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“VIAJE A ORIENTE” 046

VI. La Santa Bárbara – II. El lago Menzaleh…  Habíamos dejado a la derecha el poblado de Esbeh, ailment construído con adobes, discount y en donde se distinguen los restos de una antigua mezquita y las ruinas de arcos y torres pertenecientes a la antigua Damieta, destruida por los árabes en la época de San Luis, por estar bastante expuesta a los ataques por sorpresa. El mar bañaba los muros de aquella ciudad, que ahora se encuentra a una milla de la actual. Es la superficie que más o menos gana la tierra de Egipto al mar cada seiscientos años. Las caravanas que atraviesan el desierto para pasar a Siria encuentran en algunos puntos huellas regulares que dejan ver, de trecho en trecho, ruinas antiguas sepultadas por la arena, que en ocasiones el viento del desierto se complace en descubrir de nuevo. Estos espectros de ciudades despojadas durante un momento de su mortaja polvorienta atemorizan la imaginación de los árabes, que atribuyen su construcción a los genios. Los sabios europeos han encontrado, siguiendo su trazado, una serie de ciudades que fueron construidas junto al mar bajo las dinastías de los reyes pastores, o de los conquistadores tebanos. Gracias al cálculo de esta retirada de las aguas, junto con el estudio de las huellas dejadas en el limo por los diferentes estratos del Nilo, en los que se pueden contar las marcas formadas por las distintas erosiones, se puede llegar a la conclusión de que la tierra de Egipto se remonta a una antigüedad de unos cuarenta mil años. Esto concuerda mal con el Génesis; a pesar de que esos largos siglos consagrados a la acción mutua de la tierra y las aguas hayan podido constituir lo que las sagradas escrituras llaman “materia sin forma”[1], la organización de los seres, único principio verdadero de la creación. Habíamos llegado al borde oriental de la lengua de tierra en la que se encuentra Damieta; la arena por la que pasábamos brillaba en algunos tramos, y me parecía contemplar  charcos de agua congelados, cuya superficie vidriosa aplastaban nuestro pies; eran costras de sal marina. Una cortina de esbeltos juncos, tal vez de los que antaño proporcionaran los papiros, nos ocultaba aún la orilla del lago; por fin llegamos a un puerto marcado por las barcas de los pescadores, y desde allí me pareció ver el mar en un día de calma. Solo las islas lejanas, teñidas de rosa por el sol de levante, coronadas aquí y allá por cúpulas y minaretes, indicaban un lugar más apacible, y barcas de vela latina circulaban a centenares sobre la superficie lisa de las aguas. Era el lago Menzaleh, el antiguo Mareotis, en donde las ruinas de Tanis aún ocupan la isla principal, y en la que Pelusa acotaba la el extremo fronterizo de la vecina Siria; Pelusa, la antigua puerta de Egipto por donde pasaron Cambises, Alejandro y Pompeyo, éste último, como bien sabemos, para encontrar allí la muerte. Lamentaba no poder recorrer el alegre archipiélago sembrado entre las aguas del lago, y asistir a alguna de las magníficas pescas que suministran de pescado a todo Egipto. Pájaros de especies variadas planean sobre este mar interior, nadan cerca de las orillas, o se refugian entre el follaje de los sicómoros, las casias y los tamarindos; los riachuelos y canales de irrigación que atraviesan por todas partes los arrozales ofrecen una gran variedad de vegetación marismeña, en donde cañaverales, juncos, nenúfares y sin duda también el loto de los antiguos, emergen del agua verdinosa y zumban con el vuelo de los insectos perseguidos por las aves. Así se cumple el eterno movimiento de la primitiva naturaleza en donde luchan espíritus fecundadores y asesinos. Cuando, después de haber atravesado la llanura, remontamos sobre el espigón, escuché de nuevo la voz del joven que me había hablado, y que continuaba repitiendo: Yélir, Yélir, Istanboldan!!”. Temía haberme equivocado al rechazar su petición, y quise conversar de nuevo con él preguntándole sobre el significado de lo que cantaba. “Es, me dijo, una canción que se compuso en la época de la masacre de los genízaros[2]. Me acunaron con esa canción.” ¿Cómo, me dije a mí mismo, esas dulces palabras, ese aire lánguido pueden encerrar ideas de muerte y de carnicería? Esto nos aleja un poco de la égloga. La canción venía a decir algo así: Viene de Estambul, el firman (el que anunciaba la disolución de los jenízaros)! Un barco lo trae, – Ali-Osmán lo espera; un barco llega, pero el firman no viene; todo el pueblo está en la incertidumbre. Un segundo barco arriba; por fin era el que esperaba Alí-Osmán. Todos los musulmanes visten sus mejores galas y se van a divertir al campo, porque esta vez sí que llegó el firman!   ¿Para qué profundizar más? Habría preferido ignorar el significado de esa letra. En lugar de una canción pastoral o del sueño de un viajero que piensa en Estambul, solo tenía en la memoria una insulsa cancioncilla política. “Me hubiera gustado, le dije en voz baja al joven, dejarle subir a la djerme, pero su canción habría podido contrariar al jenízaro, aunque hiciera como si no la comprendiera… –   ¿Él un jenízaro? Me dijo. No queda ninguno en todo el imperio; los cónsules dan aún ese nombre, por la costumbre, a sus cavas (guardaespaldas) pero ese no es más que un albanés, al igual que yo soy un armenio. No me quiere, porque cuando yo estaba en Damieta me ofrecí para guiar a unos extranjeros y enseñarles la ciudad, y ahora me voy a Beirut.” Le convencí al jenízaro de que su resentimiento no tenía fundamento alguno. “Pregúntele si él tiene con qué pagar su pasaje para el barco. –   El capitán Nicolás es mi amigo”, respondió el armenio. El jenízaro sacudió la cabeza, pero no hizo ninguna otra observación. El joven se levantó lentamente, recogió un pequeño paquete que apenas se veía bajo su brazo y nos siguió. Todo mi equipaje había sido ya transportado a la djerme, que se veía con una pesada carga. La esclava javanesa, a la que el placer de cambiar de lugar no le producía ninguna nostalgia del recuerdo de Egipto, palmoteaba alegremente con sus morenas manos, viendo que íbamos a partir y cuidaba del acomodo de las jaulas de gallinas y de palomas. El temor de que falte comida actúa fuertemente sobre estas almas simples. Por lo demás, el estado sanitario de Damieta no nos había permitido reunir provisiones más variadas; y aunque el arroz no faltaba, quedábamos obligados a pasar toda la travesía a base de este alimento.   [1] Génesis I,2: La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo, y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas. [2] El poderoso ejército de los jenízaros fue exterminado por el Sultán Mahmud II el 12 de junio de 1826.

Esmeralda de Luis y Martínez 19 febrero, 2012 19 febrero, 2012 Alejandro, Cambises, cavas., Damieta, El lago Menzaleh o Mareotis, Esbeh, los jenízaros, Pelusa, Pompeyo, Tanis
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VI. La Santa Bárbara – III. La Bombarda…  Seguimos aún por el curso del Nilo a lo largo de una milla; las orillas llanas y arenosas se extendían hasta perderse de vista, sales y el boghaz que impide a los barcos llegar hasta Damieta, a esas horas no oponía más que una barrera casi insensible. Dos fortalezas protegen esta entrada, con frecuencia abierta en la Edad Media, pero casi siempre fatal para los navíos. Los viajes por mar están en la actualidad, gracias al vapor, tan desprovistos de peligro, que no sin cierta inquietud se aventura uno en un barco de vela. Aquí renace la suerte fatal que proporciona a los peces su revancha a la voracidad humana, o al menos la perspectiva de errar durante diez años por costas inhóspitas, como los héroes de La Odisea o de La Eneida. Pero si alguna vez un barco primitivo ha sido sospechoso de estas fantasías surcando las aguas azules del golfo sirio, ese es la bombarda bautizada con el nombre de Santa-Bárbara, la que responde a su ideal más puro. En cuanto avisté desde lejos aquella sombría carcasa, parecida a un barco de carbón, elevando sobre un único mástil la larga verga emparejada con una sola vela triangular, comprendí que había empezado el viaje con mal pie, y al instante pensé en rechazar aquel medio de transporte. Pero, ¿cómo hacerlo? Volver a una ciudad y hacer frente a la peste para esperar a que pasara un bergantín europeo (ya que los barcos de vapor no cubren esta línea) no parecía una opción más afortunada. Miré a mis compañeros, que no aparentaban descontento ni sorpresa; el jenízaro parecía convencido de haber arreglado bien las cosas; ningún atisbo de burla se reflejaba en los rostros bronceados de los remeros de la djerme; con que deduje que aquel navío no tenía nada de ridículo ni de imposible dentro de las costumbres del país. A pesar de que ese aspecto de galeota deforme, de zueco gigantesco hundido en el agua hasta la borda a causa del peso de los sacos de arroz, no auguraba una travesía rápida. A poco que los vientos nos fueran contrarios, corríamos el riesgo de ir a conocer la inhóspita patria de los Lestrigones, o las rocas de pórfido de los antiguos Feacios. ¡Oh, Ulises!, ¡Telémaco!, ¡Eneas!, ¿estaba yo destinado a verificar personalmente vuestro falaz itinerario?. Mientras la djerme abordaba al navío, nos arrojaron una escala de cuerdas atravesadas con palos, y de esa guisa nos vimos izados a la cubierta e iniciados a las alegrías del interior. Kalimèra (buenos días), dijo el capitán, vestido igual que sus marineros, pero dándose a conocer por ese saludo en griego, mientras se ocupaba en que se dieran prisa en embarcar todas las mercancías, bastante más importantes que las nuestras. Los sacos de arroz formaban una montaña sobre la popa, tras la cual, una pequeña porción de la cubierta estaba reservada al timonel y al capitán; era totalmente imposible pasearse por allí sin pasar por encima de los sacos, ya que en medio del barco estaba la chalupa y los costados los ocupaban las jaulas con las gallinas; tan solo quedaba un espacio y muy estrecho, delante de la cocina, confiada a los cuidados de un joven grumete bastante avispado. En cuanto éste vio a la esclava, gritó: ¡kokona! ¡kali! ¡kali! (¡una mujer!, ¡bella!, ¡bella!) Este joven se apartaba de los modales reservados de los árabes, que no permiten que parezca que se note la presencia de una mujer o de un niño. El jenízaro había subido con nosotros y velaba el cargamento de las mercancías del cónsul. “Ah, le dije, ¿dónde nos van a alojar? Usted me dijo que nos darían el camarote del capitán.- Quédese tranquilo, respondió, una vez colocados todos los sacos, usted estará bien.” Tras lo cual, nos dijo adiós y descendió a la djerme, que no tardó en alejarse. Así que aquí estamos, sólo dios sabe por cuánto tiempo, sobre una de esas embarcaciones sirias que se despedazan contra la costa, igual que una cáscara de nuez, a la más mínima tempestad. Habría que esperar al viento del oeste por más de tres horas para izar la vela. En el intervalo, se comenzó a almorzar. El capitán Nicolás había dado órdenes, y su arroz cocía sobre el único hornillo de la cocina; nuestro turno llegaría más tarde. Mientras tanto yo andaba buscando donde podría estar situado el famoso camarote del capitán que se nos había prometido, y encargué al armenio que se informara a través de su amigo, que por cierto no había dado ninguna señal de reconocerle hasta el momento. El capitán se levantó fríamente y nos condujo hasta una especie de pañol situado bajo el puente superior de proa, al que sólo se podía acceder doblado en dos, y cuyas paredes estaban cubiertas de esa especie de grillos rojos, de un dedo de largo, llamados cancrelats (cucarachas), atraídos sin duda por un anterior cargamento de azúcar o de melaza. Reculé atemorizado y puse cara de enfado. “Éste es mi camarote, me dijo el capitán; pero no le aconsejo que lo utilice, a menos que comience a llover. Pero le voy a mostrar un lugar mucho más fresco y conveniente.” Entonces, me condujo cerca de la gran chalupa colgada con cuerdas entre el mástil y la proa, y me hizo mirar en su interior. “Aquí, dijo, estará usted mejor acomodado; tiene un colchón de algodón que puede extender de uno a otro extremo, y haré disponer sobre todo ello unas lonas que formen una tienda de campaña; ahora, vea usted lo bien y espaciosamente acomodado que está, ¿no es así?”. Habría hecho mal en no estar de acuerdo con él; pues aquel sitio era seguramente el más agradable de todo el barco para una temperatura africana, además de ser el espacio más aislado que se podía escoger.

