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Corsarios o reyes 4-1: leyenda negra africana clásica

4.- La Berbería cervantina, de Euch Ali a Hasán Veneciano, aproximación final a la figura del converso/renegado y la “leyenda negra” –sexo y violencia– berberisca.    4.1.- África infame e inquietante, bestial y ponzoñosa.        A la hora de ordenar este libro de maravillas, que tiende demasiado naturalmente al desborde y a la desmesura, he dejado para el final los capítulos más arriesgados, dentro de un todo ya de por sí bastante azaroso, que girarán en torno a tres asuntos troncales; un telón de fondo morisco, que creo que hay que resaltar en especial, y una aproximación a la “leyenda negra” sobre Berbería en la que se abordarán las dos cuestiones más desencajadas de ella: la crueldad y la “libertad” sexual; el tabú de la homosexualidad o bujarronería, mejor, ante todo. En el conjunto, la figura del “renegado/converso”, verdadero “hombre de frontera”, aparecerá con especial nitidez. Espero.        Si hasta aquí la figura de Antonio de Sosa había sido importante, a partir de ahora se convierte en imprescindible y casi única. Un Antonio de Sosa que, como Cervantes con sus múltiples discursos, parece ser al menos dos: el taimado y objetivo del “Epítome de los reyes de Argel” y el enloquecido o enloquecedor del diálogo de la cautividad. Entre ambos, el Antonio de Sosa del diálogo de los mártires, esos treinta relatos cortos de ambiente berberisco sobre los que hemos de volver muchas veces, pequeña obra maestra de la narrativa española del Siglo de Oro (1).        La recreación de acciones sádicas que se da en los textos de Sosa no ha sido igualada en la literatura española –si se prescinde de los martirologios al uso, con los que está emparentado alguno de sus textos–, y la enumeración inacabable de horrores y reiteraciones obsesivas consigue un climax difícil de superar. El solo, con este libro que alcanzó bastante difusión dentro y fuera de España, hubiera bastado para apuntalar la leyenda de una Berbería enfermizamente cruel y entregada a todos los vicios y demasías. En sus relatos enfebrecidos, en los que cuenta y vuelve a contar un mismo suplicio repetidas veces, Sosa llega a afirmar que aquella densidad de mal allí concentrada y que él capta y transmite con fruición puede ser debida a la misma esencia profunda Áfricana.        “En todos los tiempos pasados fue muy notada de infame esta tercera parte del mundo llamada África… Y la causa desto es porque la misma propiedad del cielo de toda esta parte del mundo, y la naturaleza y calidad della, fue siempre de tal suerte que parece no tener otra virtud ni ser para más que para producir espantosos monstruos, fieros animales, pestilentes serpientes y mortíferos venenos. Y, por tanto, ser un aire y suelo tan nocivo y tan  malo, de la misma naturaleza condenado –como decía Lucano–, y que la misma naturaleza quería que estuviesen los hombres ausentes y muy apartado de tal tierra.        “Aquí se crían los soñolientos áspides, las escamosas emorrois, la inconstante quersidros, que habita unas veces en el agua y otras en la tierra. Los quelydros que corriendo levantan el polvo; la ceneris de muchos y varios colores; la anmodites arenosa; la cerastes desconjuntada y que a todas partes se revuelve; la seytala, que en el invierno se despoja; la seca dipfas, la pesada anfisibena de dos cabezas, la natrix, gran nadadora; los iaculos, grandes bogadores, las foreas de la cola levantada, el goloso prester, la ponzoñosa seps, el basilisco, matador con sola vista, y, finalmente, dos grandes y muy dañosos dragones y otras infinitas ponzoñas y pestilencias, que no son para otra cosa que para daño y ruina de la naturaleza humana…        “Por ser esta parte del mundo tan fértil para criar muertes, fingieron los poetas que volviendo Perseo, hermano de Palas, de la muerte de Medusa –que mató con la espada corva de Mercurio, llamada Harpen, y con el favor del escudo reluciente de metal de la misma Palas–, y trayendo colgada de la mano la cabeza de la dicha Medusa –cuyos cabellos eran muy ponzoñosas culebras y cuya corrupción que della goteaba todo lo que tocaba volvía en muy terrible ponzoña–, por ninguna otra parte del mundo quiso pasar sino por África, que era tierra arenosa y adonde menos sería el daño que aquella cabeza haría. Pero que fue tanta la ponzoña que, goteando de aquella sucia cabeza, recibió esta tierra, y el rocío de la sangre cruel de Medusa fue de tanta fuerza, que –recocido después por el calor de la región— produjo infinitas y venenosas serpientes.        “Y, sin duda ninguna, de la constelación, naturaleza y propiedad tan mala del aire y tierra de África todas las regiones y partes della fueron siempre, y son hoy día, muy abundantes de monstruos y fieros animales. En tal manera que por proverbio muy común se dijo siempre: `África produce algún monstruo’. Por tanto, los romanos, cuando querían hacer algún grande y maravilloso espectáculo en las fiestas que celebraban con grandísimo aparato y costa, en las cuales era costumbre, entre otras cosas, mostrar al pueblo en público algunos animales espantosos y nunca vistos –como era en los juegos circenses,  locubres (o lúgubres) memorias fúnebres y otros extraordinarios–, de África los procuraban haber –como dice Estrabón– y de allí llevaban las panteras, las onzas, los leopardos, las lyenaes, los camelopardos, los rinocerontes, las cebras y otros animales de extraña naturaleza y figura…        “Hasta los hombres nacidos en esta tierra y debajo (de) sus constelaciones participan de su calidad y propiedades naturales. Porque siempre fueron gente monstruosa, mal proporcionadas, bárbaros, rudos, incultos, agrestes, ferinos, inhumanos. Y siendo las otras dos partes del mundo, Asia y Europa, pobladas casi todas de gentes, ciudades y pueblos que viven en toda buen orden, gobierno y policía, sola África, al contrario, por la mayor parte siempre tuvo habitadores que en su vida no fueron ni son menos que animales, bestiales y sin razón. Buen testigo desto fueron los numedios, los marmaridos, los mazas, los nasamones, los garamantas, los andróginas, los asbestas, los trogloditas, los erembos, los macrobios, los espibos, los bracobios, los antomelos y otras infinitas y muy bárbaras naciones, de las cuales los autores hacen mención como de gentes que no tenían más que el nombre” (2).        La tradición antigua, llena de fabulaciones, de una África misteriosa y llena de peligros, habría atravesado la Edad Media y, con indudables matices medievales, llegaba hasta finales del siglo XVI. Mármol Carvajal, aunque con menor virulencia que Sosa, también se hacía eco de estas tradiciones: “Otros dicen que cuando los romanos conquistaron la África llamaron a esta parte de la tierra Berbería porque hallaron la gente de ella tan bestial que aún en la palabra no formaban más acento que animales” (3). El amplio “bestiario” africano de Mármol, sin duda con innumerables deudas –sobre todo sigue a  León el Africano en todo su texto–, habría hecho las delicias de Borges, por ejemplo (4).        Pero es el libro V de Los seis libros de la república de Jean Bodin el que mejor puede acercarnos a la idea que en el momento un europeo podía tener de África, y en concreto su capítulo 1, “Procedimientos para adaptar la forma de república a la diversidad de los hombres y el modo de conocer el natural de los pueblos”. “Uno de los mayores, y quizá el principal, fundamento de las repúblicas consiste en adaptar el estado al natural de los ciudadanos, así como los edictos y ordenanzas a las naturaleza de lugar, tiempo y persona”; con esta base, establece la división “entre los pueblos del norte y del sur” y los clasifica en tres grupos, el de “las regiones ardientes y…  los pueblos meridionales”, el de “los pueblos centrales y regiones templadas” y el de “los pueblos septentrionales y… las regiones frías” (5). Y es con este esquema con el que intenta elaborar una teoría sobre la influencia de los climas en el temperamento de los pueblos que llegará hasta el mismo Montesquieu, con afirmaciones de alguna manera proverbiales. “Los pueblos nórdicos son superiores en fuerza y los del mediodía en astucia, los habitantes  de las regiones centrales participan de ambas cualidades”. “Los meridionales… son más ingeniosos que los pueblos centrales” y otras del mismo tenor, en las que los españoles son presentados como pueblo meridional y con frecuencia  comparados a los franceses. De Galeno toma las teorías sobre temperamentos –“la flema hace al hombre pesado y torpe; la sangre, alegre y robusto; la cólera, activo y dispuesto; la melancolía, constante y reposado”–, y así los más norteños “son flemáticos y los meridionales melancólicos”, los norteños “son más sanguíneos y los que están más cerca de la región central son sanguíneos y coléricos. Hacia el mediodía son más coléricos y melancólicos, según son más negros o amarillos, que son los colores de la melancolía y la cólera”.          Con ese bagaje teórico determinista, movedizo y globalizador, Bodino intenta dar firmeza a sus reflexiones. “Cada uno de estos tres pueblos usa para el gobierno de los recursos que les son propios.  El pueblo de septentrión de la fuerza, el pueblo central de la justicia, el meridional de la religión”. “Los pueblos nórdicos se valen de la fuerza para todo, como los leones. Los pueblos centrales, de las leyes y de la razón. Los pueblos del mediodía se valen de engaños y astucias, como los zorros, o bien de la religión”. “No debe asombrarnos que los pueblos meridionales sean mejor gobernados mediante la religión que mediante la fuerza o la razón… cuanto más se desciende hacia el mediodía, los hombres son más devotos, más firmes y constantes en su religión, como en España y aún más en África”.        Su análisis se detiene en las dos cuestiones que habrán de ser de particular importancia en la “leyenda negra” sobre Berbería –y sobre España también para otros europeos–, la crueldad y la lujuria. “Los antiguos atribuyen a los pueblos nórdicos crueldad y barbarie… Por el contrario, el pueblo meridional es cruel y vengativo por su natural melancólico… Se trata, pues, de dos crueldades diferentes; la de los   pueblos septentrionales consiste en un ímpetu brutal, propio de animales; los meridionales son como zorros que aplican todo su ingenio a satisfacer su venganza”. Si era “pérfida y cruel” la guerra narrada por Polibio entre “espandianos y cartagineses”, “parece cosa de juego si se compara a las carnicerías descritas por León el Africano”; otros actos de crueldad –en Indias, Persia o Egipto– relata Bodino antes de concluir que “los pueblos de las regiones centrales no podrían ver ni siquiera oír tales crueldades sin horrorizarse”. El temperamento melancólico hace que haya “mayor número de locos furiosos en las regiones meridionales que en las septentrionales” y que “aunque por doquier hay locos de todas clases, sin embargo los de la región meridional suelen tener visiones terribles, predican, hablan muchas lenguas sin haberlas aprendido y, a veces, son poseídos por espíritus malignos”.        “Otra diferencia notable entre el pueblo meridional y el septentrional es que éste es más casto y púdico y el meridional más lujurioso,  lo que se debe a la melancolía espumosa. Por ello, los monstruos proceden ordinariamente de África, a la que Ptolomeo coloca bajo Escorpión y Venus, añadiendo que toda África adoraba a Venus… También sabemos que los reyes de África y Persia tenían siempre harenes de mujeres, hecho que no se puede imputar a costumbres depravadas… A escitas y alemanes les basta y les sobra con una sola mujer y César, en sus Comentarios, dice que los ingleses en su tiempo compartían una mujer entre diez o doce. Muchos septentrionales, conocedores de su impotencia, se castraban cortándose las venas parótidas debajo de las orejas, como dice Hipócrates, quien atribuye la causa de la impotencia a la frialdad del vientre y a montar mucho a caballo… Por eso los pueblos nórdicos son tan poco celosos que, según Altomer de Alemania e Irenicus que escriben elogios de su país, hombres y mujeres se bañan juntos… Por el contrario, los meridionales son tan apasionados que, a veces, mueren de celos… Los romanos condenaron, sin distinción de razas, a pena de infamia a quien tuviese más de una mujer; después, en este reino, la pena de infamia se transformó en pena capital. Esta ley romana no ha perdurado en África por los inconvenientes a que daba lugar… De lo dicho puede deducirse que el pueblo meridional está sujeto, en cuanto al cuerpo, a las mayores enfermedades y, en cuanto al espíritu, a los mayores vicios…” (6).        Aunque Bodino advierte que no hay temperamentos puros sino tantos como “mezclas” de los cuatro humores, y que en cuanto “a las inclinaciones naturales de los pueblos debe advertirse que no tienen carácter necesario”, sus apreciaciones son valiosas para intentar una aproximación a esa manera de juzgar del hombre de la época, del contemporáneo de Sosa y Cervantes. En concreto, en lo referente a África, a Berbería. Si el esfuerzo de ecuanimidad y análisis frío de Bodino permite exposiciones que hoy nos parecerían hasta ingenuas en su desmesura, las de Sosa se nos aparecerán mucho más comprensibles; sus duras circunstancias personales de humillante cautiverio y en un ambiente popular y orientalizado tan provocador para su condición de clérigo post-tridentino debieron conducirle casi a la locura; eso es lo que aparece en tantos fragmentos de su obra literaria, como el citado sobre África con esa enumeración enfermiza de serpientes ponzoñosas, una de las imágenes clásicas del demonio. Eso podía suceder en mentes –como la de Sosa– disciplinadas de alguna manera. Más complejo sería acercarse a lo que pudiera suceder en medios más populares de “vértigos colectivos”, “delirios mentales” y “trances masivos” o “sueños hiperbólicos” de “sociedad visionaria” (7).       —————-   NOTAS:   (1).- Una aproximación al Antonio de Sosa narrador, E. Sola, “Miguel de Cervantes, Antonio de Sosa y África”, en Actas del I encuentro de historiadores del valle del Henares, Guadalajara, 1988, y “Antonio de Sosa, un clásico inédito amigo de Cervantes”, en el I coloquio internacional de la Asociación de Cervantistas, Alcalá de Henares, 1988, así como la introducción de J.M. Parreño y E. Sola a la edición del Diálogo de los mártires de Argel, Madrid, 1989, Hiperión. (2).- Haedo, II, pp. 127-130. (3).- Mármol, I, III, fol. 2. (4).- Ib., I, XXII, fol. 22 vto. y ss. (5).- Bodino, V, I, pp.  213 ss.  de la edic. citada de Tecnos. “Ya he explicado estas divisiones en mi libro Método de la historia y aquí no me detendré en ellas” (p. 215), dice Bodino al referirse a las clasificaciones climáticas. (6).- Todos los textos de Bodino citados son del mismo libro V, capítulo I. (7).- Son todas expresiones de P. Camporesi, op.  cit., c. 12, p. 8 y c. 13.      

