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Luis de Camoens y Los Lusiadas: Neptuno desnudo nadador

LUIS DE CAMOENS: Los Lusiadas. Edición de Nicolás Extremera y José Antonio Sabio. Traducción de Benito Caldera. Madrid, 1986: Cátedra.   Una ficha biográfica básica: Luis de Camoens, nacido probablemente en Lisboa hacia 1524, de familia de origen gallego; estudió en Coimbra; su tío el canciller de la Universidad le inició en estudios clásicos y modernos muy amplios, lo que se reflejó en su obra. Entre 1545 y 1548, fue soldado en Ceuta, donde perdió un ojo. Preso por una riña del verano de 1552 hasta primavera de 1553, se embarcó y en septiembre de ese año llegó a Goa. Participó en expediciones por el sudeste asiático, con un naufragio en el Mecón en el que a punto estuvo de perder su poema. Vuelve a Lisboa en 1570 y publica el poema en 1572. Murió en 1580.   La primera edición portuguesa es de 1572 y la segunda de 1584 (de Manuel de Lyra, conocida como “de los Piscos”). Entre ellas, aparecen dos versiones españolas, patrocinadas por las Universidades de Alcalá y de Salamanca, que aparecen las dos en 1580. La de Alcalá, impresa por Juan Gracián, es traducción de Benito Caldera, un joven agustino al parecer, tal vez de origen portugués. La de Salamanca, impresa por Juan Perier, es traducción de Luis Gómez de Tapia, capellán andaluz posiblemente; es el primer anotador del poema en su edición. Una tercera traducción española apareció en 1591, la de Henrique Garcés, noble de Oporto que pasó a América y se enriqueció con un método nuevo de beneficiar la plata, antes de volver a Madrid y editar su traducción. Ya no habrá más traducciones hasta el siglo XIX. Tras 1580, con Felipe II, tuvo gran difusión en España y América.   Editamos los versos emparejados de dos en dos pues parece que se ordenan mejor como unidades de sentido y facilita la comprensión del contenido. Es una prueba más… Queda un tono versicular muy sugestivo para el recitado.   Curiosidad por el otro: “¿Qué costumbres, qué ley, que rey tendrían?”(I,45).   Canto I… “Las armas, los varones señalados que, de la occidental y lusitana playa, por mares antes no sulcados, pasaron más allá de Trapobana…” I,1.   Ese es el arranque con el objetivo principal del poema, el canto a las acciones de los nuevos héroes de la modernidad… Trapobana, una isla mítica y móvil hasta que parece fijarse en Ceilán, era el símbolo de la nueva frontera que se abría a las naves, a la “portátil Europa”, que diría más tarde Baltasar Gracián. El promontorio Praso, las puertas del océano Índico.   “Los vientos mansamente los llevaban como a quien tiene el cielo por amigo; sereno al aire y tiempo se mostraban sin temor de suceso ya enemigo. El promontorio Praso, en fin, pasaban en la etíope costa, nombre antiguo, cuando el mar, descubriendo, les mostraba nuevas islas que en torno cerca y lava. “ I,43.   Y es ahí en donde presenta a Vasco de Gama:   “Vasco de Gama, el fuerte y valeroso capitán, que a una empresa tal se ofrece, de altivo corazón presumptuoso, a quien fortuna siempre favorece…” I,44.   La incertidumbre del encuentro de los primeros naturales de las nuevas islas y costa africana del Índico se expresa con sobriedad:   “’¿Qué gente esta será?’ (entre sí decían) ¿Qué costumbres, que ley, que rey tendrían?’”. I,45.   En “pequeños bateles”, con “vela larga y bella”, aparece la gente de Mozambique, y su descripción abre las puertas a las estampas orientalistas clásicas para los europeos:   “De paños de algodón vienen vestidos, que son de mil colores variados; unos alderredor de sí ceñidos, otros so el brazo con donaire echados; desde la cinta arriba sin vestidos; de venablos y dagas bien armados; con toca en la cabeza; y, navegando, añafiles sonoros van tocando”. I,47.   Se sucede el encuentro en un banquete con vino (“el licor de Lieo” o Baco) en la nave portuguesa, en donde los mozambiqueños negros – “los que abrasó Phaetón”, el auriga del carro de Apolo que por aproximarse tanto a tierra convirtió en negros a los hombres de las regiones tropicales – conversan con los recién llegados sobre sus objetivos y pretensiones.   “Aún no bien ancorados, ya la gente extranjera a las naves se subía. Al rostro alegres van, y humanamente el nuestro capitán los recebía. Mesas manda poner en continente; del licor que Lieo plantado había hinchen vasos de vidrio; y de lo que echan los que abrasó Phaetón nada desechan.   “Comiendo alegremente preguntaban, en arábiga lengua, de do vienen, quién son y de qué tierra y qué buscaban, o qué partes del mar corrido tienen. Los fuertes lusitanos les tornaban las discretas respuestas que convienen: ‘Los portugueses somos de Occidente, venimos buscando tierras del Oriente…” I,49-50.     Primeros desencuentros: un nadador tras la batalla   Van buscando, en fin, para su rey, “la tierra oriental que el Indo riega”. Los naturales se presentan como de Mozambique, y en principio les ofrecen abastecimientos y un piloto. En nuevos encuentros, se interesan por los libros de su ley y las armas que poseen, pero pronto surgieron suspicacias clásicas – moros y cristianos – y sospechas de unos y otros. Camoens lo simboliza con maniobras de dioses olímpicos, Baco que quiere perjudicar a los portugueses y Venus que los protege, a la manera clásica greco-romana. El “odio injusto” y “mala voluntad” del moro, el “odio contra nuestra gente”, basado en noticias alarmantes que se difunden sobre los portugueses, por boca de un “sabio y viejo, conocido por hombre de consejo” que se lo comunica al rey de la ciudad:   “Y sabrás más, le dice, que entendido tengo destos cristianos tan sangrientos que casi todo el mar han destruido con robos, con incendios mil violentos; y traen ya de atrás engaño urdido contra nos, porque todos sus intentos son para nos matar y por robarnos y mujeres e hijos cautivarnos”. I,79.   El encuentro termina en enfrentamiento bélico, en donde los portugueses se imponen con su “furiosa y dura artillería”:   “ya la pelota mata, el grito espanta, y al aire herido retumbar hacía”. I,89.   Una batalla que Camoens compara con una corrida de toros, en una octava (I,88) memorable para taurinos:   Cual en sangriento corro alegre amante viendo la hermosa dama deseada al toro busca y pónese delante, salta, silba corriendo la estacada, mas el crudo animal en el instante que con la armada frente va inclinada, duro, bramando corre, el ojo cierra, derriba, hiere, mata y pone en tierra”.   En la desbandada de la derrota, aparecen nadadores; y ahogados. No es extraño en un texto de fronteras del mar como éste: lo extraño podría ser que no apareciesen. Aparecen en el momento en que intentan ganar la tierra firme después de la batalla artillera.   Unos en las barquillas van, cargadas; otro el mar corta y nada diligente; quién se ahoga en las ondas encorvadas, quién bebe el mar y echa juntamente. De espesos tiros son arruinadas las caserías de la bruta gente. Desta arte, en fin, el portugués castiga la vil malicia, pérfida, enemiga. I,92.   Toda la operación había sido para poder hacer aguada, esa acción importantísima en las navegaciones marinas, que en el Mediterráneo llenaban cartulanos e islarios de indicaciones de pozos o ensenadas donde encontrar agua. Después de algunos contactos pacificadores con los naturales, seguirán viaje los portugueses con un piloto que les facilitan, aunque aún no saben que con malas intenciones hacia ellos. El piloto es “moro instruido en los engaños que el malévolo Baco le enseñara” (I,97), pero desconfiando de él al fin pasan a la altura de Quiloá y Mombasa sin desembarcar, y termina el canto I con una última octava que enfatiza los peligros del viaje, viendo, ante tan gran aventura global, al hombre como pobre gusano de la tierra:   ¡Oh de graves peligros siempre lleno camino de la vida nunca cierto, que do la gente su esperanza tenga estar tan mal segura allí le venga! I,105.   ¡En la mar tal tormenta y tanto daño, tantas veces la muerte apercibida! ¡En tierra tanta guerra y tanto engaño, tanta necesidad aborrecida! ¿Dónde se acogerá con desengaño el hombre, y dó segura la vida, que no se indigne ya el sereno cielo contra un chico gusano deste suelo? I,106.     Viajes de conocimiento y de contactos, con un dios Neptuno, desnudo nadador  El viaje continúa en el canto II con la llegada a Melinde; allí Vasco de Gama encontrará el piloto que le ayude a llegar a la India, pero no antes de narrar al rey de la ciudad la historia de Portugal, de sus reyes y guerras… Son los cantos III y IV. El canto V retoma, por boca de Vasco de Gama al rey de Melinde, su navegación desde Portugal, con el paso del cabo de Buena Esperanza o cabo Tormentorio… El rey de Malinde trata bien a los portugueses:   “…este famoso rey todos los días hace fiesta a la gente lusitana con banquetes, manjares desusados, con frutas, aves, carnes y pescados”. VI,2.   Y, sobre todo, les proporciona un piloto sin “doblez”, pues les “va mostrando la cierta vía”, la navegación a la India. El rey de Melinde, “moro benigno”, les pide además “que aquel su puerto sea de sus flotas contino visitado”: encuentro pacífico y colaboración, una nueva posible modernidad…   La navegación por el Índico hacia la India, en el canto VI, tiene dos motivos literarios de interés; uno es el mitológico, con el palacio de Neptuno y un espléndido retrato del dios del mar como desnudo nadador. Diana o la luna, se creía entonces que influía en el crecimiento de los mariscos, y de ahí su cita al mostrar a Neptuno como una suntuosa mariscada…:   La barba y los cabellos que baxaban de la cabeza hasta los hombros eran ovas preñadas de agua, y bien mostraban que nunca blanco peine conocieran; de las puntas colgados no faltaban mariscos que en aquella mar nacieran. Por gorra, en la cabeza, de gran costa, una cáscara grande de langosta. Desnudo el cuerpo y partes genitales por no haber al nadar impedimento, mas con todo pequeños animales del mar todas las cubren ciento a ciento; camarones, cangrejos y otros tales a quien Diana da su crecimiento, ostrias y camarujos pequeñuelos, cosas en que no prenden los anzuelos”. VI,18-19.   El otro motivo del canto, para entretener la navegación, es la historia que narra a sus compañeros marinos uno de ellos, Veloso, la historia de los doce caballeros portugueses que van a Inglaterra a defender ante caballeros ingleses a doce damas; una historia de caballeros andantes, historias de caballerías, en la base de la nueva búsqueda de aventuras que mueve a los navegantes lusitanos; como dice un caballero Magricio a sus compañeros de aventura inglesa:   “Fuertes guerreros, yo deseo y muero por ver ha mucho ya tierras extrañas, por ver más aguas que del Tajo y Duero, varias gentes y leyes, varias mañas”. VI,54.   De nuevo, la modernidad, los viajes. El descubrimiento y los contactos. El encuentro con nuevas gentes, con diferentes leyes y maneras de enfrentarse al mundo. Las tormentas causadas por el dios Neptuno, de las que la constelación de Orión es mensajera, serán neutralizadas por Venus, “la amorosa estrella”, que con sus ninfas consigue calmar a los vientos…   “Mas delante del sol ya se mostraba al horizonte la amorosa estrella mensajera del día, y visitaba la tierra, el mar con frente alegre y bella”. VI,85.   Superadas las tempestades, con ayuda de Venus, avistan tierra que el piloto identifica: “¡Tierra es de Calecú si no me engaño!” (VI,92). Y es entonces cuando Gama, alegre y arrodillado, agradece “la grande alta merced a Dios del Cielo” (VI,93), que en un relato en clave de épica antigua lo mismo puede ser Júpiter que el Dios de los cristianos y mahometanos, el Dios del Cielo.   En la crítica barroca del poema se destacó el contradictorio empleo de la mitología pagana por un autor cristiano, tan caro a los humanistas y tan sospechoso ya para las ortodoxias barrocas exacerbadas; el editor Manuel de Faria e Sosa, en una amplia y comentada traducción en prosa al español del poema, aparecida en 1693, quiso justificar el empleo de la mitología pagana como una alegoría cristiana, pero fue denunciada la edición a la Inquisición española y portuguesa al año siguiente, y la Inquisición de Coimbra llegó a prohibirla. Las fuerzas divinas que mueven los hilos de las vidas de los hombres se identifican demasiado con las fuerzas de la naturaleza y con las conductas de los hombres, fueran de la ley que fueran, y un aire de racionalismo y modernidad parece dar mayor aliento al poema de Camoens.   El final del canto VI es una incitación a la vida de acción de los emprendedores, una invitación a dejar la vida blanda urbana y cortesana para alcanzar la virtud y alumbrar el entendimiento: es la forja de un hombre de mando, despreciador de  honras y de dinero, merecedor de los grados mayores de la honra inmortal. Un discurso moral, como todo discurso clásico, de abrumadora actualidad. La licencia formal en la presentación de las octavas de Camoens quiere subrayar, precisamente, ese perfil moral deseado en el mensaje del canto.   