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“VIAJE A ORIENTE” 021

II. Las esclavas – XI. La caravana de La Meca…            Al fin salí de la barbería transfigurado, and orgulloso y encantado de no desmerecer en una ciudad tan pintoresca, tadalafil con el aspecto que imprime un levitón y un sombrero redondo; éste último aditamento les resulta a los orientales tan ridículo que en las escuelas siempre se conserva uno de estos sombreros “de francés” para ponérselo a los niños ignorantes o poco dóciles. Para los escolares turcos esto es el equivalente a nuestras orejas de burro. Ahora se trataba de asistir a la entrada de los peregrinos, que había comenzado al amanecer, pero que debía durar hasta la tarde. No era poca cosa el que unas treinta mil personas viniesen de golpe a añadirse a la población de El Cairo; con lo que las calles de los barrios musulmanes estaban abarrotadas. Conseguimos llegar hasta Bab-el-Foutouh, “La Puerta de la Victoria”. La larga calle que lleva hasta allí estaba repleta de espectadores obligados por las tropas a permanecer en un cierto orden. El sonido de las trompetas, címbalos y tambores acompañaba la marcha del cortejo, cuyas diversas nacionalidades y sectas se distinguían por los trofeos y banderas. Mientras tanto, yo andaba inmerso en el recuerdo de una vieja ópera muy célebre en tiempos del Imperio, canturreando la “Marcha de los camellos”123 y a la espera de ver aparecer en cualquier momento a Saint Phar. Las largas filas de dromedarios atados unos tras otros, y montados por beduinos de largos fusiles, se seguían monótonamente, y fue solo al llegar al campo cuando pudimos apreciar el conjunto de un espectáculo único en el mundo. Era como una nación en marcha que venía a fundirse con un inmenso pueblo, circundado, a la derecha, por los vecinos cerros del Mokatam; a la izquierda, por los miles de edificios generalmente desiertos de la Ciudad de los Muertos y, finalmente, los pináculos almenados de las murallas y torres de Saladino, con su decoración alternada de franjas rojas y negras. Hormigueaban también los espectadores. Aquello excedía a cualquier comparación con la ópera, ni siquiera con la famosa caravana que Bonaparte salió a recibir y festejar en esta misma puerta de la Victoria. Me daba la impresión de que me remontaba a muchos siglos atrás, y que asistía a una escena del tiempo de Las Cruzadas. Escuadrones de la guardia del virrey, distribuidos entre la multitud, con sus corazas resplandecientes y sus caballerescos yelmos completaban esta ilusión. Algo más lejos, en la llanura por la que serpenteaba el Calish, se veían miles de jaymas abigarradas, en donde se detenían los peregrinos para refrescarse. Bailarines y cantantes tampoco habían faltado a la fiesta, y todos los músicos de El Cairo rivalizaban en ruido con los tañedores de trompas y címbalos del cortejo: monstruosa orquesta encaramada sobre los camellos. No se podía ver nada más barbudo, erizado e hirsuto que el inmenso gentío de magrebíes, compuesto por gentes de Túnez, Trípoli, Marruecos y nuestros compatriotas de Argel. La entrada de los cosacos en París en 1814 sería una pálida metáfora. También en este grupo era en donde se distinguían las hermandades más numerosas de santones y derviches, que gritaban siempre con entusiasmo sus cánticos de amor, entremezclados con el nombre de Allah. Las banderolas de mil colores, los astiles cargados de atributos y armaduras, y aquí y allá emires y sheyjes, vestidos con suntuosidad, a caballo de monturas con gualdrapas de oro y pedrería, añadían a esta marcha, algo desordenada, todo el esplendor que se pueda imaginar. También llamaban la atención los palanquines de las mujeres, aparejos singulares, semejantes a un lecho cubierto por una tienda de campaña y colocado de través sobre la giba del camello. Menajes completos parecían colocarse sin problemas, junto con los niños y el mobiliario, en esta especie de pabellones, adornados la mayor parte con brillantes colgaduras. Hacia las dos terceras partes de la jornada, el ruido de los cañones de la ciudadela, las aclamaciones y las trompetas, anunciaron que el MAHMIL una especie de arca santa que guarda la túnica de brocado de oro de Mahoma, había llegado a la vista de la ciudad. La mayor parte de la caravana, los mejores caballeros, los santones más entusiastas, la aristocracia del turbante, reconocida por el color verde, rodeaba a este “palladium” del Islam. Siete u ocho dromedarios venían en fila, con la cabeza ricamente adornada y empenachada, cubiertos con arneses y tapices tan deslumbrantes que, bajo estos tocados que disimulaban sus formas, parecían salamandras o dragones de los que sirven de montura a las hadas. Los primeros eran montados por jóvenes timbaleros de brazos desnudos, que levantaban y dejaban caer sus palillos de oro en medio de un campo de banderas flotantes, dispuestas alrededor de las montura. Inmediatamente después venía un viejo simbólico de larga barba blanca, coronado de hojas y sentado en una especie de carro dorado, siempre a lomos de un camello; después el mahmil, compuesto por un rico pabellón en forma de tienda cuadrada, cubierto de inscripciones bordadas, y rematado en sus cuatro extremos por enormes bolas de plata. De vez en cuando, el mahmil se detenía, y todo el gentío se prosternaba en el polvo, poniendo la frente en las manos. Una escolta de cavases (guardia turca) se esforzaba a duras penas en apartar a los negros que, más fanáticos que los otros musulmanes, aspiraban a hacerse aplastar por los camellos. Generosas raciones de bastonazos les conferían al menos una cierta porción de martirio. A muchos santones, un tipo de santones más entusiastas que los derviches y de ortodoxia menos reconocida, se les veía con las mejillas perforadas de largos clavos, marchando de esa guisa y cubiertos de sangre. Otros, devoraban serpientes vivas, y algunos más, se llenaban la boca con carbones ardientes. Las mujeres no tomaban mucha parte en estas prácticas, y se distinguía únicamente entre la muchedumbre de peregrinos a plañideras de la caravana que lanzaban al unísono sus largos y guturales lamentos, y no temían mostrar sin velo sus rostros tatuados de azul y rojo, y la nariz perforada con gruesos anillos. Nos mezclamos, el pintor y yo, con el abigarrado gentío que seguía al mahmil, gritando ¡Allah!, como los demás, en las sucesivas paradas de los camellos sagrados que, balanceando majestuosamente sus empenachadas cabezas, parecían bendecir a la multitud con sus largos y ondulantes cuellos y con sus extraños bramidos. Al entrar en la ciudad, las salvas de cañón volvieron a sonar, y la procesión tomó el camino de la ciudadela a través de las calles, mientras que la caravana continuaba llenando El Cairo con sus treinta mil fieles, que ya habían adquirido el derecho al título de Hayyis. No tardamos mucho en llegar al gran bazar y a esa inmensa calle de Salahieh, donde las mezquitas de El-Azhar, El-Mayed y el Moristán ostentan su espléndida arquitectura y lanzan al cielo ramilletes de alminares sembrados de cúpulas. A medida que se pasaba ante una mezquita, el cortejo dejaba una parte de los peregrinos, y montañas de babuchas se formaban a las puertas, para así entrar todos descalzos. No obstante, el mahmil no se detenía; tomó por las calles estrechas que suben a la ciudadela, a la que entró por la puerta norte, en medio de las tropas allí reunidas y de las aclamaciones del pueblo amontonado en la plaza de Roumelieh. Al no poder penetrar en el recinto del palacio de Méhémet-Ali, palacio nuevo, construido a la turca y de efecto bastante mediocre, me llegué hasta la terraza desde donde se domina todo El Cairo. Difícilmente se puede describir el efecto de esta perspectiva, una de las más bellas del mundo. Lo que se capta a primera vista y en primer plano es el desarrollo inmenso de la mezquita del Sultán Asan, festoneada de rojo, y que aun conserva huellas de la metralla francesa de la famosa revuelta de El Cairo124. La ciudad se extiende ante nosotros y ocupa todo el horizonte, que acaba en los verdes umbredales del Choubrah; a la derecha, siempre la alargada ciudad de los mausoleos musulmanes, la campiña de Heliópolis y la vasta llanura del desierto arábigo, interrumpido por la cadena del Mokatam. A la izquierda, el curso del Nilo de aguas rojizas, con su estrecha ribera de dátiles y sicómoros. Boulac, junto al río, sirviendo de puerto a El Cairo; a media legua, la isla de Rodas, verde y florida, cultivada al estilo de un jardín inglés, y rematada por la construcción del Nilómetro, frente a las risueñas casas de campo de Gizeh y, en fin, más allá, las pirámides, emplazadas sobre las últimas estribaciones de la cadena líbica, y aún mas al sur,  Sakkarah, con más pirámides entremezcladas con hipogeos. A lo lejos, el bosque de palmeras que cubre las ruinas de Memfis, y en la orilla opuesta del río, volviendo hacia la ciudad, el viejo Cairo, construido por Amrou en el lugar de la antigua Babilonia de Egipto, medio oculto por los arcos de un inmenso acueducto a cuyos pies se abre el Cálish, que bordea la planicie del cementerio de Karafeh. Éste era el inmenso panorama que animaba el aspecto de un pueblo en fiesta, hormigueando en las plazas y entre los campos vecinos. Pero se aproximaba la noche, y el sol había sumergido su frente en las arenas de esa larga hondonada del desierto de Amón, que los árabes conocen como Mar sin agua; más a lo lejos tan sólo se distinguía el curso del Nilo, en el que miles de barquichuelas trazaban surcos plateados como en las fiestas de los Ptolomeos. Hay que descender ya, apartar la vista de esta muda antigüedad, en donde una esfinge, casi cubierta por la arena, guarda secretos eternos. Veremos si los esplendores y las creencias del Islam consiguen repoblar la doble soledad del desierto y de las tumbas; o si habrá que llorar aún sobre un poético pasado que se aleja. Esta edad media árabe, con tres siglos de retraso, ¿estará preparada a su vez para caer a los pies, como lo hicieron los antiguos griegos, de los monumentos del Faraón? ¡Mira por dónde!, al volverme, percibo sobre mi cabeza las últimas columnas rojas del viejo palacio de Saladino. Sobre los restos de esta espléndida y audaz arquitectura, aunque frágil y fugaz como la de los genios, se ha construido hace poco un edificio cuadrado, todo de mármol y alabastro, pero por lo demás carente de elegancia y personalidad, con un aspecto de almacén de cereales, y con pretensiones de mezquita. Y, en efecto, será una mezquita, como La Madeleine una iglesia: los arquitectos modernos tienen siempre la precaución de construir a dios moradas que puedan servir para alguna otra cosa cuando se deje de creer en él. Mientras tanto, la gente del gobierno parecía haber celebrado la llegado del mahmil a plena satisfacción. El pachá y su familia habían recibido respetuosamente la túnica del profeta traída desde La Meca; el agua sagrada de los pozos del Zemzem125 y otras reliquias del peregrinaje. Se había mostrado la túnica a la puerta de una pequeña mezquita situada tras el palacio, y la iluminación de la ciudad comenzaba a producir un efecto magnético desde lo alto de la plataforma. Los grandes edificios revivían a lo lejos, gracias a su iluminación, y las líneas arquitectónicas se perdían en la sombra; bonetes de luz ceñían los domos de las mezquitas, y los minaretes se vestían de nuevo con esos collares luminosos que ya había visto antes. Versículos del Corán brillaban en los frontispicios de las casas, trazados por todas partes con vidrios de colores. Me apresuré, después de haber admirado este espectáculo, a llegar a la plaza de Esbekieh, donde se desarrollaba la parte más hermosa de la fiesta. Los barrios vecinos resplandecían con el brillo de los puestos; las dulcerías, los vendedores de frituras , y los que ofrecían frutas habían invadido todos los soportales: los confiteros apilaban maravillosas golosinas en forma de torretas, animales y otras fantasías. Las pirámides y las girándulas de luz alumbraban todo como en pleno día. Además, se podía pasear bajo cuerdas tendidas a cierta distancia, de las que pendían barquichuelas iluminadas, recuerdo tal vez de las fiestas de Isis, conservado, como tantos otros, por el buen pueblo egipcio. Los peregrinos, vestidos de blanco en su mayoría, y más tostados que la gente de El Cairo, recibían por todas partes una fraterna hospitalidad. En medio de la plaza, en la parte que linda con el barrio franco, se desarrollaban los principales festejos. Por todas partes se elevaban jaymas para albergar los cafetines y las reuniones del zikr , grupos de cantantes devotos. Grandes mástiles emparejados de los que colgaban lámparas, servían para el ejercicio de los derviches giróvagos, que no deben confundirse con los derviches ululantes, ya que cada uno tiene su manera de llegar a ese estado de euforia que les procura visiones de éxtasis. Los primeros giróvagos, gritando quedamente ¡Allah zheyt! , es decir, ¡Dios viviente!, comenzaron a dar vueltas en torno a cuatro postes alineados y llamados sârys. Más allá, la muchedumbre se apretujaba para ver a juglares y a equilibristas; o para escuchar a los rapsodas (schayërs) recitando fragmentos del romance de Abu-Zeyd126; estas narraciones se continúan cada noche en los cafés de la ciudad y son siempre, como nuestros seriales de la prensa, interrumpidos en el momento más interesante, a fin de atraer al día siguiente al mismo café a la clientela, ávida de las nuevas peripecias. Los columpios, los juegos de destreza y los caragheuz127 más variopintos: en forma de guiñoles, o de sombras chinescas; daban el punto de animación a esta fiesta local que debería prolongarse aún a lo largo de dos días, hasta el nacimiento de Mahoma, llamado “El mouled-en-neby”. Al día siguiente, al alba, me fui con Abdallah al bazar de los esclavos situado en el Soukel-ezzi. Había escogido un burrillo fuerte y bien plantado, rayado como una cebra, y yo me acicalé con el traje nuevo, no sin cierta coquetería. El que uno vaya a comprar una mujer, no es excusa para asustarla. Las desdeñosas risas de las negras me habían dado una buena lección. 123 Se trata del aria de “La caravana de El Cairo”, ópera de Grétry, con libreto de Merel de Chédeville y del Conde de Provenza (Luis XVIII)(1784). Saint Phar es el héroe de esta ópera . (GR) 124 La revuelta de El Cairo fue reprimida rápidamente el 21 de octubre de 1798 (GR) 125 Pozo sagrado en el recinto del templo de La Meca, cuya agua pasa por tener propiedades milagrosas. 126 Abu-Zeyd es el héroe de un ciclo de romances en el que se reflejan las aventuras heroicas de los Beni Hillal que, expulsados de Arabia por los Fatimíes, invadieron en el S.XI el norte de África. 127 Sobre Caragueuz, ver, Las noches de Ramadán.

