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“VIAJE A ORIENTE” – Las noches de Ramadán

HISTORIA DE LA REINA DE LA MAÑANA Y DE SOLIMÁN, viagra EL PRÍNCIPE DE LOS GENIOS – VIII. El manantial de Siloé… encuentro de Belkis y Adonirám en la fuente de Siloé. Ambos descubren, case gracias al ave Hud-Hud, pharmacy que son descendientes de los espíritus del aire y del fuego. El narrador continuó así… Era la hora en la que el Tabor[1] proyectaba su sombra matinal sobre el montuoso sendero de Betania: blancas y diáfanas nubes erraban por las llanuras del cielo suavizando la claridad de la mañana; el rocío aún cubría el verdor de las praderas; la brisa acompañaba con su murmullo entre los matorrales el canto de los pájaros que revoloteaban por los senderos del Moria[2]; a lo lejos se vislumbraban las túnicas de lino y vestiduras de gasa de un cortejo de mujeres que, atravesando el puente del Cedrón, llegaron al borde de un arroyuelo que alimenta el lavadero de Siloé. Tras ellas, caminaban ocho nubios que llevaban un rico palanquín, y dos camellos cargados que marchaban balanceando la cabeza. La litera estaba vacía; ya que desde la aurora la reina de Saba había abandonado, junto con las mujeres, las jaymas en las que se había obstinado en alojarse con su séquito, fuera de los muros de Jerusalén, y había echado pie a tierra para disfrutar mejor del encanto de aquellas frescas campiñas. Jóvenes y hermosas, en su mayoría, las doncellas de Balkis se encaminaba temprano a la fuente para lavar la ropa de su señora que, vestida con sencillez, al igual que sus compañeras, las precedía acompañada por su nodriza, mientras que tras sus pasos, el juvenil cortejo parloteaba a más y mejor. “Vuestras razones no me conciernen, hija mía, decía la nodriza; ese matrimonio me parece una grave locura; y si el error es excusable, lo es únicamente por el placer que pueda proporcionar. –                     ¡Edificante moral! Como os pudiera escuchar el sabio Solimán… –                     ¿Es tan sabio, no siendo ya tan joven, como para envidiar a la Rosa de los Sabeos? –                     ¡Halagos! mi buena Sarahil, me adulas demasiado desde por la mañana. –                     No despertéis mi severidad aún dormida; porque entonces os diría… –                     Bien, pues dime… –                     Que vos amáis a Solimán; y que os lo habéis merecido. –                     No sé…, contestó riendo la joven reina; me he cuestionado sobre este asunto muy seriamente y es probable que el rey no me resulte indiferente. –                     Si así fuera, no habríais examinado un punto tan delicado con tanto escrúpulo. No, vos buscáis una alianza… política, y arrojáis flores sobre el árido sendero de las conveniencias. Solimán ha rendido tanto a vuestros estados, como a los de todos sus vecinos, tributarios de su poderío, que vos soñáis con el deseo de liberarlos entregándoos a un amo al que creéis poder convertir en esclavo. Pero tened cuidado… –                     ¿Qué puedo temer? Él me adora. –                     Él profesa hacia su noble persona una pasión demasiado viva  como para que sus sentimientos hacia vos sobrepasen el deseo de sus sentidos, y nada es más frágil que ese deseo. Solimán es calculador, ambicioso y frío. –                     ¿Acaso no es el príncipe más grande de la tierra; el más noble retoño de la raza de Sem, de la que yo provengo? ¡Encuéntrame en el mundo un príncipe más digno que él para dar sucesores a la dinastía de los Himyaríes! –                     El linaje de los Himyaríes, nuestros abuelos, desciende desde más alto de lo que pensáis. ¿Acaso veis a los hijos de Sem dominando a los habitantes del aire?… En fin, yo me atengo a la predicción de los oráculos: vuestros destinos aún no se han cumplido, y la señal por la que vos reconoceréis a vuestro esposo todavía no ha aparecido, la abubilla aún no ha interpretado la voluntad de las potencias eternas que os protegen. –                     ¿Mi suerte dependerá de la voluntad de un pájaro? –                     De un ave única en el mundo, cuya inteligencia no pertenece a las especies conocidas; cuyo alma, así me lo ha dicho el sumo sacerdote, ha sido concebida con la esencia del fuego; no es en absoluto un animal terrestre, pues él proviene de los ?ins (genios). –                     Es cierto, repuso Balkis, que todos los intentos de Solimán por atraparlo, mostrándole inútilmente el hombro o el puño, han sido en vano. –                     Me temo que nunca se posará en él. En los tiempos en que los animales fueron sometidos, aquellos cuya raza se extinguió, no obedecían jamás a los hombres creados del barro. Sólo servían a los Dives, o a los ?ins, hijos del aire o del fuego… Solimán es de la raza creada del barro por Adonay. –                     Y sin embargo la abubilla a mí sí me obedece…” Sarahil sonrió bajando la cabeza; princesa de la sangre de los Himyaríes, y descendiente del último rey, la nodriza de la reina había estudiado en profundidad las ciencias: su prudencia igualaba a su discreción y bondad. “Reina, añadió, hay secretos que por vuestra edad aún no podéis conocer, y que las hijas de nuestro linaje deben ignorar hasta que vayan a tomar esposo. Si la pasión las extravía y las pierde, esos misterios les quedarán velados con objeto de excluir de su conocimiento al hombre vulgar. Bástenos con saber que Hud-Hud, esta famosa abubilla, sólo reconocerá como maestro y señor al esposo reservado para la Reina de Saba. –                     Me vais a hacer que maldiga a esa tirana con plumas… –                     … unta tirana que puede que os salve de un déspota armado con una espada. –                     Solimán ha recibido mi palabra, y a menos que queramos atraer sobre nosotros sus justos resentimientos… Sarahil, la suerte está echada; el plazo expira, y esta misma tarde… –                     Grande es el poder de los Éloïms (los dioses)…” murmuró la nodriza. Para cortar con esa conversación, Balkis, volviéndose, se puso a recoger jacintos, mandrágoras, ciclámenes, que jaspeaban el verdor de la pradera, y la abubilla que la había seguido revoloteando, brincaba en torno a ella con coquetería, como si hubiera querido buscar su perdón. Ese reposo permitió a las mujeres que se habían quedado atrás reunirse con su soberana. Hablaban entre ellas del templo de Adonay, del que se apreciaban los muros y el mar de bronce, objeto de todas las conversaciones desde hacía cuatro días. La reina se volcó de lleno en esa nueva conversación, y sus compañeras, curiosas, la rodearon. Grandes sicómoros, que extendían sobre sus cabezas verdes arabescos sobre un fondo azul, envolvían con una sombra transparente aquel grupo encantador. “No hay nada que iguale la admiración que nos embargó ayer tarde, les decía Balkis. Incluso Solimán se quedó mudo y estupefacto. Hacía tres días todo se había perdido; el maestro Adonirám caía fulminado sobre las ruinas de su obra. Su gloria, traicionada, se derrumbaba ante nuestros ojos en torrentes de lava en ebullición; el artista se había reducido a la nada… Ahora, su nombre victorioso retumba sobre las colinas; sus obreros han colocado en el umbral de su puerta un montón de palmas; el más grande que jamás ha visto el pueblo de Israel. –    El fragor de su triunfo, dijo una joven sabea, ha llegado hasta nuestras jaymas, pero, apenadas por el recuerdo de la reciente catástrofe, ¡oh, reina! hemos temblado por vos. Vuestras hijas ignoran lo que ha pasado. –    Sin esperar a que la fundición se enfriase, Adonirám -así me lo han contado- llamó desde por la mañana a los obreros desanimados. Los jefes amotinados le rodeaban; pero él los calmó con pocas palabras: durante tres días se pusieron manos a la obra, y desfondaron los moldes para acelerar el enfriamiento del enorme recipiente que creían roto. Un profundo misterio cubría sus intenciones. Al tercer día, aquella multitud de artesanos, al despuntar la aurora, alzaron los toros y leones de bronce con unas palancas que el calor del metal todavía ennegrecía. Esos bloques macizos fueron transportados bajo el gran cuenco de bronce y ajustados con tal presteza que más parecía un prodigio; el mar de bronce, vaciado, aislado de sus soportes, se desprendió y quedó asentado sobre sus veinticuatro cariátides; y mientras Jerusalén se lamentaba por tantos gastos inútiles, la admirable obra resplandecía ante las miradas de extrañeza de los