Emilio Sola 25 enero, 2012 25 enero, 2012 barbarie, Berbería, Bodino, climas, crueldad, determinismos, Leyenda Negra, Perseo y la Gorgona, sexualidad, Sosa, temperamentos
“VIAJE A ORIENTE” 001

EL VIAJE A ORIENTE, de Gérard de Nerval Una incitación a descubrir a los viajeros románticos por tierras de Oriente… Eso pretende ser esta modesta traducción que, capítulo a capítulo, por entregas, como los antiguos folletones, iré dejando en el Archivo de la Frontera a quienes se interesen por ese mundo oriental, descrito, ensoñado y en muchas ocasiones inventado por Gérard de Nerval en su peculiar viaje a Oriente. Porqué he elegido a Gérard de Nerval… He viajado y trabajado durante años en algunos de los países mencionados por Nerval en su “Viaje a Oriente”, y he tenido la ocasión de vislumbrar una buena parte de los episodios descritos en la obra de este visionario del XIX que, a pesar de los años transcurridos desde su creación, no sólo no ha perdido vigencia, sino que su aguda ironía, su especial percepción y fino humor (despojándolo de los prejuicios propios de la época) son la mejor guía de viaje para el curioso que desee todavía adentrarse en ese Oriente de amalgamas culturales y contradicciones intensas. ¿Un libro de viajes?, ¿una reflexión sobre el origen de las civilizaciones?, ¿nostalgia de un mundo más libre y menos encorsetado que el “occidente” que vivió Nerval?.  Yo prefiero definir esta obra como el intento suicida de buscarse a uno mismo en una vertiginosa carrera por un Oriente, en apariencia confortable y doméstico, acogedor y hospitalario, pero a la postre ajeno y escurridizo. Nerval, en su obra, parece buscar la libertad del individuo, esa inocencia primitiva que no encuentra en su propio mundo, pero pronto se muestra aturdido y comienza a describir ese aspecto que tanto le confunde y fatiga cuando lo encuentra en su peculiar Oriente: el hombre-colectivo, el hombre despojado de su individualidad; el hombre que existe y se relaciona dentro de las reglas establecidas por la comunidad islámica. En el Islām sólo la “ŷamā’a” (colectividad musulmana) rige las normas sociales en las que se ha de mover el individuo. El individuo existe en tanto que es miembro de esa “ŷamā’a”. La “ŷamā’a” únicamente puede darse dentro del “camino” (“Islam”). Este “camino” tiene sus reglas, sus leyes para gobierno de esa comunidad. De la traducción… De los dos volúmenes que componen el “Voyage en Orient” (Viaje a Oriente), de Gérard de Nerval, editados por FLAMMARION en 1980 y comentados por Michel Jeanneret, en principio he seleccionado para su traducción la parte que se centra en su viaje a Egipto, Líbano y Siria, y he omitido, de momento, el inicio de su “Viaje…”, que comienza en Ginebra y describe la ruta seguida a través de Suiza, Austria y Grecia. El propósito de esta omisión es introducir al lector, interesado en el Oriente nervaliano, en ese universo que comienza a partir del apartado dedicado a “Las mujeres del Cairo”. He respetado el orden de los capítulos y los títulos de los mismos que aparecen en la edición de FLAMMARION. También he recogido aquellas notas de Jeanneret  necesarias para una mejor comprensión del texto, además de otras propias, que he incluido por considerarlas necesarias para aclarar algunos términos. Y ahora, les invito a seguir la aventura personal y literaria del “Viaje a Oriente” y a participar en este grupo con sus comentarios, correcciones, tertulias varias y cuanto les sugiera la lectura de este libro. EdL    CRONOLOGÍA – Gérard de Nerval (1808-1855) 1808: Gérard de Nerval nace en París el 22 de mayo. Su nombre auténtico fue Gérard Labrunie. Su padre, de Agen, en el Perigord, es del sur; la familia de su madre, una “mujer del norte”, se instaló en la región de Valois. El niño es criado por una nodriza en Loisy, cerca de Ermenonville y Mortefontaine. 1810: Su padre, médico destinado al servicio del ejército del Rhin, acompaña a las tropas napoleónicas en Alemania, siempre acompañado de su mujer. Su esposa muere en Silesia, a los veinticinco años, y será enterrada en el cementerio católico polaco de Gross-Glogau. Antoine Boucher, de Montefontaine, tío-abuelo materno de Gérard de Nerval, se hace cargo de su custodia. 1814: Regreso del doctor Labrunie, que se instala en París con el niño. Nerval volverá durante las vacaciones al Valois, en donde encontrará las adolescentes y los paisajes que conformarán sus mitos sobre la infancia feliz. 1820-1826: Alumno externo del Liceo Charlemagne, junto con su camarada Teófilo Gautier. Primeros ensayos literarios, de los que aunque todavía son escolares, se publican dos: “Elegías nacionales”[1] a la gloria de Napoleón, y “La Academia o los miembros imposibles de encontrar”[2], una comedia satírica. 1828: La traducción del “Fausto” de Goethe, le permite introducirse en los medios literarios. Le presentan a Víctor Hugo, y se une a los jóvenes románticos: Pétrus Borel, Célestin Nanteuil… 1830: Participa en la batalla de Hernani. Publica una traducción de “Poesías alemanas” y una “Selección de poesías de Ronsard, Du Bellay, etc.” 1831-1833: Toma el seudónimo de Gérard de Nerval, del nombre de una propiedad perteneciente a su familia materna. Aunque estudiante de medicina, frecuenta sobre todo los círculos de artistas. Desde ese momento y durante diez años llevará la vida de la bohemia. Colabora con poemas y traducciones del alemán en varias revistas; comienza a escribir teatro, y termina una novela “El príncipe de los idiotas”[3] 1834: Viaja a italia, hasta Nápoles. Conoce a Jenny Colon, comediante y cantante, de la que se enamora, y crea para ella una revista, “El mundo dramático”[4], que le llevará  rápidamenta a la ruina. 1835: Se instala con Teófilo Gautier, Camille Rogier, Arsène Houssaye y Esquirós, en el pasadizo del Doyenné. Es “La Bohemia galante”. 1836: Se gana la vida como periodista. Viaja a Bélgica con Gautier. 1837: Colaboración teatral con Alejandro Dumas: escriben juntos una ópera-cómica, “Piquillo”, interpretada por Jenny Colon. 1838: Jenny Colon se casa. Viaja a Alemania con Dumas. Termina el drama de “Léo Burckart”, que será representado al año siguiente. 1839: Estreno de “El alquimista”[5], en colaboración con Dumas. Misión oficiosa en Austria, por encargo del Ministerio del Interior. Deja París el 31 de octubre, pasa por Lyon, Bourg, Ginebra, Lausanna, Berna, Zurich, Constance, Lindau, Munich, Salzburgo, Linz, y llega a Viena el diecinueve de noviembre. Es recibido en la embajada de Francia, en donde conoce a la pianista Marie Pleyel y a Liszt. Su amigo Alexandre Weill le introduce en los círculos literarios, y colabora en periódicos vieneses. 1840: Sale de Viena el uno de marzo y vuelve a París, en parte a pie, por falta de dinero. Traducción del “Segundo Fausto”, publicado con un importante prefacio. Viaja a Bélgica, y de nuevo en Bruselas con Jenny Colon y Marie Pleyel. 1841: Graves preocupaciones materiales. Primera crisis de locura y estancia de ocho meses en la Clínica del Doctor Emile Blanche. 1842: Muere Jenny Colon, y del veintitrés al veintiocho de diciembre, Nerval viaja de París a Marsella acompañado por un personaje poco conocido, Joseph de Fonfrède.  1843: COMIENZA EL VIAJE A ORIENTE. Del uno al ocho de enero pasa de Marsella a Malta a bordo del “Mentor”. Del nueve al dieciséis de enero hace la travesía desde Malta a Alejandría, a bordo el Minos. Avista Cérigo, y hace escala en Syra. Del treintaiuno de enero al seis de febrero viaja por el Nilo, desde Alejandría a El Cairo. Del siete de febrero al dos de mayo reside en El Cairo. Al principio, se aloja en el Hotel Domergue, después, en una casa alquilada en el barrio copto. Paseos por los alrededores de El Cairo, lecturas y encuentros con la colonia europea en el barrio franco. De primeros a mediados de mayo, desciende hasta Damieta por el delta del Nilo, luego, navega por el Mediterráneo hasta llegar a Beirut, con escalas en Jaffa y en San Juan de Acre. De mediados de mayo a primeros de julio, reside en Beirut, en donde parece ser que estuvo enfermo. Excursiones a las montañas del Líbano. De primeros de julio al veinticinco de julio, viaja desde Beirut hasta Constantinopla, con escalas en Chipre, Rodas y Esmirna. Del veinticinco de julio al veintiocho de octubre vive en Constantinopla. Se aloja en Péra, y luego en  Estambul. Se introduce en diversos círculos, turcos y europeos, gracias al pintor Camille Rogier. Del veinticinco de septiembre al veinticinco de octubre participa en las fiestas nocturnas del Ramadán. Del veintiocho de octubre al cinco de noviembre se traslada desde Constantinopla a Malta, a bordo del “Eurotas”. Del cinco al dieciséis de noviembre pasa la cuarentena en Malta, y del dieciséis al dieciocho de noviembre navega desde Malta hasta Nápoles. Del dieciocho de noviembre al uno de diciembre permanece en Nápoles y visita Pompeya y Herculano. Es acogido por la familia del Marqués de Gargallo. Del uno al cinco de diciembre viaja de Nápoles a Marsella a bordo del “Francesco Primo”. Del cinco de diciembre al uno de enero vive en Marsella, recorre la Provenza, pasa las Navidades en Nîmes, con la familia de Camille Rogier. Después vuelve a París por Lyon. 1844: Comienza la redacción y publicación en artículos del “Viaje a Oriente”[6]. Colabora con regularidad en “L’Artiste”. Viaja a Bélgica y a Holanda con Arsène Houssaye. 1846-1847: Algunos viajes breves a los alrededores de París y a Londres. Los recuerdos de Oriente siguen apareciendo de modo fragmentario en revistas. 1848: Primer volumen de “Escenas de la vida oriental. Las mujeres del Cairo”[7], sin eco a causa de la revolución. Publica traducciones de los poemas de Heine, con el que traba amistad. 1849: Publicación de una novela histórica, “El marqués de Fayolle”[8], inacabada. Creación de “Los Montenegrinos”[9], una ópera-cómica. Nueva crisis y corto reposo en la Clínica. Viaje a Londres con Gautier. 1850: Segundo volumen de las “Escenas de la vida oriental-II. Las mujeres del Líbano”[10]. Otra obra, “El carrito del niño”[11], en colaboración con Méry. Periodo de depresión nerviosa y atención médica. Viaje a Alemania y a Bélgica. Asiste en Weimar al estreno de “Lohengrin”. 1851: Edición definitiva del “Viaje a Oriente”[12], en Chez Cepentier, el catorce de junio. Representación de “El escultor de Harlem”[13]. Nueva crisis nerviosa y nuevos tratamientos médicos intermitentes. 1852: Enfermo y hospitalizado durante tres semanas en la “Maison Dubois” (Hospital Municipal), vive a finales de ese año grandes dificultades económicas y sicológicas, hasta el punto de pedir ayuda al Ministerio. Viajes a Bélgica, Holanda y después al Valois. Trabajo considerable: publica “Lorely”, “Las noches de octubre”[14], y “Los iluminados”[15], que había estado redactando durante años. 1853: Breves escapadas al Valois. De nuevo vuelve al hospital municipal, y después, desde agosto, se interna en la Clínica del Doctor Emile Blanche, en Passy, que abandona, aunque tiene que regresar a ella enseguida. Publica “Pequeños castillos de Bohemia”[16]; termina “Las hijas del fuego”[17] y “Las Quimeras”[18]. 1854: Encargado de una misión en Oriente, debe renunciar a causa de su salud. Internado en la Clínica del Doctor Blanche hasta mayo. Viaja a Alemania, y regresa de nuevo a la Clínica en agosto, de donde le sacan sus amigos en octubre. Lleva una existencia errante, sin domicilio fijo. Aparición de “Las hijas del fuego”[19]. Publica el comienzo de “Pandora” y de “Paseos y recuerdos”[20]. Trabaja en “Aurelia”[21]. 1855: Aparecen, el uno de febrero, y luego el quince de ese mes, las dos partes de “Aurelia”. Nerval ha llegado a un terrible estado de miseria física y moral. El veintiséis de enero, al alba, le encuentran ahorcado en la calle de la Vieille-Lanterne. Es enterrado en el cementerio de Père-Lachaise.         [1] Élégies Nationales [2] L’Académie ou les membres introuvables” [3] Le Prince des sots” [4] “Le Monde dramatique” [5] L’Alchimiste” [6] “Voyage en Orient” [7] “Scènes de la vie orientale. Les femmes du Caire” [8] “Le Marquis de Fayolle” [9] “Les Montenegrins” [10] “Scènes de la vie orientale. Les femmes du Liban” [11] “Le charriot de l’enfant” [12] “Voyage en Orient” [13] “L’Imagier de Harlem” [14] “Les Nuits d’octobre” [15] “Les Illuminés” [16] “Petits Châteaux de Bohême” [17] “Les Filles du feu” [18] “les Chimères” [19] “Les Filles du feu” [20] “Promenades et Souvenirs” [21] “Aurélia”

Esmeralda de Luis y Martínez 25 enero, 2012 26 enero, 2012 cronología, Egipto, Líbano, Nerval, Oriente, presentación, traducción, Viajes
“VIAJE A ORIENTE” 002