Esmeralda de Luis y Martínez 10 febrero, 2012 10 febrero, 2012 Bab-el-Foutouh, cavases, el cementerio de Karafeh, el mahmil, La caravana de la Meca, Saint Phar
Historia de un desencuentro: Capítulo 10

CAPÍTULO X.   1. LA EXPEDICIÓN DE SEBASTIÁN VIZCAÍNO.   El 27 de octubre de 1610 llegaba a Matachel, patient en la costa mexicana del Pacífico, salve la nave San Buenaventura y en ella Rodrigo de Vivero y el franciscano Alonso Muñoz, este último en calidad de embajador de los Tokugawa ante el virrey de México y el rey de España; viajaba también en la expedición un grupo de japoneses, a su cabeza Tanaka Shosuke y Shuya Ryusay.   Las cartas de que era portador Alonso Sánchez –de idéntico contenido, para el virrey y para el duque de Lerma– eran las que el también franciscano Luis Sotelo había negociado en enero en Suruga y más tarde Rodrigo de Vivero había recogido en su segundo viaje a la corte Tokugawa; Luis Sotelo dejó testimonio minucioso de la preparación de esas cartas, cuyos originales están en el Archivo de Indias de Sevilla muy bien conservados, dos documentos de gran belleza. Y en ellos, la petición formal de relaciones comerciales entre Japón y la Nueva España.   La recepción de la embajada en México debió ser brillante; Tanaka Shosuke pasó a ser conocido como Francisco de Velasco, que hace pensar en un solemne bautismo bajo el patrocinio del virrey[1]. Rodrigo de Vivero, por su parte, debió insistir a las autoridades hispanas que respondiesen satisfactoriamente a los Tokugawa. Mientras Alonso Muñoz continuaba a Madrid con la embajada japonesa, en México plantearon la respuesta de la embajada como de agradecimiento y devolución de lo que los japoneses habían prestado a Vivero; para el fondo de la embajada, el comercio entre Japón y Nueva España, se demoraba la respuesta a lo que se acordara en Madrid tras la negociación de Alonso Sánchez; a finales de 1611 el embajador estaba en la corte hispana con los escritos más representativos de Rodrigo de Vivero en defensa del trato con los japoneses desde Nueva España.   El virrey de México, Luis de Velasco, preparaba por entonces una expedición de descubrimiento de las Islas Ricas de oro y plata, al mando de Sebastián Vizcaíno, y decidió que se hiciese cargo también de la embajada virreinal para Ieyasu y su hijo el shogún. Se pensó en hacer el viaje en el San Buenaventura, y con este fin se les compró la nave a los japoneses. También se convocó una junta en la que participaron algunos pilotos, el visitador general de la Nueva España Juan de Vilela, Antonio de Morga, Alonso Muñoz, el procurador de las Filipinas Hernando de los Ríos Coronel o el propio Sebastián Vizcaíno, de la que salió el acuerdo de que el viaje se hiciese directamente a Japón con la disculpa de la embajada; tras, la embajada, Vizcaíno debería pedir permiso para demarcar y sondar los puertos, bahías y ensenadas de la costa oriental japonesa, así como construir y aviar un nuevo navío con el que –tras invernar en Japón– en la primavera o en el verano comenzase la navegación de descubrimiento de las islas Ricas y el regreso a Nueva España.   El 22 de marzo de 1611, a mediodía, la expedición de Sebastián Vizcaíno salió de Acapulco en el galeón San Francisco y dos días más tarde salieron los navíos de Filipinas en los que iba aviso de este viaje[2]. La expedición no llevaba mercancías para comerciar con Japón, salvo alguna ropa para necesidades de la expedición misma, con el fin de no adelantarse a la decisión de la corte hispana en lo referente de una nueva ruta comercial. Tanaka Shosuke –o Francisco de Velasco– y los veintidós japoneses que le acompañaban volvían a Japón con Vizcaíno, además de una amplia tripulación y seis frailes. Durante dos meses largos la navegación no tuvo especiales dificultades, pero el 28 de mayo hubo avería en el barco y durante más de una semana sufrieron tempestades y viento desfavorable del sudoeste que impedía progresar mientras no amainara. El 8 de junio avistaron tierra, estando a más de 38 grados de latitud norte según sus cálculos, y al día siguiente supieron que era la costa de Japón, a unas cuarenta leguas de Uraga, en donde desembarcaron el día 10 de junio según la cuenta de los días que llevaban desde México, pero sábado 11 de julio, día de San Bartolomé, en Japón. El mismo día de su llegada a Uraga, Tanaka Shosuke fue enviado a dar noticia de lo sucedido a la expedición japonesa a México y Vizcaíno escribió brevemente a Ieyasu y al shogún Hidetada dando cuenta de su llegada con la embajada hispana y pidiendo permiso para pasar a Yedo y Suruga, las cortes del shogún y de Ieyasu.   En Uraga, mientras Sebastián Vizcaíno esperaba la respuesta de los Tokugawa, fue bien hospedado y atendido, entre constantes muestras de curiosidad por parte de los japoneses. El 16 de junio llegó la invitación de Hidetada para que Vizcaíno fuese a Yedo a presentar su embajada, y hacia allí se puso en camino al día siguiente el embajador; llevaba como acompañamiento treinta hombres con sus arcabuces y mosquetes, bandera, estandarte real y caja[3], así como algunos religiosos y japoneses de los que habían venido con él en el San Francisco. Llegó a Yedo en el día y fue recibido y hospedado por el que los hispanos denominaban General de las funeas –nombre que se les da al tipo principal de nave japonesa– y por su hijo, quienes se ocuparon del embajador hispano la mayor parte del tiempo que éste pasó en Japón.   Previo a la embajada se trató del protocolo, como en ocasiones anteriores, y en este punto el embajador hispano se mostró exigente, negándose a seguir el antiguo ceremonial japonés que era, en viendo la cara del príncipe, hincar las rodillas ambas en tierra, manos y cabeza, hasta que el príncipe diese señal. Muy al contrario, Sebastián Vizcaíno exigió que se le recibiese como se solía hacer en España, con las mismas reverencias y acatamiento que a su rey se acostumbraba a hacer, y señalándole un asiento cerca del shogún de tal manera que pudiera oír sus palabras. Llegó incluso a amenazar con volverse a México sin dar la embajada, ante de que su rey perdiese un punto de su grandeza, pues es el mayor señor del mundo. La discusión por cuestiones de protocolo llegó a molestar a los japoneses; el escribano del galeón Alonso Gascón de Cardona lo reconoce así y así se lo reprocharon a Vizcaíno algunos contemporáneos. Finalmente, los japoneses accedieron a que el embajador diese la embajada a su usanza, con mínimas limitaciones sobre el lugar que había de ocupar ante el shogún.   Por fin, el 22 de junio a las diez de la mañana Sebastián Vizcaíno, acompañado de su anfitrión japonés, los frailes Luis Sotelo, Pedro Bautista y Diego Ibáñez y un vistoso cortejo de hispanos con bandera, estandarte y armas, acudió al palacio del shogún entre muestras de admiración popular. Luis Sotelo y Pedro Bautista hicieron de intérpretes, que lo hicieron muy bien. Después de recibir a Sebastián Vizcaíno, el shogún dio permiso para que pasaran a verle los españoles que le acompañaban; los cuadros que traía para Ieyasu los dejó Vizcaíno en la corte de Hidetada, a petición de éste, que se interesó mucho por pinturas tan realistas y quiso conservarlas para mostrarlas a su mujer e hijo. El regreso de Vizcaíno y su séquito a la posada fue bulliciosa, entre disparos de arcabuces y mosquetes; que aunque sólo eran 24 hispanos, hicieron tanto ruido en una ciudad tan grande como ésta que causó admiración. Al día siguiente el embajador visitó y llevó regalos a los cortesanos más influyentes y el día de San Juan, cuando iba a misa a la iglesia de los franciscanos, conoció a Date Masamune, daimyo de Sendai, con el que no había de perder el contacto en lo sucesivo.   El 25 de junio salieron los hispanos de Yedo con permiso para pasar a Suruga a la corte de Ieyasu; en el puerto de Uraga se detuvieron cuatro días para vender algunas mercancías, y recibieron una nota de la corte del viejo Tokugawa metiéndoles prisa para seguir el viaje. Cinco días después llegaban a Suruga, donde Sebastián Vizcaíno fue recibido por Tanaka Shosuke en nombre de Ieyasu; al día siguiente, el 4 de julio, Vizcaíno dio su embajada a Ieyasu –con sus regalos, los de los frailes y los del virrey–, sin ningún reparo en cuanto a protocolo salvo la orden de que no se dispararan las armas de fuego los hispanos como habían hecho en Yedo. La tarde de ese día y todo el día siguiente lo empleó el embajador en visitar y llevar sus regalos a diferentes cortesanos.   El 6 de julio Sebastián Vizcaíno entregó tres memoriales a Ieyasu y cuatro días después le eran concedidas las tres solicitudes: A) Permiso para sondar los puertos de Japón, con todo lo necesario para la operación a buen precio, y prometía una copia de la demarcación que se hiciese para el Tokugawa. B) Permiso para construir un navío, con facilidades de  mano de obra y materiales de construcción. C) Chapa o permiso de venta libre de las mercancías –ante ciertas dificultades surgidas–, como habían tenido los comerciantes japoneses que fueron a Nueva España.   En los días siguientes se abordaron algunas cuestiones de interés y Sebastián Vizcaíno llegó a hablar ante una junta de notables reunidos para la ocasión. Expuso el buen trato dado en México a los japoneses; el principal motivo de la embajada era certificar la amistad hispano-japonesa y saber el trato que iban a dar a los holandeses, enemigos de su rey; informó de la última campaña en Filipinas contra los holandeses, en la que capturaron o hundieron cuatro de sus cinco naves, e insistió en la consideración de los holandeses como vasallos rebeldes del rey Habsburgo y dedicados al robo de comerciantes en aquellos mares, tanto hispanos como japoneses. La corte Tokugawa aplazó la respuesta, dado que Vizcaíno iba a permanecer un tiempo en Japón, y a mediados de julio salieron de nuevo para Uraga. Allí se quedaron dos meses y medio, así para la venta de las ropas como para otras cosas, hasta 6 de octubre. En los medios hispanos se destacó el buen trato dado por el shogún al embajador y su gente –y ese mismo matiz aparece en las cartas de respuesta a México–, frente al más frío y menos generoso de Ieyasu –los hispanos debieron pagar parte de los gastos de su embajada–, y lo achacaron a su tacañería, por un lado, y al hecho de que se sintiera algo molesto por ser visitado en segundo lugar, después de su hijo Hidetada. Durante la estancia de la expedición hispana en Uraga preparando el sondeo de los puertos del norte, llegó a Japón una embajada portuguesa para quejarse por la quema del galeón Madre de Dios año y medio atrás, y el embajador Nuno de Sotomayor no obtuvo satisfacción del shogún, al decir de los hispanos. También recibió Vizcaíno la visita de una delegación holandesa, el día de Santiago, para quejarse de los malos informes dados a Ieyasu por los hispanos –ya la tregua de los 12 años en teoría era aplicable a las colonias–, pero recibieron una dura respuesta del embajador.   Durante quince días de octubre Sebastían Vizcaíno permaneció en la corte de Hidetada a la espera de los permisos –o chapas– del shogún para la expedición de demarcación y sondeo de los puertos orientales japoneses; durante esta segunda estancia del embajador en la corte shogunal, Hidetada pareció interesarse mucho por los asuntos hispanos; disculpó la cortedad de su padre Ieyasu en el recibimiento dado al embajador hispano, e incluso ofreció a Vizcaíno financiarle la construcción de la nave prevista para el viaje de regreso, dadas las dificultades económicas que le habían hecho desistir del proyecto original y utilizar el mismo galeón San Francisco con el que había llegado a Japón.   El 22 de octubre inició Vizcaíno su navegación hacia el norte del Japón, desde el puerto de Uraga, y llegó hasta una ciudad que el escribano del galeón, Alonso Gascón de Cardona, denomina Combazu, pasados ya los 40 grados al norte y tras señalar y sondar numerosos puertos. El regreso hacia el sur lo iniciaron el 4 de diciembre debido a la entrada del invierno; en la región de Senday encontraron nieve en muchos parajes.   Durante la expedición de sondeo Sebastián Vizcaíno conoció al daimyo de Senday, Date Masamune. En su palacio permaneció una semana y el daimyo se mostró muy interesado en tener amistad y comercio con el rey de España; como prueba de interés, había hecho ir a su corte al franciscano Luis Sotelo –allí se lo encontró Vizcaíno– y permitiría la predicación del cristianismo en sus tierras. En el viaje de regreso de Vizcaíno, fondeó en Senday el 9 de diciembre, pero Date Masamune no estaba allí; había viajado a Yedo para la visita anual al shogún que debían realizar todos los daimyos. Sebastián Vizcaíno se entrevistó con una junta de notables cortesanos, y estos le comunicaron el deseo de su señor de enviar embajada al virrey de Nueva España, al rey de España y al papa de Roma. Sebastián Vizcaíno contrató a pintores japoneses en Senday para que le dibujaran los mapas de la demarcación, ya que no contaban con un cosmógrafo en la expedición, y ante la importancia de los asuntos tratados en la junta con los notables de Senday prometió entrevistarse con Date Masamune en Yedo.   Allí estaba Vizcaíno el 30 de diciembre y obtuvo permiso del shogún para seguir con sus preparativos en Uraga. El daimyo de Senday, Date Masamune, se reunió de nuevo con Vizcaíno y Luis Sotelo, con muestras de afecto hasta excesivas, como sentar a comer a su mesa a un criado cristiano, lo que lo convertía a los ojos de embajador en el más firme aliado de los hispanos en Japón. En Uraga, desde su llegada el 4 de enero de 1612, los expedicionarios  comenzaron a percibir recelos a causa de la intervención de los holandeses –y el inglés Adams[4]– para poner en guardia a los Tokugawa contra ellos: los fines de aquel viaje de los hispanos podría ser agresivo, con lo que el sondeo de puertos y demarcación de la costa eran un peligro; entre los objetivos de la expedición, descubrir las islas Ricas en Oro y Plata, de situación incierta, podría afectar a los intereses japoneses. El escribano Alonso Gascón de Cardona recoge aquellos debates con sencillez y cómo fueron percibidos por los hispanos; de los medios cortesanos japoneses se respondía con arrogancia, tratando con desdén la amenaza hispana pues consideraban que Japón tenía fuerza suficiente para defenderse; en cuanto a las islas Ricas, aunque mostraban la intención de intervenir si dichas islas perteneciesen al archipiélago japonés, en la corte tokugawa decían alegrarse de dicho descubrimiento si era en parte acomodada para tener contrato, que era lo que estimaba y quería y no otra cosa. Sebastián Vizcaíno explicó el proyecto, dejando claro que no había trato doble con los japoneses, e invitó a llevar en el viaje de exploración a algún observador japonés, reafirmándose en la mala voluntad de los holandeses en aquel asunto.   Hasta mediados de mayo Vizcaíno se entretuvo entre el puerto de Uraga y la corte de Yedo con las diversas diligencias para su regreso, y a partir de entonces captó ciertas reticencias en los medios oficiales japoneses hacia los hispanos. Durante cuatro meses hubo de peregrinar entre Uraga, Suruga, Fuxime, Osaka, Sakay, Meaco y Yedo, remisos los Tokugawa a conceder un despacho definitivo. Los hispanos lo relacionaron más con Ieyasu y su cambio de actitud por entonces que había de manifestarse en desfavor a los predicadores cristianos. Después de muchas dificultades –empeños de hacienda para obtener el préstamo permitido de dos mil taes de plata o dificultades para vender algunas mercancías–, obtuvo el embajador presente y cartas para el virrey de Nueva España y el 16 de septiembre se hizo a la mar en Uraga. Circunstancias adversas habían de retrasar un año su llegada a México, sin embargo.     2. LA EMBAJADA DEL DAIMYO DE SENDAY DATE MASAMUNE.   La gestión de Sebastián Vizcaíno en Japón fue juzgada con dureza en su tiempo: había llevado demasiadas mercancías, había sido codicioso y su comportamiento altivo en la corte tokugawa tan contraria a la actitud manifestada por Vivero[5]. Las cartas que le dieron para el virrey de México eran también significativas[6]; la de Hidetada trataba exclusivamente de la amistad entre ambos pueblos y el gran deseo del shogún de continuar el trato entre Japón y Nueva España; la de Ieyasu, además de manifestar su deseo de que se continuara enviando naves de comerciantes, a las que prometía buen recibimiento en sus puertos, explicaba con sutiles razonamientos cómo los japoneses no estimaban la ley de los cristianos. Entre el 16 de septiembre y los primeros días de noviembre Vizcaíno se dedicó a localizar las islas Ricas, sin éxito, y una serie de tormentas le obligaron a regresar a Japón, en donde tomó puerto con graves averías el 7 de noviembre. Esta forzada segunda estancia fue desgraciada para el embajador hispano; tardó cinco meses en que le recibieran en la corte o le dieran algún tipo de respuesta y terminó enfrentado con los franciscanos, en particular con Luis Sotelo, a los que acusó de haber influido en que no les quisieran prestar dinero para aviar el San Francisco para el regreso a Nueva España. La escisión en el partido castellano-mendicante parecía acentuarse, tras las discrepancias globales entre Vivero y Cevicós. Cuando Sebastián Vizcaíno y los compañeros de expedición parecían haber perdido toda esperanza de aviar el San Francisco, les llegó un ofrecimiento providencial del daimyo de Senday, Date Masamune: en una carta le comentaba la posibilidad de construir un navío, para el que tenía cortada la madera incluso, y se lo ofrecía para hacer el viaje a Nueva España. Vizcaíno consiguió unas capitulaciones bastante favorables, con facilidades para el paso de Uraga a Senday, en donde se construía el navío, y de allí a México sin demasiados gastos; más tarde se quejaría del mal cumplimiento de estos acuerdos, ya en polémica con Luis Sotelo. Hasta el 27 de octubre de 1613 no pudieron salir de Senday y el 26 de diciembre llegaban a Nueva España en aquella nave a la que llamaron San Juan Bautista.   El verdadero artífice de aquella operación había sido el franciscano Luis Sotelo. En el buen relato que Lera hace de esta embajada, la figura de Sotelo es central; encargado por Hidetada de llevar cartas a México y a España, en contestación a las llevadas por Vizcaíno a Japón, y ante la tardanza de la respuesta a las llevadas dos años atrás por Alonso Muñoz, debía hacer el viaje en una nave construida por el shogún que salió el 23 de octubre de 1612 –un mes y una semana después de que Vizcaíno dejara Japón por primera vez en el San Francisco; a causa de las tempestades, el navío japonés había tenido que regresar y esa había sido la causa de que el shogún aprisionara a Luis Sotelo y lo condenara a muerte. La intervención de Date Masamune le salvó, y el daimyo de Senday decidió enviarlo como embajador suyo a España.   