Esmeralda de Luis y Martínez 19 febrero, 2012 19 febrero, 2012 El boghaz, el capitán Nicolás, Eneas, las cancrelats o cucarachas, Telémaco, Ulises
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VI. La Santa Bárbara – IV. “Andare sul mare”[1]… Y por fin comenzamos la navegación: veíamos empequeñecer, tadalafil descender y desaparecer bajo el azul nivel del mar esa franja de arena que encuadra tan tristemente los esplendores del viejo Egipto: el resplandor polvoriento del desierto era lo único que quedaba en el horizonte; las aves del Nilo nos acompañaron durante algún tiempo, search después, pilule una tras otra, nos fueron abandonando, como para ir a reunirse con el sol que descendía hacia Alejandría. Sin embargo, un astro brillante gravitaba poco a poco por el arco del cielo y lanzaba sobre las aguas reflejos de incendio. Era el lucero vespertino, Astarté, la antigua diosa de Siria, que brillaba con un resplandor incomparable sobre estas aguas sagradas que siempre la reconocen. ¡Muéstrate propicia, oh, divinidad!, que aun no poseyendo la pálida tez de la luna, destellas en la lejanía y arrojas tu dorado resplandor sobre el mundo como un sol nocturno!.  Después de todo, una vez pasada la primera impresión, el aspecto interior de la Santa-Bárbara no dejaba de ser pintoresco. Desde el primer día nos aclimatamos perfectamente, y las horas se deslizaban, tanto para nosotros, como para la tripulación, en la más perfecta indiferencia sobre el futuro. Me parecía que la nave surcaba las aguas como las de los antiguos navegantes, durante el día con el curso del sol, y llegada la noche, siguiendo el de las estrellas. El capitán me mostró una brújula, pero estaba totalmente desequilibrada. Este buen hombre poseía una expresión a la vez dulce y resuelta, impregnada de una peculiar inocencia que me hacía confiar más en él mismo que en su navío. No obstante me confesó que había sido un poco pirata, pero solamente durante la época de la independencia helénica. Me lo dijo tras invitarme a compartir su cena, compuesta por una fuente con una pirámide de arroz, en la que cada cual se servía con una pequeña cuchara de madera. Lo que ya era un progreso en relación a la manera de comer de los árabes, que sólo utilizan los dedos. Una botella de barro llena de vino de Chipre, de ese que llaman vino de Commanderie[2], corrió tras la cena; durante la que el capitán, ahora más locuaz, tuvo a bien, siempre con la ayuda del joven armenio, ponerme al día de sus negocios. Después de preguntarme si sabía latín, sacó de un estuche un aparatoso pergamino que contenía los títulos más evidentes de la moralidad de la bombarda. Quería saber en qué términos había sido extendido ese documento. Me puse a leerlo y me enteré de que “Los padres-secretarios de Tierra Santa apelaban a la bendición de la Virgen y de los santos sobre el navío, y certificaban que el capitán Alexis, griego católico, natural de Taraboulous (La Trípoli de Siria) había cumplido siempre con sus deberes religiosos”. “Han puesto Alexis, me comentó el capitán, pero es Nicolás lo que tenían que haber puesto; se han equivocado al escribirlo”. Le di mi conformidad, pensando para mis adentros que si no tenía una patente oficial, más le valdría evitar los puertos europeos. Los turcos se contentan con poco: el sello rojo y la cruz de Jerusalén estampados sobre esa profesión de fe debía ser suficiente, siempre que mediara un bakchis para satisfacer las necesidades de la legalidad musulmana. Nada más alegre que una sobremesa en el mar acompañada por el buen tiempo: la brisa es suave, el sol gira en torno a la vela, cuya sombra fugitiva nos obliga a cambiar de sitio de vez en cuando; finalmente esa sombra desaparece, proyectando sobre la mar su frescura inútil. Una sombra, que habríamos podido seguir disfrutando, de haber extendido una simple tela para proteger este espacio, pero a nadie parecía importarle: el sol doraba nuestras frentes como frutos maduros. Aquí era donde triunfaba la belleza de la esclava javanesa. En ningún momento se me había ocurrido que se velara, por ese sentimiento absolutamente natural de cualquier francés que tuviera una mujer, de no tener derecho a ocultarla. El armenio se había sentado cerca de ella junto a los sacos de arroz, mientras yo observaba al capitán jugar al ajedrez con el piloto, y le dijo varias veces con un falsete infantil: Ke ya, siti!”, que creo que significaba algo así como: “Y bien, señora!”. Ella se quedó algún tiempo sin responder, con esa fiereza que respiraba su compostura habitual; después, acabó por volverse hacia el joven, y comenzó la conversación. En ese momento, comprendí lo que había perdido al no poder hablar árabe con fluidez. Su frente resplandeció, sus labios sonrieron, y pronto se abandonó a ese chismorreo inefable que en todos los países es, a lo que parece, una necesidad para la más bella parte de la humanidad. Yo estaba feliz, además, por haberle procurado ese placer. El armenio parecía muy respetuoso y, de vez en cuando se volvía hacia mí; sin duda le estaba contando cómo yo la había encontrado y acogido. No hay que aplicar nuestras ideas a lo que pasa en Oriente, y creer que entre hombre y mujer una conversación se convierte de inmediato en algo criminal. Hay en su carácter mucha más simplicidad que en el nuestro; estaba persuadido de que se trataba únicamente de un charloteo despojado de sentido. La expresión de sus caras y la comprensión de algunas palabras aquí y allá, me indicaban suficientemente la inocencia de ese diálogo; además me había quedado absorbido por la observación del juego de ajedrez (¡y qué jugadas!) del capitán y su piloto. Yo me comparaba mentalmente con esos esposos amables que, en una reunión, sentados ante los tableros de juego, dejaban cotorrear o danzar sin inquietud a las mujeres y a los jóvenes. Y por lo demás, ¿qué era ese armenio, un pobre diablo recogido entre los juncales de la ribera del Nilo, comparado con un francés que venía de El Cairo y que había llevado la existencia de un mirliva (general), según estimaban los truchimanes y todo el barrio?. Si, por una monja, un jardinero es un hombre, como se decía en Francia el siglo pasado, no hay que pensar que el primero que llegue, signifique algo para una cadine musulmana. Hay en las mujeres educadas de una manera natural, como en las aves magníficas, un cierto orgullo que las defiende sobre todo de la vulgar seducción. Por otra parte, me parecía que abandonándola a su propia dignidad, me aseguraba la confianza y entrega de esta pobre esclava, que en el fondo, tal y como he dicho, yo consideraba libre desde el momento en que había dejado la tierra de Egipto y había pisado un barco cristiano. ¡Cristiano! ¿es el término exacto? Toda la tripulación de la Santa-Bárbara estaba formada por marineros turcos; el capitán y su segundo representaban a la iglesia romana, el armenio a una herejía cualquiera, y yo mismo… pero quién sabe lo que pueda representar en Oriente un parisino nutrido con ideas filosóficas, un hijo de Voltaire, un impío, para estas buenas gentes[3]? Cada mañana, en el momento en que el sol se dejaba ver en el horizonte del mar, y cada tarde, en el instante en que su disco, invadido por la línea sombría de las aguas, se eclipsaba en un minuto, dejando en el horizonte ese tinte rosado que se funde deliciosamente en el azul, los marineros se reunían en una única fila, mirando hacia la lejana Meca, y uno de ellos comenzaba a entonar la llamada a la oración, como habría podido hacer un honorable almuédano desde lo alto de los minaretes. No podía impedir a la esclava que se uniera a esta efusión religiosa tan emocionante y solemne; desde el primer día, nos vimos de este modo divididos en confesiones diversas. El capitán, por su parte, rezaba sus oraciones de vez en cuando a una imagen colgada en el mástil, que bien podría ser la patrona del navío, Santa Bárbara; el armenio, al levantarse, después de lavarse la cabeza y los pies con su jabón, mascullaba letanías en voz baja; yo era el único, incapaz de engañar a nadie, que no ejecutaba ninguna genuflexión, y me daba cierta vergüenza aparecer tan poco religioso ante aquellos hombres. Hay, entre los orientales, una tolerancia mutua por las religiones diversas, cada uno colocándose simplemente en un rango superior en la jerarquía espiritual, pero admitiendo que los otros pueden bien, en última instancia, ser dignos de servirles de escabel; el que es simplemente un filósofo perturba esta combinación: ¿dónde clasificarlo? El Corán mismo, que maldice a los idólatras y a los adoradores del fuego y las estrellas, no ha previsto el escepticismo de nuestro tiempo. [1] Recuerda a Hoffmann en “Ah senza amare, andare sul mare…” en su obra Doge et Dogaresse. [2] Así aparece en el texto original. En la nota de Jeanneret, se dice que de ese modo se llamaba al vino de Chipre. [3] Nerval se lamenta con frecuencia de la incertidumbre de su educación religiosa: ver Sylvie, cap. I y Aurelia II, I y 4.

