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“VIAJE A ORIENTE” 027

III. El harem – IV. Primeras lecciones de árabe… Le hice una señal a la esclava para que cogiera una silla, prostate ya que yo había tenido la debilidad de comprar sillas, cialis pero sacudió la cabeza, y comprendí que mi idea era ridícula por la escasa altura de la mesa. Así que puse unos cojines en el suelo, y me senté, invitándola a hacer lo propio al otro lado; pero no hubo manera. Volvía la cabeza y se llevaba la mano a la boca. “Criatura, le dije, ¿es que me quiere usted hacer morir de hambre?”. Pensé que era preferible hablar, aún en la certeza de no ser entendido, que librarse a una ridícula pantomima. Me respondió con algunas palabras que probablemente significaban que no me comprendía, y a las que yo le replicaba: Tayeb. Al menos era un principio de diálogo. Lord Byron decía por experiencia que el mejor medio de aprender una lengua era vivir solo durante cierto tiempo con una mujer*; pero aún habría que añadir algunos libros elementales; de otro modo, sólo se aprenden sustantivos, falta el verbo. Por otra parte es bastante difícil retener las palabras sin escribirlas, y el árabe no se escribe con nuestras letras, o al menos, éstas últimas no dan más que una idea imperfecta de la pronunciación. Y aprender la escritura árabe es algo tan complicado por las elisiones, que el sabio Volney[**] había encontrado más sencillo inventar un alfabeto mixto, cuyo empleo, desgraciadamente no apoyaron otros eruditos.*** A la ciencia le gustan las dificultades, y jamás tiende a vulgarizar mucho el estudio: si uno pudiera ser autodidacta, ¿qué sería e los profesores?. Después de todo, me dije, esta joven, nacida en Java, puede que profese una religión hindú; y no se alimente más que de frutas y hierbas. Le hice una señal de adoración, pronunciando en tono interrogativo el nombre de Brama; que pareció no comprender. De todos modos, mi pronunciación debía ser muy mala. Aún así, me puse a enumerar todos los nombres que sabía relacionados con esa cosmogonía; era igual que si hablara en francés. Entonces comencé a lamentar haber despedido al dragomán. Me irritaba especialmente con el tratante de esclavos por haberme cedido este hermoso pájaro dorado sin decirme lo que había que darle de comer. Le ofrecí únicamente pan, y del mejor que se hace en el barrio franco; y me dijo con un tono melancólico: ¡mafish! Palabra desconocida cuya expresión me entristeció mucho. Recordé entonces a las pobres bayaderas llevadas a París hace unos años, a las que tuve ocasión de ver en una casa de Los Campos Elíseos. Aquellas hindúes sólo tomaban los alimentos que preparaban ellas mismas en vasijas nuevas. Ese recuerdo me tranquilizó un poco, y me resolví a salir, después de comer, con la esclava para aclarar este punto. La desconfianza que me había inspirado el judío hacia mi dragomán había surtido como efecto secundario el que me pusiera en guardia también contra él; lo que me había conducido a esta incómoda situación. Se trataba de encontrar un intérprete de confianza, para por lo menos saber algo sobre mi adquisición. Se me ocurrió por un instante que el Sr. Jean, el mameluco, hombre de una edad respetable. Pero, ¿cómo iba a llevar a esta mujer a un cabaret?. Y tampoco podía dejarla en la casa sola con el cocinero y el criado para ir a buscar al Sr. Jean. E incluso si enviaba afuera a esos dos sirvientes resultaba arriesgado ¿sería prudente dejar a una esclava sola en un recinto clausurado con un cerrojo de madera?. Un ruido de esquilillas resonó en la calle. Vi a través de la celosía a un cabrero con una disdasah azul que llevaba algunas cabras hacia el barrio franco. Se lo mostré a la esclava, que me dijo sonriendo ¡aioua! Lo que interpreté como un sí. Llamé al cabrero, un muchacho de quince años, de tez oscura, ojos enormes, nariz prominente y labios carnosos, como los de las esfinges. Un tipo egipcio de la más pura raza. Entró en el patio con sus animales, y se puso a ordeñar a una de las cabras en una jarra de cerámica nueva que le mostré a la esclava antes de dársela. A lo que me obsequió con un nuevo ¡aioua!, y miró desde lo alto de la galería, aunque velada, el quehacer del cabrero. Hasta aquí, todo fácil, como un idilio, y hasta encontré de lo más natural que ella le dirigiera al cabrerillo estas dos palabras: ¡talé bukra!, pues comprendí que le pedía que volviera mañana. Cuando el cabrero llenó todo el jarro, me miró con un aire más bien de salvaje, gritándome: ¡at foulouz!. Yo ya había frecuentado bastante a los que alquilaban burros como para entender lo que aquello significaba: “Dame dinero”. Cuando hube pagado, gritó de nuevo ¡bakchis!, otra de las expresiones favoritas del egipcio, que reclama una propina por cualquier motivo. Le respondí ¡talé bukra! Como había oído a la esclava; y con esto se alejó satisfecho. Así es como se aprenden las lenguas, poco a poco. La esclava se contentó con beber la leche sin querer mojar pan. No obstante, el que se tomara ese ligero refrigerio me tranquilizó un poco, ya que me estaba temiendo que no fuera a pertenecer a esa raza javanesa que se alimenta de una especie de tierra grasa, comida que, es muy posible, no habría podido procurarme en El Cairo. Después mandé a buscar los burros y le indiqué a la esclava que cogiera su manto milayeh. Lanzó una ojeada despectiva al tejido de algodón (quadrillé?), lo que más se llevaba en El Cairo, y me dijo: ¡An’ aouss habbarah!****. ¡Qué rápido se aprende! Entendí al momento que ella esperaba vestirse de sedas en lugar de algodón; es decir, con la ropa de las grandes damas, en lugar de la de las simples burguesas. Le contesté con un vigoroso ¡Lah! ¡Lah!, acompañado de una sacudida de mano y moviendo la cabeza a la manera de los egipcios. * “Don Juan”. II. 164 (GR) ** Constantin-François Chassebœuf de La Giraudais, conde de Volney, conocido simplemente como Volney (Craon, Anjou, 3 de febrero de 1757 – París, 25 de abril de 1820), fue un escritor, filósofo, orientalista y político francés. Fue amigo de Cabanis y de Destutt de Tracy y, en su obra, el heredero del racionalismo de Helvétius y de Condorcet. Después de estudiar derecho y medicina, viajó por el Líbano, Egipto y Siria, viaje que relató en Viaje por Egipto y Siria (1788). Poco antes de ese viaje, adoptó el seudónimo de Volney, forma contraída de Voltaire y Ferney. En los albores de la Revolución Francesa, es representante por el Tercer Estado en los Estados Generales de 1789 (rechazando sentarse en las filas de la nobleza), y fue secretario de la Asamblea Nacional Constituyente en 1790. Es autor de Ruinas o Meditaciones sobre las revoluciones de los imperios (1791), su obra más famosa, en la que proclama un ateísmo tolerante, la libertad y la igualdad. Napoleón le otorgó el título de conde, y durante el reinado de Luis XVIII fue senador y miembro de la Cámara de los Pares, aunque siguió defendiendo ideas liberales. Entre sus obras destacan una Cronología de Heródoto (1781), Nuevas investigaciones sobre historia antigua (1814) y diversos trabajos sobre el hebreo (http://es.wikipedia.org/wiki/Conde_de_Volney)  *** VOLNEY, “L’Alfabet européen appliqué aux langues asiatiques (1819)”. Su “Voyage en Egypte et en Syrie pendant les années 83-85” (1787) fue muy leido en el s. XIX y era conocido por Nerval. **** “Yo me cubro con una habbarah” (GR) – “Yo quiero una habbarah” (EDL)  

Esmeralda de Luis y Martínez 11 febrero, 2012 11 febrero, 2012 aioua, aouss habbarah, disdasah, foulouz, mafish, talé bukra, Volney
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III. El harem – V. La amable intérprete… A mí no me apetecía ir a comprar una habbarah, ambulance ni tan siquiera dar un simple paseo; pero de pronto, viagra se me ocurrió que apuntándome al gabinete de lectura francesa, sovaldi la amable Mme. Bonhomme se prestaría a servirme de intérprete para una primera explicación con mi joven cautiva. Yo sólo había visto a Mme. Bonhomme en la famosa representación de amateurs que había inaugurado la temporada en el Teatro de El Cairo, pero el vaudeville que había interpretado me la mostraba como una excelente y educada persona. El teatro tiene esa peculiaridad, que nos hace creer que conocemos perfectamente a una desconocida. De ahí, las grandes pasiones que inspiran las actrices sin que nos demos cuenta de que sólo las hemos visto de lejos*. Si la actriz tiene ese privilegio de mostrar a todos un ideal que la imaginación de cada cual interpreta y entiende a su gusto, ¿por qué no reconocer en una bonita, incluso virtuosa intermediaria esa función, en general acogedora, y por así decirlo de iniciación, que proporciona al extranjero unas relaciones útiles y llenas de encanto?. De todos es conocido hasta qué punto el bueno de Yorick, desconocido, inquieto, perdido en el gran tumulto de la vida parisina, estuvo encantado de encontrar acogida en la casa de una amable y complaciente tafiletera**; y cuánto más un encuentro de esta guisa es aún de mayor utilidad en una ciudad de Oriente. Mme. Bonhomme aceptó con toda la gracia y paciencia posibles el papel de intérprete entre la esclava y yo. Había mucha gente en la sala de lectura, así que nos hizo pasar a un almacén de artículos de perfumería y otros objetos, que estaba junto a la biblioteca. En el barrio franco todos los comerciantes venden de todo. Y mientras la esclava extrañada examinaba con embeleso las maravillas del lujo europeo, yo explicaba mi problema a Mme. Bonhomme, que también tenía una esclava negra a la que de vez en cuando yo veía que le daba órdenes en árabe.             Le interesó lo que le conté, y le rogué que preguntara a la esclava si estaba contenta de pertenecerme. “Aioua” respondió ella. A esta respuesta afirmativa, añadió que aún estaría más contenta si la vistiera como a una europea. Esta pretensión hizo sonreír a Mme. Bonhomme, que fue a buscar un gorrito de tul y encajes y lo ajustó sobre su cabeza. Tengo que reconocer que aquello no le sentaba muy bien. La blancura del sombrero le daba un aire enfermizo. “Pequeña, le dijo Mme. Bonhomme, estás mejor tal y como eres. El tarbouche te sienta mucho mejor”. Y como la esclava renunciaba al gorrillo muy apenada, fue a buscarla un taktikos de mujer griega festoneado de oro que le quedaba mucho mejor. Comprobé que en estos teje-manejes había una ligera intención de fomentar la venta, pero el precio era moderado, a pesar de la exquisita delicadeza del trabajo. Aprovechando esa doble condescendencia, hice que me contaran con detalle las aventuras de esta pobre muchacha. Se parecía a todas las historias de esclavas, a la Andriana de Terencio, a la Señorita Aïssé*…             Desde luego que no iba a presumir de obtener la verdad por completo. Nacida de padres nobles fue presa de pequeña en alta mar, algo impensable hoy en día en el Mediterráneo, pero muy probable en los mares del sur… Y por otra parte, ¿de dónde habría venido? No se podía dudar de su origen malasio: Los ciudadanos del Imperio Otomano no pueden ser vendidos bajo ningún concepto. Todo lo que no sea blanco o negro, es decir esclavos, no puede ser sino de la Abisinia o del archipiélago indio. Había sido vendida a un cheikh muy viejo del territorio de La Meca. Muerto el cheikh, los mercaderes de la caravana la habían traído y puesto a la venta en El Cairo. Todo era bastante normal, y me sentí feliz, en efecto, de creer que antes que yo no la había poseído más que aquel venerable cheikh amojamado por la edad. “Tiene dieciocho años, me dijo Mme. Bonhomme, pero es muy fuerte, y usted habría pagado más caro si no fuera de una raza que raramente se ve por aquí. Los turcos son gente de hábitos fijos, les hacen falta abisinias o negras. Puede estar seguro que la han paseado de ciudad en ciudad sin poder deshacerse de ella.” –            ¡Excelente! dije, eso quiere decir que la suerte hizo que yo pasara por allí. Me fue reservado el influir en su buena o mala fortuna”. Esta forma de ver las cosas, en relación con el fatalismo oriental fue transmitida a la esclava y me valió su asentimiento. Hice que le preguntaran porqué no había querido comer por la mañana y si era de religión hinduista. “No, es musulmana, me dijo Mme. Bonhomme después de hablar con ella. No ha comido hoy porque es día de ayuno hasta la puesta del sol”. Sentí que no perteneciera al culto brahamánico por el que siempre tuve una cierta debilidad, así como sobre su idioma, pues se expresaba en el árabe más puro, y de su lengua primitiva no había conservado más que el recuerdo de algunas canciones o pantouns que me prometí hacerle cantar. “Ahora, me dijo Mme. Bonhomme, ¿cómo hará usted para hablar con ella? –          Señora, le dije, yo conozco una palabra para mostrar conformidad con todo. Indíqueme solamente otra que exprese lo contrario. Mi inteligencia suplirá el resto hasta que pueda instruirme mejor. –          ¿Ya está usted en la fase del rechazo? Me dijo. –          Tengo experiencia, respondí, hay que preverlo todo. –          Ahí va esa terrible palabra, me dijo en voz baja Mme. Bonhomme: “¡ma fish!” esto comprende todas las negaciones posibles. –            Entonces recordé que la esclava ya la había pronunciado conmigo. * Lugar común nervaliano: ver “Sylvie” (cap. I) “Corilla” y la introducción de “Filles du feu” ** STERNE, “Voyage sentimental: Paris: le pouls, le mari; les gants” (GR) * Circasiana comprada por el Conde de Ferriol, embajador de Francia en Constantinopla. Mlle. Aïssé (1693-1733) fue llevada a París y brilló en los salones de la Regencia. Sus cartas a su confidente han sido publicadas después, una veintena de veces desde 1787 (GR)

