro que cuando se la mira muestra unos dientes largos y blancos y de ojos también blancos; otro, aparece con una cabeza de león con cuernos; otro, parece un pastor vestido de negro, llevando un bastón. En fin, aún hay otro que aparece bajo el aspecto de un sacerdote saliendo del mar y que se mira en sus aguas. Es peligroso encontrarse con estos fantasmas a la hora del mediodía. –          De forma que, dije, ¿A Oriente se le aparecen sus espectros al mediodía igual que a nosotros se nos muestran a la medianoche?. –          Es que, en efecto, observó el cónsul, todo el mundo debe dormir al mediodía en estas latitudes, y este buen cheikh nos relata cuentos apropiados para atraer al sueño. –          Pero, exclamé, todo esto es tan extraordinario como tantas y tantas cosas naturales que nos resulta imposible explicar. Si creemos en la creación, en los ángeles, en el diluvio, sin poder dudar del movimiento de los astros, ¿por qué no podríamos admitir que estos astros están unidos a espíritus, y que los primeros hombres podían ponerse en contacto con ellos a través del culto y de los monumentos?. –          Ese era en efecto el objetivo de la magia primitiva, dijo el cheikh, esos talismanes y esas figuras no poseían fuerza hasta su consagración a cada uno de los planetas y de los signos combinados con su cenit y su ocaso. El príncipe de los sacerdotes se llamaba Kater, es decir, maestro de las influencias. Bajo él, cada sacerdote debía servir a un único astro, como Pharouïs (Saturno), Rhaouïs (Júpiter) y otros. “De este modo todas las mañanas el Kater decía a un sacerdote: ¿Dónde está en este momento el astro al que sirves?” Y respondía: “Está en tal o cual signo, tal grado y tal minuto”, y tras un cálculo meditado, se le escribía lo que se debía hacer en ese día teniendo en cuenta esta lectura astral. La primera pirámide había sido reservada a los príncipes y a su familia; la segunda, debía encerrar a los ídolos de los astros y de los tabernáculos de los cuerpos celestes, así como a los libros de astrología, historia y ciencias. Allí mismo debían encontrar refugio los sacerdotes. La tercera, sólo estaba destinada a la conservación de los sarcófagos de los reyes y sacerdotes, y como se vio muy pronto que era insuficiente, se ordenó construir las pirámides de Sakkarah y de Daschur. El objetivo de la solidez empleada en las construcciones era impedir la destrucción de los cuerpos embalsamados que, según las creencias de aquella época, debían renacer al cabo de un cierto número de órbitas de los astros, cuyo momento no se precisa. –          Aún admitiendo este supuesto, dijo el cónsul, habrá momias que se extrañarán bastante al despertar un día bajo una vitrina del museo en el gabinete de curiosidades de algún inglés. –          En el fondo, señalé, las momias son como auténticas crisálidas humanas, cuya mariposa no ha salido todavía. ¿Quién nos dice que no eclosionarán algún día?. Siempre he visto como una impiedad el desnudar y diseccionar las momias de estos pobres egipcios. ¿Cómo puede ser que esa fe consoladora e invencible de tantas generaciones acumuladas no ha podido desarmar la estúpida curiosidad europea?. Respetamos a los muertos de ayer, ¿pero es que los muertos tienen una edad?. –          Eran infieles, dijo el cheikh. –          Pero si en esa época todavía no había venido al mundo ni Mahoma ni Jesús. Discutimos sobre ese punto durante algún tiempo y me extrañaba ver a un musulmán imitar la intolerancia católica. ¿Por qué los hijos de Israel maldecirían al antiguo Egipto, que no redujo a la esclavitud más que a la raza de Isaac?. En realidad, y a pesar de todo, en general los musulmanes respetan las tumbas y los monumentos sagrados de diversos pueblos, y sólo la esperanza de encontrar inmensos tesoros llevó a un califa a abrir las inmensas pirámides. Las crónicas cuentan que en la llamada sala del rey se encontró una estatua de un hombre en piedra negra y una estatua de mujer de piedra blanca de pie sobre un altar, una cruz con una lanza, y la otra con un arco. En medio de la losa había un vaso herméticamente cerrado que, cuando fue abierto, se encontró que estaba lleno de sangre aún fresca. También había un gallo de oro rojo con esmaltes de jacintos que cacareó y batió las alas cuando entraron en el recinto. Todo esto suena un poco a “Las mil y una noches”; pero ¿qué nos impide creer que estas cámaras no contuvieran talismanes y figuras cabalísticas?. Lo único que es cierto es que hasta hoy no se han encontrado más huesos que los de un buey. El pretendido sarcófago de la cámara del rey era sin duda una cubeta para el agua lustral. Además, ¿no es realmente absurdo, como ha señalado Volney, suponer que se hayan acumulado tantas piedras para alojar a un cadáver de cinco pies?. 1.- Se trata de la tentativa de reforma del sultán Mahmoud II (1785-1839) de importar a los países turcos las ideas, costumbres e instituciones de la Europa occidental. 2.- Ántar, poeta guerrero (principios del s. VI dC) se convirtió en un héroe legendario, y fue celebrado en el romance de Ántar. Abou-Zeyd es el héroe de un ciclo de romances que narran las aventuras heróicas de los Beni-Hilál que, expulsados de Arabia por los Fatimíes, invadieron África del Norte en el s. XI. 3.- El Dr. Perron, médico y orientalista (1798-1876) dirigió la escuela de medicina de El Cairo con Clot- bey después fue inspector de las escuelas en Argelia. Autor de numerosos estudios sobre Oriente, en particular dos artículos sobre la reina de Saba, que Nerval, cree Ritcher, debió conocer. Ver las cartas a su padre del 14 de febrero, 18 de marzo, abril y 2 de mayo de 1843. Tras su estancia en Egipto, el orientalista Fulgence Fresnel (1795-1855) fue cónsul en Jeddah, puerto de La Meca. Además, fue el primero que descifró las inscripciones himyaríes (GR) 4.- Ibrahim-Pacha (1789-1848) hijo de Mehemet-Aly, virrey de Egipto. 5.- Algo más lejos de aquel lugar era donde el califa Hakem tenía su palacio. Otra descripción de los jardines de Roddah puede encontrarse en una carta a Gautier (2 de mayo de 1843) para sugerirle un decorado para una ópera. 6.- Columna que servía para medir las crecidas del Nilo. El mekkias, en árabe, significa “la medida”. 7.- Como es frecuente, Nerval pone en boca de un intermediario una información tomada textualmente de una de sus fuentes. Aquí es la que pertenece a la obra traducida por P. Vattier, “L’Egypte de Murtadi, fils de Graphiphe” (1666). Ver J. Richter, “Nerval et les doctrines ésotériques”. 8.- “Es imposible comprender los relatos o poemas de Oriente sin persuadirse que antes de Adán existieron una serie de pueblos singulares cuyo último rey fue Gian-ben-Gian. Adán representa para los orientales, una simple raza nueva…” (Variante, Pléiade, p. 1377). Según Herbelot (citado por J. Richer), Gian-ben-Gian es el nombre de un “monarca de los genios o de los gigantes” que gobernaron el mundo durante dos mil años, tras los cuales, Eblis fue enviado por Dios para atraparlos y confinarlos en la parte del mundo más atrasada, a causa de su rebelión”. Sobre los preadamitas, ver n. 26* y 117*.

