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“VIAJE A ORIENTE” 017

II. Las esclavas – VII. Contrariedades domésticas…   Al día siguiente, prostate por la mañana, physician llamé a Abdallah para que encargara mi almuerzo al cocinero Mustafá, viagra quien de inmediato contestó que, de entrada, habría que adquirir los utensilios necesarios. Nada más cierto, y es más, debo añadir que el menaje no era muy complicado. En cuanto a las provisiones, las fellahas (campesinas) andan por todas partes, en las calles, con banastas llenas de gallinas, palomas y patos. Incluso se venden al celemín los pollitos recién salidos de los tan célebres hornos de huevos del país. Los beduinos, por la mañana, vienen cargados de urogallos y codornices, sujetas las patas entre los dedos, formando un ramillete en torno a la mano. Todo esto, sin contar con los peces del Nilo, las verduras, y las enormes frutas de esta vieja tierra de Egipto, que se venden a precios fabulosamente moderados. Echando cuentas, por ejemplo, las gallinas a 20 céntimos y las palomas, a la mitad, podía vanagloriarme de escapar durante mucho tiempo del régimen de los hoteles. Por desgracia, era imposible encontrar aves gordas; no había más que pequeños esqueletos con plumas. Los campesinos encuentran más ventajas vendiéndolos así que nutriéndolos durante más tiempo con maíz. Abdallah me aconsejó comprar un cierto número de jaulas, a fin de poder cebarlas. Una vez hechas todas las compras, se dejaron las gallinas en libertad por el patio, y a las palomas las soltaron dentro de una habitación; Mustafá, que le había echado el ojo a un pequeño gallo menos huesudo que los otros, se dispuso, bajo mis órdenes, a preparar un couscoussou. Jamás olvidaré el espectáculo que ofrecía este bravo árabe, desenvainando su cimitarra destinada a matar a un desventurado pollastre. El pobre bicho tenía buen aspecto, y su plumaje ostentaba algo del esplendor del faisán dorado. Al sentir la cuchilla, lanzó unos roncos cacareos que me partieron el alma. Mustafá le cortó enteramente la cabeza, y le dejó aún arrastrarse revoloteando por la terraza, hasta que se detuvo con las patas tiesas, y cayó en un rincón. Estos sangrientos detalles bastaron para quitarme el apetito. Me gustan mucho los guisos que no veo preparar…y me sentía como infinitamente más culpable de la muerte del pollo que si hubiera perecido a manos de un cocinero. Puede que encuentren este razonamiento cobarde, pero ¿qué quieren? Yo no podía sustraerme a los recuerdos del antiguo Egipto, y en ciertos momentos sentía escrúpulos de hundir yo mismo el cuchillo en el cuerpo de un repollo, por temor a ofender a algún antiguo dios. Tampoco quería abusar de la piedad que puede sentirse por la muerte de un pollo flaco, en legítimo interés del hombre forzado a alimentarse; hay otras muchas provisiones en la gran ciudad del Cairo, y los dátiles frescos y las bananas serían suficientes para un almuerzo normal; pero no pasó mucho tiempo sin que reconociera la pertinencia de las observaciones de Ms. Jean. Los carniceros de la ciudad no venden más que cordero, y los de los alrededores, añaden a esto, como variedad, carne de camello, cuyos inmensos cuartos aparecen suspendidos al fondo de las carnicerías. En el camello no hay dudas acerca de su identidad; pero con el cordero, la broma menos pesada de mi dragomán era la de pretender que se trataba de perro; aunque tengo que confesar que en ese punto no me había dejado engañar. Lo único que no pude comprender nunca fue el sistema de pesas y la preparación de la comida, que hacía que cada plato me costara alrededor de diez piastras; hay que añadir, bien es cierto, la guarnición obligada de MELOUKIA o de BAMIA, verduras sabrosas de las que una de ellas reemplaza un poco a la espinaca, y la otra, no tiene analogía con ninguna de nuestras verduras de Europa. Volvamos a las generalidades. Me parece que en Oriente los hosteleros, guías, mayordomos y cocineros se confabulan todos ellos contra el viajero. Me doy perfecta cuenta de que si no se muestra una fuerte resolución e incluso imaginación, se necesita una enorme fortuna para poder vivir allí una temporada. El Sr. De Chateaubriand confiesa que él se arruinó; el Dr. Lamartine hizo unos gastos desorbitados; del resto de los viajeros, la mayor parte no se alejó de los puertos, o no hicieron más que atravesar rápidamente el país. Yo voy a intentar un proyecto que considero mejor: me compraré una esclava, y puesto que me hace falta una mujer, llegaré poco a poco a que reemplace al guía; posiblemente al criado, y a llevarme correctamente las cuentas con el cocinero. Calculando los gastos de una larga estancia en El Cairo y de lo que pueda estar aún en otras ciudades, está claro que obtendré algunos ahorros. Casándome, habría conseguido justo todo lo contrario. Decidido tras estas reflexiones, le dije a Abdallah que me condujese al bazar de las esclavas.

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II. Las esclavas – VIII. El Okel de Jellab (El mercado de esclavas)     Cruzamos toda la ciudad hasta el barrio de los grandes bazares, remedy y allí, store tras continuar por una calle oscura que atravesaba la principal, cialis entramos en un patio irregular, sin que nos obligaran a bajar de los burros. En el centro, un pozo bajo la sombra de un sicómoro; a la derecha, a lo largo del muro, una docena de negros se alineaban de pie, con aire más bien inquieto que triste; la mayor parte vestidos con un ropaje azul típico de los campesinos, y con el aspecto más variopinto que uno se pueda imaginar. Nos dirigimos hacia la izquierda, en donde había una serie de pequeñas habitaciones, cuyo entarimado avanzaba sobre el patio como un estrado, a unos dos pies del suelo. Numerosos mercaderes de piel oscura nos rodeaban ya preguntándonos: ¿Essouad?, ¿abesch? – ¿negras?, ¿abisinias?. Avanzamos hacia la primera habitación. Allí, cinco o seis negras, sentadas en círculo sobre unas esteras, fumaban en su mayoría, y nos acogieron riendo a carcajadas. Sólo iban medio vestidas con unos andrajos azules, y desde luego, si algo no se podía reprochar a sus vendedores es que ocultasen su mercancía. Sus cabellos, peinados en diminutas y apretadas trenzas, estaban en general, recogidos por un turbante rojo que asemejaba a dos voluminosas moñas. La raíz del pelo estaba teñida de cinabrio; llevaban ajorcas de estaño en los brazos y en las piernas, collares de vidrio, y algunas de ellas, anillos de cobre en la nariz y en las orejas, lo que completaba su tocado bárbaro con ciertos tatuajes y pinturas en la piel, que resaltaban aún más su naturaleza. Eran unas negras del Sennaar, la especie más alejada, desde luego, del tipo de belleza convencional entre nosotros. La prominencia de la mandíbula, la frente deprimida, el labio grueso, ponen a estas pobres criaturas en una categoría casi bestial, y en cambio, aparte de esa cara extraña que les ha dado la naturaleza, el cuerpo es de una rara perfección, formas virginales y puras se dibujan bajo sus túnicas, y su voz sale dulce y vibrante de una boca pletórica de frescura. ¡Pues no!, no me voy a enardecer por esos bonitos monstruos; pero seguro que a las hermosas damas cairotas les debe gustar rodearse de tales doncellas. De esta forma pueden darse bellos contrastes de color y formas; esas nubias no son feas en el estricto sentido de la palabra, sino que forman un perfecto contrapunto a la belleza, tal y como nosotros la apreciamos. Una mujer blanca debe resaltar admirablemente en medio de estas hijas de la noche, cuyas siluetas esbeltas parecen destinadas a trenzar cabellos, mullir almohadas, llevar los perfumes y ungüentos, como en los frescos antiguos. Si estuviera en disposición de llevar una vida a la oriental durante mucho tiempo, no me privaría de estas pintorescas criaturas, pero, como no deseo adquirir más que una sola esclava, le he pedido ver otras con un ángulo facial más abierto y de un color negro menos pronunciado. “Eso depende del precio que usted quiera pagar, me dijo Abdallah. Esas que usted ve ahí no cuestan más allá de dos bolsas (doscientos cincuenta francos); se garantizan por ocho días, y pueden devolverse en ese tiempo si tienen algún defecto o enfermedad”. –          Pero, apunté, yo pagaría con gusto un poco más; supongo que lo mismo cuesta alimentar a una guapa que a una fea. Abdallah no parecía compartir mi opinión. Pasamos a otras habitaciones, todas con mujeres de Sennaar. Las había más jóvenes y más hermosas, pero los rasgos faciales dominaban con una singular uniformidad. Los comerciantes ofrecieron hacerlas desnudarse, les abrían la boca para mostrar su dentadura, les hacían pasearse, y que resaltaran la elasticidad de sus pechos. Estas criaturas se dejaban manejar con notable indiferencia, y la mayoría estallaban en risotadas casi constantemente, lo que hacía el espectáculo menos penoso. Y pronto se comprendía que cualquier condición era para ellas preferible a vivir en el “okel”, e incluso que volver a su anterior existencia en su país. Al no encontrar allí más que negras de pura raza, le pregunté al dragomán si no íbamos a ver a las abisinias. “¡Ni hablar!, me dijo, a esas no se las muestra en público; hay que subir a la casa y que el tratante esté bien convencido de que usted no ha venido aquí por pura curiosidad, como la mayoría de los viajeros. Por lo demás, las abisinias son mucho más caras y quizá usted podría encontrar alguna esclava que le conviniese entre las mujeres Dongola. Aún hay otros “okel” que podemos visitar. Aparte del de Jellab, en el que estamos ahora, está el de Kouchouk y el Khan Ghafar”. Un tratante se nos acercó e indicó que me dijeran que acababan de llegar unas etíopes que se habían instalado fuera de la ciudad para no pagar los derechos de entrada. Estaban en el campo, más allá de la puerta Bab-el-Madbah. Opté por ver primero a aquellas esclavas. Recorrimos un barrio medio desierto y, tras muchas vueltas, nos encontramos en la planicie, o sea, en medio de las tumbas que rodean toda esta parte de la ciudad. Los mausoleos de los califas los habíamos dejado a la izquierda, y