Esmeralda de Luis y Martínez 11 febrero, 2012 11 febrero, 2012 la Andriana de Terencio, ma fish., Mme. Bonhomme, pantouns, Señorita Aïssé
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III. El harem – VI. La isla de Roddah… El Cónsul General me había invitado a hacer una excursión a los alrededores del Cairo. No era esa una oferta como para dejarla pasar, there los cónsules gozan de una serie de privilegios y de facilidades enormes para poder visitar todo cómodamente. Además, tenía la ventaja en este paseo de poder disponer de un coche europeo, cosa rara en Levante. Un coche en El Cairo era un lujo y casi más bien un adorno, dado que es imposible servirse de él para circular por la ciudad. Solo los soberanos y sus representantes tendrían el derecho de aplastar a hombres y perros por las calles, siempre que su estrechura y tortuoso trazado se lo hubieran permitido. Pero hasta el propio Pachá está obligado a circular pegado a las puertas, y no puede utilizar el coche más que para que lo trasladen a sus diversas casas de campo. Así que nada resulta tan curioso como ver un “coupé” o el último grito de París o de Londres en calesas conducido por un chófer con turbante; un látigo en una mano y su larga pipa de cerezo en la otra. Así que un día recibí la visita de un ujier del consulado, que golpeó a mi puerta con su gruesa caña de empuñadura de plata lo que me hizo más honorable a los ojos de los vecinos del barrio. Me comunicó que se me esperaba en el Consulado para la excursión convenida. Teníamos que salir al día siguiente al despuntar el alba, pero lo que el cónsul ignoraba era que desde su invitación mi residencia de soltero se había convertido en un hogar, y yo me comencé a preguntar qué podría hacer con mi amable compañía durante un día entero de ausencia. Llevarla conmigo habría sido cometer una indiscreción. Dejarla a solas con el cocinero y el portero era ir contra la más mínima de las prudencias. Todo esto me estaba contrariando muchísimo. En fin, comencé a pensar que o bien me resolvía a comprar eunucos, o a confiársela a alguien. La hice montar sobre un burro, y nos detuvimos enseguida ante la tienda de M. Jean. Pregunté al viejo mameluco si no conocía alguna familia honesta a la que pudiera confiar a la esclava por un día. M. Jean, hombre de recursos, me indicó la dirección de un viejo copto, llamado Mansour, que habiendo servido durante muchos años en el ejército francés, era digno de total confianza. Mansour había sido mameluco al igual que M. Jean, pero de los mamelucos del ejército francés. Estos últimos, como me explicó, se componían principalmente de coptos que, tras la retirada de la expedición de Egipto, habían seguido a nuestros soldados. Pero el pobre Mansour, como muchos de sus camaradas, fue arrojado al agua por el populacho al llegar a Marsella, a causa de haber apoyado al partido del emperador al regreso de los Borbones. Aunque, como un auténtico hijo del Nilo, consiguió salvarse a nado y ganar otro punto de la costa. Nos fuimos a casa de aquel buen hombre, que vivía con su mujer en una casa espaciosa pero medio en ruinas. Los techos se venían abajo con grave amenaza para las cabezas de sus ocupantes. La marquetería  desencajada de las ventanas se abría por todas partes como una cortina desgarrada. Restos de muebles y de harapos cubrían la antigua morada, en donde el polvo y el sol causaban una impresión tan melancólica como la que pueden producir la lluvia y el barro penetrantes en los más pobres reductos de nuestras ciudades. Se me encogió el corazón al pensar que la mayor parte de la población de El Cairo habitaba de ese modo en casas que hasta las ratas habían abandonado como poco seguras. Ni por un instante se me pasó la idea de dejar allí a la esclava, pero rogué al viejo copto y a su mujer que vinieran a mi casa. Les prometí tomarles a mi servicio; despediría a uno de mis sirvientes actuales. Por lo demás, una piastra y media, o cuarenta céntimos por cabeza y día, tampoco eran una gran prodigalidad. Una vez asegurada mi tranquilidad oponiendo, como los hábiles tiranos, una nación fiel a dos dudosos pueblos que habían podido aliarse en mi contra, no vi ninguna dificultad para irme a casa del cónsul. Su coche estaba esperando a la puerta, atiborrado de viandas, con dos janisarios (guardias de a caballo) para acompañarnos. Venía con nosotros, además del secretario de la legación diplomática, un personaje de severo aspecto vestido a la oriental, llamado cheikh Aboud Khaled, que el cónsul había invitado para que nos ilustrara con sus explicaciones. Hablaba italiano con fluidez y pasaba por ser un poeta de los más elegantes e instruidos en literatura árabe. “Es, me dijo el cónsul, un hombre anclado en el pasado. La reforma1 le resulta odiosa, a pesar de que es difícil encontrar un espíritu más tolerante que el suyo. Pertenece a esa generación de filósofos árabes, podría decirse que volterianos, que en particular en Egipto, no fue hostil a la dominación francesa”. Le pregunté al cheikh si además de él había otros muchos poetas en El Cairo. “¡Qué le vamos a hacer!, repuso, ya no vivimos en aquellos tiempos en los que por un hermoso poema el soberano ordenaba llenar de cequíes la boca del poeta, tantos como pudiera contener. Hoy en día somos bocas inútiles. ¿Para qué serviría la poesía sino para entretener al populacho de las calles?. –          Y ¿por qué –dije- no podría ser el mismo pueblo un soberano generoso? –          Es demasiado pobre, respondió el cheikh, y además su ignorancia es tal, que sólo aprecia los romances esbozados sin arte y sin preocuparse por la pureza del estilo. Basta con entretener a los parroquianos de un café con aventuras sangrientas o espeluznantes. Después, en el punto más interesante, el narrador se detiene y dice que no continuará la historia si no se le da cierta suma de dinero; pero deja el desenlace para el día siguiente, y así puede continuar durante semanas. –          ¡Pero hombre! Le repuse, si es lo mismo que nos pasa a nosotros. –        Los ilustres poemas de Antar y Abou Zeyd2, prosiguió el cheikh ya no los quiere escuchar nadie, más que en las festividades religiosas, y eso por la fuerza de la costumbre. Y ni siquiera estoy seguro de que muchos de los que escuchan comprendan su belleza. La gente de nuestro tiempo apenas sabe leer. ¿Quién podría creer que los sabios más prestigiosos, de los que dominan hoy el árabe clásico, son en la actualidad los franceses?. –          Se refiere al doctor Perron3 y al Sr. Fresuel, el cónsul de Jeddah. Pero añadí, volviéndome hacia el cheikh, muchos de sus santos ulemas de blanca barba ¿no se pasan todo el tiempo en las bibliotecas de las mezquitas?. –          ¿Acaso es sabiduría, dijo el cheikh, pasarse toda la vida, fumando un narguile y leyendo un pequeño número de los mismos libros con el pretexto de que no hay nada más hermoso y que la doctrina es superior a todas las cosas?. Más vale que renunciemos a nuestro glorioso pasado y abramos nuestros espíritus a la ciencia de los francos…a pesar de que ellos lo han aprendido todo de nosotros!”. Habíamos dejado la parte vieja de la ciudad; a la derecha el Boulac y las graciosas villas que lo rodean, y seguimos por una avenida amplia y umbrosa, trazada en medio de los cultivos, perteneciente a Ibrahim4. El virrey que hizo plantar palmeras datileras, moreras e higueras del faraón en lo que fuera un páramo estéril en otros tiempos, y que hoy día se ha convertido en un hermoso jardín. Grandes edificios, usados como almacenes, ocupan el centro de estos cultivos a poca distancia del Nilo. Una vez que los hubimos dejado atrás, y torciendo a la derecha, nos encontramos ante una arquería por la que se desciende al río para dirigirse a la isla de Roddah5. El brazo del Nilo se asemeja en este lugar a un riachuelo que discurre entre quioscos y jardines. Frondosos cañaverales bordean el río, y la tradición señala este punto como el lugar en el que la hija del faraón encontró la cesta de Moisés. Volviendo hacia el sur, se divisa a la derecha, el puerto del viejo Cairo; a la izquierda, los edificios del mekkias o nilómetro6, mezclados con los minaretes y las cúpulas, que forman la punta de la isla. Esta parte de la isla no es tan sólo una deliciosa residencia principesca, también se ha convertido, gracias a los cuidados de Ibrahim, en el Jardín Botánico de El Cairo. Se diría que funciona justo al contrario que el nuestro. En lugar de concentrar el calor con los invernaderos, había que crear aquí las lluvias, el frío y la humedad artificiales para conservar las plantas de nuestra Europa. El hecho es que, de todos nuestros árboles, hasta ahora sólo se ha podido mantener un pobre y escuálido roble, que ni siquiera da bellotas. Ibrahim ha sido más afortunado en el cultivo de plantas de la India. Es una vegetación totalmente distinta a la de Egipto, y que se muestra friolera, incluso en esta latitud. Nos paseamos encantados bajo la sombra de los tamarindos y baobabs; cocoteros de hojas lanceoladas sacudían aquí y allá su recortado follaje como el helecho, pero a través de millares de plantas extrañas, se distinguen graciosos senderos de bambú, formando caminos, al igual que nuestros álamos. Un riachuelo serpentea entre las hierbas, en donde pavos reales y flamencos rosas brillan en medio de una multitud de pájaros diversos. De vez en cuando, reposamos a la sombra de una especie de sauce llorón, cuyo tronco erguido, derecho como un mástil, esparcía alrededor capas de un espeso follaje. Parecía que estuviéramos en una carpa de seda verde inundada de una dulce luz. Partimos no sin cierta nostalgia, de este mágico horizonte, de su frescor, de los perfumes penetrantes de esa otra parte del mundo, adonde parecía que nos hubiésemos transportado milagrosamente; pero, al ir hacia el norte de la isla, no tardamos en encontrar toda una naturaleza diferente, sin duda destinada a completar la gama de las variedades tropicales. En medio de un bosque formado por esos árboles de flores que parecen racimos gigantescos; por estrechos caminos, ocultos por bóvedas de lianas, se llega a una especie de laberinto que gravita entre falsas rocas sobre las que se eleva un belvedere. Entre las piedras, al borde de los senderos, sobre nuestras cabezas y a los pies, se tuercen, enlazan, erizan y reptan los reptiles más extraños del mundo vegetal. Es inquietante meter el pie en estos montones de serpientes e hidras adormecidas entre esta vegetación casi viviente que, en algunos casos, asemejan miembros humanos y recuerdan la monstruosa conformación de los dioses-pólipos de La India. Llegado a la cima, me admiré al percibir en todo su desarrollo; bajo Gizeh, en la parte que bordea el otro lado del río, las tres pirámides recortadas en el azul del cielo. Nunca las había visto tan bien, y la transparencia del aire permitía, a pesar de la distancia, distinguir