Esmeralda de Luis y Martínez 19 febrero, 2012 19 febrero, 2012 Astarté, confesiones de la bombarda, las profesiones de fe., un certificado de moralidad
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VI. La Santa Bárbara – V. Idilio…  Hacia la tercera jornada de nuestra travesía habríamos tenido que avistar ya la costa siria, seek pero durante esa mañana apenas nos habíamos movido del sitio, pharm y el viento, que se levantaba a las tres de la tarde, hinchaba la vela a bocanadas, para dejarla poco después caer a lo largo del mástil. Aquello no parecía inquietarle demasiado al capitán, que repartía su tiempo libre entre el ajedrez y una especie de guitarra con la que se acompañaba siempre la misma canción. En Oriente, cada cual tiene su tonada favorita, y la repite sin cesar desde la mañana hasta la noche, y así hasta que se aprende otra más moderna. También la esclava había aprendido en El Cairo no sé qué cancioncilla de harén cuyo estribillo se repetía constantemente en una melopea arrastrada y soporífera. Eran, creo recordar, los dos versos siguientes: “Ya kabibé! Sakel nô!… “Ya makmouby! ya sidi!…” Comprendía algunas palabras, pero la de kabibé  faltaba en mi vocabulario. Pregunté por su significado al armenio, que me respondió: “Eso quiere decir pequeño gracioso. Añadí este nuevo término a mi glosario con su explicación, tal y como debe hacerse cuando uno quiere instruirse. Por la tarde, el armenio me dijo que estaba molesto porque el viento no mejorase, y que esto le inquietaba un poco. ¿Por qué? Le pregunté. El único riesgo es que nos quedemos aquí dos días más, eso es todo, y decididamente estamos muy bien en este barco. –   No es eso, me dijo, es que nos podría faltar el agua. –   ¡Faltar el agua! –   Sin duda; usted no tiene ni la menor idea de la desidia de estas gentes. Para proveerse de agua, habría sido necesario enviar una barca hasta Damieta, ya que la desembocadura del Nilo es salada; y como la ciudad estaba en cuarentena, han tenido miedo de todas las formalidades que había que pasar…al menos, eso es lo que dicen, pero, en el fondo, ni siquiera han pensado en ello. –   Es asombroso, dije, el capitán canta como si nuestra situación fuera de las más normales”; y con éstas me fui con el armenio a preguntarle sobre este asunto. El capitán se levantó, y me enseñó los toneles de agua enteramente vacíos, salvo uno de ellos que aún podría tener unas cinco o seis botellas de agua; después se marchó y volvió a sentarse sobre la chopa, y, volviendo a coger la guitarra, comenzó de nuevo su eterna canción echando hacia atrás la cabeza y apoyándola sobre la borda. A la mañana siguiente, me desperté temprano, y subí hasta el puente de proa con la idea de ver si era posible avistar las costas de Palestina; pero aunque limpié mi binocular, la línea extrema del mar era tan nítida como la hoja curva de un sable damasceno. Incluso era muy probable que no nos hubiéramos movido del sitio desde la víspera. Volví a descender, y me dirigí a la parte de atrás. Todo el mundo dormía tranquilo; sólo el joven grumete estaba levantado y se lavaba la cara y las manos con el único agua potable que quedaba de nuestro tonel. No pude evitar manifestarle mi indignación. Le dije o creí hacerle comprender que el agua del mar  era lo bastante buena como para asearse un sinvergüencilla de su especie, y queriendo formular esta expresión, me serví del término de ya kabibé, que había anotado. El muchacho me miró sonriendo, y no pareció muy afectado por la reprimenda. Pensé que lo había pronunciado mal, y no volví a pensar en ello. Horas más tarde, en ese momento tras la cena, en que el capitán Nicolás le pedía al grumete que trajera una enorme cántara de vino de Chipre, a la que sólo estábamos invitados a tomar parte, el armenio y yo, en calidad de cristianos (los marineros, por un respeto mal interpretado de la ley de Mahoma, no bebían más que un aguardiente de anís) el capitán se puso a hablarle en voz baja al oído al armenio.      “Quiere, me dijo el armenio, hacerle una proposición. –   Pues adelante. –   Dice que es delicado, y espera que no se moleste si ésta no le place. –    En absoluto. –    ¡Pues bien! Le pide si quiere usted cambiar a la esclava por su ya ouled (el jovencito) de su pertenencia.” Estuve a punto de soltar una carcajada; pero el talante serio de ambos Levantinos me desconcertó. Creí ver en el fondo una de esas perversas bromas que los Orientales no se permiten hacer más que en situaciones en donde un franco difícilmente les haría arrepentirse. Así se lo dije al armenio, que me respondió extrañado: –   “Pues no; habla totalmente en serio; el muchachito es muy blanco y la mujer morena, y añadió con aire de concienzuda apreciación, le aconsejo que se lo piense, el jovencito vale tanto como la mujer.” No estoy acostumbrado a extrañarme con facilidad: aparte de que sería una pérdida de tiempo en estos países. Me limité a responder que ese trato no me interesaba. A continuación, como yo me mostré con cierto humor, el capitán dijo al armenio que estaba enfadado por su indiscreción, ya que había creído agradarme. Yo no entendía bien cuál era su idea, y tuve la impresión de detectar una cierta ironía a través de  su conversación: entonces presioné al armenio para que se explicara con claridad sobre este asunto. –     “¡Pues bien! – me dijo el armenio- el capitán asegura que esta mañana usted ha hecho algunos  avances al ya ouled; al menos es lo que éste le ha contado. –      ¿¡Yo!? grité. Yo le he llamado pequeño desvergonzado porque se lavaba las manos con nuestra agua de beber; y justamente en contra de lo que ustedes piensan, yo estaba furioso con él.” La extrañeza del armenio hizo que me diera cuenta de que en este asunto había uno de esos absurdos “quiproquo” filológicos tan corrientes entre las personas que hablan una lengua con mediocridad. La palabra kabibé, que había traducido el armenio el día antes de una manera peculiar, tenía, justo al revés, el significado más encantador y amoroso del mundo. No sé porqué la expresión pequeño sinvergüenza le había parecido trasladar perfectamente esta idea al francés. Nos volcamos por encontrar una nueva traducción corregida del estribillo cantado por la esclava, y que, decididamente, significaba poco más o menos:  “¡Oh, mi querido, mi bien amado, mi hermano, mi señor!” Porque así es como comienzan casi todas las canciones de amor árabes, susceptibles de las interpretaciones más diversas, y que recuerdan a los comerciantes el equívoco clásico de la égloga de Corydon[1]. [1] Virgilio, Las Bucólicas. 2: “Formosum pastor Corydon ardebat Alexim…”

Esmeralda de Luis y Martínez 19 febrero, 2012 19 febrero, 2012 Corydon, kabibé o problemas de un malentendido lingüístico, la proposición: una esclava por un grumete
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VI. La Santa Bárbara – VI. Diario de abordo… La humilde verdad no tiene los inmensos recursos de las combinaciones dramáticas o novelescas. Yo recojo uno por uno los acontecimientos cuyo único mérito es el de su misma simplicidad, buy y me consta que sería más cómodo hacer un relato, en una travesía tan vulgar como la del golfo de Siria, en el que inventara peripecias verdaderamente dignas de atención; pero la realidad es parca al lado de la mentira, y más vale, me parece, comentar con inocencia y al uso de los antiguos navegantes: “Tal día, no avistamos en la mar más que un fragmento de madera que flotaba a la ventura; tal otro, una gaviota de alas grises…” hasta el extraordinario momento en que la acción se calienta y complica con una canoa de salvajes que vienen a traer ñames y lechoncillos asados. Sin embargo, a falta de la obligada tempestad, una calma chicha digna del Océano Pacífico, y la escasez de agua dulce en un navío de la guisa del nuestro, podría haber deparado escenas dignas de una Odisea moderna. Pero el destino me ha arrebatado esa suerte de interés, enviando esta tarde un ligero céfiro del oeste que nos hizo navegar bastante rápido. Yo estaba, a pesar de todo, alegre por este incidente, y le hice al capitán que me asegurara de nuevo que al día siguiente por la mañana podríamos avistar en el horizonte las cimas azulonas del Carmelo, cuando de pronto, se oyeron gritos de espanto desde el puente. “Farqha el bahr! Farqha el bahr! – ¿Qué pasa? – ¡gallina al agua!” El acontecimiento me parecía de poca gravedad; sin embargo, uno de los marineros turcos, al que pertenecía la gallina se desesperaba de forma conmovedora, y sus compañeros le compadecían muy seriamente. Le sujetaban para impedirle que se arrojara al agua, y la gallina ya lejos mostraba signos de debilidad que se seguían con emoción. Por fin, el capitán, tras un momento de duda, dio la orden de detener el barco. Así de repente, encontré un poco exagerado que tras haber perdido dos días nos detuviéramos con buen viento por una gallina ahogada. Le di dos piastras al marinero, pensando que ese era el objetivo de todo este asunto, ya que un árabe se dejaría matar por mucho menos. Su rostro se dulcificó, pero calculó sin duda inmediatamente que sacaría doble ventaja recuperando la gallina, y en un abrir y cerrar de ojos se despojó de sus vestidos y se lanzó al mar. La distancia hasta donde nadó era prodigiosa. Hubo que esperar una media hora con inquietud por su situación y porque se acercaba la noche. Nuestro hombre por fin nos alcanzó extenuado, y hubo que sacarle del agua, ya que no tenía ni siquiera fuerza para abordar al barco.  