mismos que la habían realizado. De pronto, las barreras colocadas por los obreros se abatieron: la multitud se precipitó; el ruido se propagó hasta llegar a palacio. Solimán temía una revuelta; echó a correr y yo le acompañé. Una multitud inmensa se apresuró tras nuestros pasos. Cien mil obreros delirantes y coronados con palmas verdes nos acogieron. Solimán no podía creer lo que estaba viendo con sus propios ojos. La ciudad entera elevaba hasta las nubes el nombre de Adonirám. –    ¡Qué triunfo! ¡y qué feliz debe estar él! –    ¡Él! ¡genio extraño… alma profunda y misteriosa! A petición mía, se le llamó, se le buscó, los obreros se precipitaron por todas partes…¡vanos esfuerzos! Desdeñoso de su victoria, Adonirám se escondió; evadía las lisonjas: el astro se había eclipsado. “Vamos, dijo Solimán, hemos caído en desgracia ante el rey del pueblo.” Pero yo, al dejar aquel campo de batalla del genio, tenía el alma triste y el pensamiento repleto de los recuerdos de ese mortal, si ya grande por sus obras, aún más grande por desaparecer en un momento así. –    Yo le vi pasar el otro día, repuso una doncella de Saba; la llama de sus ojos pasó sobre mis mejillas y las enrojeció: posee la majestad de un rey. –    Su belleza, prosiguió una de sus compañeras, es superior a la de los hijos de los hombres; su estatura es imponente y su aspecto deslumbrante. Así se me aparecen en mi pensamiento los dioses y los genios. –    ¿Esto me hace suponer que más de una de vosotras, uniría voluntariamente su destino al del noble Adonirám? –    ¡Oh, reina! ¿qué somos nosotras ante tan elevado personaje? Su alma está en lo más alto de las nubes y su noble corazón no descendería hasta nosotras.” Jazmines en flor que dominaban terebintos y acacias, entre las que extrañas palmeras inclinaban sus pálidos capiteles, encuadraban el lavadero de Siloé. Allí, crecía la mejorana, los lirios grises, el tomillo, la hierba luisa y la rosa ardiente de Asarón. Bajo esos macizos de vegetación estrellada, se extendían, aquí y allá, seculares bancos al pie de los que brotaban arroyuelos de agua viva, tributarios de la fuente. Estos lugares de reposo estaban engalanados con lianas que trepaban enroscándose a las ramas. Los apios de racimos rojizos y olorosos, las glicinias azules se proyectaban, en guirnaldas extravagantes y graciosas, hasta la cima de los pálidos y temblorosos ébanos. En el momento en que el cortejo de la reina de Saba  invadió los bordes de la fuente, sorprendido en su meditación, un hombre sentado sobre el pretil del lavadero, en el que había sumergido una mano abandonándola a las caricias de las ondas que formaba el agua, se levantó con la intención de alejarse. Balkis estaba allí delante, él levantó los ojos hacia el cielo, y se volvió rápidamente. Pero ella, aún más veloz, se plantó ante él: “Maestro Adonirám, le dijo, por qué me evitáis? –                     Yo jamás he buscado a la gente -respondió el artista- y temo el rostro de los reyes. –                     ¿Tan terrible se os ofrece en este momento?” –replicó la reina con una dulzura tan penetrante que arrancó una mirada al hombre. Lo que descubrió estaba lejos de tranquilizarle. La reina había dejado las enseñas de la grandeza, y la mujer, en la simplicidad de su atavío matutino, era aún más temible. Balkis había sujetado su cabello bajo el pliegue de un largo velo vaporoso, su diáfana y blanca túnica, movida por la curiosa brisa, dejaba entrever un seno como modelado por el cuenco de una copa. Bajo este simple tocado, la juventud de Balkis parecía más tierna, más alegre, y el respeto no podía contener por más tiempo a la admiración y al deseo. Esa gracia conmovedora, su cara infantil, aquel aire virginal, ejercieron en el corazón de Adonirám una impresión nueva y profunda. “¿Para qué retenerme? –dijo él con amargura- mis males ya son suficientes y vos sólo acrecentáis aún más mis penas. Vuestro espíritu es banal, vuestro favor pasajero, y vos sólo colocáis trampas para atormentar con mayor crueldad a todos los que habéis cautivado… Adiós, reina, que tan pronto olvidáis, sin tan siquiera mostrar vuestro secreto.” Tras estas palabras, pronunciadas con melancolía, Adonirám posó su mirada sobre Balkis. Una turbación repentina se apoderó de ella. Vivaz por naturaleza y voluntariosa por el hábito de dar órdenes, no quería que la dejaran. Se armó de toda su coquetería para responder: “Adonirám, sois un ingrato.” Era un hombre firme, no se rendía. “Es verdad; me he debido equivocar con mi recuerdo: la desesperación me visitó una hora en mi vida, y vos la habéis aprovechado para avasallarme delante de mi amo, de mi enemigo. –                     ¡Él estaba allí!… murmuró la reina avergonzada y arrepentida. –                     Vuestra vida corría peligro; yo corrí para colocarme ante vos. –                     ¡Tanta solicitud ante tan gran peligro! Observó la princesa, y con qué recompensa!” El candor, la bondad de la reina la obligaron a enternecerse, y el desdén de ese gran hombre ultrajado la producía una sangrante herida. “La opinión de Solimán Ben-Daoud, -continuó el escultor- poco me inquieta: raza parásita, envidiosa y servil, travestida bajo la púrpura… Mi poder está al abrigo de sus fantasías. Y a los otros que vomitaban injurias a mi alrededor, cien mil insensatos sin fuerza ni virtud, les tengo aún menos en cuenta que a un enjambre de moscas zumbadoras… Pero a vos, reina… a vos, ¡la única a la que yo había distinguido entre esa multitud, vos cuya estima coloqué tan alto!… mi corazón, ese corazón al que nada hasta entonces había conmovido, se desgarró, y poco me importa… Pero la compañía de los humanos se me ha hecho odiosa. ¡Qué me importan los elogios o los insultos que se dispensan tan seguidos, y se mezclan sobre los mismos labios como la absenta y la miel! –                     Sois implacable ante el arrepentimiento: debo implorar vuestro perdón, y no es suficiente… –                     No; lo que vos cortejáis es el éxito: si yo estuviera postrado en tierra, vuestro pie pisotearía mi frente. –                     ¿Ahora?… Ahora me toca a mí, no, y mil veces no. –                     ¡De acuerdo! Dejadme entonces destruir mi obra, mutilarla y volver a colocar el oprobio sobre mi cabeza. Volveré seguido de los insultos de la multitud; y si vuestro pensamiento me sigue siendo fiel, mi deshonor se habrá convertido en el día más hermoso de mi vida. –                     ¡Id, hacedlo! –gritó Balkis con un entusiasmo que no pudo reprimir. Adonirám no pudo evitar un grito de alegría, y la reina vislumbró las consecuencias de aquel compromiso. Adonirám allí estaba majestuoso frente a ella, ya no con la ropa corriente de los obreros, sino con las vestiduras jerárquicas del rango que ocupaba al frente del pueblo de los trabajadores. Una túnica blanca plegada en torno al busto, sujeta por un ancho cinturón de oro, realzaba su estatura. En su brazo derecho se enroscaba una serpiente de acero, sobre cuya cresta brillaba un diamante y, casi velado por un tocado cónico, del que se destacaban dos anchas bandas que caían sobre su pecho, su frente parecía desdeñar una corona. De pronto, la reina, deslumbrada, se había ilusionado sobre el rango de ese gallardo hombre; pero volvió a reflexionar, supo retenerse, aunque no pudo superar el extraño respeto por el que se había sentido dominada. “Sentaos, dijo ella, regresemos a sentimientos más calmados, sin que se irrite vuestro espíritu desafiante; vuestra gloria me es cara; no destruyáis nada. Ese sacrificio que me habéis ofrecido, para mí es ya como si se hubiera consumado. Mi honor quedaría comprometido, y vos lo sabéis, maestro, mi reputación es, a pesar de todo, solidaria de la dignidad del rey Solimán. –      Lo había olvidado, murmuró el artista con indiferencia. Sí, me parece haber oído contar que la reina de Saba debe desposar al descendiente de una aventurera de Moab, el hijo del pastor Daoud y de Betsabé, viuda adúltera del centenario Uríah. ¡Rica alianza… que ciertamente va a regenerar la divina sangre de los Himyaríes!”