atravesamos entre colinas polvorientas, cubiertas de molinos y de restos de antiguos edificios. Descendimos de los burros a la puerta de un pequeño cerco de muros, restos probablemente de lo que fuera una mezquita. Tres o cuatro árabes, vestidos con un atuendo extraño para El Cairo, nos hicieron pasar, y me encontré en medio de una especie de tribu cuyas jaimas se extendían por aquel recinto cerrado por todas partes. Al igual que en el “okel”, las risas de unas cuantas negras me acogieron. Estas naturalezas primitivas manifiestan a las claras todos sus estados de ánimo, y no comprendo porqué el traje europeo les parece tan ridículo. Todas esas muchachas se ocupaban de diversos trabajos hogareños, y en medio de ellas, una, alta y hermosa, vigilaba atentamente el contenido de un ventrudo caldero colocado sobre el fuego. Nada podía arrancarla de esta ocupación. Hice que me mostraran las otras, que se apresuraban a abandonar su trabajo, y a exhibir ellas mismas sus bondades. Entre sus detalles de coquetería estaba el de lucir un peinado en capas de un volumen extraordinario, algo que yo ya había visto antes, pero enteramente impregnado de manteca, que chorreaba sobre sus espaldas y sus pechos. Pensé que esto lo hacían por protegerse la cabeza del ardor del sol, pero Abdallah me aseguró que se trataba de una moda para resaltar el lustre del cabello y de la piel. “Tan solo, me dijo, una vez compradas, uno se apresura a enviarlas a los baños y a que les desengrasen ese peinado de trencillas, que sólo lo usan por la Montañas de la Luna”. El examen no fue largo. Estas pobres criaturas tenían pinta de salvajes, sin duda un curioso aspecto, pero poco seductor desde el punto de vista de la cohabitación. La mayoría estaban desfiguradas por un montón de tatuajes, de incisiones grotescas, de estrellas y de soles azules que se extendían sobre el negro un poco grisáceo de su epidermis. Al ver estas lamentables hechuras, que hay que reconocer como humanas, uno se reprocha con filantropía el haber podido, en ocasiones, adolecer de falta de miramiento para con el mono, ese pariente desconocido que nuestro orgullo de raza se obstina en rechazar. Los gestos y las actitudes añadían un punto más a esa semejanza. Incluso me fijé en que sus pies, alargados y desarrollados, sin duda por la costumbre de subir a los árboles, se emparentaban sensiblemente con la familia de los cuadrumanos. Aquellas jóvenes gritaban desde todas partes: ¡bakhchis, bakhchis! Y yo, dudoso, saqué del bolsillo algunas piastras, temiendo que fueran los mercaderes quienes finalmente se apropiasen de ellas. Aunque los dueños, para tranquilizarme, se ofrecieron a repartir dátiles, sandías, tabaco, e incluso aguardiente: entonces por doquier hubo una explosión de alegría, y muchas se pusieron a bailar al son de la darbuka y la zommarah, el tambor y el melancólico pínfano de los pueblos africanos. La hermosa mozarrona encargada de la cocina apenas se volvió, y continuaba removiendo en el caldero una espesa sopa de sorgo. Me acerqué; me dedicó una mirada desdeñosa, y sólo mis guantes negros llamaron su atención. Entonces cruzó los brazos y lanzó gritos de admiración.  ¿Cómo podía tener yo las manos negras y el rostro blanco?. Aquello sobrepasaba su comprensión. Su sorpresa fue aún mayor cuando me quité uno de los guantes, lo que la impulsó a gritar: “¡Bismillah! Enté effrit? Enté sheytán? ¡Dios me proteja! ¿eres un espíritu o un diablo?” Las otras no demostraron menos extrañeza, y ya no digamos la que causaba mi atuendo a aquellos seres tan simples. Estaba claro que en su país me podría haber ganado la vida sólo con exhibirme. Pero la principal de esas bellezas nubias, no tardó en retomar su ocupación previa, con esa inconstancia de los monos que todo les distrae, y nada consigue hacer que se fijen en algo, más allá de un instante. Fantaseé preguntando lo que costaba, pero el dragomán me avisó que justo esa era la favorita del tratante de esclavos, y que no quería venderla hasta que le hiciera padre…a menos que yo pagase un precio mucho más elevado. No insistí sobre ese punto. “Francamente, le dije al dragomán, encuentro todas estas pieles demasiado oscuras; pasemos a otros tonos. ¿Así que la abisinia es una pieza rara en el mercado?. –          De momento escasea un poco, me dijo Abdallah, pero ahí llega la caravana de La Meca. Se ha detenido en Birket-el-Hadji para entrar mañana al alba, y entonces tendremos donde escoger, ya que muchos peregrinos, cuando les falta dinero para acabar el viaje, se deshacen de alguna de sus mujeres, y hay también mercaderes que vienen del Hedjaz”. Salimos de ese “okel” sin que nadie se extrañara de que yo no hubiese comprado nada. Un cairota había concluido un trato durante mi visita y retomaba el camino de Bab-el-Madbah con dos jóvenes negras bastante bien plantadas. Caminaban delante de él, soñando con lo desconocido, preguntándose sin duda si se convertirían en favoritas o en criadas, y la manteca, más que las lágrimas, se escurría por su pecho descubierto a los ardientes rayos del sol.

Esmeralda de Luis y Martínez 9 febrero, 2012 9 febrero, 2012 abesch, Bab-el-Mabdah, Birket-el-Hadji, darbuka, effrit, essouad, Hedjaz, Khan Ghafar, Kouchouk, Okel de Jellab, Sennaar, sheytán, zommarah
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II. Las esclavas – IX. El teatro de El Cairo…   Volvimos a El Cairo siguiendo la calle Hazanieh, viagra que conduce a la que separa el barrio franco del barrio judío, help y bordea el Calish, atravesado de vez en cuando por puentes de un solo arco, de tipo veneciano. Allí hay un bonito café cuya trastienda da sobre el canal, y en donde se pueden tomar sorbetes y limonadas. Y desde luego no se puede decir que sean los refrescos lo que escasee en El Cairo; en donde coquetas tiendecillas exponen acá y allá copas de limonadas y bebidas mezcladas con frutas azucaradas y a unos precios realmente asequibles para todos. Al doblar la calle turca para atravesar el pasaje que conduce al Mosky, vi en las paredes carteles que anunciaban un espectáculo para esa misma noche en el teatro de El Cairo. No me disgustó encontrar ese vestigio de la civilización. Le di permiso a Abdallah y me fui a cenar al Domergue, en donde me enteré de que se trataba de unos amateurs que ofrecían una representación a favor de los ciegos indigentes, por desgracia, bastante numerosos en El Cairo. La temporada musical italiana no tardaría en comenzar, pero de momento, iba a presenciar una simple soirée de vaudeville. Hacia las siete de la tarde, la callejuela que desemboca en el cruce con el Waghorn estaba llena de gente, y los árabes se maravillaban de ver toda aquella multitud entrar en una sola casa. Era un día grande para mendigos y muleros, que se desgañitaban gritando “bakhchís!” a los cuatro vientos. El acceso, bastante oscuro, da a un pasadizo cubierto que se abre al fondo, sobre el jardín de Rosette, y cuyo interior recuerda nuestras pequeñas salas populares. El patio de butacas estaba repleto de ruidosos italianos y griegos, tocados con el tarbouche rojo; algunos oficiales del pachá se veían en la platea, y los palcos estaban ocupados por un gran número de mujeres, cuya mayoría vestía a la oriental. Se distinguía a las griegas por el “taktikos” de fieltro rojo bordado con hilillos de oro, que llevan inclinado sobre una oreja; las armenias, con sus chales y los “gazillons” que entremezclan para hacerse enormes peinados. Las judías casadas, al no poder dejar ver su cabello, según las prescripciones rabínicas, se adornan con plumas de gallo rizadas, que les cubren las sienes y asemejan rizos de su propio cabello. Tan sólo el tocado distingue a las distintas razas; el vestuario es poco más o menos el mismo para todos. Ellas llevan la chaquetilla turca ceñida al pecho, la falda con hendidura y ajustada a los riñones, el cinturón, los zaragüelles, que a cualquier mujer despojada del velo le da el caminar de un muchacho; los brazos siempre van cubiertos, pero dejan colgar a partir del codo unas mangas cuyos apretados botones, los poetas árabes comparan a flores de camomila. Añádase a esto dijes, flores y mariposas de diamantes destacando la ropa de las más ricas, y se comprenderá que el humilde teatrillo de El Cairo debe aún un cierto esplendor a estos tocados orientales. Yo estaba encantado, después de ver tanto rostro negro a lo largo del día, de reposar la vista en bellezas, simplemente algo menos oscuras. Aunque siendo menos benigno, les reprocharía el abuso de tanto maquillaje sobre los párpados, de estar todavía ancladas en la moda de los lunares en las mejillas, tan del siglo pasado, y a sus manos, de llevar puesta tanta henné. En todo caso, admiraba sin reservas los encantadores contrastes de tantas bellezas variopintas, la diversidad de las sedas, el brillo de los diamantes, de los que tanto se enorgullecen las mujeres de este país, que llevan encima la fortuna de sus maridos; en fin, que me repuse un poco durante esta soirée de un prolongado ayuno de jóvenes rostros, que ya comenzaba a resultarme pesado. Por lo demás, ninguna mujer llevaba velo, en consecuencia, ninguna mujer realmente musulmana asistía a la representación. Se alzó el telón, y reconocí las primeras escenas de “La mansarde des artistes”122 ¡Gloria del vaudeville!, ¿dónde irás a parar?. Jóvenes marselleses interpretaban los papeles principales, y la primera actriz era la misma madame Bonhomme, la profesora del aula de lectura francesa. Posé la mirada con sorpresa y satisfacción sobre un busto perfectamente blanco y rubio. Hacía dos días que soñaba con las nubes de mi patria y las pálidas bellezas del norte. Esta preocupación se debía al primer soplo del khamsín y al haber estado viendo tanta negra que, en realidad se prestan más bien poco a representar el ideal de belleza femenino. A la salida del teatro, todas estas mujeres tan ricamente ataviadas volvieron a su uniforme habbarah de tafetán negro, cubriendo el rostro con el borghot blanco, y volviendo a montar sobre los asnos, como buenas musulmanas conducidas por sus raïs. 122  Vaudeville de un acto de Scribe, Dupin y Varner.