todos los detalles. No comparto la opinión de Voltaire, que pretende que las pirámides de Egipto están lejos de valer tanto como sus asadores de pollos. No me dejaba indiferente tampoco el ser contemplado por cuarenta siglos. Pero es, desde el punto de vista de los recuerdos de El Cairo y de las ideas árabes, que tal espectáculo me interesaba en ese momento, y no paraba de preguntar al cheikh, nuestro compañero, lo que pensaba de los cuatro mil años atribuidos a estos monumentos por la ciencia europea. El anciano tomo asiento en el diván de madera del kiosco, y nos dijo7: “Algunos autores piensan que las pirámides fueron construidas por el rey preadamita Gian-ben-Gian8; pero, si creemos en una tradición nuestra muy extendida, trescientos años antes del diluvio existió un rey llamado Saurid, hijo de Salahoc, que una noche soñó que toda la tierra desaparecía, los hombres caían ante sus ojos y las casas se derrumbaban encima de los hombres; los astros chocaban en el cielo y sus restos cubrían el suelo hasta una gran altura. El rey se despertó espantado, entró en el templo del sol, y allí permaneció durante mucho tiempo enjugándose las mejillas y llorando. Inmediatamente convocó a los sabios y a los adivinos. El sacerdote Akliman, el más sabio de entre ellos, le confesó que él también había soñado algo parecido. “Soñé, dijo, que estaba con vos sobre una montaña, y que veía el cielo descender hasta tal punto que casi nos rozaba la cabeza, y que el pueblo corría hacia vos en busca de refugio; y que entonces elevasteis las manos e intentasteis detener al cielo para impedir que se cayera totalmente, y que yo, al veros hacer esto, hice también lo mismo. En ese momento salió una voz del sol que nos dijo: “El cielo volverá a su lugar cuando hayan transcurrido trescientos días”. Tras haber hablado el sacerdote, el rey Saurid hizo medir la distancia de los astros y buscar qué tipo de catástrofe anunciaban. Se calculó que primero habría un gran diluvio y más tarde sobrevendría una lluvia de fuego. Entonces el rey hizo construir las pirámides de esta forma angular, apropiada para incluso soportar el choque de los astros, y colocar estas piedras enormes, unidas por pivotes de hierro y talladas con tal precisión, que ni el fuego del cielo, ni el diluvio podrían penetrarlas. Allí se deberían refugiar el rey y los grandes del reino, con los libros y descripciones científicas, los talismanes y todo lo más importante que hubiera de conservarse para el futuro de la raza humana”. Escuché esta leyenda con suma atención y dije al cónsul que me parecía mucho más convincente que la suposición aceptada en Europa, que estas monstruosas construcciones hubieran sido únicamente tumbas. “Pero, dígame, ¿cómo habría podido respirar la gente que se refugió allí?. –          Aún se pueden ver –dijo el cheikh, pozos y canales que se pierden bajo la tierra. Algunos comunican con las aguas del Nilo, otros corresponden a vastas grutas subterráneas. Las aguas entran por estrechos conductos, para desembocar más lejos, formando inmensas cataratas, removiendo el aire continuamente con un ruido espantosos”. El cónsul, hombre práctico, acogía estas tradiciones con una sonrisa. Había aprovechado de nuestra parada en el kiosco para que dispusieran sobre la mesa las provisiones que había llevado en su coche, y los “bostangis” de Ibrahim-Pacha vinieron a ofrecernos entre otras cosas, flores y frutos raros, muy apropiados para completar nuestras sensaciones asiáticas. En África, se sueña con la India, igual que en Europa se sueña con África. El ideal brilla siempre más allá de nuestro horizonte actual. Para mí, que seguía preguntando con avidez a nuestro buen cheikh, y le hacía contar todas las historias fabulosas de sus padres, yo creía con él en el rey Saurid más firmemente que en el Keops de los griegos, en su Kefrén y en su Micerinos. “¿Y qué se ha encontrado, le dije, en las pirámides cuando se las abrió por primera vez bajo los sultanes árabes?. –          Se encontraron, dijo, las estatuas y talismanes que el rey Saurid había dejado para la salvaguarda de cada uno. El guardián de la pirámide oriental era un ídolo de nácar, negro y blanco, sentado sobre un trono de oro, y que sostenía una lanza a la que no se podía mirar sin morir. El espíritu que habitaba este ídolo era una mujer bella y risueña, que aún se aparece en nuestros tiempos y hace perder el espíritu a quienes se la encuentran. El guardián de la pirámide occidental era un ídolo de piedra roja, también armado con una lanza, y con una serpiente enroscada en la cabeza. El espíritu que le servía tenía la forma de un viejo nubio, que cargaba con un cesto en la cabeza, y un incensario en las manos. En cuanto a la tercera pirámide, tenía como guardián un pequeño ídolo de basalto, con el zócalo del mismo material, que atraía a cuantos le miraban, sin que pudieran apartarse de él. El espíritu aparecía aún bajo la forma de un joven imberbe y desnudo. Respecto a las otras pirámides de Saqqarah, también tenían un espectro cada una: uno de ellos, es un viejecillo curtido y negruzco, con la barba corta; el otro, es una joven negra, con un niño negro que cuando se la mira muestra unos dientes largos y blancos y de ojos también blancos; otro, aparece con una cabeza de león con cuernos; otro, parece un pastor vestido de negro, llevando un bastón. En fin, aún hay otro que aparece bajo el aspecto de un sacerdote saliendo del mar y que se mira en sus aguas. Es peligroso encontrarse con estos fantasmas a la hora del mediodía. –          De forma que, dije, ¿A Oriente se le aparecen sus espectros al mediodía igual que a nosotros se nos muestran a la medianoche?. –          Es que, en efecto, observó el cónsul, todo el mundo debe dormir al mediodía en estas latitudes, y este buen cheikh nos relata cuentos apropiados para atraer al sueño. –          Pero, exclamé, todo esto es tan extraordinario como tantas y tantas cosas naturales que nos resulta imposible explicar. Si creemos en la creación, en los ángeles, en el diluvio, sin poder dudar del movimiento de los astros, ¿por qué no podríamos admitir que estos astros están unidos a espíritus, y que los primeros hombres podían ponerse en contacto con ellos a través del culto y de los monumentos?. –          Ese era en efecto el objetivo de la magia primitiva, dijo el cheikh, esos talismanes y esas figuras no poseían fuerza hasta su consagración a cada uno de los planetas y de los signos combinados con su cenit y su ocaso. El príncipe de los sacerdotes se llamaba Kater, es decir, maestro de las influencias. Bajo él, cada sacerdote debía servir a un único astro, como Pharouïs (Saturno), Rhaouïs (Júpiter) y otros. “De este modo todas las mañanas el Kater decía a un sacerdote: ¿Dónde está en este momento el astro al que sirves?” Y respondía: “Está en tal o cual signo, tal grado y tal minuto”, y tras un cálculo meditado, se le escribía lo que se debía hacer en ese día teniendo en cuenta esta lectura astral. La primera pirámide había sido reservada a los príncipes y a su familia; la segunda, debía encerrar a los ídolos de los astros y de los tabernáculos de los cuerpos celestes, así como a los libros de astrología, historia y ciencias. Allí mismo debían encontrar refugio los sacerdotes. La tercera, sólo estaba destinada a la conservación de los sarcófagos de los reyes y sacerdotes, y como se vio muy pronto que era insuficiente, se ordenó construir las pirámides de Sakkarah y de Daschur. El objetivo de la solidez empleada en las construcciones era impedir la destrucción de los cuerpos embalsamados que, según las creencias de aquella época, debían renacer al cabo de un cierto número de órbitas de los astros, cuyo momento no se precisa. –          Aún admitiendo este supuesto, dijo el cónsul, habrá momias que se extrañarán bastante al despertar un día bajo una vitrina del museo en el gabinete de curiosidades de algún inglés. –          En el fondo, señalé, las momias son como auténticas crisálidas humanas, cuya mariposa no ha salido todavía. ¿Quién nos dice que no eclosionarán algún día?. Siempre he visto como una impiedad el desnudar y diseccionar las momias de estos pobres egipcios. ¿Cómo puede ser que esa fe consoladora e invencible de tantas generaciones acumuladas no ha podido desarmar la estúpida curiosidad europea?. Respetamos a los muertos de ayer, ¿pero es que los muertos tienen una edad?. –          Eran infieles, dijo el cheikh. –          Pero si en esa época todavía no había venido al mundo ni Mahoma ni Jesús. Discutimos sobre ese punto durante algún tiempo y me extrañaba ver a un musulmán imitar la intolerancia católica. ¿Por qué los hijos de Israel maldecirían al antiguo Egipto, que no redujo a la esclavitud más que a la raza de Isaac?. En realidad, y a pesar de todo, en general los musulmanes respetan las tumbas y los monumentos sagrados de diversos pueblos, y sólo la esperanza de encontrar inmensos tesoros llevó a un califa a abrir las inmensas pirámides. Las crónicas cuentan que en la llamada sala del rey se encontró una estatua de un hombre en piedra negra y una estatua de mujer de piedra blanca de pie sobre un altar, una cruz con una lanza, y la otra con un arco. En medio de la losa había un vaso herméticamente cerrado que, cuando fue abierto, se encontró que estaba lleno de sangre aún fresca. También había un gallo de oro rojo con esmaltes de jacintos que cacareó y batió las alas cuando entraron en el recinto. Todo esto suena un poco a “Las mil y una noches”; pero ¿qué nos impide creer que estas cámaras no contuvieran talismanes y figuras cabalísticas?. Lo único que es cierto es que hasta hoy no se han encontrado más huesos que los de un buey. El pretendido sarcófago de la cámara del rey era sin duda una cubeta para el agua lustral. Además, ¿no es realmente absurdo, como ha señalado Volney, suponer que se hayan acumulado tantas piedras para alojar a un cadáver de cinco pies?. 1.- Se trata de la tentativa de reforma del sultán Mahmoud II (1785-1839) de importar a los países turcos las ideas, costumbres e instituciones de la Europa occidental. 2.- Ántar, poeta guerrero (principios del s. VI dC) se convirtió en un héroe legendario, y fue celebrado en el romance de Ántar. Abou-Zeyd es el héroe de un ciclo de romances que narran las aventuras heróicas de los Beni-Hilál que, expulsados de Arabia por los Fatimíes, invadieron África del Norte en el s. XI. 3.- El Dr. Perron, médico y orientalista (1798-1876) dirigió la escuela de medicina de El Cairo con Clot- bey después fue inspector de las escuelas en Argelia. Autor de numerosos estudios sobre Oriente, en particular dos artículos sobre la reina de Saba, que Nerval, cree Ritcher, debió conocer. Ver las cartas a su padre del 14 de febrero, 18 de marzo, abril y 2 de mayo de 1843. Tras su estancia en Egipto, el orientalista Fulgence Fresnel (1795-1855) fue cónsul en Jeddah, puerto de La Meca. Además, fue el primero que descifró las inscripciones himyaríes (GR) 4.- Ibrahim-Pacha (1789-1848) hijo de Mehemet-Aly, virrey de Egipto. 5.- Algo más lejos de aquel lugar era donde el califa Hakem tenía su palacio. Otra descripción de los jardines de Roddah puede encontrarse en una carta a Gautier (2 de mayo de 1843) para sugerirle un decorado para una ópera. 6.- Columna que servía para medir las crecidas del Nilo. El mekkias, en árabe, significa “la medida”. 7.- Como es frecuente, Nerval pone en boca de un intermediario una información tomada textualmente de una de sus fuentes. Aquí es la que pertenece a la obra traducida por P. Vattier, “L’Egypte de Murtadi, fils de Graphiphe” (1666). Ver J. Richter, “Nerval et les doctrines ésotériques”. 8.- “Es imposible comprender los relatos o poemas de Oriente sin persuadirse que antes de Adán existieron una serie de pueblos singulares cuyo último rey fue Gian-ben-Gian. Adán representa para los orientales, una simple raza nueva…” (Variante, Pléiade, p. 1377). Según Herbelot (citado por J. Richer), Gian-ben-Gian es el nombre de un “monarca de los genios o de los gigantes” que gobernaron el mundo durante dos mil años, tras los cuales, Eblis fue enviado por Dios para atraparlos y confinarlos en la parte del mundo más atrasada, a causa de su rebelión”. Sobre los preadamitas, ver n. 26* y 117*.