Así pues, el 27 de octubre de 1613 salió de Tsukinoura el navío del daimyo de Senday, el San Juan Bautista, y en él Sebastián Vizcaíno con los compañeros de expedición que no habían vuelto ya por las Filipinas, Luis Sotelo y Hasekura Rokuyemon, como embajadores de Masamune a España, con una comitiva de hasta ciento ochenta personas, entre ellas sesenta samurais y algunos negociantes[7]. El 26 de diciembre avistaron la costa de Nueva España a la altura del cabo Mendocino.         3. LA EMBAJADA DE ALONSO MUÑOZ EN ESPAÑA.   En el otoño de 1611 Alonso Muñoz había llegado a la corte hispana, y con él el optimismo y entusiasmo de Rodrigo de Vivero y su visión castellanista y expansiva en Extremo Oriente. El 12 de diciembre el duque de Lerma enviaba al Consejo de Indias la correspondencia japonesa traída por Muñoz[8] y pocas semanas después el Consejo de Portugal, en dos consultas de enero de 1612, exponía –en los mismos términos de Juan Cevicós– la difícil situación en Extremo Oriente tras la irrupción de los holandeses y contra la apertura de comercio entre Nueva España y Japón. De ese momento también es un durísimo Discurso en que se ve cuánto importa al servicio de Dios y de vuestra majestad no abrirse la entrada de Japón a los religiosos por las Filipinas, con abundancia de datos estadísticos según los cuales el número de conversos japoneses logrados por los frailes hispanos es ridículamente corto frente al de bautizados por los jesuitas[9].   A finales de 1611 también, nada más conocer los informes de Japón traídos por Alonso Muñoz, el duque de Lerma trabó contactos discretos con Oldenbarnevelt; un fraile cristiano nuevo portugués, Martín del Espíritu Santo, disfrazado, se puso en contacto con el Abogado –Gran Pensionario– a través del mercader judío de Amsterdam y agente Duarte Fernández, amigo suyo también; Lerma y Oldenbarnevelt estaban interesados en convertir la tregua en paz perpetua; en síntesis de J.H. Israel, si los neerlandeses se comprometían a retirarse de las Indias Orientales, España consentiría en firmar una paz completa, con un reconocimiento perpetuo de la independencia neerlandesa[10]. Los planes expansivos hispanos en Oriente con la alianza del Japón, que los informes de Vivero dejaban entrever, debieron animar a Lerma en estas negociaciones secretas. Oldenbarnevelt pidió que la corte hispana formalizara esta oferta; en la primavera –en abril–, un notable enviado de Lerma, Rodrigo Calderón, se desplazó a los Países Bajos con unas instrucciones secretas en las que se consideraba sustancialísima la retirada de los holandeses de Oriente; el precio de la paz completa, en palabras de Israel. La misión secreta terminó mal; Baltasar de Zúñiga, crítico con Lerma y embajador ante el emperador, hizo negar en público a Calderón su misión secreta nada más llegar a Bruselas, y el intermediario, el notario de Maastricht Paul Philip Coenvelt, fue encarcelado por orden del Archiduque de Austria por tratos con los holandeses a sus espaldas.   De manera simultánea, el Consejo de Indias definía su posición con claridad y contundencia en lo referente a los asuntos de Japón, a mediados de mayo de 1612: Se admita la comunicación, trato y comercio de aquel reino –Japón– con el de la Nueva España, como se tiene por Manila[11]. Era la base de un nuevo diseño, más castellanista, para una nueva política en Extremo Oriente. Pero un año después aún no se había formalizado aquella decisión en algo concreto; a la vez que fracasaba la misión secreta de Calderón, la correspondencia de Filipinas mostraba en la corte hispana la ruptura de aquel partido castellano-mendicante: en el verano de 1611 la Audiencia de Manila y el gobernador de Filipinas, por expreso deseo de la ciudad de Manila, se quejaban de las gestiones de Vivero y los franciscanos, movidos por sus fines particulares, para abrir el comercio entre Japón y Nueva España[12]. Una razón de seguridad para oponerse a la apertura de esa ruta era el peligro de la educación marinera de los japoneses, en buenas relaciones con los holandeses; la otra razón era meramente comercial: en Nueva España no había productos, salvo algunos paños poco vendibles, para atraer la plata japonesa. La correspondencia del verano de 1612 era aún más rotunda en sus formulaciones contra la ruta Nueva España/Japón: supondría la ruina de Macao y Manila[13]. El gobernador de Filipinas Juan de Silva echaba por tierra los planteamientos del ex-gobernador Vivero. La resolución final de la corte hispana se retrasaba.   En la primavera de 1613 el embajador Alonso Muñoz rogó rapidez en el despacho de la contestación a Japón, pues ya llevaba año y medio esperando los despachos y podía ser dañina tanta tardanza. Lerma pidió parecer al Consejo de Indias el 4 de mayo y menos de una semana después ya hay resolución[14]: contestar a Ieyasu y a Hidetada concediendo lo que pedían en cuanto a la apertura de ruta comercial entre Nueva España y Japón. A pesar de la oposición clara del gobernador Juan de Silva –aunque aún no se conociese en el Consejo de Indias la correspondencia y avisos del verano de 1612, sí se conocería la del año anterior–, en esos momentos en plena escalada bélica con los holandeses en Oriente, la política de Lerma pretendía amplia amistad y comercio con Japón, en la línea de Vivero cuando juzgaba más importante la amistad del Japón que la conservación de las Filipinas.   A lo largo de mayo y junio de 1613 se prepararon los regalos de la embajada y la carta a Tokugawa Ieyasu, que lleva tratamiento de Serenidad –como se usó en cartas similares al rey de Persia por entonces– y fecha de 20 de junio; en ella, junto a las muestras de amistad, recomendación de los frailes predicadores y del embajador, el rey de España le comunicaba que cada año se iba a enviar un navío de Nueva España a Japón[15]. Alonso Muñoz había propuesto una lista de cosas de interés que podían llevarse como presente de la embajada y el Consejo recordó una normativa de época de Felipe II por la que no se enviaban armas ofensivas como regalos en embajadas tales; la lista definitiva incluía desde cajas de jabón hasta cuadros de emperadores y emperatrices romanos, vidrios de Barcelona o Venecia y armaduras grabadas y doradas. La dinero para comprar los regalos se tomaría del procedente de las mercadurías de China para gastos de fletes y averías[16]. La carta para el shogún Hidetada no fue redactada hasta el 23 de noviembre, tras una petición de Alonso Muñoz en este sentido, en términos similares a la escrita para Ieyasu[17].   Finalmente, el rey daba cuenta al virrey de México de lo decidido y le ordenaba enviar un navío anual a Japón, aunque con amplio margen de iniciativa, según las circunstancias[18]. Era el triunfo total en la corte hispana de la postura más castellanista en Extremo Oriente, la formulada por Rodrigo de Vivero. Y en ese contexto se dio el regreso a México de Sebastián Vizcaíno y el envío de la embajada de Date Masamune a España con Luis Sotelo y Hasekura Rokuyemon.         4. SEBASTIÁN VIZCAÍNO Y LUIS SOTELO EN MÉXICO.   El 26 de diciembre de 1613 el navío japonés en que venía Sebastián Vizcaíno y la embajada de Date Masamune llegó a la costa mejicana y un mes después, el 28 de enero de 1614, tomaron puerto en Acapulco[19]. Sebastián Vizcaíno, con las cartas de los Tokugawa, y Luis Sotelo y Hasekura Rokuyemon con las del daimyo de Senday, venían enfrentados y ya en Acapulco ese conflicto estalló y a punto estuvo de provocar serios disturbios callejeros. Vizcaíno acusó a los japoneses de la expedición de adueñarse de cinco biombos y tres pares de armas del presente que él portaba de los Tokugawa, y Luis Sotelo comunicó las quejas de Hasekura Rokuyemon por maltrato y pagos exigidos de noventa mil pesos con la disculpa del mantenimiento y reparos de la nave; amenazó con regresar a Japón y el incidente de Acapulco  lo solucionó el virrey con una serie de disposiciones para proteger el trato de los comerciantes japoneses por las ciudades por donde pasaran, a la vez que se les confiscaban las armas hasta su regreso; Antonio de Morga fue el encargado de hacer cumplir aquellas disposiciones protectoras de la expedición japonesa[20]. Las penas publicadas contra quienes violaran las disposiciones protectoras de los japoneses, además de las de derecho, eran de quinientos pesos de multa y ser sacado en vergüenza pública, para los hispanos y hombres de renta, y cuatro años de galeras para los pobres, indios, mestizos, mulatos y negros.   La gestión de Sebastián Vizcaíno fue tratada con dureza en la corte virreinal. Ni descubrió las islas ni guardó las órdenes, resume Francisco de Huarte, en lo referente al descubrimiento de las Islas Ricas de Oro y Plata y a la orden de que no viniesen japoneses a Nueva España. El virrey ordenó investigar si se había excedido en sus atribuciones y hasta el obispo de Japón se quejaba del embajador hispano[21], cuyo sondeo de puertos japoneses levantara una campaña de los holandeses alertando a los Tokugawa contra los hispanos. Por su parte, el informe de Sebastián Vizcaíno era absolutamente desfavorable a la ampliación de las relaciones con el Japón de los Tokugawa; tanto Ieyasu como Hidetada odiaban la religión cristiana –como se advertía en las propias cartas de la embajada– y habían comenzado a perseguir a los conversos; los holandeses relacionaban la predicación con una posterior conquista y el envío de más frailes a Japón –uno de los puntos a tratar en Madrid por Sotelo y Rokuyemon– era perjudicial, en un momento en el que del país estaban saliendo frailes expulsados[22]. La embajada de Rokuyemon era meramente oportunista, estaría bien fuera de verdad, porque el interés de sus mercadurías les trae, y Luis Sotelo no traía licencia del shogún ni de sus superiores.   El partido castellano-mendicante en Extremo Oriente se disolvía entre disputas de comerciantes y frailes. Juan Cevicós, años después, atribuía ese enfrentamiento de Sotelo con sus correligionarios al propósito del sevillano de llevar franciscanos calzados a la predicación del Japón[23]. Fray Sebastián de San Pedro también escribió al virrey de México rogándole que impidiese a Luis Sotelo seguir adelante con su embajada; la embajada y navío del daimyo de Senday iban por instigación de Sotelo, pero sin permiso de sus prelados ni de los Tokugawa, que verían con desagrado que de Nueva España se enviase navío a tierras de Senday, con lo que podrían acusar a los cristianos de trato doble[24].   El virrey de México terminó de perfilar su postura también, contraria a la ampliación de relaciones con Japón; ya había trato por Filipinas, no hacía falta más, y lo que traían no era de importancia y sí podía generar un flujo nuevo de plata mexicana hacia Asia. De Japón, por lo que se va conociendo de la gente de él, no era conveniente que vinieran a México, y en el San Juan Bautista habían venido ciento cincuenta sin haber necesidad de tanta gente; belicosos y bien armados, deseaban ante todo aprender la navegación de altura y construir grandes barcos, lo cual era peligroso y lo favorecería la nueva ruta comercial. Consecuente con este análisis, el marqués de Guadalcázar esperaba indicaciones de la corte hispana antes de enviar de regreso a los comerciantes japoneses y el regalo y embajada de respuesta a los Tokugawa gestionados por Alonso Muñoz. El virrey decía de Sotelo que era persona de poco asiento; había sido parco en su recibimiento, pero le dejaba pasar a Veracruz para proseguir su viaje a España[25].       5. LA EMBAJADA DE HASEKURA ROKUYEMON EN MADRID Y EN ROMA.   Luis Sotelo y la embajada japonesa estuvieron en México hasta el 8 de mayo de 1614 y de allí fueron a San Juan de Uluá, en donde se embarcaron para España un mes después, el 10 de junio, en la flota de Antonio de Oquendo; a principios de agosto siguieron viaje desde La Habana en el galeón del general Lope de Mendáriz y llegaron a Sanlúcar de Barrameda el 5 de octubre[26]. Desde el mar, Sotelo y Hasekura Rokuyemon escribieron al rey Felipe III; el embajador japonés le rogaba que le recibiese pronto y le decía que el principal motivo de la embajada era pedir frailes para la tierra de su señor Date Masamune; Sotelo pedía que se recibiese bien la embajada de Masamune, poderoso daimyo japonés consuegro de Ieyasu y amigo de la ley de los cristianos[27].   La expedición fue alojada en Coria del Río quince días, hasta el 21 de octubre en que pasaron a Sevilla y fueron alojados en el Alcázar, a cargo de la ciudad y en un ambiente grato y festivo que Felipe III iba a agradecer a la ciudad en documento especial[28]. El Consejo de Indias encargó a Francisco de Huarte entrevistarse con Luis Sotelo y averiguar intenciones y alcance de la embajada; a pesar de las informaciones contrarias, sacó buena impresión de Sotelo y opinó que debía darse buena acogida a los embajadores para evitar posibles malas consecuencias futuras. La embajada del daimyo de Senday venía con consentimiento de los Tokugawa y en sustancia pedía religiosos, pilotos y marineros para proseguir la navegación y trato con la Nueva España, puerto, trato libre y sin imposiciones, ayuda a las naves y perpetua amistad con el rey de España y enemistad con sus enemigos. Una vez más, la vieja oferta de Rodrigo de Vivero.   También fue consultado el Consejo de Estado. A pesar de la oposición del duque del Infantado –al no traer cartas de Ieyasu, este podría enojarse, con lo que era mejor escribirle en este sentido sin recibir la embajada–, el Consejo de Estado acordó su recepción; con una pensión de doscientos reales diarios, la embajada se alojaría en el convento de San Francisco de Madrid; Alonso Muñoz debía desplazarse de Salamanca a Madrid para aclarar todos los extremos con Sotelo, y todo ello con la mayor brevedad[29]. Tres días después de esta consulta, salieron de Sevilla los expedicionarios. El 20 de diciembre entraron en la corte y el 30 de enero fueron recibidos por Felipe III, con un protocolo similar al utilizado con los nobles italianos, a quienes se equiparó el daimyo de Senday[30]. En febrero se bautizó Hasekura Rokuyemon y hasta el 22 de agosto permaneció en Madrid con Sotelo y sus acompañantes.   Durante los casi ocho meses que pasaron en Madrid, siempre en el convento de los franciscanos, Luis Sotelo negoció en la corte hispana una serie de puntos: A. Pasar a Roma con la embajada para negociar ayuda para la cristiandad japonesa. B. La creación de otros obispos en Japón de las órdenes mendicantes; el Consejo de Estado se opuso a ello por los gastos que suponía y no estar claro quién tenía el derecho de presentación en aquellas latitudes, si castellanos o portugueses. C. Frailes y fondos para la predicación de Japón; se le concedió hasta mil ducados y licencia para hasta veinte frailes, remitiéndose en ello al parecer del obispo y el gobernador de Filipinas. D. Asentar trato y comercio con el daimyo de Senday –el rey de Boxú–, con un navío, pilotos y marineros.   A la última cuestión, el Consejo de Indias fue contundente; ya tratado en la embajada oficial a Ieyasu y al shogún, a Date Masamune debía agradecérsele su oferta sin más. En un momento tan delicado, adoptó una actitud cautelosa: tratar esta materia casi insensiblemente, como va caminando, por quitar la ocasión de sospechas y de celos para que con ellos no se cierre las puertas el Emperador –Tokugawa Ieyasu– a lo que ahora sufre y disimula. Luis Sotelo y Hasekura Rokuyemon podían seguir viaje a Roma –tal vez en compensación a tanta negativa, pues tampoco se concedió un hábito de Santiago para el embajador japonés–, aunque se escribió al embajador conde de Castro que procurase que Sotelo no negociara nada en la corte pontificia de lo ya tratado con el rey de España[31].   El 22 de agosto de 1615 salieron de Madrid Sotelo y la embajada de Masamune; llegaron a Roma el 25 de octubre y permanecieron allí hasta el 7 de enero de 1616. Los pormenores del viaje, acogida y festejos en Roma, con otros pormenores, lo narró Scipión Amati, intérprete de la embajada desde España; también el conde de Castro resaltó el calor y la solemnidad de la corte pontificia en la recepción, aunque los resultados de la embajada fueron de poca consideración; Paulo V se remitió en todo al nuncio en España y al deseo de Felipe III[32]. A Sotelo se le reprendió a su regreso por haber intentado gestionar en Roma un obispado en Senday del que él mismo habría de ser titular y se le ordenó preparar con rapidez el regreso de la embajada a Japón [33] . Se le dio la carta para Masamune y el presente para que se le hiciese llegar a través de Filipinas, a la discreción del gobernador[34].   Para entonces la situación en Extremo Oriente se había vuelto muy compleja con la mayor violación de la tregua hispano-holandesa provocada por la Compañía de las Indias Orientales. Una flotilla de seis barcos, al mando de Joris van Spilbergen, atravesó el estrecho de Magallanes y en junio de 1615 hundía dos barcos hispanos frente a Cañete, en la costa peruana, causando casi medio millar de bajas a los hispanos; continuó la navegación hacia Acapulco, en donde canjeó veinte prisioneros por provisiones, y una parte de la flota se enfrentó a Sebastián Vizcaíno en una batalla campal en Zacatula, en el norte mexicano, antes de atravesar el Pacífico hacia Extremo Oriente[35]. Al regreso de Roma del embajador japonés, ya eran conocidas estas noticias en la corte hispana. Aunque la expedición de Spilbergen no había obtenido logros apreciables, significó para América una profunda y costosa conmoción. La fortaleza de San Diego en Acapulco, cinco costosos bastiones de piedra, o las defensas del Callao, en Perú –en las que el virrey gastó más de medio millón de ducados entre 1615 y 1618–, se inician entonces en el marco de un programa general de reforzar las antiguas fortificaciones y construir nuevas. Juan de Silva, en Manila, reunía una poderosa flota por entonces, que había de coordinar con la portuguesa de Malaca y que en los años sucesivos iba a combatir contra los holandeses en aguas filipinas. En Extremo Oriente la guerra era total, de hecho.   