Ya al verse en seguro, el hombre se ocupaba más de su gallina que de él mismo; la daba calor, la enjugaba, y no se quedó a gusto hasta verla respirar tranquila y dar saltitos sobre el puente. El navío se volvió a poner en marcha. “¡Al diablo con la gallina! Le dije al armenio. Hemos perdido una hora. –    ¡Y qué! ¿habría usted preferido que la dejara ahogarse? –    ¡Pero si yo tengo un montón de gallinas!, ¡y gustosamente le habría dado unas cuantas por la suya! –    Ah, pero no es lo mismo. –    ¿Cómo que no? Habría sacrificado todas las gallinas de la tierra  por no perder una hora de viento favorable en un barco en el que nos arriesgamos a morir de sed mañana mismo. –     Mire usted, dijo el armenio, la gallina salió volando por su izquierda en el momento en que su dueño se preparaba para cortarla el cuello. –     Con mucho gusto admitiría, le repuse, que se apresurara, como buen musulmán a salvar a una criatura viviente; pero me consta que el respeto de los buenos creyentes hacia los animales no llega a esos extremos, ya que los matan para comérselos. –     Claro que los matan, pero con todo un ceremonial, pronunciando una serie de jaculatorias, y además, no pueden cortarles el cuello si no es con un cuchillo cuyo mango esté perforado por tres clavos y su hoja no presente mella alguna. Si en ese momento la gallina se hubiera ahogado, el pobre hombre estaba convencido de que él mismo se moriría de aquí a tres días. –    Eso es otra cosa”, le dije al armenio. Está claro que para los orientales, es algo muy serio el matar a un animal. Sólo se permite hacerlo única y exclusivamente para que sirva de alimento, y de una manera que recuerda a la antigua institución de los sacrificios. Ya se sabe que hay algo parecido entre los israelitas: los carniceros están obligados a emplear matarifes (schocket: sacrificadores) que pertenecer a la orden religiosa, y cada bestia es sacrificada empleando fórmulas consagradas. Este prejuicio se encuentra con diversos matices en la mayor parte de las religiones de Levante. La misma caza por ejemplo, sólo se tolera contra las bestias feroces y en castigo por los perjuicios que éstas puedan haber causado. La caza con halcón era sin embargo, en la época de los califas, la diversión de los grandes, pero por gracias a una interpretación que hacía recaer sobre las aves de presa la responsabilidad de la sangre vertida. En el fondo, sin adoptar las ideas de La India, se puede reconocer que hay una cierta grandeza en esta creencia de no matar innecesariamente ningún animal. Las fórmulas recomendadas para el caso en que se deba sacrificar un animal por la necesidad de alimentarse, sin duda tienen como objetivo impedir que el sufrimiento no se prolongue más allá de un instante, lo que los usos en la caza hacen desgraciadamente imposible. El armenio me contó a este respecto que, en los tiempos de Mahmoud, Constantinopla estaba tan plagada de perros, que los coches apenas podían circular por las calles, y al no poder eliminarlos, ni como animales feroces, ni como apropiados para la alimentación, se le ocurrió abandonarlos en los islotes desiertos del Bósforo. Hubo que embarcarlos por millares en los cayucos: y en el momento en el que ignorantes de su suerte, tomaron posesión de sus nuevos dominios, un imán les arengó con un discurso, exponiéndoles que se había hecho esto debido a una necesidad absoluta, y que sus almas, a la hora de la muerte, no debían vengarse de los fieles creyentes; ya que, por otra parte, si la voluntad del cielo era que fueran salvados, ésta se cumpliría de seguro. Había muchos conejos en las islas, y los perros no objetaron nada en principio contra este razonamiento jesuítico; pero, días más tarde, atormentados por el hambre, aullaron con tales gemidos, que se les podía oír desde Constantinopla. Los devotos, emocionados por aquella lamentable protesta, lanzaron muy serias quejas al sultán, ya por entonces bastante sospechoso por sus tendencias europeas, de suerte que tuvo que dar órdenes para traer de vuelta a los perros, que fueron, triunfalmente, reintegrados con todos sus derechos civiles.

Esmeralda de Luis y Martínez 19 febrero, 2012 19 febrero, 2012 "¡Gallina al agua!", Constantinopla, el islote de los perros abandonados, Mahmoud, turco nadador
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VI. La Santa Bárbara – VII. ¡Catástrofe!…  El armenio me venía bien para matar el aburrimiento de semejante travesía; pero también veía con placer que su alegría, online su incansable charlatanería, sus cuentos y consejos, daban a la pobre Zeynab la ocasión, tan querida por las mujeres de estos países, de expresar sus ideas con esa volubilidad de consonantes nasales y guturales de las que me resulta tan difícil alcanzar no sólo el sentido, sino el sonido mismo de las palabras. Con la magnanimidad de un europeo, yo sufría incluso sin dificultad que uno u otro de los marineros que se podían encontrar sentados cerca de nosotros, sobre los sacos de arroz, le dirigieran algunas palabras. En Oriente, la gente del pueblo es en general muy familiar, en primer lugar porque el sentimiento de igualdad aquí se establece más sinceramente que entre nosotros, y en segundo, porque en todas las clases existe una especie de cortesía innata. En cuanto a la educación, es prácticamente la misma, muy sumaria, pero universal. Lo que hace que el hombre de condición humilde pueda llegar sin transición alguna a convertirse en el favorito de un dignatario, y llegue a las máximas responsabilidades sin encontrarse jamás desplazado por ello. Entre nuestros marineros había un turco de Anatolia, bastante moreno, con la barba entrecana, y que hablaba con la esclava con más frecuencia y durante más tiempo que los otros; yo me había dado cuenta, y pregunté al armenio que qué podía estar diciendo; entonces se puso a escuchar la conversación, y me dijo: “Hablan de religión”. Esto me pareció bastante respetable, teniendo en cuenta que era este hombre el que dirigía a los demás -en calidad de hadji o peregrino que había ido a La Meca- la oración de la mañana y de la tarde. Ni por un instante se me habría ocurrido interrumpir a esta pobre mujer en sus prácticas habituales, que por otra parte no son más que una fantasía. Sólo en El Cairo, en un momento en el que ella estaba algo enferma, yo intenté hacerla renunciar a la costumbre de sumergir en agua fría sus pies y sus manos, todas las mañanas y todas las tardes, antes de hacer las plegarias, pero no hacía mucho caso de mis preceptos higiénicos, y no había consentido abstenerse más que del tinte de henné, que, al no durar más que cinco o seis días, obliga a las mujeres de oriente a renovar con frecuencia un preparado poco agradable cuando se aprecia de cerca. Yo no me opongo al colorete de cejas y párpados; incluso admito el carmín aplicado en mejillas y labios; ¿pero de qué vale colorearse de amarillo unas manos ya bastante cobrizas, que, a partir de ahí, pasan a presentar un color azafrán? Me mostré inflexible en este punto. Su cabello reposaba sobre la frente; y se recogía a ambos lados en largas trenzas anudadas con cordones de seda y temblorosos cequíes perforados (desde luego, falsos cequíes) que flotaban desde el cuello hasta los talones, conforme a la moda levantina. El taktikos festoneado de oro, se inclinaba con gracia sobre su oreja izquierda, y sus brazos se adornaban con pesados brazaletes de cobre plateado, toscamente esmaltados en rojo y azul, al gusto totalmente egipcio. Otras ajorcas resonaban en sus tobillos, a pesar de la prohibición del Corán, que no permite que una mujer haga tintinear las joyas que adornan sus pies[1]. Yo la admiraba de esa guisa, graciosa con su vestimenta de rayas de seda y cubierta con la milayeh azul, con esos aires de estatua antigua que sin duda alguna poseen las mujeres de Oriente. La animación de su gesto, una expresión poco habitual de sus rasgos, me impresionaban a veces, sin inspirarme inquietud; el marinero que charlaba con ella podría haber sido su padre, y no parecía temer que sus palabras fueran escuchadas. “¿Sabe usted lo que pasa? Me dijo el armenio, que, un poco más tarde se había acercado a los marineros para hablar con ellos; esas gentes dicen que la mujer que está con usted no le pertenece. –    Se equivocan, le repuse; dígales que me fue vendida en El Cairo por Abd-el-Kérim, por cinco bolsas. Tengo el recibo en mi billetera. Y además, todo esto es algo que no les concierne. –     También comentan que el mercader no tenía derecho de vender una mujer musulmana a un cristiano. –      Su opinión me da igual, y en El Cairo saben más de esto que esa gente. Todos los Francos allí tienen esclavas, sean cristianas o musulmanas. –      Pero sólo son negras o abisinias; no pueden tener esclavas de raza blanca. –     ¿Ve usted a esta mujer como de raza blanca? El armenio sacudió la cabeza como dudando. “Escuche, le dije; en lo que se refiere a mis derechos, no me cabe ninguna duda, ya que obtuve todas las informaciones necesarias antes de hacer la compra. Diga ahora al capitán que no conviene que sus marineros hablen con ella. –     El capitán, me dice que bien podría usted haberle prohibido eso mismo a su mujer desde el principio. –      Yo no quería, contesté, privarla del placer de hablar en su lengua, ni impedirla que se reuniera en las plegarias; de hecho, la configuración del barco, que obliga a todo el mundo a estar arracimados, hace difícil prohibir el intercambio de palabras.” El capitán Nicolás no parecía muy bien dispuesto, lo que yo atribuía un poco al resentimiento de haber visto rechazada su propuesta de intercambio. No obstante hizo venir al marinero hadji , que yo había señalado sobre todo como malintencionado, y le habló. Yo, por mi parte, no quería decir nada a la esclava para no darle la impresión de un amo exigente. El marinero al parecer respondió de un aire fiero al capitán, que me hizo decir a través del armenio que no me preocupara por eso; pues era un hombre exaltado, una especie de santón que sus camaradas respetaban a causa de su piedad; y que, además, lo que decía carecía de importancia. En efecto, ese hombre, no volvió a hablar a la esclava, pero charloteaba a voces delante de ella a sus camaradas, y yo comprendí inmediatamente que se trataba de la muslim (musulmana) y del roumi (cristiano). Había que terminar con todo esto, y yo no veía ningún medio de evitar esas insinuaciones. Me decidí a hacer venir a la esclava cerca de nosotros, y, con ayuda del armenio, tuvimos más o menos la siguiente conversación: “¿Qué te acaban de decir esos hombres? –    Que hacía mal, siendo una creyente, de quedarme junto a un infiel. –    ¿Pero no saben que te he comprado? –    Dicen que no tenían derecho de haberme vendido a ti. –    ¿Y tú piensas que eso es cierto? –     ¡Sólo Dios lo sabe! –    Esa gente se equivoca, y tú no debes hablarles más. –    Así se hará. Yo rogué al armenio que la distrajera un poco y le contara historias. Este muchacho, después de todo, me estaba resultando de gran utilidad; le hablaba siempre con ese tono aflautado y gracioso que se usa para distraer a los niños, y comenzaba siempre con “Ked ya, siti?