Esmeralda de Luis y Martínez 12 febrero, 2012 12 febrero, 2012 Abou Zeyd, Akliman, Antar, Dr. Perron, el cheikh Aboud Khaled, Gian-ben-Gian, Ibrahim- Pacha, Isla de Roddah, Kater, Mansour el copto (nadadores), mekkias, Pharouïs, Rhaouïs sultán Mahmoud II, Salahoc, Saurid
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III. El harem – VII. El viaje del virrey…  Muy pronto emprendimos de nuevo nuestro paseo y fuimos a visitar un palacio encantador adornado de rocallas y en donde las mujeres del virrey vienen a alojarse algunas veces durante el verano. Parterres arreglados al estilo turco, buy cialis representando los dibujos de un tapiz, viagra rodeaban esta residencia a la que se nos permitió el acceso sin mayores dificultades. No había pájaros en la jaula, y en las salas los únicos seres vivientes que se podían observar eran los relojes de péndola, que cada cuarto de hora lo anunciaban con una breve sonata tomada de las óperas francesas. La distribución de un harén es igual en todos los palacios turcos, y yo había visto ya un buen número de ellos. Siempre hay pequeños gabinetes rodeando grandes salas de reunión con divanes por todas partes, y como únicos muebles, pequeñas mesillas de madera  taraceada de nácar; receptáculos recortados en la carpintería, en forma de ojiva, aquí y allá, sirven para guardar los narguiles, los floreros y las tazas de café. Tres o cuatro habitaciones tan solo, decoradas a la europea, muestran unos cuantos muebles de pacotilla que harían el orgullo de la vivienda de una portera; pero se trata de los sacrificios al progreso, o de los caprichos de una favorita, y además, ninguno de aquellos trastos tiene utilidad alguna. Pero lo que en general se echa de menos en los harenes más importantes son las camas. “¿Dónde se acuestan entonces, le dije al cheikh, las mujeres y sus esclavas? –          Sobre los divanes. –          ¿Y no tienen cobertores? –            Duermen vestidas. De todas formas hay cobertores de lana o de seda para el invierno. –          No veo cuál es el lugar del marido en todo esto. –          ¡Pero hombre!, el marido duerme en su habitación, las mujeres en las suyas, y las esclavas (odaleuk) sobre los divanes de las grandes salas. Si los divanes y los cojines no son cómodos para dormir, se colocan colchones en medio de la habitación y se duerme ahí. –            ¿Totalmente vestidas? –            Siempre, aunque eso sí, conservando tan solo la ropa más sencilla: el pantalón, una camisola, una túnica. La Ley prohíbe a los hombres, al igual que a las mujeres, desnudarse los unos ante los otros del cuello para abajo. El privilegio del marido es el de ver libremente la cara de sus esposas, porque si la curiosidad le llevara más lejos, sus ojos serían malditos. –            Entonces comprendo, dije, que el marido no quiera pasar la noche en una habitación repleta de mujeres vestidas y que, por tanto, prefiera dormir en la suya; pero si se lleva con él a dos o tres de estas damas… –          ¡Dos o tres! Exclamó el cheikh indignado, ¿pero qué clase de perros cree usted que serían los que obraran de ese modo? ¡Bendito sea dios! ¿habría una sola mujer, incluso entre las infieles, que consintiera en compartir con otra el honor de dormir con su marido?, ¿es que en Europa se actúa de ese modo?. –          ¡En Europa!, repuse, no, desde luego que no, pero es que los cristianos sólo tienen una mujer, y se supone que los turcos, al tener muchas, viven con ellas como con una sola. –          Si hubiera, me dijo el cheikh, musulmanes tan depravados como para actuar tal y como suponen los cristianos, sus legítimas esposas exigirían de inmediato el divorcio, y hasta las mismas esclavas tendrían derecho de abandonarles. –          Fíjese usted, le dije al cónsul, en qué error nos movemos los europeos con respecto a las costumbres de estas gentes. La vida de los turcos representa para nosotros el ideal del placer, y ahora me doy cuenta de que ni siquiera ellos mandan en su propia casa. –          Casi todos, me repuso el cónsul, en realidad no viven más que con una sola mujer. De ese modo, las hijas de buenas familias, siempre imponen sus condiciones en sus alianzas. El hombre bastante rico para alimentar y mantener convenientemente a varias mujeres, es decir, darles un alojamiento privado a cada una, una doncella y dos ajuares de ropa completos al año, junto con un estipendio mensual fijo para sus casas puede, desde luego, tomar hasta cuatro esposas, pero la Ley le obliga a consagrar a cada una de ellas un día a la semana, lo que no siempre resulta tan agradable. Todo eso, sin mencionar además que las intrigas de cuatro mujeres, prácticamente con los mismos derechos, le harán la existencia aún más desafortunada, a no ser que se trate de un hombre muy rico y bien situado. E incluso, para estos últimos, el número de mujeres es un lujo como el de los caballos; y prefieren, en general, limitarse a una esposa legítima y tener bellas esclavas con las que incluso tampoco tienen siempre unas relaciones muy fáciles, sobre todo si sus esposas pertenecen a una gran familia. –          ¡Pobres turcos!, exclamé, ¡cuánto se les calumnia!. Pues si se trata tan sólo de tener aquí y allá amantes, todo hombre rico en Europa tiene las mismas facilidades. –          Tienen más, me dijo el cónsul. En Europa las instituciones son estrictas en estas cosas; pero los usos y costumbres se toman muy bien la revancha. Aquí, la religión, que regula todo, domina a la vez el orden social y el orden moral, y como no exige nada imposible, el hecho de observarla es un signo de honorabilidad. Eso no quiere decir que no existan excepciones; aunque son raras, y no se han podido producir hasta después de la reforma. Los devotos de Constantinopla se indignaron con Mahmoud, porque se enteraron de que había hecho construir un hammám en donde él podía asistir al aseo de sus mujeres; pero es algo poco probable, y lo más fácil es que sin duda sea una invención de los europeos”. Recorrimos, charlando de esta forma, los senderos pavimentados con piedras ovales formando dibujos blancos y negros, y los setos de boj tallados que bordeaban el camino. Me imaginaba a las blancas jovencitas dispersándose por los caminillos, arrastrando las babuchas por el pavimento de mosaico, y reuniéndose entre los recovecos de la vegetación, en donde grandes arrayanes se transformaban en balaustradas y arquerías; y en donde las palomas a veces se posaban allí, como almas que lamentaran esa soledad… Volvimos a El Cairo tras haber visitado el Nilómetro, en donde un pilar graduado, en la antigüedad consagrado a Serapis, se sumerge en un estanque profundo, y sirve para constatar la altura de las inundaciones de cada año. El cónsul quiso llevarnos aún al cementerio de la familia del pachá. Ver el cementerio después del harén, era hacer una triste comparación, pero, en efecto, la crítica a la poligamia está ahí. Este cementerio, consagrado sólo a los niños de la familia, parece una ciudad. Hay allí más de sesenta tumbas, grandes y pequeñas, la mayor parte nuevas, y formadas por cipos de mármol blanco. Cada uno de estos cipos está rematado bien por un turbante, bien por un tocado femenino, lo que imprime a las tumbas un carácter de realidad fúnebre. Parece como si se caminara a través de una multitud petrificada. Las tumbas más importantes están adornadas con ricas sedas y turbantes de brocado y cachemira; así, la ilusión es aún más dolorosa. Consuela pensar que a pesar de todas esas pérdidas la familia del pachá todavía es bastante numerosa. Por lo demás, la mortalidad de los niños turcos en Egipto parece un hecho tan antiguo como incontestable. Esos famosos mamelucos, que dominaron el país durante tanto tiempo, y que hicieron venir a las mujeres más bellas del mundo, no han dejado ni un solo vástago.