LAS MUJERES DEL CAIRO – I. Las bodas coptas – I. La máscara y el velo                                                                     El Cairo es la ciudad de Levante con las mujeres más herméticamente veladas. En Constantinopla, cialis en Esmirna, look una muselina blanca o negra permite en ocasiones adivinar los trazos de las hermosas musulmanas y es raro que los edictos más rigurosos consigan espesar ese velo sutil. Son doncellas graciosas y coquetas que, cure aunque consagradas a un solo esposo, no les molesta, en cuanto surge la oportunidad, coquetear con otros. Pero Egipto, severo y piadoso, fue siempre el país de los enigmas y misterios. La belleza se rodea, igual que antaño, de velos y tapadas. Y ese talante gris desalienta muy pronto al frívolo europeo que a los ocho días abandona El Cairo y apresura su marcha hacia las cataratas del Nilo en busca de otras decepciones que le reserva la ciencia pero que jamás reconocerá como tales.             La paciencia era la mayor virtud de los antiguos iniciados ¿Por qué, pues, apresurarse? Vamos a detenernos e intentemos levantar un borde del austero velo de la diosa de Saïs.             Por lo demás ¿acaso no es estimulante comprobar –en un país en el que las mujeres pasan por estar prisioneras— que los bazares, calles y jardines las muestran a miles: solas y a la ventura, o en pareja, o acompañadas de un niño? Desde luego, las europeas no disfrutan de tanta libertad: aquí, las mujeres distinguidas salen, es cierto, encaramadas en pollinos y en una posición inaccesible; pero, en Europa, las mujeres del mismo rango apenas si salen y cuando lo hacen se ocultan en un coche. Por supuesto está el velo que…tal vez, no establezca una barrera tan hostil como aparenta. Entre los ricos trajes árabes y turcos que la reforma ha desechado, el mismo vestido de las mujeres da a la muchedumbre que se agolpa en las calles el alegre aspecto de un baile de máscaras; el tinte de las túnicas varía tan sólo del azul al negro. Las grandes damas se tapan cuerpo y rostro con la habbarah de ligero tafetán, mientras que las mujeres del pueblo se envuelven con gracia en un simple ropón azul de lana o algodón (khamiss) como en la antigua estatuaria egipcia. La imaginación se aviva ante esta incógnita de los rostros femeninos. Incógnita que no se extiende a todos sus encantos. Hermosas manos adornadas con anillos-talismanes y brazaletes de plata. A veces, brazos de pálido mármol se escapan por completo de sus amplias mangas remangadas por encima del hombro; pies cargados de ajorcas que la babucha abandona a cada paso y sus tobillos, que van cantando con un rumor argentino. Esto es lo que está permitido admirar, adivinar, sorprender, sin que la gente se inquiete o sin que la mujer aparente notarlo. En ocasiones, los pliegues flotantes del velo estampado en blanco y azul que cubre cabeza y hombros se deslizan ligeramente y la abertura que se manifiesta entre ese velo y la larga máscara llamada borghot,  permite vislumbrar una graciosa sien en la que los cabellos castaños se rizan en bucles apretados, como en los bustos de Cleopatra; o una pequeña y firme oreja, sacudiendo sobre el cuello y la mejilla racimos de cequíes de oro, o alguna placa taraceada de turquesas y filigrana de plata. En ese instante se siente la necesidad de dialogar con los ojos de la egipcia velada y esto es precisamente lo más peligroso. La máscara es una pieza de crin negra estrecha y larga que desciende de la cabeza a los pies, y tiene dos agujeros a la altura de los ojos, como los del capirote de un penitente. Algunos anillos brillantes son enfilados entre el intervalo que une la frente con la barbilla de la máscara y justo tras esa muralla os aguardan unos ojos ardientes, armados de todas las seducciones que puedan prestarse a tal arte. La ceja, la órbita del ojo, la pupila misma y entre las pestañas reciben un afeite, el kohl , que las resalta y es imposible destacar mejor lo poco de su persona que una mujer aquí tiene derecho a mostrar.             Yo tampoco había comprendido al principio el poder de atracción que ejercía este misterio en el que se oculta la mitad más interesante del pueblo de Oriente; pero han bastado tan sólo algunos días para enseñarme que si una mujer se siente observada, generalmente encuentra el medio de dejarse ver, si es bella. Las que no lo son, saben que es mejor mantenerse veladas y no se les ha de tomar en cuenta. La fealdad se oculta como un crimen, pero siempre se puede adivinar alguna cosa con tal de que sea bien formada, graciosa, joven y bella.             La misma ciudad, al igual que sus habitantes, va desvelando muy lentamente sus rincones más ocultos, sus interiores más turbadores. La noche en que llegué a El Cairo estaba mortalmente triste y desanimado. Un paseo de algunas horas a lomos de un asno y en compañía de un dragomán, habían conseguido demostrarme que iba a pasar allí los seis meses más aburridos de mi vida, y encima todo había sido arreglado por adelantado a fin de que no pudiera quedarme ni un día menos.  Pero, ¡cómo! ¿esto es –me decía yo— la ciudad de “Las mil y una noches”? ¿la capital de los califas fatimíes y sudaneses?…Y me perdía en el enmarañado laberinto de callejuelas estrechas y polvorientas, en medio de la muchedumbre harapienta, del estorbo de los perros, camellos y burros, cercana ya la noche cuya sombra desciende rápida, por la polvareda que empaña el cielo y la altura de las casas.             ¿Qué esperar de esa confusa maraña, tal vez tan vasta como Roma o París? ¿de esos palacios y mezquitas que se cuentan por miles? Todo fue espléndido y maravilloso, no cabe duda, pero han pasado ya treinta generaciones; la piedra se desmorona por todas partes y la madera se pudre. Da la impresión de viajar en un sueño por una ciudad del pasado, únicamente habitada por fantasmas, que la pueblan sin animarla. Cada barrio se encuentra rodeado de murallas almenadas, cerrado con pesados portones como en la Edad Media, y aún conserva el aspecto de la época de Saladino. Largos pasadizos abovedados que conducen acá y allá de una calle a otra, encontrándose uno con frecuencia en un callejón sin salida que obliga a desandar lo andado. Poco a poco todo se cierra; tan solo queda luz en los cafés, y los fumadores, sentados sobre cestos tejidos con hojas de palmera, al vago resplandor de los candiles, escuchan alguna larga historia narrada en una monótona cantinela. En tanto, las mashrabeyas -celosías de madera, talladas y entrelazadas con esmero- se iluminan y cuelgan sobre la calle a guisa de miradores. La luz que se filtra a través de estos balcones es insuficiente para guiar la marcha del caminante que, consciente de la proximidad del toque de queda, se habrá de proveer de un farolillo, pues afuera sólo se encuentran, y muy raramente, europeos o soldados haciendo la ronda.             Desde luego, no acababa de ver qué iba a hacer yo por esas calles pasada esa hora, las diez de la noche, así que me fui a la cama bastante taciturno, diciéndome que seguro que esto se repetiría así todos los días y desesperando ya de los placeres de esta capital desoladora…             Mi primer sueño se cruzaba de forma inexplicable con los vagos sonidos de una cornamusa y de una ronca viola que me estaban crispando los nervios. Esa música obstinada repetía siempre en tonos diferentes el mismo melisma y despertaba en mí los ecos de una antigua fiesta de Navidad borgoñona o provenzal. ¿Pertenecía todo esto al ensueño o a la vida? Mi espíritu aún se debatió algún tiempo antes de despertarse totalmente. Me daba la impresión de descender a la tierra de una forma grave y burlona al mismo tiempo, entre cánticos de parroquia y borrachines coronados de pámpanos, una especie de alegría patriarcal y de tristeza mitológica que mezclaba sus impresiones en ese extraño concierto, donde quejumbrosas cantinelas de iglesia formaban la base de un aire bufón apropiado para marcar los pasos de una danza de Coribantes. El ruido se acercaba y se hacía cada vez más penetrante. Me levanté, aún soñoliento, cuando una gran luz, que penetraba por el enrejado de la ventana, me avisó por fin de que se trataba de un espectáculo real. Lo que había creído soñar se materializaba en parte: hombres casi desnudos, coronados como luchadores antiguos, combatían en medio del tumulto con espadas y escudos; pero se limitaban a golpear el escudo con el acero siguiendo el ritmo de la música y, retomando la  marcha, volvían a empezar un poco más lejos la misma lucha simulada. Numerosas antorchas y pirámides de velas llevadas por niños brillaban en la calle y guiaban un largo cortejo de hombres y mujeres, del que no pude distinguir todos los detalles. Algo como un fantasma rojo tocado de una corona de pedrería avanzaba lentamente entre dos matronas de gran porte, y un grupo confuso de mujeres vestidas de azul cerraba la marcha lanzando en cada parada un gorjeo de albórbolas de singular efecto. Se trataba de una boda, no cabía la menor duda. En París ya había visto, en los grabados del ciudadano Cassas, un mosaico completo de estas ceremonias; pero lo que acababa de percibir a través de las artesas no bastaba para apagar mi curiosidad y quería a toda costa seguir al cortejo y observarlo más a mi gusto. Mi dragomán, Abdallah, al que comuniqué esta idea, simuló estremecerse de mi osadía, inquietándose un poco por el hecho de recorrer las calles en medio de la noche y hablándome del peligro de ser asesinado o asaltado. Por suerte yo había comprado uno de esos mantos de piel de camello llamados machlah que cubren a un hombre de arriba abajo, y con mi barba ya crecida y un pañolón retorcido en torno a la cabeza, el disfraz estaba a punto.

Esmeralda de Luis y Martínez 25 enero, 2012 26 enero, 2012 bodas coptas, Cairo, máscara
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I Las bodas coptas: II. Una boda a la luz de las antorchas                 La dificultad consistió en alcanzar al cortejo, patient que se había perdido en el laberinto de calles y vericuetos sin salida. El dragomán había encendido una especie de linterna de papel y estuvimos corriendo a la buena ventura, for sale guiados o extraviados de vez en cuando por los sonidos de una cornamusa que se oía a lo lejos, o por los destellos de luz reflejados en las esquinas de las encrucijadas. Al fin alcanzamos la puerta de un barrio muy diferente al nuestro. En los hogares comenzaban a verse las primeras luces, los perros ladraban, y de pronto dimos con una larga calle, resplandeciente y bulliciosa, rebosante de gente que incluso se aglomeraba en las terrazas de las casas. El cortejo avanzaba lentamente al son melancólico de los instrumentos, imitando el obstinado ruido de una puerta que chirría o de un carruaje probando ruedas nuevas. Los responsables de esta algarabía eran una veintena de hombres que desfilaban rodeados de gente con lanzas de fuego. Detrás de este cortejo, venían los niños cargados de enormes candelabros cuyas velas lanzaban una viva claridad por doquier. Los luchadores seguían con sus juegos de esgrima durante los numerosos altos de la comitiva, y algunos, subidos en zancos y con un tocado de plumas en la cabeza, simulaban atacarse con largos bastones. Más allá, unos jovencitos portaban banderolas y estandartes con emblemas y atributos de oropeles, al igual que en los tiempos de la vieja Roma; otros, mostraban unos arbolillos adornados con guirnaldas y coronas, engalanados con velas encendidas que resplandecían con sus destellos, y semejaban árboles de Navidad. Grandes placas de cobre dorado, izadas sobre perchas y engalanadas con ornamentos recubiertos de inscripciones, reflejaban aquí y allá el resplandor de las luminarias. Inmediatamente después, venían las cantantes (oualems) y las bailarinas (ghavasies), vestidas con trajes de seda a rayas, gorrito turco bordado con hilillos de oro (tarbouche) y largas trenzas, rutilantes de zequíes. Algunas tenían la nariz perforada con largos anillos, y mostraban sus rostros maquillados de colorete y aleña, mientras que otras, aunque cantando y bailando, seguían cuidadosamente tapadas. Se acompañaban, por lo general, de címbalos, sistros y tamboriles. Dos largas filas de esclavas marchaban detrás, llevando cofres y cestos en los que brillaban los presentes hechos a la novia por su esposo y su familia; luego, el cortejo de los invitados: las mujeres en medio, cuidadosamente engalanadas con sus largos mantos negros y veladas con máscaras blancas, como corresponde a las personas de calidad; los hombres, ricamente vestidos, ya que ese día, me contaba el dragomán, hasta el más humilde de los campesinos (fellahs) sabía procurarse el vestuario adecuado. Por fin, en medio de una cegadora claridad de antorchas, candelabros y pebeteros, avanzaba lentamente el rojo fantasma que yo había vislumbrado desde la ventana, es decir, la recién casada (el arouss), enteramente cubierta con un velo de cachemira que le llegaba hasta los pies, y cuya ligera seda permitía, sin duda, que la novia pudiera ver sin ser vista. Nada más exótico que esta alargada figura, avanzando bajo ese tocado de rectos pliegues, coronado por una especie de diadema piramidal resplandeciente de pedrería y que agrandaba aún más su figura. Dos matronas, vestidas de negro, la sostenían por los codos, de tal manera, que la novia parecía deslizarse lentamente sobre el suelo. Cuatro esclavas mantenían sobre su cabeza un dosel de púrpura, y otras acompañaban al cortejo con el clamor de címbalos y tamboriles. Por entonces, se había producido una nueva parada mientras yo admiraba la cabalgata, y los niños distribuyeron asientos para que la esposa y sus parientes pudieran reposar. Las oualems, volviendo sobre sus pasos, nos amenizaron con improvisaciones y coros acompañados de música y danzas, y todos los asistentes repetían algunas estrofas de sus cánticos. Yo, que en ese momento me encontraba expuesto a la vista de todos, abría la boca como los demás, imitando lo mejor que podía los eleysson y los amén que servían de réplica a las coplillas más profanas; pero un peligro mayor amenazaba mi incógnito. No me había percatado de que unos esclavos recorrían la multitud desde hacía un buen rato, escanciando un líquido claro en pequeñas tazas que iban distribuyendo entre la gente. Un egipcio enorme, vestido de rojo, y que probablemente era de la familia, presidía el reparto y recibía las congratulaciones de los bebedores. Se encontraba a tan sólo dos pasos de mí, y yo no tenía ni la menor idea de cómo dirigirme a él. Afortunadamente, había tenido tiempo de observar todos los movimientos de mis vecinos, y cuando me llegó el turno, agarré la taza con la mano izquierda y me incliné llevando la mano derecha a la altura del corazón, luego sobre la boca, y después sobre la frente. Estos movimientos son fáciles, no obstante hay que tener cuidado de no invertir el orden y reproducirlos con toda naturalidad. Desde ese instante adquirí el derecho de tomarme el contenido de la taza; pero aquí mi sorpresa fue aún mayor, ya que se trataba de un aguardiente, o más bien de una especie de anisete. ¿Cómo interpretar que musulmanes distribuyeran tales licores en sus nupcias?. De hecho, yo no me esperaba nada más allá de una limonada o de un sorbete. Aunque en realidad, era bastante evidente que tanto las almeas como los músicos y saltimbanquis del cortejo se habían beneficiado en numerosas ocasiones de esta espirituosa distribución. Por fin, la novia se levantó, y prosiguió la marcha; las campesinas (felahs) vestidas de azul, se agruparon e iniciaron de nuevo sus gritos salvajes, y todo el cortejo continuó su paseo nocturno hasta la casa de los recién casados. Satisfecho de haber pasado por un auténtico cairota, y de haberme desenvuelto bastante bien en esta ceremonia, hice una señal para llamar a mi dragomán, que se había ido algo más lejos para colocarse al paso de los repartidores de aguardiente; pero él ya no tenía prisa por retirarse y le había cogido gusto a la fiesta. –                     Vamos a seguirles hasta la casa –me susurró en voz baja. –                     Pero, ¿cómo voy a responder si me hablan? –                     Usted diga tan sólo ¡Táyeb! Es un término que vale para todo… y de todos modos, aquí estoy yo para cambiar de conversación. Ya sabía yo que en Egipto la palabra Táyeb era un comodín. Es un término que, según la entonación que se le dé, significa cualquier cosa, y ni siquiera se puede comparar al goddam de los ingleses, a menos que no sea para marcar la diferencia que hay entre un pueblo ciertamente muy educado, y una sociedad totalmente formalista y cortés. La palabra Táyeb, quiere decir al mismo tiempo: muy bien, o esto va muy bien, o eso es perfecto, o a su disposición. El tono y sobre todo el gesto añaden matices infinitos. Esta vía me parecía mucho más segura que la utilizada por un célebre viajero, Belzoni, creo; que se había introducido en una mezquita, disfrazado admirablemente, y repitiendo todos los gestos que veía hacer a sus vecinos, pero no pudiendo responder a una pregunta que le hicieron, su dragomán tuvo que contentar a los curiosos diciendo “¡No comprende, es un turco inglés!” Habíamos entrado por una puerta adornada con flores y guirnaldas en un hermoso patio bien iluminado con farolillos de colores. Las mashrabeyas proyectaban la marquetería de filigrana sobre el fondo de luz anaranjado de las habitaciones repletas de gente. Había que detenerse e intentar buscar un sitio en las galerías interiores. Sólo las mujeres subían a la casa, en donde se despojaban de sus velos, aunque desde abajo sólo se percibían de forma vaga, los colores, las listas de los vestidos y sus joyas, a través de los enrejados de las celosías. Mientras, las damas eran acogidas y agasajadas en el interior de las habitaciones por la recién casada y las mujeres de ambas familias. El marido, que había descendido de su asno, vestido con una túnica rojo y oro, recibía los cumplidos de los hombres, y les invitaba a colocarse frente a las numerosas y guarnecidas bandejas colocadas en los salones de la entrada, y repletas de platos dispuestos en pirámide. Bastaba con cruzar las piernas en el suelo, coger un plato o una taza, y comer limpiamente con los dedos. Yo no me atrevía a arriesgarme a tomar parte en el festín, por miedo a contravenir las normas. Además, la parte más interesante de la fiesta se desarrollaba en el patio, en donde las danzas continuaban con gran estruendo. Un grupo de bailarines nubios ejecutaba extraños pasos en medio de un vasto círculo formado por los invitados; iban y venían guiados por una mujer velada, tocada con un amplio manto estampado de anchas bandas y con un sable curvo en la mano con el que parecía amenazar de pronto a los danzantes, poniéndoles en fuga. A su vez, las oualem (almeas) acompañaban estas danzas con sus cánticos, y golpeaban con los dedos tamboriles de tierra cocida (tarabouki) que con un brazo mantenían suspendidos a la altura de la oreja. La orquesta, compuesta de un gran número de extraños instrumentos, hacía lo propio amenizando este conjunto, al que los asistentes se unían marcando el ritmo con palmadas. En los intervalos, entre danza y danza, circulaban los refrescos, entre los que había uno que yo no había previsto. Esclavos negros, con pequeños ibriques de plata, rociaban acá y allá sobre la gente. Se trataba de agua perfumada, cuyo suave olor de rosas no reconocí hasta sentir las gotas lanzadas al azar deslizarse sobre las mejillas y la barba. A todo esto, uno de los personajes más aparentes de la boda había avanzado hacia mí y me dijo unas palabras de un aire bastante cortés, a lo que yo le respondí con un tayeb, que pareció satisfacerle plenamente. Se dirigió a mis vecinos y pude preguntar al dragomán lo que aquello quería decir: –                     Les invita –me repuso este último— a subir a su casa para ver a la desposada. Sin duda alguna, mi respuesta había sido un asentimiento, pero como después de todo, no se trataba más que de un paseo de mujeres herméticamente tapadas, alrededor de las salas de invitados, no juzgué oportuno llevar la aventura más lejos. Bien es cierto que la novia y sus amigas se muestran entonces con los brillantes vestidos, cubiertos por el velo negro que habían lucido durante su cortejo callejero, pero yo aún no me encontraba muy seguro de mi pronunciación del táyeb como para arriesgarme hasta el seno de las familias. Llegamos, el dragomán y yo, a alcanzar la puerta exterior, que daba sobre la plaza de El-Esbekieh. –                     Es una pena –me dijo el dragomán—, podría haber asistido después al espectáculo. –                     ¿Cómo? –                     Sí, a la comedia. Enseguida pensé en el ilustre Caragueuz, pero no se trataba de eso. Caragueuz no se interpreta más que en las fiestas religiosas; es un mito, un símbolo de la más alta dignidad. Este otro espectáculo en cuestión debía componerse tan solo de breves escenas cómicas, representadas por hombres, y que podrían compararse a nuestros proverbios de sociedad. Esto se hace para entretener agradablemente durante el resto de la noche a los invitados, mientras los esposos se retiran con sus padres a la zona de la casa reservada para las mujeres. Al parecer, las fiestas de esta boda se prolongaban desde hacía ya ocho días. El dragomán me contó que el día de la firma del contrato nupcial se había realizado un sacrificio de corderos en el zaguán de la puerta, antes de que pasara por allí la novia. También me habló sobre esa ceremonia en la que se rompe un cono de azúcar donde están encerrados dos pichones, cuyo vuelo es interpretado por los augures. Todas estas costumbres seguramente se remontan a la antigüedad. Volví a casa totalmente emocionado con esta escena nocturna. He aquí un pueblo para el que el matrimonio es algo grande y, aunque los detalles de esta boda indicaran una buena posición de los recién casados, también era cierto que la gente humilde se casaba casi con la misma brillantez y bullicio. Estos últimos no tienen que pagar a los músicos, bufones y bailarines, ya que la mayoría son amigos, o bien recaudan fondos entre la gente. Los trajes se los prestan; cada invitado lleva en la mano su farolillo, y la diadema de la novia no está menos cargada de diamantes y de rubíes que la de la hija de un pachá. ¿Dónde buscar en otra parte una igualdad más real? Esta joven egipcia, puede que ni tan bella bajo su velo, ni tan rica con todos sus diamantes, dispone de un día de gloria en el que avanza radiante a través de la ciudad, que la admira y corteja, investida de púrpura y con las joyas de una reina, pero desconocida para todos y misteriosa bajo su velo, como una antigua diosa del Nilo. Un solo hombre poseerá el secreto de su belleza o de esa gracia ignorada. Tan sólo uno podrá perseguir en paz durante todo el día su ideal, y creerse el favorito de una sultana, o de un hada; incluso la decepción misma no dañaría su amor propio, ya que de todos modos, los hombres de este país tienen derecho a renovar más de una vez esta jornada de ilusión y triunfo.