Por los peligros fieros enemigos, por los graves trabajos y temores alcanzan los que son de fama amigos de la honra inmortal grados mayores; no recostados siempre en los antiguos troncos nobles de sus antecesores; no en los dorados lechos entre finos de Moscovia animales cebelinos; no con manjares nuevos, exquisitos, ni con blandos paseos ociosos, no con varios deleites infinitos que afeminan los pechos generosos, no con nunca vencidos apetitos que la Fortuna hace poderosos, y luego al pie para mover escasos a grandes obras de virtud el paso; mas con el fuerte brazo bien buscando honras que propias puedan ser llamadas, tempestades del crudo mar pasando, vigilando y vistiendo armas pesadas, del sul los torpes fríos superando y de regiones mil desabrigadas, donde corrupto ya el mantenimiento se temple con un arduo sufrimiento; y con forzar al rostro temeroso a mostrarse seguro, alegre, entero al tiro ardiente y fiero que espantoso llevó el brazo o la pierna al compañero. Desta arte el pecho cría un callo honroso, de honras despreciador y de dinero, de honras y de dinero que ventura forjó, y no la virtud que es justa y dura; recibe lumbre así el entendimiento que experiencias hacen reposado, y queda viendo, como de alto asiento, el baxo suelo humano embarazado; éste, do gobernare el regimiento derecho y no de afectos ocupado, subirá (como debe) a ilustre mando contra su voluntad y no rogando. VI, 95-99.   Debió ser un lugar común  del pensamiento del hombre de acción del momento, de los hombres de las nuevas fronteras coloniales modernas. En ellas debían forjarse los hombres de mando, los que ascendían, aunque no lo deseasen, por sus propios merecimientos y no por ruegos cortesanos. Un capitán de permiso, Baltasar Gago, poco tiempo después de la publicación del poema de Camoens, tras un ataque corsario a la galera en la que viajaba, terminaba la relación de aquel dramático suceso con una reflexión moral y admonitoria en todo paralela a estos versos finales del canto VI de Los Lusiadas:   “que es necesario que acaezcan cosas como éstas para que los hombres se conozcan y muestren por lo que son. Que en ellas,  y no en la Corte y entre damas, se muestra el valor y ánimo de cada uno”.     “Una mano la pluma, otra la espada” (VII,79)  El canto VII se inicia con un lamento por las guerras internas de la cristiandad; si no se animan los cristianos a emplear esas fuerzas en guerra de cruzada contra los turcos, al menos podrían emplearlas en conquistar tierras y riquezas, como el oro de los ríos libios Pactolo y Hermo:   Si codicia de mando y de tesoro os mueve a conquistar tierras ajenas, ¿no miráis que Pactolo y Hermo al moro sirven con sus auríferas arenas? En Lidia, Asyria, texen hilos de oro; África esconde en sí lucientes venas: ¡Siquiera muévaos ya riqueza tanta, pues no os puede mover la Casa Santa! VII,11.   A la búsqueda de riqueza, se puede añadir el deseo de encontrar nuevas tierras “donde a sembrar de Christo van la ley y a dar nueva costumbre y nuevo rey” (VII,15). Nuevas tierras para enriquecerse, sí, pero también para cristianizar y someter a su rey. Entre el Indo y el Ganges hay un “terreno grande asaz famoso”, y en él gobiernan tanto musulmanes, como idólatras y adoradores de animales, que pudieran tildarse de tiránicos o bárbaros, que el territorio poseen por fuerza:   “Fuérzanle varios reyes a la usanza de varias leyes: unos al vicioso Mahoma, otros los ídolos adoran, otros los animales que allí moran”. (VII,17).   Hay incluso alguno en que “la ley fábulas son” (VII,37). De todas esas tierras y gentes que enumera, terminarán los portugueses fijándose en Calicut, en donde encontraron un magrebí, Monçayde, que les sirvió de intérprete. En la embajada de contacto destaca la modernidad mercantilista en la propuesta de relación entre los dos reyes, el de Calicut y el de Portugal:   “Y si quieres con pactos y alianza de paz y de amistad sacra y desnuda consentir que la gente en confianza de tu reino y del suyo al trato acuda, porque la hacienda crezca en abastanza, por quien la gente más trabaja y suda, de entrambas partes, será ciertamente a ti provecho, a él gloria excelente” VII,62.   También el rey de Calicut se interesa “de saber de los nuestros de do vienen, qué costumbres, qué ley, qué tierra tienen” (VII,66). El intérprete magrebí Monçayde se lo explicará y el encuentro se da al final, aunque Camoens cierra el canto con una petición de descanso para tomar aliento y poder seguir con el poema. Es aquí en donde, citando a Horacio, se ve a sí mismo forzado a tener “una mano la pluma, otra la espada”, y se queja de su pobreza y sus penurias, a la vez que se afirma en su objetivo de terminar su canto “para poner las cosas en memoria que merezcan tener eterna gloria” (VII,82). En esa queja, no falta el enojo del poeta contra los malos oficiales regios que para contentar al rey, gobiernan “al pueblo, que es pobre, desnudando” (VII,85),   “ni a quien halla que es justo y que es derecho guardar la ley del rey severamente, y no halla que es justo y que es bien hecho que se pague el sudor de servil gente; ni al que aprende con poco experto pecho razones, y imagina que es prudente para tasar con mano injusta, escasa, los trabajos ajenos que él no pasa.   Sólo aquellos diré que aventuraron por su Dios, por su rey, la amada vida, do, perdiéndola, en fama la aumentaron, tan bien de tales obras merecida. Phebo y las Musas, que me acompañaron, me doblarán la furia concedida en cuanto tome aliento, descansando, por tornar al trabajo más holgado” . (VII,86-87).   En aquellos tiempos de polémicas religiosas que enfrentaban a mártires contra mártires en Europa, martirologios protestantes de los Centuriadores, Fox o Crispin contra los martirologios católicos de Baronio, aparecen estos aventureros, nuevos héroes modernos, que si pierden la vida aumentan su fama hasta la eterna gloria… Otro perfil de la modernidad. El poeta pretende ser el cantor de esos nuevos héroes, con ayuda de Apolo y las Musas.     “Quien comercio huye busca guerra” (VIII, 92) y “La enemiga sed de oro que a todo nos obliga” (VIII,96)  Tras la pausa para el descanso del poeta del final del canto VII, el VIII se inicia con una narración de Gama, ilustrada por las imágenes de las banderas portuguesas, de los  hechos famosos de los portugueses en la historia, pero en el entorno del rey de Calicut conspiran contra los portugueses malos consejeros que el poeta relaciona con Baco y con Mahoma como fuerzas adversas. Esos enemigos, vagamente mercaderes musulmanes tradicionales, impondrán una visión negativa de los viajeros:   “Con oro y otras dádivas secretas el voto ganan de los principales, con razones notables y discretas muestran que perderán los naturales, diciendo que son gentes inquietas que, los mares corriendo occidentales, viven de robo público y contino, sin rey, sin fuero humano ni divino” (VIII,53).    Gente sin fe ni ley, en fin, es gente bárbara. Gente sin rey, aventurera. Así se lo dice a Gama el rey de Calicut:   “Bien informado soy que la embaxada que de tu rey me diste, que es fingida, porque ni tienes rey ni patria amada, mas vagando pasando vas la vida. ¿Que cuál rey de la España allá apartada o señor de locura sin medida a acometer vendrá con naos y flotas tan inciertas carreras y remotas?” (VIII,61)   El rey de Calicut, no obstante, les ofrece acogida como hombres de fortuna:   “Si venís por ventura desterrados como ya fueron hombres de alta suerte, en mis reinos seréis agasajados, que toda tierra es patria para el fuerte; o si piratas sois, al mar usados, decildo sin temor de infamia o muerte, que para sustentar la vida humana a todo en todo tiempo hombre se allana” (VIII,63).   Nuevamente, la modernidad; tanto de los altos negocios como de la lucha por la supervivencia, que traspasa las fronteras de las leyes concurrentes o enfrentadas. Gama defiende que su viaje es de conocimiento y de contactos, pues ningún otro interés lo hubiera llevado tan lejos, a las tierras tórridas que están bajo la constelación de Aries o el Carnero:   “Que si de robos sólo yo viviese, pirata o de la patria desterrado, ¿cómo crees que tan lexos me viniese a un nunca visto asiento y apartado? ¿Por qué esperanzas o por qué interese experimentaría el mar airado, los antárticos fríos, los ardores que del Carnero ven los moradores? VIII,67.   A la vez que le promete un rico regalo de embajada para un próximo viaje, Gama explica al rey de Calicut el móvil del viaje de descubrimiento como viaje de conocimiento y de primeros contactos:   “Ha muchos años ya que firmemente nuestros antiguos reyes propusieron de vencer los trabajos fuertemente que siempre a grandes cosas se opusieron; y descubriendo el mar impaciente, del descanso enemigos, pretendieron saber qué fin tenía y dónde estaba la última ribera que bañaba”. VIII,70.   El rey de Calicut accederá al fin, también por “la codicia del provecho que espera del contrato lusitano” (VIII,77), y permite una visita comercial a la ciudad:   “Manda en fin que a sus naos vaya derecho, y sin recelo de ninguna mano pueda a tierra enviar cualquier hacienda que por la especiería trueque y venda”. VIII,77.   Los mercaderes musulmanes conspiran contra los portugueses para que no lleven a Europa noticias geográficas:   “Que a Portugal no vuelvan más pretende el consejo infernal mahometano, porque no sepa nunca a do se extiende el Oriente el gran rey lusitano”. VIII,84.   Finalmente, el rey de Calicut les deja desembarcar las mercancías que quisieron, aunque Gama lo presenta más como un pago de rescate de rehenes que como operación comercial:   “Dice que haga venir toda la hacienda vendible y buena que truxese a tierra, porque de espacio bien se trueque y venda, que quien comercio huye busca guerra. Aunque Gama el designo malo entienda que el dañado y perverso pecho encierra, consiente, porque sabe y cierto estaba que, con la hacienda, libertad cobraba”. VIII,92.   Retirado en las naves Gama a la espera de los acontecimientos, y sin fiarse para nada ya del gobernador intermediario del rey sobornado por los mercaderes musulmanes, el poeta cierra el canto octavo con una arremetida contra la sed de oro que todo lo corrompe…   “Déjase estar en ellas perezoso hasta ver lo que el tiempo le enseñaba, que no se fía ya del codicioso gobernador que sobornado estaba. ¡Vea agora el juicio aquí curioso cuánto en el rico como en pobre obraba, cuánto puede interés y la enemiga sed de oro que a todo nos obliga! VIII,96.   Como en el Trato de Argel de Cervantes, y su discurso de la Edad de Oro en boca de Aurelio el cautivo, también Camoens relaciona oro y cautiverio de alguna manera:   “Éste rinde las grandes fortalezas, y hace traidores, falsos, los amigos; a los más nobles fuerza a hacer vilezas y entrega capitanes a enemigos; corrompe virginales mil purezas sin temer la deshonra los testigos; éste deprava a veces a las sciencias los juicios cegando y las consciencias. Éste interpreta más que sutilmente los textos, y hace leyes y deshace; éste causa perjurios a la gente, y de reyes tiranos muchos hace. Hasta a aquellos que a Dios omnipotente se dedican, mil veces tanto aplace que los corrompe este ladrón del todo, no sin color ya de virtud con codo.” VIII,98-99.   “Mal puede haber en tierra quien se guarde si tu fuego inmortal en el mar arde” (IX, 42). El fuego del amor Con una estratagema de hacer rehenes a algunos mercaderes notables para intercambiar con sus factores en Calicut, Vasco de Gama logró salir con sus naves de regreso, y en ellas lleva lo que buscaba: información y especias. Viaje de conocimiento, pues, y de nuevos contactos: “con estas nuevas va a la patria cara y con cierta señal de lo que hallara” (IX,13):   “Algunos malabares que prendiera lleva, de los que al samorí enviara cuando los presos suyos le volviera; lleva pimienta ardiente que comprara, la seca flor de Banda allí pusiera, la nuez y el negro clavo que hace clara la nueva isla Maluco, y la canela con que ansí de Ceylan la fama vuela”. IX,14.   Y también el intérprete magrebí Monçayde, por cuya diligencia Gama “esto todo alcanzó”, viaja en las naves hacia Portugal; “por angélica influencia” ha logrado para su nombre “en el libro de Christo que se escriba”:   “¡Oh, dichoso africano, a quien clemencia divina saca de la noche esquiva, y lexos de la patria halla manera con que suba a la patria verdadera”. IX,15.   