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III. El harem – VIII. Los misterios del harem…  Andaba meditando sobre todo lo que había escuchado, purchase y de nuevo me di cuenta de otra ilusión que también había que abandonar: las delicias del harem, el poderío del marido o del señor, las mujeres encantadoras unidas para hacer feliz a un solo hombre… La religión o las costumbres atemperan singularmente este ideal que ha seducido a tantos europeos. Todos aquellos que bajo el influjo de nuestros prejuicios habían entendido la vida oriental de ese modo, en muy poco tiempo se habían visto decepcionados. La mayoría de los Francos que entraron al servicio del Pachá y que, por razones de interés o de placer, abrazaron el islamismo, han vuelto en la actualidad, si no al redil de la Iglesia, al menos a las dulzuras de la monogamia cristiana. Metámonos bien esta idea en la cabeza, que la mujer casada, en todo el imperio turco, tiene los mismos privilegios que en nuestros países, y que puede prohibir a su marido tomar una segunda mujer, haciendo de este punto una cláusula de su contrato de matrimonio. Y en caso de que consienta habitar en la misma casa con otra mujer, tiene derecho a vivir aparte, y no coincidir de ninguna manera, como se cree, para formar esos idílicos cuadros con las esclavas bajo la mirada del esposo y señor. Que a nadie se le ocurra pensar que estas bellas damas van a consentir en cantar o bailar para divertir a su señor. Esos son talentos que les parecen indignos de una mujer honesta; pero cada uno tiene derecho de hacer venir a su harén a “Lamées” y “Ghawasies” para así distraer a sus mujeres. Además, más vale que el señor de un serrallo se guarde muy bien de ocuparse de las esclavas que ha regalado a sus mujeres, ya que estas esclavas se han convertido en propiedad personal, y si le apeteciera adquirir una para su propio uso, hará mejor en alojarla en otra casa, aunque por supuesto, nada les impide utilizar este medio para aumentar su posteridad. Conviene saber que cada casa está dividida en dos partes separadas por completo: una, consagrada a los hombres, y la otra, a las mujeres. De un lado, hay un señor de la casa, pero del otro, está la señora. Esta última es la madre o la suegra, o la esposa más antigua, o la que ha dado a luz al primogénito de la familia. La primera mujer se llama la “gran dama”, y la segunda, “el periquito” (durrah) Cuando las mujeres son numerosas, lo que sólo se da entre las grandes fortunas, el harem es una especie de convento en donde dominan unas reglas austeras. Se ocupan sobre todo de criar a los niños, bordar y organizar el trabajo doméstico de las esclavas. La visita del marido se hace con toda ceremonia, así como la de los parientes más cercanos, y como no se almuerza con las mujeres, todo lo que puede hacer para pasar el tiempo es fumar con parsimonia el narguile y tomar café o sorbetes. Es costumbre que se haga anunciar con tiempo su llegada. Además, si encuentra pantuflas a la puerta del harem, se guarda muy mucho de penetrar en él, ya que esto es señal de que su mujer o algunas de sus mujeres, reciben la visita de sus amigas, y las amigas, con frecuencia, se quedan allí uno o dos días. En cuanto a la libertad de salir y hacer visitas, es algo que no se puede prohibir a una mujer nacida libre. El único derecho del marido se ciñe a hacerla acompañar por esclavos; aunque ésta es una precaución insignificante, debido a la facilidad que tienen para salir de un lugar disfrazadas, bien sea de los baños, o bien de la casa de alguna de sus amigas, mientras los vigilantes aguardan a la puerta. El velo y la uniformidad del vestuario les dan en realidad una mayor libertad que a las europeas, si quisieran seguir ese juego. Los cuentos graciosos narrados por la tarde en los cafés tratan con frecuencia de las aventuras de amantes que se disfrazan de mujeres para entrar en un harem. Nada más fácil, en efecto, aunque hay que aclarar que esto pertenece más a la imaginación árabe que a las costumbres turcas, que prevalecen en Oriente desde hace dos siglos. Añadamos además, que el musulmán no es muy inclinado al adulterio, y encontraría terrible poseer una mujer que no le perteneciera enteramente a él. Y respecto a la buena fortuna de los cristianos, pues es rara. En otra época había un doble peligro de muerte; pero hoy en día sólo la mujer arriesga su vida, y únicamente en el caso flagrante de cometer el delito en la casa conyugal. De otro modo, el caso de adulterio no es más que una causa de divorcio y de algún castigo. La ley musulmana no tiene nada que reduzca, como se creía, a las mujeres a un estado de esclavitud y de abyección. Las mujeres heredan, tienen pertenencias personales, como cualquiera, y todo ello con independencia de la autoridad del marido. Tienen derecho a provocar el divorcio por los motivos regulados por la ley. El privilegio del marido es, sobre este punto, el de poder divorciarse sin dar razones para ello. Basta con que diga a su mujer ante tres testigos: “Te divorcio” y no puede reclamar más que la dote estipulada en su contrato de matrimonio. Todo el mundo sabe que, si quisiera desposarla otra vez, no podría hasta que ella se volviera a casar de nuevo, y después se divorciara. La historia del “hulla” , que en Egipto llaman “musthilla”, y que juega el papel de esposo por intermedio, se renueva algunas veces, sólo entre la gente pudiente. Los pobres, se dejan y se vuelven a unir sin dificultad. En fin, sea como sea, todos los grandes personajes que, por ostentación o por gusto, usan de la poligamia, tienen también su anverso en El Cairo entre los pobres diablos que se casan con varias mujeres para vivir de su trabajo. Mantienen tres o cuatro domicilios en la ciudad, lo que las mujeres ignoran por completo, y cuando descubren el engaño, se originan disputas de lo más cómicas que terminan en la expulsión del perezoso “fellah” de los diversos hogares de sus esposas, ya que si la ley le permite varias mujeres, también le impone, por otra parte, la obligación de mantenerlas.

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III. El harem – IX. La lección de francés… He encontrado mi alojamiento igual que cuando lo dejé: el viejo copto y su esposa ocupándose de poner todo en orden, there la esclava durmiendo en un diván, discount los gallos y las gallinas en el patio, sovaldi picoteando el maíz, y el criado, que estaba fumando en el cafetín de enfrente, esperándome en la misma postura en que lo dejé. La novedad es que fue imposible encontrar al cocinero. La llegada del copto le había hecho creer sin duda que iba a ser reemplazado, y se había ido de pronto sin decir nada. Es un comportamiento muy frecuente entre el personal de servicio o los obreros del Cairo. Además, hay que pagarles a diario para que se puedan procurar sus fantasías. No vi ningún inconveniente en reemplazar a Mustafa por Mansur y su mujer, que venía a ayudarle durante el día, y me parecía una excelente guardesa de la moralidad de mi hogar. La única pega era que esta respetable pareja ignoraba totalmente los rudimentos de la cocina, incluida la egipcia, ya que su alimento se componía de maíz hervido y de verduras encurtidas, lo que no les había conducido ni al arte de las salsas, ni al de los asados. Lo que intentaron en ese campo, hizo gritar hasta a la esclava, que se puso a colmarles de improperios. Esa primera muestra de su carácter me disgustó bastante. Encargué a Mansur que le dijera que ahora ella era quien tendría que cocinar, y que, como quería llevarla conmigo en mis viajes, más valía que se fuese preparando. Creo que no podría expresar en forma alguna la visión de un orgullo tan herido, o más bien, de una dignidad tan ofendida, con la que nos obsequió a todos. “Dile al señor, repuso ella a Mansur, que yo soy una dama (cadine) y no una sirvienta (odaleuk) y que escribiré al Pachá si no me proporciona el estatus que me corresponde. –          ¡Al Pachá! Grité, ¿pero qué va a hacer el Pachá en este asunto?. Compro una esclava para que me sirva, y si no tengo medios para pagar a los criados, como es el caso, no veo porqué ella no podría encargarse de la casa, como hacen las mujeres de todos los países. –          Ella dice, repuso Mansur, que dirigiéndose al Pachá, toda esclava tiene derecho a ser vendida y así cambiar de amo, que ella es musulmana y jamás realizará labores serviles”. Aprecio los caracteres fuertes, y ya que ella tenía ese derecho, cosa que me confirmó Mansur, me limité a replicar que estaba bromeando, que tan solo tendría que excusarse ante el anciano por su comportamiento, pero Mansur le tradujo esto de tal manera que la excusa me dio la impresión, que se la dio el anciano a ella. Quedaba claro que yo había cometido una locura comprando esta mujer. Si persistía en su idea, todo mi viaje sería objeto de mil y un gastos; al menos, habría que intentar que me pudiera servir de intérprete. Le comenté que, ya que ella era una persona tan distinguida, sería bueno que aprendiera francés, mientras yo aprendía árabe, y no pareció disgustarle esa proposición. Entonces, le di una lección de lenguaje y escritura; le hice escribir palotes sobre el papel como a los niños; y le enseñé algunas palabras. Esto le divertía bastante, y la pronunciación del francés le hacía perder la entonación gutural, tan poco graciosa en la boca de las mujeres árabes. Yo me lo pasaba estupendamente haciéndole pronunciar frases enteras que ella no comprendía. Por ejemplo, ésta: “Soy una pequeña salvaje”, que ella pronunciaba “zoy una biquenia zalvahe”. Viéndome reír, ella creía que le hacía decir alguna cosa inconveniente, y llamó a Mansur para que le tradujera la frase. Al no encontrar nada malo, repitió con mucha gracias “¿Ana (yo)? ¿Biquenia zalvahe?…¡mafisch! (ni hablar)”. Su sonrisa era encantadora. Aburrida de hacer palotes y trazos, la esclava me vino a decir que ella quería escribir (ktab) a su manera. Yo pensé que ella sabía escribir en árabe y le di una hoja en blanco. En seguida vi aparecer bajo sus dedos una serie de extraños jeroglíficos, que evidentemente no pertenecían a la caligrafía de ningún pueblo. Cuando hubo terminado la hoja, le pedí a Mansour que le preguntara qué era lo que había querido hacer. “Yo os he escrito, leed!, dijo ella. –                     Pero mi querida criatura, eso no representa nada. Es lo mismo que habría podido trazar la garra de un gato impregnada en tinta”. Esto la extrañó mucho, ya que había creído que cada vez que se pensaba en algo, deslizando al azar la pluma sobre el papel, la idea debía así traducirse claramente al ojo del lector. Yo la saqué de su engaño, y le hice decir que ella enunciara lo que había querido escribir, visto que para instruirla haría falta mucho más tiempo de lo que ella suponía. Sus inocentes súplicas se componían de varios puntos: el primero, renovaba la pretensión ya mencionada de llevar una HABBARAH de tafetán negro, como las damas de El Cairo, con el fin de que no la confundieran con una simple campesina; el segundo, indicaba el deseo de un vestido (yalek) de seda verde, y el tercero, concluía con la compra de unos botines amarillos, que yo no podía, en su calidad de musulmana, rechazarle el derecho a llevarlos. Hay que señalar aquí que esos botines son horrorosos y dan a las mujeres un cierto aire de palmípedo muy poco atractivo, y el resto del vestuario las asemeja a un enorme globo; pero, en el caso de los botines amarillos en particular, se trata de una cuestión de categoría social. Le prometí que me lo pensaría.