Esmeralda de Luis y Martínez 26 enero, 2012 26 enero, 2012 arouss, Cassas, fellahs, ghavasies, machlah, oualems, tarbouche
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I Las bodas coptas – III.- El dragomán Abdallah                 Mi dragomán es un hombre valioso, hospital pero me temo que sea un servidor demasiado noble para un señor de tan escasos medios como yo. Fue en Alejandría, sobre el puente del vapor Leónidas, donde se me presentó en todo su esplendor. Había atracado junto al navío en una barca que capitaneaba él mismo. Un mozalbete negro que acarreaba el narguile y otro dragomán más joven que él formaban su séquito. Una larga túnica blanca cubría sus ropas y resaltaba sus facciones, en donde la sangre nubia daba color a una máscara tomada directamente de las cabezas de las esfinges del antiguo Egipto. Era, sin duda, el producto de la mezcla de dos razas. Anchos aretes de oro colgaban de sus orejas, y su paso indolente, envuelto en los amplios ropajes era la viva imagen de un liberto del Bajo Imperio. No había ingleses entre los pasajeros, y nuestro hombre, un poco contrariado, no se movía de mi lado, a falta de otro cliente mejor. Desembarcamos; alquiló cuatro asnos para él, para sus sirvientes y para mí, y me condujo directamente al hotel Inglaterra, en donde aceptaron alojarme por sesenta piastras diarias. En cuanto a él, limitó sus pretensiones a la mitad de esta cantidad, con la que se encargaba de mantener al segundo dragomán y al muchacho negro. Tras haber paseado todo el día con esta importante escolta, me planteé la inutilidad del segundo dragomán, e incluso del joven negro. Abdallah (así se llamaba el personaje) no vio dificultad alguna en despedirse del colega; pero el chico negro se lo quedó a sus expensas, reduciendo el total de sus propios honorarios a veinte piastras diarias –unos cinco francos-. Llegados a El Cairo, los asnos nos llevaron derechamente al hotel Inglés de la plaza de El-Esbekieh, y allí se me vino el mundo abajo cuando me informaron que el hospedaje costaba lo mismo que en Alejandría[1]. –                     ¿Prefiere ir entonces al hotel Waghorn, en el barrio francés? –me dijo el honesto Abdallah. –                     Preferiría un hotel que no fuera inglés. –                     ¡Bien! tenemos el hotel francés de Domergue. –                     Pues vamos allá. –                     Disculpe, yo le acompañaré, pero no me voy a quedar en ese hotel. –                     ¿Por qué? –                     Porque es un hotel que sólo cuesta cuarenta piastras al día, y yo no puedo alojarme allí. –                     Pero si yo lo voy a hacer. –                     Usted es un desconocido, yo soy de la ciudad; de ordinario sirvo a señores ingleses, y debo conservar mi prestigio. No obstante, yo seguía encontrando bastante elevado el precio de este hotel para un país en donde todo es seis veces más barato que en Francia, y en el que un hombre puede vivir con una piastra al día, o lo que es lo mismo, cinco céntimos de nuestra moneda. “Hay un medio de arreglar las cosas -prosiguió Abdallah- usted se alojará dos o tres días en el hotel Domergue, adonde yo iré a visitarle como a un amigo y, mientras tanto, yo le alquilaré una casa en la ciudad y podré quedarme enseguida a su servicio sin dificultad” En efecto, al parecer, muchos europeos alquilan casas en El Cairo, a poco que se queden en la ciudad, e informado de esta circunstancia, le di plenos poderes a Abdallah. El hotel Domergue está situado al fondo de un callejón sin salida, que da a la calle principal del barrio franco. Es, después de todo, un hotel bastante curioso, limpio y bien cuidado. Los dormitorios rodean en el interior un patio cuadrado y enjalbegado, cubierto por una ligera pérgola por la que trepa y se entrelaza una parra. Un pintor francés, muy amable, aunque un poco sordo pero con bastante talento para el daguerrotipo, había montado su taller en una de las galerías altas. De vez en cuando llevaba allí a vendedoras de naranjas y caña de azúcar de la ciudad, que querían servirle de modelos y le permitían estudiar sin dificultad sus cuerpos desnudos, aunque la mayoría insistía en conservar el rostro velado, como último refugio del pudor oriental. El hotel francés posee, entre otras cosas, un jardín bastante agradable. Su restauración lucha con fortuna contra la dificultad de variar las comidas europeas en una ciudad en la que escasean el buey y la vaca. Ésa es la circunstancia que explica sobre todo el elevado precio de los hoteles ingleses, en los que la cocina se elabora con carnes en conserva y legumbres, como en los barcos. El inglés, esté donde esté, jamás cambia su menú cotidiano: rostbeaf con patatas y cerveza rubia o negra. Me encontré a la hora de comer, en la mesa, con un coronel, un obispo in partibus[2], unos pintores, una profesora de idiomas, y a dos hindúes de Bombay: el ayo y su pupilo. Por lo visto, toda la cocina meridional les parecía muy sosa, así que se sacaron de los bolsillos unos saleros de plata llenos de pimienta y mostaza, con las que salpimentaron todos los platos. Me ofrecieron probarlas, y la sensación que se debe experimentar mascando brasas al rojo vivo daría una idea exacta del fuerte sabor de estos condimentos. La decoración del hotel francés se completaba con un piano en la primera planta y un billar en el vestíbulo, y pensé que para este decorado no habría hecho falta salir de Marsella. Francamente, yo prefería probar totalmente la vida oriental. Siempre se suele encontrar una sólida y hermosa casa de varias plantas, con patios y jardines, por unas trescientas piastras al año (unos setentaicinco francos). Abdallah me mostró varias en el barrio copto y en el barrio griego. Poseían salones magníficamente decorados, con suelos de mármol y fuentes; galerías y escalinatas como en los palacios de Génova o Venecia; patios rodeados de columnatas y jardines umbrosos de árboles magníficos. Tenían todo lo necesario para llevar allí una vida principesca, a condición de poblar de criados y esclavos aquellos soberbios interiores. Y en todos ellos, ni una sola habitación en condiciones, a menos que se invirtiera una cantidad exorbitante en los arreglos indispensables. Ni un solo vidrio en las ventanas tan curiosamente recortadas, abiertas a los vientos de la tarde y a la humedad de las noches. Hombres y mujeres viven así en El Cairo, pero la oftalmia les castiga con frecuencia por esta imprudencia, que se explica por la necesidad de aire fresco. Además, yo era poco partidario de vivir prácticamente al aire libre en un rincón de un palacio inmenso que, como muchas de estas mansiones, antiguas residencias de una aristocracia extinguida, se remontan al reinado de los sultanes mamelucos y amenazan seria ruina. Abdallah acabó por encontrarme una casa mucho menos espaciosa, pero más segura y mejor aislada. Un inglés que la había habitado recientemente, había reparado y acristalado las ventanas, lo que pasaba por ser una rareza. Hubo que ir a buscar al cheikh del barrio para tratar con la propietaria, una viuda copta. Esta mujer poseía más de veinte casas, pero por procuración y para extranjeros, ya que estos no podían ser legalmente propietarios en Egipto. En realidad, la casa pertenecía al canciller del Consulado Inglés. Se redactó el contrato en árabe y hubo que pagar y hacer regalos al cheikh, al notario, al jefe de policía más cercano, además de dar bakchis (propinas) a los escribas y a los sirvientes; tras lo cual, el cheikh me entregó la llave. Llave que no se parece en nada a las nuestras y que está formada por un simple trozo de madera, similar a las palas de los panaderos, en cuyo extremo hay seis clavos dispuestos como al azar, aunque en realidad no hay tal azar en su colocación. Se introduce este singular instrumento en una escotadura de la puerta, y resulta que los clavos corresponden a pequeños orificios invisibles y ocultos en el interior, tras los que se encaja un pestillo de madera, que se desplaza y abre la cancela. Pero no basta con tener la llave de madera de la casa…que sería imposible guardar en el bolsillo, aunque se puede colgar de la cintura. También es necesario un mobiliario, acorde al lujo del interior, pero este detalle es, en todas las casas de El Cairo, de la mayor simplicidad. Abdallah me llevó hasta un bazar en donde hicimos pesar unas cuantas ocques de algodón. Con esto y con tela de Persia, unos cardadores instalados en casa, ejecutaron en unas horas unos cojines para el diván, que durante la noche se transformaban en colchones. El cuerpo del mueble se compone de un cajón alargado que un cestero construye allí mismo con hojas de palma. Es ligero, elástico y más sólido de lo que uno se podría imaginar. Una pequeña mesa redonda, algunas tazas, unos narguiles -a menos que se prefiera pedirlos prestados al cafetín vecino- y ya se puede recibir a la mejor sociedad de la ciudad. Sólo el Pachá posee un mobiliario completo: lámparas, relojes de pared, que tan sólo usa para mostrar que es amigo del comercio y del progreso europeos. Además, a las casas, también hay que dotarlas de unas esteras, tapices y cortinas para quien desee pasar por persona opulenta. En los bazares me encontré a un judío que cortesmente hizo de intermediario entre Abdallah y los vendedores para demostrarme que estaba siendo expoliado por ambas partes. El judío se aprovechó de la instalación de los muebles para acomodarse como un amigo sobre uno de los divanes; y hubo que ofrecerle una pipa y hacerle servir un café. Se llamaba Yousef, y se dedicaba a la cría del gusano de seda durante tres meses al año. El resto del tiempo, me dijo, no tenía otra ocupación que la de ir a ver las hojas de las moreras para comprobar si la recolección sería buena. Por lo demás, da la impresión de actuar de forma totalmente desinteresada, y que no busca la compañía de extranjeros sino para formarse más y perfeccionar la lengua francesa. Mi casa está situada en una calle del barrio copto, que conduce a la puerta de la ciudad correspondiente a las alamedas de Choubrah. Hay un cafetín enfrente, algo más lejos una posta de arrieros, que alquila las bestias a razón de una piastra la hora, y más allá, hay una pequeña mezquita rematada por un minarete. La primera vez que escuché la voz lenta y serena del almuédano, a la puesta del sol, me sentí invadido por una indecible melancolía. –                     ¿Qué dice? –le pregunté al dragomán. –                     La Allah illa Allah…No hay más dios que dios. –                     Conozco esa fórmula, ¿y después? –                     Vosotros, los que váis a dormir, encomendad vuestras almas al que nunca duerme. Es cierto que el sueño es otra vida que hay que tener en cuenta. Desde que llegué a El Cairo, todas las historias de “Las Mil y una noches” me dan vueltas en la cabeza, y veo en sueños a los genios[3] y gigantes encadenados por Salomón. En Francia se toman muy jocosamente el tema de los demonios que alimentan el sueño, y sólo se les reconoce como el producto de la imaginación exaltada, pero ¿acaso no existen en nosotros, y no experimentamos en ese estado todas las sensaciones de la vida real[4]? El sueño es a menudo pesado y triste en una atmósfera tan calurosa como la de Egipto, y el Pachá, se dice, tiene siempre a un sirviente de pie, junto a su lecho para despertarle cada vez que sus movimientos o su rostro traicionen un sueño agitado. Pero no es suficiente encomendarse simplemente, con fervor y confianza…¡al que nunca duerme! [1] La correspondencia muestra que Nerval tuvo, durante su viaje, graves problemas económicos, debiendo limitar al máximo sus gastos. 2.- Se refiere a la diosa Isis, diosa de Saïs, a la que increpa más adelante con estas palabras: “¡Levanta tu velo sagrado, diosa de Saïs!¿es que el más devoto de tus adeptos se ha encontrado cara a cara con la muerte?”. Louis François Cassas (1576-1827), Voyage pittoresque de la Syrie, de la Phoenicie, de la Palestine et de la Basse-Égypte (1799). (GR) Nerval toma de hecho numerosos detalles en los ,CUADERNS EGYPTIENS de W. Lane. I, 6 (v. n.94).     [2] Se dice de un obispo cuyo título es puramente honorífico y no da derecho a ninguna jurisdicción. [3] Según otra fuente utilizada con frecuencia por Nerval, un –dive- es una “criatura que no es ni hombre, ni ángel, ni diablo; es un genio, un demonio, como lo entendían los griegos, y un gigante que no es de la especie de los hombres”. (D’Herbelot, BIBLIOTHÈQUE ORIENTALE, 1697). Ver también n. 26*. (G.R.) [4] Intuición fundamental que profundizará en AURELIA: “El sueño es una segunda vida” (I,1).