. La cólera tiñó de púrpura las mejillas de la joven, al igual que las de su nodriza, Sarahil que, una vez distribuidas las tareas entre las servidoras de la reina, alineadas y agachadas sobre el lavadero, había oído esa respuesta, ella, que tanto se oponía al proyecto de Solimán. “¿Es que esa unión no cuenta con el beneplácito de Adonirám? –respondió Balkis con un afectado tono desdeñoso. –                     Al contrario, vos lo podéis apreciar. –                     ¿Cómo? –                     Si me hubiera disgustado por esa unión, ya habría destronado a Solimán, y vos le trataríais igual que me tratáis a mí; vos no lo lamentaríais, ya que no le amáis. –                      ¿Qué os hace creer tal cosa? –                     Vos os sentís superior; le habéis humillado, no os perdonará, y la aversión no engendra amor. –                     Tanta audacia… –                     Sólo se teme… lo que se ama.” La reina experimentó un terrible deseo de hacerse temer. Pensar en futuros resentimientos del rey de los Hebreos, con el que había jugado tan alegremente, hasta entonces le había resultado inverosímil, y eso a pesar de que su nodriza había desplegado toda su elocuencia sobre este punto. Pero esa objeción, ahora, le parecía mejor fundamentada, y volvió sobre el asunto de nuevo en los siguientes términos: “No me conviene bajo ningún concepto escuchar vuestras insinuaciones contra mi anfitrión, mi…” Adonirám la interrumpió. “Reina, no me gustan los hombres, yo les conozco. A ése, le he frecuentado durante largos años. Bajo la piel de cordero, se esconde un tigre amordazado por los sacerdotes, que roe dulcemente su bozal. Hasta el momento se ha limitado a hacer asesinar a su hermano Adonías: es poco… pero no tiene más parientes. –    En verdad, quien os oyera podría pensar – remató Sarahil echando aceite al fuego- que el maestro Adonirám está celoso del rey.” Aquella mujer ya llevaba un rato contemplándole atentamente. “Señora –replicó el artista- si Solimán no fuera de una raza inferior a la mía, puede que yo bajara mis ojos ante él; pero la elección de la reina me muestra que ella no ha nacido para otro…” Sarahil abrió los ojos sorprendida, y, colocándose tras la reina, dibujó en el aire, a la vista del artista, un signo místico que él no comprendió, pero que le hizo temblar. “Reina, – exclamó aún remarcando cada palabra- el mostraros indiferente ante mis acusaciones ha aclarado mis dudas. En adelante, me abstendré de perjudicar a ese rey que no ocupa lugar alguno en vuestro espíritu… –    En fin, maestro, ¿de qué sirve hostigarme de esta manera? Incluso aunque yo no amara al rey Solimán… –    Antes de nuestro encuentro – interrumpió el artista en voz baja y emocionado – vos habíais creído amarle.” Sarahil se alejó, y la reina se volvió, confusa. “Ay, concededme una gracia, señora, abandonemos esta conversación: ¡es el rayo lo que atraigo sobre mi cabeza! Una palabra, perdida entre vuestros labios, encierra para mí la vida o la muerte. ¡Oh!, ¡no habléis más! Me he esforzado en llegar a este supremo instante, y yo mismo lo estoy alejando. Dejadme con la duda; mi valor ha sido vencido, estoy temblando. Ese sacrificio, tengo que prepararme para él. ¡Tanta gracia, tanta juventud y belleza resplandecen en vos, y por desgracia!… ¿quién soy yo a vuestros ojos? No, no… Debo perder aquí la felicidad… inesperada; retened vuestro aliento para que no pueda dejarme al oído una  palabra mortal. Este débil corazón jamás batido, en su primera angustia se ha roto, y creo que voy a morir.” Balkis no andaba mucho mejor; un vistazo furtivo sobre Adonirám le mostró a ese hombre, tan enérgico, poderoso y valiente; pálido, respetuoso, sin fuerza, y la muerte en sus labios. Victoriosa y afectada, feliz y trémula, el mundo desapareció ante sus ojos. “¡Por desgracia! -balbució esa joven de sangre real- yo tampoco, yo jamás he amado”. Su voz expiró sin que Adonirám, temiendo despertarse de un sueño, osara perturbar ese silencio. De pronto Sarahil se acercó, y ambos comprendieron que había que hablar, so pena de traicionarse. La abubilla revoloteaba por allí, alrededor del escultor, que al darse cuenta de ello dijo de un aire distraído: “¡Qué hermoso plumaje el de este pájaro!, ¿le poseéis desde hace mucho tiempo?”. Y fue Sarahil quien respondió, sin apartar la vista del escultor Adonirám: “Ese pájaro es el único retoño de una especie sobre la que, como a los demás habitantes del aire, mandaba la raza de los genios. Conservado quién sabe por qué prodigio, la abubilla, desde tiempos inmemoriales, obedece a los príncipes Himyaríes. Gracias a ella y su intermediación la reina reúne a voluntad a las aves del cielo.” Esa confidencia produjo un efecto peculiar en el rostro de Adonirám, que contempló a Balkis con una mezcla de alegría y de ternura. “Es un animal caprichoso, dijo ella. En vano Solimán la ha intentado colmar de caricias y golosinas, la abubilla, obstinada, se le escapa siempre, y no ha conseguido que vaya a posarse en su puño.” Adonirám reflexionó por un instante, dio la impresión de haber sido tocado por una inspiración y sonrió. Sarahil estuvo aún más atenta. Adonirám se levantó, pronunció el nombre de la abubilla, que, posada sobre un arbusto, se quedó inmóvil y le miró de lado. Dando un paso, trazó en el aire la Tau misteriosa, y el pájaro, desplegando sus alas, revoloteó sobre su cabeza, y se posó dócilmente en su mano. Mi suposición tenía sus fundamentos, dijo Sarahil: el Oráculo se ha cumplido. – ¡Sombras sagradas de mis ancestros! ¡Oh, Tubalcaín, padre mío! ¡vos no me habéis engañado! ¡Balkis, espíritu de la luz, mi hermana, mi esposa, por fin, os he encontrado!. Sólo sobre la tierra, vos y yo, podemos dar órdenes a ese mensajero alado de los genios del fuego, de los que somos descendientes. –    ¡Cómo! Señor, Adonirám entonces sería… –    El último vástago de Cus, nieto de Tubalcaín, al que estáis ligado a través de Saba, hermano de Nemrod, el cazador, y tatarabuelo de los Himyaríes[3]… y el secreto de nuestro origen debe quedar oculto para los hijos de Sem creados del barro de la tierra. –    Debo inclinarme ante mi señor, dijo Balkis tendiéndole la mano, ya que, conforme al dictado del destino, no se me permite acoger otro amor que el de Adonirám. –    ¡Ah! –respondió cayendo de rodillas, ¡sólo de Balkis quiero recibir un bien tan preciado!. Mi corazón ha volado ante el vuestro, y desde el momento en que vos aparecisteis ante mí, yo me convertí en vuestro esclavo.” Esa conversación se habría extendido largamente si Sarahil, dotada de la prudencia de su edad, no la hubiera interrumpido en estos términos: “Dejad para otro momento esas tiernas declaraciones de amor; momentos difíciles os esperan, y más de un peligro os amenaza. Por la virtud de Adonay, los hijos de Noé son los señores de la tierra, y su poder se extiende sobre vuestra existencia mortal. Solimán detenta un poder absoluto sobre sus Estados, de los que los nuestros son tributarios. Sus ejércitos son temibles, su orgullo es inmenso; Adonay le protege; tiene numerosos espías. Busquemos el medio de huir de este peligroso lugar, y, hasta entonces, prudencia. No olvidéis, hija mía, que Solimán os espera esta tarde en el altar de Sión… Deshacer el compromiso y romperlo, sería irritarle y despertar sospechas. Pedidle un poco más de tiempo, sólo para hoy, fundadlo en la aparición de presagios nefastos. Mañana, el sumo sacerdote os proporcionará un nuevo pretexto. Vuestro trabajo será contener la impaciencia del gran Solimán. Y vos, Adonirám, dejad a vuestras servidoras: la mañana avanza; y ya está cubierta de soldados la nueva muralla desde la que se domina la fuente de Siloé; el sol, que nos busca, va a llevar sus miradas sobre nosotros. Cuando el disco de la luna perfore el cielo bajo los cerros de Efraín, atravesad el Cedrón, y aproximaos a nuestro campamento, hasta un bosque de olivos que ocultan las jaymas a los habitantes de las colinas. Allí, tomaremos consejo de la sabiduría y la reflexión.” Se separaron con pesar: Balkis se reunió con su cortejo, y Adonirám la siguió con la mirada hasta el momento en que desapareció entre los matorrales de adelfas. [1] El monte Tabor se encuentra en Galilea. También conocido como Monte de la Transfiguración porque la tradición cristiana cree que es el sitio de la llamada Transfiguración de Jesús, descrita en los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas. [2] El monte Moria es en realidad una colina de Jerusalén en la que fue erigido el templo de Salomón. [3] Génesis, X (6,7 y 8): “Hijos de Cam fueron: Cus, Misraím, Out y Canaam. Hijos de Cus: Saba, Evila, Sabta, Rama y Sabteca. Hijos de Rama: Saba y Dadán. Cus engendró a Nemrod, que fue quien comenzó a dominar sobre la tierra, pues era un robusto cazador…”