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III. El harem – X. Choubrah 1… Al parecerle bien mi respuesta, look la esclava se levantó aplaudiendo y repitiendo mil veces: ¡el fil!, order ¡el fil! “¿Qué es eso? Le pregunté a Mansour. –          La SITI (dama) me dijo tras preguntarla, que querría ir a ver un elefante del que ha oído hablar y que se encuentra en el palacio de Méhémet-Ali, en el Choubrah”. Era justo recompensar su aplicación en el estudio e hice preparar los asnos. La puerta de la ciudad, de la parte de Choubrah, no se encontraba a más de cien metros de nuestra casa; todavía es una puerta que se mueve gracias a unos gruesos tornos que datan del tiempo de Las Cruzadas. Se pasa de inmediato sobre el puente de un canal que se extiende hacia la izquierda, formando un pequeño lago rodeado de una fresca vegetación: casinos, cafés y jardines públicos se aprovechan de ese frescor y de esa umbría. El domingo es fácil encontrar a muchos griegos, armenios y damas del barrio franco, que no se despojan de sus velos más que en el interior de los jardines, y allí también se pueden estudiar las razas tan curiosamente contrastadas de Levante. Más lejos, la muchedumbre se pierde bajo las sombras del paseo del Choubrah, posiblemente el más hermoso del mundo. Los sicómoros y bananos que lo dan sombra durante más de una legua son de un enorme grosor, y la bóveda que forman sus ramas es tan densa que, a lo largo de todo el camino reina una especie de oscuridad, que se aclara a lo lejos gracias a los ardientes destellos del desierto que brilla a la derecha, más allá de las tierras cultivadas. A la izquierda, el Nilo rodea vastos jardines a lo largo de media legua hasta abrazar el paseo, al que sus aguas brindan una luminosidad de reflejos púrpuras. Hay un café adornado con fuentes y lacerías, situado a medio camino del Choubrah, y muy frecuentado por los paseantes. Campos de maíz y de caña de azúcar, y aquí y allá algunas quintas de recreo se diseminan a la derecha, hasta llegar a los grandes edificios que pertenecen al pachá. Allí se exhibía un elefante blanco, regalado a su alteza por el gobierno inglés. Mi acompañante, transportada de alegría, no podía dejar de admirar a ese animal, que le recordaba a su país, y que incluso en Egipto era una rareza. Sus colmillos estaban adornados con aros de plata, y el domador le obligó a realizar algunos ejercicios ante nosotros. Llegó incluso a hacer que adoptara unas posturas que me parecieron de una decencia más que dudosa, y como le hice señas a la esclava, velada, pero no ciega, de que ya habíamos visto suficiente, un oficial del pachá me dijo con tono de gravedad: Aspettate…è per recreare le donne (Espera, es para divertir a las señoras) En efecto, allí había muchas que no estaban en absoluto escandalizadas y que se reían a carcajadas. Es una deliciosa residencia la de Choubrah. El palacio del pachá de Egipto, bastante sencillo y de construcción antigua, da sobre el Nilo, frente a la explanada de Embabeh2, tan famosa por la batalla de los mamelucos. Del lado de los jardines han construido un kiosco cuyas galerías pintadas y doradas ofrecen un brillante aspecto. Allí, en verdad, es donde se encuentra el triunfo del gusto oriental. Se puede visitar el interior, en el que se han dispuesto jaulas con pájaros exóticos, salones de recepción, baños, billares, y penetrando aún más, dentro del mismo palacio, se pueden apreciar esas salas uniformes, decoradas a la turca y amuebladas a la europea, y que constituyen por todas partes el lujo de las moradas principescas. Paisajes sin perspectiva pintados al huevo sobre los paneles y las puertas, cuadros ortodoxos, en donde no aparecía ninguna criatura animada, dando una mediocre idea del arte egipcio. De vez en cuando los artistas se permitían pintar animales fabulosos, como delfines, hipogrifos y esfinges. De las batallas, no pueden representar más que los asedios y combates marítimos: barcos en los que no se ven a los marineros luchan contra las fortalezas desde donde la guarnición se defiende sin dejarse ver; el fuego cruzado y las bombas parecen salir por sí solos, el bosque quiere conquistar las piedras, y el hombre está ausente. Y es, aún así, el único medio que tienen de representar las principales escenas de campaña de Grecia, de Ibrahim. Sobre la sala en donde el pachá administra la justicia, se lee esta bella máxima: “Un cuarto de hora de clemencia vale más que setenta horas de oración”. Volvimos a descender a los jardines. ¡Qué de rosas, Dios mío!. Las rosas de Choubrah es decir todo en Egipto; las de El Fayum sólo sirven para el aceite y las confituras. Los jardineros venían de todas partes a ofrecérnoslas. Aún hay otro lujo en la casa del pachá, y es que no se recogen los limones ni las naranjas, para que esos frutos dorados deleiten al paseante el mayor tiempo posible. Cada cual puede de todos modos, recogerlas una vez que han caído. Pero aún no he dicho nada del jardín. Se puede criticar el gusto de los orientales en los interiores, pero sus jardines son impecables. Vergeles por todas partes, lechos y gabinetes de “ifs” tallados, que recuerdan el estilo del renacimiento; es el paisaje del Decamerón. Es probable que los primeros modelos hayan sido creados por jardineros italianos. No se ve ninguna estatua, pero las fuentes son de un gusto exquisito. Un pabellón acristalado, que corona una serie de terrazas escalonadas en forma de pirámide, se recorta en el horizonte con un aspecto de cuento de hadas. El Califa Haroun seguro que no tuvo uno tan bello, pero esto no es nada todavía. Se desciende de nuevo tras haber admirado el lujo de la sala interior y de los cortinajes de seda que revolotean al viento entre las guirnaldas y los festones de la jardinada; se continúa por largos paseos bordeados de bananos, cuya hoja transparente destella como la esmeralda, y así se llega al otro extremo del jardín, a unos baños demasiado maravillosos y conocidos como para describirlos aquí extensamente. Se trata de un inmenso estanque de mármol blanco, rodeado de columnas de gusto bizantino, con una fuente alta en el centro, de la que el agua se escapa por las fauces de cocodrilos. Todo el recinto está iluminado con gas, y durante las noches de verano, el pachá se hace pasear por el lago en una barcaza dorada en la que las mujeres de su harem llevan los remos. Estas bellas damas también se bañan bajo los ojos de su señor, pero con vestidos de crèpe de seda… el Corán, como sabemos, no permite la desnudez. 1.- Choubrah es un barrio con jardines a las puertas de El Cairo. 2.- Embabeh es un lugar próximo a El Cairo, famoso por haberse celebrado en sus proximidades la Batalla de las Pirámides, que tuvo lugar el 21 de julio de 1798 entre el ejército francés en Egipto bajo las órdenes de Napoleón Bonaparte y las fuerzas locales mamelucas. En julio de 1798, Napoleón iba dirección El Cairo, después de invadir y capturar Alejandría. En el camino se encontró a dos fuerzas de mamelucos a 15 kilómetros de las pirámides, y a sólo 6 de El Cairo. Los mamelucos estaban comandados por Murad Bey e Ibrahim Bey y tenían una poderosa caballería; pero a pesar de ser superiores en número, estaban equipados con una tecnología primitiva, tan sólo tenían espadas, arcos y flechas; además, sus fuerzas quedaron divididas por el Nilo, con Murad atrincherado en Embabeh e Ibrahim a campo abierto. Napoleón se dio cuenta de que la única tropa egipcia de cierto valor era la caballería. Él tenía poca caballería a su cargo y era superado en número por el doble o el triple. Se vio pues forzado a ir a la defensiva, y formó su ejército en cuadrados huecos con artillería, caballería y equipajes en el centro de cada uno, dispersando con fuego de artillería de apoyo el ataque de la caballería mameluca, que intentaba aprovechar los espacios entre los cuadros franceses. Entonces atacó el campamento egipcio de Embabeh, provocando la huida del ejército egipcio. (http://es.wikipedia.org/wiki/Batalla_de_las_Pir%C3%A1mides )

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III. El harem – XI. Los “’ifrít[1]”… En más de una ocasión había pensado estudiar, cialis a través de una mujer oriental, mind el probable carácter de muchas otras, pero temía darle demasiada importancia a las minucias. Y sin embargo, cuál no sería mi sorpresa, cuando al entrar una mañana a la habitación de la esclava, me encontré con una guirnalda de cebollas dispuesta con simetría encima del lugar en el que dormía. Como creí que esto era un simple capricho infantil, descolgué estos ornamentos poco apropiados para engalanar la habitación, y los arrojé con negligencia al patio; pero de pronto, la esclava se levantó furiosa y desolada, se fue a recoger las cebollas llorando y las volvió a colocar en su lugar con grandes signos de adoración. Tuve que esperar a que viniera Mansur para que nos explicara. Mientras tanto yo recibí una sarta de imprecaciones de las que la más clara era ¡”faraón”!. No sabía muy bien si debía enfadarme o quejarme. Por fin llegó Mansur, y me hizo saber que había roto un sortilegio, que yo sería la causa de las desgracias más terribles que caerían sobre ella y sobre mí. Después de todo, le dije a Mansur, estamos en un país donde las cebollas han sido dioses, si yo les he ofendido, nada mejor que reconocerlo. Además, ¡debe haber algún medio de apaciguar el resentimiento de una cebolla de Egipto!. Pero la esclava no quería escuchar nada, y repetía volviéndose hacia mí “¡faraón!”. Mansur me ilustró diciéndome que ese insulto era lo mismo que decir “impío y tirano”. Me afectó este reproche, pero sobre todo saber que el nombre de los antiguos reyes de este país se había convertido en algo injurioso. De todos modos no había por qué enfadarse, me explicaron que esta ceremonia de las cebollas era común en las casas de El Cairo un determinado día del año, y que servía para conjurar las enfermedades epidémicas. Los temores de la pobre muchacha se verificaron, es posible que por su imaginación traumatizada. Cayó enferma de bastante gravedad, y nada de lo que yo pudiera hacer a ella le convenía, ni quiso seguir ninguna prescripción médica. Durante mi ausencia, hizo llamar a dos mujeres de las casa vecinas, llamándolas desde la terraza, y me las encontré instaladas junto a ella recitando plegarias, y haciendo, como me dijo Mansur, conjuros contra los genios o malos espíritus. Al parecer, la profanación de las cebollas había revolucionado a estos últimos y había dos especialmente hostiles a cada uno de nosotros: uno, que se llamaba El Verde, y el otro, El Dorado. Viendo que la enfermedad era sobre todo imaginaria, dejé hacer a las dos mujeres, que finalmente trajeron a otra muy vieja. Se trataba de una Santona de renombre. Trajo un brasero que colocó en medio de la habitación, y en el que hizo quemar una piedra que me pareció que era de “alun[2]”. Este hechizo tenía como objeto el de contrariar mucho a los genios que las mujeres veían claramente en las volutas de humo, y a los que pedían gracia. Pero había que extirpar el mal de raíz. Hicieron levantarse a la esclava que se arrojó sobre las fumarolas, lo que le provocó un fuerte ataque de tos; mientras tanto, la vieja le iba dando golpecitos en la espalda, y todas ellas cantaban a voz en cuello rezos e imprecaciones árabes. A Mansour, como cristiano copto, le chocaban todas esas prácticas; pero, si la enfermedad provenía de una causa mental, ¿qué de mal hay en dejarla tratar mediante un método análogo?. La realidad fue que al día siguiente hubo una mejora evidente seguida de su total curación. La esclava no quiso separarse de las dos vecinas que había llamado, y siguió haciéndose servir por ellas. Una se llamaba Cartoum, y la otra, Zabetta. Yo no veía la necesidad de que hubiera tanta gente en la casa, y me abstuve de ofrecerles ninguna recompensa; pero la esclava les hacía regalos de sus propios efectos personales; y como eran los que Abd-el-Kerim le había dejado, no había nada que objetar, hasta que hubo que reemplazarlos por otros y llegar hasta la adquisición de la tan deseada habbarah y del chaleco. La vida oriental nos juega estos avatares. En principio todo parece sencillo, poco costoso, fácil; pero pronto, todo se complica con necesidades, usos, fantasías, y uno se ve arrastrado a una existencia “pachalesca” que, junto con el desorden y la nula fiabilidad de las cuentas, vacía los bolsillos mejor guarnecidos. Yo había querido iniciarme durante algún tiempo en la vida íntima de Egipto, pero poco a poco veía desaparecer los recursos futuros de mi viaje. “Mi pequeña, dije a la esclava, haciéndole explicar la situación, si quieres quedarte en El Cairo, eres libre”. Yo esperaba una explosión de reconocimiento. ¡Libre!, dijo ¿y qué quiere usted que haga? ¡Libre! ¿Pero adónde podría ir? ¡Revéndame de nuevo a Abd-el-Kerim! –  Pero querida, un europeo no vende a una mujer. Recibir dinero por ello sería una deshonra. –  ¡Pues bien! Dijo llorando, ¿es que yo puedo ganarme la vida? ¿acaso se hacer algo? –  ¿No puedes colocarte al servicio de una dama de tu religión? –  ¿Yo sirvienta?. Jamás. Vuelva a venderme. Seré comprada por un musulmán, por un cheikh, puede que incluso por un pachá. ¡Puedo llegar a ser una gran dama! Si quiere dejarme… lléveme al bazar”. ¡Curioso país es éste, en el que los esclavos no quieren la libertad!. Por otra parte, me daba cuenta de que ella tenía razón, y yo ya sabía bastante sobre el verdadero estado de la sociedad musulmana para que no me cupiera duda alguna de que su condición de esclava era muy superior a la de las pobres egipcias empleadas en los trabajos más rudos y desgraciadas con sus miserables maridos. Darle la libertad, era condenarla a la condición más triste, puede ser que al oprobio, y yo me consideraría moralmente responsable de su destino. – Ya que no quieres quedarte en El Cairo, le dije al fin, tendrás que seguirme a otros países. –   Ana enté sava sava (Tu y yo iremos juntos) me dijo. Su decisión me hizo feliz y me fui al puerto del Boulac para alquilar una barca que debía llevarnos por el brazo del Nilo que conducía de El Cairo a Damieta. [1] El ifrit o efrit (en lengua árabe, ?????) es un ser de la mitología popular árabe. Generalmente se considera que es un tipo de genio dotado de gran poder y capaz de realizar tanto acciones benignas como malignas, con lo que presentan un carácter dual que no comparten los otros genios (http://es.wikipedia.org/wiki/Ifrit) [2] También se conoce como alumbre y es un tipo de sulfato doble compuesto por el sulfato de un metal trivalente y otro de un metal monovalente. Generalmente se refiere al alumbre potásico. Se usa ampliamente en química para la fabricación del papel y como base de desodorantes axilares. En la Edad Media la piedra de alumbre adquirió un gran valor debido a su utilización para la fijación de tintes en la ropa, entre otros usos.