La embajada de Hasekura Rokuyemon había dejado de tener sentido, o al menos la importancia que hubiera tenido en otras circunstancias. En el verano de 1616 el embajador japonés no se pudo embarcar; una vez recibidas las cartas para su señor, sin las que no quería embarcarse, cayó enfermo. El Consejo interrumpió la correspondencia con el embajador, ya que estaban satisfechos todos los gastos del regreso; tras un último intento de aplazamiento del viaje, Luis Sotelo y Hasekura Rokuyemon se embarcaron el 4 de julio de 1617[36]. Su regreso a Japón, por las Filipinas, habían de hacerlo, una vez más, en el San Juan Bautista que para entonces había atravesado el Pacífico por tercera vez.           6. LA EMBAJADA DE DIEGO DE SANTA CATALINA Y FIN DE LAS RELACIONES OFICIALES HISPANO-JAPONESAS.   El 28 de abril de 1615, un par de meses antes de que la flotilla de Spilbergen atacase objetivos hispanos en la costa del Pacífico americano, el San Juan Bautista regresó a Japón después de un año y tres meses en Nueva España, y mientras la embajada de Masamune viajaba por Europa. Después de no pocas dudas, el virrey de México había decidido enviar en dicha nave las cartas de contestación a los Tokugawa que había gestionado Alonso Muñoz en la corte hispana, pero sin la claúsula que accedía al comercio entre Japón y Nueva España. En enero habían llegado avisos de Filipinas de que los frailes estaban siendo expulsados de Japón y el virrey decidió suspender el envío de la embajada, cuyo retraso mismo estaba en la raíz de aquellos acontecimientos sin duda; esa realidad –escribe el virrey– me obligó a no enviar el presente hasta tener nueva orden de vuestra majestad, pues llegará a mal tiempo a la parte de donde me echan los ministros del Evangelio, si bien hay que pensar en cómo se atajará que los holandeses no hallen allí toda la acogida que pretenden, de que podrían resultar otros daños[37]. Las nuevas órdenes de Felipe III llegaron enseguida y fechadas en los días en que Hasekura Rokuyemon había llegado a Madrid, en la navidad de 1614; las cartas rectificadas para los Tokugawa debían enviarse en el San Juan Bautista mismo, con orden rigurosa, bajo pena de la vida, de volver por Filipinas y no permitir que los japoneses se experimentasen en esa navegación[38].   El San Juan Bautista partió, pues, el 28 de abril y el 15 de agosto llegó a Uraga. No viajaba en él Alonso Muñoz, sino que fueron Diego de Santa Catalina y otros dos franciscanos los que acompañaron a los comerciantes japoneses en su regreso a Japón y llevaron la embajada y presente para los Tokugawa. Ya los esperaban en Uraga y de inmediato se informó a Ieyasu[39].   La llegada de la embajada hispana coincidía con un momento importante en el asentamiento de los Tokugawa en el poder; algo más de dos meses atrás, el 3 de junio, había finalizado la segunda campaña contra Hideyori, el hijo de Hideyoshi Toyotomi, con la destrucción del castillo de Osaka, último reducto hostil a la dinastía shogunal. La cristiandad sufría en aquel momento abierta persecución tras una serie de incidentes desafortunados en los que había mezclados cristianos japoneses y los frailes castellanos y los jesuitas estaban oficialmente desterrados del Japón desde un edicto general de expulsión del año anterior. La llegada de los tres frailes con la embajada, pues, no era muy afortunada; el propio Rodrigo de Vivero había recomendado que fuese por embajador un caballero[40]. Los portadores de la embajada tuvieron que pagar a su costa los gastos de viaje y estancia, así como esperar más de dos meses en la corte de Ieyasu antes de ser recibidos por éste.   La recepción de la embajada por Ieyasu fue de gran frialdad y no hubo lugar para tratar nada de interés con los cortesanos. Despachados a Yedo, a la corte shogunal, se fue dilatando la recepción por Hidetada al mismo tiempo que los hispanos se iban enterando del desagrado causado por el texto de la carta a Ieyasu, al recomendársele los frailes cuando él los había expulsado de sus tierras. Cada vez más aislados, los hispanos ya no tenían autonomía ni siquiera para decidir cómo volver a Filipinas o a Nueva España. El 1 de junio de 1616 murió Tokugawa Ieyasu, una disculpa para que el shogún aplazara una vez más la recepción de la embajada, a pesar de haber recibido una de ingleses y otra de holandeses en ese tiempo . La persecución contra los cristianos y las injusticias sufridas por algunos españoles y portugueses en Japón narradas con gran minuciosidad por Diego de Santa Catalina, mostraban a las claras la elección del shogún.   Sin ser recibida la embajada por el shogún, los hispanos recibieron la orden de embarcarse en el San Juan Bautista: el navío debía volver a Nueva España a recoger al embajador de Date Masamune, de quien era la nave. Alegaron la prohibición del virrey, bajo pena de muerte, de hacer esa navegación, pero hubieron de obedecer por fuerza. El 30 de septiembre de 1616 salieron de Japón los tres frailes, a quienes se unieron otros dos de los expulsados, y en febrero de 1617 llegaron a un puerto de la provincia de Guadalajara, en la bahía de Tintoque, después de una larga y penosa navegación en la que murieron hasta cien personas de las que viajaban en el navío[41].   La llegada de nuevos comerciantes japoneses y el presente no recibido por el shogún, hizo que el virrey de México volviera a consultar a la corte de Felipe III qué hacer. A los comerciantes les cobró los derechos que pagaban las mercancías de Filipinas y con la respuesta de la corte hispana, en el verano, salía para México Hasekura Rokuyemon y Luis Sotelo. El presente del shogún debía ser vendido y su dinero restituido a la caja de origen; los comerciantes japoneses debían emplear en productos de Nueva España lo vendido y no sacar plata; Hasekura y sus compañeros de embajada debían volver también a Japón en el San Juan Bautista, vía recta o por Filipinas, al parecer del virrey, pero no debían ir pilotos hispanos a Japón por el peligro que correrían[42]. Al carecer los japoneses de pilotos y marineros para hacer el viaje, el navío japonés volvió por Filipinas, con la flota del nuevo gobernador Alonso Fajardo. Salieron de México el 2 de abril de 1618 y llegaron a Manila en julio. En 1620 Hasekura Rokuyemon volvió a Japón y dos años después Luis Sotelo. Pero las relaciones hispano-japonesas no se restauraron. Prácticamente habían dejado de existir tras 1614.           7. FINAL.   De las Filipinas, desde ese año de 1614, sólo llegaban avisos de la persecución a los cristianos japoneses y la ciudad de Manila llegó a quejarse de lo numerosa que era la colonia japonesa; de los hombres con los que el gobernador Juan de Silva contaba en Manila, mil quinientos eran hispanos y quinientos japoneses, proporción en verdad alta[43]. Desde ese año llegaron a Manila frailes y cristianos japoneses y la primera reacción del gobernador había sido enviar una gran embajada al shogún, aunque desistió de ello. No hay noticias del navío anual a Japón desde ese año tampoco[44]. La expedición holandesa al mando de Laurens Reael, de corso ese año por aguas de Filipinas, y los preparativos navales y defensivos en Manila pasaban a ser lo más principal para la gobernación.   Sobre la persecución de la cristiandad japonesa se siguió escribiendo y polemizando mucho, tanto en los medios portugueses como castellanos; sin la dureza de años anteriores, pero aún con fuerza. Buen testimonio de aquella literatura polémica es una exposición sobre las causas de la persecución de fray Sebastián de San Pedro, de 1617, o la disputa surgida a raíz de una carta atribuida a Luis Sotelo, a la que Juan Cevicós hizo extensa réplica[45]. La amplia literatura misionológica de la época también se hizo eco de esa polémica.   La persecución contra los cristianos, que significaba el fracaso de las relaciones entre Habsburgos y Tokugawas, había sido decretada justo en el periodo final de la instauración de esta dinastía shogunal; en Sekigahara muchos cristianos, como el daimyo don Agustín, habían estado en el bando contrario a Ieyasu, y también había muchos cristianos en el bando de Hideyori, el hijo de Hideyoshi Toyotomi, vencido y muerto sólo un año antes de la desaparición del propio Ieyasu. Influyó también la privanza de Hayashay Razan, enemigo de la influencia de bonzos y cristianos, y el malestar que entre los bonzos causaba la tolerancia religiosa de Ieyasu. Los hispanos del momento vieron una posible causa en las maniobras de Harunobu, daimyo cristiano de Arima, para adueñarse de la fortaleza Isahaya de Hyzen o en la enemistad del bugyo de Nagasaki, Hasegawa Sahioe, uno de los responsables del incendio del galeón Madre de Dios en enero de 1610; también se habló de la influencia de William Adams en la corte Tokugawa, favorecedor de ingleses y holandeses, así como de los recelos causados por la embajada y demarcaciones de Sebastián Vizcaíno.   El Japón de los Tokugawa se cerró casi por completo a los occidentales, y sólo los holandeses lograron un contacto comercial permanente y muy controlado. En 1624 Iemitsu prohibió la navegación a los japoneses cristianos; en 1633 prohibió salir al extranjero a los japoneses y en 1639, bajo pena de muerte, a los portugueses desembarcar en Japón.                                                       ——————–   [1] B.N.M. Manuscritos, legajo 3046, folios 83-118. Copia de la relación que envió Sebastián Vizcaíno al virrey de la Nueva España del viaje que hizo al descubrimiento de las islas Ricas de oro y plata, citada en la carta de guerra, Filipinas y Japón de 8 de febrero de 1614. El escribano del galeón, Alonso Gascón de Cardona, logra un excelente relato. [2] A.G.I. México, legajo 28, ramo 2. Carta del marqués de Salinas al rey de 7 de abril de 1611. [3] Relación de Sebastián Vizcaíno de la B.N.M. citada, como todo lo fundamental de lo relatado. [4] Murakami, N. Letter written by the English residens in Japan, 1611-1623, 1900. [5] A.G.I. Filipinas, legajo 63. Carta de Juan de Silva al rey de 20 de julio de 1612. Ibid., México, legajo 28, ramo 2. Carta del marqués de Guadalcázar al rey de 22 de mayor de 1614. Ibid. Filipinas, legajo 1, ramo 4, número 224. Copia de carta de Francisco de Huarte al marqués de Salinas de 4 de noviembre de 1614. [6] Ibid., números 211 y 212. Traducción de la carta de Hidetada de 18 de agosto de 1612 y de Ieyasu de 24 de agosto de 1612 para el virrey de México. Ambas cartas las reproduce Lera, op. cit. pp. 445-446. [7] Lera, op. cit. pp.  446-447. [8] A.G.I. Filipinas, legajo 193, ramo 1, número 19. Papel del duque de Lerma al presidente del  Consejo de Indias de 12 de diciembre de 1613. Ibid., número 20. Memorial de fray Alonso Muñoz sin fecha. [9] Ibid., legajo 4, ramo 1, números 11 b, c y e. Consulta del Consejo de Portugal de 4 de enero de 1612 y otros papeles. Ibid., número 10. Consulta del Consejo de Portugal de 25 de enero de 1612. El Discurso…, Ibid. número 11 a. [10] Israel, op. cit. p. 37. [11] A.G.I. Filipinas, legajo 4, ramo 1, número 21. Papel del Consejo de Indias con lo que se debe consultar sobre los asuntos de Japón, de 18 de mayo de 1612. [12] A.G.I. Filipinas, legajo 163, ramo 1, número 1. Copia de capítulo de carta de la Audiencia de Filipinas al rey de 16 de julio de 1611. Ibid., legajo 20, ramo 2, número 94. Carta de la Audiencia de Filipinas al rey de 21 de julio de 1611. Ibid., México, legajo 2488. Carta de Juan de Silva al rey de 20 de agosto de 1611. [13] Ibid., Filipinas, legajo 63. Carta de Juan de Silva al rey de 20 de julio de 1612. [14] Ibid., legajo 193, ramo 1, número 24. Papel de Lerma al presidente del Consejo de Indias, de 4 de mayo de 1613. Ibid., número 25, memorial de Alonso Muñoz, sin fecha. Ibid., legajo 4, ramo 1, número 13 a. Consulta del Consejo de Indias de 10 de mayo de 1613. [15] Ibid., Filipinas, legajo 4, ramo 1, número 13 d. Consulta del Consejo de Indias y nota marginal de 14 de junio de 1613. Ibid. México, legajo 1065, folio 80 vto. Copia de respuesta a Ieyasu de 20 de junio de 1613. [16] A.G.I. Filipinas, legajo 4, ramo 1, número 13. Nota a una consulta del Consejo de Indias de 10 de mayo de 1613. Ibid., número 13 b. Papel para el duque de Lerma de 31 de mayo de 1613. Ibid., número 13 c. Lista de lo que se ha de llevar de regalo a Japón, sin fecha. Ibid., legajo 193, ramo 1, número 26. Memoria de las cosas que podrían enviarse a Japón, sin fecha. Ibid., Indiferente General, legajo 1970, tomo II. El Consejo de Indias a la Casa de Contratación, de 12 de junio de 1613. [17] A.G.I. México, legajo 1065, tomo VI, folio 90 vto. Copia de carta a Hidetada de 23 de noviembre de 1613. Ibid. Filipinas, legajo 4, ramo 1, número 13 e. Consulta del Consejo de Indias del 12 de noviembre de 1613. [18] A.G.I. México, 1065, tomo VI, folio 78 vto. Copia de carta al virrey de México de 17 de junio de 1613. Ibid., folio 80, a Juan de Silva de misma fecha. [19] A.G.I. Filipinas, legajo 1, ramo 4, número 223. Consulta del Consejo de Indias de 30 de octubre de 1614. [20] Ibid., números 221 y 224. Copias de carta de Sebastián Vizcaíno y de Francisco de Huarte al virrey de México de 20 de mayo y 4 de noviembre de 1614 respectivamente. Ibid., México, legajo 28, ramo 2. Orden y auto sobre las armas y buen tratamiento de los japoneses de 4 de marzo de 1614. [21] R.A.H. Manuscritos, legajo 9-2665, folios 97-98. Carta del obispo de Japón al provincial de los jesuitas de Manila Gregorio López, de 10 de marzo de 1612. [22] A.G.I. Filipinas, legajo 1, ramo 4, número 220. Copia de carta de Sebastián Vizcaíno al rey de 20 de mayo de 1614. [23] R.A.H. Manuscritos, legajo 9-2666, folios 67-94. Discurso impreso de Juan Cevicós de 1628. [24] A.G.I. Filipinas, legajo 1, ramo 4, número 223. Consulta del Consejo de Indias de 30 de octubre de 1614. [25] Ibid., México, legajo 28, ramo 2. Carta del marqués de Guadalcázar al rey de 22 de mayo de 1614. [26] Lorenzo Pérez, Apostolado y martirio del beato Luis Sotelo en el Japón, en Archivo Iberoamericano, números 66-68, noviembre/diciembre, 1924 y enero/febrero, marzo/abril, 1925. El viaje de Hasekura y Sotelo a Madrid y Roma, nº 68, pp. 145-220. [27] A.S.V. Estado, legajo 1001. Carta de Hasekura Rokuyemon al rey de España de 30 de septiembre de 1614; traducción de Makoto Yano del 1 de octubre de 1939, siendo ministro plenipotenciario de Japón en España. A.G.I. Filipinas, legajo 1, ramo 4, número 223. Consulta del Consejo de Indias de 30 de octubre de 1614. [28] Ibid. número 224. Copia de carta de Francisco de Huarte al marqués de Salinas de 4 de noviembre de 1614. A.S.V. Estado, legajo 2708. El rey al asistente de Sevilla y a la ciudad de Sevilla, 1 de diciembre de 1614. Joaquín Hazañas y la Rúa, Bázquez de Leca, 1573-1649, Sevilla, 1918, p. 265, publica un estracto de los autos capitulares de los días 13, 24, 29 y 31 de octubre de 1614 sobre el asunto. Alonso Rodríguez de Gamarra imprimió una Copia de una carta que envió Idate Masamune, rey de Boxú, en el Japón, a la ciudad de Sevilla, en que da cuenta de su conversión y otras cosas, Sevilla, 1614. [29] A.S.V. Estado, legajo 2644. Consulta del Consejo de Estado de 22 de noviembre de 1614. [30] A.G.I. Filipinas, legajo 1, ramo 4, número 227. Respuesta del Consejo de Estado a una consulta sobre el modo de tratar al embajador del daimyo de Senday del 16 de enero de 1615. [31] A.S.V. Estado, legajo 1001, folio 136. El rey a Francisco de Castro de 1 de agosto de 1615. A.G.I. Filipinas, legajo 1, ramo 4, número 240. Consulta del Consejo de 15 de septiembre de 1615. [32] Amati, Solemne Ambascieria del Giappone al Sommo Pontifice Paolo V, affindata al francescano P. Luigi Sotelo, Prato, 1891. A.S.V. Estado, legajo 1001, folio 80. El conde de Castro al rey de 9 de noviembre de 1615. A.G.I. Filipinas, legajo 1, ramo 4, número 244. Consulta del Consejo de Indias de 10 de marzo de 1616. [33] Ibid., número 249. Consulta del Consejo de Indias de 16 de abril de 1616. Ibid., legajo 4, ramo 1, número 15 c. sin fecha, pero después del viaje a Roma, memorial en defensa de la gestión de Sotelo. [34] Ibid., legajo 1, ramo 4, número 251. Consulta del Consejo de 4 de junio de 1616. [35] Israel, op. cit. pp. 45-46. [36] Ibid., número 254. Consulta del Consejo de 27 de agosto de 1616. Ibid., México, legajo 28, ramo 5. El marqués de Guadalcázar al rey de 15 de febrero de 1617. Ibid., Filipinas, legajo 1, ramo 4, número 258. Petición de Sotelo y anexo de 16 de junio de 1617. [37] A.G.I. México, legajo 28, ramo 3. Carta del marqués de Guadalcázar al rey de 31 de enero de 1615. [38] Ibid., legajo 1065, tomo VI, folio 117 vto. Felipe III al marqués de Guadalcázar de 23 de diciembre de 1614. Ibid., Filipinas, legajo 1, ramo 4, número 226. Consulta del Consejo de Indias de la misma fecha. Los cambios en la carta a Ieyasu pueden verse en el legajo cit. en primer lugar, folios 80 vto. y 118 vto. [39] A.G.I. México, legajo 28, ramo 5. Relación de lo que sucedió a tres religiosos descalzos de San Francisco con un presente y embajada que llevaron de parte del rey nuestro señor al rey de japón y a su hijo, escrito por uno de los mismos religiosos, de 13 de marzo de 1617 (fecha de copia, no del original). La narración de los hechos que siguen se basa en esta relación, salvo indicación en contrario. [40] R.A.H. Colección Muñoz, tomo X. Manuscritos, legajo 9-4789, folios 98 vto. Copia de carta de Rodrigo de Vivero al rey de 27 de octubre de 1610. [41] A.G.I. México, legajo 28, ramo 5. Carta del marqués de Guadalcázar al rey de 13 de marzo de 1617. [42] A.G.I. Contaduría, legajo 903, 3º. De lo procedido de derechos del diez por ciento de entrada de mercancías que vinieron de Japón en 1617. Ibid., México, legajo 1065, tomo VI, folio 203 vto. El rey al marqués de Guadalcázar de 12 de marzo de 1618. Ibid., legajo 28, ramo 5. Cartas del marqués de Guadalcázar al rey de 24 de mayo, 13 de marzo y 13 de octubre de 1617. [43] A.G.I. Filipinas, legajo 27, ramo 3, número 141. Carta de la ciudad de Manila al rey de 23 de junio de 1614. Ibid., México, legajo 2488. Copia de carta de Juan de Silva al virrey de la India de 20 de noviembre del mismo año. [44] La llegada a Manila de los desterrados del Japón fue recogido por Sicardo, op. cit. cap. X; Colin, pp. 704-706; Aduarte, tomo II, cap. 1. El  padre Morejón, de la Compañía de Jesús, fue enviado a España por entonces para informar. Sobre idea de embajada de Silva, A.G.I. Filipinas, legajo 85. El convento agustino de San Pablo de Manila al rey de 8 de junio de 1614. [45] R.A.H. Manuscritos, legajo 9-2666, folios 184-189. Resunta breve de las causas por las cuales el emperador de Japón ha perseguido la cristiandad de sus reinos, derribando los templos y expelido a todos los religiosos que había en sus tierras, hecha por un religiosos que era ministro y predicador en aquellos reinos, y supo y trató algunos años las cosas que aquí pone, protestando en fe de religioso ser todo verdad, año 1617. Ibid., folios 77-94. Discurso impreso de Juan Cevicós, de 1628.