Esmeralda de Luis y Martínez 12 febrero, 2012 12 febrero, 2012 Abou Zeyd, Akliman, Antar, Dr. Perron, el cheikh Aboud Khaled, Gian-ben-Gian, Ibrahim- Pacha, Isla de Roddah, Kater, Mansour el copto (nadadores), mekkias, Pharouïs, Rhaouïs sultán Mahmoud II, Salahoc, Saurid
“VIAJE A ORIENTE” 051

VI. La Santa Bárbara – VII. ¡Catástrofe!…  El armenio me venía bien para matar el aburrimiento de semejante travesía; pero también veía con placer que su alegría, online su incansable charlatanería, sus cuentos y consejos, daban a la pobre Zeynab la ocasión, tan querida por las mujeres de estos países, de expresar sus ideas con esa volubilidad de consonantes nasales y guturales de las que me resulta tan difícil alcanzar no sólo el sentido, sino el sonido mismo de las palabras. Con la magnanimidad de un europeo, yo sufría incluso sin dificultad que uno u otro de los marineros que se podían encontrar sentados cerca de nosotros, sobre los sacos de arroz, le dirigieran algunas palabras. En Oriente, la gente del pueblo es en general muy familiar, en primer lugar porque el sentimiento de igualdad aquí se establece más sinceramente que entre nosotros, y en segundo, porque en todas las clases existe una especie de cortesía innata. En cuanto a la educación, es prácticamente la misma, muy sumaria, pero universal. Lo que hace que el hombre de condición humilde pueda llegar sin transición alguna a convertirse en el favorito de un dignatario, y llegue a las máximas responsabilidades sin encontrarse jamás desplazado por ello. Entre nuestros marineros había un turco de Anatolia, bastante moreno, con la barba entrecana, y que hablaba con la esclava con más frecuencia y durante más tiempo que los otros; yo me había dado cuenta, y pregunté al armenio que qué podía estar diciendo; entonces se puso a escuchar la conversación, y me dijo: “Hablan de religión”. Esto me pareció bastante respetable, teniendo en cuenta que era este hombre el que dirigía a los demás -en calidad de hadji o peregrino que había ido a La Meca- la oración de la mañana y de la tarde. Ni por un instante se me habría ocurrido interrumpir a esta pobre mujer en sus prácticas habituales, que por otra parte no son más que una fantasía. Sólo en El Cairo, en un momento en el que ella estaba algo enferma, yo intenté hacerla renunciar a la costumbre de sumergir en agua fría sus pies y sus manos, todas las mañanas y todas las tardes, antes de hacer las plegarias, pero no hacía mucho caso de mis preceptos higiénicos, y no había consentido abstenerse más que del tinte de henné, que, al no durar más que cinco o seis días, obliga a las mujeres de oriente a renovar con frecuencia un preparado poco agradable cuando se aprecia de cerca. Yo no me opongo al colorete de cejas y párpados; incluso admito el carmín aplicado en mejillas y labios; ¿pero de qué vale colorearse de amarillo unas manos ya bastante cobrizas, que, a partir de ahí, pasan a presentar un color azafrán? Me mostré inflexible en este punto. Su cabello reposaba sobre la frente; y se recogía a ambos lados en largas trenzas anudadas con cordones de seda y temblorosos cequíes perforados (desde luego, falsos cequíes) que flotaban desde el cuello hasta los talones, conforme a la moda levantina. El taktikos festoneado de oro, se inclinaba con gracia sobre su oreja izquierda, y sus brazos se adornaban con pesados brazaletes de cobre plateado, toscamente esmaltados en rojo y azul, al gusto totalmente egipcio. Otras ajorcas resonaban en sus tobillos, a pesar de la prohibición del Corán, que no permite que una mujer haga tintinear las joyas que adornan sus pies[1]. Yo la admiraba de esa guisa, graciosa con su vestimenta de rayas de seda y cubierta con la milayeh azul, con esos aires de estatua antigua que sin duda alguna poseen las mujeres de Oriente. La animación de su gesto, una expresión poco habitual de sus rasgos, me impresionaban a veces, sin inspirarme inquietud; el marinero que charlaba con ella podría haber sido su padre, y no parecía temer que sus palabras fueran escuchadas. “¿Sabe usted lo que pasa? Me dijo el armenio, que, un poco más tarde se había acercado a los marineros para hablar con ellos; esas gentes dicen que la mujer que está con usted no le pertenece. –    Se equivocan, le repuse; dígales que me fue vendida en El Cairo por Abd-el-Kérim, por cinco bolsas. Tengo el recibo en mi billetera. Y además, todo esto es algo que no les concierne. –     También comentan que el mercader no tenía derecho de vender una mujer musulmana a un cristiano. –      Su opinión me da igual, y en El Cairo saben más de esto que esa gente. Todos los Francos allí tienen esclavas, sean cristianas o musulmanas. –      Pero sólo son negras o abisinias; no pueden tener esclavas de raza blanca. –     ¿Ve usted a esta mujer como de raza blanca? El armenio sacudió la cabeza como dudando. “Escuche, le dije; en lo que se refiere a mis derechos, no me cabe ninguna duda, ya que obtuve todas las informaciones necesarias antes de hacer la compra. Diga ahora al capitán que no conviene que sus marineros hablen con ella. –     El capitán, me dice que bien podría usted haberle prohibido eso mismo a su mujer desde el principio. –      Yo no quería, contesté, privarla del placer de hablar en su lengua, ni impedirla que se reuniera en las plegarias; de hecho, la configuración del barco, que obliga a todo el mundo a estar arracimados, hace difícil prohibir el intercambio de palabras.” El capitán Nicolás no parecía muy bien dispuesto, lo que yo atribuía un poco al resentimiento de haber visto rechazada su propuesta de intercambio. No obstante hizo venir al marinero hadji , que yo había señalado sobre todo como malintencionado, y le habló. Yo, por mi parte, no quería decir nada a la esclava para no darle la impresión de un amo exigente. El marinero al parecer respondió de un aire fiero al capitán, que me hizo