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IV. Las pirámides – I. La ascensión… Antes de partir, stuff había resuelto visitar las pirámides, y me fui a ver de nuevo al Cónsul General para pedirle consejo sobre esta excursión. Quiso hacer esa visita conmigo, y nos dirigimos hacia el viejo Cairo. Durante el camino me dio la impresión de que estaba triste. Tosía mucho, con unos espasmos secos, mientras atravesábamos la planicie de Karafeh. Yo ya sabía que estaba enfermo desde hacía tiempo, y él mismo me había dicho que al menos quería ver las pirámides antes de morir. Pensé que exageraba sobre su estado de salud; pero cuando llegamos al borde del Nilo, me dijo: “Yo ya me siento muy fatigado…; prefiero quedarme aquí. Tome usted la barca que le he hecho preparar; yo le seguiré con la mirada y me haré a la idea de que estoy con usted. Le ruego tan solo que cuente el número exacto de escalones de la gran pirámide, sobre el que los sabios no están de acuerdo, y si va a las otras pirámides, la de Saqqarah, le quedaría muy agradecido si me trajera una momia de ibis…me gustaría comparar el antiguo ibis egipcio con el de esta raza degenerada de zarapitos que aún se encuentran en las riberas del Nilo”. Tuve pues que embarcarme solo en la punta de la isla de Roddah, pensando con tristeza en esa confianza de los enfermos que pueden soñar con colecciones de momias al borde mismo de su propia tumba. El brazo del Nilo entre Roddah y Gizeh tiene tal anchura que se necesita cerca de media hora para atravesarlo. Después de cruzar Gizeh, pasar por su escuela de caballería y sus asaderos de pollo; y de analizar sus restos ruinosos, cuyos gruesos muros están construidos con un arte peculiar: recipientes de tierra superpuestos y sujetos con yeso, una edificación más ligera y aérea que sólida; aún se tienen por delante dos millas de llanuras cultivadas que hay que recorrer antes de llegar a las mesetas estériles en las que se alzan las grandes pirámides, en la frontera del desierto líbico. Cuanto más se acerca uno, más disminuyen esos colosos. Es un efecto de perspectiva que sin duda se debe a que su altura es igual a su anchura. En cambio, cuando se llega a sus pies, en la misma sombra de esas montañas construidas por la mano del hombre, uno se admira y se espanta. Lo que hay que trepar hasta llegar a la cúspide de la primera pirámide asemeja a una escalera en la que cada peldaño tiene alrededor de un metro de alto. Una tribu de árabes es la encargada de proteger a los viajeros y de guiarlos en su ascensión a la pirámide principal. En cuanto esas gentes se dan cuenta de que un curioso se encamina hacia su dominio, corren a su encuentro con sus caballos al galope, haciendo una fantasía pacífica y disparando al aire tiros de pistola para indicar que están a su servicio; todos ellos prestos a defenderle contra los ataques de ciertos beduinos pillastres que por casualidad podrían presentarse. Hoy en día ese supuesto hace sonreír a los viajeros, seguros de antemano sobre este punto; pero, en el siglo pasado, es cierto que en realidad se encontraban a merced de una banda de falsos bandidos que, tras haberles aterrorizado y despojado, se rendían con sus armas a la tribu protectora que, de inmediato, recogía una fuerte recompensa por los peligros y heridas sufridas en un simulacro de combate. Me han asignado cuatro hombres para guiarme y sujetarme durante mi ascensión. Al principio no comprendía bien cómo era posible trepar unos peldaños de los que solo el primero me llegaba a la altura del pecho; pero, en un abrir y cerrar de ojos, dos árabes se subieron sobre ese escalón gigantesco, cogiéndome cada uno por un brazo. Los otros dos me colocaron sobre sus hombros, y los cuatro juntos, a cada movimiento de esta maniobra, cantaban al unísono una melopea árabe terminada por ese antiguo estribillo parecido al eleyson!. De este modo llegué a contar hasta doscientos siete escalones, y no se precisó más de un cuarto de hora en alcanzar la plataforma de la cúspide. Y si te detienes un instante para recuperar el aliento, verás venir hacia ti a unas niñitas, apenas cubiertas con una camisola de tela azul que, desde la última grada a la que uno ha trepado, tienden, a la altura de nuestra boca unos cantarillos de arcilla de Tebas, cuya agua helada nos refrescará por un instante. Nada tan increíble como esas pequeñas beduinas trepando como monos con sus pequeños pies descalzos, que conocen todas las anfractuosidades de aquellos enormes bloques de piedra superpuestos. Ya en la plataforma, se les da un bajchis, un abrazo y después uno se siente izado en brazos de los cuatro árabes que te llevan en triunfo a los cuatro puntos del horizonte. La superficie de esta pirámide es de unos cien metros cuadrados. Bloques irregulares indican que se encuentra así debido a la destrucción de la cúspide, parecida sin duda a la de la segunda pirámide, que se conserva intacta y que puede admirarse a poca distancia con su revestimiento de granito. Las tres pirámides de Keops, Kefrén y Micerino, estaban igualmente revestidas con planchas de piedra rojiza, que todavía podían verse en tiempos de Herodoto. Fueron despojadas poco a poco, cuando se tuvo necesidad en El Cairo de construir los palacios de los califas y de los sudaneses. Como ya se pueden imaginar, la vista es hermosa desde lo alto de esta plataforma. El Nilo se extiende al oriente desde la punta del delta hasta más allá de Sakkarah, en donde se distinguen once pirámides más pequeñas que las de Gizeh. Al oeste, la cadena de montañas líbicas se desarrolla marcando las ondulaciones de un horizonte polvoriento. El bosque de palmeras que ocupa el lugar de la antigua Menfis, se extiende del lado del mediodía como una sombra verdosa. El Cairo, adosado a la cadena árida de Mokatam, eleva sus cúpulas y minaretes hasta la entrada del desierto de Siria. Todo esto es de sobra conocido como para dedicar demasiado tiempo a su descripción. Pero, dejando a un lado la admiración y recorriendo con la mirada las piedras de la plataforma, allí se encuentra con qué compensar los excesos de entusiasmo. Todos los ingleses que se han arriesgado a hacer esta ascensión, desde luego que han grabado sus nombres sobre las piedras. Algunos especuladores han tenido la idea de dar su dirección al público, y un vendedor de cera de Picadilly, incluso ha hecho grabar con esmero sobre un bloque pétreo entero los méritos de su descubrimiento garantizado por la Improved Patent de Londres. Ni qué decir tiene que allí también se encuentra el Crédeville Voleur, tan pasado de moda hoy en día, la carga de Bouginier[1], y otras excentricidades transplantadas por nuestros artistas viajeros como un contraste a la monotonía de los grandes souvenirs.          [1] Crédeville: tipo popular de ladrón o contrabandista, “que tiene la deplorable costumbre de dejar su nombre en todas las murallas de Francia y de París” (Crédeville ou le Serment du gabelou”, vaudeville de Leuven y Dumanoir, 1832) Bouginier es desconocido (GR)

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IV. Las pirámides – II. La plataforma… Me temo que voy a tener que admitir que ni el mismísimo Napoleón llegó a ver las pirámides más que desde la llanura. Desde luego, look no habría comprometido su dignidad dejándose alzar entre los brazos de cuatro árabes como un simple balón que pasa de mano en mano, advice y estaría obligado a responder desde abajo con un saludo a los “cuarenta siglos” que, sovaldi según su cálculo, le contemplaban a la cabeza de su ejército. Tras haber recorrido con la mirada todo el panorama de alrededor, y leído atentamente estas inscripciones modernas que harán las torturas de los sabios en el futuro, me preparé para descender cuando, un caballero rubio, esbelto, arrebolado y perfectamente enguantado, franqueó, como yo acababa de hacer poco tiempo antes que él, la última grada de la cuádruple escalera y me dirigió un saludo bastante ceremonioso que yo merecía en calidad de ser el primer ocupante. Le tomé por un caballero inglés, y él me situó de inmediato como un francés. Me arrepentí al instante de haberlo juzgado tan a la ligera. Un inglés nunca me habría saludado al encontrarse sobre la plataforma de la pirámide de Keops, un lugar en el que nadie nos podría presentar. “Señor, me dijo el desconocido con un acento ligeramente germánico, me alegra encontrar aquí a alguien civilizado. Yo soy tan solo un oficial de la guardia de SM. el rey de Prusia. He obtenido un permiso para unirme a la expedición de M. Lepsius.