Patria verdadera, el Cielo o el Empíreo, como cristiano nuevo, pero también como héroe de una empresa moderna. Cuyo premio vendrá de la mano de Venus y sus ninfas que conducen a los viajeros a una isla para que dejen allí “su progenie fuerte y bella”. Nadie se puede guardar de poderosa diosa pues “tu fuego inmortal en el mar arde”. Cuando aparece la Aurora, madre de Memnón, llegan los viajeros portugueses a esa isla que Venus les pone en el camino:   “Cortando van las naos la larga vía de la gran mar para la patria amada, provisión deseando de agua fría para tan grande y tan larga jornada, cuando juntas, con súbita alegría, vista hubieron de la isla enamorada rompiendo por el cielo la hermosa madre alegre de Menón, generosa. De lejos la isla vieron fresca y bella, que Venus por las ondas la llevaba (bien cual la vela el viento heriendo en ella) para donde la armada se miraba; y porque no pasen sin que della tomen puerto, como deseaba, para donde las naos vienen la mueve Venus, que todo a su poder se debe”. IX, 51-52.   En la isla divina, en donde piensan poder hacer aguada,  se encuentran con el jardín de Venus y una gran mesa preparada para un banquete.   “Tres hermosos oteros se mostraban con presunción alzados bien hermosa, que de esmalte de grama se adornaban en la isla alegre, deleitable, hermosa; claras fuentes de su cumbre manaban, que tienen la verdura más viciosa: por entre claras piedras se deriva la sonora linfa fugitiva.   Isla frondosa de árboles aromáticos y frutales, “los limones estaban olor dando, las virginales tetas imitando” (IX,56), laureles, mirtos de Venus, pinares… Nada más desembarcar en la isla, se dan cuenta los portugueses de que está llena de diosas, como ese fantástico paraíso de huríes mítico, y el soldado Veloso, que durante el viaje ha narrado historias de caballerías andantes a los marineros, es el que da el nuevo grito de alarma alegre. Y comienza la orgía campestre o pastoral… Y, por supuesto, también hay nadadoras…   “’¡Sigamos estas diosas y veamos si fantásticas son o verdaderas!’ Esto dicho, veloces más que gamos, comienzan a correr por las riberas. Van las ninfas huyendo entre los ramos pero, más industriosas que ligeras, sonriéndose a trechos y gritando, se dexan de los galgos ir tomando. A una el cabello el viento le llevaba, a la otra las faldas delicadas; enciéndese el deseo que se cebaba en blancas carnes súbito mostradas. Una de industria cae, y ya importaba, con muestras muy más blandas que indignadas, que sobre ella tropiece y también caya quien la siguió por la arenosa playa. Otros por otras partes a encontrarse iban con las desnudas que se lavan; dellas súbito veis el grito alzarse, como que asalto tal no le esperaban; unas fingiendo de vergüenza darse menos que de la fuerza, se arrojaban desnudas por el bosque, al ojo dando lo que a la mano avaras van negando; otra, como que más vergüenza tiene, dentro en el agua el cuerpo escondía; otra por los vestidos presta viene que allí fuera del agua sostenía. Tal dellos hay que si algo se detiene en desnudar pensó que tardaría, y ansí vestido se echa al agua bella por amatar su fuego dentro en ella.” IX,70-73.   Al marino portugués perseguidor de las ninfas por el jardín de Venus lo compara, finalmente, con un perro de cazador que persigue a una presa abatida incluso nadando. En el caso de la presa amorosa, precisa que no son Diana, la hermana de Febo o Apolo.   “Como del cazador perro atrevido hecho a tomar en agua el ave herida, que el arcabuz al rostro vio subido para la garza o ánade sabida, antes que suene el golpe, mal sufrido va al agua y de la presa conocida no duda, y nada y grita: así el mancebo corre a la que no es hermana a Phebo”. IX,74.   Todo, al fin, “en amor puro se deshace”, y sigue la fiesta. “¡Qué hambrientos besos ya por la floresta!”(IX,83), hasta que las ninfas se les rinden: “Danles las blancas manos como esposas” (IX,84)… Es el premio a los que se esfuerzan en el “’camino de virtud’, alto y fragoso, mas al fin dulce, alegre y deleitoso” (IX,90). En las octavas finales va perfilando ese esfuerzo que hará “los reinos grandes y pujantes” y a todos señores de “riquezas merecidas”:   “Y haréis famoso al rey de vos querido, agora con consejos bien pensados, agora con la espada que el subido nombre os dará que dio a vuestros pasados. Nada imposible hagáis que está entendido que, en fin, quien quiso pudo; y numerados entre héroes seréis esclarecidos, y en esta ‘Isla de Venus’ recibidos”. IX,95.   “…de rigurosas leyes aliviadlos” (X,149) El canto décimo y último comienza con el banquete en los jardines, presidido por Venus y Gama:   “Luego allí en ricas sillas cristalinas se sientan dos a dos, amante y dama; Y en la cabecera, en otras de oro finas, con la hermosa diosa el claro Gama…” X,3.   Durante él se evocan los viajes y hechos de los portugueses por toda Asia, con un desfile de nombres citados, protagonistas de aquella expansión imperial: Duarte Pacheco, Francisco Almeida, Vasco de Gama, Enrique de Meneses, Pero Mascareñas, Vaz de Sampayo, Héctor de Silveira, Nuno de Cuña, García de Noroña, Antonio de Silveira, Sousa, Castro, Esteban y Cristóbal de Gama, el jesuita Gonzalo de Silveira, Fernando de Meneses… Algunos de ellos amigos de Gama, como Héctor de Silveira, defensor de Diu, por ejemplo. Finalmente, Tetis  – una de las Nereidas, madre de Aquiles – hace para Gama una descripción del Universo tolemaico que Camoens conoce por el Tratado de Esfera de Pero Nunes, aparecido en 1537.   “Ves aquí la gran máquina del mundo, etérea, elemental, que fabricada ansí fue del saber alto y profundo que es sin principio y meta limitada. Quien cerca en derredor este rotundo globo y su superficie tan limada es Dios, mas lo que es Dios ninguno entiende, que a tanto humano ingenio no se extiende”. X,80.   Y termina con una descripción del mundo conocido:   “Ves a Europa cristiana, que es más clara que las otras en arte y fortaleza. Ves a África, del bien del mundo avara, inculta y toda llena de bruteza; y el cabo que hasta agora se os negara que hacia el Austro asentó Naturaleza. Mira esta tierra toda que se habita desa gente sin ley, casi infinita.” X,92.   La descripción del mundo llega hasta China y Japón, “do nace plata fina”, y hasta las “infinitas islas derramadas” por Oriente, Tidore, Tarnate, Banda o Timor… También cita a Magallanes, “en el hecho portugués, pero no en el leal pecho” (X,140). Al final, Tetis les  invita a volver a su tierra: “podéis os embarcar, que tenéis viento y mar tranquilo, a vuestra patria amada” (X,143). Con la vuelta a Lisboa – “Por la boca del Tajo se metieron…”-, el poeta cierra el poema con una suerte de queja primero, y luego con una advocación al rey. He aquí la queja:   “¡No más, Musa, no más, que destemplada la lira está y la voz enronquecida, y no del canto, mas de ser llegada a cantar a una gente ensordecida! Que no da aquel favor la patria amada que alza el ingenio, porque está metida en gusto de codicia y en rudeza de una extraña, amatada y vil tristeza” X,145.   De la invocación al rey, he aquí algunas pinceladas finales, en las que sólo le pide que sea un buen rey para sus esforzados súbditos, los portugueses:   “¡Mirad que alegres van por varias vías, como indómitos toros y leones, los cuerpos dando a hambres tantos días, a hierro, a fuego, a tiros y aflicciones, a las regiones cálidas y frías, a los golpes de bárbaras naciones, a peligros incógnitos del mundo, a naufragios, a peces, al profundo! Por os servir, a todo aparejados; de vos tan lejos, siempre obedientes; y a los vuestros más ásperos recados, sin dar respuesta, alegres, diligentes… X,147-148.   “Favoreceldos luego y alegraldos con cara alegre y con real consuelo; de rigurosas leyes alivialdos, que así se abre el camino para el Cielo. Los experimentados levantadlos, si con la experiencia halláis buen celo para vuestro consejo, pues que saben el cómo y cuándo, y dó las cosas caben. Dad a todos favor en sus oficios según es de sus vidas el talento… X,149-150.   Que favorezca a los buenos religiosos, “porque el buen religioso y verdadero gloria vana no busca ni dinero” (X,150), así como a los guerreros que hacen “a vuestro imperio preeminente”, pues la experiencia no se aprende “en la fantasía, soñando, imaginando ni estudiando, sino viendo, tratando y peleando” (X,153).   “Haced que nunca allá los admirados alemanes, Italia, Francia, ingleses, puedan decir que son para mandados, más que para mandar, los portugueses. Tomad consejo de experimentados, que vieron largos años, largos meses, que supuesto que mucho cabe en ciencia, más en particular sabe experiencia.” X,152.   En las tres últimas octavas del canto último, el propio Camoens se presenta y ofrece al rey, bien que no le conoce, como cantor épico que le puede poner a la altura de Alejandro y Aquiles. Y se presenta a sí mismo como hombre de ingenio y de experiencia.   “¿Mas yo qué hablo, baxo, rudo y presto, de vos no conocido ni soñado? Bien sé que de pequeños, con todo esto, el loor sale a veces levantado. No me falta en la vida estudio honesto que con larga experiencia está mezclado, ni ingenio como aquí, señor, apunto, lo cual se halla pocas veces junto.   “Brazo para serviros diestramente; para cantaros, mente a musas dada; falta a vos ser acepto solamente de quien ser debe la virtud preciada. Si el Cielo esto me diere, y con ardiente pecho tomáis empresa que cantada ser pueda –como el ánimo adivina, mirando vuestra inclinación divina -,   o haciendo que más que no a Medusa la vista vuestra tema el monte Atlante, o rompiendo en los campos de Ampelusa los muros de Marruecos y Trudante, la mía ya estimada, alegre musa, prometo que en el mundo de vos cante, de suerte que Alexandro en vos se vea, sin que envidiado el gran Achiles sea.” X,154-156.   Así termina el gran poema de un hombre que conoce las nuevas fronteras coloniales de la modernidad, hombre de ingenio y experiencia como a él le gusta verse, “una mano la pluma, otra la espada”.   La mesura en el tratamiento de los grandes conceptos políticos o religiosos, para lo que la mitología clásica le sirve de contrapunto saludable, es similar a la cervantina; de ahí esa elegancia en los razonamientos de ambos, a la vez que esa melancolía que se advierte en las reflexiones personales también de ambos, viejos soldados no bien recompensados en vida por sus reyes. Cervantes sale de España veinteañero para Italia en el momento en el que Camoens vuelve de sus viajes cuarentón, y Cervantes vuelve a España en el momento en que Camoens muere, y en el momento en el que en Alcalá aparece la versión española de Benito Caldera del poema de Camoens. En la novela que Cervantes publica nada más volver, en Alcalá, también, La Galatea, saluda la edición de Benito Caldera así:   Tú que del luso el singular tesoro erigiste en nueva forma a la ribera del fértil río, a quien el lecho de oro tan famoso, le hace adonde quiera; con el debido aplauso y el decoro debido a ti, Benito de Caldera, y a tu ingenio sin par prometo honrarte y de lauro y de yedra coronarte.     *   Una lectura de Os Lusiadas de Luis de Camoens podría tener ésta, entre otras, como posible formulación global:   Europa es la gran síntesis dialéctica, entre leyes enfrentadas, entre cristiandad e islam. Frente a ella, gentes de leyes más diversas, muchas veces leyes que son sólo fábulas, o gentes sin ley o bárbaras, esa “gente sin ley, casi infinita”… Bajo un Dios del Cielo común, que cerca la tierra y está en todas partes, pero que “ninguno entiende” pues nuestro ingenio no puede llegar a comprender tanto (X,80). Lo que es una alusión, al mismo tiempo, a la misteriosa Naturaleza. En la isla de Venus, la sombra luminosa de Lucrecio, que por entonces comenzaba a planear sobre Europa: la alta providencia gobierna el mundo y lo sustenta a través de mil espíritus prudentes. Y, finalmente, un canto al ingenio y a la experiencia, a la ciencia, en fin: al hombre que a base de experiencias consigue un entendimiento reposado (VI,99).   No cabe mayor belleza ética, mayor justeza.   El cielo de la gloria para los hombres es el Empíreo, y en dos octavas lo describe, por boca de Tetis:   “Aquí solo están santos gloriosos, verdaderos, que yo, Saturno y Jano, Júpiter, Juno, fuimos fabulosos, fingidos del mortal engaño insano. Sólo para hacer versos deleitosos servimos, y si más el trato humano nos pudo dar, sólo es que el nombre nuestro a estas estrellas dio el ingenio vuestro. Y también porque la alta providencia – que en Júpiter aquí se representa – por espíritus mil de gran prudencia gobierna el mundo todo que sustenta; de profetas lo enseña bien la sciencia en mil de los ejemplos que presenta: los que son buenos guían, favorecen; los malos cuanto pueden nos empecen.” (X,82-83).   *   Una apreciación final transversal pero importante para una nueva sensibilidad: salvo Venus y algunas diosas más, ninfas y nereidas, y musas, no aparecen personajes femeninos en estas aventuras del mar por las nuevas fronteras de la modernidad… Todas habitantes ya de ese Empíreo que los hombres deben ganar con sus nuevas empresas…    