decir a través del armenio que no me preocupara por eso; pues era un hombre exaltado, una especie de santón que sus camaradas respetaban a causa de su piedad; y que, además, lo que decía carecía de importancia. En efecto, ese hombre, no volvió a hablar a la esclava, pero charloteaba a voces delante de ella a sus camaradas, y yo comprendí inmediatamente que se trataba de la muslim (musulmana) y del roumi (cristiano). Había que terminar con todo esto, y yo no veía ningún medio de evitar esas insinuaciones. Me decidí a hacer venir a la esclava cerca de nosotros, y, con ayuda del armenio, tuvimos más o menos la siguiente conversación: “¿Qué te acaban de decir esos hombres? –    Que hacía mal, siendo una creyente, de quedarme junto a un infiel. –    ¿Pero no saben que te he comprado? –    Dicen que no tenían derecho de haberme vendido a ti. –    ¿Y tú piensas que eso es cierto? –     ¡Sólo Dios lo sabe! –    Esa gente se equivoca, y tú no debes hablarles más. –    Así se hará. Yo rogué al armenio que la distrajera un poco y le contara historias. Este muchacho, después de todo, me estaba resultando de gran utilidad; le hablaba siempre con ese tono aflautado y gracioso que se usa para distraer a los niños, y comenzaba siempre con “Ked ya, siti?…- Y bien, entonces señora… ¿qué pasa?, ¿ya no reímos más?, ¿quiere saber las aventuras de la cabeza cocida en un horno?”. Entonces él le contaba una vieja leyenda de Constantinopla, en la que un sastre, creyendo recibir un vestido del sultán para repararlo, se llevó a su casa la cabeza de un aga que le había sido entregada por error, y al no saber cómo deshacerse de aquel triste depósito, la envió al horno, dentro de una vasija de arcilla, a la casa de un pastelero griego. Este último para gratificar a un barbero franco, la sustituye furtivamente por su cabeza portapelucas; el franco la peina, después, al darse cuenta de su contenido, se deshace de ella; en fin el resultado es un montón de peripecias más o menos cómicas. Este relato forma parte de las bufonadas turcas del mejor gusto. La plegaria de la tarde llevó a las ceremonias habituales. Para no escandalizar a nadie, me fui a pasear sobre el puente de proa, espiando la aparición de las estrellas, y haciendo también, yo, mi plegaria, la de los soñadores y poetas, es decir, la admiración de la naturaleza y el entusiasmo de los recuerdos. Sí, admiraba las estrellas en ese aire de oriente tan puro que aproxima los cielos al hombre, esos astros-dioses, formas diversas y sagradas, que la divinidad ha rechazado una tras otra como máscaras de la eterna Isis… Urania, Astarté, Saturno, Júpiter, que todavía representan las transformaciones de las humildes creencias de nuestros antepasados. Los que por millones, han surcado estos mares, tomando sin duda su resplandor por la llama y el trono del dios; pero ¿quién no adoraría en los astros del cielo las pruebas mismas de la eterna potencia, y en su constante orbitar la acción vigilante de un espíritu oculto?. [1] Corán XXIV.31. (GR)

Esmeralda de Luis y Martínez 20 febrero, 2012 20 febrero, 2012 aga, aventuras de una cabeza cocida en un horno, esclavas blancas, esclavas negras, hadji, muslim, roumi
“VIAJE A ORIENTE” – Las noches del Ramadán

HISTORIA DE LA REINA DE LA MAñANA Y DE SOLIMÁN EL PRÍNCIPE DE LOS GENIOS – II. Belkis… Continúa el narrador del cafetín, treat con el relato que hace Benoni, diagnosis explicando a Adoniram la procedencia de Belkis, reina de Saba: Muchos siglos antes de que los hebreos estuviesen cautivos en Egipto, Saba, la ilustre descendiente de Abraham y de Ketura[1], vino a establecerse en las felices tierras que nosotros llamamos el Yemen, allí fundó una ciudad que en principio llevó su nombre, y que hoy en día se la conoce con  el nombre de Marib[2]. Saba tenía un hermano llamado Iarab, que legó su nombre a la pedregosa Arabia. Sus descendientes transportaron aquí y allá sus jaymas, mientras que los descendientes de Saba continuaron reinando sobre el Yemen, rico imperio que por entonces obedecía a la reina Balkis, heredera directa de Saba, de Jocsán, del patriarca Heber[3] …cuyo padre tuvo por trisabuelo a Sem; padre común de árabes y hebreos. –          Tú comienzas el preludio como un libro egipcio, interrumpió el impaciente Adoniram, y continúas con el tono monótono de Moussa Ben-Amran (Moisés), el prolijo liberador de la raza de Jacob. Los hombres charlatanes suceden a las gentes de acción. –          Como los que ofrecen máximas a los poetas sagrados. En una palabra, maestro, la reina del Mediodía, la princesa del Yemen, la divina Balkis[4], que viene a contemplar la sabiduría del señor Solimán, y admirar las maravillas salidas de nuestras manos, llega hoy mismo a Solime. Nuestros obreros han corrido para ir a su encuentro siguiendo al rey, los campos están cubiertos de gente, y los talleres vacíos. Yo he sido de los primeros en correr, he visto el cortejo, y he regresado tras de ti. –            ¡Anunciadles que vienen señores, y volarán a prosternarse a sus pies…ociosidad, servilismo…! –          Sobre todo, curiosidad, y vos lo comprenderíais, si… escuchad: las estrellas del cielo son menos numerosas que los guerreros que siguen a la reina. Tras ella aparecen sesenta elefantes blancos coronados por torres en las que brilla el oro y la seda; mil sabeos[5] de piel dorada por el sol avanzan conduciendo camellos cuyas patas se doblan bajo el peso de los fardos y los presentes de la princesa. Luego, siguen los abisinios, armados ligeramente, y cuyo tinte bermejo semeja al cobre batido. Una multitud de etíopes, negros como el ébano, marchan por uno y otro lado, conduciendo caballos y carros, obedeciendo a todos y velando por todo. Pero…¿para qué os cuento todo esto, si vos ni siquiera os dignáis escucharme?. –          ¡La reina de los Sabeos! Murmuró Adoniram soñador; raza degenerada, pero de una sangre pura y sin mezclas… ¿Y qué viene a hacer en esta corte?. –            ¿No os lo he dicho ya, Adoniram? Ver a un gran rey; poner a prueba una sabiduría tan célebre, y… puede ser que acabar con esa fama. Se dice que está pensando en casarse con Solimán Ben-Daoud, con la esperanza de obtener herederos dignos de su raza. –          ¡Qué locura! exclamó el artista impetuoso; ¡qué locura!