Esmeralda de Luis y Martínez 13 mayo, 2012 14 mayo, 2012 Adonay, Adoniram, Balkis, Betsabé, Cedrón, Cus, Dives, Himyaríes, Hud-Hud, La fuente de Siloé, los Éloïms, Moab, Nemrod, Saba, Sarahil, Solimán, Solimán Ben-Daoud, Tubalcaín, Uríah, Yins
“VIAJE A ORIENTE” 043

V. La embarcación – V. El bosque de piedra… No sabía muy bien qué hacer al día siguiente por la mañana para esperar la hora en que el viento debía levantarse. El raïs y toda su gente se habían librado al sueño con esa profundidad del “gran día”, cialis difícil de concebir entre las gentes del norte. Pensé que lo mejor era dejar a la esclava en la embarcación durante todo el día, mientras yo me iba a pasear por Heliópolis, que estaba apenas a una milla. De pronto, me acordé de una promesa que había hecho a un gallardo comisario de marina que me había prestado su camarote durante la travesía de Syra a Alejandría. “Sólo le pido una cosa, me había dicho – cuando al llegar le di las gracias – y es que me traiga algunos fragmentos del bosque petrificado que se encuentra en el desierto, a poca distancia de El Cairo. Cuando pase por Esmirna, déjelos en casa de Mme. Cartou, en la calle de Las Rosas”. Este tipo de encargos son sagrados entre viajeros. La vergüenza de haberme olvidado de esto hizo que me decidiera de inmediato a hacer esa fácil expedición. Por lo demás, yo también tenía ganas de ver ese bosque cuya estructura no acababa de explicarme. Desperté a la esclava que estaba de muy mal humor, y que pidió quedarse con la mujer del raïs; una simple reflexión y la experiencia adquirida sobre las costumbres del país me probaron que, en esa honorable familia, la inocencia de la pobre Zeynab no corría peligro alguno. Una vez tomadas las disposiciones necesarias y advertido el raïs, que me hizo llegar un buen asno, me dirigí hacia Heliópolis, dejando a la izquierda el canal de Adriano, excavado entre el Nilo y el Mar rojo, y cuyo lecho seco sirvió más adelante para trazar nuestra ruta en medio de las dunas de arena. Todos los alrededores de El Choubrah están cultivados admirablemente. Tras un bosque de sicomoros, que se extiende alrededor de los criaderos de caballos, se dejan a la izquierda numerosos jardines, en los que el naranjo se cultiva al tresbolillo en los intervalos que dejan las plantaciones de palmeras datileras. Después, atravesando una rama del CÁLISH o canal del Cairo, se gana en poco tiempo la linde del desierto, que comienza en el límite de las inundaciones del Nilo. Allí se detiene la fértil cuadrícula de las llanuras, cuidadosamente regadas por los surcos que corren desde las acequias o de los pozos de palas. Allí comienza, con esa impresión de tristeza y muerte de quienes vencen a la misma naturaleza, ese extraño suburbio de construcciones sepulcrales que sólo termina en el MOKATAM, y que se llama, de este lado, El Valle de Los Califas. Allí es donde Touloun y Bïbars, Saladin y Malek-Adel*, y otros mil héroes del Islam, sino en grandes palacios aún brillantes de arabescos y dorados, entremezclados con amplias mezquitas. Parece que los espectros, habitantes de estas vastas moradas, quisieran poseer aún estos lugares de plegaria y reuniones que, según se cree en sus tradiciones, se pueblan en fechas determinadas de una especie de fantasmagorías históricas. Al alejarnos de esa triste ciudad, cuyo aspecto exterior produce el efecto de un brillante barrio de El Cairo, llegamos al altozano de Heliópolis, construida allí para ponerla al abrigo de las grandes inundaciones. Toda la planicie que se percibe en ese paraje está festoneada de pequeñas colinas formadas por un amasijo de escombros. Se trata, sobre todo, de las ruinas de una aldea que cubren por completo los restos perdidos de las primitivas construcciones. No queda nada en pie, ni una sola piedra antigua se eleva del nivel del suelo, excepto el obelisco, a cuyo alrededor se ha plantado un extenso jardín. El obelisco señala el centro de los cuatro paseos de ébanos que dividen el enclave. Abejas silvestres han establecido sus panalillos en las anfractuosidades de una de las caras del obelisco que, como es bien conocido, está degradada. El jardinero, habituado a las visitas de los viajeros, me ofreció flores y frutos. Me senté y medité por un instante en los esplendores descritos por Estrabón*, en los otros tres obeliscos del templo del sol, de los que dos, están en Roma, y el otro fue destruido; en esas avenidas de esfinges de mármol amarillo, tan numerosas, y de las que en el último siglo ya solo se puede ver una en esa ciudad, cuna de las ciencias, adonde Herodoto y Platón vinieron para iniciarse en sus misterios. Heliópolis conserva también otros testimonios desde el punto de vista bíblico. Fue aquí donde José dio aquel buen ejemplo de castidad que en nuestro tiempo no se aprecia más que con una irónica sonrisa. Para los árabes, esta leyenda tiene un carácter bien diferente: José y Zuleïka representan el prototipo del amor puro**, sentimientos vencidos por el deber, que triunfa de una doble tentación, ya que el dueño de José era uno de los eunucos del faraón. En la leyenda original, con frecuencia tratada por los poetas de Oriente, la tierna Zuleïka no es sacrificada como en las que conocemos nosotros. Mal juzgada en un primer momento por las mujeres de Menfis, fue perdonada por todos cuando José, al salir de la prisión, fue a la corte del faraón para admirar todo el encanto de su belleza. El sentimiento de amor platónico que los poetas árabes creen que tuvo José hacia Zuleïka, y que hace su sacrificio aún más bello, no impidió a este patriarca unirse más tarde a la hija de un sacerdote de Heliópolis, llamada Azima. Fue un poco más lejos, hacia el norte, en donde se estableció con su familia, en un lugar llamado Gessen, en el que se ha creído hasta nuestros días encontrar los restos de un templo judío construido por Onías***. No he tenido tiempo de visitar esa cuna de la estirpe de Jacob, pero no dejaré escapar la ocasión de defender a todo un pueblo, del que hemos aceptado las tradiciones patriarcales, de un acto poco leal, que los filósofos le han reprochado con dureza. Discutía un día en El Cairo acerca de la huída a Egipto del pueblo de Dios con un humorista de Berlín, que formaba parte del grupo de sabios de la expedición de Lepsius: –          “¿Cree usted, me dijo, que tantos hebreos tan honrados habrían cometido la indelicadeza de tomar de ese modo los bienes de la gente que, aunque fueran egipcios, habían sido durante tanto tiempo sus vecinos o amigos?. –          Ante su comentario, le hice la siguiente observación: hay que creer eso o bien negar las Escrituras. –          Puede haber un error en la versión o una interpolación en el texto; pero le ruego que preste atención a lo que voy a decirle: los hebreos han poseído desde siempre un talento congénito para las finanzas, los créditos y los préstamos. En aquella época, todavía muy sencilla, no se debían hacer préstamos más que sobre prendas, y convénzase bien que esa y no otra era su industria principal. –          Pero los historiadores les describen como trabajadores ocupados en fabricar adobes para las pirámides (que bien es cierto, son de piedra) y que la retribución por su trabajo se hacía en cebollas y otros comestibles. –          ¡Desde luego! Y si pudieron atesorar algunas cebollas, le aseguro que habrían sabido sacar beneficio de ello y les habría proporcionado muchas otras ventajas. –            Entonces, ¿qué conclusión se podría obtener?. –            Ninguna otra cosa salvo que la riqueza que habían conseguido formaba probablemente parte de los préstamos que pudieron hacer en Menfis. El egipcio es negligente, y es muy probable que dejara acumularse los intereses y las cuentas, y la renta, según la tasa legal… –          ¿Eso significa que no pudieron reclamar ni un céntimo de beneficio? –          Estoy convencido. Los hebreos no se llevaron más que lo que habían ganado según las leyes de la equidad natural y comercial. Con ese acto, seguramente legítimo, sentaron entonces los fundamentos del crédito. Por lo demás, el Talmud cita en términos precisos: “Ellos tomaron tan sólo lo que era de ellos”. Yo no le dí más valor que el de un comentario más a esa paradoja berlinesa, y no tardé en encontrar a pocos pasos de Heliópolis los vestigios más importantes de la historia bíblica. El jardinero que se encarga de la conservación del último monumento de esta ilustre ciudad, llamada antiguamente Ainschems o “El ojo del sol”, me ha cedido a uno de sus campesinos para guiarme hasta el Matarée. Tras unos minutos de marcha entre el polvo del camino, encontré un nuevo oasis, mejor dicho, todo un bosque de sicomoros y naranjos: una fuente corre a la entrada del recinto, y es, según dicen, la única fuente de agua dulce que deja filtrar el terreno nitroso de Egipto. Los habitantes atribuyen esta cualidad a una bendición divina. Durante la estancia de la sagrada familia en Matarée, fue ahí, se dice, donde la Virgen venía a lavar la ropa del Niño-Dios. Además, se supone, entre otras virtudes, que este agua cura la lepra. Aquí, unas pobres mujeres, dispuestas cerca de la fuente, ofrecen una taza de agua, previo pago de una pequeña limosna.  Todavía tengo que ver en el bosque, el frondoso sicómoro bajo el que se refugió la Sagrada Familia, perseguida por la banda de un truhán llamado Dimas. El que más tarde se convirtió en “el buen ladrón”, acabó por descubrir a los fugitivos; pero de pronto la fe tocó su corazón, hasta el punto de que ofreció su hospitalidad a María y José, en una de sus casas situada en el emplazamiento del viejo Cairo, que entonces era conocido como la Babilonia de Egipto. Ese Dimas, cuyas ocupaciones al parecer eran lucrativas, tenía propiedades por todas partes. Ya me habían enseñado, en el viejo Cairo, en un convento copto, una antigua cueva, rematada por una bóveda de ladrillos, que pasaba por ser lo que quedaba de la hospitalaria casa de Dimas, e incluso el mismísimo lugar en el que dormía la Sagrada Familia. Todo esto pertenece a la tradición copta, pero el árbol maravilloso de Matarée recibe el homenaje de todas las confesiones cristianas. Sin que vayamos a pensar que ese sicómoro se remonta a la antigüedad que dicen, sí se puede admitir  que es producto de los retoños del primitivo árbol, y nadie le visita desde hace siglos sin dejar de arrancar un fragmento de su madera o de la corteza. Aún así, todavía mantiene hoy en día unas dimensiones enormes, y se asemeja a un baobab de la India. El inmenso desarrollo de sus hojas y ramas desaparece bajo los exvotos, bonetes, peticiones y estampas que cuelgan o clavan por todas partes. Al dejar Mattarée, no tardamos en encontrar de nuevo los vestigios del canal de Adriano, que nos sirvió de camino durante cierto tiempo, y en donde las ruedas de hierro de los vehículos de Suez, dejan profundas huellas. El desierto es mucho menos árido de lo que se pueda creer; matas de plantas olorosas, musgos, líquenes y cactus tapizan casi todo el terreno, y grandes rocas cubiertas de arbustos se perfilan en el horizonte. La cadena del Mokatam se pierde a la derecha hacia el sur; el desfiladero que al estrecharse, no tarda en ocultar la vista; entonces mi guía me indicó señalándola, la singular composición de las rocas que dominaban el camino: eran bloques de conchas y todo tipo de crustáceos. El mar del diluvio, o quizá, únicamente el Mediterráneo que, según los sabios cubrió en otros tiempos todo el valle del Nilo, dejó aquí marcas incontestables. ¿Se puede suponer algo más extraordinario?. El valle se abre en un inmenso horizonte que se extiende hasta perderse de vista; ni una huella, ni un camino; el suelo está surcado por todas partes por largas columnas rugosas y grisáceas. ¡Oh, prodigio! Aquí está el bosque petrificado. ¿Qué terrible soplo ha podido derribar en un instante estos troncos de palmeras gigantescas? ¿Por qué todos están caídos del mismo lado, con sus ramas y sus raíces, y por qué la vegetación se ha congelado y endurecido dejando ver claramente las fibras de madera y los conductos de la savia? Cada vértebra se ha roto por una suerte de desmembramiento; pero todas han quedado unidas como los anillos de un reptil. No hay nada en el mundo tan extraño. No es una petrificación producida por la acción química de la tierra; todo ha quedado a ras del suelo. Es así como cayó la venganza de los dioses sobre los compañeros de Phineo* . ¿Sería esto un terreno que abandonó el mar? Pero nada parecido señala la acción ordinaria de las aguas. ¿Fue un cataclismo súbito, un torbellino de las aguas del diluvio? ¿Pero cómo, en ese caso, los árboles no habrían flotado? Se pierde el aliento ante algo de tal magnitud; ¡mejor ni pensar en ello! Por fin salí de este extraño valle, y alcancé de nuevo rápidamente Choubrah. Apenas me di cuenta de los cubiles que habitan las hienas y las blancuzcas osamentas de los dromedarios que han sembrado profusamente el paso de las caravanas; llevaba en mi pensamiento una impresión mayor que la que me produjo la primera vez que vi las pirámides: ¡sus cuarenta siglos son bien poco ante los testigos irrecusables de un mundo primitivo destruido de un golpe!. * Touloun, fundador de la breve dinastía de los Toulounidas, se convirtió en gobernador de Egipto el 872 y se apoderó de Siria en el 877. Bïbars, fue en s. XIII el cuarto sultán de la dinastía de los Mamelucos Baharíes; Saladino (1137-1193) sultán de Egipto y de Siria, fue el héroe musulmán de la tercera Cruzada, y Malek-Adel, su hermano. (GR) * GÉOGRAPHIE, XVII (GR) ** El Corán, en la sura 12, JOSEF, menciona bien el amor de Zuleïka hacia Josef, la nobleza moral de él y la excusa que encuentra ella en la belleza del joven. Pero la idea de un “amor platónico” y el matrimonio con Azima suscitan comentarios que dan lugar a la leyenda. Como con frecuencia, Nerval sigue aquí a Herbelot, Bibliothèque Orientale. *** En el s. II a.C. el sumo pontífice judío Onías IV se retiró a Egipto en el reinado del rey Ptolomeo Filométer. Allí construyó, al norte de Heliópolis, una copia reducida del templo de Jerusalem (GR) * Phineo intentó secuestrar a Andrómeda el día de sus nupcias con Perseo; pero éste le mostró la cabeza de La Medusa y al instante quedó petrificado junto con sus compañeros.