Emilio Sola 10 febrero, 2012 10 febrero, 2012 embajadas, frailes, galeones, naufragios, Sebatián Vizcaíno
“VIAJE A ORIENTE” 022

II. Las esclavas – XII. Abd-el-Kérim… Llegamos a una hermosa mansión, buy cialis sin duda antigua morada de un “kachef” o de un bey mameluco, viagra cuyo vestíbulo se prolongaba en una galería de columnas sobre uno de los lados del patio. Al fondo, se apreciaba un diván de madera provisto de almohadones, en el que reposaba un musulmán de buen aspecto, vestido con cierto rebuscamiento, y que desgranaba descuidadamente su rosario de madera de áloe. Un negro andaba atizando el carbón del narguile, y un escribano copto, sentado a sus pies, servía sin duda, de secretario. “Éste es, me dijo Abdallah, el señor Abd-el-Kérim, el más ilustre mercader de esclavos. Él os puede procurar mujeres hermosas, sólo si le apetece, ya que al ser hombre rico, con frecuencia las guarda para él”. Abd-el-Kérim me hizo una graciosa señal con la cabeza, llevándose la mano al pecho, y me dijo “saba-el-kher”. Respondí a su saludo con una fórmula árabe análoga, pero con un acento que le descubrió mi origen. Me invitó a sentarme a su lado, e hizo que me sirviesen un narguile y un café. “El veros conmigo, me dijo Abdallah, hace que tenga una buena opinión acerca vuestra. Le voy a decir que acabáis de estableceros en el país y que os disponéis a montar ricamente vuestra mansión”. Las palabras de Abdallah parece que impresionaron favorablemente a Abd-el-Kérim, que me dirigió unas cuantas palabras de cortesía en un mal italiano. El porte fino y distinguido, la mirada penetrante y las graciosas maneras de Abd-el-Kérim convertía en algo natural el que hiciera los honores de su palacio; un palacio dedicado a tan triste comercio.  Poseía las peculiares formas de afabilidad de un príncipe y la despiadada resolución de un pirata. Debía domeñar a las esclavas con esa expresión inmóvil de sus ojos melancólicos, y al abandonarlas, incluso haciéndolas sufrir, se quedaban con la tristeza de no tenerlo más como amo y señor. Es evidente, me decía, que la mujer que me sea vendida aquí ya habrá sido tomada por Abd-el-Kérim. Me daba lo mismo. Poseía tal fascinación su mirada, que comprendí al punto lo imposible de no hacer negocios con él. El patio cuadrado, en el que se paseaban un buen número de nubias y abisinias, ofrecía por doquier arcadas y galerías en la parte alta de una elegante arquitectura. Amplias mashrabeyas (celosías) de madera torneada, se asomaban a un vestíbulo de la escalinata, decorada con arcos de herradura, por la que se ascendía a las habitaciones de las esclavas más bellas. Ya habían entrado muchos compradores que examinaban a los negros más o menos oscuros en el patio. Se les obligaba a caminar, se les golpeaba la espalda y el pecho, y se les obligaba a mostrar la lengua. Tan solo uno de aquellos jóvenes vestidos con una túnica de franjas azules y amarillas, con el cabello trenzado y deslizándose liso, como un tocado medieval, llevaba en el brazo unas pesadas cadenas que hacía resonar caminando con un paso fiero. Era un abisinio de la nación de los GALLA, cautivado, sin duda en alguna escaramuza. Alrededor del patio había numerosas salas en la parte baja, habitadas por negras como las que ya había visto en otras ocasiones; despreocupadas e indolentes la mayor parte, riendo por cualquier cosa. En cambio, una mujer vestida con un manto amarillo, lloraba ocultando su rostro contra una columna del vestíbulo. La tierna serenidad del cielo y las luminosas filigranas que trazaban los rayos del sol en el patio, protestaban en vano contra esta elocuente desesperación. Yo me sentía con el corazón acongojado. Pero por detrás de la columna, y aunque su rostro estaba oculto, vi que esta mujer era casi blanca. Un niño pequeño se apretujaba contra ella, medio envuelto en su manto. Se haga lo que se haga para aceptar la vida oriental, uno termina por sentirse francés y… sensible en momentos como esos. Por un instante pensé en comprarla si podía, y darle la libertad. “No se fije en ella, me dijo Abdallah, esa mujer es la esclava de un efendi que para castigarla por una falta que ha cometido, la ha enviado al mercado en donde van a simular que la venden con su hijo. Cuando haya pasado aquí algunas horas, su amo vendrá a buscarla y sin duda la perdonará.” Así que la única esclava que allí lloraba lo hacía por el hecho de perder a su amo, y las otras, no parecían inquietarse por nada que no fuera pasar demasiado tiempo sin encontrar uno. Esto es algo que dice mucho a favor del carácter de los musulmanes. ¡Compárese esta suerte a la de los esclavos en los países americanos!. Bien es cierto que en Egipto tan solo el fellah trabaja la tierra. Se procura cuidar la salud del esclavo, que cuesta caro, y no se le ocupa más que en servicios domésticos. Ésta es la inmensa diferencia que existe entre el esclavo de los países turcos y el de los cristianos.

Esmeralda de Luis y Martínez 10 febrero, 2012 10 febrero, 2012 Abd-el-Kérim, Kachef, nación de los Galla.
11 Luis de Pedrosa, de Osuna y casado en Marbella, de 37 años