… ¡por las venas de Solimán solo corre la sangre del esclavo, la sangre de las criaturas más viles!. ¿Se va a unir la leona a un perro banal y doméstico? ¿Cuántos siglos hace que este pueblo sacrifica en lo alto de los montes y se abandona a mujeres extranjeras?; generaciones bastardas que han perdido la energía y el vigor de sus ancestros. ¿Qué es ese pacífico Solimán?: el hijo de una esclava y del viejo pastor David, ¿y el mismo David?: un descendiente de Ruth, una aventurera del país de Moab, unida a un campesino de Ephrata[6]. Tú, hijo mío, admiras a ese gran pueblo que tan sólo es una sombra, cuya raza guerrera hace tiempo que se extinguió. Esa nación que en su cenit se acerca a su caída. La paz les ha enervado, el lujo y la voluptuosidad, hacen que prefieran el oro al hierro, y esas astucias propias de un rey artero y sensual solo son buenas para vender mercancías o para extender la usura por todo el mundo. ¡Y Balkis descenderá al colmo de la ignominia, ella, la hija de los patriarcas!. Y dime, Benoni, ella viene, ¿no es así?… ¡Esta misma tarde franqueará los muros de Jerusalén! –          Mañana es el día del sabbat[7], y fiel a sus creencias, ha rechazado penetrar esta tarde, con el sol ya ausente, en una ciudad extranjera. Ha hecho montar el campamento de jaymas al borde del Cédron[8], y a pesar de los ruegos del rey, que ha ido a recibirla, rodeado de una magnífica pompa, la reina pretende pasar la noche en el campo. –          ¡Su prudencia sea loada! ¿Es aún joven?… –          Apenas se puede decir que sea todavía joven. Su belleza deslumbra. La he atisbado como se vislumbra al sol cuando alborea, que rápidamente os abrasa y obliga a entornar los párpados. Todos, ante su presencia, han caído prosternados; yo igual que los demás. Y al levantarme, llevaba impresa su imagen. Pero, ¡oh, Adoniram! La noche cae, y ya oigo a los obreros que regresan en tropel para recibir su salario: ya que mañana es el sabbat.” Entonces llegaron de improviso los numerosos jefes de los artesanos. Adoniram colocó a los guardianes a la entrada de los talleres, y, abriendo sus vastos cofres de seguridad, comenzó a pagar a los obreros que uno por uno se iban presentando allí, susurrándole al oído una palabra misteriosa, ya que era tal su número que hubiera sido difícil discernir el salario al que tenía derecho cada uno; ya que el día en que se les contrataba, recibían una palabra secreta, que no debían comunicar a nadie bajo pena de muerte, y a cambio, hacían un juramento solemne. Los maestros tenían un palabra clave; los compañeros otra diferente que, a su vez, era distinta de la de sus aprendices[9]. Luego, a medida que pasaban delante de Adoniram y de sus intendentes, ellos pronunciaban en voz baja la palabra secreta, y Adoniram les distribuía diferentes salarios, conforme a la jerarquía de sus funciones. Tras esa ceremonia, acabada ya a la luz de las antorchas de resina, Adoniram decidió pasar la noche acompañado por el secreto de sus trabajos; dio permiso al joven Benoni, apagó su antorcha, y penetrando en sus fundiciones subterráneas, se perdió en las profundidades de las tinieblas. Al alborear del siguiente día, Balkis, la reina de la mañana, franqueó al mismo tiempo que el primer rayo de sol, la puerta oriental de Jerusalén. Despertados por el estrépito de las gentes de su séquito, los hebreos se agolparon ante las puertas, y los obreros siguieron al cortejo con ruidosas exclamaciones. Jamás se habían visto tantos caballos, ni tantos camellos, y aún menos, una legión de elefantes blancos tan soberbia, conducida por un numeroso enjambre de negros etíopes. Retrasado a causa del interminable ceremonial de la etiqueta, el gran rey Solimán intentaba acabar de engalanarse con unas vestiduras deslumbrantes y apenas había conseguido escapar de las manos de los oficiales de su guardarropía, cuando Balkis, poniendo pie en tierra en el vestíbulo del palacio, penetró tras haber saludado al sol, que ya se elevaba radiante sobre las montañas de Galilea. Chambelanes, tocados con bonetes en forma de torre y portando largos bastones dorados, acogieron a la reina y la introdujeron por fin a la sala en la que Solimán Ben-Daoud estaba sentado, en medio de su corte, sobre un trono elevado del que se apresuró a descender, con una estudiada lentitud, para ir al encuentro de su augusta visitante. Los dos soberanos se saludaron mutuamente con toda la veneración que los reyes profesan y se complacen en inspirar hacia la majestad de la realeza; después, se sentaron uno al lado del otro, mientras desfilaban los esclavos, cargados con los presentes de la reina de Saba: oro, cinamomo, mirra, y sobre todo, incienso, con el que el Yemen hacía un gran comercio; después, colmillos de elefante, bolsitas de sustancias aromáticas y de piedras preciosas. Además de ofrecer al monarca ciento veinte talentos de oro fino. Solimán era por aquel entonces ya de mediana edad; pero la dicha hacía que, al mantener el gesto de su rostro en una perpetua serenidad, hubiera alejado de él las arrugas y las huellas tristes que deparan las pasiones profundas; sus labios lustrosos, sus ojos redondos y algo saltones, separados por una nariz como torre de marfil, tal y como él mismo la había descrito, poniéndolo en boca de la sulamita[10], su plácida frente, como la de Serapis, denotaba la inflexible paz de la quietud inefable de un monarca satisfecho de su propia grandeza. Solimán parecía una estatua de oro con manos y máscara de marfil. Su corona era