Esmeralda de Luis y Martínez 26 enero, 2012 26 enero, 2012 Abdallah, bakchis, cheikh, Hotel Domergue, Hotel Waghorn, judío
Corsarios o reyes 4-2: La barca de Pedro Mansilla

4.2.- Sobre andaluces que pasaban “allende”, pills a Berbería, en los años de la guerra de las Alpujarras, con relación de los bienes secuestrados que dejaban y el episodio de la barca de Pedro Mansilla.        Sin el telón de fondo del problema morisco español es imposible comprender la desmesura de lo que sucedía en Berbería, en particular con los cristianos y con los españoles. La situación de los musulmanes españoles, a pesar de que en teoría fueran cristianos nuevos o por eso mismo, su elevado número –tal vez comparable a los habitantes de toda la Berbería central—y la proximidad geográfica de España y Berbería –unas horas de navegación– magnificaban el problema. El paso al Magreb de muchos de estos moriscos, con parientes y conocidos allí, fue frecuente. A veces, como en la expedición de Cachidiablo de 1529, un elevado número lo hacían a la vez, cargados con sus más o menos pobres bienes muebles. En las negociaciones secretas de Carlos V con Barbarroja se incluía todo un capítulo sobre ello, tal vez aquel en el que el rey español se mostraba más intransigente a toda negociación razonable, sin duda uno de los puntos que Barbarroja debió ver menos viable si de verdad quería ser rey de toda Berbería. El problema se agudizó en los años sesenta, culminando en la guerra de las Alpujarra. Hay abundante documentación de esos momentos. Algunas catas –muy pocas, sólo para despertar la imaginación– pueden servir para aproximarnos a la dimensión real de lo sucedido.        Huebro (Nixar, Almería), 16 de junio de 1559. “…Testigo Lorenzo Lazraque, alguacil en el dicho lugar… Si sabe de algunos del lugar de Hynox, de los nuevamente convertidos, se son pasados allende de dos años a esta parte… Ha más de dos años… que se pasó Diego el Gaitero, vecino del dicho lugar, hombre casado. Faltaron otros dos que son el Malo, hijo del Gaitero, vecino del dicho lugar, y… Alonso Suasera… Dicen públicamente que están en allende…        “Lorenzo de la Cueva, vecino…, que los dichos se pasaron a Berbería…        “Francisco Herir, vecino…: dijo que muy bien conoció a Pedro el Gaitero y Martín el Gaitero y Alonso Suasera, vecinos que fueron de este dicho lugar; y que Diego el Gaitero los moros lo llevaron y que los otros faltaron y no saben si se fueron o los llevaron los moros…        (Francisco El-Herir): “yo los conocí los tres… y oí decir que se fueron allende de su voluntad, aunque primero decían que los moros los habían llevado…        “Esto dicho, día y año, se hizo el secuestro de la casa y hacienda de Diego el Gaitero.        “Primeramente: una saona de lino nueva, de dos piernas. Item, otra de dos piernas. Una camisa de mujer, labrada los pechos y mangas, de seda de colores. Unos çaraoles de mujer nuevos, de lienzo casero. Unas mangas de mujer de paño, una colorada y otra morada. Un festul de seda. Una toca de lino amarillo. Una libra de lino. Una almohada traída. Una arca de madera blanca. Siete libras de capullos. Una siera grande sin armar. Y otra chica armada. Una plana de hierro de albañil. Un hareno grande y otro chico. Un colón de lana. Dos esteras de junco, el una grande con sus çalefas. Otra de junco chica con sus çalefas. Una estera de esparto buena. Una cuna para niños. Otra estera de junca traída. Un telar de tejer lienzo. Dos orones de esparto. Una sartena y trévedes. Item, una casa nueva, linderos calle real, con cargo de censo perpetuo al señor licenciado escribano Jacobo, los cuales dichos bienes secuestró el dicho señor Hernando de Sierra, por virtud del poder y comisión del dicho ilustre señor conde de Tendilla”.        Notáez, 1559: “Martín el Pandi, vecino de Notáez, bienes que dejó cuando se pasó allende. Secuestrados por Hernando de Sierra en 29 de junio 1559…        “Una casa en el dicho lugar de Notáez, donde moraba el dicho Martín el Pandi, linderos con Juan de Blanca y el camino. Dos colchones pintados, con tascos. Una colcha traída. Ocho almohadas pintadas traídas. Dos sábanas buenas. Cinco sarzos de seda para criar. Una camisa de mujer de lienzo, labrada. Un mandil labrado. Un panezuelo de hombre muy labrado, a colores. Una marlota morada y colorada con terciopelo, traída. Dos sábanas viejas y rotas. Un colchón con lana. Un cabezal de cama con lana. Una caldera. Un poyal pintado, traído. Un telar de tejer lienzo.        “Parece que el dicho secuestro que el dicho Martín el Pandi tenía, lo tomó Aladrí cuando se pasó allende”.        En algunas series se apunta toda una historia real de trasfondo dramático, como la que debió ser la aventura de la barca de un armador, Pedro Mansilla, que una noche pasó a Berbería con familias enteras, un 11 de agosto, el del año 1568. A mediados de abril se habían iniciado los sucesos violentos en el Albaicín de Granada que desembocarían en una cruel guerra. El temor provocado por la tensión debió ser grande.        Alquián, 12 de agosto de 1568.  “Andrés de Ampuero, alguacil mayor… ante mí, Juan de Baena, escribano…, secuestró los bienes… de Diego Hanfat Caguer, vecino del dicho lugar de Alquián, que se fue a Berbería en la barca de Mansilla, los cuales son los siguientes.      “Vendido. Iten…, 38 ovejas y dos carneros. Vendido. Iten…, 27 hanegas de cevada. Iten, media hanega de linaza. Vendido. Iten, 50 çarcos de carrizo para criar seda. Iten, 10 orones de esparto. Iten, dos esteras de esparto, la una de 16 pleitas en ancho y tres varas en largo, y otra de 15 pleitas enancho y otras tres varas en largo. Vendido. Iten, 57 paneras de pleita. Iten, un arca de madera de pino mediana. Otro orón de esparto. Iten, dos vancos de cama y un çarzo de cama. Otros cuatro çarzos de carrizo. Otro banco de madera. Una mesilla baja para comer. Una criva. Otra criva vieja. Otras 20 paneras de esparto. Un barril de madera viejo. Tres espuertas. Una capacha de esparto vieja. Una tinaja de agua pequeña. Un  alcuzcuçero. Un librillo mediano. Dos albornías y una caçuela. Una tabla mediana para pan. Una orça pequeña. Otra panera. Un çedaço viejo, roto. Una calabaça mediana. Otro librillo mediano, desportillado un poco. Otro orón viejo. Un molinillo de mano. Una pala de ablentar. Un hierro de açadón. Una tinaja vieja de aceite, que cabrá cinco o seis arrobas. Dos vaquillas viejas. Un colchón de tascos, listado, viejo. Otro orón de esparto nuevo. Cuatro cargas de paja. Cien manadas de lino majado”.        Almería, 13 de agosto, 1568. “Andrés de Ampuero, alguacil mayor…, ante mí, Juan de Baena, escribano…, secuestró los bienes… de Diego el Lauxi, vecino de esta ciudad, a la colación de Santa María, que se fue a Berbería en la barca de Pedro Mansilla… (enumeración de bienes)      “Los cuales dichos bienes el dicho Andrés de Ampuero depositó en poder de Luis de Ordóñez, cristiano nuevo vecino de Almería, en el entretanto que se nombrase depositario abonado. El cual se obligó en forma de acudir con ellos y con frutos y rentas de las dichas casas y beneficiarles, cada y cuando le sea mandado por el… marqués de Mondéjar… y de dar cuenta en pago de ellos… No lo firmó porque dijo que no sabía, siendo presentes por testigos…      “En 23 del dicho mes de agosto se le secuestró al susodicho Diego de Lauxi por bienes suyos una cuarta parte de una hacienda que tiene en compañía de Pedro Chacón, vecino de esta ciudad… Andrés de Ampuero, alguacil mayor, depositó en poder del dicho Pedro Chacón. El cual se obligó a tenerla en depósito y acudir con los frutos y rentas de lo que con la dicha cuarta parte de la dicha hacienda se pagare y con lo principal della…”        Almería, 13 de agosto, 1568. “Andrés de Ampuero…, ante mí, Juan de Baena Muñoz…, secuestró los bienes de… Rodrigo Genni y Francisco el Moqueden, vecinos desta dicha ciudad… Unas casas grandes con otras accesorias, linde con casas de Rubma y con casas de Lorenzo de Guzmán, en la colación de Santiago. Bienes muebles. Una burra ruçia vieja. Una arca pequeña de madera… (sigue enumeración).        Almería, 15 de agosto, 1568. “Andrés de Ampuero… dijo que a su noticia es venido que Bartolomé Vázquez, soldado vecino de esta dicha ciudad, tomó cierta cantidad de bienes que dejaron los moriscos vecinos de esta ciudad y de las huertas que se fueron a Berbería  en la barca de pedro de Mansilla, armador, en 11 de agosto del dicho año.      “Y para que conste… qué bienes son y se secuestren por bienes de su majestad, fue a la casa del dicho Bartolomé Vázquez y le mandó que… manifieste los dichos bienes… Fuéle preguntado qué bienes muebles, ropa, seda, dineros u otra cosa… tomó de los dichos moriscos… Dijo que… yendo éste que declara desde Trafalma, donde se embarcaron los dichos moriscos, la vuelta del río, halló un rastro de una mujer y un hombre; yendo adelante por él, halló un almohada de lienço cosida y dentro della lo siguiente: Dos almohadas de çarçanan, de seda, moriscas. Cuatro pedaços de paño de muchas colores, para hacer cobertor de colcha morisca. Tres cojines de guadameçil dorado, pequeños. Dos almohadas blancas con fajas de red. Dos camisas moriscas traídas, labradas de sedas de colores. Una sábana de lienzo con los cabas amarillos. Una delantera de cama de lienzo con unas fajas coloradas. Una almohada de lienzo listada. Una capa negra, llana, grande. Un pedazo de paño pardo, que tiene tres varas…      “Bartolomé Vázquez dijo… no halló ni tomó más bienes… Andrés Ampuero, alguacil mayor, secuestró los dichos bienes y los tomó y depositó en Juan de Morales Quadrado…”        Almería, 13 de agosto, 1568. “Andrés de Ampuero…, ante mí, Juan de Baena… secuestró los bienes muebles… de García de Toledo Caxoirari, vecino de esta ciudad, que se fue a Berbería en la barca de Mansilla… (enumeración de bienes). Los cuales depositó en poder de Luis Nazari y Francisco Arraquiquí, tenderos, vecinos de esta ciudad…”         Campo de Almería, 16 de agosto, 1568. “Andrés de Ampuero…, ante mí, Juan de Baena Muñoz… secuestró los bienes… de Juan Moxacary y su madre, vecinos del campo de esta ciudad, que se pasaron… a Berbería en la barca de Pedro Mansilla, que son los siguientes:      “Primeramente, unas casas en el campo de Almería, linde con casas de Melchior Pérez y de Diego Ramírez y de Francisco el Bacho. Una arca de madera con su çerraja mediana. 10 çarços de heneas y carrizo. 66 paneras para criar seda. Unos vancos de cama. Un telar de madera nuevo. Cuatro orças pequeñas, la una quebrada. Dos tablas de madera viejas. Una tinaja para agua, pequeña. Una sartén. Una estera pequeña de junco. Ocho fanegas de cal, poco más o menos.      “Los cuales dichos bienes… depositó en poder de Diego de Rojas, el Zadi, y Francisco López Coraisa y Luis de la Torre, el Hudri, vecinos del dicho campo de Almería”.        Almería, 16 de agosto, 1568. El alguacil de Ampuero, ante el escribano de Baena, “secuestró los bienes… de Juan Navarro y de su mujer Beatriz, vecino de Almería, a la colación de Santiago, que se fue a Berbería en la dicha barca del dicho Pedro Mansilla, armador, los cuales son los siguientes:      “Primeramente, una casa que tiene en esta ciudad, en la colación de Santiago, linde con la sierra, enfrente de unas casas de Alvaro de Barrán, armador. Iten, una tienda que tiene en esta dicha ciudad, en la colación de Santiago, linde de tiendas de Diego de Poi y tienda de García Alcaide. Otras tres tiendas que tiene en la dicha calle, todas tres juntas. Bienes muebles: 26 pares de suelas de alpargates de cáñamo. Un ovillo de guita en que habrá libra y media… (enumeración larga).      “Dichos bienes… por depositarios Pedro de Alcorquí y Line Rodríguez, vecino del río, cuñado de… Julián Joly y juntamente de mancomún. No lo firmaron porque no sabían, siendo testigos Rodrigo de Andrada y Pedro Rodríguez, estantes en Almería.      “En Almería 14… septiembre… se alquilaron tres tiendas que el dicho Juan Navarro tenía… a Luis Alhachen del Pino y a García Alhachen de Flores y a Martín Arévalo, vecinos… por precio cada una de ellas de tres reales cada mes a pagar en fin de cada mes a Diego Pérez Rubina, vecino…, depositario en nombre de su majestad…”        Pechina, 1568. “Juan de Vaena, escribano… secuestró los bienes… de Lorenzo Caxali, vecino del dicho lugar de Pechina, que se pasó a Berbería en la barca de Pedro Mansilla…      “Raices: …una haça que tiene en este dicho lugar, con nueve pies de olivos y diez higueras, que tendrá cinco tahúllas poco más o menos, linde con un bancal de Sebastián de Carcaga y con Pedro de Belbia,  vecino de Almería, y con Martín Moxarca, vecino del dicho lugar, y con la rambla. Iten…, una burra con un pollino, que está en Almería en poder de Serrano, soldado. Bienes muebles: (breve enumeración)”. (8).       —————-   NOTAS:   (8).- J. Martínez Ruíz, Inventarios de bienes moriscos de Granada (siglo XVI), Madrid, 1971, CSIC, pp. 249 a 266; los textos corresponden a los documentos número 24, 26 y 30 a 37.      

Emilio Sola 26 enero, 2012 26 enero, 2012 Alpujarras, exiliados, huidos, moriscos, pasados allende, secuestro de bienes
Corsarios o reyes 4-3: Mercados de esclavos modernos