(DECLARACIÓN DE LUIS DE PEDROSA).   Testigo. En este dicho día, shop mes y año susodicho (14-10-1580), sovaldi para la dicha información, el dicho Miguel de Cervantes, ante mí, el dicho notario apostólico, trajo y presentó por testigo   al alférez Luis de Pedrosa, natural de la villa de Osuna, en el Andalucía, y residente en la ciudad de Marbella, vecino y casado en ella.   Del cual se recibió juramento, según derecho.   Y habiendo jurado y siendo preguntado por el tenor del dicho pedimiento y preguntas del dicho interrogatorio, dijo y depuso lo siguiente:   I. A la primera pregunta, dijo que este testigo conoce al dicho Miguel de Cervantes habrá dos años, poco más o menos, que será el tiempo que este testigo fue traído para Argel, porque pocos días antes había (sido) cautivado.   Generales. Fue preguntado por las preguntas generales.   Dijo que este testigo es de edad de 37 años, poco más o menos, y que no es pariente ni enemigo del dicho Miguel de Cervantes –que lo presenta por testigo–, ni le tocan las demás generales.   II. A la segunda pregunta, dijo que todo lo en ella contenido este testigo lo ha oído decir públicamente por Argel.   III. A la tercera pregunta, dijo que por tal persona dice este testigo tiene al dicho Miguel de Cervantes, porque, (a)demás de lo que se contiene en esta dicha pregunta tocantes al dicho Miguel de Cervantes, a su nobleza y calidad, este testigo tiene noticia y sabe que pasó por realidad de verdad que en la villa de Osuna, de donde este dicho testigo tiene declarado ser natural, donde tuvo en ella a sus padres, sabe este testigo que en ella fue corregidor Juan de Cervantes, el cual tenían y tuvieron por un principal, honrado caballero. Y, así, teniendo estos méritos, trajo y le dieron la vara de tal corregidor por orden y merced del conde de Ureña, padre del duque de Osuna, cuya es ahora la dicha villa. Y que el padre de este dicho testigo tuvo estrecha y ordinaria amistad con el dicho Juan de Cervantes, corregidor, el cual este testigo ha sabido por cosa muy cierta que el dicho Miguel de Cervantes es nieto del susodicho.   Y que por esta razón –(a)demás de lo contenido en la dicha pregunta, como dicho tiene– este testigo por tal persona –como en ella se declara y manifiesta en la pregunta– tiene al dicho Miguel de Cervantes por muy principal hidalgo y persona, limpio y bien nacido.   Y que esto responde a la dicha pregunta.   IV. A la cuarta pregunta dijo que este testigo tiene por cosa cierta todo lo en la dicha pregunta contenido por haber visto en parte del tiempo que este testigo está en Argel lo contenido en la pregunta.   Y esto responde a ella.   V. A la quinta pregunta, dijo que este testigo lo en ella contenido pasó así como en ella se contiene. Y que este testigo lo cree y tiene por cierto por habérselo dicho muchas persona principales, fidedignas y de crédito.   Y esto responde a la dicha pregunta.   VI. A la sexta pregunta, dijo que todo lo en ella contenido este testigo lo ha oído decir públicamente. Y porque, así, fue tan divulgado este testigo lo ha tenido y tiene por cierto.   VII. A la séptima pregunta, dijo que este testigo dice lo que dicho tiene en las preguntas antes de ésta.   Y que esto responde.   VIII. A la octava pregunta, dijo que todo lo en ella contenido lo ha oído decir tantas y diversas veces por Argel que este testigo lo cree y tiene por cierto.   Y esto responde.   IX. A la novena pregunta, dijo que todo lo en ella contenido este testigo lo tiene por muy cierto por haber tendido tanta noticia y relación –después que vino a esta tierra– de este negocio.   Y esto responde a la pregunta.   X. A la décima pregunta, dijo que todo como en ella se contiene este testigo lo ha oído decir muchas veces –como en las preguntas antes de ésta se contiene–, por ser todo un particular y caso que va correspondiente a una misma cosa, y por esta causa este testigo lo ha tenido y tiene por cosa muy cierta.   Y esto responde.   XI. A las once preguntas, dijo que este testigo por cosa muy cierta tiene lo en ella contenido.   Porque siendo el dicho Miguel de Cervantes de las calidades referidas, pasaría y sería todo como en la dicha pregunta se contiene.   Y esto responde.   XII. A las doce preguntas, dijo que todo lo en ella contenido este testigo lo ha oído decir por Argel y por ser caso que fue notable este testigo lo ha creído y tenido por cosa cierta.   Y esto responde a la dicha pregunta.   XIII. A las trece preguntas, dijo que todo como pasa y se contiene en la dicha pregunta es notable y gran verdad.   Porque este testigo –antes de quererse fabricar, tratar y empezar de poner en obra lo que la pregunta refiere–, el dicho Miguel de Cervantes, –como persona discreta, sagaz y constante, para satisfacerse y enterarse y para satisfacer a sus amigos y a quien había de dar el dinero para la fragata y otras cosas necesarias y anejas a la prevención de ella–,   vino un día a este dicho testigo y lo apartó y llamó en gran secreto.   Y le preguntó que qué persona era el renegado que la pregunta dice, y que si tenía voluntad de quererse volver a tierra de cristianos que se lo dijera y descubriese este testigo, pues eran paisanos ambos a dos, y de una tierra.   Y visto esto –que este testigo entendió llevar buen camino y ser enderezado a servir a Dios y a su majestad y hacer gran bien a cristianos–,   este dicho testigo le respondió que el dicho renegado era persona de autoridad y tenía buenas prendas, (a)demás de tener buenos propósitos.   Que llegase a él secretamente y por términos discretos, pues el dicho Miguel de Cervantes lo era, y podrían ambos conferir el negocio, y luego sentirá en él lo que hay en su pecho.   Y, así, desde entonces, se puso en astillero el negocio de forma que se efectuó y puso por obra todo lo contenido en esta dicha pregunta, lo cual es la verdad.   Y esto responde a la pregunta.   XIV. A las catorce preguntas, dijo que todo lo en ella contenido es la verdad y pasa como en ella se declara.   Porque este testigo era uno de los principales consortes en este negocio por dos maneras.   La una, por ser el renegado de la tierra y lugar de este testigo.   Y la otra, por habérselo dicho en secreto el dicho Miguel de Cervantes, que estuviese a punto para cierta hora que el susodicho avisase a este testigo.   Y, así, le es notorio, público y manifiesto a este testigo, y es verdad.   Y esto dice a la pregunta.   XV. A las quince preguntas, este testigo dice lo que dicho tiene en la pregunta antes de ésta, que es ramo una de otra.   Lo cual es notorio y manifiesto. Y por estas razones es verdad todo lo en la dicha pregunta contenido, a la cual –como en toda ella se declara– este testigo se refiere.   XVI. A las diez y siete preguntas, dijo que todo pasa y es así, como en ella se contiene, verdad, público y notorio, así a cristianos como a moros y turcos.   Y esto responde a la pregunta.   XVII. A las diez y siete preguntas, dijo que todo lo en esta pregunta contenido es la verdad.   Porque lo que pasa es que el dicho Miguel de Cervantes –estando en poder… (ado) ya en manos del rey– envió a decir secretamente a este testigo que no tuviese pena él ni otros amigos y consortes del negocio, que él sería tan constante y de valor que no condenaría a ninguno, puesto que lo pusiesen a muchos y graves tormentos.   Y, así, si acaso a este testigo le prendiesen o a otros, que de mano en mano avisase a cada uno que echasen la culpa siempre al susodicho Miguel de Cervantes.   Y, así, quiso Nuestro Señor que ninguno pasase trabajo.   Y este testigo vio que el dicho Miguel de Cervantes fue tan constante de ánimo, aviso y valor que –puesto que el dicho rey le hizo todas las amenaza del mundo– no discrepó ni varió para hacer mal a ninguno, como dicho tiene.   Antes, el dicho Miguel de Cervantes se dezimio (sic) cargo y descargo a sí y a otros, de forma que salió de las manos crueles del rey de Argel, cuyo nombre, fama y obras era asesinador de cristianos.   Finalmente, que por hacerlo tan discretamente el dicho Miguel de Cervantes cobró gran fama, loa y honra y corona, y era digno de grande premio.   Y esto dice y responde a la pregunta.   XVIII. A las diez y ocho preguntas, dijo que todo lo en ella contenido es la verdad.   Porque desde el tiempo que este testigo le conoce, tra(ta) y comunica, le ve y ha visto poner en ejecución todo lo en esta pregunta declarado.   Y esto responde, y se remite a ella.   XIX. A las diez y nueve preguntas, dijo que este testigo por tal persona como en ella se expresa tiene al dicho Miguel de Cervantes.   Porque en todo Argel –puesto que haya otros caballeros tan buenos como él– este testigo no ha visto –que para usar el hacer bien a otros cautivos ni presuman de casos tan de honor– como el susodicho.   Porque, en extremo, tiene especial gracia en todo.   Porque es tan discreto y avisado que pocos hay que le lleguen.   Y, así, su trato (y) comunicación de ordinario es con caballeros, letrados, comendadores y capitanes religiosos.   Y que ha visto este testigo que el muy reverendo padre fray Juan Gil –de la corona de Castilla, redentor que al presente está en Argel–, huelga y gusta de su trato del dicho Miguel de Cervantes, admitiéndole en comunicarse como en sentarlo a comer a su mesa.   Y que este testigo ha sabido que hoy, en este dicho día (14-10-1580), le convidó a comer.   Y que este testigo, como dicho tiene, está enterado ser el dicho Miguel de Cervantes tal persona como (es) dicho.   Y esto responde a la dicha pregunta.   XX. A las veinte preguntas, dijo que este testigo tiene al dicho Miguel de Cervantes por persona honesta, limpio y quieto, y apartado de vicios y malos pensamientos, casto y recogido, no acostumbrado a tratar ni cometer cosas feas que su persona venga a menoscabo.   Antes, este testigo lo tiene por tal persona como dicho tiene en las demás preguntas, y por tal como en esta pregunta se declara.   Y esto responde y dice a la dicha pregunta, a la cual se refiere.   XXI. A las vientiuna preguntas, dijo que todo lo en ella contenido es así como en ella se contiene.   Porque lo que pasa es que el dicho Juan Blanco de Paz, en esta ciudad de Argel, hizo grande maldad contra muchos cristianos, respecto de haber descubierto y dicho al rey de Argel lo que pasaba acerca de la dicha fragata, y afirmádoselo todo lo que pasaba.   Y por ser el dicho Miguel de Cervantes el caudillo y actor de este hecho, con razón se aclamaba y quejaba contra el dicho Blanco más que todos los demás, porque lo sintió por extremo, como era razón sentirlo.   Porque el dicho Miguel de Cervantes había trabajado mucho en ello, en buscar muchas personas principales que entrasen en ello, como buscó y entraban, (a)demás de otras gentes comunes, hombres de hecho que tenía prevenidos para el remo.   Todos los cuales, unos y otros, gemían y se afortunaban con grandes suspiros contra el dicho Juan Blanco de Paz, de forma que unos decía:   –¡Oh, malhaya el cutiverio que, aunque se quieran vengar los hombres y dar el pago a quien lo merece, no pueden!   Y otros decían:   –¡Oh, si el dicho Juan Blanco no fuera sacerdote para poner las manos en él y darle su satisfecho!   Y esto dice y responde a la dicha pregunta, a la cual este testigo se refiere.   XXII. A las veintidós preguntas, que este testigo dijo que todo lo que en ella es contenido fue y pasó así como se declara en la dicha pregunta, por ser notorio.   Y esto responde a ella, a la cual se refiere.   XXIII. A las veintitrés preguntas, dijo que todo lo contenido en ella este testigo lo ha oído decir por Argel muy públicamente, por donde entiende, cree y tiene por cierto que es verdad.   Y esto responde a la dicha pregunta, a la cual se refiere.   XXIV. A las veinticuatro preguntas, dijo que de la manera y forma que en la dicha pregunta se declara, este testigo, hablando con personas amigos suyos, le dijeron por cosa muy cierta que el dicho Juan Blanco andaba procurando testigos para tomarlos contra cautivos de Argel, en especial contra el dicho Miguel de Cervantes que la pregunta dice. Y este testigo lo creyó y tuvo por cierto.   Y esto responde a la dicha pregunta, a la cual se refiere.   XXV. A las veinticinco preguntas, dijo que lo que pasa de esta pregunta es que este testigo ha entrado en el baño del rey –donde habitaba de ordinario el dicho Juan Blanco de Paz— a oír misa por haber dentro iglesia donde se celebran oficios divinos.   Y puesto que este testigo ha estado dentro por esclavo del rey  pocos días, nunca en el un tiempo ni en el otro vio ni oyó misa dicha por el dicho Juan Blanco de Paz, ni rezar a las horas que la pregunta dice.   Antes, oyó decir y murmurar cuán mal lo había hecho en tener cuestión con dos frailes religiosos; y al uno había dado un bofetón y al otro de coces.   Y que por estas causas –y otras que dicho tiene— enjendró mucho escándalo y dio mal ejemplo.   Y este testigo lo tiene por persona de mala opinión, pues sus obras son dignas de ello.   Como todo más largamente consta por lo que se contiene en las demás preguntas antes de ésta, a que se refiere.   Y esto dice y es la verdad todo lo que tiene dicho para el juramento que hizo, y firmolo el alférez Luis de Pedrosa.   Pasó ante mí, Pedro de Ribera, notario apostólico.

Emilio Sola 10 febrero, 2012 12 febrero, 2012 abuelo de Cervantes, ARGEL, Blanco de Paz, cautiverio
12 Feliciano Henríquez, carmelita de Yepes, en Toledo

(DELARACIÓN DEL CARMELITA FRAY FELICIANO ENRIQUEZ.)   Testigo. En Argel, ailment a 15 días del mes y año susodicho (octubre, cialis 1580), and para la dicha información, el dicho Miguel de Cervantes ante mí, el dicho Pedro de Ribera, notario apostólico,   trajo y presentó por testigo a fray Feliciano Enríquez   fraile profeso de la orden de Nuestra Señora del Carmen y natural de la villa de Yepes, que es en el reino de Toledo.   El cual, habiendo jurado según derecho con la solemnidad que debe en tal caso, fue preguntado por las preguntas del dicho interrogatorio y dijo y depuso lo siguiente:   I. A la primera pregunta, dijo que este testigo conoce al dicho Miguel de Cervantes todo el tiempo contenido en la dicha pregunta.   Y esto responde.   Generales. Fue preguntado por las preguntas generales. Dijo que este testigo no es pariente ni enemigo de ninguna de las partes, ni le tocan las demás generales.   II. A la segunda pregunta, dijo que la sabe como en ella se declara, porque pasa así como en ella se contiene.   Y esto responde.   III. A la tercera pregunta, dijo que dice lo que dicho tiene en la segunda pregunta.   Y esto responde.   IV. A la cuarta pregunta, dijo que es verdad todo lo en ella contenido por las causas en ella referido.   Y esto responde a la dicha pregunta, a la cual se remite.   V. A la quinta pregunta, dijo que la sabe como en ella se contiene, a la cual se refiere.   Y esto responde.   VI. A la sexta pregunta, dijo que todo lo en ella contenido es así como en ella se manifiesta, público y notorio a este testigo y a otros cristianos de Argel.   Y esto responde a la dicha pregunta, a la cual este testigo se refiere.   VII. A la séptima pregunta, dijo que todo lo en ella contenido fue notorio y manifiesto en Argel, así a moros como a cristianos, y este testigo lo tiene por cierto.   Y esto responde a la dicha pregunta, a la cual se refiere.   VIII. A la octava pregunta, dijo que dice lo mismo que en las preguntas antes de ésta tiene dicho.   Y esto responde a ella, a la cual se refiere.   IX. A la novena pregunta, dijo que todo como en ella se contiene es la verdad, público y notorio, por ser cosa que en todo Argel se tuvo cuenta con lo contenido en la dicha pregunta.   Y esto responde a ella, a la cual se remite.   X. A la décima pregunta, dijo que la sabe como en ella se contiene respecto que pasó en realidad, de verdad, público y notorio por todo Argel, (a)demás de verlo este testigo.   Y esto responde a la dicha pregunta, a la cual se refiere.   XI. A la oncena pregunta, dijo que todo lo en ella contenido es la verdad, porque pasa así como en ella se declara.   Y esto responde a la dicha pregunta, a la cual este testigo se refiere.   XII. A las doce preguntas, dijo que este testigo sabe la dicha pregunta como en ella se contiene porque fue cosa pública y manifiesta en todo Argel.   Y esto responde a la dicha pregunta, a la cual este testigo se refiere.   XIII. A las trece preguntas, dijo que todo lo que la pregunta dice es la verdad, y público y notorio a este testigo, respecto de que fue uno de los participantes en este negocio, y estuvo preso con el dicho renegado y Cervantes.   Y que, aún, para algunas prevenciones dio este testigo algunos dineros, porque por momentos este testigo tenía la libertad en las manos.   Y lo demás contenido en la dicha pregunta lo sabe ser verdad.   Y esto responde a la dicha pregunta, a la cual se refiere.   XIV. A las catorce preguntas, dijo que las sabe como en ella se contiene por ser tan notoria por las causas en las preguntas antes de ésta dichas.   Y esto responde a la dicha pregunta, a la cual este testigo se refiere.   XV. A las quince preguntas, dijo que todo lo en ella contenido es la verdad, porque pasa así como en ella se declara por todo lo que dicho tiene.   Y esto responde a la dicha pregunta, a la cual se refiere.   XVI. A las diez y seis preguntas, dijo que todo lo en esta pregunta contenido es así como en ella se especifica.   Porque este testigo se halló presente a lo en ella contenido y estuvo junto con el dicho Miguel de Cervantes en casa del dicho rey de Argel preso en su cárcel.   Y esto responde y dice a la dicha pregunta, a la cual se refiere.   XVII. A las diez y siete preguntas, dijo que todo lo en ella declarado es la verdad, como tiene dicho en la pregunta antes de ésta.   Porque este testigo se halló dentro de la casa del rey en prisión cuando pasó lo que dice esta pregunta.   Y esto dice y responde a ella, a la cual se refiere.   XVIII. A las diez y ocho preguntas, dijo que este testigo sabe lo que la pregunta dice ser y pasar como en ella se contiene.   Y esto responde a ella, a la cual este testigo se refiere.   XIX. A las diez y nueve preguntas, dijo que este testigo (tiene) por tal persona como la pregunta dice al dicho Miguel de Cervantes, (a)demás de ser muy público y notorio por Argel.   Y esto responde y dice a la pregunta, a la cual se refiere.   XX. A las veinte preguntas, dijo que todo lo que en esta pregunta se trata es realidad, de verdad, público y manifiesto.   Por lo que este testigo sabe y pasa es –acerca de las particularidades expresadas en esta dicha pregunta— que este testigo estuvo un poco de tiempo muy enemigo con el dicho Miguel de Cervantes.   Y en esta sazón, oyó este testigo a una persona decir algunas cosas viciosas y feas contra el susodicho Miguel de Cervantes.   Y luego, en aquel punto, procuró este testigo con grande instancia por todo Argel inquirir y saber si contra el dicho Miguel de Cervantes –que es el que le presenta por testigo– había alguna cosa fea y deshonesta que a su persona viniese mácula.   Y halló por grande mentira lo que se había hablado por la dicha persona, que si quisiese expresar no se acuerda de él por no hacer mucho caso de su deposición (o disposición: dipusiçion).   Por lo cual este dicho testigo se pondrá a que lo quemen vivo si todo lo que se habló contra el dicho Miguel de Cervantes era todo grande mentira.   Porque, cierto y verdaderamente, todos los cautivos de Argel le somos aficionados al dicho Miguel de Cervantes, que antes nos da envidia de su hidalgo proceder, cristiano y honesto y virtuoso.   Y esto dice y responde a esta dicha pregunta, a la cual se refiere.   XXI. A las veintiuna preguntas, dijo que no la sabe más de haberlo oído decir.   Y esto responde.   XXII. A las veintidós preguntas, dijo que todo lo en ella contenido es la verdad, público y notorio por Argel.   Porque lo que pasa es que el dicho Juan Blanco –contenido en la pregunta– llegó un día a este testigo y le dijo, así, tratando de negocios, cómo el susodicho tenía comisión del Santo Oficio y que era su comisario.   Y que había de tomar informaciones en Argel contra algunas personas.   Y que si este testigo sabía de algunas personas que tuviesen  algunos vicios para que lo jurase.   Y este testigo le respondió que si la sabía o no que él no se lo quería decir a él; que si Dios le llevase en España a este testigo, allá hallaría a los padres inquisidores para manifestarlo.   Y esto pasa de lo contenido en la dicha pregunta, y esto responde a ella.   XXIII. A las veintitrés preguntas, dijo que no la sabe más de lo que tiene dicho en la pregunta antes de ésta.   Y esto responde.   XXIV. A las veinticuatro preguntas, dijo que no la sabe.   XXV. A las veinticinco preguntas, dijo que lo que de ella pasa y sabe es que este testigo trató poco tiempo con el dicho   Juan Blanco de Paz. Y que no le vio decir misa, eso que lo conoció, ni rezar las horas acostumbradas que era obligado. Y que sabe que es hombre el dicho Juan Blanco que tenía pocos amigos.   Y esto responde y dice a la dicha pregunta.   Y en lo demás, que todo lo que dicho y declarado tiene en este su dicho es la verdad, público y notorio para el juramento que hizo.   Y firmolo fray Feliciano Enríquez.   Pasó ante mí, Pedro de Ribera, notario apostólico.