…- Y bien, entonces señora… ¿qué pasa?, ¿ya no reímos más?, ¿quiere saber las aventuras de la cabeza cocida en un horno?”. Entonces él le contaba una vieja leyenda de Constantinopla, en la que un sastre, creyendo recibir un vestido del sultán para repararlo, se llevó a su casa la cabeza de un aga que le había sido entregada por error, y al no saber cómo deshacerse de aquel triste depósito, la envió al horno, dentro de una vasija de arcilla, a la casa de un pastelero griego. Este último para gratificar a un barbero franco, la sustituye furtivamente por su cabeza portapelucas; el franco la peina, después, al darse cuenta de su contenido, se deshace de ella; en fin el resultado es un montón de peripecias más o menos cómicas. Este relato forma parte de las bufonadas turcas del mejor gusto. La plegaria de la tarde llevó a las ceremonias habituales. Para no escandalizar a nadie, me fui a pasear sobre el puente de proa, espiando la aparición de las estrellas, y haciendo también, yo, mi plegaria, la de los soñadores y poetas, es decir, la admiración de la naturaleza y el entusiasmo de los recuerdos. Sí, admiraba las estrellas en ese aire de oriente tan puro que aproxima los cielos al hombre, esos astros-dioses, formas diversas y sagradas, que la divinidad ha rechazado una tras otra como máscaras de la eterna Isis… Urania, Astarté, Saturno, Júpiter, que todavía representan las transformaciones de las humildes creencias de nuestros antepasados. Los que por millones, han surcado estos mares, tomando sin duda su resplandor por la llama y el trono del dios; pero ¿quién no adoraría en los astros del cielo las pruebas mismas de la eterna potencia, y en su constante orbitar la acción vigilante de un espíritu oculto?. [1] Corán XXIV.31. (GR)

Esmeralda de Luis y Martínez 20 febrero, 2012 20 febrero, 2012 aga, aventuras de una cabeza cocida en un horno, esclavas blancas, esclavas negras, hadji, muslim, roumi
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VI. La Santa Bárbara – VIII. La amenaza… Volviéndome hacia el capitán vi, cialis en un escondrijo al pie de la chalupa, a la esclava y al viejo marinero hadji que habían vuelto a sus conversaciones religiosas, a pesar de mi prohibición. Esta vez no había más que decir; tiré violentamente del brazo de la esclava, que fue a caerse mullidamente, todo hay que decirlo, sobre un saco de arroz.             “Giaour! – Gritó. Comprendí perfectamente el significado de esa palabra. No era cuestión de ablandarse: “Ente giaour” , la repliqué, sin saber muy bien si esta palabra se decía así también en femenino: “Tú sí que eres una infiel, y él – añadí señalándole al hadji- es un perro (kelb)”. Aún no sé si la cólera que me agitaba era más por verme despreciado como cristiano o por sufrir la ingratitud de esta mujer a la que en todo momento había tratado como a una igual. El hadji, al oir que le trataban de perro, había hecho una tentativa de amenaza, pero se volvió hacia sus compañeros con la dejadez habitual de los árabes de baja estofa que, después de todo, no se atreverían a atacar a un franco ellos solos. Dos o tres avanzaron profiriendo injurias y, maquinalmente, yo agarré una de las pistolas que llevaba al cinto, sin pensar ni por un momento que esas armas de brillantes ornamentos, compradas en El Cairo para complementar mi disfraz, generalmente no eran fatales más que para la mano del que las usara. Además, tengo que añadir que ni siquiera estaban cargadas. –    “¿Pero en qué está usted pensando? , me dijo el armenio sujetándome del brazo. –     Ese es un loco, y para esas gentes es un santo; déjeles gritar, el capitán les va a hablar”. La esclava hacía como que lloraba, simulando que yo le había hecho mucho daño, y no quería moverse del lugar en que se encontraba. Llegó el capitán y dijo con aire indiferente: –    “¿Qué quiere usted? ¡estos no son más que unos salvajes!” y les dirigió con bastante indolencia unas cuantas palabras. –    “Añada, le dije al armenio, que en cuanto llegue a tierra iré en busca del pachá, que les hará apalear”. Me dió la impresión que el armenio les tradujo esto último como una especie de cumplido teñido de moderación. No volvieron a decir nada más, pero me daba cuenta de que ese silencio me dejaba en una posición bastante dudosa. De pronto me acordé de una carta de recomendación que tenía en la cartera para el pachá de Acre, y que me la había entregado mi amigo A.R.[1], que había formado parte del diván de Constantinopla durante bastante tiempo. Saqué mi portafolios del gabán, lo que provocó una inquietud generalizada. La pistola no había servido más que para amedrentar… sobre todo siendo de fabricación árabe; pero las gentes del pueblo en Oriente siempre ven a los europeos un poco como a magos, capaces de sacarse del bolsillo en cualquier momento, algo con lo que destruir a una armada entera. Se tranquilizaron al ver que yo no extraje del portafolios más que una carta, por otra parte bien escrita en árabe y dirigida a S.E. Méhmed-R, pachá de Acre, que anteriormente había residido mucho tiempo en Francia. Pero lo más afortunado en esta situación era que nos encontrábamos en ese momento justo a la altura de San Juan de Acre, en donde teníamos que hacer escala para proveernos de agua. Todavía no se avistaba la ciudad, pero no podíamos tardar mucho, si el viento continuaba, en llegar allí al día siguiente. En cuanto a Méhmed-Pacha, por otro azar digno de llamarse providencia para mí y fatalidad para mis adversarios, yo le había frecuentado en París en numerosas veladas, en las que él me había regalado tabaco turco y mostrado gran honestidad. La carta que yo llevaba le recordaba estos detalles, temiendo que el tiempo y sus nuevos cargos me hubieran borrado de su memoria; pero al menos quedaba claro, por la carta, que yo era un personaje muy fuertemente recomendado. La lectura de este documento produjo el efecto de quos ego de Neptuno[2]. El armenio, tras poner la carta sobre su cabeza en señal de respeto, echó una ojeada al sobre que, como es costumbre para las recomendaciones, no estaba cerrado y mostró el texto al capitán, a medida que lo iba leyendo. De repente, los palos prometidos habían dejado de ser una fantasmada para el hadji y sus camaradas. Estos granujas bajaron la cabeza, y el capitán me dio explicaciones de su propia conducta por el miedo que tenía de herir sus creencias religiosas, no siendo él mismo más que un pobre súbdito griego del sultán (raya), que no tenía más autoridad que en razón de su servicio: “En cuanto a la mujer, dijo, si es usted amigo de Méhmed –Pacha, es bien vuestra: ¿quién osaría luchar contra el favor de los grandes?” La esclava no se había movido; aunque había entendido perfectamente todo lo que se había dicho. No le cabía ya la menor duda respecto a su posición en aquel momento, ya que en un país turco, una protección vale más que un derecho; por tanto y a partir de ahora yo iba a mantener y constatar el mío ante todos los demás. –   “¿Acaso tú no has nacido en un país que no pertenece al sultán de los turcos? –    Eso es cierto, respondió; yo soy hindi (natural de la India). –    Entonces tú puedes estar al servicio de un franco como las abisinias (habesch), que son, igual que tú, de color cobrizo, y por tanto tus iguales. –     Aioua (¡sí!) dijo como convencida, ana memlouk enté: yo soy tu esclava. –     Pero, añadí yo, ¿recuerdas que antes de dejar El Cairo yo te ofrecí la libertad, y tú me dijiste que no sabrías adónde ir?. –      Es verdad, es preferible que me revendas. –      ¿Así que tú me has seguido tan sólo para cambiar de país e inmediatamente dejarme?. ¡Pues bien! Ya que eres tan ingrata, te quedarás esclava para siempre, y ya no volverás a ser una cadine, sino una criada. Desde este momento, llevarás el velo y te quedarás en la cabina del capitán… con las cucarachas. No hablarás aquí con nadie.” Cogió su velo sin responder, y fue a sentarse a la pequeña cabina de proa. Puede que yo haya cedido un poco al deseo de impresionar a estas gentes, tan pronto insolentes como serviles; siempre influenciables ante los exabruptos fuertes y pasajeros, y que hay que conocer para comprender hasta qué punto el despotismo es la forma normal de gobierno en Oriente. El viajero más modesto se ve amenazado rápidamente si no consigue hacerse respetar de inmediato mediante una apariencia de vida suntuosa; manifestarse con toda la teatralidad posible y mostrar, en multitud de ocasiones, poses agresivas que, de todos modos, se llevan a cabo sin peligro alguno. El árabe, es el perro que muerde si te ve recular, y que viene a lamer la mano que se levanta contra él. En cuanto recibe un bastonazo ignora si en el fondo quien se lo da no estaría en todo su derecho de hacerlo. Si vuestra posición le ha parecido de pronto débil; vuélvase usted feroz, y así se convertirá en un abrir y cerrar de ojos en un gran personaje que aparenta sencillez. En Oriente jamás se duda de nada; allí todo es posible: el sencillo zapatero remendón bien puede ser el hijo de un rey, como en Las mil y una noches. Por lo demás, ¿acaso no se ve a las princesas en Europa viajar vestidas con un frac negro y sombrero de copa?. [1] Alphonse Royer (1803-1875), después de haber pasado algunos años en Turquía, se consagró sobre todo al teatro, como autor y como director del Odeón, y después de La Ópera. (G.R.) [2] Frase inacabada que expresa la amenaza que Virgilio (Eneida, I, 135) pone en boca de Neptuno. (G.R.)  