Emilio Sola 22 febrero, 2013 26 agosto, 2016 Camoens, especias, Isla de Venus, nadadores, portugueses, Viajes
“VIAJE A ORIENTE” 012

II. Las esclavas – II. El señor Jean…   El señor Jean es un resto glorioso de nuestra armada en Egipto. Fue uno de los treintaitrés franceses que se pasaron al servicio de los mamelucos tras la retirada de la expedición. Durante muchos años tuvo, sovaldi sale al igual que los otros, shop un palacio, mujeres, caballos, esclavos: en la época de la disgregación de esta poderosa milicia, él fue jubilado como francés; pero al pasar a la vida civil, sus riquezas se fundieron poco a poco. Pensó en vender al público vino, algo entonces nuevo en Egipto, en donde cristianos y judíos sólo se embriagaban con aguardiente de arak, y con una especie de cerveza llamada bouza. Desde entonces, los vinos de Malta, Siria y el archipiélago, hicieron la competencia a los espirituosos, y los musulmanes de El Cairo no parecieron ofenderse por esta innovación. El señor Jean admiró la resolución que yo había tomado de escapar de la vida de los hoteles; pero me dijo: usted va a tener dificultades para montar una casa. En El Cairo hay que tomar tantos criados como necesidades diferentes se precisen. Cada cual tiene como prurito no hacer más que una sola cosa, y además, son tan perezosos, que ni siquiera se sabe a ciencia cierta si  esa dedicación exclusiva no sea calculada. Cualquier detalle complicado les fatiga o se les escapa, e incluso la mayoría le abandonarán en cuanto hayan ganado suficiente para pasar unos cuantos días sin hacer nada.  “Entonces, ¿cómo hacen los del país? –                     ¡Ah!, les dejan actuar a su aire, y cogen a dos o tres personas para cada menester. De cualquier modo, un efendi, siempre lleva con él a su secretario (KHATIBECSIR), a un tesorero (KHAZINDAR) a su portador de pipa (TCHIBOUKJI) al SELIKDAR que le lleva las armas, al SERADJBACHI para cuidar de su caballo, al KAHWEDJI-BACHI para hacerle un café allá donde se detenga, sin contar a los YAMAKS para ayudar a todo el mundo. En casa, se necesita aún más servicio, ya que el portero no consentirá en ocuparse de las estancias, ni el cocinero de hacer el café, incluso necesitará un aguador a sus expensas. Bien es cierto que distribuyéndoles una piastra y media, unos veinticinco a treinta céntimos al día, usted será contemplado por esos inútiles como un patrón opulento. –                     ¡Estupendo!, dije, ese precio queda aún lejos de las sesenta piastras que hay que pagar todos los días en los hoteles. –                     Pero es una complicación que no puede aguantar ningún europeo. –                     Voy a intentarlo, así aprenderé. –                     Le van a cocinar una comida abominable. –                     Así conoceré los platos del país. –                     Tendrá que abrir un libro de cuentas y discutir el precio de todo. –                     Eso me ayudará a aprender la lengua. –                     Inténtelo usted, yo por mi parte, le enviaré a los más honestos, y usted escoja. –                     ¿Es que son muy ladrones? –                     Raterillos todo lo más, me dijo el viejo soldado, recordando la jerga militar: ¡ladrones!, los egipcios… no tienen el valor suficiente.” En general, me da la impresión de que este pobre pueblo de Egipto es excesivamente despreciado por los europeos. El franco de El Cairo, que hoy en día comparte los privilegios de la raza turca, hereda también sus prejuicios. Esta gente es pobre, sin duda, ignorante, y la vieja costumbre de la esclavitud les mantiene en una especie de abyección. Son más soñadores que activos, y más inteligentes que industriosos; pero yo los considero buenos y de un carácter análogo al de los hindúes, que quizá se deba a su alimentación, casi exclusivamente vegetariana. Nosotros los que nos alimentamos de carne, respetamos más al tártaro y al beduino, nuestros iguales, y estamos dispuestos a abusar de nuestra energía a expensas de las poblaciones mansas. Después de dejar al señor Jean, atravesé la plaza de El-Esbekieh, para llegar hasta el hotel Domergue, un vasto campo situado entre la muralla de la ciudad y la primera línea de casas del barrio copto y del barrio franco. Hay muchos palacios y hoteles espléndidos. Sobre todo destaca la casa en que fue asesinado Cléber, y la mansión en donde se celebraban las reuniones del Instituto Egipcio. Un pequeño bloque de sicomoros y de higueras del faraón, son vestigios de la época de Bonaparte, que los hizo plantar. Durante el periodo de inundación, toda esta plaza se cubre de agua y la surcan canoas y barquichuelas pintadas y doradas, pertenecientes a los propietarios de las casas vecinas. Esta transformación anual de una plaza pública en lago de placer, no evita el que se tracen jardines, y se excaven canales en los períodos de sequía. Allí he contemplado a un buen número de fellahs abriendo una zanja. Los hombres cavaban la tierra, y las mujeres desescombraban transportando la pesada carga en cestones hechos de paja de arroz. Entre estas mujeres había muchas jovencitas, unas con camisolas azules, y otras, las de menos de ocho años, enteramente desnudas, tal y como se las puede ver, por lo demás, en las aldeas de las márgenes del Nilo. Inspectores provistos de un bastón supervisan el trabajo, y golpean de vez en cuando a los menos activos. Toda la cuadrilla estaba bajo la dirección de una especie de militar, tocado con un tarbouche, calzado con unas fuertes botas con espuelas, ceñido de un sable de caballería, y con una fusta de piel de hipopótamo trenzada en la mano. Esta última se dirigía hacia las nobles espaldas de los inspectores, al igual que el bastón de estos se encaminaba hacia las espaldas de los fellahs.  El vigilante, al verme allí parado mirando a las pobres muchachas encorvadas bajo los canastos de tierra, se dirigió a mí en francés. Se trataba de nuevo, de un compatriota. Ni se le había pasado por la cabeza enternecerse por los bastonazos distribuidos a los hombres, bastante flojos, dicho sea de paso. África piensa de forma diferente a nosotros en este punto. Pero ¿por qué –dije- hacer trabajar a esas mujeres y a esos niños?. –         No se les fuerza a hacerlo, me dijo el inspector francés; son sus padres o sus maridos quienes prefieren hacerles trabajar sin perderles de vista, que dejarles solos en la ciudad. Luego se les paga de 20 paras a 1 piastra, según su fuerza. Una piastra (25 céntimos) es en general, el precio de la jornada de un hombre. –         Entonces, ¿por qué hay algunos que están encadenados?, ¿son forzados?. –         Son maleantes que prefieren pasar el tiempo durmiendo o escuchando historias en los cafetines que siendo útiles. –         Y en ese caso, ¿de qué viven? –         ¡Aquí se vive con tan poca cosa! En caso de necesidad, ¿no encontrarán siempre fruta o verdura que robar en los campos?. El Gobierno encuentra enormes dificultades para hacer ejecutar los trabajos más necesarios, pero cuando es absolutamente indispensable, las tropas asedian un barrio o cortan una calle, se detiene a la gente que pasa y nos los traen. Y así son las cosas. –         ¡Cómo!¿todo el mundo sin excepción? –         ¡Claro! Todo el mundo, sin embargo, una vez detenidos, cada uno se explica. Los Turcos y los Francos se identifican. Entre los otros, los que tienen dinero, se liberan de las labores, muchos de ellos son rescatados por sus señores o patrones. El resto, forma brigadas y trabaja durante unas semanas o algunos meses, según la importancia del trabajo que se vaya a ejecutar. ¿Qué decir de todo esto?. Egipto está aún en la Edad Media. Estas prestaciones se hacen mientras tanto en beneficio de los beys mamelucos. El Pachá es hoy en día el único soberano; la caída de los mamelucos ha suprimido tan solo la servidumbre individual, pero eso es todo.

Esmeralda de Luis y Martínez 7 febrero, 2012 7 febrero, 2012 Bonaparte, Cléber, el señor Jean, Kahwedji-bachi, Khatibecsir, Khazindar, Las esclavas, los mamelucos, Selikdar, Seradjbachi, Tchiboukji, Yamaks
“VIAJE A ORIENTE” 035

IV. Las pirámides – I. La ascensión… Antes de partir, stuff había resuelto visitar las pirámides, y me fui a ver de nuevo al Cónsul General para pedirle consejo sobre esta excursión. Quiso hacer esa visita conmigo, y nos dirigimos hacia el viejo Cairo. Durante el camino me dio la impresión de que estaba triste. Tosía mucho, con unos espasmos secos, mientras atravesábamos la planicie de Karafeh. Yo ya sabía que estaba enfermo desde hacía tiempo, y él mismo me había dicho que al menos quería ver las pirámides antes de morir. Pensé que exageraba sobre su estado de salud; pero cuando llegamos al borde del Nilo, me dijo: “Yo ya me siento muy fatigado…; prefiero quedarme aquí. Tome usted la barca que le he hecho preparar; yo le seguiré con la mirada y me haré a la idea de que estoy con usted. Le ruego tan solo que cuente el número exacto de escalones de la gran pirámide, sobre el que los sabios no están de acuerdo, y si va a las otras pirámides, la de Saqqarah, le quedaría muy agradecido si me trajera una momia de ibis…me gustaría comparar el antiguo ibis egipcio con el de esta raza degenerada de zarapitos que aún se encuentran en las riberas del Nilo”. Tuve pues que embarcarme solo en la punta de la isla de Roddah, pensando con tristeza en esa confianza de los enfermos que pueden soñar con colecciones de momias al borde mismo de su propia tumba. El brazo del Nilo entre Roddah y Gizeh tiene tal anchura que se necesita cerca de media hora para atravesarlo. Después de cruzar Gizeh, pasar por su escuela de caballería y sus asaderos de pollo; y de analizar sus restos ruinosos, cuyos gruesos muros están construidos con un arte peculiar: recipientes de tierra superpuestos y sujetos con yeso, una edificación más ligera y aérea que sólida; aún se tienen por delante dos millas de llanuras cultivadas que hay que recorrer antes de llegar a las mesetas estériles en las que se alzan las grandes pirámides, en la frontera del desierto líbico. Cuanto más se acerca uno, más disminuyen esos colosos. Es un efecto de perspectiva que sin duda se debe a que su altura es igual a su anchura. En cambio, cuando se llega a sus pies, en la misma sombra de esas montañas construidas por la mano del hombre, uno se admira y se espanta. Lo que hay que trepar hasta llegar a la cúspide de la primera pirámide asemeja a una escalera en la que cada peldaño tiene alrededor de un metro de alto. Una tribu de árabes es la encargada de proteger a los viajeros y de guiarlos en su ascensión a la pirámide principal. En cuanto esas gentes se dan cuenta de que un curioso se encamina hacia su dominio, corren a su encuentro con sus caballos al galope, haciendo una fantasía pacífica y disparando al aire tiros de pistola para indicar que están a su servicio; todos ellos prestos a defenderle contra los ataques de ciertos beduinos pillastres que por casualidad podrían presentarse. Hoy en día ese supuesto hace sonreír a los viajeros, seguros de antemano sobre este punto; pero, en el siglo pasado, es cierto que en realidad se encontraban a merced de una banda de falsos bandidos que, tras haberles aterrorizado y despojado, se rendían con sus armas a la tribu protectora que, de inmediato, recogía una fuerte recompensa por los peligros y heridas sufridas en un simulacro de combate. Me han asignado cuatro hombres para guiarme y sujetarme durante mi ascensión. Al principio no comprendía bien cómo era posible trepar unos peldaños de los que solo el primero me llegaba a la altura del pecho; pero, en un abrir y cerrar de ojos, dos árabes se subieron sobre ese escalón gigantesco, cogiéndome cada uno por un brazo. Los otros dos me colocaron sobre sus hombros, y los cuatro juntos, a cada movimiento de esta maniobra, cantaban al unísono una melopea árabe terminada por ese antiguo estribillo parecido al eleyson!. De este modo llegué a contar hasta doscientos siete escalones, y no se precisó más de un cuarto de hora en alcanzar la plataforma de la cúspide. Y si te detienes un instante para recuperar el aliento, verás venir hacia ti a unas niñitas, apenas cubiertas con una camisola de tela azul que, desde la última grada a la que uno ha trepado, tienden, a la altura de nuestra boca unos cantarillos de arcilla de Tebas, cuya agua helada nos refrescará por un instante. Nada tan increíble como esas pequeñas beduinas trepando como monos con sus pequeños pies descalzos, que conocen todas las anfractuosidades de aquellos enormes bloques de piedra superpuestos. Ya en la plataforma, se les da un bajchis, un abrazo y después uno se siente izado en brazos de los cuatro árabes que te llevan en triunfo a los cuatro puntos del horizonte. La superficie de esta pirámide es de unos cien metros cuadrados. Bloques irregulares indican que se encuentra así debido a la destrucción de la cúspide, parecida sin duda a la de la segunda pirámide, que se conserva intacta y que puede admirarse a poca distancia con su revestimiento de granito. Las tres pirámides de Keops, Kefrén y Micerino, estaban igualmente revestidas con planchas de piedra rojiza, que todavía podían verse en tiempos de Herodoto. Fueron despojadas poco a poco, cuando se tuvo necesidad en El Cairo de construir los palacios de los califas y de los sudaneses. Como ya se pueden imaginar, la vista es hermosa desde lo alto de esta plataforma. El Nilo se extiende al oriente desde la punta del delta hasta más allá de Sakkarah, en donde se distinguen once pirámides más pequeñas que las de Gizeh. Al oeste, la cadena de montañas líbicas se desarrolla marcando las ondulaciones de un horizonte polvoriento. El bosque de palmeras que ocupa el lugar de la antigua Menfis, se extiende del lado del mediodía como una sombra verdosa. El Cairo, adosado a la cadena árida de Mokatam, eleva sus cúpulas y minaretes hasta la entrada del desierto de Siria. Todo esto es de sobra conocido como para dedicar demasiado tiempo a su descripción. Pero, dejando a un lado la admiración y recorriendo con la mirada las piedras de la plataforma, allí se encuentra con qué compensar los excesos de entusiasmo. Todos los ingleses que se han arriesgado a hacer esta ascensión, desde luego que han grabado sus nombres sobre las piedras. Algunos especuladores han tenido la idea de dar su dirección al público, y un vendedor de cera de Picadilly, incluso ha hecho grabar con esmero sobre un bloque pétreo entero los méritos de su descubrimiento garantizado por la Improved Patent de Londres. Ni qué decir tiene que allí también se encuentra el Crédeville Voleur, tan pasado de moda hoy en día, la carga de Bouginier[1], y otras excentricidades transplantadas por nuestros artistas viajeros como un contraste a la monotonía de los grandes souvenirs.          [1] Crédeville: tipo popular de ladrón o contrabandista, “que tiene la deplorable costumbre de dejar su nombre en todas las murallas de Francia y de París” (Crédeville ou le Serment du gabelou”, vaudeville de Leuven y Dumanoir, 1832) Bouginier es desconocido (GR)