Esmeralda de Luis y Martínez 18 febrero, 2012 18 febrero, 2012 Azima, el canal de Adriano, el Mar Rojo, El raïs, Gessen, Heliópolis, Jsé y Zuleïka, Matttarée, Mme. Cartou, Mokatam, Onías, Syra
“Turquía y España en su Siglo de Oro moderno. Información – Comunicación – Espionaje” Conferencia del profesor Emilio Sola

El pasado lunes 10 de febrero tuvo lugar en la Universidad de Alcalá una conferencia dada por el profesor Emilio Sola en el marco de la celebración del Mes de Turquía en la Universidad de Alcalá y en colaboración con la Casa Turca. Mediterráneo, viagra siglo XVI. El Mediterráneo de aquella época se caracteriza por la presencia de dos imperios en expansión: el Imperio Habsburgo y el Imperio Otomano. De este enfrentamiento surge la necesidad de adquirir cada vez más información sobre el enemigo (financiera, comercial, militar…). Es así que se desarrollan amplias redes de espías en este mismo Mediterráneo, obrando por la comunicación y la extracción de información. Con este trabajo no pretendo resumir la conferencia, sino más bien tratar de los elementos más destacados que llamaron mi atención y mi curiosidad y me llevaron a realizar investigaciones más profundas sobre estos temas. YMEN DAHMANI: Turquía y España en el siglo de oro moderno

Ymen Dahmani 17 febrero, 2014 18 febrero, 2014 Mediterraneo - siglo XVI - Imperio Habsburgo - Imperio Otomano - Espionaje
“Incautos” o la pervivencia del “Pícaro”/ Sección cine
Rodrigo Escribano 18 octubre, 2013 18 octubre, 2013
“España en los años 70 y 80. Una visión crítica: III- Rutas y Fiestas”

“España en los años 70 y 80. Una visión crítica: III-  Rutas y Fiestas” 3º y último bloque de la recopilación de mis artículos publicados.

Demetrio E. Brisset 26 marzo, 2021 28 marzo, 2021
“España en los años 70 y 80. Una visión crítica: II- Artes”

“España en los años 70 y 80. Una visión crítica: II- Artes” 2º bloque de la recopilación de mis artículos.

Demetrio E. Brisset 26 marzo, 2021 26 marzo, 2021
“España en los años 70 y 80. Una visión crítica: I- Sociedad y Cultura”

“España en los años 70 y 80. Una visión crítica: I- Sociedad y Cultura” Las décadas de los setenta y ochenta del pasado siglo, en España tuvieron gran trascendencia político-social, ya que en ellas transcurrió la etapa final del franquismo y el convulso período de la Transición hacia una monarquía parlamentaria. Fueron años de explosión creativa y riesgo para una generación juvenil inconformista, que modelaron una dinámica cultural que ampliase las limitadas opciones permitidas. Al ejercer como periodista free-lance o colaborador para numerosas publicaciones que mantenían una línea critica (Triunfo, Cuadernos para el Diálogo, Sábado Gráfico, Cambio 16, Diario 16, Hermano Lobo, Qué, Reseña, Criba), que al soportar una férrea censura política tenían como único espacio para manifestar disconformidad los temas culturales, traté de abordarlos como vehículo para planteamientos opositores. Así me especialicé en antropología (fiestas populares y tradiciones), espectáculos teatrales (especialmente por los grupos independientes), arte de vanguardia, medios de comunicación, antipsiquiatría y fotomontajes. En 2020 los digitalicé, estructurados en 3 bloques, que presentaré sucesivamente.