de oro, al igual que sus vestiduras; la púrpura de su manto, regalo de Hirán, príncipe de Tiro, estaba tejida sobre una malla de oro fino; el oro brillaba sobre su cinturón y relucía en la empuñadura de su espada; sus sandalias de oro reposaban sobre un tapiz brocado con hilo de oro; y su trono estaba hecho de cedro dorado. Sentada a su lado, la blanca hija de la mañana, envuelta en una nube de lino y de diáfanas gasas, asemejaba a un lis posado entre un manojo de junquillos. Previsora coquetería, que hizo resaltar aún más al excusarse por la simplicidad de su atuendo matutino:             “La simplicidad del ropaje, dijo, conviene a la opulencia y conjuga bien con la grandeza. –            Favorece a la divina belleza, continuó Solimán, confiar en su fuerza, y al hombre que desafía su propia debilidad, nada descuidar. –            Encantadora modestia, que realza aún más el esplendor con que brilla el invencible Solimán… el teólogo, el sabio, el árbitro de reyes, el autor inmortal de los proverbios del Sir-Hasirim[11], ese cántico de amor tan tierno… y tantas otras flores poéticas. –          ¡Cómo! bella reina, prosiguió Solimán enrojeciendo de placer, ¡cómo!, ¿os habéis dignado posar vuestros ojos sobre… esos simples ensayos? –          ¡Sois un gran poeta!” exclamó la reina de Saba. Solimán hinchó su dorado pecho, alzó su dorado brazo, y se mesó con complacencia la barba de ébano, dispuesta en numerosas trenzas adornadas de cordones de oro.             “Un gran poeta, repitió Balkis. Lo que hace que se os perdonen sonriendo los errores del moralista.” Esa conclusión inesperada, agrió el gesto de la cara del augusto Salomón, y produjo un movimiento en la multitud de los cortesanos que se hallaban más próximos. Allí estaban Zabud, favorito del príncipe, todo él cargado de adornos de pedrería; Sadoc, el sumo sacerdote, con su hijo Azarías, intendente de palacio y muy altivo con sus inferiores; después Ahia, Elioreph, gran canciller, Josaphat, maestro archivero… y un poco sordo. De pié, vestido con una túnica sombría, estaba Ahías de Silo, hombre íntegro, temido a causa de su genio profético; pero por lo demás, un hombre burlón, frío y taciturno. Muy cerca del soberano se podía ver acurrucado en medio de tres cojines apilados, al viejo Banaïas, pacífico general en jefe de los tranquilos ejércitos del plácido Solimán. Ataviado con cadenas de oro y soles de piedras preciosas, encorvado bajo el peso de los honores, Banaïas ejercía de semidiós de la guerra. Antaño, el rey le había encargado que matara a Joab y al sumo sacerdote Abiathar, y Banaïas los apuñaló. Desde ese día, se hizo digno de la mayor confianza del sabio Salomón, que le encargó asesinar a su hermano mayor, el príncipe Adonías, hijo del rey David,… y Banaïas, degolló al hermano del sabio Salomón[12]. Ahora, adormecido en los laureles de su gloria, y torpe a causa de los años, Banaïas, casi idiota, seguía a la corte a todas partes, ya nada oía, ni comprendía, y reavivaba los restos de una vida de senectud calentando su corazón con el brillo que su rey le otorgaba. Sus ojos, descoloridos, buscaban sin cesar la mirada real: el antaño lince, a la vejez se había convertido en perro. Una vez que Balkis hubo dejado caer de sus adorables labios aquellas mordaces palabras, mientras toda la corte estaba consternada, Banaïas, que no había oído nada, y que acompañaba con gritos de admiración cada palabra del rey y de su huésped, Banaïas, sólo él, en medio de un profundo silencio generalizado, exclamó con una estulta sonrisa: ¡Maravilloso!, ¡divino!” Solimán se mordió los labios y murmuró lacónico: “¡Qué imbécil!” – “¡Palabra memorable!” repuso Banaïas, al ver que su maestro había hablado. Y en ese momento, la reina de Saba estalló en carcajadas. Después, con gran sentido de la oportunidad, que a todos dejó perplejos, escogió ese momento para presentar uno tras otro los tres enigmas, ante la tan celebrada sagacidad de Solimán, el más hábil de los mortales en el arte de interpretar adivinanzas y esclarecer charadas. Tal era entonces la costumbre: la corte se ocupaba de la ciencia… ciencia a la que aquella corte, muy a propósito, había renunciado; mientras que adivinar enigmas se había convertido en asunto de Estado, y un príncipe o un sabio eran juzgados por esa habilidad. Y Balkis había recorrido doscientas sesenta leguas para someter a Solimán a esa prueba. Solimán interpretó sin pestañear los tres enigmas, y todo ello gracias al sumo sacerdote Sadoc que, el día antes, había pagado al contado la solución de los acertijos, al sumo sacerdote de los Sabeos.             “La sabiduría habla por vuestra boca, dijo la reina con algo de énfasis. –          Al menos eso es lo que muchos suponen… –          Sin embargo, noble Solimán, el cultivo del árbol de la sabiduría no se realiza sin correr peligro: a la larga, uno se arriesga a apasionarse demasiado por las alabanzas, a halagar a los hombres para su complacencia, y a inclinarse por el materialismo para recibir el voto del pueblo… –            Entonces es que habéis percibido en mis obras… –          ¡Ah!, señor, os he leído muy atentamente, y como quiero instruirme; el deseo de consultaros ciertos puntos que me resultan oscuros, algunas contradicciones, determinados… sofismas, al menos a mis ojos, sin duda a causa de mi ignorancia; es en parte el objetivo de mi viaje. –            Intentaremos satisfacer ese deseo lo mejor posible”, articuló Solimán, no sin suficiencia, para sostener sus tesis contra tan temible adversario[13]. En el fondo, Solimán habría dado cualquier cosa por haberse marchado sólo a pasear bajo los sicomoros de su villa de Mello. Seducidos por un espectáculo tan mordaz, los cortesanos estiraban el cuello y abrían los ojos de par en par. ¿Qué podría haber peor que arriesgarse, en presencia de esos sujetos, a perder su infalibilidad?. Sadoc parecía