Esmeralda de Luis y Martínez 13 febrero, 2012 13 febrero, 2012 Gizeh, Herodoto, Karafeh, Kefrén, Keops, Las pirámides, Menfis, Micerino, Mokatam, Saqqarah, Tebas
“VIAJE A ORIENTE” 059

VII. La montaña – V. Los bazares y el puerto…  Salí del patio de palacio, seek atravesando una multitud compacta, shop que únicamente parecía atraída por la curiosidad. Y penetrando por las sombrías calles que forman las altas casas de Beirut, todas ellas construidas como si fueran fortalezas, y unidas acá y allá por pasadizos abovedados, volví a encontrar ese movimiento que parecía haberse suspendido durante la siesta. Los montañeses inundaban el inmenso bazar que ocupa los barrios del centro, dividido por orden de productos y mercancías. La presencia de mujeres en algunas tiendas es una remarcable particularidad para Oriente, y que explica la peculiaridad de la raza musulmana en esta población. Nada más entretenido que recorrer esos largos pasajes de escaparates protegidos con colgaduras de diversos colores, que no impiden a algunos rayos de sol proporcionar a frutas y verduras colores espléndidos, o ir más lejos para hacer brillar los bordados de las ricas vestiduras suspendidas a la puerta de los ropavejeros. Me apetecía muchísimo añadir a mi vestuario un detalle o adorno especialmente sirio, que consistía en envolverse frente y sienes con una pañoleta de seda con hilillo de oro, que se llama caffiéh, y que se sujeta a la cabeza con un cordón de crin retorcido;  la utilidad de este atuendo es la de preservar orejas y cuello de las corrientes de aire, tan peligrosas en un país montañoso. Me vendieron uno bastante brillante por cuarenta piastras. Entré en una barbería para colocármelo, y cuando me miré al espejo, me vi con el aspecto de un rey de Oriente. Estos pañolones se hacen en Damasco; algunos vienen de Brousse, otros de Lyon. Largos cordones de seda con nudos y borlas cuelgan por el pecho y la espalda y satisfacen esa coquetería del hombre, tan natural en países en los que aún se pueden vestir con hermosos atuendos. Esto puede parecer pueril; pero a mí me parece que el porte externo repercute en la manera de pensar y de actuar ante la vida; a eso se une todavía en Oriente una cierta seguridad del hombre, que tiene por costumbre llevar armas en el cinturón: sintiéndose así en cualquier ocasión como alguien respetable y respetado; de ahí que las escaramuzas y peleas sean raras, porque cada cual sabe muy bien que al menor insulto puede correr la sangre. Jamás vi críos tan bellos como los que corretean y juegan en los corredores del bazar. Jovencitas esbeltas y risueñas se arremolinan en torno a elegantes fuentes con arabescos de mármol, y se alejan por turnos llevando sobre sus cabezas grandes vasijas de antiguas formas. Se distingue en este país mucho cabello rojizo, de tonos más fuertes que los nuestros, con un cierto reflejo púrpura o carmesí. Este color es tan bello en Siria, que muchas mujeres tiñen su pelo rubio o negro con henné[1], que en otros lugares fuera de aquí sólo se utiliza para teñir la planta de los pies, las uñas y las palmas de las manos. También había, en algunos de los puntos en los que se cruzan los corredores, vendedores de helados y sorbetes, que fabrican al gusto estos refrescos con la nieve recogida de la cima del Sannín. Un café brillante, frecuentado sobre todo por militares, sirve también, en medio del bazar, bebidas heladas y perfumadas. Me detuve allí durante un buen rato, asombrado por aquel movimiento de gente tan activa, que reunía en un solo punto los más variopintos atuendos de la gente de la montaña. Además, es bastante divertido ver cómo se agitan durante las discusiones de compra-venta, los cuernos de orfebrería (tantours), de más de un pié de longitud, que las mujeres drusas y maronitas llevan sobre la cabeza con un largo velo que balancean sobre la cara y que recolocan a su gusto. La disposición de este ornamento les da el aspecto de esos fabulosos unicornios que sirven de soporte al blasón de Inglaterra. En tanto que su atuendo externo es uniformemente blanco o negro. La mezquita más importante de la ciudad, que da a una de las calles del bazar, es una antigua iglesia de Las Cruzadas, en la que aún se puede ver la tumba de un caballero bretón. Saliendo de ese barrio para dirigirse hacia el puerto, se desciende por una amplia avenida consagrada al comercio franco. Allí, Marsella lucha con bastante fortuna con el comercio de Londres. A la derecha, está el barrio de los griegos lleno de cafetines y cabaretes, en donde el gusto de este pueblo por las artes se manifiesta en una multitud de grabados de madera coloreados, que alegran los muros con las principales escenas de la vida de Napoleón y de la revolución de 1830. Para contemplar con calma ese museo, pedí una botella de vino de Chipre, que rápidamente me fue servido a la mesa en la que estaba sentado, recomendándome mantenerla oculta bajo la mesa. No hay que escandalizar a los musulmanes mostrándoles que allí se bebe vino. A pesar de que el aqua vitae, que no es otra cosa que un anisete, se consume ostensiblemente. El barrio griego comunica con el puerto a través de una calle ocupada por banqueros y cambistas. Altos muros de piedra, apenas abiertos con unas ventanas o ventanucos enrejados, rodean y ocultan patios e interiores construidos al estilo veneciano. Es un resto del esplendor que Beirut disfrutó durante mucho tiempo gracias al gobierno de los emires drusos y a sus relaciones comerciales con Europa. La mayor parte de los consulados se encuentran en ese barrio, que yo atravesé rápidamente. Tenía prisa por llegar al puerto y abandonarme enteramente a la impresión del espléndido espectáculo que me esperaba allí. ¡Ah la naturaleza! la belleza, inefable gracia de las ciudades de Oriente construidas al borde los mares, cuadros coloristas de la vida; espectáculo de las más bellas razas humanas, atuendos, barcazas, navíos que se cruzan sobre el azul oleaje, ¿cómo explicar la impresión que todo esto causa en un soñador, y que no es otra cosa que la realidad de un sentimiento anticipado?. Es cierto que ya habíamos leído sobre todas estas cosas en los libros; admirado en los lienzos, sobre todo en esas viejas pinturas italianas que recogen la época del poderío marítimo de venecianos y genoveses; pero lo que aún sorprende hoy en día, es encontrarlo todo tan parecido a la idea que nos habíamos formado de todo ello. Uno se codea sorprendido con esa multitud abigarrada, que parece pertenecer al mundo de hace dos siglos, como si el espíritu remontase las edades, como si el espléndido pasado de los tiempos que ya fueron se hubiera reconstruido por un instante. ¿Soy hijo de un país triste, de un siglo vestido de negro que parece llevar el luto de cuantos le han precedido? Y heme aquí, yo mismo transformado, observando y posando al mismo tiempo, personaje sacado de una marina de Joseph Vernet. Me acomodé en un café construido sobre una plataforma sustentada por pilotes en forma de columnas empotradas en la misma orilla del agua. A través de las rendijas de los tablones se veía el flujo verdoso que batía la costa bajo nuestros pies. Marineros de todos los países, montañeros, beduínos vestidos de blanco, malteses y algunos griegos con pinta de piratas fumaban y charlaban a mi alrededor; dos o tres jóvenes cafedjis servían y renovaban acá y allá las fines-janes rebosantes de espumoso moka, en su envoltorio de filigrana dorada. El sol, que desciende hacia los montes de Chipre apenas ocultos por la línea externa de las olas, enciende acá y allá los pintorescos bordados brillantes incluso entre los harapos más pobres; recorta, a la derecha del muelle, la sombra inmensa del castillo marítimo que protege el puerto; revoltijo de torres agrupadas sobre las rocas, cuyas murallas, el bombardeo inglés de 1840, agujereó e hizo añicos[2]. Sólo quedan unos restos que se mantienen gracias a su propia mole, como testigos de una barbarie inútil. A la izquierda, un espigón se adentra en el mar, sosteniendo los blancos edificios de la aduana, que al igual que el muelle, está construida casi enteramente con los restos de las columnas de la antigua Beirut o de la ciudad romana de Julia Félix[3]. ¿Hallará Beirut de nuevo aquel esplendor que por tres veces la convirtieron en la reina del Líbano?. Hoy en día: su situación al pie de las verdes montañas, en medio de jardines y fértiles valles al fondo de un gracioso golfo que Europa llena continuamente con sus barcos;  el comercio de Damasco, y la cita central de las industriosas poblaciones de la montaña, son las que todavía marcan el poderío y futuro de Beirut. Yo no conozco nada más animado ni más vivo que ese puerto, ni que convenga mejor a la vieja idea que tiene Europa de esas Escalas de Levante en las que se desarrollaba la acción de algunas novelas y comedias. ¿Acaso no soñamos con aventuras y misterios a la vista de esas grandes mansiones, de ventanas enrejadas en las que se ve con frecuencia cómo las ilumina el ojo curioso de las jovencitas?. ¿Quién osaría penetrar en esas fortalezas de poder marital y paternal o, al menos, quién no estaría tentado de hacerlo?. Pero, por desgracia, las aventuras aquí son más raras que en el Cairo; la población es más seria a la par que más atareada; el vestuario de las mujeres da idea de trabajo y bienestar sencillo. Algo de bíblico y de austero resulta de la visión general del cuadro: esa mar incrustada entre los altos promontorios, las grandes líneas del paisaje que se desarrollan sobre los diversos planos de las montañas, las torres almenadas y las arquitecturas ojivales, elevan el espíritu hacia la meditación y al ensueño. Para observar cómo se podía agrandar aún más este bello espectáculo, abandoné el cafetín y me dirigí hacia el paseo de Raz-Beirut, situado a la izquierda de la ciudad. Los resplandores rojizos de la puesta del sol teñían de hermosos reflejos la cadena de montañas que descienden hacia Sidón; todo el borde del mar forma a la derecha escarpados promontorios de rocas, y aquí y allá, pozas naturales que había rellenado la marea en los días de tormenta; mujeres y jovencitas se mojaban los pies allí y bañaban a sus críos. Abundan esta especie de albercas que semejan restos de los antiguos baños, cuyo fondo está cubierto de mármol. A la izquierda, cerca de una pequeña mezquita que domina el cementerio turco, se aprecian unas enormes columnas de granito rojo, caídas sobre la tierra; ¿estaría ahí, como se rumorea, el circo de Herodes Agripa?. [1] La alheña o arjeña (del ár. hisp. alhínna, y éste del árabe ?????? al-hinn?´) o henna o jena es un tinte natural de color rojizo que se emplea para el pelo y que además se usa en una técnica de coloración de la piel llamada mehandi. Se hace con la hoja seca y el pecíolo de la Lawsonia alba Lam. (Lawsonia inermis L.) Este tinte es de uso común en India, Pakistán, Irán, Yemen, Oriente Medio y África del norte (http://es.wikipedia.org/wiki/Alhe%C3%B1a)  (EDL) [2] Caída en manos de Méhémet-Ali (1831), Beirut fue bombardeada y tomada por la flota inglesa en 1840. [3] Béryte es el nombre de la antigua ciudad fenicia, que en tiempos de Roma, conquistada por Agripa, tomó el nombre de la hija del emperador. (GR)