Esmeralda de Luis y Martínez 9 febrero, 2012 9 febrero, 2012 Dupin y Varner, El teatro de El Cairo, khamsín, La mansarde des artistes, Scribe
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II. Las esclavas – X. La barbería…   Al día siguiente, sildenafil pensando en las fiestas que se preparaban para la llegada de los peregrinos, me decidí, para verlos a gusto, a ponerme la ropa del país. Ya contaba con la parte más importante del atuendo árabe, el machlah, manto patriarcal que se puede llevar indistintamente sobre la espalda o por la cabeza, sin dejar por ello de envolver todo el cuerpo. Sólo en este último caso, las piernas quedan al descubierto, y uno se asemeja a una esfinge, lo que no deja de proporcionar un cierto carácter. De momento, me limité a llegar hasta el barrio franco, en donde pensaba llevar a cabo mi transformación completa, siguiendo los consejos del pintor del Hotel Domergue. El callejón que llega al hotel se prolonga, al atravesar la calle principal del barrio franco, y describe numerosos zig-zags hasta perderse bajo las bóvedas de largos pasadizos que corresponden al barrio judío. Es, precisamente en esta caprichosa calle, tan pronto estrecha y abarrotada de tiendas de armenios y griegos, como ancha y bordeada de largos muros y casas altas, donde reside la aristocracia comercial de la nación franca; allí es donde residen banqueros, agentes de cambio, almaceneros de productos de Egipto y de las Indias. A la izquierda, en la parte más ancha, un amplio edificio, que visto por fuera nadie hubiera adivinado su uso, alberga a la vez que la principal iglesia católica, el convento de los dominicos. El convento consta de una infinidad de pequeñas celdas sobre una galería alargada. La iglesia es una vasta sala en el primer piso, con columnas de mármol de sobria elegancia y de estilo italiano. Las mujeres se sitúan aparte, en tribunas con celosías, y no se desprenden de sus mantillas negras, confeccionadas al estilo turco o maltés. Pero no nos detuvimos en la iglesia , entre otras cosas, porque se trataba de perder, al menos, la apariencia cristiana para poder asistir a las fiestas musulmanas. El pintor me condujo aún más lejos, hasta un punto en donde la calle se estrechaba y hacía más oscura, hasta una barbería que posee una maravillosa ornamentación. Allí se puede admirar uno de los últimos monumentos del antiguo estilo árabe, sustituido en todas partes, tanto la decoración, como la arquitectura, por el gusto turco de Constantinopla, triste y frío pastiche a medio camino entre lo tártaro y lo europeo. Fue en esta encantadora barbería, cuyas ventanas graciosamente recortadas dan sobre el Calish , donde perdí mi cabellera europea. El barbero paseó la navaja con suma destreza y, atendiendo a mis órdenes expresas, me dejó un único mechón en lo alto de la cabeza, como el que llevan los chinos y musulmanes. Hay discrepancias sobre el motivo de esta costumbre: unos, pretenden que es para ofrecer un agarradero a las manos del ángel de la muerte; los otros, creen ver en este mechón una razón más bien material: al turco, que siempre prevé que le puedan cortar la cabeza, y que una vez cortada se acostumbra a exhibir al pueblo, no le gustaría que la mostrasen agarrándola por la nariz o por la boca, cosa que sería bastante ignominiosa. Los barberos turcos les suelen tomar el pelo a los cristianos, rapándoles toda la cabeza, pero yo, aunque escéptico, nunca rechazo de plano ninguna superstición. Terminado su trabajo, el barbero me hizo sostener una palanganilla de estaño, y sentí inmediatamente una columna de agua correr sobre el cuello y las orejas. Se había subido a un banco junto al mío, y vació un gran balde de agua fría en un pellejo de cuero suspendido sobre mi frente. Cuando se me pasó la sorpresa, aún tuve que someterme a un lavado a fondo con agua jabonosa, tras lo cual me rasuró la barba a la última moda de Estambul. Después se dedicó a la labor, desde luego no muy ardua, de peinarme. La calle estaba llena de mercaderes de “tarbouche” y de campesinas cuya industria consiste en confeccionar los pequeños bonetes blancos, llamados Takies, que se ponen sobre la cabeza rapada; algunos están delicadamente elaborados en hilo o en seda; otros, están rematados por un encaje blanco hecho para sobresalir por debajo del bonete rojo. Estos últimos, son generalmente de fabricación francesa. Creo que es nuestra ciudad de Tours la que tiene el privilegio de poner tocado a todo Oriente. Con los dos bonetes superpuestos, el cuello al descubierto y la barba recortada, apenas pude reconocerme en el elegante espejo incrustado de carey que me ofreció el barbero. Completé la transformación comprando a los revendedores un ancho calzón de algodón azul y un chaleco rojo brocado con un bordado de plata bastante aparente; tras lo cual el pintor me comentó que de esta guisa podría pasar por un montañés sirio venido de Saida o de Trípoli. Los ayudantes me concedieron el título de Chélebi, apelativo que se les da en el país a los elegantes.

Esmeralda de Luis y Martínez 9 febrero, 2012 9 febrero, 2012 chélebi, La barbería, machlah, takies, tarbouche
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II. Las esclavas – XI. La caravana de La Meca…            Al fin salí de la barbería transfigurado, and orgulloso y encantado de no desmerecer en una ciudad tan pintoresca, tadalafil con el aspecto que imprime un levitón y un sombrero redondo; éste último aditamento les resulta a los orientales tan ridículo que en las escuelas siempre se conserva uno de estos sombreros “de francés” para ponérselo a los niños ignorantes o poco dóciles. Para los escolares turcos esto es el equivalente a nuestras orejas de burro. Ahora se trataba de asistir a la entrada de los peregrinos, que había comenzado al amanecer, pero que debía durar hasta la tarde. No era poca cosa el que unas treinta mil personas viniesen de golpe a añadirse a la población de El Cairo; con lo que las calles de los barrios musulmanes estaban abarrotadas. Conseguimos llegar hasta Bab-el-Foutouh, “La Puerta de la Victoria”. La larga calle que lleva hasta allí estaba repleta de espectadores obligados por las tropas a permanecer en un cierto orden. El sonido de las trompetas, címbalos y tambores acompañaba la marcha del cortejo, cuyas diversas nacionalidades y sectas se distinguían por los trofeos y banderas. Mientras tanto, yo andaba inmerso en el recuerdo de una vieja ópera muy célebre en tiempos del Imperio, canturreando la “Marcha de los camellos”123 y a la espera de ver aparecer en cualquier momento a Saint Phar. Las largas filas de dromedarios atados unos tras otros, y montados por beduinos de largos fusiles, se seguían monótonamente, y fue solo al llegar al campo cuando pudimos apreciar el conjunto de un espectáculo único en el mundo. Era como una nación en marcha que venía a fundirse con un inmenso pueblo, circundado, a la derecha, por los vecinos cerros del Mokatam; a la izquierda, por los miles de edificios generalmente desiertos de la Ciudad de los Muertos y, finalmente, los pináculos almenados de las murallas y torres de Saladino, con su decoración alternada de franjas rojas y negras. Hormigueaban también los espectadores. Aquello excedía a cualquier comparación con la ópera, ni siquiera con la famosa caravana que Bonaparte salió a recibir y festejar en esta misma puerta de la Victoria. Me daba la impresión de que me remontaba a muchos siglos atrás, y que asistía a una escena del tiempo de Las Cruzadas. Escuadrones de la guardia del virrey, distribuidos entre la multitud, con sus corazas resplandecientes y sus caballerescos yelmos completaban esta ilusión. Algo más lejos, en la llanura por la que serpenteaba el Calish, se veían miles de jaymas abigarradas, en donde se detenían los peregrinos para refrescarse. Bailarines y cantantes tampoco habían faltado a la fiesta, y todos los músicos de El Cairo rivalizaban en ruido con los tañedores de trompas y címbalos del cortejo: monstruosa orquesta encaramada sobre los camellos. No se podía ver nada más barbudo, erizado e hirsuto que el inmenso gentío de magrebíes, compuesto por gentes de Túnez, Trípoli, Marruecos y nuestros compatriotas de Argel. La entrada de los cosacos en París en 1814 sería una pálida metáfora. También en este grupo era en donde se distinguían las hermandades más numerosas de santones y derviches, que gritaban siempre con entusiasmo sus cánticos de amor, entremezclados con el nombre de Allah. Las banderolas de mil colores, los astiles cargados de atributos y armaduras, y aquí y allá emires y sheyjes, vestidos con suntuosidad, a caballo de monturas con gualdrapas de oro y pedrería, añadían a esta marcha, algo desordenada, todo el esplendor que se pueda imaginar. También llamaban la atención los palanquines de las mujeres, aparejos singulares, semejantes a un lecho cubierto por una tienda de campaña y colocado de través sobre la giba del camello. Menajes completos parecían colocarse sin problemas, junto con los niños y el mobiliario, en esta especie de pabellones, adornados la mayor parte con brillantes colgaduras. Hacia las dos terceras partes de la jornada, el ruido de los cañones de la ciudadela, las aclamaciones y las trompetas, anunciaron que el MAHMIL una especie de arca santa que guarda la túnica de brocado de oro de Mahoma, había llegado a la vista de la ciudad. La mayor parte de la caravana, los mejores caballeros, los santones más entusiastas, la aristocracia del turbante, reconocida por el color verde, rodeaba a este “palladium” del Islam. Siete u ocho dromedarios venían en fila, con la cabeza ricamente adornada y empenachada, cubiertos con arneses y tapices tan deslumbrantes que, bajo estos tocados que disimulaban sus formas, parecían salamandras o dragones de los que sirven de montura a las hadas. Los primeros eran montados por jóvenes timbaleros de brazos desnudos, que levantaban y dejaban caer sus palillos de oro en medio