4.3.- Compra-venta de esclavos andaluces en la propia Andalucía en los años dramáticos de la guerra de las Alpujarras, con la historia entrevista del clérigo Diego Marín, tratante de esclavos.      Bienes abandonados, casas y rebaños, a veces no desdeñable el conjunto, era algo muy significativo para la época. Cuando la situación llegó a la violencia total, otros documentos impresionan no menos. Únicamente como muestra se puede reseñar el caso de Almería, bien estudiado por Nicolás Cabrillana, extrapolable al resto de Andalucía y hasta a todo el Levante valenciano. “A lo largo del siglo XVI el número de esclavos en Almería aumenta lenta pero continuamente gracias a las relaciones comerciales con el norte de África, sobre todo Orán y Argel, así como por los llegados a través de la trata portuguesa; estos esclavos recién llegados irán engrosando el contingente de los que llevaban ya varias generaciones en España” (9). La guerra de las Alpujarras, después de 1568, hará aumentar de manera considerable el número de estos esclavos andaluces.   Como aproximación a aquella realidad, he aquí otra brevísima cata de reseñas de documentos notariales de Almería, Vélez Blanco y Vera de los años 1569 a 1571:        Almería, 21 de febrero 1569. “Luis Gallego vende a Antolín de Montemayor, vecino de la ciudad de Murcia, una esclava suya que se llama Luisa, de edad de seis años, que él compró a Hernando de Truxillo…, el cual la tomó de buena guerra; la vende por 15 ducados; también le vende una mula parda en 13 ducados; de los 28 ducados se da por entregado y contento”.        Almería, 14 de marzo 1569. “Antón Pérez y Pedro García, vecinos de Almazarrón, venden a Tomás López, vecino de la ciudad de Almería, una esclava que se llama Beatriz, mujer de Andrés Pérez…, con dos muchachas hijas suyas; una se llama María, de 12 años de edad, y otra llamada Leonor, de 13 años; las cuales le cupieron de repartimiento `en lo de Félix'; las venden por 32 ducados en reales”.        Almería, 23 de marzo 1569. “Luis Gómez, vecino de la ciudad de Almería, vende a Cristóbal Velázquez, vecino de Guadix, una esclava llamada Isabel, de 12 o 13 años de edad, habida de buena guerra en el lugar de Dalías en una cabalgada que él y otros compañeros suyos hicieron; la vende por 20 ducados en reales, `atento que Pedro Coxayan, su padre, pretende… la dicha su hija y que no ha de ser esclava por ciertas causas que se alega, porque con esta condición traté con vos la venta de la dicha esclava”.        Almería, 24 de marzo 1569. “Alonso de Olivencia, vecino de la ciudad de Almería, otorga carta de libertad a una esclava, que le fue adjudicada en la cabalgada de Inox, que se llama Leonor, mujer de Alonso Coyx, vecina de Tabernas, hija de Diego Gonzalo Morales, vecino de Olula; su esclava tiene una hija llamada María, de 7 años…, poco más o menos, y teniéndolas en su poder en su casa la dicha Leonor parió un hijo que ha de haber doce días, poco más o menos, el cual se le puso por nombre Alonso'; el rescate de los tres ha sido concertado en 100 ducados con Diego González Morales, padre y abuelo de los esclavos; `al dicho Alonso Coyx, niño, de causa que de haber nacido en su casa le da libertad sin intereses ninguno’. Ahora recibe 50 ducados y los otros 50 se los pagará en plazos convenidos Diego González Morales, obligándose a ello ante escribano público”.        Almería, 31 de marzo 1569. “El doctor Molina, médico, vecino de la ciudad de Almería, le otorga carta de libertad a un esclavo suyo, que le cupo en el repartimiento de Ynox, llamado Luis, hijo de Pedro el Redicaní, vecino de Alquian; le concede la libertad a instancia de Diego Verlave (?) Redicaní, tío de Luis, el cual le ha pagado 40 ducados por el rescate”.        Almería, 15 de abril 1569. “Leonor, de color moreno, viuda de Esteban López, vecina de Tabernas, se obliga a pagar a Martín Gutiérrez de Santa Cruz, vecino de la ciudad de Almería, 19 ducados de la moneda que se usa, que reconoce que le prestó para ayudarla a pagar el rescate de María, su nieta, hija de Diego Mahene, vecina de Tabernas, que tendrá 9 años poco más o menos. Los 19 ducados se los pagará el día de San Juan de junio de 1569; hasta ese día María quedará depositada en casa de Martín Gutiérrez de Santa Cruz”.        Almería, 17 de abril 1569. “Gaspar de Belmonte, `de color moreno’, vecino de Almería, otorga poder a Gerónimo de Morata, procurador del número de la misma, especialmente para que comparezca ante la Justicia de la ciudad, y denuncie que le han raptado a su mujer, y pueda llevar a cabo todas las diligencias hasta conseguir su libertad”        Almería, 30 de abril 1569. “Jorge de Castillejo…, vecino de Almería, vende para ahora y para siempre jamás a Pantaleón de Castelao, genovés, para él y para sus herederos, un esclavo llamado Andrés, de 6 años de edad, poco más o menos, que su padre consiguió de buena guerra en la cabalgada de Ohanes; se lo vende por 20 ducados en reales”.        Almería, 30 de abril 1569. “Alonso de Gas, clérigo presbítero, capellán de Galera, vecino de… Villalbilla, jurisdicción de Alcalá de Henares, se obliga a pagar a Gaspar Franco, vecino de… Valencia, o a quien su poder hubiere, 18 ducados en reales, que reconoce deberle porque se los prestó para comprar un esclavo llamado Bernardino; se los pagará en plazos convenidos”.        Almería, 17 de junio 1569. “Del testamento de doña Leonor de Abiz, mujer de Gabriel de Gibaje, regidor de Almería -Item mando y es mi voluntad y digo que, por cuanto yo tengo en mi servicio y por mi esclava a Juana, `de color negro’, que me la dio mi padre Luis Abiz, por los buenos servicios que me ha hecho, mando y es mi voluntad que para después de mis días la dicha Juana, mi esclava, sea persona libre y no sujeta a ninguna servidumbre… Item…, tengo por mi esclava a Catalina, `de color membrillo cocho’, que tendrá 15 años, que por buenos servicios que me ha hecho, en agradecimiento dellos…, después de yo fallecida sirva a mis hijos doce años; cumplidos, quede libre y no sujeta a ninguna servidumbre, según la propia forma y manera que la dicha Juana”.        Almería, 6 de septiembre 1569. “Francisco de Paredes, racionero de la santa iglesia catedral de Almería, vende a Juan de Pastrana, vecino de Orán, una esclava llamada Elena, de 24 años de edad, poco más o menos, comprada a un portugués; la vende por 40 ducados en reales, pagando el quinto a su majestad”.        En algunas series documentales se vislumbran verdaderos tratantes de esclavos, como un tal Francisco de las Parras:        Almería, 29 de julio 1569. “Martín del Castillo, vecino de Almería, vende a Francisco de las Parras, vecino de la misma ciudad, una esclava que se llama María Navarrete, de 15 años de edad, poco más o menos, y les cupo a él y a sus hijos de repartimiento de la cabalgada de Ynox; la vende por 55 ducados, pagado el quinto a su majestad”.        Almería, 1 de agosto 1569. “Pedro Ortiz de Careaga, vecino de Almería, de 9 o 10 años de edad, apreciado en 30 ducados; además le entrega 15 ducados en dineros, en lugar de los 45 ducados en que concertaron la cesión de derechos a cuatro esclavos, por los que andaban en pleitos contra Francisco de las Parras”.        Almería, 6 de agosto 1569. “Francisco de las Parras… vende a Jorge de Castillejo… un esclavo llamado Ginés, de 15 años de edad, poco más o menos, ` con todas sus tachas buenas o malas’, habido de buena guerra, por precio de 60 ducados en reales”.        Almería, 23 de agosto 1569. “Francisco de las Parras… `pone en soldada’ con Andrés Valdivieso, clérigo beneficiado de Santiago, de la ciudad de Almería, a dos esclavos suyos, llamados Francisco de Bascunes y Luis…, por el tiempo y espacio de un año, que empezará a contar el 22 de agosto; los esclavos han de servir al dicho Valdivieso en todo lo que les mandara, fuera y dentro de su casa, según su voluntad. Por ello pagará a Francisco de las Parras 8 ducados; la mitad de aquí a seis meses y la otra mitad a fin de año, o sea el 22 de agosto de 1570; ha de darles comida y cama. Francisco de las Parras se obliga a no quitárselos  durante el año convenido por más ni menos, bajo pena de proporcionarle otros dos esclavos tan buenos como éstos”.        O el caso del canónigo Luis de Zamora, a través de dos muestras documentales, buen hermano pero tal vez no tan buen amo:        Almería, 21 de febrero 1569. “Del codicilo del canónigo Luis de Zamora, -mando que Juan, mi esclavo, se dé a la dicha Ana de Zamora, mi hermana, para que ella disponga de él y haga a su voluntad como de cosa suya propia, por el mucho servicio que me ha hecho y por descargo de mi conciencia”.        Almería, 3 de octubre 1569. “Del testamento del canónigo Luis de Zamora, `Item, digo que un esclavo que tengo, que se dice Juan, mozo de 18 años poco más o menos, que por haberlo criado y bautizado en mi casa, que dando 80 ducados sea libre, los cuales pague dentro de tres años, dando seguridad a contentamiento de los dichos señores deán y cabildo. Iten digo que una esclava que tengo, que se dice María, mando a la dicha mi hermana para que la sirva todos los días de su vida y que ella pueda hacer de ella a su voluntad, o venderla o ahorrarla o darle libertad, como a la dicha mi hermana le parezca”.        Es difícil seleccionar, pero destaca la frecuencia de eclesiásticos, hasta trinitarios, como el siguiente caso:        Almería, 18 de enero, 1571. “Fray Antonio de Segura, fraile del convento de la Santísima Trinidad, extramuros de la ciudad de Almería, otorga poder a Francisco de Aguilar… para que en su nombre pueda vender un esclavo `mío o del dicho convento’, que se llama Ginés, barbero, de 40 años de edad, `que hube por compra en cierta almoneda’… Podrá venderlo o cambiarlo por otra cosa”.        También puede darse el caso de genoveses de compra de galeotes para sus galeras:        Vera, 7 de octubre 1569. “Juan de la Rueda, vecino de… Orán, vende a Lorenzo Petito, genovés, un morisco de los levantados en el reino de Granada, llamado Alonso Benzayre, vecino de la villa de Portilla, de color blanco, que será de edad de 30 años… para las galeras del señor George Grimaldo, genovés; lo vende por 32 ducados de oro”.        Vera, 5 de abril 1570. “Francisco de Navarrete, vecino de Vera, vende a Lorenzo Petito, genovés, habitante de la misma ciudad, un moro que se llama Alonso de Málaga, de edad de 30 años, `el cual os vendo para el servicio de las galeras’ por 30 ducados, cada ducado de once reales”.        En ocasiones, en concreto en Vélez Blanco, se alaba la salud moral o física de los esclavos contratados o se adivina alguna historia de inquietud maternal:        Vélez Blanco, 24 de marzo 1569. “Luisa Hernández, viuda de Domingo de Leiva, vecina de la villa de Vélez Rubio, vende a Luis de los Cobos, vecino de la villa de Caniles, jurisdicción de la ciudad de Baza, una esclava llamada María de Cazala, de edad de 14 años, que ganó un hijo suyo llamado Luis Hernández del despojo… de la Alpujarra y Taha de Marchena; la esclava la tenía en su casa y servicio y puede venderla porque su hijo es mozo por casar y está bajo su `mandato’. La vende por 80 ducados en oro”.        Vélez Blanco, 23 de noviembre 2569. “Antón Cano… vende a Melchor de Regebel, vecino de la villa de Carpio, una esclava blanca `parida’, llamada Leonor de Avila, con una niña de poco más de dos meses que se llama Isabel… `por sanas de endemoniadas y gota coral y buvas y otro ningún mal contagioso'; por precio de 45 ducados”.        Vélez Blanco, 27 de enero 1571. “Alonso Palomar, regidor y vecino de… Vélez Blanco, entrega a Alonso Gutiel de Tudela, vecino de… Lorca, un esclavo de color negro, de 18 años de edad, llamado Francisco; y recibe, a cambio, una esclava morisca de 13 años de edad, llamada Cecilia, natural de Felix, habida de buena guerra, más 35 ducados. Ambos están de acuerdo en el trueque de esclavos y dinero, pues los esclavos están sanos de gota coral, de mal de fuera, de mal contagioso, y no son borrachos, ni fugitivos ni ladrones”.        Para terminar –y cuesta apartarse de tan dramáticas biografías intuidas a través de esta sobria documentación–, unas palabras sobre Diego Marín, “clérigo beneficiado de Bedar y Serena, morador en la villa de Vélez Blanco”, con una abundante presencia en esta documentación notarial en un breve pero continuado periodo de tiempo:   “Vera, 12 marzo 1569. Pedro de Morales, vecino de la ciudad de Vera, vende a Diego Marín, beneficiado y cura de los lugares de Bedar y Serena, una esclava blanca llamada Leonor, de 20 años de edad, poco más o menos, natural del lugar del Bentaric (sic), `lugar alzado en deservicio de su majestad’, habida de buena guerra; por precio de 50 ducados”.        El mismo día, “Diego Marín…, como principal deudor, y Luis Maldonado, vecino de Bedar como su fiador, se comprometen de mancomún a pagar a Pedro de Morales… 52 ducados y un cahiz de trigo que le deben por razón de una esclava blanca llamada Leonor, que será de edad de 20 años, que le compró el clérigo Marín”. Cinco días después, “Diego Marín… da poder a Nicolás Pérez, clérigo, y Juan Sánchez, para que solicite del… señor obispo de Almería, don Antonio Carroinero (sic), administrador general de las iglesias del obispado, que les autorice el traspaso del arrendamiento de las haciendas y bienes habices de los lugares de Bedar y Serena, que tuvo Alonso Ximénez, sacristán de dichas iglesias”. Algo después, en abril de 1569, en Vera, “Francisco Ximénez, hijo de Alonso Ximénez… se retracta de lo que dijo contra Diego Marín… y contra su sobrina Mari Pérez, acusándolos de haber tenido trato carnal, del que Mari Pérez había parido; por el contrario, tiene a los dos `por hijosdalgo y buenos cristianos’”. El 8 de abril, en Vera, “Diego Marín… traspasa y vende a Cristóbal Gutiérrez, mercader de seda, vecino de la ciudad de Jaén, una esclava de color blanco llamada Isabel, vecina de Gérgal, de edad de 20 años poco más o menos, que es de los levantados en este reino de Granadea, por precio de 50 ducados, de once reales cada ducado”. Una semana después, “Critóbal Gutiérrez… otorga poder a Martín García, mercader, y a Rofrigo Llerena, procurador, vecinos de Vera, especialmente para que requieran a Diego Marín… y Mari Gómez, vecina de Vera, que le habían puesto pleito y embargo en la villa de las Cuevas a dos esclavas que le vendieron”. Este mercader de seda había comprado, en total, tres esclavas de 20 años, María de Dalías, Isabel de Gérgal y María de Marchena, en 50 ducados, salvo la última en 60; y esta última, el 6 de mayo en Vera, la vendió en 100 ducados a Pedro Tiruel, el Daí, y Alonso Albejarí, vecinos de la villa de Portilla, sin duda parientes de la muchacha; era la que le había comprado a la viuda Mari Gómez y por la que había pleiteado. Todavía a mediados de abril de 1569, Diego Marín concedía carta de libertad a cuatro esclavas. A saber, “Beatriz García, mujer de Luis Villaquinta…, de Camarín, en la Taha de Andarax, de las Alpujarras; esclava que él compró a Codes, maestro de esgrima, vecino de… Murcia. Por su rescate ella ha pagado 18.700 maravedís”; “Luisa, mujer de Fernando Hezi, vecino de… Abla, jurisdicción de Fiñana, de edad de 50 años poco más o menos, que él compró a unos vecinos de Lubrin; por su rescate le ha pagado la dicha cautiva 13.375 maravedís”; “María, mujer de García Alfaraz, vecina de la villa de Ragol, en la Taha de Marchena, de 50 años de edad. Esta cautiva fue comprada a Diego Algariz y Alonso Aldaray, vecinos de la villa de Lubrin. Por su libertad ella le ha pagado 7.500 maravedís”. Finalmente, “Catalina, hija de García Alfaraz, vecina del lugar de Ragol…, que compró a Diego Algariz y Alonso Aldaray… Por su rescate le ha pagado 14.000 maravedís”.        En julio del año siguiente, 1570, en Vera, “Diego Marín… se obliga a pagar a Juan Ortiz, procurador vecino de (Vera), 664 reales de la moneda usual en Castilla que reconoce deberle como resto de 990 reales que se obligó de pagar por Diego el Caziz, vecino de la villa de Lubrin”. Y a finales de octubre de dicho año sigue en negocio de esclavos: “Hernando de Guzmán, vecino de… Vera, otorga poder a Diego Marín… para que en su nombre pueda pedir, haber y recibir una esclava llamada María Zinoelquizi, mujer de Bernardino Mo…, vecina de Abla, de 33 o 34 años, que se fue de la ciudad de Vera, estando ya en su casa y poder, hará unos cuatro meses; y un esclavo que también se fue y ausentó, hará diez meses, que se llama Alvaro Torres, natural del lugar de Zurgena, mozo de edad de 20 años”. Menos de cuatromeses después compra un niño y otra esclava; el 13 de enero de 1571 “Antón Sánchez, vecino de… Vera, vende a Diego Marín… un esclavo muchacho, llamado Luis, natural de… Bedar, de 6 años de edad, hijo de Hernando Azus; por precio de 10 ducados en reales”; tres días después, “Pedro de Ayora, el viejo, vecino de… Vera, vende y traspasa a Diego Marín… una esclava morisca llamada María, mujer de Bartolmé Ataniz, vecina de… Lubrin, de 40 años de edad poco más o menos, por el precio de 30 ducados de once reales cada ducado”. El mismo día, él y otro cura pedían unir sus beneficios: “Diego de Salcedo, clérigo, beneficiado de la iglesia de Vera, y Diego Marín, clérigo, beneficiado de los lugares de Bedar y Serena, acuerdan solicitar a su magestad conceda al señor obispo de Almería licencia para poder unir ambos beneficios, pues así conviene por causas justas y honestas”.        Finalmente, parece que Diego Marín quiso vender sus esclavos, o una parte importante de ellos:        Vélez Blanco, 8 de septiembre de 1571. “Diego Marín…, morador de la villa de Vélez Blanco, otorga poder a Alonso Palomar, regidor y vecino de la misma, especialmente para que por él y en su nombre pueda vender, trocar y cambiar todos los esclavos y esclavas blancos que él tiene…, habidos de buena guerra, `en la que su majestad mandó hacer contra los moros rebelados del reino de Granada”.        Vélez Blanco, 4 de octubre de 1571.  “Alonso Palomar… vende a Gerónimo Rodríguez, vecino de la ciudad de Toledo, habitante de Valencia, dos esclavos blancos, uno llamado Juan Garnatexí, de 22 años de edad, poco más o menos, y otro llamado Bordun, de edad de 24 años; mas una esclava que se llama Catalina, de 30 años de edad, con un niño hijo suyo de 4 años; todos habidos de buena guerra; vendidos por sujetos y cautivos, adjudicados por la justicia a Diego Marín, clérigo…, `el cual Diego Marín me lo dio para que yo dispusiera de ellos como cosa mía propia'; los vende por 1.250 reales.        Interesante figura la de este clérigo Diego Marín, poco después activo agente de Felipe II en Marruecos, intérprete y persona importante en acciones entre diplomáticas y de espionaje en los años en torno a la dramática batalla de los tres reyes en el verano de 1578, y así lo recoge un historiador de ese tiempo como Cabrera de Córdoba (10).           ————     NOTAS:   (9).- N. Cabrillana, “La esclavitud en Almería según los protocolos notariales (1519-1575). Tipología documental”, en Actas de las I jornadas de metodología aplicada de las ciencias históricas, Vigo 1975, Fundación Universitaria y Universidad de Santiago, V, p.  306. (10).- N. Cabrillana, Documentos notariales referentes a los moriscos (1569-1571), Granada, 1978, Universidad de Granada, pp. 26 ss. Los textos son los documentos número 9, 26, 45, 46, 62, 100, 107, 116, 117, 143, 175, 154, 157, 164, 170, 192, 261, 383, 636, 660, 422, 438, 445 del repertorio de Cabrillana; los referentes a Diego Marín, del mismo repertorio, son los número 532, 533, 482, 484, 565, 571, 564 a 567, 490 a 493, 730, 759, 914, 918, 920, 915, 462 y 464.  