Esmeralda de Luis y Martínez 22 febrero, 2012 22 febrero, 2012 el circo de Herodes Agripa., la ciudad romana de Julia Felix, los tantours, Una coquetería del viajero: la caffiéh
“VIAJE A ORIENTE” – Las noches de Ramadán

HISTORIA DE LA REINA DE LA MAÑANA Y DE SOLIMÁN, there EL PRÍNCIPE DE LOS GENIOS – IX. Los tres compañeros… Desconfianza y temores del sumo sacerdote Sadoc ante la unión con la Reina de Saba. Solimán recibe en el templo a los tres obreros traidores y planea su venganza contra Adonirám. En la sesión siguiente, treat el narrador continuó de este modo…        Solimán y el Sumo Sacerdote de los hebreos charlaban desde hacía un buen rato bajo el atrio del templo.        “Es un deber, -dijo con despecho el pontífice Sadoc a su rey-, y vos sólo os escudáis en mi consentimiento para este nuevo retraso. ¿Cómo celebrar un matrimonio si la novia no está aquí?.        – Venerable Sadoc –repuso el príncipe suspirando-, estos retrasos decepcionantes me afectan a mí, más aún que a vos, y los llevo con paciencia.        – En buena hora; pero yo; yo no estoy enamorado –dijo el levita, pasándose la mano seca y pálida, surcada de venas azules, por su larga barba blanca y ahorquillada.        – Precisamente por eso vos deberíais estar más calmado.        – ¡Y cómo! –continuó Sadoc-, desde hace cuatro días, caballeros y levitas están dispuestos; los holocaustos, preparados; el fuego arde inútilmente sobre el altar, y en el momento más solemne, hay que aplazarlo todo. Sacerdotes y rey a merced de los caprichos de una mujer extranjera que nos pasea de pretexto en pretexto y juega con nuestra credulidad”.        Lo que humillaba al sumo sacerdote era el tener que vestirse a diario con los ornamentos pontificios, y estar obligado a despojarse de ellos inmediatamente después sin haber podido hacer brillar, ante los ojos de la corte de los sabeos, la pompa hierática de las ceremonias de Israel. Se paseaba, agitado, a lo largo del atrio interior del templo, con sus espléndidas vestiduras ante un consternado Solimán.        Para esa augusta ceremonia, Sadoc, se había vestido con su túnica de lino, un fajín bordado, su efod[1] abierto por delante y por detrás. El efod brillaba sobre su pecho; era cuadrado, de un palmo de largo y rodeado por una fila de sardónices, topacios y esmeraldas; una segunda fila de carbunclos, zafiros y jaspe; una tercera de ligures, amatistas y ágatas, y, una cuarta de criolitas, ónices y berilos. La túnica del efod, de un violeta claro, abierta por el medio, estaba bordada con pequeñas granadas de jacinto y púrpura, alternadas con diminutas campanillas de oro fino. La frente del pontífice estaba ceñida por una banda de color jacinto, adornada con una lámina de oro bruñido que ostentaba un huecograbado con las palabras  “Adonay es santo”[2].        Y eran necesarias dos horas y seis servidores de entre los levitas para revestir a Sadoc con su atuendo litúrgico, sujeto con cadenillas, nudos místicos y corchetes de orfebrería. Esa vestimenta era sagrada; y sólo a los levitas les estaba permitido tocarla, ya que fue el mismo Adonay quien ordenó su diseño a Musa Ben-Amrán (Moisés), su servidor.        Así pues, tras cuatro días, los atavíos pontificales de los sucesores de Melkisedek sobre los hombros del respetable Sadoc, recibían diariamente una afrenta. Y Sadoc, más irritado aún si cabe por tener que consagrar muy a su pesar el matrimonio de Solimán con la Reina de Saba; algo que le desagradaba profundamente.        Esa unión le parecía peligrosa para la religión de los hebreos y el poderío de su sacerdocio. La reina Balkis era instruida… Sadoc encontraba que los sacerdotes sabeos la habían permitido conocer un montón de cosas que un soberano, educado con prudencia, debía ignorar,; y sospechaba de la influencia de una reina, versada en el difícil arte de gobernar sobre los pájaros. Estos matrimonios mixtos que exponían la fe a permanentes ataques de una colectividad escéptica, jamás agradaban a los pontífices. Y Sadoc, que con infinito trabajo había conseguido aplacar en Solimán su pasión por la sabiduría, persuadiéndole de que no había nada más que aprender, temblaba ante la perspectiva de que el monarca se diera cuenta de cuántas cosas en realidad ignoraba.        Ese pensamiento se hacía cada vez más certero, al ver que Solimán andaba ya reflexionando sobre todo ello, y encontraba a sus ministros cada vez menos agudos y más déspotas que los de la reina. La confianza de Ben-Daoud se había quebrantado; desde hacía días guardaba secretos que no transmitía a Sadoc, y ni siquiera le consultaba. Lo fastidioso, en los países en los que la religión está subordinada a los sacerdotes y personificada en ellos, es que, el día en que el pontífice falla, y todo mortal es débil, la fe se derrumba con él, y hasta el mismo Dios se eclipsa con su orgulloso y funesto sostén.        Circunspecto, sombrío, pero poco penetrante, Sadoc, se había mantenido sin esfuerzo, aprovechando la suerte de tener pocas ideas. Ampliando la interpretación de la ley al agrado de las pasiones del príncipe, justificándolas con la complacencia de un dogma básico, aunque puntilloso en las formas; de suerte que Solimán se sometiese dócilmente a ese yugo… ¡Y pensar que por culpa de una jovencita del Yemen y un maldito pájaro se corría el riesgo de destruir el edificio de una educación tan prudente!        Acusarles de magia, ¿no sería acaso confesar el poderío de las ciencias ocultas, tan desdeñosamente negadas?. Sadoc se encontraba en un verdadero aprieto. Y además tenía otras preocupaciones; el poder ejercido por Adonirám sobre los obreros inquietaba también al Sumo Sacerdote, alarmado con razón ante cualquier dominación oculta y cabalística. Y a pesar de todo, Sadoc había impedido constantemente a su real alumno despedir al único artista capaz de erigir al dios Adonay el templo más impresionante del mundo, y atraer al altar de Jerusalén la admiración y las ofrendas de todos los pueblos de Oriente. Para buscar la perdición de Adonirám, Sadoc esperaba a que terminaran los trabajos, limitándose hasta entonces a alimentar la sombría desconfianza de Solimán. Pero desde hacía unos días la situación se había agravado. En medio del estallido de un triunfo inesperado, imposible, milagroso; Adonirám, recordaba, había desaparecido. Esa ausencia extrañaba a toda la corte, excepto, aparentemente, al rey, que no había hablado de ello en ningún momento a su sumo sacerdote, algo poco habitual.        De esta suerte, el venerable Sadoc, sabiéndose inútil, y resuelto a hacerse el necesario, se había visto reducido a combinar vagas declamaciones proféticas, reticencias de oráculos apropiados para impresionar la imaginación del príncipe. A Solimán le gustaban bastante los discursos, sobre todo porque le ofrecían la ocasión de resumir su significado en tres o cuatro proverbios. Ahora bien, en estas circunstancias, las sentencias del Eclesiastés, lejos de amoldarse  a las homilías de Sadoc, sólo hablaban acerca de la utilidad del punto de vista del Señor, de la desconfianza, y de la desgracia de los reyes entregados a la astucia, a la mentira y al interés. Y Sadoc, turbado, se replegaba en las profundidades de lo ininteligible.        “Aunque vos habláis de maravilla –dijo Solimán-, no he venido a buscaros al templo para disfrutar de esa elocuencia: ¡desdichado es el rey que se nutre de palabras! Tres desconocidos van a presentarse aquí, pidiendo una audiencia conmigo, y serán escuchados, ya que conozco su deseo. Para esa audiencia he elegido este lugar, ya que importa y mucho que este encuentro quede en secreto.        – Esos hombres, Señor, ¿quiénes son?        – Gentes instruidas en materias que los reyes ignoran: se puede aprender mucho de ellos.”        Al poco, tres artesanos, introducidos hasta el atrio interior del templo, se prosternaron a los pies de Solimán. Su actitud era tensa y su mirada inquieta.        “Que la verdad salga de vuestros labios, les dijo Solimán, y no esperéis imponeros al rey: pues él conoce vuestros pensamientos más secretos. Tú, Phanor, trabajador ordinario del gremio de los albañiles, tú eres enemigo de Adonirám, porque odias la supremacía de los mineros, y, para destruir la obra de tu maestro, mezclaste piedras combustibles con los ladrillos de sus hornos. Amrou, del gremio de los carpinteros, tú sumergiste las vigas dentro de las llamas para debilitar las bases del mar de bronce. En cuanto a ti, Méthousaël, minero de la tribu de Rubén, tú has estropeado la fundición añadiéndole lavas sulfurosas, recogidas a orillas del lago de Gomorra. Los tres aspiráis en vano al cargo y al salario de los maestros. Como habéis visto, mi clarividencia puede penetrar hasta el misterio de vuestras acciones más ocultas.        – Gran rey –respondió Phanor espantado-, es una calumnia de Adonirám, que se ha confabulado para perdernos.         – Adonirám ignora un complot que solo yo conozco. Habéis de saber que nada escapa a la sagacidad de los protegidos de Adonay.”        La extrañeza de Sadoc le hizo comprender a Solimán que su sumo sacerdote no contaba demasiado con el favor de Adonay.        “Así que será tiempo perdido –continuó el rey-, el que tratéis de disimular la verdad. Lo que vais a revelarme ya lo conozco de antemano, y ahora lo que voy a poner a prueba es vuestra fidelidad. Que Amrou sea el primero en tomar la palabra.        – Señor, -dijo Amrou, tan asustado como sus cómplices-, yo he ejercido la vigilancia más absoluta sobre los talleres, las canteras y las fábricas. Adonirám no apareció por allí ni una sola vez.        – A mí –continuó Phanor- se me ocurrió esconderme, al caer la noche, en la tumba del príncipe Absalón Ben-Daoud, en el camino que va del Moria al campamento de los sabeos. Hacia las tres de la madrugada, un hombre vestido con una gran túnica y tocado con un turbante como los que lleva la gente del Yemen, pasó ante mí; me aproximé y reconocí a Adonirám, que iba hacia las jaymas de la reina, y como él me había visto, no me atreví a seguirle.        – Señor –prosiguió Méthousaël-, a vos, que todo lo conocéis y la sabiduría habita en vuestro espíritu, hablaré con toda sinceridad. Si mis revelaciones son de tal naturaleza que puedan costar la vida a quienes penetren en tan terribles misterios, dignaos alejar a mis compañeros a fin de que mis palabras sólo recaigan sobre mí.”        Solimán extendió la mano y respondió: “¡Te salva tu buena fe, nada temas, Méthousaël de la tribu de Rubén!        – Disfrazado con un caftán, y cubierto el rostro con un tinte oscuro, me mezclé, aprovechando la noche, entre los eunucos negros que rodeaban a la princesa: Adonirám se deslizó a través de las sombras hasta sus pies; durante mucho tiempo estuvo conversando con ella y el viento de la noche trajo hasta mis oídos el temblor de sus palabras; yo me escabullí una hora antes del alba, y Adonirám aún estaba con la princesa…”        Solimán contuvo su cólera, cuya señal reconoció Méthousaël en las pupilas del rey.        – “¡Oh, rey! –exclamó-, me he visto obligado a obedeceros; pero permitidme no añadir nada más.        – ¡Continúa! Yo te lo ordeno.        – Señor, mantener vuestra gloria es algo importante para vuestros súbditos. Yo pereceré si es necesario; pero mi Señor nunca será juguete de esos pérfidos extranjeros. El sumo sacerdote de los sabeos, la nodriza y dos mujeres de la reina están en el secreto de esos amores. Si he entendido bien, Adonirám no es quien parece ser, está investido, al igual que la princesa, de un poder mágico, y gracias a ese don, ella puede dominar sobre los habitantes del aire, y el artista, sobre los espíritus del fuego. Sin embargo, esos seres tan favorecidos, temen vuestro poder sobre los genios, un poder que vos poseéis pero ignoráis. Sarahil habló de un anillo en forma de estrella, explicando a la asombrada reina sus propiedades maravillosas, y se han lamentado al hablar de este asunto de la imprudencia de Balkis. No he podido captar el fondo de la conversación, ya que llegados a ese punto bajaron la voz y tuve miedo de que me descubrieran si me acercaba demasiado. Pronto, Sarahil, el sumo sacerdote y los acompañantes se retiraron haciendo una genuflexión ante Adonirám que, como he dicho, se quedó solo con la reina de Saba. ¡Oh rey! ¡ojalá pueda yo encontrar gracia ante vuestros ojos, pues el engaño no ha aflorado en ningún momento a mis labios!        – ¿Con qué derecho piensas que puedes sondear las intenciones de tu Señor? Sea el que sea nuestro fallo, será justo… Que este hombre sea encerrado en el templo como sus compañeros; no se comunicará con ellos bajo ningún concepto, hasta el momento en que decidamos su suerte.”        ¿Quién podría describir el estupor del sumo sacerdote Sadoc, mientras los soldados mudos, rápidos y discretos ejecutores de la voluntad de Solimán, arrastraban a un aterrorizado Méthousaël? “Ya veis, respetable Sadoc –prosiguió el monarca con amargura-, vuestra prudencia no ha sido capaz de descubrir nada; sordo ante nuestras plegarias, indiferente a nuestros sacrificios, Adonay no se ha dignado iluminar a sus seguidores, y solo yo, con ayuda de mis propias fuerzas, he desvelado la trama de mis enemigos, a pesar de que ellos dominan sobre las potencias ocultas. ¡Ellos tienen dioses fieles… mientras que el mío me abandona!        – Porque vos le despreciáis buscando la unión con una mujer extranjera. Oh, rey, desechad de vuestra alma ese sentimiento impuro, y vuestros adversarios os serán entregados. Pero ¿cómo apoderarse de ese Adonirám que se vuelve invisible y de esa reina protegida por la hospitalidad?        – Vengarse de una mujer está por debajo de la dignidad de Solimán. En cuanto a su cómplice, en un instante le vais a ver aparecer. Esta misma mañana me ha pedido audiencia, y le espero aquí mismo.        – Adonay nos favorece. ¡Oh, rey! ¡hagamos que no salga de este recinto!        – Si viene hasta aquí sin temor, no os quepa la menor duda de que sus defensores no se encuentran lejos; pero nada de precipitaciones ciegas: esos tres hombres son sus mortales enemigos. La envidia, la avaricia han envilecido su corazón. Puede que hayan calumniado a la reina… Sadoc, yo la amo, y no voy a injuriar a la princesa creyéndola mancillada por una pasión degradante, a causa de los vergonzosos propósitos de esos tres miserables… Pero, por si acaso son ciertas las sordas intrigas de Adonirám, tan poderoso entre el pueblo, he hecho vigilar a este misterioso personaje.        – Entonces, ¿suponéis que no ha visto a la reina?…        – Estoy convencido de que la ha visto en secreto. La reina es curiosa, una entusiasta de las artes, ambiciosa de renombre, y tributaria de mi corona. ¿Desearía contratar al artista y emplearlo en su país para realizar alguna obra magnífica?, ¿o bien reclutarle para organizar un ejército que se opusiera al mío con objeto de librarse del tributo? Lo ignoro… Y sobre esos pretendidos amores… ¿acaso no tengo la palabra de la reina?. Sin embargo, admito que una sola de esas suposiciones bastaría para demostrar que ese hombre es peligroso… Ya veré…”        Mientras hablaba con tono firme en presencia de un Sadoc, consternado de ver su altar desdeñado y su influencia desvanecida; los guardianes mudos volvieron a aparecer con sus tocados blancos y redondos, chaquetas recamadas y anchos cinturones de los que pendían un puñal y un sable curvo. Estos intercambiaron una señal con Solimán, y en ese momento apareció en el atrio Adonirám. Seis hombres de los suyos le habían escoltado hasta allí; les dijo algo en voz baja y se retiraron. [1] El efod o ephod son unas vestiduras sacerdotales judías mencionadas en el Antiguo Testamento: en el capítulo 28 del Éxodo manda Dios a Moisés que hagan las vestiduras del Sumo Sacerdote y de los otros inferiores y dice que “El efod lo harán de oro, de púrpura violeta y escarlata, de carmesí y lino fino reforzado, todo esto trabajado artísticamente. Llevará aplicadas dos hombreras, y así quedará unido por sus dos extremos. El cinturón para ajustarlo formará una sola pieza con él y estará confeccionado de la misma forma: será de oro, de púrpura violeta y escarlata, de carmesí y de lino fino reforzado. Después tomarás dos piedras de lapislázuli y grabarás en ellas los nombres de los hijos de Israel -seis en una piedra y seis en la otra – por orden de nacimiento. Para grabar las dos piedras con los nombres de los hijos de Israel, te valdrás de artistas apropiados, que lo harán de la misma manera que se graban los sellos. Luego las harás engarzar en oro, y las colocarás sobre las hombreras del efod. Esas piedras serán un memorial en favor de los israelitas. Así Aarón llevará esos nombres sobre sus hombros hasta la presencia del Señor, para mantener vivo su recuerdo.” [2] Descripción conforme a Éxodo XXVIII, (GR)