de un campo de banderas flotantes, dispuestas alrededor de las montura. Inmediatamente después venía un viejo simbólico de larga barba blanca, coronado de hojas y sentado en una especie de carro dorado, siempre a lomos de un camello; después el mahmil, compuesto por un rico pabellón en forma de tienda cuadrada, cubierto de inscripciones bordadas, y rematado en sus cuatro extremos por enormes bolas de plata. De vez en cuando, el mahmil se detenía, y todo el gentío se prosternaba en el polvo, poniendo la frente en las manos. Una escolta de cavases (guardia turca) se esforzaba a duras penas en apartar a los negros que, más fanáticos que los otros musulmanes, aspiraban a hacerse aplastar por los camellos. Generosas raciones de bastonazos les conferían al menos una cierta porción de martirio. A muchos santones, un tipo de santones más entusiastas que los derviches y de ortodoxia menos reconocida, se les veía con las mejillas perforadas de largos clavos, marchando de esa guisa y cubiertos de sangre. Otros, devoraban serpientes vivas, y algunos más, se llenaban la boca con carbones ardientes. Las mujeres no tomaban mucha parte en estas prácticas, y se distinguía únicamente entre la muchedumbre de peregrinos a plañideras de la caravana que lanzaban al unísono sus largos y guturales lamentos, y no temían mostrar sin velo sus rostros tatuados de azul y rojo, y la nariz perforada con gruesos anillos. Nos mezclamos, el pintor y yo, con el abigarrado gentío que seguía al mahmil, gritando ¡Allah!, como los demás, en las sucesivas paradas de los camellos sagrados que, balanceando majestuosamente sus empenachadas cabezas, parecían bendecir a la multitud con sus largos y ondulantes cuellos y con sus extraños bramidos. Al entrar en la ciudad, las salvas de cañón volvieron a sonar, y la procesión tomó el camino de la ciudadela a través de las calles, mientras que la caravana continuaba llenando El Cairo con sus treinta mil fieles, que ya habían adquirido el derecho al título de Hayyis. No tardamos mucho en llegar al gran bazar y a esa inmensa calle de Salahieh, donde las mezquitas de El-Azhar, El-Mayed y el Moristán ostentan su espléndida arquitectura y lanzan al cielo ramilletes de alminares sembrados de cúpulas. A medida que se pasaba ante una mezquita, el cortejo dejaba una parte de los peregrinos, y montañas de babuchas se formaban a las puertas, para así entrar todos descalzos. No obstante, el mahmil no se detenía; tomó por las calles estrechas que suben a la ciudadela, a la que entró por la puerta norte, en medio de las tropas allí reunidas y de las aclamaciones del pueblo amontonado en la plaza de Roumelieh. Al no poder penetrar en el recinto del palacio de Méhémet-Ali, palacio nuevo, construido a la turca y de efecto bastante mediocre, me llegué hasta la terraza desde donde se domina todo El Cairo. Difícilmente se puede describir el efecto de esta perspectiva, una de las más bellas del mundo. Lo que se capta a primera vista y en primer plano es el desarrollo inmenso de la mezquita del Sultán Asan, festoneada de rojo, y que aun conserva huellas de la metralla francesa de la famosa revuelta de El Cairo124. La ciudad se extiende ante nosotros y ocupa todo el horizonte, que acaba en los verdes umbredales del Choubrah; a la derecha, siempre la alargada ciudad de los mausoleos musulmanes, la campiña de Heliópolis y la vasta llanura del desierto arábigo, interrumpido por la cadena del Mokatam. A la izquierda, el curso del Nilo de aguas rojizas, con su estrecha ribera de dátiles y sicómoros. Boulac, junto al río, sirviendo de puerto a El Cairo; a media legua, la isla de Rodas, verde y florida, cultivada al estilo de un jardín inglés, y rematada por la construcción del Nilómetro, frente a las risueñas casas de campo de Gizeh y, en fin, más allá, las pirámides, emplazadas sobre las últimas estribaciones de la cadena líbica, y aún mas al sur,  Sakkarah, con más pirámides entremezcladas con hipogeos. A lo lejos, el bosque de palmeras que cubre las ruinas de Memfis, y en la orilla opuesta del río, volviendo hacia la ciudad, el viejo Cairo, construido por Amrou en el lugar de la antigua Babilonia de Egipto, medio oculto por los arcos de un inmenso acueducto a cuyos pies se abre el Cálish, que bordea la planicie del cementerio de Karafeh. Éste era el inmenso panorama que animaba el aspecto de un pueblo en fiesta, hormigueando en las plazas y entre los campos vecinos. Pero se aproximaba la noche, y el sol había sumergido su frente en las arenas de esa larga hondonada del desierto de Amón, que los árabes conocen como Mar sin agua; más a lo lejos tan sólo se distinguía el curso del Nilo, en el que miles de barquichuelas trazaban surcos plateados como en las fiestas de los Ptolomeos. Hay que descender ya, apartar la vista de esta muda antigüedad, en donde una esfinge, casi cubierta por la arena, guarda secretos eternos. Veremos si los esplendores y las creencias del Islam consiguen repoblar la doble soledad del desierto y de las tumbas; o si habrá que llorar aún sobre un poético pasado que se aleja. Esta edad media árabe, con tres siglos de retraso, ¿estará preparada a su vez para caer a los pies, como lo hicieron los antiguos griegos, de los monumentos del Faraón? ¡Mira por dónde!, al volverme, percibo sobre mi cabeza las últimas columnas rojas del viejo palacio de Saladino. Sobre los restos de esta espléndida y audaz arquitectura, aunque frágil y fugaz como la de los genios, se ha construido hace poco un edificio cuadrado, todo de mármol y alabastro, pero por lo demás carente de elegancia y personalidad, con un aspecto de almacén de cereales, y con pretensiones de mezquita. Y, en efecto, será una mezquita, como La Madeleine una iglesia: los arquitectos modernos tienen siempre la precaución de construir a dios moradas que puedan servir para alguna otra cosa cuando se deje de creer en él. Mientras tanto, la gente del gobierno parecía haber celebrado la llegado del mahmil a plena satisfacción. El pachá y su familia habían recibido respetuosamente la túnica del profeta traída desde La Meca; el agua sagrada de los pozos del Zemzem125 y otras reliquias del peregrinaje. Se había mostrado la túnica a la puerta de una pequeña mezquita situada tras el palacio, y la iluminación de la ciudad comenzaba a producir un efecto magnético desde lo alto de la plataforma. Los grandes edificios revivían a lo lejos, gracias a su iluminación, y las líneas arquitectónicas se perdían en la sombra; bonetes de luz ceñían los domos de las mezquitas, y los minaretes se vestían de nuevo con esos collares luminosos que ya había visto antes. Versículos del Corán brillaban en los frontispicios de las casas, trazados por todas partes con vidrios de colores. Me apresuré, después de haber admirado este espectáculo, a llegar a la plaza de Esbekieh, donde se desarrollaba la parte más hermosa de la fiesta. Los barrios vecinos resplandecían con el brillo de los puestos; las dulcerías, los vendedores de frituras , y los que ofrecían frutas habían invadido todos los soportales: los confiteros apilaban maravillosas golosinas en forma de torretas, animales y otras fantasías. Las pirámides y las girándulas de luz alumbraban todo como en pleno día. Además, se podía pasear bajo cuerdas tendidas a cierta distancia, de las que pendían barquichuelas iluminadas, recuerdo tal vez de las fiestas de Isis, conservado, como tantos otros, por el buen pueblo egipcio. Los peregrinos, vestidos de blanco en su mayoría, y más tostados que la gente de El Cairo, recibían por todas partes una fraterna hospitalidad. En medio de la plaza, en la parte que linda con el barrio franco, se desarrollaban los principales festejos. Por todas partes se elevaban jaymas para albergar los cafetines y las reuniones del zikr , grupos de cantantes devotos. Grandes mástiles emparejados de los que colgaban lámparas, servían para el ejercicio de los derviches giróvagos, que no deben confundirse con los derviches ululantes, ya que cada uno tiene su manera de llegar a ese estado de euforia que les procura visiones de éxtasis. Los primeros giróvagos, gritando quedamente ¡Allah zheyt! , es decir, ¡Dios viviente!, comenzaron a dar vueltas en torno a cuatro postes alineados y llamados sârys. Más allá, la muchedumbre se apretujaba para ver a juglares y a equilibristas; o para escuchar a los rapsodas (schayërs) recitando fragmentos del romance de Abu-Zeyd126; estas narraciones se continúan cada noche en los cafés de la ciudad y son siempre, como nuestros seriales de la prensa, interrumpidos en el momento más interesante, a fin de atraer al día siguiente al mismo café a la clientela, ávida de las nuevas peripecias. Los columpios, los juegos de destreza y los caragheuz127 más variopintos: en forma de guiñoles, o de sombras chinescas; daban el punto de animación a esta fiesta local que debería prolongarse aún a lo largo de dos días, hasta el nacimiento de Mahoma, llamado “El mouled-en-neby”. Al día siguiente, al alba, me fui con Abdallah al bazar de los esclavos situado en el Soukel-ezzi. Había escogido un burrillo fuerte y bien plantado, rayado como una cebra, y yo me acicalé con el traje nuevo, no sin cierta coquetería. El que uno vaya a comprar una mujer, no es excusa para asustarla. Las desdeñosas risas de las negras me habían dado una buena lección. 123 Se trata del aria de “La caravana de El Cairo”, ópera de Grétry, con libreto de Merel de Chédeville y del Conde de Provenza (Luis XVIII)(1784). Saint Phar es el héroe de esta ópera . (GR) 124 La revuelta de El Cairo fue reprimida rápidamente el 21 de octubre de 1798 (GR) 125 Pozo sagrado en el recinto del templo de La Meca, cuya agua pasa por tener propiedades milagrosas. 126 Abu-Zeyd es el héroe de un ciclo de romances en el que se reflejan las aventuras heroicas de los Beni Hillal que, expulsados de Arabia por los Fatimíes, invadieron en el S.XI el norte de África. 127 Sobre Caragueuz, ver, Las noches de Ramadán.