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“VIAJE A ORIENTE” 005

I. Las bodas coptas – IV. Inconvenientes del celibato  He comenzado contando la historia de mi primera noche, buy viagra y se comprende que debí despertarme un poco más tarde a la mañana siguiente. Abdallah me anunció la visita del cheikh de mi barrio, que ya había venido otra vez esta mañana. Este bondadoso anciano de barba blanca esperó a que yo me despertara en el café de enfrente, con su secretario y un negro portador de su narguile. Yo no me extrañé de su paciencia. Cualquier europeo que no sea ni un industrial ni un negociante es todo un personaje en Egipto. El cheikh se sentó en uno de los divanes; se le cebó la pipa y se le sirvió café. A partir de ese momento comenzó su discurso, que Abdallah me iba traduciendo al mismo tiempo: –                     Viene a devolverle el dinero que usted le dio como alquiler de la casa. –                     ¿Y por qué?, ¿qué razón da? –                     Dice que no saben la forma de vivir que usted tiene, que sus costumbres no son conocidas. –                     ¿Ha observado que mis hábitos fueran malos? –                     No es eso lo que dice; es que no se sabe nada de ellos. –                     Pero entonces, ¿es que no tiene una buena opinión? –                     Dice que había pensado que usted viviría en la casa con una mujer. –                     Pero yo no estoy casado. –                     Eso no es de su incumbencia, el que usted esté casado o no; pero dice que sus vecinos tienen mujeres, y que van a estar inquietos si usted no tiene una. –                     Además esa es la costumbre por aquí. –                     ¿Qué quiere entonces que haga? –                     Que deje usted la casa o que tome una mujer para vivir aquí con ella. –                     Dile que en mi país no es de buen tono vivir con una mujer sin estar casado. La respuesta del anciano ante esta observación moral, fue acompañada de una expresión totalmente paternal que las palabras traducidas no pueden reflejar más que imperfectamente. –                     Le va a dar un consejo –me dijo Abdallah—. Dice que un señor (effendi) como usted, no debe vivir sólo, y que siempre es más honorable alimentar a una mujer y hacerle algun bien, y que aún es mejor, añadió, alimentar a muchas, cuando la religión de uno se lo permita. El razonamiento de este turco me conmovió, aunque mi conciencia europea luchaba contra ese punto de vista, que no comprendí en toda su justeza, hasta estudiar la situación de las mujeres en este país. Pedí que le respondieran al cheikh que esperara hasta que me informara por mis amigos de lo que convendría hacer. Había alquilado la casa por seis meses, la había amueblado, me encontraba allí bastante agusto, y quería tan solo informarme de los medios para resistir a las pretensiones del cheikh de romper nuestro trato y echarme de la casa por culpa de mi celibato. Tras mucho dudarlo, me decidí a tomar consejo del pintor del hotel Damergue, que me había querido introducir en su taller e iniciar en las maravillas del daguerrotipo. Este pintor era duro de oído, a tal extremo, que una conversación por medio de un intérprete hubiera sido aún más divertida. A pesar de todo, me fui a su casa, atravesando la plaza de El-Esbekieh hasta la esquina de una calle que tuerce hacia el barrio franco, cuando de pronto oí unas exclamaciones de alegría, que provenían de un amplio patio en donde se paseaban en ese instante unos hermosos caballos. Uno de los mozos se me enganchó al cuello en un caluroso abrazo. Era un muchacho fuertote, vestido con una saya azul, tocado con un turbante de lana amarillenta y que recordé haberme fijado antes en él, mientras viajaba en el vapor, a causa de su rostro, que me recordaba mucho a las grandes cabezas que se ven en los sarcófagos de las momias. ¡Tayeb!, ¡tayeb! (bien, bien) le dije a aquel expansivo mortal, desembarazándome de sus abrazos y buscando tras de mí al dragomán Abdallah, que se había perdido entre la multitud, no gustándole sin duda el hecho de ser visto cortejando al amigo de un simple palafrenero. Este musulmán mimado por los turistas de Inglaterra al parecer no recordaba que Mahoma había sido camellero. Mientras tanto, el egipcio me tiró de la manga y me arrastró hacia el patio, que era la caballeriza del pachá de Egipto, y allí, al fondo de una galería, medio recostado en un diván de madera, reconocí a otro de mis compañeros de viaje, un poco más aceptable en sociedad, Solimán-Aga, del que ya había hablado cuando coincidí con él en el barco austríaco, el Francisco Primo. Solimán-Aga también me reconoció, y aunque más sobrio en demostraciones que su subordinado, me hizo sentar cerca de él, me ofreció una pipa y pidió café… Añadamos, como muestra de sus costumbres, que el simple palafrenero, considerándose digno de momento de nuestra compañía, se sentó en el suelo, cruzando las piernas, y recibió, al igual que yo una larga pipa, y una de esas pequeñas tazas repletas de un moka ardiente, de esos que ponen en una especie de huevera dorada para no quemarse los dedos. No tardó en formarse un corrillo a nuestro alrededor. Abdallah, viendo que la cosa tomaba un cariz más conveniente, se mostró al fin, dignándose favorecer nuestra conversación. Yo ya sabía que Solimán-Aga era un tipo bastante amable, y aunque en nuestra travesía común no tuvimos más que relaciones de pantomima, habíamos llegado a un grado de confraternización bastante avanzado como para que pudiera sin indiscreción informarle de mis asuntos y pedirle consejo. –                     ¡Machallah! –gritó de entrada—, ¡el cheikh tiene toda la razón, un hombre joven de su edad debería haberse casado ya varias veces! –                     Como usted sabe –repuse tímidamente—, en mi religión sólo se puede tomar una esposa, que hay que conservar para siempre, de modo que normalmente uno se toma tiempo para reflexionar y elegir lo mejor posible. –                     ¡Ah!, yo no hablo de vuestras mujeres rumis (europeas), esas son de todo el mundo y no os pertenecen sólo a vosotros. Esas pobres criaturas locas muestran su rostro enteramente desnudo, no sólo a quienes quieran verlo, sino incluso a quien no lo deseara. Imagínense –añadió estallando en carcajadas— en las calles, mirándome con ojos de pasión, y algunas incluso llevando su impudor hasta querer abrazarme. Viendo a los oyentes escandalizados al llegar a ese punto, me creí en el deber de decirles, por el honor de los europeos, que Solimán-Aga confundía sin duda la solicitud interesada de algunas mujeres, con la curiosidad honesta de la mayoría. –                     ¡Y ya quisieran –continuó Solimán-Aga, sin responder a mi observación, que parecía dictada únicamente por el amor propio nacional— esas bellezas merecer que un creyente les permitiera besarle la mano! pues son plantas de invierno, sin color y sin gusto, rostros malencarados atormentados por el hambre, pues apenas comen, y sus cuerpos desfallecerían entre mis manos. Y desposarlas, aún peor, han sido tan mal educadas, que serían la guerra y la desgracia de la casa. Aquí, las mujeres viven juntas, pero separadas de los hombres, que es la mejor manera de que reine la tranquilidad. –                     ¿Pero no viven ustedes –le repuse— en medio de sus mujeres en los harenes? –                     ¡Dios todopoderoso! exclamó, acabaríamos todos con dolor de cabeza aguantando su constante parloteo. ¿No ve usted que aquí los hombres que no tienen nada que hacer pasan el tiempo de paseo, en el hamam, en la mezquita, en las audiencias, o en las visitas que se hacen unos a otros? ¿No es más agradable charlar con los amigos, escuchar historias y poemas, o fumar soñando, que hablar con las mujeres preocupadas por intereses vulgares, de tocador o de botica? –                     Pero ustedes soportarán eso mismo a la hora en que comen con ellas. –                     De ningún modo. Ellas comen juntas o por separado, a su gusto, y nosotros sólos, o con nuestros padres y amigos. Sólo unos cuantos creyentes actúan de distinto modo, pero están mal vistos en nuestra sociedad, porque llevan una vida vacía e inútil. La compañía de las mujeres vuelve al hombre ávido, egoísta y cruel; ellas destruyen la fraternidad, y la caridad entre nosotros. Son causa de querellas, injusticias y tiranía. ¡Que cada cual viva con sus iguales! Ya es bastante con que el señor de la casa, a la hora de la siesta, o cuando vuelve de noche a su cuarto, encuentre para recibirle rostros sonrientes, de amables modales, ricamente engalanadas…y, si además hay danzarinas para bailar y cantar ante él, pues entonces se puede soñar con el paraíso anticipado y creerse uno en el tercer cielo, en donde están las verdaderas bellezas, puras y sin mácula, las únicas que serán dignas de ser las eternas esposas de los verdaderos creyentes. ¿Será ésta la opinión de todos los musulmanes, o de un cierto número de ellos? Tal vez se deba ver en esto, no tanto un desprecio hacia la mujer, como un cierto platonismo antiguo, que eleva el amor por encima de los objetos perecederos. La mujer adorada, ¿no es el fantasma abstracto, la imagen incompleta de una mujer divina, prometida al creyente para toda la eternidad? Esas son las ideas que han hecho pensar que los orientales niegan el alma de las mujeres; pero hoy en día se sabe que las musulmanas verdaderamente piadosas tienen la esperanza de ver su ideal realizarse en el cielo. La historia religiosa de los árabes tiene sus santos y sus profetisas, y la hija de Mahoma, la ilustre Fátima, es la reina de este paraíso femenino. Solimán-Aga terminó por aconsejarme que abrazara el mahometismo; se lo agradecí sonriendo y le prometí que reflexionaría sobre ello. De nuevo estaba más confuso que nunca. Aún me quedaba por consultar al pintor sordo del hotel Domergue, conforme a mi primera idea.

Esmeralda de Luis y Martínez 26 enero, 2012 27 enero, 2012 Abdallah, bodas coptas, inconvenientes del celibato, rumi
8 Fernando de Vega, toledano de 40 años