alarmado: el profeta Ahías de Silo apenas podía reprimir una vaga y fría sonrisa, y Banaïas, jugando con sus condecoraciones, manifestaba una estúpida alegría, que proyectaba el anticipado ridículo del rey. El séquito de Balkis permanecía mudo e imperturbable: puras esfinges. Añádase, en beneficio de la reina de Saba, que poseía la majestad de una diosa y los atractivos de las bellezas más enervantes, un perfil de una adorable pureza, en la que resplandecían unos ojos negros como los de las gacelas; tan bellamente perfilados y tan expresivos que parecían atravesar a quienes posaban en ella su mirada; una boca incierta, entre la risa y la voluptuosidad, un cuerpo ligero y de una magnificencia que se adivinaba a través de los tules; imagínense de ese modo esa expresión delicada, burlona y altiva vivacidad que poseen las personas de alto linaje, habituadas al poder, y así comprenderán los apuros del señor Solimán, contrariado y encantado al mismo tiempo; deseoso de vencer con su inteligencia, y ya casi vencido por el corazón. Esos grandes ojos negros y blancos, misteriosos y dulces, calmos y penetrantes, danzando en un rostro ardiente y claro como el bronce recién fundido, le trastornaban muy a su pesar. Veía cómo a su lado tomaba forma la ideal y mística figura de la diosa Isis[14]. Y entonces se entablaron, vigorosas y potentes, siguiendo el uso de los tiempos, esas discusiones filosóficas señaladas en los libros de los hebreos.             “¿Acaso no aconsejáis, retomó la reina, el egoísmo y la dureza de corazón cuando decís: “Si respondes  por un amigo, habrás caído en una trampa; despoja de sus bienes al que responde por otro?…” En otro proverbio, alabáis la riqueza y el poderío del oro… –          Pero en otras ocasiones he alabado la pobreza. –           Contradicciones. En el Eclesiastés se estimula al hombre a que trabaje, se avergüenza a los perezosos, y en cambio se escribe más adelante: “¿Qué sacará el hombre de todos esos trabajos?, ¿acaso no es preferible comer y beber?…” En los Proverbios censuráis los excesos que después alabáis en el Eclesiastés… –          Me da la impresión de que os estáis burlando… –          No, sólo estoy citando: “He reconocido que nada hay mejor que disfrutar y beber; que el trabajo es una inquietud inútil, porque los hombres mueren como las bestias, y corren su misma suerte”. ¡Esa es vuestra moral, oh, sabio! –          Esas no son más que metáforas, pero el fondo de mi doctrina… –          ¡Por desgracia, aquí tenemos otras que también hemos hallado!: “Disfrutad de la vida con las mujeres todo el tiempo que os sea posible; ya que esa es vuestra parte del trabajo… etc.” Y esto es algo que repetís con frecuencia. Por lo que he deducido que os conviene convertir a vuestro pueblo en materialista para así poder dominarle más fácilmente como esclavo.” Solimán se hubiera querido justificar, pero con argumentos que no quería exponer delante de su pueblo, y por ello se agitaba impaciente en su trono.             “En fin, continuó Balkis sonriendo con una mirada lánguida; desde luego, vos sois cruel con nuestro sexo, así que ¿qué mujer osaría amar al austero Solimán? –          ¡Ay, reina!, ¡mi corazón se expande como el rocío de primavera sobre las flores de la pasión amorosa en el Cantar del esposo!… –            Excepción por la que la Sulamita[15] debe regocijarse: pero vos os habéis convertido en alguien rígido por el peso de los años…” –          Solimán reprimió una mueca desabrida. “Preveo, dijo la reina, alguna palabra cortés y galante. ¡En guardia! El Eclesiastés puede oíros, y vos sabéis bien lo que dice: “La mujer es más amarga que la muerte; su corazón es una trampa y sus manos son cadenas. El que sirva a Dios, debe huir de ella, y el insensato caerá en sus redes”. ¡Y bien!, ¡entonces vos seguiréis esos consejos tan austeros, pues seguro que fue por culpa de las hijas de Sión que recibisteis de los cielos esa belleza que vos mismo describís con tanta sinceridad en estos términos: Yo soy la flor de los campos y el lirio de los valles!. –          Reina, de nuevo eso era una metáfora… –          ¡Oh, rey! Esa es mi opinión. Dignaos meditar acerca de mis objeciones y esclareced la oscuridad de mi discernimiento, ya que mío es el error, y sois vos quien ha felicitado a la sabiduría por escogeros como morada. “Se reconocerá, vos lo habéis escrito, mi espíritu penetrante; los más poderosos se sorprenderán cuando me vean, y los príncipes me testimoniarán su admiración sólo con mirarme. Cuando yo permanezca en silencio, ellos esperarán a que hable; cuando yo hable, me observarán atentos; y cuando yo discurra, se llevarán las manos a la boca.” Gran rey, yo ya he experimentado en parte todas esas verdades: vuestro espíritu me ha enternecido, vuestro aspecto, sorprendido, y no dudo de que cuando os miro a los ojos en mi rostro sólo contemplaréis admiración por vos. Espero vuestras palabras; que me encontrarán atenta, y durante vuestro discurso, vuestra sierva pondrá su mano en su boca. –          Señora, dijo Solimán con un profundo suspiro, ¿en qué se convierte un sabio ante vos?; desde que os escucho, el Eclesiastés no osaría mantener nunca más ni uno sólo de sus pensamientos, de cuya sequedad se resiente: ¡Vanidad de vanidades! ¡todo es vanidad!” Todos admiraron la respuesta del rey. A pedante, pedante y medio, se decía la reina. Si al menos se le pudiera quitar la manía de ser escritor… No va más allá de ser un individuo dulce, afable y bastante bien conservado. Solimán, después de responder como buenamente pudo, se esforzó en desviar la atención de la audiencia, que tantas veces él había manipulado, hacia otros temas. “Vuestra Serenidad, dijo a la reina Balkis, posee un hermoso pájaro, cuya especie desconozco.” En efecto, seis negritos vestidos de escarlata, colocados a los pies de la reina, eran los encargados de cuidar