Esmeralda de Luis y Martínez 10 febrero, 2012 10 febrero, 2012 Bab-el-Foutouh, cavases, el cementerio de Karafeh, el mahmil, La caravana de la Meca, Saint Phar
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II. Las esclavas – XII. Abd-el-Kérim… Llegamos a una hermosa mansión, buy cialis sin duda antigua morada de un “kachef” o de un bey mameluco, viagra cuyo vestíbulo se prolongaba en una galería de columnas sobre uno de los lados del patio. Al fondo, se apreciaba un diván de madera provisto de almohadones, en el que reposaba un musulmán de buen aspecto, vestido con cierto rebuscamiento, y que desgranaba descuidadamente su rosario de madera de áloe. Un negro andaba atizando el carbón del narguile, y un escribano copto, sentado a sus pies, servía sin duda, de secretario. “Éste es, me dijo Abdallah, el señor Abd-el-Kérim, el más ilustre mercader de esclavos. Él os puede procurar mujeres hermosas, sólo si le apetece, ya que al ser hombre rico, con frecuencia las guarda para él”. Abd-el-Kérim me hizo una graciosa señal con la cabeza, llevándose la mano al pecho, y me dijo “saba-el-kher”. Respondí a su saludo con una fórmula árabe análoga, pero con un acento que le descubrió mi origen. Me invitó a sentarme a su lado, e hizo que me sirviesen un narguile y un café. “El veros conmigo, me dijo Abdallah, hace que tenga una buena opinión acerca vuestra. Le voy a decir que acabáis de estableceros en el país y que os disponéis a montar ricamente vuestra mansión”. Las palabras de Abdallah parece que impresionaron favorablemente a Abd-el-Kérim, que me dirigió unas cuantas palabras de cortesía en un mal italiano. El porte fino y distinguido, la mirada penetrante y las graciosas maneras de Abd-el-Kérim convertía en algo natural el que hiciera los honores de su palacio; un palacio dedicado a tan triste comercio.  Poseía las peculiares formas de afabilidad de un príncipe y la despiadada resolución de un pirata. Debía domeñar a las esclavas con esa expresión inmóvil de sus ojos melancólicos, y al abandonarlas, incluso haciéndolas sufrir, se quedaban con la tristeza de no tenerlo más como amo y señor. Es evidente, me decía, que la mujer que me sea vendida aquí ya habrá sido tomada por Abd-el-Kérim. Me daba lo mismo. Poseía tal fascinación su mirada, que comprendí al punto lo imposible de no hacer negocios con él. El patio cuadrado, en el que se paseaban un buen número de nubias y abisinias, ofrecía por doquier arcadas y galerías en la parte alta de una elegante arquitectura. Amplias mashrabeyas (celosías) de madera torneada, se asomaban a un vestíbulo de la escalinata, decorada con arcos de herradura, por la que se ascendía a las habitaciones de las esclavas más bellas. Ya habían entrado muchos compradores que examinaban a los negros más o menos oscuros en el patio. Se les obligaba a caminar, se les golpeaba la espalda y el pecho, y se les obligaba a mostrar la lengua. Tan solo uno de aquellos jóvenes vestidos con una túnica de franjas azules y amarillas, con el cabello trenzado y deslizándose liso, como un tocado medieval, llevaba en el brazo unas pesadas cadenas que hacía resonar caminando con un paso fiero. Era un abisinio de la nación de los GALLA, cautivado, sin duda en alguna escaramuza. Alrededor del patio había numerosas salas en la parte baja, habitadas por negras como las que ya había visto en otras ocasiones; despreocupadas e indolentes la mayor parte, riendo por cualquier cosa. En cambio, una mujer vestida con un manto amarillo, lloraba ocultando su rostro contra una columna del vestíbulo. La tierna serenidad del cielo y las luminosas filigranas que trazaban los rayos del sol en el patio, protestaban en vano contra esta elocuente desesperación. Yo me sentía con el corazón acongojado. Pero por detrás de la columna, y aunque su rostro estaba oculto, vi que esta mujer era casi blanca. Un niño pequeño se apretujaba contra ella, medio envuelto en su manto. Se haga lo que se haga para aceptar la vida oriental, uno termina por sentirse francés y… sensible en momentos como esos. Por un instante pensé en comprarla si podía, y darle la libertad. “No se fije en ella, me dijo Abdallah, esa mujer es la esclava de un efendi que para castigarla por una falta que ha cometido, la ha enviado al mercado en donde van a simular que la venden con su hijo. Cuando haya pasado aquí algunas horas, su amo vendrá a buscarla y sin duda la perdonará.” Así que la única esclava que allí lloraba lo hacía por el hecho de perder a su amo, y las otras, no parecían inquietarse por nada que no fuera pasar demasiado tiempo sin encontrar uno. Esto es algo que dice mucho a favor del carácter de los musulmanes. ¡Compárese esta suerte a la de los esclavos en los países americanos!. Bien es cierto que en Egipto tan solo el fellah trabaja la tierra. Se procura cuidar la salud del esclavo, que cuesta caro, y no se le ocupa más que en servicios domésticos. Ésta es la inmensa diferencia que existe entre el esclavo de los países turcos y el de los cristianos.

Esmeralda de Luis y Martínez 10 febrero, 2012 10 febrero, 2012 Abd-el-Kérim, Kachef, nación de los Galla.
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II. Las esclavas – XIII. La esclava de la Isla de Java…  Abd-el-Kérim nos había dejado un instante para atender a unos compradores turcos. Volvió de nuevo junto a mí y me dijo que estaban vistiendo a las abisinias que quería mostrarme. “Están, salve dijo, drugstore en mi harem, pills y son tratadas como de la familia; mis mujeres las hacen comer con ellas. Mientras tanto, si lo desea, le vamos a traer a algunas muy jóvenes”. Se abrió una puerta, y una docena de niñas de color se precipitaron en el patio como los críos en el recreo. Las dejaban jugar en el hueco de la escalera con los canarios y las pintadas, que se bañaban en el cuenco de una fuentecilla esculpida, restos del desaparecido esplendor del OKEL. Estuve contemplando a aquellas pobres criaturas de enormes ojos negros, vestidas como pequeñas sultanas, sin duda arrancadas de sus madres para satisfacer los apetitos de los adinerados habitantes de la ciudad. Abdallah me dijo que muchas de ellas no pertenecían al tratante, y las habían puesto en venta sus propios padres, que viajaban ex profeso a El Cairo, en la creencia de poder proporcionar de ese modo a sus hijas una existencia más feliz. “Sepa usted además, añadió, que éstas son más caras que las jóvenes núbiles. QUESTE FANCIULLE SONO CUCITE*! Dijo Abd-el-Kérim en su italiano corrupto. –          ¡Oh, puede estar tranquilo y comprar con confianza, remachó Abdallah en tono de buen experto, los padres lo han previsto todo!”. ¡Pues bien!, me dije a mí mismo, dejaré estas niñas para otros. El musulmán que vive según su ley, puede en conciencia responder ante Dios de la suerte de estas pobres criaturas, pero yo, si compro una esclava es con la idea de que sea libre, incluso de que me deje. Abd-el-Kérim volvió a reunirse conmigo y me invitó a subir a su casa. Abdallah se quedó discretamente junto a la escalera. En una sala espaciosa, de paredes repujadas, que aún enriquecían restos de arabescos pintados y dorados, vi alineadas contra la pared a cinco mujeres bastante hermosas, cuyo tono recordaba el reflejo del bronce de Florencia. Sus siluetas eran correctas, de nariz recta, boca pequeña; el óvalo perfecto de su cabeza, el engarce gracioso de su cuello, la serenidad de su fisonomía les daba el aire de esas pinturas italianas de las madonnas cuyo color amarillea con el tiempo. Eran abisinias católicas, posibles descendientes del Preste Jean o de la reina Candace.** La elección era difícil. Todas eran parecidas, como sucede con las razas primitivas. Abd-el-Kérim, al verme indeciso y creer que no me gustaban, hizo entrar a otra que, con paso indolente, fue a colocarse cerca de la pared. Yo grité entusiasmado. Acababa de descubrir el ojo almendrado, el párpado oblicuo de las javanesas, que ya había visto en algunos lienzos en Holanda, y por el aspecto, esta mujer era evidente que pertenecía a la raza amarilla. No sé qué gusto por lo exótico y por lo imprevisto, del que no pude evadirme, me decidió a su favor. Era mucho más hermosa que las otras, y de una rotundidad de formas que obligaba a admirarla. Ante el resplandor metálico de sus ojos, la blancura de sus dientes, la distinción de las manos, y su larga cabellera de tono castaño oscuro, que dejó ver al retirar el tarbouche, no se podían objetar los elogios que Abd-el-Kérim formulaba gritando: “¡Bono, bono!”. Volvimos a bajar y charlamos con ayuda de Abdallah. Esa mujer había llegado de madrugada en la caravana y sólo estaba donde Abd-el-Kérim desde entonces. La habían apresado siendo muy jovencita en el archipiélago indio los corsarios de Mascate. “Pero, dije a Abdallah, si Abd-el-Kérim la dejó ayer con sus mujeres… –     ¿Y…?” respondió el dragomán abriendo extrañado los ojos. Vi que mi observación era una tontería. –     “¿Cree usted, dijo Abdallah, captando por fin mis dudas, que sus mujeres legítimas le permitirían cortejar a otras?