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VI. La Santa Bárbara – IX. Costas de Palestina… Saludé emocionado a la tan deseada aparición de la costa de Asia. ¡Hacía tanto tiempo que no había visto montañas! La brumosa frescura del paisaje, troche el resplandor tan vivo de las casas pintadas y de los kioscos turcos reflejándose en el agua azul, patient las tierras escalonadas que trepan con dificultad entre el cielo y el mar, el romo pico del monte Carmelo, el edificio cuadrado y la alta cúpula de su célebre convento, que desde lejos aparecen teñidos de ese radiante color cereza, que recuerda siempre a la fresca aurora de los cantos de Homero, y al pie de esos montes, Khaiffa, que dejábamos ya atrás, frente a San Juan de Acre; situada al otro extremo de la bahía, y delante de la que se había detenido nuestro navío. Era un espectáculo lleno de gracia y a la vez grandeza. La mar, apenas rizada, se deslizaba como aceite hacia el arenal en donde espumaba la delgada traza de la ola, pujando su tinte azulado con el éter que ya vibraba con el fuego del sol aún invisible… Esto es lo que Egipto jamás ofrece con sus costas bajas y unos horizontes siempre mancillados por el polvo. Por fin apareció el sol que recortó con nitidez ante nosotros la ciudad de Acre avanzando hacia el mar sobre su promontorio de arena; con sus blancas cúpulas, sus muros, casas con terrazas, y aquella torre cuadrada, festoneada de almenas, que fue hace mucho tiempo morada del terrible Djezzar-Pacha, contra el que luchó Napoleón[1]. Echamos el ancla a poca distancia de la orilla. Había que esperar la visita de Sanidad antes de que las barcas pudieran venir a aprovisionarnos de agua fresca y fruta. Desembarcar, nos estaba prohibido, a menos que quisiéramos detenernos en la ciudad y pasar allí la cuarentena. En cuanto el barco de Sanidad vino a constatar que todos estábamos enfermos por llegar de la costa de Egipto, se permitió a las barcas del puerto que nos trajeran las provisiones esperadas y recibir nuestro dinero con las precauciones habituales. De este modo, a cambio de los toneles de agua, melones, sandías y granadas, que nos vendieron, nosotros teníamos que poner nuestros ghazis, piastras y paras (monedas turcas) dentro de barreños con agua y vinagre, que se colocaban a nuestro lado. Una vez que nos hubieron suministrado todas las provisiones, olvidamos nuestras querellas internas. Al no poder desembarcar durante algunas horas, y renunciando a quedarme en la ciudad, no juzgué conveniente enviar mi carta al pachá que, por otra parte, todavía podría servirme de recomendación en otro de los puntos de la antigua costa fenicia sometida al pachalik de Acre. Esta ciudad, que los antiguos llamaban Ako, o “la estrecha”, y los árabes Akka, fue conocida como Ptolémaïs hasta la época de Las Cruzadas. De nuevo se izaron las velas, y a partir de este momento nuestro viaje fue una fiesta; pasamos rozando, a un cuarto de milla de distancia las costas de la Célé-Syrie[2] y el mar, siempre claro y azul, reflejando como un lago la graciosa cadena de las montañas que van desde El Carmelo hasta el Líbano. Seis leguas más alto que San Juan de Acre aparece Sour, la antigua Tiro, con el espigón de Alejandro (el Magno) uniendo la costa al islote en donde se construyó la ciudad antigua, que hubo de ser asediada durante tanto tiempo. Seis leguas más lejos está Saïda, la antigua Sidón, que agrupa como un rebaño su amasijo de casas blancas al pie de las montañas habitadas por los drusos. Esa célebre costa no muestra más que unas pocas ruinas como recuerdo de la rica Fenicia. Pero ¿qué pueden legar ciudades en las que únicamente ha florecido el comercio? ¡Su esplendor ha pasado como una sombra, como el polvo, y la maldición de los libros bíblicos se ha cumplido enteramente, como todo lo que sueñan los poetas y que niega la sabiduría de las naciones!. Sin embargo, en el momento de llegar al final del trayecto, todo da igual, incluso esas hermosas orillas ribeteadas de azul. Por fin, el promontorio de Ra’s-Beirut y sus rocas grisáceas, dominadas a lo lejos por la cima nubosa del Sannín. La costa es árida y bajo los rayos de un sol ardiente aparecen los más mínimos detalles de las rocas tapizadas de una musgosidad rojiza. Dejamos la costa, giramos hacia el golfo, y de pronto todo cambió. Un pasiaje lleno de frescor, de sombra y de silencio; una vista de Los Alpes tomada desde un valle de un lago de Suiza, y ahí está Beirut… calma por un tiempo. Es Europa y Asia que se funden en muelles caricias; es, para todo peregrino un poco saturado de sol y de polvo, un oasis marítimo en donde se encuentra extasiado, frente a las montañas, con algo que en el norte es tan triste y que en cambio, en el sur se torna en gracioso y deseado: ¡las nubes!. ¡Benditas nubes!, ¡nubes de mi patria!, ¡había olvidado vuestros beneficios! ¡Y el sol de oriente os dota de tal encanto! Por la mañana aparecéis con esos dulces colores, medio rosas, medio azulados, como nubes mitológicas, de cuyo seno siempre se espera ver aparecer sonrientes deidades. Por la tarde, sus maravillosas brasas, bóvedas púrpuras que se desmoronan y degradan con rapidez en copos violetas, mientras el cielo pasa de tintes de zafiro a los de esmeralda, fenómeno tan raro en los países del norte. A medida que avanzábamos, el verdor resplandecía en toda su magnificencia, y el colorido intenso de la tierra y de las casas añadía aún más frescor al paisaje. La ciudad, al fondo del golfo, parecía ahogada entre la vegetación, y en lugar de ese amasijo fatigoso de casas blanqueadas con cal, que constituyen la mayoría de las ciudades árabes, me parecía vislumbrar una colonia de encantadoras villas diseminadas en una superficie de unas dos leguas. Es cierto que algunos edificios se aglomeraban en un cierto punto de donde surgían torres redondas y cuadradas; pero aquello no parecía ser otra cosa que un barrio del centro, ornado con numerosas banderolas de todos los colores. Mas en vez de acercarnos, como yo creía, a la estrecha rada colmada de pequeños navíos, cortamos en línea recta a través del golfo y fuimos a desembarcar en un islote rodeado de rocas, en donde unos modestos edificios, presididos por una bandera amarilla, señalaban la cuarentena, y en cuyo lugar, de momento, sólo nos estaba permitido desembarcar. [1] El bosnio Ahmed (1775-1804), apodado Djezzar (el carnicero), antiguo mameluco que llegó a pachá de Acre, defendió en 1799 la ciudad contra Napoleón con la ayuda del almirante inglés Sidney Smith y del inmigrante francés Phélippeaux. (GR)  [2] CÉLÉSYRIE, (Géogr.) provincia de Asia que formaba parte de Siria.  