Esmeralda de Luis y Martínez 16 mayo, 2012 16 mayo, 2012 Adoniram, Amrou, Balkis, Ben-Daoud, Eclesiastés, el efod, los guardianes mudos, Melkisedek, Méthousaël, Musa Ben-Amrán, Phanor, Sadoc, Sarahil, Solimán
“VIAJE A ORIENTE” 040

V. La embarcación – II. Una fiesta familiar…  Salimos del puerto de Boulac, ed y en unos minutos… el palacio de un bey mameluco, cialis transformado en la actualidad en escuela politécnica; su vecina mezquita blanca; las estanterías de los alfareros que exponen sobre la arena sus bardaques de barro poroso fabricadas en Tebas y transportadas desde el alto Nilo; las canteras que bordean hasta bien lejos la orilla derecha del río… todo ello desapareció. Llegamos hasta la ribera de una isla de aluvión situada entre Boulac y Embabeh, cuya orilla arenosa recibió de inmediato el choque de nuestra proa; mientras las dos velas latinas de nuestra embarcación tremolaban sin recoger el viento: –  ¡BATTAL!, ¡BATTAL! gritaba el raïs, o lo que es lo mismo: ¡malo, malo!, es probable que refiriéndose al viento. En efecto, la ola rojiza, rizada por un viento contrario, nos lanzaba a la cara su espuma, y el remolino tomaba tintes pizarrosos remedando los reflejos del cielo. Los hombres bajaron a tierra para liberar el barco y darle la vuelta. Entonces comenzaron con uno de esos cánticos con los que los barqueros egipcios acompañan todas las maniobras y que siempre acaban con el estribillo “eleyson!” mientras que cinco o seis buenos mozos, despojados en un instante de su túnica azul, semejantes a estatuas de bronce florentino, se esforzaban en esos quehaceres con las piernas sumergidas en el agua, mientras el raïs, sentado como un pachá en la proa, fumaba su narguile con aire indiferente. Un cuarto de hora más tarde volvimos al Boulac, medio escorados sobre un costado y con la punta de las vergas dentro del agua. Apenas habíamos avanzado doscientos pasos sobre el curso del río, cuando tuvimos que girar la barca, atrapada esta vez en los remolinos, para ir de nuevo a la isla de arena: ¡Battal! ¡Battal! seguía diciendo de vez en cuando el raïs. Reconocí a mi derecha los jardines de las alegres villas que rodean el paseo del Choubrah; los monstruosos sicomoros que lo forman resonaban con el agrio cloqueo de las cornejas que a veces se entrecortaba con el siniestro ulular de los milanos. Por lo demás, ningún loto, ningún ibis, ni un solo trazo del color local de otros tiempos. Únicamente aquí y allá grandes búfalos sumergidos en el agua y gallos del faraón, una especie de pequeños faisanes de plumas doradas, revoloteaban sobre la espesura de los naranjos y los plátanos de los jardines. Me olvidaba del obelisco de Heliópolis, que marca con su dedo de piedra el límite vecino del desierto de Siria, y que sentía no haberlo podido ver aún más que de lejos. Este monumento no debería desaparecer de nuestro horizonte durante todo el día, ya que la navegación de la barca continuaba realizándose en zig-zag. El crepúsculo había llegado, el disco del sol descendía tras la línea poco escarpada de las montañas líbicas, y de golpe la naturaleza pasaba de la sombra violeta del atardecer, al añil oscuro de la noche. Divisé a lo lejos las luces de un café, nadando en sus transparentes candeleros de aceite; el acorde estridente del NAZ y del REBAB acompañaba a esa melodía egipcia tan conocida: ¡ya leyly!* (¡Oh, noches!) Otras voces daban la réplica a la primera estrofa: ¡Oh noches de alegría!” Se cantaba a la felicidad de los amigos que se unen, el amor y el deseo, llamas divinas, radiantes emanaciones de la claridad pura que sólo existe en el cielo. Se invocaba a Ahmad, el elegido, el jefe de los apóstoles, y voces infantiles retomaban en coro la respuesta al estribillo de esta deliciosa y sensual efusión que llama a la bendición del señor sobre las alegrías nocturnas de la tierra. Vi que se trataba de una fiesta familiar. El extraño alborbolear de las campesinas se sucedía al coro de niños, y todo esto igual podía ser la celebración de una boda que la de un funeral, ya que en todas las ceremonias de los egipcios se reconoce siempre esa mezcla de alegría quejumbrosa, con una pena entrecortada por el éxtasis de la felicidad, que ya en el mundo antiguo presidía todos los actos de su vida. El raïs había hecho amarrar nuestra barca a una estaca plantada en la arena, y se preparaba para descender. Le pregunté si sólo nos detendríamos un rato en la aldea que estaba ante nosotros, y me respondió que debíamos pasar allí la noche e incluso quedarnos al día siguiente hasta las tres de la tarde, momento en el que se levantaba el viento del suroeste (estábamos en la época de los monzones) “Yo creía, le dije, que haríamos avanzar la barca remolcándola con maromas cuando el viento no fuera favorable. –  Eso no era lo pactado, respondió, en nuestro trato”. En efecto, antes de partir, habíamos hecho un escrito ante el CADI; pero era evidente que estas gentes habían puesto lo que les había venido en gana. Por lo demás, yo nunca tengo prisa por llegar, y esta circunstancia, que habría hecho rugir de indignación a un viajero inglés, a mí me proporcionaba la ocasión de estudiar mejor la vieja rama, algo deteriorada, por la que el Nilo descendía desde El Cairo hasta Damieta. El raïs, que esperaba violentas reclamaciones de mi parte, admiró mi serenidad. El remolque de barcas es relativamente bastante costoso, ya que, además de un mayor número de remolcadores sobre la barca, precisa de la ayuda de algunos hombres de contacto dispuestos a lo largo de las riberas entre aldea y aldea. Una barca dispone de dos habitaciones, con el interior elegantemente pintado y dorado, con dos ventanas dando al río, protegidas con celosías y encuadrando agradablemente el doble paisaje de ambas riberas. Ramos de flores y complicados arabescos decoran los paneles, dos cofres de madera recorren cada habitación a lo largo, y permiten, durante el día, sentarse sobre ellos con las piernas cruzadas, y por la noche, tenderse sobre colchones o cojines. Por lo común, la primera habitación sirve de diván, la segunda de harem. Todo ello se cierra y se encadena herméticamente, salvo para las privilegiadas ratas del Nilo, con las que, se haga lo se haga, habrá que convivir. Los mosquitos y otros insectos son compañeros aún menos agradables; pero por la noche se evitan sus pérfidos besos gracias a bastas camisas cuya abertura se anuda después de haberse introducido en ellas como dentro de un saco, envolviendo la cabeza con un doble velo de gasa bajo el que se respira perfectamente. Al parecer debíamos pasar la noche sobre la barca, y yo ya me estaba preparando cuando el raïs, que había descendido a tierra, vino a buscarme ceremoniosamente y me invitó a acompañarle. Yo tenía ciertos escrúpulos de dejar a la esclava en la cabina, pero él mismo me dijo que más valía llevarla con nosotros. * Aquí aparece transcrito ya leyly. Es posible que se deba a un error de transcripción del autor, pues la traducción que da: “¡Oh, noches!” corresponde a ya lay?ly (Nota del traductor)

Esmeralda de Luis y Martínez 15 febrero, 2012 15 febrero, 2012 Battal, Damieta, el cadi, el naz y el rebab, el obelisco de Heliópolis, leyly, raïs
AL-YAMI’, de IBN ZUHR – Introducción – 00