… Y además, un tratante de esclavas, ¡ni soñarlo!. Si esto se supiera perdería toda su clientela”. Era una buena razón. Abdallah me juró además que Abd-el-Kérim, como buen musulmán, debió pasar la noche rezando en la mezquita por la solemne fiesta de Mahoma. Sólo me quedaba tocar el tema del precio. Pidió cinco bolsas (625 francos). Yo pensé en ofrecerle sólo cuatro; pero, ante la perspectiva de que se trataba de regatear por una mujer, esa posibilidad me pareció despreciable. Además, Abdallah me puntualizó que un tratante turco jamás tenía dos precios. Pregunté su nombre, ya que, naturalmente, también en ese precio iba el nombre. Z’n’b’! dijo Abd-el-Kérim. Z’n’b’!, repitió Abdallah con un gran esfuerzo de contracción nasal. Yo no podía entender que el estornudo de tres consonantes representara un nombre. Precisé de algún tiempo para adivinar que todo eso podía pronunciarse como Zeynab*. Dejamos a Abd-el-Kèrim, tras haberle entregado las arras, para ir a buscar el dinero que tenía depositado con un banquero del barrio franco. Cruzando la plaza de El-Esbekïeh, presenciamos un extraordinario espectáculo. Una gran multitud se había congregado para ver la ceremonia de la Dohza. El cheikh o emir de la caravana debía pasar a caballo sobre el cuerpo de los derviches giróvagos y de los aulladores, que se ejercitaban desde el día antes junto a las colchonetas y bajo las tiendas de campaña. Aquellos desgraciados se habían tendido boca abajo en medio del camino de la casa de cheikh El-Bekry, jefe de todos los derviches, situada en el extremo sur de la plaza, formando una calzada humana de unos sesenta cuerpos. Esta ceremonia se considera como un milagro destinado a convencer a los infieles; por lo que se permite que los francos ocupen los primeros sitios. Un milagro público se ha convertido en una rareza, desde, como dice Heine, el momento en que el hombre ya sabe lo que va a acontecer al mirar en las mangas del buen dios. Pero esto, si el dios es uno, es incuestionable. He visto con mis propios ojos al viejo cheikh de los derviches, cubierto con un beniche blanco y un turbante amarillo, pasar a caballo sobre los riñones de los sesenta creyentes, hacinados sin el menor resquicio, con los brazos cruzados sobre su cabeza. El caballo estaba herrado, y todos se levantaron al unísono, entonando Allah!. Los más racionalistas del barrio franco pretenden que esto es un fenómeno análogo al que hacía que soportaran los golpes de cadenas en el estómago. La exaltación a la que llegan estas gentes desarrolla una fuerza y una resistencia extraordinarias. Los musulmanes no admiten esta explicación, y dicen que han hecho caminar al caballo sobre cristalería y botellas sin que haya roto nada. Esto último me habría gustado verlo, pues solo ese espectáculo me habría podido convencer. Esa misma tarde, trasladé triunfalmente a la esclava velada a mi mansión del barrio copto. Llegaba a tiempo, ya que era el último día del plazo que me había dado el cheikh del barrio. Un doméstico del okel la seguía con un asno cargado con un gran baúl verde. Abd-el-Kérim había arreglado bien el asunto. En el baúl había dos trajes completos: “Es de ella, me dijo, todo esto se lo regaló un cheikh de La Meca al que perteneció, y ahora, es vuestro”. Hay que reconocer que fue todo un detalle de delicadeza. * NOTA DEL EDITOR: Es difícil dar o traducir el sentido de esta observación. Podría significar algo así como “Estas niñas tienen cosido el virgo”. ** El Preste Jean es una figura polimorfa de la leyenda medieval: rey cristiano situado, primero en Mongolia y después en Etiopía. Candace: nombre genérico de las reinas de Etiopía, procedentes, según la tradición, de los amores de Salomón y la reina de Saba. * Nerval estuvo acompañado durante todo su viaje por un amigo, Joseph de Fonfrède, del que nunca habla (salvo en su correspondencia) y del que no sabemos casi nada. En realidad, él es quien compró una esclava (ver la carta del 2 de mayo de 1843 a Gautier).

Esmeralda de Luis y Martínez 10 febrero, 2012 10 febrero, 2012 cheikh El-Bekry, Dohza, Joseph de Fonfrède, La esclava de la Isla de Java, Zeynab
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III. El Harem – I. El pasado y el porvenir…   No lamentaba el haber fijado mi residencia por algún tiempo en El Cairo y haberme convertido en todos los sentidos en uno más de sus habitantes; único medio sin duda alguna de comprenderlo y amarlo. Los viajeros, here en general, look no se toman un tiempo para disfrutar de la vida íntima y de las pintorescas bellezas, doctor contrastes y recuerdos de esta ciudad. Siendo, como es El Cairo la única ciudad oriental en donde se pueden encontrar las capas bien diferenciadas de numerosas épocas de la historia. Ni Bagdad, ni Damasco, ni siquiera Constantinopla han conservado este patrimonio para su estudio y reflexión. En las dos primeras, el extranjero sólo encuentra frágiles construcciones de adobes y tierra seca. Únicamente los interiores ofrecen una espléndida decoración, pero jamás fue pensada como un arte serio y duradero. Constantinopla, con sus casas de madera pintada, se renueva cada veinte años, y sólo conserva la fisonomía uniforme de sus cúpulas azulonas y sus blancos minaretes. El Cairo, gracias a las inagotables canteras del Mokhatam, y a la constante serenidad de su clima, posee una innumerable cantidad de monumentos: la época de los califas, la de los sudaneses y de los sultanes mamelucos, se inscriben en variados sistemas de arquitectura, de los que España y Sicilia sólo poseen en parte, los modelos. Las maravillas morescas de Granada y de Córdoba nos vienen a la mente a cada paso en las calles de El Cairo, por una puerta de una mezquita, una ventana, un minarete, un arabesco, cuyo corte o el estilo indican una fecha remota. Sólo las mezquitas, por sí mismas, contarían la historia entera del Egipto musulmán, ya que cada príncipe hizo construir al menos una, para transmitir para siempre el recuerdo de su época y de su gloria: Amru, Hakem, Touloun, Saladino, Bibars o Barkouk, cuyos nombres se conservan así en la memoria de este pueblo; a pesar de que sus monumentos más antiguos sólo ofrecen muros derruidos y recintos devastados. La mezquita de Amrou, la primera construída tras la conquista de Egipto, ocupa un emplazamiento hoy en día desierto, entre la ciudad nueva y la vieja. Nada protege contra la profanación este lugar en otros tiempos venerado. He recorrido el bosque de columnas que aún soporta la antigua bóveda; he podido subir hasta la elaborada cátedra del imán, construida el año 94 de la Hégira, y de la que se decía que no había otra más bella, ni más noble, después de la del profeta. He pasado por las galerías y reconocí, en el centro del patio, el lugar en el que se levantaba la tienda del lugarteniente de Omar, cuando pensaba ya en fundar el viejo Cairo. Una paloma había hecho su nido bajo el pabellón, y Amrou, vencedor del Egipto griego, y que acababa de saquear Alejandría, no quiso que se molestara al pobre pájaro. Este lugar le pareció consagrado por la voluntad del cielo, e hizo construir una mezquita alrededor de su tienda. Después, en torno a la mezquita, una ciudad que tomó el nombre del Fostat esto es, “la tienda”. Hoy día, este lugar ni siquiera está ya en la ciudad, y se halla de nuevo, como se narraba en las antiguas crónicas, en medio de viñedos, huertos y palmerales. También he encontrado, en igual abandono, pero al otro extremo de El Cairo y dentro del recinto amurallado, cerca de Bab-el-Nasr, la mezquita del califa Hakem, fundada tres siglos más tarde, y unida en el recuerdo a uno de los héroes más extraños de la edad media musulmana. Hakem, al que nuestros viejos orientalistas llaman “Le Chacamberille”*, no se contentó con ser el tercero de los califas africanos, heredero y conquistador de los tesoros de Haroum al-Raschid; dueño absoluto de Egipto y Siria, el vértigo de la grandeza y de las riquezas hizo de él una especie de Nerón, o mejor, de Heliogábalo. De entrada, un día prendió fuego a su capital por puro capricho; después, se proclamó dios y esbozó las reglas de una religión que fue adoptada por una parte de su pueblo, y que es la de los drusos. Hakem** es el último revelador, o, si se prefiere, el último dios que se haya producido en el mundo y que aún conserva fieles más o menos numerosos. Los cantantes y narradores de los cafés del Cairo cuentan sobre él mil aventuras, y me han mostrado sobre una de las cimas de Mokhatam, el observatorio al que iba a consultar los astros, ya que los que no creían en su divinidad le consideraban al menos un poderoso mago. Su mezquita está aun más arruinada que la de Amrou. Los muros exteriores y dos de los minaretes situados en los ángulos sólo ofrecen formas arquitectónicas reconocibles; son de la época correspondiente a los monumentos más antiguos de España. En la actualidad, el recinto de la mezquita, toda polvorienta y sembrada de cascotes, está ocupado por cordeleros, que se dedican a torcer sus sogas en este vasto espacio, en donde la monótona rueca ha sustituido al murmullo de las plegarias. ¿Pero es que el edificio del fiel Amrou está menos abandonado que el del herético Hakem, anatematizado por los verdaderos musulmanes?. El viejo Egipto, olvidadizo a la vez que crédulo, ha enterrado en el polvo a otros muchos profetas y a otros tantos dioses. Así pues, el extranjero en este país no tiene por qué temer ni al fanatismo ni a la religión, ni a la intolerancia del racismo de otros lugares de Oriente. La conquista árabe jamás ha podido transformar hasta ese punto el carácter de sus habitantes: ¿no ha sido siempre, por otra parte, la tierra antigua y maternal donde nuestra Europa, a través del mundo griego y romano, ha sentido que remontaban a sus orígenes?. Religión, moral, industria, todo ha partido de este centro, a la vez misterioso y accesible, en donde los genios de los primeros tiempos han depositado para nosotros la sabiduría. Penetraban con terror en estos santuarios extraños, en donde se elaboraba el futuro de los hombres, y salían más tarde, la frente ceñida de resplandores divinos, para revelar a sus pueblos tradiciones que se remontaban a los tiempos anteriores al diluvio y hablaban de los primeros días del mundo. De ese modo Orfeo, Moisés, al igual que ese legislador menos conocido entre nosotros, al que los hindúes llaman Rama, llevaron un mismo fondo de enseñanzas y creencias, que se modificaron según los lugares y las razas, pero que por todas partes constituyeron civilizaciones que perduraron en el tiempo. Lo que conforma el carácter de la antigüedad egipcia, es justamente ese pensamiento de universalidad e incluso de proselitismo, que Roma imitó sólo por el interés de su poderío y su gloria. Un pueblo que fundó monumentos indestructibles para grabar en ellos todos los procedimientos de las artes y la industria y que habló para la posteridad en una lengua que esa misma posteridad ha comenzado a comprender; merece, ciertamente, el reconocimiento de todos los hombres. * Así, en Pierre Vattier, “L’Histoire mahométane ou les Quarante-neuf chalifes du Macine” (1657)(voir n.31*) abundantemente mencionada en el “Carnet de notes du Voyage en Orient” (Pléiade) ** En la leyenda de Hakem, narrada más adelante, el califa gritó: “¡Yo mismo soy dios!, sólo yo, el verdadero, el único dios, y los otros no son más que sombras” (p. 72, t.II) Ya aquí se constata que es la “Teomanía”, la desmesura prometeica que hay en Hakem, lo que fascina a Nerval.