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VI. La Santa Bárbara – X. La cuarentena… El capitán Nicolás y su tripulación se habían vuelto de lo más amables y pródigos de detalles hacia mi persona. Ellos hacían la cuarentena a bordo; pero una barca, medical enviada por Sanidad, vino para trasladar a los pasajeros al islote que, al verlo más de cerca, era más bien una isla. Una estrecha ensenada entre las rocas, sombreada por árboles seculares, llevaba a la escalera de una especie de claustro cuyas bóvedas en ojiva reposaban sobre pilares de piedra que soportaban un techo de cedro como el de los conventos romanos. El mar rompía alrededor sobre los roquedales tapizados de algas, y sólo nos faltaba un coro de monjes y la tempestad para estar en el primer acto del Bertram de Maturin[1]. Tuvimos que esperar allí bastante tiempo hasta que nos visitó el nazir, o director turco, que por fin tuvo a bien admitirnos en los placeres de sus dominios. Edificios de aspecto claustral se sucedían uno tras otro; abiertos a la intemperie, servían para almacenar mercancías sospechosas. En la cima del promontorio, un pabellón aislado, que dominaba el mar, se nos asignó como morada; era el edificio dedicado habitualmente a los europeos. Las galerías que habíamos dejado a nuestra derecha, albergaban a familias árabes acampadas, por así decirlo, en las vastas salas que servían tanto de alojamiento como de establos. Allí, piafaban los caballos cautivos y los dromedarios que asomaban entre los barrotes su largo cuello y cabeza peluda; más allá, las tribus, agrupadas en torno a una hoguera que les servía de cocina, volvían la cabeza con gesto agresivo cuando pasábamos cerca de sus puertas. Por lo demás, teníamos derecho a pasearnos por los alrededores de dos fanegas de terreno sembrado de cebada y plantado de moreras, e incluso de bañarnos en el mar bajo la vigilancia de un guardián. Una vez familiarizado con este lugar salvaje y marítimo, encontré la estancia agradable. Había allí un algo de reposo, una umbría y una variedad de tonalidades como para suscitar el más sublime de los ensueños. De un lado, las sombrías montañas del Líbano, con sus crestas de distintos tonos, esmaltadas aquí y allá de blanco por las numerosas aldeas maronitas y drusas y sus conventos instalados en un horizonte de ocho leguas; del otro, volviendo a esa cadena montañosa y cubierta de nieve que termina en el cabo Boutroun, todo el anfiteatro de Beirut, coronado por un bosque de pinos plantados por el emir Fakardin[2] para detener la invasión de las arenas del desierto. Torres almenadas, castillos, casas solariegas cuajadas de ojivas, construidos en piedra rojiza, conceden a ese paisaje un aspecto feudal y al tiempo europeo, que recuerda a las miniaturas de los manuscritos caballerescos de la Edad Media. Las embarcaciones francesas ancladas en la rada, y que no pueden ser acogidas en el estrecho puerto de Beirut, animan aún más este panorama. Esta cuarentena de Beirut era pues bastante soportable, y nuestros días pasaban, bien soñando bajo la espesa sombra de los sicómoros y de las higueras; bien trepando sobre un macizo rocoso bastante pintoresco que rodeaba una especie de estanque natural en donde el mar venía a dejar sus ondas suaves. Ese lugar me hacía pensar en las grutas de las hijas de Nerea. Nos quedamos allí todo el mediodía, aislados de los otros habitantes de la cuarentena, acostados sobre las algas verdes o luchando alegremente contra las espumosas olas. Por la noche, nos encerraban en el pabellón, en donde los mosquitos y otros insectos nos proporcionaban otros placeres no tan dulces. Los baldaquinos cerrados con unas mosquiteras de gasa nos resultaban de gran ayuda. La comida, consistía tan sólo en pan y queso salado, proporcionado por la cantina; a lo que había que añadir huevos y pollos que traían los campesinos de la montaña; aparte de eso, todas las mañanas, venían a degollar ante nuestra puerta corderos, cuya carne nos vendían a una piastra (25 céntimos) la libra. Además, el vino de Chipre, a una media piastra la botella, era un regalo digno de las grandes mesas europeas; Aunque tengo que decir que uno se llega a cansar de beber habitualmente este vino que más bien parece un licor; y yo prefiero el vino de oro del Líbano, que tiene un buen maridaje con la madera, por su gusto seco y su fuerza. Un día, el capitán Nicolás vino a visitarnos con dos de sus marineros y su grumete. Nos habíamos hecho buenos amigos, y había traído al hadji, que me estrechó la mano con gran efusión, temiendo, puede ser que me quejase de él una vez que me encontrara en Beirut. Por mi parte, les demostré toda mi cordialidad. Cenamos juntos, y el capitán me invitó a alojarme en su casa, si pasaba por Trípoli. Tras la cena, nos paseamos por la orilla del mar; me llevó aparte, y me hizo que me fijara en la esclava y el armenio que hablaban juntos, sentados un poco más abajo que donde estábamos nosotros junto al mar. Unas cuantas palabras mitad en francés, mitad en griego me hicieron comprender lo que quería decir, y yo lo rechacé con una bien marcada incredulidad. Sacudió la cabeza, y poco tiempo después volvió a embarcar en su chalupa, despidiéndose afectuosamente de mí. Al capitán Nicolás, me dije, todavía le pesa mi rechazo a cambiar la esclava por su grumete. No obstante, la sospecha me quedó en el espíritu, atacando al menos a mi vanidad. Es lógico que el resultado de la violenta escena que se había desarrollado en el barco, fuese una especie de enfriamiento en las relaciones entre la esclava y yo. Nos habíamos dicho una de esas palabras imperdonables de las que tanto ha hablado el autor de Adolphe[3]; el calificativo de giaour me había herido profundamente. Así que, me dije a mí mismo, no había merecido la pena persuadirla de que yo no tenía ningún derecho sobre ella; ya que además, bien porque fuera mal aconsejada, o por su propia reflexión, ella se sentía humillada por pertenecer a un hombre de una raza inferior conforme a las ideas de los musulmanes. La degradada situación de la población cristiana en Oriente repercute en el fondo sobre el mismo europeo; se le teme en la costa a causa de esa apariencia de poderío que constata el paso de los navíos; pero, en los países del interior, en donde esta mujer ha vivido toda la vida, los prejuicios aún permanecen intocables. Y a pesar de todo, me costaba admitir que aquel espíritu simple fuera capaz de disimulo; su pronunciado sentimiento religioso la debía defender al menos de esa bajeza. Por otra parte, tampoco podía ignorar el coqueteo del armenio. Joven aún y bello, con ese tipo de belleza asiática, de rasgos firmes y puros, razas nacidas en los comienzos del mundo, se semejaba a una encantadora muchacha que hubiera fantaseado disfrazándose de hombre; su mismo vestido, con excepción del peinado, no ocultaba más que a medias esa ilusión. Y heme aquí, como Arnolphe[4], espiando vanas apariencias con la conciencia de ser doblemente ridículo, ya que además soy un maître.  Tengo la suerte de ser engañado y robado al mismo tiempo, y me repito, como los celosos de las comedias: ¡qué pesada carga es guardar a una mujer! Aunque me consolaba acto seguido diciéndome que aquello no tenía nada de sospechoso; el armenio la distraía y divertía con sus cuentos, la halagaba con mil gentilezas, mientras que yo, en cuanto intento hablar en su lengua, le debo producir un efecto risible, algo así como el que un inglés, un hombre del norte, frío y pesado, debe producir a una mujer de mi país. Tienen los levantinos un temperamento expansivo y caluroso que, no cabe duda, debe seducir. Desde ese momento, ¿tendré que admitirlo? Me dio la impresión de que se tomaban de la mano dirigiéndose palabras tiernas, y ni siquiera ante mi presencia se sentían cohibidos. Reflexioné durante cierto tiempo hasta tomar una dura decisión. –    “Querido, le dije al armenio, ¿a qué se dedicaba usted en Egipto?  –    Yo era secretario de Toussoun-Bey[5]; me encargaba de traducirle prensa y libros franceses; escribía sus cartas a los funcionarios turcos. Pero murió de golpe y me despidieron, esa es mi posición en este momento. –    Y ahora, ¿qué piensa hacer usted? –    Espero entrar al servicio del pachá de Beirut. Conozco a su tesorero, que es un paisano mío. –    ¿Y no ha considerado la posibilidad de casarse? –    No dispongo de dinero para la dote, y sin ese requisito ninguna familia me concederá una mujer”. Vamos, me dije tras un corto silencio, mostrémonos magnánimo, hagamos que esta pareja sea feliz.  Esta idea me hizo sentirme mejor. De ese modo, liberaría a una esclava y crearía un matrimonio honesto. ¡Sería padre y benefactor al mismo tiempo!. Así que tomando las manos del armenio le dije: –      “A usted le gusta…¡cásese con ella, es suya!” Me habría gustado tener al mundo entero por testigo de esta emotiva escena, este cuadro patriarcal: el armenio extrañado, confuso ante tal magnanimidad; la esclava sentada cerca de nosotros, ignorando todavía el tema de nuestra conversación, pero, por lo que parecía, inquieta ya y soñadora… El armenio elevó sus brazos al cielo, como aturdido ante mi proposición. –      “¡Cómo, le dije, desgraciado, ¿aún vacilas?!… Seduces a la mujer de otro, la apartas de sus deberes, y acto seguido ¿no te quieres hacer cargo de ella cuando te la dan?” Pero el armenio no comprendía nada de estos reproches. Su extrañeza la expresó mediante una serie de enérgicas protestas. Jamás había tenido la menor idea de lo que yo pensaba de ellos. Se sentía tan desgraciado incluso por una suposición así, que se apresuró inmediatamente a instruir a la esclava para que fuera testigo de su sinceridad. Por lo que al mismo tiempo al enterarse de lo que yo había dicho, se sintió ofendida, sobre todo de la suposición de que ella pudiera prestar atención a un simple raya, un servidor tanto de los turcos como de los francos, una especie de yaoudi. ¿De modo que el capitán Nicolás me había inducido a creer toda suerte de ridículas sospechas…? ¡Bien se reconoce en esto el espíritu astuto de los griegos!. [1] Bertram o Le Château de Saint-Aldobrand (1816), tragedia “sombría”  del irlandés Ch. R. Maturin, que fue adaptada en 1821 por Taylor y Nodier y representada en el Panorama-Dramatique. (GR) [2] El emir druso Fakhr Ed-Din (1595-1634) consiguió crearse en el Líbano un reino casi independiente. Fue vencido por los turcos y estrangulado en Constantinopla por orden de Amurat. Sobre sus contactos con Europa ver p. 370-371. (GR) [3] Benjamín Constant, Adolphe. IV. (GR) [4] Ver Molière, L’École des femmes. [5] Segundo hijo de Méhémet-Ali (GR)

Esmeralda de Luis y Martínez 20 febrero, 2012 20 febrero, 2012 el cabo Boutroun, el emir Fakardin, los celos, Toussoun-Bey, un equívoco amoroso
“VIAJE A ORIENTE” 055