a ese pájaro, que jamás abandonaba a su ama. Uno de los pajes le tenía sobre el puño, y la princesa de Saba le miraba con frecuencia. “Nosotros le llamamos Hud-Hud[16], respondió. El tatarabuelo de este pájaro, que tiene una vida muy larga, se dice que en otro tiempo fue traído por unos malayos de regiones lejanas que sólo ellos pudieron entrever y que nosotros desconocemos. Es un animal muy útil para llevar los ruegos de las gentes a los espíritus del aire. Solimán, sin comprender bien esa explicación tan sencilla, se inclinó como un rey que ha concebido todo a las mil maravillas, y adelantó índice y pulgar para jugar con el ave Hud-Hud; pero el pájaro, respondiendo a sus avances, no se prestó a los esfuerzos de Solimán por atraparle. “Hud-Hud es poeta…, dijo la reina, y, por ello digno de vuestra simpatía… Aunque, es como yo, un poco severo, y con frecuencia también él se convierte en moralista. ¿Podéis creer que se ha permitido dudar de la sinceridad de vuestra pasión por la Sulamita? –          ¡Divina ave, cómo me sorprendéis! Replicó solimán. –          Esa pastoral del Cantar de los cantares seguramente es bastante tierna, dijo Hud-Hud un día, mientras picoteaba un escarabajo dorado; pero el gran rey que dedica unas elegías tan plañideras a la hija del faraón, su mujer, ¿no le habría mostrado más amor viviendo con ella, que obligándola a vivir lejos de él, en la ciudad de David, como así hizo, reducida a deleitarse durante su juventud sólo con estrofas… aunque en verdad fueran las más bellas del mundo? –            ¡Cuántas penas traéis a mi memoria! Por desgracia, esa hija de la noche seguía el culto de Isis… ¿Hubiera podido yo sin cometer un crimen, abrirle el acceso a la ciudad santa; darla como vecina el arca de Adonai, y aproximarla a este augusto templo que estoy erigiendo al dios de mis padres?… –          Un asunto de esa índole siempre es delicado, observó juiciosamente Balkis; excusad a Hud-Hud; los pájaros algunas veces son algo banales; el mío, por ejemplo, se vanagloria de ser un experto, sobre todo en poesía. –          ¿De veras? prosiguió Solimán Ben-Daoud; me gustaría saber… –          ¡Uy! ¡váis a escuchar malévolos comentarios, señor; creedme, malévolos! Hud-Hud se precia de censuraros por comparar la belleza de vuestra amante, a la de los caballos del carro de los faraones; su nombre, al del aceite ungido; sus cabellos, a un rebaño de cabras, sus dientes, a tiernos corderos portadores de frutos; sus mejillas, a media granada; sus pechos, a dos cabritillos; su cabeza, al monte Carmelo; su ombligo, a una copa siempre llena de licor; su vientre, a un montón de trigo, y su nariz, a la torre del Líbano que mira hacia Damasco.” Solimán, herido, dejó caer, falto ya de coraje, sus brazos vestidos de oro sobre los del asiento, también dorados, mientras el pájaro, pavoneándose, batía sus alas verde y oro al viento.             “Responderé al pájaro, que tan bien sirve a vuestras mofas, que el gusto oriental permite esas licencias, que la verdadera poesía busca imágenes; que mi pueblo encuentra excelentes mis versos, y que gustan, de preferencia, de las más ricas metáforas… –          Nada más peligroso para las naciones que las metáforas de los reyes, repuso la reina de Saba: salidas de un estilo augusto, esas metáforas, puede que bastante audaces, encontrarán más imitadores que críticos, y vuestras sublimes fantasías corren el riesgo de ser culpables de echar a perder el gusto de los poetas durante diez mil años. Influenciada por vuestros poemas, la Sulamita, ¿acaso no podría comparar vuestro cabello, con ramas de palmera; vuestros labios, con lises destilando mirra; vuestro talle, con un cedro; vuestras piernas, con columnas marmóreas; y vuestras mejillas, señor, con pequeños parterres de flores olorosas? De suerte que al rey Solimán siempre lo vería como   un peristilo, con un jardín botánico suspendido sobre un huerto de palmeras.”   Solimán sonrió amargamente; y con enorme satisfacción le habría torcido el cuello a la abubilla, que no cesaba de picotearle el pecho del lado del corazón con una extraña persistencia. “Hud-Hud se está esforzando en haceros comprender que la fuente de la poesía reside ahí, dijo la reina. –          Así lo siento, y cada vez más, respondió el rey, desde que he tenido la dicha de contemplaros. Dejemos este discurso; ¿hará la reina a este humilde servidor el honor de acompañarle para visitar Jerusalén, mi palacio, y sobre todo el templo que estoy erigiendo a Jehová en la montaña de Sión?. –          El mundo se ha conmocionado con los comentarios sobre esas maravillas; mi impaciencia es tanta como los esplendores que espero ver, y no desearía retrasar el placer que me he prometido con su contemplación”. A la cabeza del cortejo, que recorría lentamente las calles de Jerusalén, había cuarentaydos trompas que sonaban como truenos de tormenta; detrás venían músicos vestidos de blanco y dirigidos por Aspa e Idithme; cincuentaiséis tamborileros, veintiocho flautistas, así como intérpretes de salterios, tocadores de cítaras, sin olvidar las trompetas, instrumento que Josué había puesto de moda bajo las murallas de Jericó[17]. Seguían después, en tres filas, los turiferarios que, reculando, balanceaban en el aire los incensarios, en los que ardían los perfumes del Yemen. Solimán y Balkis reposaban sobre un palanquín acarreado por setenta palestinos, prisioneros de guerra. La sesión había terminado. Nos fuimos comentando las diversas peripecias del relato, y quedamos para el día siguiente. [1] Ver Genesis XXV, 1 a 3: Volvió Abraham a tomar mujer de nombre Quetura, que le parió a Zamrán, Jocsán, Madán, Medián, Jesboc y Sué. Jocsán engendró a Saba y a Dadán… Los detalles genealógicos que siguen, son tomados, una vez más, de la Bibliotheque orientale de  Herbelot. (EDL) [2] Marib, la capital del reino de Saba Marib, a unos 