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“VIAJE A ORIENTE” 023

II. Las esclavas – XIII. La esclava de la Isla de Java…  Abd-el-Kérim nos había dejado un instante para atender a unos compradores turcos. Volvió de nuevo junto a mí y me dijo que estaban vistiendo a las abisinias que quería mostrarme. “Están, salve dijo, drugstore en mi harem, pills y son tratadas como de la familia; mis mujeres las hacen comer con ellas. Mientras tanto, si lo desea, le vamos a traer a algunas muy jóvenes”. Se abrió una puerta, y una docena de niñas de color se precipitaron en el patio como los críos en el recreo. Las dejaban jugar en el hueco de la escalera con los canarios y las pintadas, que se bañaban en el cuenco de una fuentecilla esculpida, restos del desaparecido esplendor del OKEL. Estuve contemplando a aquellas pobres criaturas de enormes ojos negros, vestidas como pequeñas sultanas, sin duda arrancadas de sus madres para satisfacer los apetitos de los adinerados habitantes de la ciudad. Abdallah me dijo que muchas de ellas no pertenecían al tratante, y las habían puesto en venta sus propios padres, que viajaban ex profeso a El Cairo, en la creencia de poder proporcionar de ese modo a sus hijas una existencia más feliz. “Sepa usted además, añadió, que éstas son más caras que las jóvenes núbiles. QUESTE FANCIULLE SONO CUCITE*! Dijo Abd-el-Kérim en su italiano corrupto. –          ¡Oh, puede estar tranquilo y comprar con confianza, remachó Abdallah en tono de buen experto, los padres lo han previsto todo!”. ¡Pues bien!, me dije a mí mismo, dejaré estas niñas para otros. El musulmán que vive según su ley, puede en conciencia responder ante Dios de la suerte de estas pobres criaturas, pero yo, si compro una esclava es con la idea de que sea libre, incluso de que me deje. Abd-el-Kérim volvió a reunirse conmigo y me invitó a subir a su casa. Abdallah se quedó discretamente junto a la escalera. En una sala espaciosa, de paredes repujadas, que aún enriquecían restos de arabescos pintados y dorados, vi alineadas contra la pared a cinco mujeres bastante hermosas, cuyo tono recordaba el reflejo del bronce de Florencia. Sus siluetas eran correctas, de nariz recta, boca pequeña; el óvalo perfecto de su cabeza, el engarce gracioso de su cuello, la serenidad de su fisonomía les daba el aire de esas pinturas italianas de las madonnas cuyo color amarillea con el tiempo. Eran abisinias católicas, posibles descendientes del Preste Jean o de la reina Candace.** La elección era difícil. Todas eran parecidas, como sucede con las razas primitivas. Abd-el-Kérim, al verme indeciso y creer que no me gustaban, hizo entrar a otra que, con paso indolente, fue a colocarse cerca de la pared. Yo grité entusiasmado. Acababa de descubrir el ojo almendrado, el párpado oblicuo de las javanesas, que ya había visto en algunos lienzos en Holanda, y por el aspecto, esta mujer era evidente que pertenecía a la raza amarilla. No sé qué gusto por lo exótico y por lo imprevisto, del que no pude evadirme, me decidió a su favor. Era mucho más hermosa que las otras, y de una rotundidad de formas que obligaba a admirarla. Ante el resplandor metálico de sus ojos, la blancura de sus dientes, la distinción de las manos, y su larga cabellera de tono castaño oscuro, que dejó ver al retirar el tarbouche, no se podían objetar los elogios que Abd-el-Kérim formulaba gritando: “¡Bono, bono!”. Volvimos a bajar y charlamos con ayuda de Abdallah. Esa mujer había llegado de madrugada en la caravana y sólo estaba donde Abd-el-Kérim desde entonces. La habían apresado siendo muy jovencita en el archipiélago indio los corsarios de Mascate. “Pero, dije a Abdallah, si Abd-el-Kérim la dejó ayer con sus mujeres… –     ¿Y…?” respondió el dragomán abriendo extrañado los ojos. Vi que mi observación era una tontería. –     “¿Cree usted, dijo Abdallah, captando por fin mis dudas, que sus mujeres legítimas le permitirían cortejar a otras?… Y además, un tratante de esclavas, ¡ni soñarlo!. Si esto se supiera perdería toda su clientela”. Era una buena razón. Abdallah me juró además que Abd-el-Kérim, como buen musulmán, debió pasar la noche rezando en la mezquita por la solemne fiesta de Mahoma. Sólo me quedaba tocar el tema del precio. Pidió cinco bolsas (625 francos). Yo pensé en ofrecerle sólo cuatro; pero, ante la perspectiva de que se trataba de regatear por una mujer, esa posibilidad me pareció despreciable. Además, Abdallah me puntualizó que un tratante turco jamás tenía dos precios. Pregunté su nombre, ya que, naturalmente, también en ese precio iba el nombre. Z’n’b’! dijo Abd-el-Kérim. Z’n’b’!, repitió Abdallah con un gran esfuerzo de contracción nasal. Yo no podía entender que el estornudo de tres consonantes representara un nombre. Precisé de algún tiempo para adivinar que todo eso podía pronunciarse como Zeynab*. Dejamos a Abd-el-Kèrim, tras haberle entregado las arras, para ir a buscar el dinero que tenía depositado con un banquero del barrio franco. Cruzando la plaza de El-Esbekïeh, presenciamos un extraordinario espectáculo. Una gran multitud se había congregado para ver la ceremonia de la Dohza. El cheikh o emir de la caravana debía pasar a caballo sobre el cuerpo de los derviches giróvagos y de los aulladores, que se ejercitaban desde el día antes junto a las colchonetas y bajo las tiendas de campaña. Aquellos desgraciados se habían tendido boca abajo en medio del camino de la casa de cheikh El-Bekry, jefe de todos los derviches, situada en el extremo sur de la plaza, formando una calzada humana de unos sesenta cuerpos. Esta ceremonia se considera como un milagro destinado a convencer a los infieles; por lo que se permite que los francos ocupen los primeros sitios. Un milagro público se ha convertido en una rareza, desde, como dice Heine, el momento en que el hombre ya sabe lo que va a acontecer al mirar en las mangas del buen dios. Pero esto, si el dios es uno, es incuestionable. He visto con mis propios ojos al viejo cheikh de los derviches, cubierto con un beniche blanco y un turbante amarillo, pasar a caballo sobre los riñones de los sesenta creyentes, hacinados sin el menor resquicio, con los brazos cruzados sobre su cabeza. El caballo estaba herrado, y todos se levantaron al unísono, entonando Allah!. Los más racionalistas del barrio franco pretenden que esto es un fenómeno análogo al que hacía que soportaran los golpes de cadenas en el estómago. La exaltación a la que llegan estas gentes desarrolla una fuerza y una resistencia extraordinarias. Los musulmanes no admiten esta explicación, y dicen que han hecho caminar al caballo sobre cristalería y botellas sin que haya roto nada. Esto último me habría gustado verlo, pues solo ese espectáculo me habría podido convencer. Esa misma tarde, trasladé triunfalmente a la esclava velada a mi mansión del barrio copto. Llegaba a tiempo, ya que era el último día del plazo que me había dado el cheikh del barrio. Un doméstico del okel la seguía con un asno cargado con un gran baúl verde. Abd-el-Kérim había arreglado bien el asunto. En el baúl había dos trajes completos: “Es de ella, me dijo, todo esto se lo regaló un cheikh de La Meca al que perteneció, y ahora, es vuestro”. Hay que reconocer que fue todo un detalle de delicadeza. * NOTA DEL EDITOR: Es difícil dar o traducir el sentido de esta observación. Podría significar algo así como “Estas niñas tienen cosido el virgo”. ** El Preste Jean es una figura polimorfa de la leyenda medieval: rey cristiano situado, primero en Mongolia y después en Etiopía. Candace: nombre genérico de las reinas de Etiopía, procedentes, según la tradición, de los amores de Salomón y la reina de Saba. * Nerval estuvo acompañado durante todo su viaje por un amigo, Joseph de Fonfrède, del que nunca habla (salvo en su correspondencia) y del que no sabemos casi nada. En realidad, él es quien compró una esclava (ver la carta del 2 de mayo de 1843 a Gautier).

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“VIAJE A ORIENTE” 024

III. El Harem – I. El pasado y el porvenir…   No lamentaba el haber fijado mi residencia por algún tiempo en El Cairo y haberme convertido en todos los sentidos en uno más de sus habitantes; único medio sin duda alguna de comprenderlo y amarlo. Los viajeros, here en general, look no se toman un tiempo para disfrutar de la vida íntima y de las pintorescas bellezas, doctor contrastes y recuerdos de esta ciudad. Siendo, como es El Cairo la única ciudad oriental en donde se pueden encontrar las capas bien diferenciadas de numerosas épocas de la historia. Ni Bagdad, ni Damasco, ni siquiera Constantinopla han conservado este patrimonio para su estudio y reflexión. En las dos primeras, el extranjero sólo encuentra frágiles construcciones de adobes y tierra seca. Únicamente los interiores ofrecen una espléndida decoración, pero jamás fue pensada como un arte serio y duradero. Constantinopla, con sus casas de madera pintada, se renueva cada veinte años, y sólo conserva la fisonomía uniforme de sus cúpulas azulonas y sus blancos minaretes. El Cairo, gracias a las inagotables canteras del Mokhatam, y a la constante serenidad de su clima, posee una innumerable cantidad de monumentos: la época de los califas, la de los sudaneses y de los sultanes mamelucos, se inscriben en variados sistemas de arquitectura, de los que España y Sicilia sólo poseen en parte, los modelos. Las maravillas morescas de Granada y de Córdoba nos vienen a la mente a cada paso en las calles de El Cairo, por una puerta de una mezquita, una ventana, un minarete, un arabesco, cuyo corte o el estilo indican una fecha remota. Sólo las mezquitas, por sí mismas, contarían la historia entera del Egipto musulmán, ya que cada príncipe hizo construir al menos una, para transmitir para siempre el recuerdo de su época y de su gloria: Amru, Hakem, Touloun, Saladino, Bibars o Barkouk, cuyos nombres se conservan así en la memoria de este pueblo; a pesar de que sus monumentos más antiguos sólo ofrecen muros derruidos y recintos devastados. La mezquita de Amrou, la primera construída tras la conquista de Egipto, ocupa un emplazamiento hoy en día desierto, entre la ciudad nueva y la vieja. Nada protege contra la profanación este lugar en otros tiempos venerado. He recorrido el bosque de columnas que aún soporta la antigua bóveda; he podido subir hasta la elaborada cátedra del imán, construida el año 94 de la Hégira, y de la que se decía que no había otra más bella, ni más noble, después de la del profeta. He pasado por las galerías y reconocí, en el centro del patio, el lugar en el que se levantaba la tienda del lugarteniente de Omar, cuando pensaba ya en fundar el viejo Cairo. Una paloma había hecho su nido bajo el pabellón, y Amrou, vencedor del Egipto griego, y que acababa de saquear Alejandría, no quiso que se molestara al pobre pájaro. Este lugar le pareció consagrado por la voluntad del cielo, e hizo construir una mezquita alrededor de su tienda. Después, en torno a la mezquita, una ciudad que tomó el nombre del Fostat esto es, “la tienda”. Hoy día, este lugar ni siquiera está ya en la ciudad, y se halla de nuevo, como se narraba en las antiguas crónicas, en medio de viñedos, huertos y palmerales. También he encontrado, en igual abandono, pero al otro extremo de El Cairo y dentro del recinto amurallado, cerca de Bab-el-Nasr, la mezquita del califa Hakem, fundada tres siglos más tarde, y unida en el recuerdo a uno de los héroes más extraños de la edad media musulmana. Hakem, al que nuestros viejos orientalistas llaman “Le Chacamberille”*, no se contentó con ser el tercero de los califas africanos, heredero y conquistador de los tesoros de Haroum al-Raschid; dueño absoluto de Egipto y Siria, el vértigo de la grandeza y de las riquezas hizo de él una especie de Nerón, o mejor, de Heliogábalo. De entrada, un día prendió fuego a su capital por puro capricho; después, se proclamó dios y esbozó las reglas de una religión que fue adoptada por una parte de su pueblo, y que es la de los drusos. Hakem** es el último revelador, o, si se prefiere, el último dios que se haya producido en el mundo y que aún conserva fieles más o menos numerosos. Los cantantes y narradores de los cafés del Cairo cuentan sobre él mil aventuras, y me han mostrado sobre una de las cimas de Mokhatam, el observatorio al que iba a consultar los astros, ya que los que no creían en su divinidad le consideraban al menos un poderoso mago. Su mezquita está aun más arruinada que la de Amrou. Los muros exteriores y dos de los minaretes situados en los ángulos sólo ofrecen formas arquitectónicas reconocibles; son de la época correspondiente a los monumentos más antiguos de España. En la actualidad, el recinto de la mezquita, toda polvorienta y sembrada de cascotes, está ocupado por cordeleros, que se dedican a torcer sus sogas en este vasto espacio, en donde la monótona rueca ha sustituido al murmullo de las plegarias. ¿Pero es que el edificio del fiel Amrou está menos abandonado que el del herético Hakem, anatematizado por los verdaderos musulmanes?. El viejo Egipto, olvidadizo a la vez que crédulo, ha enterrado en el polvo a otros muchos profetas y a otros tantos dioses. Así pues, el extranjero en este país no tiene por qué temer ni al fanatismo ni a la religión, ni a la intolerancia del racismo de otros lugares de Oriente. La conquista árabe jamás ha podido transformar hasta ese punto el carácter de sus habitantes: ¿no ha sido siempre, por otra parte, la tierra antigua y maternal donde nuestra Europa, a través del mundo griego y romano, ha sentido que remontaban a sus orígenes?. Religión, moral, industria, todo ha partido de este centro, a la vez misterioso y accesible, en donde los genios de los primeros tiempos han depositado para nosotros la sabiduría. Penetraban con terror en estos santuarios extraños, en donde se elaboraba el futuro de los hombres, y salían más tarde, la frente ceñida de resplandores divinos, para revelar a sus pueblos tradiciones que se remontaban a los tiempos anteriores al diluvio y hablaban de los primeros días del mundo. De ese modo Orfeo, Moisés, al igual que ese legislador menos conocido entre nosotros, al que los hindúes llaman Rama, llevaron un mismo fondo de enseñanzas y creencias, que se modificaron según los lugares y las razas, pero que por todas partes constituyeron civilizaciones que perduraron en el tiempo. Lo que conforma el carácter de la antigüedad egipcia, es justamente ese pensamiento de universalidad e incluso de proselitismo, que Roma imitó sólo por el interés de su poderío y su gloria. Un pueblo que fundó monumentos indestructibles para grabar en ellos todos los procedimientos de las artes y la industria y que habló para la posteridad en una lengua que esa misma posteridad ha comenzado a comprender; merece, ciertamente, el reconocimiento de todos los hombres. * Así, en Pierre Vattier, “L’Histoire mahométane ou les Quarante-neuf chalifes du Macine” (1657)(voir n.31*) abundantemente mencionada en el “Carnet de notes du Voyage en Orient” (Pléiade) ** En la leyenda de Hakem, narrada más adelante, el califa gritó: “¡Yo mismo soy dios!, sólo yo, el verdadero, el único dios, y los otros no son más que sombras” (p. 72, t.II) Ya aquí se constata que es la “Teomanía”, la desmesura prometeica que hay en Hakem, lo que fascina a Nerval.