(DECLARACIÓN DE FERNANDO DE VEGA).   Testigo. En este dicho día, rx mes y año susodicho (13-10-1580) el dicho Miguel de Cervantes, ante mí –el dicho escribano y notario apostólico–, trajo y presentó por testigo para la dicha información   a Fernando de Vega, natural y vecino de la ciudad de Toledo –donde es casado y tiene a sus padres–, del cual se tomó y recibió juramento en forma debida de derecho.   Y, así, siendo presentado por el susodicho y habiendo jurado, y siendo preguntado por el dicho pedimiento e interrogatorio, dijo lo siguiente:   I. A la primera pregunta, dijo que este testigo conoce al dicho Miguel de Cervantes que la pregunta dice habrá tiempo y espacio de dos años, poco más o menos, que será todo lo que este testigo fue cautivo y traído para Argel.   Generales. Fue preguntado por las preguntas generales.   Dijo que este testigo es de edad de cuarenta años, poco más o menos, y que no es pariente ni enemigo del dicho Miguel de Cervantes, que lo presenta por testigo, y que no le tocan las demás generales.   II. A la segunda pregunta, dijo que este testigo, después que está en Argel –que es el tiempo que tiene dicho en las preguntas antes de ésta–, halló en el dicho Argel cautivo al dicho Miguel de Cervantes, y que de atrás había estado.   Lo demás que la pregunta dice, que público lo ha oído decir este testigo.   Y esto responde a la pregunta.   III. A la tercera pregunta, dijo que este testigo por tal persona como la pregunta dice tiene al dicho Miguel de Cervantes, porque así es público y notorio en este Argel.   Y por esta razón este testigo lo tiene por lo de la calidad contenida en la dicha pregunta.   Y si otra cosa fuera, este testigo lo supiera y no pudiera ser menos.   Y esto responde a la pregunta.   IV. A la cuarta pregunta, dijo que todo lo en ella contenido este testigo lo ha oído decir públicamente, (a)demás de que este testigo parte del dicho tiempo lo ha visto ser y pasar así como la pregunta lo dice, a la cual se refiere.   Y esto responde.   V. A la quinta pregunta, dijo que lo que en la pregunta se contiene –al tiempo y sazón que sucedió lo susodicho– este testigo aún no había venido para Argel.   Pero después que está en él, ha sabido por cosa que lo en la dicha pregunta contenido es la verdad porque personas honradas que se hallaron en el dicho efecto se lo dijeron y publicaron a este dicho testigo, (a)demás de saberse por otros muchos por Argel públicamente.   Y esto responde a la dicha pregunta.   VI. A la sexta pregunta, dijo que todo lo en ella contenido este testigo lo ha oído decir por Argel a muchas personas, por donde este dicho testigo lo creyó y tuvo por cierto.   Y esto responde a la dicha pregunta.   VII. A la séptima pregunta, dijo lo propio que en la pregunta antes de ésta, y esto responde.   VIII. A la octava pregunta, dijo que este testigo ha oído decir por Argel que el dicho Dorador –que fue el mal cristiano que la pregunta dice que después se tornó moro– descubrió lo que la pregunta dice al rey de Argel, por donde no se efectuó el negocio.   Y que todo esto lo oyó decir este testigo a muchas gentes, en especial al sargento Yepez y a Martínez, que eran cautivos viejos que ahora están en libertad. Que, aún, el dicho Martínez era del amo de este testigo.   Y esto responde a la dicha pregunta.   IX. A la novena pregunta, dijo que este testigo ha oído decir todo lo en ella se contenido, y esto responde.   X. A la décima pregunta, dijo que este testigo lo en ella contenido lo ha oído decir públicamente por Argel, por lo cual este testigo lo creyó y tiene por cierto.   Porque si otra cosa fuera, pasaran mucho trabajo los cristianos si dicho Miguel de Cervantes confesara.   Y esto responde a la dicha pregunta.   XI. A las once preguntas, dijo que este testigo lo ha oído decir muchas veces lo que la pregunta dice.   XII. A las doce preguntas, dijo que este testigo lo ha oído decir que pasó así como en ella se contiene.   XIII. A las trece preguntas, dijo este testigo que lo que pasa de ella es que de lo contenido en la dicha pregunta este testigo tiene mucha noticia de ello, porque personas principales que se hallaban en este negocio dieron cuenta de este caso.   Y así él como los demás anduvieron muchos días con gran contento esperando por momentos su libertad.   Y, así, esto que la pregunta dice pasa así como en ella se contiene, porque es verdad todo lo en ella contenido.   Y esto responde a esta pregunta.   XIV. A las catorce preguntas, dijo que la sabe como en ella se contiene porque este testigo lo que vio y pasa es:   que estando un día en el baño del rey, donde habitaba y estaba el dicho Juan Blanco de ordinario, estando allí este dicho testigo, –que lo metió dentro su patrón unos días por cierto enojo–, vio que en el dicho baño reñían unos dos frailes que estaban allí con el dicho Juan Blanco.   Y le llamaron al susodicho de trasleño (sic), diciendo que él había hecho perder la libertad a tanto número de cristianos principales.   Por lo cual este testigo, (a)demás de lo que dicho tiene, cree y sabe, por haberse hallado presente y visto por sus ojos lo que dicho tiene.   Y en lo demás se remite a lo que la pregunta dice.   XV. A las quince preguntas, dijo que lo en ella contenido es la verdad, público y notorio, y así la sabe este testigo como en ella se contiene, a la que se refiere.   XVI. A las diez y seis preguntas, dijo que este testigo sabe lo en ella contenido porque es así la verdad, público y notorio en Argel, así por cristianos como por moros (y) turcos.   Y este testigo, como consorte en el negocio, se escondió.   Y esto responde a la pregunta, a la cual se refiere.   XVII. A las diez y siete preguntas, dijo que este testigo la sabe como en ella se contiene porque lo que pasa de este caso es que:   el dicho Miguel de Cervantes, después que estuvo en manos y en poder del rey por este negocio, vio este testigo cómo el susodicho envió a decir a muchas personas que estaban fuera escondidos sobre este negocio que no tuviesen temor ninguno ni pesadumbre, que él descargaría a todos y se haría sólo a él el daño, echándose la carga y culpa.   Y que todos, uno por uno, de mano en mano, se avisasen que si los prendiesen por el negocio que todos estuviesen advertidos de echarle a él la carga como autor del negocio. Y así muchos lo divulgaban.   Y esto dice y responde a esta pregunta, a la que se refiere.   XVIII. A las diez y ocho preguntas, dijo que lo que sabe de ella es que por tal persona como la pregunta dice este testigo tiene al dicho Miguel de Cervantes,   por ser, como es, de buen trato y conversación, (a)demás de ser de las calidades que dicho tiene.   Y esto responde a la pregunta, a la cual se refiere.   XIX. A las diez y nueve preguntas, dijo que este testigo sabe la dicha pregunta como en ella se contiene por las causas y razones en la pregunta contenidas.   Y esto responde a la dicha pregunta, a la cual se refiere.   XX. A las veinte preguntas, dijo que este testigo dice lo que dicho tiene en las preguntas antes de ésta.   Y que en el tiempo que ha que conoce al dicho Miguel de Cervantes, nunca le ha visto hacer cosa fea ni oído que haya cometido contra la fe de Jesucristo, antes le ve este testigo vivir, proceder, tratar y comunicar cosas cristianas, limpias, honestas y virtuosas.   Y esto responde y dice a la pregunta, a la cual se refiere.   XXI. A las veintiuna preguntas, dijo que lo que en ella se contiene este testigo lo cree y tiene por cierto por las causas dichas contra el dicho Juan Blanco.   Que todos los que se hallaban en este negocio de la fragata se quejaban del susodicho, en especial el dicho Miguel de Cervantes como autor más principal del dicho negocio.   Y, así, el susodicho Juan Blanco procuró de hacerle todo el mal y daño que ha podido, haciendo informaciones contra el dicho Miguel de Cervantes.   Y esto responde a la dicha pregunta.   XXII. A las veintidós preguntas, dijo este testigo que lo que pasa y sabe es que oyó decir por Argel a muchas personas que se hacía comisario del Santo Oficio el dicho Juan Blanco.   Y que sobre ello había requerido que le diesen obediencia a los padres de Castilla y de Portugal que estaban allí, en el dicho Argel, rescatando.   Y siendo requerido el dicho Juan Blanco que mostrase la comisión que tenía para usar de comisario de la Inquisición, había respondido que no los tenía, ni mostró.   Y esto responde a la dicha pregunta.   XXIII. A las veintitrés preguntas, dijo que este testigo dice lo que dicho tiene en las preguntas antes de ésta.   Y que ha sabido por cosa cierta que el dicho Juan Blanco de Paz ha tomado ciertas informaciones contra personas particulares, en especial contra el dicho Miguel de Cervantes.   Y esto responde y sabe de esta pregunta.   XXIV. A las veinticuatro preguntas, dijo que este testigo lo que sabe y pasa es que el dicho Juan Blanco andaba procurando testigos, prometiéndoles dineros y sobornos.   Y que tomó información contra el dicho Miguel de Cervantes, todo a fin de estorbar e impedir sus pretentos (sic) con su majestad.   Y esto responde a la dicha pregunta.   XXV. A las veinticinco preguntas, dijo que la sabe como en ella se contiene, respecto de que este testigo estuvo ciertos días en el baño con el dicho Juan Blanco de Paz –como tiene dicho en otra pregunta–, donde los cristianos tienen su iglesia donde de ordinario se dice misa y se celebran los oficios divino.   Y en todo aquel tiempo, nunca este testigo vio decir misa al dicho Juan Blanco, ni rezar sus horas acostumbradas que son obligados a decir los sacerdotes, como el susodicho.   Antes, vio este testigo cómo el dicho Juan Blanco tuvo allí dentro, en el dicho baño, cuestiones y diferencias.   En especial, tuvo cuestión con los dos religiosos que la pregunta dice, y se murmuró allí lo mal que el dicho Juan Blanco lo había hecho en haber dado y puesto manos en dos sacerdotes, en que al uno de ellos dio un bofetón  y al otro dio de coces.   Por lo cual el susodicho dio mala cuenta de sí y puso escándalo y mal ejemplo. Y este testigo, desde entonces, le tiene en mala cuenta y reputación.   Y esto dice y responde a esta pregunta, y es verdad todo lo que en este su dicho tiene dicho, público y notorio, para el juramento que hizo.   Y firmólo de su nombre, Hernando de Vega.   Pasó ante mí, Pedro de Ribera, notario apostólico.

Emilio Sola 27 enero, 2012 12 febrero, 2012 ARGEL, cautivos, Cervantes, el Dorador, información, Juan Blanco
“VIAJE A ORIENTE” 006

I. Las bodas coptas – V. El Mousky…                  Pasada la calle y dejando a la izquierda el edificio de las caballerizas, search comienza a notarse la animación de la gran ciudad. La acera que rodea la plaza de El-Esbekieh, pharmacy solo tiene una escuálida hilera de árboles para protegerse del sol; pero altas y hermosas casas de piedra recortan en zig-zag los polvorientos rayos de sol que se proyectan sobre un lado de la calle. El lugar es, check de ordinario, muy abierto y ruidoso, con una multitud de vendedores de naranjas, bananas, caña de azúcar aún verde, cuya pulpa la gente mastica con fruición. También hay cantantes, laudistas, y encantadores de serpientes enroscadas en torno a su cuello. Allí se desarrolla un espectáculo que convierte en reales ciertas imágenes de los extravagantes ensueños de Rabelais. Un vejestorio jovial hace danzar con la rodilla pequeñas figuras cuyo cuerpo está atravesado por unos hilos como muestran nuestros Saboyanos; pero las pantomimas que aquí se escenifican son mucho menos decentes. Y no me refiero al ilustre Caragueuz, que generalmente sólo se representa mediante sombras chinescas. Un círculo maravillado, de mujeres, niños y militares aplaude inocente a estas desvergonzadas marionetas. Más allá, es un domador de monos que ha enseñado a un enorme cinocéfalo a responder con un bastón a los ataques de los perros vagabundos de la ciudad, a los que los niños achuchan contra él. Más lejos, la calle se estrecha y se oscurece por lo elevado de los edificios. Aquí, a la izquierda, se encuentra la cofradía de los derviches giróvagos, que ofrecen al público una sesión todos los martes. Después, tras un amplio portón de carruajes, sobre el que se puede admirar un gran cocodrilo relleno de paja, está la posta desde donde parten las diligencias que atraviesan el desierto, desde el Cairo hasta Suez. Se trata de coches muy ligeros, cuya forma recuerda la del prosaico cuco[1]; las ventanillas, ampliamente recortadas, exponen a todo el pasaje al viento y al polvo; lo que sin duda es una necesidad. Las ruedas de hierro llevan un doble sistema de radios, partiendo de cada extremidad del cubo para ir a juntarse en el estrecho círculo que reemplaza a las llantas. Estas singulares ruedas, más que posarse sobre el suelo, lo cortan. Pero sigamos. Aquí, a la derecha, un cabaret cristiano, es decir, una vasta bodega en donde se da de beber sobre toneles. Ante la puerta está plantado habitualmente un tipo de cara arrebolada y largos mostachos, que representa majestuosamente al franco autóctono, la raza, para decirlo mejor, que pertenece a Oriente. ¿Quién puede saber si se trata de un maltés, italiano, español o marsellés de origen? Lo único certero es su desprecio por las costumbres del país y su conciencia de la superioridad de las noches europeas, que le han inducido a refinamientos con un toque de cierta originalidad en su ajado vestuario. Sobre una levita azul, de la que los desflecados ingleses se han divorciado hace tiempo, incluidos los botones, se le ha ocurrido la idea de atar cordones que se cruzan como alamares. Su pantalón rojo se sumerge en un resto de botas fuertes, armadas de espuelas. Un vasto cuello de camisa y un sombrero blanco chepudo con revueltas verdes, alivian lo que este personaje tendría de demasiado marcial, y le restituye a su carácter civil. El nervio de buey (látigo) que lleva en la mano, aún privilegio exclusivo de los francos y de los turcos, se ejercita con frecuencia a expensas de las espaldas del pobre y paciente fellah. Casi frente al cabaret, la mirada recae sobre un estrecho callejón sin salida, por el que se arrastra un mendigo con los pies y las manos cortadas. Ese pobre diablo implora la caridad de los ingleses que pasan a cada instante, ya que el hotel Waghorn está situado en esa callejuela oscura que conduce al teatro de El Cairo y al gabinete de lectura de Madame Bonhomme, anunciado con un gran letrero escrito en caracteres franceses. Todos los placeres de la civilización se reúnen allí, y desde luego no se puede decir que haya mucho que puedan envidiar los árabes. Seguimos nuestro camino y encontramos una casa con una fachada festoneada de arabescos, único placer hasta el momento del artista y del poeta. Enseguida, la calle forma un ángulo y hay que luchar a brazo partido contra una multitud de asnos, perros, camellos, vendedores de pepinos y mujeres ofreciendo pan. Los asnos trotan, los camellos berrean, los perros se mantienen obstinadamente alineados de espaldas a lo largo de las puertas de los tres carniceros. Este pequeño rincón no estaría exento de peculiarismo árabe, a no ser porque se avista de frente el letrero de una Trattoria llena de italianos y malteses. Y al fin, frente a nosotros, en todo su esplendor, la gran calle comercial del barrio franco, vulgarmente conocida por El Mousky. El primer tramo, cubierto a medias por lonas y tejadillos, presenta dos filas de tiendas bien guarnecidas, en donde todas las naciones europeas exponen sus productos más habituales. Inglaterra domina por los tejidos y vajillas; Alemania, por la ropa de cama; Francia, por la moda; Marsella, por las especias, carnes ahumadas y pequeños y variados objetos. No cito a Marsella con Francia, ya que en Levante no se tarda en comprender que los marselleses forman una nación aparte; dicho esto en el sentido más positivo. Entre los comercios de la industria europea que más atraen la atención de los habitantes más pudientes del Cairo: los turcos reformistas, así como los coptos  y los griegos, hay una cervecería, en donde se puede contrarrestar, con ayuda de un vino de madeira, un oporto y cerveza negra, la acción a veces emoliente de las aguas del Nilo. Otro lugar de refugio contra la vida oriental es la botica Castagnol, en la que con frecuencia los Beys, los Muchias y los Nazirs de origen parisino, se dan cita con los viajeros para encontrar los recuerdos de la madre patria. No es de extrañar ver los sillones de las oficinas e incluso de los bancos del exterior, ocupados por orientales de dudoso origen, de pechera cargada de estrellas de brillantes, que hablan en francés y leen los periódicos, mientras que los Saïs se mantienen cerca y a su disposición con fogosos caballos, enjaezados con monturas bordadas en oro. Esta afluencia se explica también por la vecindad de la posta franca, situada en el callejón que lleva al hotel Domergue. Se viene a esperar todos los días la correspondencia y las novedades que llegan de lejos, según el estado de los caminos, o la diligencia de los mensajeros. El barco de vapor inglés, sólo remonta el Nilo una vez al mes. Estoy llegando al final de mi itinerario, ya que en la botica Castagnol, me encontré con mi pintor del hotel francés, que se estaba haciendo preparar cloruro de oro para un daguerrotipo. Me propuso ir con él para echar una ojeada por la ciudad; así que le di vacaciones al dragomán, que se apresuró a instalarse en la cervecería inglesa, al haberle tomado, gracias a sus anteriores clientes, una afición inmoderada por la cerveza y el whiski. Al aceptar su proposición de dar un paseo, estaba maquinando una idea aún mejor: hacerme conducir hasta el lugar más embrollado de la ciudad, abandonar al pintor con su trabajo, y después errar a la ventura, sin intérprete ni compañero. Esto era algo que hasta ahora no había podido conseguir porque el dragomán se pretendía indispensable y todos los europeos con los que me había encontrado, se empeñaban en mostrarme “las bellezas de la ciudad”. Hay que haber recorrido un poco el “midi” para comprender todo el alcance de este hipócrita ofrecimiento. Si te crees que el amable residente se convierte en guía gracias a su alma bondadosa, no hay que equivocarse, la realidad es que no tiene nada que hacer, que se aburre horriblemente, tiene necesidad de alguien para que le distraiga, para “darle conversación”, pero este sujeto no mostrará nada que uno no hubiese descubierto ya, ni siquiera conoce su ciudad, no tiene ni idea de lo que pasa en ella, lo que busca es un pretexto para el paseo y un medio de aburrirnos con sus comentarios y de distraerse con los nuestros. Por lo demás ¿qué es una hermosa perspectiva, un momento, un curioso detalle, sin el azar de lo imprevisto? Uno de los prejuicios de los europeos en El Cairo es el de no poder dar dos pasos sin ir montado en un jumento y escoltado por un criado. Los asnos son bastante buenos, estoy de acuerdo, trotan y galopan de maravilla; el mulero sirve de parapeto y hace apartarse a la muchedumbre gritando: ¡Ha!, ¡Ha! ,¡Iniglas, Smalac!, o lo que es lo mismo, ¡a derecha!, ¡a izquierda!. A las mujeres que al parecer tienen el oído o la cabeza más dura que los demás transeúntes, el asnero les anda gritando constantemente: ¡Ia, bent! ¡eh, muchacha! de un tono imperioso que resalta debidamente la superioridad del sexo masculino. [1] Antiguo coche de punto.

Esmeralda de Luis y Martínez 27 enero, 2012 27 enero, 2012 El Mousky
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