Esmeralda de Luis y Martínez 10 febrero, 2012 10 febrero, 2012 Amrou, Barkouk, Bibars, el Fostat, Hakem, Harem, Moisés, Orfeo, Rama, Saladino, Touloun
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III. El harem – II. La vida íntima durante el khamsín…  He aprovechado, generic estudiando y leyendo lo máximo posible*, cialis sale durante las largas jornadas de inactividad que me impuso el tiempo de Khamsín. Desde por la mañana, el aire estaba cargado de polvo y era ardiente. Durante cincuenta días, cada vez que sopla el viento del sur, es imposible salir a la calle antes de las tres de la tarde, momento en que se levanta la brisa que viene del mar. En general, durante estos días, la gente suele permanecer en las habitaciones inferiores revestidas de azulejos o de mármol y refrescadas con chorros de agua; también se puede pasar el día en los baños, en medio de ese tibio rumor que acompaña a los vastos recintos cuya cúpula, salpicada de claraboyas, semeja un cielo estrellado. La mayor parte de estos baños son verdaderos monumentos que podrían servir muy bien de mezquitas o de iglesias. La arquitectura es bizantina, y los baños griegos es posible que hayan proporcionado los primeros modelos. Entre las columnas, sobre las que reposa la bóveda circular, hay pequeñas cabinas de mármol, en donde elegantes fuentes son consagradas a las abluciones frías. Uno se puede aislar o mezclarse con la gente, que no tiene el aspecto enfermizo de nuestras reuniones de bañistas, pues en general está formada por hombres sanos y de bella raza, vestidos a la antigua usanza, con un largo paño de lino. Las siluetas se dibujan vagamente a través de la lechosa bruma que perfora los blancos rayos de luz penetrando a través de la bóveda, y uno creería estar en un paraíso poblado de sombras felices. Sólo el purgatorio le espera a uno en las salas aledañas. Allí están las piletas de agua hirviente en donde el bañista sufre diversos tipos de reconocimiento. Es ahí en donde se precipitan sobre uno esos terribles hombretones, con las manos armadas de guantes de crin, que arrancan de la piel largos rollos moleculares, cuyo espesor asusta y le hace a uno temer que sea usado gradualmente como una vajilla demasiado restañada y aseada. Aunque también se puede sustraer de esas ceremonias y contentarse con el bienestar que procura la atmósfera húmeda de la gran sala de baño. Por un curioso efecto, este calor artificial, desplaza al otro. El fuego terrestre de Ptah combate los ardores demasiado vivos del celeste Horus. ¿Y acaso no habría también que mencionar las delicias del masaje y del encantador reposo que se disfruta sobre esos lechos dispuestos en torno a una galería de balaustradas altas que dominan la sala de entrada a los baños?. El café, los sorbetes, el narghilé, interrumpen o preparan para esa ligera somnolencia meridional, tan querida por los pueblos de Levante. Por lo demás, el viento del sur no sopla continuamente en la época del Khamsín, se interrumpe de pronto durante semanas enteras, y es entonces cuando por fin nos deja literalmente respirar. En ese momento la ciudad retoma su aspecto animado, la muchedumbre se esparce por plazas y jardines; el camino de Choubrah se llena de paseantes; las musulmanas, veladas van a sentarse sobre las tumbas que se encuentran en la umbría, en donde reposan con mirada ensoñadora durante todo el día, rodeadas de niños alegres, y adonde incluso se hacen llevar la comida. Las mujeres de Oriente tienen dos grandes medios de escapar a la soledad de los harems: el cementerio, en donde siempre tienen algún ser querido al que llorar, y el baño público, al que la costumbre obliga a los maridos a dejarlas ir al menos una vez por semana. Este detalle, que ignoraba, ha sido para mí el motivo de algunos quebraderos de cabeza domésticos contra los que debo prevenir al europeo que esté tentado de seguir mi ejemplo. El temor de dejarla un día más entre las mujeres de Abd-el-Kérim había precipitado mi resolución y, diríamos que la primera mirada que lancé sobre ella había sido todopoderosa. Hay algo de muy seductor en una mujer de un país lejano y singular, que habla una lengua desconocida, cuyas costumbres y hábitos chocan ya de por sí a causa de su rareza, y que nada tienen que ver con los detalles vulgares que la cotidianeidad nos enseña con las mujeres de nuestra patria. Yo he experimentado esta fascinación de tipismo local, la escuchaba balbucear, la veía colocar sus abigarradas ropas. Era como un espléndido pájaro enjaulado que yo poseía; pero ¿cuánto podría durar esta sensación?. Me habían prevenido de que si el tratante me engañaba acerca de los méritos de la esclava, existía la posibilidad de devolverla en ocho días y rescindir el contrato. No se me pasó por la imaginación el que un europeo recurriera a una cláusula tan indigna, incluso aunque hubiera sido engañado. A pesar de que descubrí apenado que esta pobre muchacha tenía bajo la cinta roja con la que se ceñía la frente una quemadura grande, casi como un escudo de seis libras a partir del nacimiento del cabello. Se apreciaba en su pecho otra quemadura del mismo tipo, y sobre ambas marcas un tatuaje que representaba como un sol. El mentón también presentaba un tatuaje en forma de punta de lanza, y la nariz, en la aleta izquierda, descubría una perforación para colocarse un anillo. Los cabellos estaban recortados por delante, a partir de las sienes y alrededor de la frente y, salvo la parte quemada, caían hasta las cejas, que una línea negra prolongada servía de unión, según la costumbre. Brazos y pies estaban teñidos de un color naranja. Yo ya sabía que esto era por efecto de la hennah que no dejaba marca alguna al cabo de algunos días. Y ahora…¿qué hacer? ¿Vestir a una mujer oriental a la europea?. Eso habría sido lo más ridículo del mundo. Me esforcé en señalarle que había que dejar el cabello cortado en redondo por delante, lo que pareció extrañarle mucho. La quemadura de la frente y del pecho, y que posiblemente fueran costumbres de su país, ya que no se ve nada parecido en Egipto, podían ocultarse con una joya o cualquier otro adorno, así que no había mucho de lo que lamentarse una vez hecho el examen. * Las numerosas fuentes utilizadas en el “Voyage en Orient”, citadas en el “Carnet” atestiguan que Nerval ha leído mucho durante su estancia en El Cairo: “No he querido, por otra parte, ver cada lugar hasta estar suficientemente documentado por los libros y las memorias” (Carta a su padre, 18 de marzo de 1843) Estuvo inscrito en el Gabinete de lectura de Mme. Bonhomme (ver p. 252) y encontraba igualmente libros en la Societé égyptienne.