Demetrio E. Brisset 26 marzo, 2021 26 marzo, 2021 Contemporánea, cultura, España, franquismo, periodismo, sociedad, Transición
‘La Ciudad del Sol’ de Tommaso Campanella

¿Quién fue Campanella? ¿En qué coyuntura histórica le tocó vivir? ¿Qué novedades aportó su obra entonces y qué repercusión tuvo en los siglos posteriores? ¿Qué papel jugó en la famosa conjura a la que dio nombre? Esas y algunas otras preguntas son las que me propuse responder antes de iniciar la lectura de ‘La ciudad del Sol’, y aquí vienen algunas respuestas: Gian Domenico Campanella nació el 5 de setiembre de 1568 en Stilo, una aldea de Calabria, aunque en algunas biografías se dice que era de Stignano ya que su familia se trasladó allí cuando era niño. Vivió en un ambiente humilde, pero sus excelentes dotes intelectuales hicieron que su padre, gastando más de lo que tenía, lo enviara a Nápoles a estudiar Derecho romano al amparo de un pariente que enseñaba allí. En esta ciudad entró en contacto con los dominicos y, en contra de los deseos de su familia, ingresó en la orden de Predicadores con solo 14 años adoptando el nombre de Tomasso. A partir de ese momento su vida tomó derroteros asombrosos. Continuando sus estudios en distintos conventos conoció a relevantes personajes que tendrían un gran peso en su vida. Sus ideas naturalistas y antiaristotélicas, cercanas a las de Bernardino Telesio, y su carácter cercano a la prepotencia le hicieron chocar a menudo con su superiores y ganarse poderosísimos enemigos. Varias veces estuvo recluido en las cárceles conventuales e incluso le abrieron un expediente disciplinar dentro de la orden; pero Campanella continuó su dinámica hasta que fue acusado de no delatar a un judaizante. En el registro que siguió encontraron en su celda un libro de geomancia y unos manuscritos suyos en los que abogaba por una reforma de la Iglesia. Aquí cuando se puso en un verdadero aprieto. Campanella sentía un odio visceral por las obras de Aristóteles. Para él, el contacto con la naturaleza se realizaba por los sentidos y solo por ellos se podía percibir la realidad. Su concepción, por tanto, era muy diferente de la diseñada por los escolásticos y se enfrentaba claramente al principio aristotélico del universal abstracto. El problema era que la doctrina de Aristóteles se identificaba entonces (sobre todo después de su cristianización por Tomás de Aquino) como la base de la filosofía y de los dogmas cristianos. Atacarla equivalía atacar al misma fe. Decía que los escolásticos “se apartan de las ciencias y pierden el tiempo disertando sobre el objeto de las mismas en Aristóteles […] Ni una sola vez, por Hércules, vi a uno de estos mirar al mundo, a los campos, a los mares y los montes a fin de ver las cosas en su ser natural, sino que todo lo ven en los libros de Aristóteles” (T. Campanella: ‘Philosofia sensibus demonstrata’; p. 4.). Y también “Yo aprendo más de la anatomía de una hormiga o de una hierba que de todos los libros que se han escrito desde el principios de los siglos hasta a mí” (T. Campanella: ‘Lettere’; p. 134.) Como era de esperar, las acusaciones llovieron sobre Campanella. Tras abjurar de ser sospechoso de herejía y permanecer recluido un tiempo, el Santo Oficio romano insistió para que Campanella regresara a su Calabria natal, donde sería vigilado estrechamente. Ya en Stilo, sin libros ni Biblia y con la compañía de solo dos religiosos, el fraile enfermó. Había habido en Calabria terremotos e inundaciones, se había visto un cometa y arreciaban las calamidades de siempre: hambrunas y epidemias. Campanella estaba absolutamente convencido de que las Sagradas Escrituras anunciaban para el sétimo milenio (año 1600) la primera resurrección (el triunfo de la Iglesia de los justos y su reinado sobre la Tierra). Otros signos certifican sus expectativas: el descubrimiento del Nuevo Mundo (le permite pensar en la unidad de toda la humanidad), de la calamita (hace posible la comunicación entre todas las partes de la Tierra), de la imprenta de tipos móviles (la trasmisión de ideas) y del arcabuz (someterá a las gentes rebeldes a la ley divina o natural). Aseguraba que los signos de los cielos corroboraban la inminencia de la Edad de Oro y de la catástrofe purificadora que la inaugurará. La renovación del siglo ocurrirá por el fuego, y no por el agua. El dominico predicaba estas visiones futuristas a las gentes de Stilo y alrededores, que eran víctimas de la rapiña de los ministros del virrey español. Les decía que la futura república mundial comenzaría en Calabria: los bienes serían comunes, habría dos comidas todos los días, todos vestirían de blanco y andarían calzados, la enseñanza sería para todos y la suprema autoridad sería religiosa. Todos estas afirmaciones aparecerían luego en ‘La Ciudad del Sol’, escrita mientras estaba en la cárcel. Campanella salía por los pueblos, visitaba a los enfermos a quienes devolvía la salud o se relacionaba con los personajes de la Iglesia. A su vez, denunciaba los abusos de las autoridades civiles y eclesiásticas. Y, mientras Campanella estaba a la espera de la primera resurrección los que le rodeaban preparaban una rebelión armada contra los ocupantes españoles. Muchos fueron los que participaron en aquel intento subversivo; los había desde frailes dominicos, maleantes y delincuentes, pasando por miembros de la baja nobleza. Todos parecían ver en él al único capaz de interpretar el mensaje de los astros. Pero, denunciados pocos días antes de la fecha señalada, los españoles enviaron varias compañías de soldados al mando de Spinelli para prender a los conjurados y todo acabó antes de realmente empezar. Campanella, disfrazado de pastor, trató de pasar a Sicilia, pero fue descubierto y detenido. Le acusaron de hereje y recogieron pruebas contra él. Fue conducido a Nápoles con otros ciento cincuenta y seis presos y le obligaron a redactar una confesión para Luis Xarava del Castillo, que dirigía los interrogatorios. Muchos de los señores locales colaboraron profusamente en la causa con el objetivo obtener parte de los bienes y tierras confiscadas a los insurrectos. Finalmente, una batería de pequeños intereses primero, y de intereses de Estado después le retuvieron en presidio durante veintisiete años. Campanella fue víctima, sin duda, de los recelos mutuos entre el monarca español y los papas. El dominico fue duramente torturado una y otra vez. No aguantó y admitió la confesión hecha Xarava. Esto significaba su condena a muerte. Y víctima de sus peores pensamientos decidió fingir estar loco. La Santa Sede presionó para hacerse cargo por el proceso de herejía y que fuese juzgado por un tribunal eclesiástico y no civil: se le condenó a cárcel perpetua en las dependencias de la Inquisición. A raíz de esto todos sus escritos fueron puestos en el Índice de libros prohibidos. El cautiverio fue duro y largo, pero no alcanzó a doblegar el ánimo de Campanella. En 1626 salió por fin de prisión. Temiendo una represalia por parte de los españoles, se trasladó a Roma y posteriormente a París. Durante un tiempo disfrutó del favor del papa Urbano VIII, que hasta le permitió dar a conocer sus escritos revisados; pero sus adversarios se encargaron de ponerlo en su contra publicando una obra sobre Astrología en la que el calabrés hablada de ceremonias mágicas. Sus últimos días los pasó cerca de la corte de Luis XIII. El 21 de mayo 1639 fue enterrado en el cemento de la iglesia conventual de Saint Jacques. La producción literaria de Campanella es enorme. Una Metafísica en tres voluminosos tomos, treinta libros de Teología, numerosos tratados de Filosofía, Política, Medicina, Astrología, Magia, Gramática, Arte Militar. Intervino en las controversias históricas, religiosas y política de su tiempo con opúsculos. Escribió poesía y también un buen número de cartas. Todos estas obras fueron olvidadas, salvo ‘La Ciudad del Sol’. Y esta debe su impacto más a las extravagancias que contiene que a la solidez de su contenido. El contexto histórico en el que se movía era medularmente religioso y Campanella se vio forzado a reforzar sus tesis con casos sacados de las Sagradas Escrituras y las obras patrísticas, pues es la condición que le pusieron los censores. Esto hizo que sus escritos quedasen desacreditados entonces y en los siglos siguientes. Sin embargo, Campanella estaba convencido de que su doctrina constituía una novedad en la Historia. En ‘La Ciudad del Sol’ Campanella describe una sociedad humana en el estado de naturaleza. Reacciona ante la idea de que fuera de la Iglesia no hay salvación y dentro de ella son pocos los que se salvan. El estado de la naturaleza, vivido de acuerdo a unos preceptos religiosos, no difiere del estado de gracia. Los cristianos que se guían por la razón, se salvan. Los solares forman una sociedad de filósofos que han llegado al conocimiento y práctica de cuanto es posible al ser humano sin el auxilio de la revelación y gracia divinas. Se trata de una sociedad en estado de naturaleza en el contexto de la doctrina cristiana. Para Campanella, vivir conforme a la razón proporciona los mismo contenidos morales que el cristianismo y es suficiente para salvarse. El libro se basa en una conversación entre un hospitalario (miembro de la orden de San Juan de Jerusalén) y un genovés (un supuesto piloto de Cristobal Colón). Lo primero que hace Campanella es describir el lugar: Se trata de una isla, posiblemente Sri Lanka, pero no queda claro. Para acceder a él hay que huir de los salvajes y atravesar una extensa selva; ambos conceptos simbolizan la barrera que lo separa del mundo exterior. En un monte, dominando la llanura, se encuentra la gran Ciudad del Sol. Sus habitantes, llamados solarios, encarnan la acumulación de todos los saberes humanos. Al parecer, llegaron allí huyendo de la invasión mongola. La ciudad en sí se desarrolla según una concepción del mundo que representa el sistema solar ptolemaico de siete planetas, por lo que hay siete murallas circulares y concéntricas; el cosmos, por lo tanto, queda reflejado en la ciudad. En relato, cada detalle tiene su sentido simbólico. Hay un personaje llamado Sol (el Metafísico) que es la cabeza de todos tanto en lo temporal como en lo espiritual; Campanella muestra así su idea de un poder fuertemente jerarquizado. Este, a su vez, es ayudado por tres príncipes llamados Potestad, Sabiduría y Amor, y por otros muchos oficiales que han sido entrenados desde pequeños para tal menester. En síntesis, la Ciudad del Sol es un refugio contra las crisis históricas y el paso del tiempo. La conversación entre el hospitalario y el piloto se queda a medias porque este último tiene que irse para no perder su nave. Bibliografía: – Tommaso CAMPANELLA: La Ciudad del Sol (ed. GRANADA, M.A.). Madrid : Tecnos, 2007. – Tommaso CAMPANELLA: La Ciudad del Sol (ed. GARCÍA ESTÉBANEZ, E.). Tres Cantos (Madrid): Akal, 2006.