100 kilómetros de Sanaa, fue la capital del antiguo Reino de Saba y es uno de los sitios arqueológicos más destacables de Yemen. Sus límites resultan tan imprecisos como la antigüedad de su historia. En el siglo VIII a.C., fue edificada la famosa represa de la ciudad, de una altura de 16 metros, que irrigó la llanura que la rodea durante cerca de un milenio. Actualmente, los inmemorables dominios de la reina de Saba son el hogar de tribus beduinas (http://www.webislam.com/articulos/25870-yemen.html) (EDL) [3] Abraham [4] La visita de la reina de Saba al rey Salomón se recoge en la Biblia (I Reyes X y II Crónicas IX). Pero Nerval recurre a otras fuentes: entre ellas, las azoras 27 y 34 del Corán y a la Bibliothèque orientale de d’Herbelot. La reina de Saba (o reina del Mediodía) es uno de los personajes de la Mujer salvadora en Aurélia: ver Mémorables y Fragmentos de una primera versión VI y VII. [5] Aquí el término sabeos no se refiere a la secta religiosa de la Historia del califa Hakem (ver n. 16*), sino a los habitantes del Yemen, cuya capital era, según la tradición, la ciudad de Saba. (GR) [6] Ver el Libro de Ruth, en el que la joven moabita se casa con Booz de Bethléem (o Ephrata), engendrando así la línea de David, de la que nacerá Jesucristo. (GdN) [7] Saba o sabbat, – mañana. (GdN) [8] El Valle de Cedrón es uno de los parajes más sagrados de Jerusalén por su situación entre el Monte del Templo y el Monte de los Olivos. (EDL) [9] Maestros, compañeros, aprendices: en esa jerarquía, en las palabras clave y en sus signos secretos, se pueden reconocer elementos masónicos. Nerval parece admitir la tradición según la cual Hiram-Adoniram, habiendo dividido a sus obreros en tres clases, está en el origen de la Francmasonería. [10] Referencia al Cantar de los cantares VII, 5: Tu cuello, torre de marfil; tus ojos, dos piscinas de Hesebón, junto a la puerta de Bat-Rabím. Tu nariz, como la torre del Líbano que mira frente a Damasco. Más adelante también se citan además de en ese poema, en los libros de los Proverbios y de el Eclesiastés, igualmente atribuidos a Salomón. [11] El Cantar de los cantares. [12] Se pueden encontrar estos nombres y hechos en los primeros capítulos de I Reyes 2, 25 [13] La sátira sistemática a la que se somete a Salomón no es, evidentemente, ni bíblica, ni musulmana. En la tradición árabe, Solimán, justo al contrario, está dotado de los poderes sobrenaturales que aquí se atribuyen a Balkis, y es Solimán quien, según el Corán (azora 27) es ayudado por una abubilla de poderes mágicos. Nerval convierte a Solimán en un personaje de ópera cómica para realzar mejor la pareja de Adoniram-Balkis. [14] Balkis-Isis: fusión de dos arquetipos de la mujer, según Nerval. [15] La Sulamita bien puede ser La Sunamita (con “ene” y no con “ele”), la muchacha más bella de Israel, escogida para alejar el frío de la muerte en el lecho donde agonizaba el rey David. Adonías, mediohermano de Salomón, intentó casarse con La Sunamita y hacerla reina. Fue asesinado y la joven quedó recluida entre los centenares de concubinas reales. En la imaginación árabe y europea, no obstante, se volvió indesarraigable la idea de que La Sulamita es la reina de Saba: Belkis, Nictoris, Makeda. Saba o Sabá bien pudo hacer sido Yemen, pero según Flavio Josefo (Antigüedades judías), Belkis era la soberana de Egipto y Etiopía. La reina de Saba y Salomón fundaron, pues, un linaje imperial cuyo último representante, Safari Makonen, gobernó de 1930 a 1974 con el título de Haile Selassie (“Padre de la Trinidad”) y es el Mesías de la religión rastafari (Ver el artículo de José Emilio Pacheco, sobre “El Cantar de los Cantares, en http://www.jornada.unam.mx/2009/02/08/index.php?section=cultura&article=a03n1cul) [16] Abubilla, ave augural para los árabes. Se cuenta que la reina de Saba, profirió una maldición sobre Salomón y su pueblo, que dice así: El Rey Salomón se había enamorado de la futura reina de Saba, la princesa Balkis, y después de declararse la pidió en matrimonio, Pero Balkis que no había dejado de observar que la profusión de oro que rodeaba al monarca, no lograba ocultar el envejecido marfil de sus manos, creyó descubrir en esto un síntoma de las pasiones secretas de Salomón. Según la costumbre ella debía de proponer 3 enigmas que el debía resolver para ser aceptada su propuesta, los cuales Salomón respondió con acierto, por lo que Balkis no pudo rechazarle, pero se mostró indiferente, pues supuso que alguien había inspirado sus respuestas. Y era verdad, el Gran Sacerdote de los Sabeos, había sido comprado por Sadoc, el Gran Rabino de los Hebreos. A todo esto, cada vez más entusiasmado, Salomón invitó a Balkis a visitar su Reino. Pero Balkis llevaba sobre su hombro un pájaro mágico llamado Hud-Hud, el cual era muy inteligente y conocedor de todos los secretos de la Tierra, y este habló al oído a la Princesa Balkis, contándole la historia, sobre una cepa de vid que se encontraba al pie del altar del Gran Templo. Entonces Balkis increpó a Salomón: “Para asegurar tu propia gloria, has violado la tumba de tus padres y esta cepa…”. Salomón se defendió diciendo: “En su lugar elevaré un altar de Porfirio, y de maderas de olivo, que haré decorar con cuatro serafines de oro…” Pero Balkis volvió a recriminar a Salomón: ” Esta viña fue plantada por Noé, tu antepasado. Al arrancarla de cuajo has cometido un acto de rara impiedad, por ello el último príncipe de tu raza será clavado en este madero como un criminal…” La visita por el Reino de Salomón y sus Palacios continuo…. pero la maldición de la viña perduró a través de los siglos…. (Recogido de  http://www.infiernitum.com/hermano/saba4.htm) [17] Josué VI

Esmeralda de Luis y Martínez 19 marzo, 2012 19 marzo, 2012 Adoniram, Banaïas., Belkis, Hud-Hud, Moussa Ben-Amran, Saba, Sadoc, Solimán
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