Esmeralda de Luis y Martínez 10 febrero, 2012 10 febrero, 2012 Choubrah, Gabinete de lectura de Mme. Bonhomme, khamsín
“VIAJE A ORIENTE” 026

III. El harem – III. Asuntos domésticos… La pobre criatura se había dormido mientras le examinaba el cabello con esa solicitud del propietario que se inquieta por lo que han podido hacer los golpes con el preciado bien que acaba de adquirir. Oí a Ibrahim gritarme desde el exterior: ¡Ya sidi! (¡eh, señor!) y después otras palabras que me hicieron comprender que alguien venía a visitarme. Salí de la habitación, y encontré en la galería al judío Yousef que quería hablarme. Se dio cuenta de que yo no quería que entrase en la habitación, y nos paseamos fumando. “Me he enterado, me dijo, que le han hecho comprar una esclava; y estoy contrariado. –          ¿Y por qué? –          Porque le habrán engañado o robado mucho. Los dragomanes siempre se entienden con el tratante de esclavos. –          Es muy posible. –          Abdallah habrá recibido al menos una bolsa por ello. –          ¿Y qué le voy a hacer? –          Aún no ha llegado usted al final. Cuando tenga que partir va a estar más que harto de esa mujer, y entonces él le ofrecerá comprarla por poca cosa. Eso es lo que habitualmente hace, y por eso no le ha animado a arreglar un matrimonio a la copta, lo que hubiera sido mucho más simple y menos costoso. –          Pero usted sabe muy bien que después de todo, siento bastantes escrúpulos en hacer uno de esos matrimonios que requieren siempre un tipo de consagración religiosa. –          ¿Y cómo no me había comentado antes esto?. ¡Le hubiera encontrado una doméstica árabe que se hubiera casado con usted tantas veces como lo hubiera deseado!”.             Lo peculiar de esta proposición hizo que me riera a carcajadas; pero cuando se está en El Cairo, se aprende deprisa a no extrañarse uno de nada. Los detalles que me proporcionó Yousef me enseñaron que conocía a gente bastante miserable como para hacer este tipo de tratos. La facilidad que tienen los orientales de tomar mujer y de divorciarse a su gusto, hacen posible estos arreglos, y sólo la queja de las mujeres podría desvelar esos manejos; pero, es evidente, que no es más que un medio de eludir la severidad del pachá con respecto a las costumbres públicas. Toda mujer que no vive sola o con su familia, debe tener un marido legalmente reconocido, aunque se divorcie a los ocho días, a menos que, como esclava, tenga un amo. Insistí al judío Yousef diciéndole que algo así me habría disgustado. “¡Pero bueno!, me dijo, ¿qué más da?…¡si sólo son árabes! –          También puede decir esto de los cristianos. –          Es una costumbre, añadió, que han introducido los ingleses; ¡tienen tanto dinero! –          Entonces, ¿eso cuesta mucho? –          Antes era muy caro; pero ahora es tal la competencia, que está al alcance de todos”. Así que en eso consisten las reformas morales a las se ha llegado aquí. Se deprava a toda una población para evitar un mal mucho menor. Hace diez años, en El Cairo se podían ver bayaderas públicas, al igual que en la India, y cortesanas como en la antigüedad. Los ulemas se quejaron sin éxito durante mucho tiempo, porque el gobierno recogía un impuesto considerable de los servicios que prestaban estas mujeres, que estaban organizadas en una corporación, cuya mayoría residía fuera de la ciudad, en Mataré. Al final, la gente piadosa de El Cairo ofreció pagar el impuesto en cuestión, y fue entonces cuando se desterró a todas esas mujeres a Esna*, en el Alto Egipto. Hoy en día, esta ciudad de la antigua Tebaida es para los extranjeros que remontan el Nilo, una especie de Capua.  Hay Laïas y Aspasias que llevan una gozosa existencia, y que se han enriquecido particularmente a expensas de Inglaterra. Tienen palacios, esclavos y se podrían hacer construir pirámides como la famosa Rodope**, si en estos momentos estuviera de moda el sepultar el cuerpo en una montaña de piedra para probar su gloria; aunque ahora prefieren los diamantes. Yo me daba cuenta de que el judío Yousef no cultivaba mi amistad sin un motivo, y esta incertidumbre me había impedido advertirle sobre mis visitas a los bazares de los esclavos. El extranjero siempre se encuentra en Oriente en la posición del enamorado naïf o en la del hijo de familia bien de las comedias de Molière. Hay que nadar entre el Mascarille y el Sbrigani.*** Para evitar cualquier malentendido, me lamenté de que el precio de la esclava casi había vaciado mis bolsillos. “¡Qué mala suerte!, repuso el judío, me habría gustado que hubieseis participado a medias en un negocio magnífico que, en unos días le habría reportado diez veces su dinero. Nosotros somos varios amigos que compramos toda la cosecha de hojas de morera de los alrededores de El Cairo, y después la vendemos al por menor a los criadores de gusanos al precio que queremos. Pero se necesita un poco de dinero en efectivo; lo que resulta más difícil de conseguir en este país: la tasa legal es del 24%. Por tanto, con razonables especulaciones, el dinero se multiplica. En fin, no se hable más. Le voy a dar únicamente un consejo: usted no sabe árabe. No utilice al dragomán para hablar con su esclava. Él le irá metiendo en la cabeza una serie de malas ideas sin que usted se percate, y cualquier día ella huirá. Eso está más que comprobado”. Estas palabras me dieron en qué pensar. Si velar por una mujer ya es difícil para el marido, ¡qué no será para el amo!. Es la postura de Arnolphe**** o la de George Dandin*****. ¿Qué hacer? El eunuco y la dueña no son nada seguros para un extranjero. Conceder de inmediato la misma libertad que disfrutan las mujeres francesas a una esclava, sería absurdo en un país en el que las mujeres, es bien sabido, no tienen principios contra la más vulgar de las seducciones. ¿Cómo salir solo de casa? ¿y cómo salir con ella en un país en donde la mujer jamás se ha mostrado del brazo de un hombre? ¿Cómo se entiende que yo no hubiera previsto todo esto?. Le pedí al judío que dijera a Mustafá que preparara la cena, ya que yo no podía evidentemente llevar a la esclava al comedor del hotel Domergue. El dragomán se había marchado para esperar la llegada de la diligencia de Suez, ya que no le empleaba el tiempo suficiente como para que no buscara pasear de vez en cuando a algún inglés por la ciudad. Cuando regresó le dije que sólo quería emplearle algunos días, y que no iba a quedarme con todo aquel personal que me rodeaba, y que teniendo una esclava, aprendería muy pronto algunas palabras con ella, con lo que sería suficiente. Como se había considerado más indispensable que nunca, esta declaración le extrañó un poco; pero finalmente se tomó bien la cosa, y me dijo que le podría encontrar en el hotel Waghorn cada vez que le necesitara. Sin duda esperaba servirme de intérprete con la esclava para que yo pudiera conocerla; pero los celos es algo que se entiende muy bien en Oriente, la reserva es tan natural en todo lo relativo a las mujeres, que ni siquiera hizo comentario alguno. Entré en la habitación, en la que había dejado a la esclava dormida. Se había despertado y estaba sentada en el alfeizar de la ventana, mirando a derecha e izquierda de la calle a través de las celosías laterales de la moucharabeyah. Había dos casas un poco más allá, dos jóvenes con atuendo turco de la reforma, sin duda oficiales de algún personaje, fumaban con indolencia delante de la puerta. Comprendí que por ahí había algún peligro. Buscaba en vano alguna palabra para hacerla comprender que no estaba bien mirar a los militares de la calle, pero no veía cómo con ese universal tayeb (muy bien) interjección optimista bien digna de caracterizar el espíritu del pueblo más dulce de la tierra, a todas luces insuficiente en esta situación. ¡Ay, mujeres! Con vosotras todo cambia. Yo era feliz, estaba contento con todo. Decía tayeb para cualquier cosa, y Egipto me sonreía. Ahora tengo que buscar palabras, que puede que no existan en la lengua de estos pueblos tan acogedores. Es cierto que había sorprendido a alguna gente del país diciendo una palabra acompañada de un gesto negativo: ¡Lah!, levantando la mano de manera indolente a la altura de la frente. Si algo no les agrada, lo cual es raro, te dicen ¡Lah!. Pero cómo decir con un tono rudo, y al tiempo con una mano lánguida ¡Lah!. De todos modos, y a falta de algo mejor, es lo que hice. Después llevé a la esclava hasta el diván, y le hice un gesto indicándole que era preferible que se mantuviera allí en lugar de en la ventana. Aparte de esto, le di a entender que no tardaríamos en cenar. Ahora la cuestión era saber si yo la dejaría desvelarse delante del cocinero, lo que me parecía contrario a las costumbres. Nadie, por el momento, había pretendido verla. El mismo dragomán no había subido conmigo cuando Abd-el-Kérim me mostró a sus mujeres. Quedaba claro que si actuaba de modo diferente al de las gentes del país, sería despreciado. Cuando la cena estuvo preparada, Mustaphá gritó desde abajo: ¡Sidi! Salí de la habitación, y me enseñó una olla de barro con arroz con pollo. ¡Bono. Bono!, le dije, y regresé para que la esclava volviera a colocarse el velo, lo que hizo de inmediato. Mustaphá colocó la mesa, puso encima un mantel de tela verde, después, una vez dispuesta sobre un plato su pirámide de arroz, trajo varias verduras en platitos, y sobre todo, encurtidos en vinagre, así como trozos de gruesas cebollas nadando en una salsa de mostaza. La verdad es que este refrigerio no tenía mal aspecto. Mustafá se retiró enseguida discretamente. * Flaubert que, en su Voyage en Orient habla mucho de sus relaciones amorosas, se detuvo evidentemente en Esna, lugar importante dentro de su peregrinación a Egipto. ** Si Laïs y Rodope eran famosas cortesanas de la antigüedad, Aspasia era conocida en Atenas por su belleza, su espíritu y su cultura. *** Personajes de la comedia de Molière. **** Arnolphe, también llamado “M. de La Souche” es un personaje de la comedia “L’École des femmes” de Molière. Arnolphe es un hombre de edad madura que desearía gozar de la felicidad conyugal; pero que siempre anda atormentado por el miedo de ser engañado por una mujer (http://fr.wikipedia.org/wiki/L’%C3%89cole_des_femmes) ***** George Dandin o le Mari confondu es una comedia-ballet en tres actos de Molière, creada en Versailles el 18 de julio de 1668, después representada ante el público en el Teatro del  Palais-Royal el 9 de noviembre del mismo años. Fue vista por vez primera por el rey Luis XIV en Versalles (http://fr.wikipedia.org/wiki/George_Dandin_ou_le_Mari_confondu)

Esmeralda de Luis y Martínez 11 febrero, 2012 11 febrero, 2012 Esna; Laïas y Aspasias, Mascarille, Mataré, Rodope, Sbrigani
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