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III. El harem – II. La vida íntima durante el khamsín…  He aprovechado, generic estudiando y leyendo lo máximo posible*, cialis sale durante las largas jornadas de inactividad que me impuso el tiempo de Khamsín. Desde por la mañana, el aire estaba cargado de polvo y era ardiente. Durante cincuenta días, cada vez que sopla el viento del sur, es imposible salir a la calle antes de las tres de la tarde, momento en que se levanta la brisa que viene del mar. En general, durante estos días, la gente suele permanecer en las habitaciones inferiores revestidas de azulejos o de mármol y refrescadas con chorros de agua; también se puede pasar el día en los baños, en medio de ese tibio rumor que acompaña a los vastos recintos cuya cúpula, salpicada de claraboyas, semeja un cielo estrellado. La mayor parte de estos baños son verdaderos monumentos que podrían servir muy bien de mezquitas o de iglesias. La arquitectura es bizantina, y los baños griegos es posible que hayan proporcionado los primeros modelos. Entre las columnas, sobre las que reposa la bóveda circular, hay pequeñas cabinas de mármol, en donde elegantes fuentes son consagradas a las abluciones frías. Uno se puede aislar o mezclarse con la gente, que no tiene el aspecto enfermizo de nuestras reuniones de bañistas, pues en general está formada por hombres sanos y de bella raza, vestidos a la antigua usanza, con un largo paño de lino. Las siluetas se dibujan vagamente a través de la lechosa bruma que perfora los blancos rayos de luz penetrando a través de la bóveda, y uno creería estar en un paraíso poblado de sombras felices. Sólo el purgatorio le espera a uno en las salas aledañas. Allí están las piletas de agua hirviente en donde el bañista sufre diversos tipos de reconocimiento. Es ahí en donde se precipitan sobre uno esos terribles hombretones, con las manos armadas de guantes de crin, que arrancan de la piel largos rollos moleculares, cuyo espesor asusta y le hace a uno temer que sea usado gradualmente como una vajilla demasiado restañada y aseada. Aunque también se puede sustraer de esas ceremonias y contentarse con el bienestar que procura la atmósfera húmeda de la gran sala de baño. Por un curioso efecto, este calor artificial, desplaza al otro. El fuego terrestre de Ptah combate los ardores demasiado vivos del celeste Horus. ¿Y acaso no habría también que mencionar las delicias del masaje y del encantador reposo que se disfruta sobre esos lechos dispuestos en torno a una galería de balaustradas altas que dominan la sala de entrada a los baños?. El café, los sorbetes, el narghilé, interrumpen o preparan para esa ligera somnolencia meridional, tan querida por los pueblos de Levante. Por lo demás, el viento del sur no sopla continuamente en la época del Khamsín, se interrumpe de pronto durante semanas enteras, y es entonces cuando por fin nos deja literalmente respirar. En ese momento la ciudad retoma su aspecto animado, la muchedumbre se esparce por plazas y jardines; el camino de Choubrah se llena de paseantes; las musulmanas, veladas van a sentarse sobre las tumbas que se encuentran en la umbría, en donde reposan con mirada ensoñadora durante todo el día, rodeadas de niños alegres, y adonde incluso se hacen llevar la comida. Las mujeres de Oriente tienen dos grandes medios de escapar a la soledad de los harems: el cementerio, en donde siempre tienen algún ser querido al que llorar, y el baño público, al que la costumbre obliga a los maridos a dejarlas ir al menos una vez por semana. Este detalle, que ignoraba, ha sido para mí el motivo de algunos quebraderos de cabeza domésticos contra los que debo prevenir al europeo que esté tentado de seguir mi ejemplo. El temor de dejarla un día más entre las mujeres de Abd-el-Kérim había precipitado mi resolución y, diríamos que la primera mirada que lancé sobre ella había sido todopoderosa. Hay algo de muy seductor en una mujer de un país lejano y singular, que habla una lengua desconocida, cuyas costumbres y hábitos chocan ya de por sí a causa de su rareza, y que nada tienen que ver con los detalles vulgares que la cotidianeidad nos enseña con las mujeres de nuestra patria. Yo he experimentado esta fascinación de tipismo local, la escuchaba balbucear, la veía colocar sus abigarradas ropas. Era como un espléndido pájaro enjaulado que yo poseía; pero ¿cuánto podría durar esta sensación?. Me habían prevenido de que si el tratante me engañaba acerca de los méritos de la esclava, existía la posibilidad de devolverla en ocho días y rescindir el contrato. No se me pasó por la imaginación el que un europeo recurriera a una cláusula tan indigna, incluso aunque hubiera sido engañado. A pesar de que descubrí apenado que esta pobre muchacha tenía bajo la cinta roja con la que se ceñía la frente una quemadura grande, casi como un escudo de seis libras a partir del nacimiento del cabello. Se apreciaba en su pecho otra quemadura del mismo tipo, y sobre ambas marcas un tatuaje que representaba como un sol. El mentón también presentaba un tatuaje en forma de punta de lanza, y la nariz, en la aleta izquierda, descubría una perforación para colocarse un anillo. Los cabellos estaban recortados por delante, a partir de las sienes y alrededor de la frente y, salvo la parte quemada, caían hasta las cejas, que una línea negra prolongada servía de unión, según la costumbre. Brazos y pies estaban teñidos de un color naranja. Yo ya sabía que esto era por efecto de la hennah que no dejaba marca alguna al cabo de algunos días. Y ahora…¿qué hacer? ¿Vestir a una mujer oriental a la europea?. Eso habría sido lo más ridículo del mundo. Me esforcé en señalarle que había que dejar el cabello cortado en redondo por delante, lo que pareció extrañarle mucho. La quemadura de la frente y del pecho, y que posiblemente fueran costumbres de su país, ya que no se ve nada parecido en Egipto, podían ocultarse con una joya o cualquier otro adorno, así que no había mucho de lo que lamentarse una vez hecho el examen. * Las numerosas fuentes utilizadas en el “Voyage en Orient”, citadas en el “Carnet” atestiguan que Nerval ha leído mucho durante su estancia en El Cairo: “No he querido, por otra parte, ver cada lugar hasta estar suficientemente documentado por los libros y las memorias” (Carta a su padre, 18 de marzo de 1843) Estuvo inscrito en el Gabinete de lectura de Mme. Bonhomme (ver p. 252) y encontraba igualmente libros en la Societé égyptienne.

Esmeralda de Luis y Martínez 10 febrero, 2012 10 febrero, 2012 Choubrah, Gabinete de lectura de Mme. Bonhomme, khamsín
Historia de un desencuentro: Nota final de 1999

A modo de conclusión, pharm con dedicatoria y envíos finales.          En septiembre de 1598, con una semana de diferencia, morían dos de los monarcas más representativos del planeta, el rey de España Felipe II y Hideyoshi Toyotomi, el unificador del Japón moderno. Si el cuarto centenario del primer acontecimiento se celebró en España con un verdadero desborde conmemorativo, el segundo apenas se recordó. Lo cual es un indicio de la debilidad del orientalismo hispano, aún en pañales a pesar de contar con un pasado espléndido, ya que fue el pionero del orientalismo europeo junto al portugués y el italiano. Este libro sobre las relaciones hispano-japonesas iniciadas en los años de estos dos grandes monarcas pretende ser una pequeña celebración, una mínima puesta a punto de un relato histórico que había sido ensayado aquí y allá, parcialmente, y sobre todo con enfoque misionológico, al menos desde España; o como un mero capítulo de la historia colonial de las islas Filipinas, como sucede en la Historia general de las Filipinas, del jesuita Pablo Pastells, que precede al gran Catálogo… con la documentación del Archivo General de Indias de Sevilla relativa a la presencia española en las islas Filipinas, publicado por Torres Lanzas (Barcelona, 1925-1934). También ocupó un lugar importante en la edición que en 1909 hizo Wenceslao Emilio Retana de los “Sucesos de las islas Filipinas” de Antonio de Morga, pero siempre como un apéndice no fundamental de la historia general narrada. Lo mismo sucede con los 55 vols. de The Philippine Islands (1493-1803) de Enma Helen Blair y Alexander J. Robertson (Cleveland-Ohio, 1903 ss.).        Por mi parte, ya en 1980 publiqué lo que titulé un poco caprichosamente Libro de las maravillas del Oriente Lejano (Madrid, Editora Nacional), básicamente la rica documentación hispana de aquellos sucesos, pero sin narración lineal de los sucedido. Posteriormente, apareció un libro de título esperanzador de Juan Gil, Hidalgos y Samurais. España y Japón en los siglos XVI y XVII, (Madrid, 1991, Alianza edit.), en el que se volvían a publicar la mayoría de los documentos fundamentales, aunque exclusivamente los conservados en el A.G.I. de Sevilla, que convertían el relato de lo sucedido en algo prolijo y desordenado. El capítulo concreto de los viajes de Sebastián Vizcaíno por Japón aparecieron también narrados por W.M. Mathes en Sebatián Vizcaíno y la expansión española en el océano Pacífico, 1580-1630 (México, 1973). Y poco más. Quedaba recurrir al clásico The Christian Century in Japan (Berkeley, 1951) de Charles Ralph Boxer, o al no menos clásico The Manila galeon. Spanish Trade with the Philippines (Nueva York, 1939), de William L. Schurtz, no traducido hasta 1992 (Madrid, Eds. de Cultura Hispánica).        Espero, por todo ello, que este libro cubra un pequeño vacío. Agradezco a la Japan Fundation la ayuda concedida para su edición, así como a tres buenos amigos que me estimularon a la hora de terminar el texto, Kenichi Yamaguchi, Agustín Y. Kondo y Hidehito Higashitani. Asimismo, un envío final a mis antiguos alumnos de la Universidad de Alcalá, en particular a aquel grupo de Historia –Jesús Espliego, Salvador Herrera, Antonio Lera, Oscar Martínez…– que un día intentó estructurar un grupo de orientalistas alcalaínos, así como a la primera promoción de Humanidades, este curso 1998-1999, con el delegado José Luis a la cabeza, a quienes auguro un futuro brillante y estimulador.                                                            Emilio Sola,  Alcalá, mayo de 1999.

Emilio Sola 11 febrero, 2012 11 febrero, 2012 agradecimientos, bibliografía, dedicatorias, Japón
Historia de un desencuentro: Apéndice bibliográfico

APÉNDICE BIBLIOGRÁFICO.        De interés para el mundo académico, recojo en cuatro apartados –I, Fuentes Documentales; II, Bibliografía Antigua; III, Bibliografía Moderna; IV, Artículos o Trabajos aparecidos en revistas– el material impreso que pudiera servir para ampliar esta síntesis aquí presentada. Falta la bibliografía japonesa en su totalidad, y no dudo que sea perfectible.     I.- Fuentes documentales.        La documentación conservada en los archivos españoles sobre las relaciones hispano-japonesas es abundante. El fondo más importante está en el Archivo General de Indias de Sevilla, particularmente en la sección de Filipinas; las cartas periódocas que las autoridades religiosas y civiles enviaban a la Corte española y que eran remitidas al Consejo de Indias son valioso e indispensable material de trabajo. En el Archivo General de Simancas de Valladolid se conserva también documentación de interés sobre el asunto, en particular en la secciones de Estado y Secretarías Proviniciales; las decisiones del Consejo de Estado y las consultas del de Portugal complementan todo lo tratado en el Consejo de Indias. En la Real Academia de la Historia de Madrid (en la colección Muñoz) y en el Archivo Histórico Nacional, también en Madrid, se conservan abundantes cartas y escritos de los jesuítas que predicaban en Japón, así como en el Archivo de los Jesuitas de Alcalá de Henares. El antiguo archivo de los franciscanos de Pastrana, actualmente en Madrid, tiene también importante fondo documental sobre Extremo Oriente. Finalmente, en la Biblioteca Nacional de Madrid, en la sección de manuscritos, y enla Biblioteca del Palacio de Oriente, también en Madrid, se conservan copias de documentos y relaciones diversas.        Una parte nada desdeñable de esta documentación ha sido publicada, documentos completos o fragmentos, en trabajos diversos. Citaré los más importantes por el material publicado:   H. Nagaoka, Histoire des relations du Japon avec l’Europe aux XVI et XVII siècles, París, 1905. Publica los siguientes documentos japoneses de interés: Edicto de Hideyoshi contra los cristianos de 25 de julio de 1597 (p.95); edicto de Hideyoshi sobre Nagasaqui de 1588 (p.97); orden de Ieyasu de 1606 para que los cortesanos no se hagan cristianos (p.112); proclamación de Ieyasu de 14 de febrero de 1614 y 15 reglas (pp.119-128); renovación de la prohibición del cristianismo por Hidetada en 1616 (p.129) y en 1620 (p.130); edicto de 1633 (pp.137-141).   P. Pastells (S.J.), “Historia general de las Filipinas, que precede al Catálogo de los documentos relativos a las islas Filipinas  de  P. Torres Lanzas y F. Navas del Valle, 9 vols., Barcelona, 1925-1934. Publica, en los capítulos referentes a las relaciones con Japón y a la evangelización de aquel país, muchos documentos, completos o sólo los fragmentos de interés, sobre todo del Archivo General de Indias de Sevilla.   L. Pérez (O.F.M.), “Cartas y relaciones del Japón”, en Archivo Iberoamericano, número 25, enero-febrero de 1918 y siguientes. Publica los documentos más importantes referentes a los mártires de Nagasaqui, cartas de fray Pedro Bautista y relaciones diversas conservadas en la Biblioteca Nacional de Madrid, Archivo de Indias de Sevilla y archivo de los franciscanos de Pastrana.   W.E. Retana (edic. y notas), Sucesos de las islas Filipinas de Antonio de Morga, Madrid, 1909. En las notas publica abundante documentación procedente sobre todo del Archivo de Indias. En una de dichas notas (p.440) publica íntegra la breve pero importante obra de Lera, “Primeras relaciones oficiales entre Japón y España tocantes a México”, con las principales cartas diplomáticas intercambiadas entre japoneses y españoles.   E. Sola, Libro de maravillas del Oriente Lejano, Madrid, 1980, con la mayoría de los documentos de interés sobre el Japón de los archivos españoles, incluyendo la memoria del padre Burguillos (Biblioteca del Palacio de Oriente), inédita hasta entonces, de gran interés para el Japón de 1600. En castellano actualizado.   J. Gil, Hidalgos y Samuriais. España y Japón en los siglos XVI y XVII, Madrid, 1991, publica también la documentación fundamental del Archivo de Indias de Sevilla, en castellano actualizado.       II.- Bibliografía antigua.        La literatura impresa en los siglos XVI, XVII y XVIII, bastante rica, tiene una estrecha conexión con la misionología. Así, Antonio León Pinelo, en el Epítome de la biblioteca oriental y occidental, naútica y geográfica (Madrid, 1737), en el espacio dedicado a Japón, reseña muchos trabajos, algunos manuscritos, sobre diversas cuestiones y de diversa procedencia, en una gran proporción de asuntos misioneros. Predominan en la bibliografía antigua las historias de las provincias de las diversas órdenes religiosas y de los mártires de la cristiandad japonesa, en la línea de lo que Sergio Bertelli, en Rebeldes, libertinos y ortodoxos en el Barroco (Barcelona, 1984), denomina “Santos contra santos”, literatura de emulación y polémica de alguna manera, en la que las diferentes órdenes religiosas tratan de exaltar su misión en el mundo. Los “Sucesos de las islas Filipinas” de Antonio de Morga (México, 1609), es uno de los títulos excepcionales que se apartan de ese modelo.   Aduarte, Diego (O.P.), Historia de la provincia del Santo Rosario de la Orden de Predicadores en Filipinas, Japón y China, Madrid, 1640. 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Mención especial merece la serie de Alvarez Taladriz publicada en Japón, en la Eichi University de Osaca (E.U.O.), cuyas separatas agradezco a su discípulo y amigo el Dr. Higashitani.   Alvarez Taladriz, José Luis, Apuntes a dos artículos más sobre el piloto del San Felipe, en Missionalia Hispánica, 1953, X, pp. 175-195. –, “Un documento inédito del año 1586 sobre los Hibiya de Sakai, E.U.O, 1959. –, Los diálogos entre perseguidores y mártires (1605, 1619), E.U.O., 1967. –, La razón de estado y la persecución del cristianismo en Japón los siglos XVI y XVII, E.U.O., 1967. –, Notas adicionales sobre la embajada a Hideyoshi del Padre Fray Juan Cobo, O.P., E.U.O., 1969. –, Opinión de un Teólogo de la Compañía de Jesús sobre la Vida y Muerte en Japón de Religiosos de San Francisco (1599), E.U.O., 1971. –, Relación del asedio y destrucción del castillo de Osaka, hecha por Bernardino de Avila Girón, el año 1615, E.U.O. s.f. –Relación del P. Alejandro Valignano S.J. sobre su embajada a Hideyoshi (1591), E.U.O, 1972.   Anagasasti, Pedro de, Notas críticas (al itinerario del padre fray Martín Ignacio de Loyola, en Missionalia Hispanica, nº33, 1954.   Andrés Vázquez, J., Desde Japón a Roma pasando por Sevilla, en Archivo Hispalense, nº60, 1953.   Ara, M., Spanish Trade with Asia in the 16th and 17th Centuries, en Reky Higakuken, Tokio, enero, 1951.   Avila Girón, Bernardino de, Relación del Reino de Nippon, edic. parcial de D. Schilling y F. de Lejarca, en Archivo Iberoamericano, 36, 37 y 38, 1933, 1934 y 1935.   Bonet de Sotillo, Dolores, El tráfico ilegal en las colonias españolas, en Cultura Universitaria, nº48-49, Caracas, marzo-junio, 1955.   Boxer, Ch.R., The Manila Galleon, 1505-1815, en History Today, VIII, nº8, 1958.   Brown, Vera L., Contraband Trade. A factor of declive of Spanish Empire in America, en Hispanic American Historical Review, VIII, 1928.   Ceinos, M.J., Espliego, Jesús y Lera, Antonio, Documentos sobre China y Japón en el Archivo Histórico de la Provincia de Toledo de la Compañía de Jesús (AHPTSJ) de Alcalá de Henares, en Estudios de Historia social y económica de América, nº12, 1995, Alcalá de Henares.   Chassigneux, Edmond, Rica de Oro et Rica de Plata, en T’oung Pao, XXX, Leiden, 1933.   Chaunu, P., Une grande puissance économique et financière et les débuts de la Compagnie de Jésus au Japon (1567-1583), en Annales, Economies, Sociétés, Civilisations, abril-junio, 1950, pp. 198-212. –, Le galeon de Manille. 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Apuntes para un catálogo de los documentos referentes a las Indias Orientales, China, Japón… de las Colecciones de la Academia de la Historia, en Boletín de la Real Academia de la Historia, 1931, t. 98, pp. 417-475.   Ruíz de Castroviejo, Serafín, Un fraile franciscano mártir en el Japón, fray Vicente de San José Ramírez, en España Misionera, XIII, nº55, 1957.   Sánchez Diana, José María, Relaciones españolas con Extremo Oriente, en Hispania, nº112, 1966, pp. 221-267.   Sanz, Carlos, Primitivas relaciones de España con el Japón, en Boletín de la Real Sociedad Geográfica de Madrid, CII.   Schilling, D., Las misiones de los franciscanos españoles en el Japón, en Il Pensiero Misionario, 1937-1938.   Schütte, J.F., Documentos sobre Japón conservados en la colección Cortes, en Boletín de la Real Academia de la Historia, 147, Madrid, 1960.   Serratos, Ramón de, Los mercedarios en el Japón, en Estudios, XV, nº44, 1959.   Sola, Emilio, Notas sobre el comercio hispano-japonés en los siglos XVI y XVII, en Hispania, Consejo Superior de Invest. 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Emilio Sola 11 febrero, 2012 11 febrero, 2012 bibliografía, Filipinas, fuentes, Japón
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