[1], y como su esposa ha pasado por aquí hace algunas semanas, estoy obligado a ponerme al día visitando lo que supongo que ella ha debido ver”. Terminado su discurso, me dio su tarjeta de visita, invitándome a ir a verle si alguna vez pasaba por Postdam. “Pero, añadió, viendo que me preparaba para descender, usted sabe que la costumbre es hacer aquí una colación. Estos hombretones que nos rodean esperan compartir nuestras modestas provisiones…y, si usted tiene apetito, le ofreceré una parte del paté que ha traído uno de mis árabes”. Cuando se está de viaje, enseguida se traba conocimiento y, en Egipto sobre todo, en la cúspide de la gran pirámide, todo europeo se convierte para cualquier otro en un FRANCO, es decir, un compatriota; el mapa de nuestra pequeña Europa pierde, tan lejos, sus fronteras divisorias. Hago siempre una excepción para los ingleses, que es como si residieran en una isla aparte. La conversación del prusiano me gustó mucho durante el almuerzo. Llevaba con él cartas con las últimas y más frescas noticias de la expedición de M. Lepsius que, en ese momento, exploraba los alrededores del lago Moeris y las ciudades subterráneas del gran laberinto. Los sabios berlineses habían descubierto ciudades enteras escondidas bajo las arenas y construidas con ladrillos; Pompeyas y Herculanos subterráneas que jamás habían visto la luz, y que posiblemente se remontaban a la época de los trogloditas. No pude dejar de reconocer que era una noble ambición para los eruditos prusianos el haber querido ir tras las huellas de nuestro Instituto de Egipto, del que ellos no podrán más que completar sus admirables trabajos. El almuerzo sobre la pirámide de Keops es, en efecto, forzado por los turistas, como el que se hace de ordinario sobre el capitel de la columna de Pompeyo en Alejandría. Yo estaba feliz de haber encontrado un compañero instruido y amable que me lo hubo recordado. Las pequeñas beduinas habían conservado bastante agua en sus cantarillos de barro poroso, para permitir refrescarnos y después hacer unos “grogs” con una frasca de aguardiente que uno de los árabes llevaba a la zaga del prusiano. Mientras tanto, el sol se había convertido en un disco ardiente como para que pudiéramos quedarnos por más tiempo sobre la plataforma. El aire puro y vivificante que se respira a esa altura nos había permitido durante algún tiempo no darnos cuenta del calor. Ahora había que descender de la plataforma y penetrar en la pirámide, cuya entrada se halla aproximadamente a un tercio de su altura. Nos hicieron descender ciento treinta escalones por el procedimiento inverso al de la subida. Dos de los cuatro árabes nos suspendían de los hombros desde lo alto de cada grada, y nos depositaban en los brazos extendidos de los otros dos compañeros. Hay algo bastante peligroso en esta forma de descender, y más de un viajero se ha partido el cráneo o los huesos. Sin embargo, nosotros llegamos sin accidentes a la entrada de la pirámide. El acceso a la pirámide es una especie de gruta con las paredes de mármol y bóveda triangular, rematada por un enorme y ancho bloque de piedra que constata, gracias a una inscripción en francés, la antigua llegada de nuestros soldados a este monumento: es la tarjeta de visita del ejército de Egipto, esculpida sobre un bloque de mármol de 16 pies de ancho. Mientras yo leía respetuosamente, el oficial prusiano me hizo observar otra inscripción hecha más abajo en jeroglíficos y, cosa rara, grabada hacía muy poco. El conocía el significado de esos jeroglíficos modernos inscritos según el sistema de Champolión. “Esto significa, me dijo, que la expedición científica enviada por el rey de Prusia y dirigida por Lepsius, ha visitado las pirámides de Gizeh, y espera resolver con la misma suerte las otras dificultades de su misión”. Habíamos franqueado la entrada de la gruta: una veintena de árabes barbudos, con los cintos erizados de pistolas y puñales, se levantaban del suelo en donde acababan de dormir la siesta. Uno de nuestros guías, que parecía dirigir a los otros, nos dijo: “¡Vean ustedes lo terribles que son…observen sus pistolas y sus fusiles! –    ¿Quieren robarnos? –    ¡Al contrario! Están aquí para defenderles en caso de que fueran atacados por las hordas del desierto. –    ¡Se decía que habían dejado de existir con la administración de Mohamed-Ali! –    ¡Oh! Todavía queda bastante mala gente por ahí, tras las montañas… En cambio, por un COLONNATE, ustedes serán defendidos por estos fieros y bravos hombres contra todo ataque exterior”. El oficial prusiano inspeccionó las armas, y no pareció muy convencido de su potencia destructiva. En el fondo, para mí sólo se trataba de cinco francos con cincuenta céntimos, o de un tálero y medio para el prusiano. Aceptamos el trato, compartiendo los gastos y haciéndoles la observación de que nosotros no estábamos de acuerdo con esa suposición. “Pasa con frecuencia, dijo el guía, que tribus enemigas invaden esta zona, sobre todo cuando suponen la presencia de ricos extranjeros”. Es cierto que este asunto tenía visos de realidad y que sería una triste situación verse preso y encerrado en el interior de la gran pirámide. La colonnate (piastra de España) entregada a los guardianes nos aseguraba al menos que, en conciencia, ellos no podrían gastarnos esa broma fácil. Pero ¿cómo pensar ni un instante que gente honrada iba a hacernos algo así?. La actividad de sus preparativos, ocho antorchas encendidas en un abrir y cerrar de ojos, la amable atención de hacernos preceder de nuevo por las niñas hidróforas de las que ya he hablado, todo ello, sin duda, era bien tranquilizador. En principio, se trataba de agachar la cabeza y la espalda, y de colocar los pies lo mejor posible sobre dos ranuras de mármol que recorren los dos costados de esta pendiente. Entre ambas ranuras hay una especie de abismo tan ancho como la separación de las piernas, y en donde más vale no caerse. Se avanza pues, paso a paso, lanzando lo mejor posible los pies a derecha e izquierda, un poco sujeto, bien es cierto, por las manos de los porteadores de antorchas, y se va descendiendo, agachado de este modo durante unos ciento cincuenta pasos. A partir de ahí, el peligro de caer en la enorme fisura que apreciaba entre los pies, cesa de golpe y queda reemplazado por el inconveniente de pasar arrastrándose con el vientre boca abajo, bajo una bóveda obstruida en parte por la arena y las cenizas. Los árabes no limpian este pasaje sin que medie otra colonnate, acordada generalmente por las gentes ricas y corpulentas. Cuando uno se ha arrastrado durante algun tiempo bajo esta bóveda baja, a gatas, se entra por una nueva galería, no más alta que la precedente. Al cabo de doscientos pasos, que esta vez se hacen subiendo, se encuentra una especie de cruce cuyo centro es un amplio pozo profundo y sombrío, alrededor del cual hay que girar para ganar la escalera que conduce a la Cámara del Rey. Llegando allí, los árabes disparan sus pistolones y encienden hogueras con ramas para espantar, según ellos, a murciélagos y serpientes. La sala en la que nos encontramos, con una bóveda de cañón, tiene 17 pies de larga y 16 de ancha. Volviendo de nuestra exploración, bastante satisfechos, debimos reposar a la entrada de la gruta de mármol, y preguntamos qué podría significar esa extraña galería por la que acabábamos de ascender, con aquellos dos canales de mármol separados por un abismo, desembocando más lejos en un cruce en medio del que se halla el misterioso pozo del que no habíamos podido ver ni el fondo. El oficial prusiano, haciendo memoria, me propuso una explicación bastante lógica del uso de tal monumento[2]. Nadie, acerca de los misterios de la antigüedad es tan erudito como un alemán. Veamos, según su versión, para qué servía la galería baja dotada de raíles por la que habíamos descendido y después ascendido tan penosamente: “se sentaba en una carreta al hombre que se presentaba para las pruebas de iniciación. La carreta descendía por la fuerte inclinación del camino. Llegada al centro de la pirámide, el iniciado era recibido por los sacerdotes inferiores que le mostraban el pozo animándole a precipitarse en él. Como es natural, el neófito dudaba, lo que era visto como signo de prudencia. Entonces se le aportaba una especie de casco rematado por una lamparilla encendida, y provisto de este ingenio, debía descender con precaución al fondo del pozo, en donde se encontraban, aquí y allá, soportes de hierro sobre los que podía reposar los pies. El iniciado descendía durante largo tiempo, alumbrado un poco por la lámpara que llevaba sobre la cabeza; después, aproximadamente a cien pies de profundidad, encontraba la entrada de una galería cerrada por una reja, que se abría también ante él. Asimismo, aparecían tres hombres con máscaras de bronce imitando la faz de Anubis, el dios perro. No había que asustarse bajo ningún concepto de sus amenazas y había que avanzar hacia delante arrojándoles por tierra. Y así durante una legua, hasta que se llegaba a un espacio de grandes dimensiones, que producía el efecto de un bosque tupido y sombrío. Pero en cuanto se ponía el pie en el paseo principal, todo se iluminaba al instante y producía el efecto de un vasto incendio, que no eran más que fuegos de artificio y sustancias bituminosas entrelazadas entre las ramificaciones de hierro. El neófito debía atravesar el bosque, al precio de algunas quemaduras, lo que por regla general lograba . Más allá, se hallaba un riachuelo que había que atravesar a nado. Apenas había recorrido la mitad, cuando una inmensa agitación de las aguas, determinada por el movimiento de dos ruedas gigantescas, le paraba y le hacía retroceder. Cuando parecía que sus fuerzas le iban a abandonar, veía aparecer ante él una escalera de hierro que parecía debiera salvarle del peligro de perecer en el agua. Ésta era la tercera prueba. A medida que el iniciado ponía un pie en cada escalón, el que acababa de dejar, se desprendía y caía al río. Esta difícil situación se complicaba a causa de un viento espantoso que hacía temblar a la vez a escalera y postulante. Cuando estaba a punto de perder todas sus fuerzas, debía tener la presencia de ánimo suficiente como para atrapar dos anillas de acero que descendían hacia él, y de las que tenía que quedar suspendido por los brazos, hasta que veía abrirse una puerta, a la que llegaba gracias a un violento esfuerzo. Éste era el final de las cuatro pruebas elementales. El iniciado llegaba entonces al templo, daba una vuelta alrededor de la estatua de Isis, y se veía recibido y felicitado por los sacerdotes. [1] Bien acogido por Méhémet-Ali, el egiptólogo K. R. Lepsius, acompañado de sabios y eruditos ingleses y alemanes, residió en Egipto de 1842 a 1846. G.N. se refiere a la esposa de Lepsius que se unió al egiptólogo tras su llegada a Egipto. [2] J. Richer (Nerval et les doctrines ésotériques) y G. Rouger (ed. Crítica, Introducción) han demostrado cuáles son las fuentes en las que se inspiró Nerval para hacer de las pirámides un lugar de iniciación. Una, sobre todo, la famosa novela arqueológica del abad Terrason, SETHOS (1731).

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