VII. La montaña – I. El padre Planchet… En cuanto pasamos la cuarentena, buy viagra alquilé por un mes un alojamiento en una mansión de cristianos maronitas, viagra a media legua de la ciudad. La mayor parte de estas mansiones, case situadas en medio de jardines, con terrazas plantadas de moreras escalonadas a lo largo de toda la costa, semejan pequeños dominios feudales construidos con solidez en una piedra de color tostado, con ojivas y arcos. Escaleras exteriores conducen a las diferentes plantas en la que cada una tiene su terraza, hasta llegar a la que domina todo el edificio, y donde las familias, al llegar la tarde, se reúnen para disfrutar de la vista del golfo. Nuestros ojos se encontraban por todas partes con un verdor espeso y lustroso, en donde sólo los setos de nopales marcan las medianerías. Los primeros días me abandoné a las delicias de ese frescor y esa umbría. Por todas partes se intuía y nos sentíamos rodeados de una vida desahogada. Mujeres bien vestidas, bellas y sin velo, iban y venían, casi siempre con pesadas cántaras que iban a rellenar a las cisternas y transportaban graciosamente sobre la espalda. Nuestra patrona, que tocada con una especie de cono drapeado de cachemira, sobre sus largas trenzas adornadas de zequíes, parecía una reina asiria, era tan solo la mujer de un sastre que tenía su tienda en el bazar de Beirut. Sus dos hijas y los niños pequeños vivían en la primera planta; nosotros ocupábamos la segunda. La esclava pronto se familiarizó con esta familia, e indolentemente sentada sobre las esteras, se veía a sí misma como rodeada de inferiores, haciéndose servir de todos ellos, por más que intenté impedírselo a aquellas pobres gentes. No obstante, encontraba cómodo el poder dejarla en lugar seguro dentro de esta casa mientras yo iba a la ciudad. Esperaba cartas que no llegaban, el servicio de correos francés se hace tan mal en estos parajes, que los periódicos y los paquetes llegan siempre con dos meses de retraso. Esta circunstancia me entristecía mucho y me abocaba a sueños sombríos. Una mañana, me desperté bastante tarde, medio inmerso aún en las ilusiones de un sueño. Vi a la cabecera de mi cama a un sacerdote sentado, que me miraba con cierto aire compasivo. –        “¿Cómo se encuentra, señor? Me dijo en tono melancólico. –                     Pues, bastante bien; perdone, me despierto, y… –                     ¡No se mueva! Cálmese. Medite. Piense que el momento se acerca. –                     ¿Qué momento? –                     ¡Esa hora suprema, tan terrible para los que no están en paz con Dios! –                     ¡Eh, eh!, ¿qué pasa aquí? –                     Aquí estoy, presto a recoger su última voluntad. –                     ¡Ah!, grité, ¡eso es terrible!. Y ¿quién es usted?. –                     Soy el Padre Planchet. –                     ¡El Padre Planchet! –                     De la Compañía de Jesús. –                     ¡No conozco a esas gentes! –                     Han venido al convento a decirme que un joven americano en peligro de muerte me esperaba para hacer algunos legados a la comunidad. –                     ¡Pero yo no soy americano! ¡hay un error! Y, además, yo no me encuentro en el lecho de muerte; ¡ya lo ve usted!” Me levanté bruscamente … un poco con la necesidad de convencerme a mí mismo de mi perfecta salud. El Padre Planchet comprendió al fin que le habían indicado mal. Se informó en la casa, y se enteró de que el americano vivía algo más lejos. Me saludó sonriendo con indiferencia, y me prometió que al volver vendría a verme, encantado de haberme conocido gracias a aquel singular azar. Cuando regresó, la esclava estaba en la habitación, y le conté su historia. “¡Cómo, me dijo, se ha echado un peso así en su conciencia!… Usted ha perturbado la vida de esta mujer, y a partir de ese momento es usted responsable de todo lo que le pueda acontecer. Y ya que no puede llevársela a Francia y seguro que usted no quiere desposarla, ¿qué será de ella?. –    Le concederé la libertad; el bien más grande que puede reclamar cualquier ser racional. –    Hubiera sido mejor dejarla donde estaba; habría podido encontrar un buen amo, un marido… en cambio, ahora, ¿se da usted cuenta en qué abismo de mala conducta puede caer, una vez dejada a su libre albedrío?. No sabe hacer nada de nada, no puede servir… Piense en todo esto”. La verdad es que no se me había ocurrido reflexionar seriamente sobre esas consideraciones. Así que le pedí consejo al padre Planchet, que me repuso: –    “Es posible que le pueda encontrar una buena situación y un porvenir. Hay, añadió, unas damas muy piadosas en la ciudad que se encargarían de su futuro.” Le previne acerca de la extremada devoción que ella tenía por la fe musulmana. Planchet sacudió la cabeza y mantuvo una larguísima conversación con la esclava. En el fondo, esta mujer poseía un sentimiento religioso desarrollado más por naturaleza y de manera general que en el sentido de una creencia determinada. Y además, el aspecto de la población maronita entre la que vivíamos, y los conventos desde los que se escuchaba el sonido de las campanas en la montaña, el frecuente deambular de emires cristianos y drusos, que venían a Beirut, magníficamente ataviados, provistos de armaduras resplandecientes, subidos en hermosas monturas, con numeroso cortejo de caballeros y de negros encargados de llevar tras ellos sus estandartes plegados en torno a las lanzas: todo ese aparato feudal, que hasta a mí mismo me admiraba, como salido de Las Cruzadas, mostraba a la pobre esclava que aquí existía la misma pompa y poderío que en el país de los turcos, con independencia de que fueran o no musulmanes. La apariencia externa seduce siempre a todas las mujeres, sobre todo a las simples e ignorantes, y suele ser la principal razón de sus simpatías o de sus convicciones. Cuando llegamos a Beirut y atravesó la multitud de mujeres sin velo, que llevaban sobre la cabeza el tantour, cuerno de plata cincelada y dorada del que cuelga y balancea un velo de gasa tras la cabeza, otra moda conservada de la edad media, hombres de buena presencia y ricamente armados, cuyo turbante rojo o abigarrado indicaba confesiones distintas al islamismo; gritó: “¡Cuántos giaours!…” Y eso alivió un poco mi resentimiento al haber sido injuriado con ese término. Se trataba, por tanto, de tomar partido. Los maronitas, nuestros anfitriones, a los que les gustaban muy poco sus formas, y que la juzgaban, como los demás, desde la intolerancia católica, me decían: Véndala. Incluso me proponían traer a un turco que se encargara del asunto. Se puede comprender el caso que hice de ese consejo tan poco evangélico. Me fui al convento a ver al padre Planchet, situado cerca de las puertas de Beirut. Daban allí clase a los niños cristianos, a los que dirigía su educación. Hablamos largo y tendido de M. De Lamartine[1], al que había conocido y del que admiraba mucho sus poemas. Se lamentaba de los esfuerzos que tenía que hacer para obtener del gobierno turco la autorización para ampliar el convento. Aún así, las obras interrumpidas revelaban un grandioso plan, y una magnífica escalinata en mármol de Chipre conducía a las otras plantas todavía sin terminar. Los conventos católicos gozan de mucha libertad en las montañas; pero a las puertas de Beirut no se les permite construcciones muy importantes, incluso a los jesuitas les está prohibido tener una campana. La habían suplido por un enorme cascabel, que, modificado poco a poco, iba adquiriendo el aspecto de una campana. También los edificios se agrandaban sensiblemente bajo los ojos poco atentos de los turcos. “Hay que hacer unos pocos malabarismos, me decía el padre Planchet; con paciencia lo conseguiremos”. Me volvió a hablar de la esclava con una sincera benevolencia. Y aún así yo luchaba con mis propias incertidumbres. Las cartas que yo esperaba podían llegar en cualquier momento y así cambiar mis resoluciones. Temía que el padre Planchet, se ilusionara piadosamente con la idea,  sobre todo por el honor que significaría para su convento, de una conversión musulmana, y que al final, la suerte de la pobre muchacha no fuera muy triste más adelante. Una mañana, la esclava entró en mi habitación aporreando con las manos y gritando aterrorizada: –    Durzi! Durzi! Durzi! Bandouguillah! (¡los Drusos! ¡los drusos! ¡los drusos! ¡disparos!) En efecto, a lo lejos se oían tiros de fusil; pero se trataba tan sólo de una fantasia de unos albaneses que partían hacia la montaña. Me informé, y me enteré de que los drusos habían quemado un pueblo llamado Bethmérie, situado a unas cuatro leguas. Se enviaron tropas turcas, no contra los drusos, sino para vigilar los movimientos de los dos partidos que todavía estaban luchando en ese lugar. Yo me había marchado a Beirut, en donde me enteré de estos asuntos. Regresé muy tarde, y entonces me comentaron que un emir o príncipe cristiano de una región del Líbano había venido a alojarse a la casa. Al saber que aquí también se hospedaba un “franco” de Europa, quiso verme y me estuvo esperando durante mucho tiempo en mi habitación, en la que dejó sus armas en señal de confianza y fraternidad. Al día siguiente, el ruido que provocaba su partida me despertó temprano; le acompañaban seis hombres bien armados y montando magníficas cabalgaduras. No tardamos en conocernos, y el príncipe me invitó a pasar unos días en su mansión de la montaña. Acepté presuroso ante la extraordinaria ocasión que se me presentaba de estudiar los usos y costumbres de estos pueblos singulares. Pero para poder hacer ese viaje necesitaba dejar a la esclava convenientemente alojada, pues yo no podía llevarla conmigo. Me indicaron en Beirut una escuela de jovencitas, dirigida por una dama de Marsella, llamada Mme. Carlès. Era la única escuela en la que se enseñaba francés. Mme. Carlès era una buena mujer, que sólo pedía tres piastras turcas por día, para el alojamiento, comida e instrucción de la esclava. Yo tenía que partir para la montaña tres días después de haber colocado a la esclava en esa casa; a la que se había habituado muy bien y en donde estaba encantada de poder charlar con las jovencitas, que se divertían mucho con sus ideas y sus cuentos. Mme. Carlès me llevó aparte y me dijo que no desesperaba de poder convertirla al cristianismo. “Mire usted, añadió con su acento provenzal, yo les suelo hablar de este modo. Les digo: ¿Ves, hija mía?, todos los buenos dioses de cada país, son el mismo buen dios. Mahoma es un hombre de mucho mérito…pero Jesucristo es también un buen hombre”. Esa forma tolerante y dulce de intentar una conversión me pareció bastante aceptable. “No conviene forzarla en nada, le dije”. –     Quédese usted tranquilo, repuso Mme. Carlès; ella incluso ya me ha prometido venir conmigo a misa el próximo domingo.” No cabía la menor duda de que no podía haberla dejado en mejores manos para aprender los principios de la religión cristiana y el francés…de Marsella. [1] Lamartine residió en Beirut entre 1832 y 1833.

Esmeralda de Luis y Martínez 21 febrero, 2012 22 febrero, 2012 Bethmérie, El padre Planchet, los drusos, los maronitas, Mme. Carlès
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