Diego Merino 26 diciembre, 2013 27 diciembre, 2013
¡Banquero al agua!, por Leonardo da Vinci

  ¡BANQUERO AL AGUA!, case EN UN RÍO LITERARIO. Un  chiste sabio del gran Leonardo da Vinci, recogido de sus Aforismos, reúne en  una historia graciosa a dos frailes y un mercader, nombre que en la época  designaba al financiero; en este caso, más que mercader dice mercachifle,  diminutivo despectivo, pero no viene al caso: es el que controla el dinero, avariento,  frente a los otros dos pobrecitos mendicantes y hambrientos. La  escena sucede en un río genérico, literario, y podía no ser muy profundo puesto  que se disponen a vadearlo, con lo que en vez de nadar pudo salir chapoteando  fácilmente sin duda, no tenía por qué ser un gran nadador para ganar su vida a  nado. Mas la historia es sapiencial y se merece figurar entre estos episodios  de Nadadores. Gracias  al maestro Carlos Miragaya por el envío, con sus referencias editoriales, pues  esto no va más allá de ser un estímulo mínimo a una lectura interesante y más  amplia y reposada. La selección y traducción de estos Aforismos de Leonardo da Vinci es de E. García de Zúñiga (Madrid,  1977, 2ª edic., Óptima-Espasa Calpe, p.173, puntos 693, 694 y 695). Sobre ella  establecemos el texto versiculado.       De un fraile y un mercader.   Los hermanos mínimos acostumbraban a observar la Cuaresma en sus conventos absteniéndose de comer carne; pero cuando van de viaje, como viven de limosnas, les está permitido alimentarse de todo lo que les ofrecen.   Entrando, pues, en una posada dos de esos religiosos, en compañía de cierto mercachifle, se sentaron los tres a la misma mesa. Sirviéronles, como único manjar, un pollo hervido, que otra cosa no había disponible en la mísera posada.   Viendo el mercader que este único plato apenas bastaba para él solo, se volvió a los religiosos y les dijo: “Si mal no recuerdo, vosotros no coméis en vuestros conventos y en días como estos ninguna clase de carne”.   A estas palabras los religiosos, de acuerdo con su regla, hubieron de contestar sin ambages que tal era la verdad, con lo que el mercachifle, muy satisfecho, se comió el pollo; y los hermanos tuvieron que conformarse como pudieron. ***   Partiéronse luego en compañía y sucedió que después de andar un trecho, llegaron a un río de bastante anchura y profundidad.   Como los tres iban a pie –los hermanos por pobreza, y el otro por avaricia– fue necesario para comodidad de la compañía que uno de los frailes se descalzara y cargara sobre sus hombros al mercachifle, y así lo hizo, dándole a guardar sus zuecos entretanto. ***   Cuando el fraile se encontró en la mitad del río, le vino a la memoria una de las reglas de su orden, y este nuevo San Cristóbal, alzando la cabeza, preguntó al hombre que cargaba: “Dime, antes de seguir adelante, ¿llevas contigo algún dinero?”   “Sin duda –contestó el otro–; ¿puedes pensar, acaso, que un mercader como yo emprenda viaje en otras condiciones?”   “¡Cuánto lo siento! –exclamó el fraile–; nuestra regla nos prohíbe llevar dinero encima.”   Y sin más, lo arrojó al agua. Comprendió entonces el mercader que esta era la alegre venganza de su mal proceder, y sonriendo pacíficamente, con rubor y vergüenza la soportó.

Emilio Sola 28 febrero, 2012 28 febrero, 2012 banqueros, chiste, frailes mendicantes
Vasquez, sobre Durán y los indios

Trabajo de Vasquez publicado en: https://revistasipgh.org/index.php/rehiam/article/view/475 Archivos Adjuntos Angel Vasquez-DURAN Y LOS INDIOS (263 kB)

Emilio Sola 2 abril, 2021 2 abril, 2021 conquista, historia cultural, indios, México
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