    El  Ŷāmi῾ de Avenzoar[1]: trascripción, traducción y glosario El  Ŷāmi῾ es un apéndice del Taysῑr fῑ-l-mudāwāt wa-l-tadbῑr, obra de Abū Marwān ῾Abd al-Malik Ibn Zuhr, famoso médico hispano-árabe de Sevilla, que vivió entre los años 1091 o 1094 y 1162 d.C (484 o 487 y 557 d.H.)[2] INTRODUCCIÓN.- Del Taysῑr se nos han conservado tres manuscritos, en colecciones públicas europeas, que vienen a resultar número escaso para tan importante obra. Los tres están localizados y descritos por G. Colin[3], del que resumo: “los tres manuscritos aludidos están, respectivamente, en la Biblioteca Bodleyana de Oxford, en la de los Médicis de Florencia y en la Biblioteca Nacional de París”. Respecto al códice del Taysῑr conservado en la Biblioteca Nacional de París, lleva, según Colin, la cota 2960 y se compone de ciento cincuenta y dos hojas. El plan de su contenido –interesante como eje comparativo con el que nosotros hemos utilizado- es: el estudio de las afecciones y los métodos terapéuticos, más un formulario titulado Ŷāmi῾,  es decir Colector o Colectario (paralelo al que aquí estudiamos, pero con notables diferencias de fondo), al frente del cual se indica: “Esta parte va dirigida a aquellos que no conocen nada de la medicina teórica, ni de sus aplicaciones prácticas. Encierra los medios para tratar (gracias a Dios Todopoderoso) con pócimas, electuarios y pomadas, las enfermedades o accidentes que puedan aquejar al cuerpo”.   Este ejemplar indica en su colofón: “El libro ha sido acabado de copiar (con el permiso de Dios), en Barcelona, a mediados del mes de ṣafar del año quinientos sesenta y uno. Gloria a Dios Señor de los Mundos”. La fecha mencionada corresponde al veinte de diciembre de 1165 d.C. Esta fecha nos indica que este manuscrito es casi contemporáneo de Avenzoar, ya que fue establecido solamente cuatro años después de la  muerte de nuestro autor. Sobre copias semejantes a ésta se prepararon las traducciones latinas[4]. Resulta así, que este Ŷāmi῾ de la Biblioteca Nacional de París no constituye un resumen del Taysῑr , sino un “Colector” o “Colligens”, tal y como se vierte este término al latín, para evitar de tal manera el empleo de la palabra “Antidotario”, que hace pensar más bien en Antídotos contra venenos, y no en su verdadera significación de “Colección de pócimas, etc.” Además de estos ejemplares de colecciones europeas, parece ser que existe, o existió, otro manuscrito del Taysῑr  en la Biblioteca ῾Abdaliyya de Túnez, hoy desaparecido, según noticia trasmitida por persona de todo crédito, como afirma  Ṣalāḥ al-Dīn al-Munaŷŷid[5], que sin embargo pudo llegar a catalogarlo antes de su pérdida, y enseguida publicarlo[6]. Aunque este Taysῑr  no lleva al final un apéndice, es decir, el Ŷāmi῾ , él mismo dice que en dicha Biblioteca y con signatura 8/2867 (n.º 83) existe un manuscrito titulado Ašriba wa-ma̔’āŷin li-mā yaḥditu fīl-badn min al-amrāḍ que tal vez haya que poner en relación con éste. El Ŷāmi῾  que he utilizado aquí se encuentra en la Landesbibliotek de Gotha. Está descrito en el catálogo de dicha Biblioteca, realizado por el Dr. Wilhelm Pertsch[7]. El códice, no muy antiguo, está formado por diez obras de distinta materia: Astronomía, Farmacología y Medicina. El Ŷāmi῾  comienza en el folio 3v y consta de treinta folios con un número de renglones que oscila entre los 26 y los 36[8]. Caligrafía oriental de trazos poco elegantes, pero legibles. Omite, con frecuencia, puntos diacríticos, pero hace una indicación bajo aquellas letras que se escriben sin dichos puntos. En algunas páginas se incluyen anotaciones al margen que en general son aclaraciones sobre algún término. El códice está escrito en casi su totalidad por una misma mano. Respecto a las características ortográficas caben destacar las variantes comunes a la casi generalidad de los manuscritos andalusíes de la época. En líneas generales: La confusión del alif maqṣūra con el de prolongación.  Omisión, casi siempre, de la hamza.  Abreviación de fórmulas como إن شاء الله que aparece siempre إنشاالله Permutación de enfáticas y otras letras en algunos fármacos, por ejemplo:  بنفصج         por        بنفسج  دسطوخودس      por       أسطوخودوس  جنديادستر     por       جندبادستر  سكينج          por       سكبينج  فاريقون أو غاريقون      por     أغاريقون  كرسنة أو كرشنة         por       قرصعنة  كماقيطوس      por       كمامادريوس  مشع مسكطر   por       مشكطران مشير أو مشيغ   الهوفسطبداس   por    الهيوفسطيذاس                                                                      نخوش مزر         por       نجوش مرز أو جوش مرز En las notas a pie de página corrijo dichas palabras cuando éstas aparecen por primera vez en el texto. Nuestro Ŷāmi῾  está distribuido en recetas de varios tipos: jarabes píldoras electuarios (ma’ ŷūn y la’ ūq) y tríacas (los grandes preparados que constituyen el final de la obra) Del folio catorce al veinticuatro se trata de las fiebres, su procedencia, período de incubación, remitencia y duración, con la terapia a seguir en cada caso. Tras el título[9] del jarabe, píldora, electuario, etc., aparece generalmente una fórmula religiosa y, a continuación, la enfermedad o enfermedades para las que se recomienda su utilización. Después comienza la receta misma, en la que se enumeran los simples y sus proporciones, así como el modo de preparación y la dosificación. Se cierra, por lo general, con otra fórmula religiosa. Hay ocasiones en que se indica la dieta alimenticia apropiada para la dolencia. Para la presente edición, en principio, se comenzará con la trascripción, traducción y glosario del Ŷāmi῾, que se irá ofreciendo por entregas dentro del grupo IBN ZUHR, abierto a todo el público, en la página del Archivo de la Frontera http://www.archivodelafrontera.com [1] http://ar.wikipedia.org/wiki/%D8%A7%D8%A8%D9%86_%D8%B2%D9%87%D8%B1 [2] ULLMAN, Manfred: Die Natur und Geheimwissenschaften im Islam. “Handbuch des Orientalistik”, XI, Leiden, E.J.Brill, 1972, p. 140 [3] COLIN, G.: Avenzoar, sa vie et ses oeuvres, Paris, 1911. [4] LECLERC, Lucien: Histoire de la Médicien Arabe, Nueva York, 25, Burt Franklin, 1876, II, pp. 473-474, 501. [5] AL-MUNAŷŷid, Ṣalāḥ al-Din, en la Revue des Manuscrits Arabes, El Cairo. Al-Abdaliyya, 12/2867, Aḥmad al-Tālit, 2.2.28, fsc. 2, p. 259. [6] Está publicado en el artículo titulado MaṢādir ŷadῑda῾an ta’rῑj al-ṭibb ῾inda al-῾arab. V. Nota 4. [7] En la p. 133 y bajo el n.º 72. [8] Y no en el número fijo de veintiocho de que habla en autor del catálogo. [9] El título aparece en caracteres más gruesos y de distinto color, seguramente rojo.

Esmeralda de Luis y Martínez 1 septiembre, 2012 1 septiembre, 2012 Al-Taysir, Al-Yami', Avenzoar, Colectario, Ibn Zuhr
“VIAJE A ORIENTE” 007

I. Las bodas coptas – VI. Una aventura en El Besestaín…                 El pintor y yo comenzamos a cabalgar, remedy seguidos de un asno que llevaba el daguerrotipo, máquina complicada y frágil, que había que colocarla en un sitio bien visible, con objeto de que nos diera el debido postín[1] . Tras la calle que he descrito, se encuentra un pasaje cubierto con toldos, en donde el comercio europeo muestra sus mejores productos. Es una especie de bazar en el que termina el barrio franco. Torciendo a la derecha, y luego a la izquierda, en medio de un gentío siempre creciente; seguimos una larga calle muy regular, que ofrece a la curiosidad, en algunos tramos, mezquitas, fuentes, una hermandad de derviches, y todo un bazar de quincallería y porcelana inglesa. Luego, después de una y mil vueltas, la vida vuelve a ser más silenciosa, más polvorienta, más solitaria. Las mezquitas se convierten en ruinas; las casas se derrumban acá y allá; el ruido y el tumulto no se reproducen más que bajo la forma de una jauría de perros ladradores, que se ensañan con nuestros asnos, y nos persiguen creo que sobre todo a causa de nuestros horrorosos trajes negros europeos. Afortunadamente, pasamos bajo una puerta, cambiamos de barrio, y aquellos animales se detuvieron gruñendo en los límites extremos de sus posesiones. Toda la ciudad está compartimentada en cincuenta y tres barrios rodeados de murallas, de los cuales, varios pertenecen a coptos, griegos, turcos, judíos y franceses. Incluso los perros, que pululan en paz por la ciudad sin pertenecer a nadie, reconocen estas divisiones y no se arriesgan más allá sin peligro. Una nueva escolta canina reemplazó pronto a la que acababa de dejarnos, y nos condujo hasta los casinos situados al borde de un canal, el Calish, que atraviesa El Cairo. Nos encontramos en una especie de arrabal, separado por ese canal de los principales barrios de la ciudad. Cafés y numerosos casinos festonean la orilla interior, mientras que la otra, presenta un amplio paseo aliviado por unas cuantas palmeras polvorientas. El agua del canal es verdosa y algo estancada, pero una larga continuidad de glorietas y emparrados, rodeados de viñas y trepadoras, sirven de trastienda a los cafetines, que ofrecen una vista de lo más alegre, mientras el agua tranquila que los ciñe, refleja con amor los abigarrados ropajes de los fumadores. Las lamparillas de los candiles de aceite se alumbran al apagarse las últimas luces del día, los narguiles de cristal lanzan destellos, y el licor ambarino nada en las ligeras tazas que distribuyen negros en una especie de hueveras de filigrana dorada. Tras una corta parada en uno de estos cafetines, nos desplazamos a la otra orilla del Calish, e instalamos sobre unos piquetes el aparato en el que el dios del día se ejercita tan agradablemente en el oficio de paisajista. Una mezquita en ruinas con un minarete curiosamente trabajado, una esbelta palmera lanzando al aire una mata de lentiscos forma, con todo el resto del paisaje, un conjunto con el que componer un cuadro digno de Marilhat[2] Mi compañero estaba encantado, y, mientras el sol trabajaba sobre sus placas bien pulimentadas, creí poder trabar una conversación instructiva escribiéndole a lápiz preguntas a las que su enfermedad no le impedía responder a voces: –                     No se case usted –gritó— y sobre todo no se le ocurra ponerse el turbante ¿Qué le exigen a usted? ¿tener una mujer en casa? ¡Vaya cosa! Yo me traigo todas las que quiero. Esas vendedoras de naranjas vestidas de azul, con sus brazaletes y collares de plata, son bastante hermosas. Tienen exactamente la misma forma que las estatuas egipcias, el pecho desarrollado, brazos y hombros soberbios, el trasero algo respingón, la pierna fina y delgada. Eso es arqueología, y sólo les falta llevar una peluca coronada por una cabeza de halcón, vendas envolviendo su cuerpo y una cruz anseada en la mano para ser como Isis o Hathor. –                     Pero usted olvida –repuse— que yo no soy un artista, y, por otra parte, esas mujeres tienen marido o familia. Van veladas, y así ¿cómo adivinar si son hermosas? Además, todavía no sé más que una palabra en árabe, vocabulario que me parece escaso para persuadirlas. –                     La galantería está severamente prohibida en El Cairo, pero el amor no lo está en ninguna parte. Usted encontrará una mujer cuyo paso al andar, el talle, la gracia del revuelo de sus vestidos al caminar, en la que cualquier cosa que se insinúe bajo el velo o en el peinado, le indicará su juventud o sus deseos de ser amable. Tan sólo sígala, y si le mira a la cara de frente, en el momento en que no se crea observada por la gente, tome usted el camino de vuelta a su casa; ella le seguirá. En cuestiones de mujeres, no hay que fiarse más que de uno mismo. Los dragomanes le aconsejarán mal. Es mejor fiarse de sí mismo, es más seguro. En efecto –me dije a mí mismo mientras dejaba al pintor ensimismado en su trabajo, rodeado de una muchedumbre respetuosa, que le creía ocupado en operaciones mágicas— ¿por qué habría yo de renunciar al placer? Las mujeres van tapadas, pero yo no, y mi aspecto de europeo puede que tenga algún encanto en este país. En Francia pasaría por un caballero normal y corriente, pero en El Cairo me convierto en un elegante hijo del norte. Este traje franco, que alborota a los perros, al menos me sirve para que se fijen en mí, que ya es bastante. Así que me introduje por las calles más populares, y atravesé la muchedumbre, asombrada de ver a un franco a pié y sin guía en la parte árabe de la ciudad. Me fui parando en las puertas de las tiendas y talleres, examinándolo todo con un aire bobalicón e inofensivo, que únicamente suscitaba sonrisas. Se dirían: Ha perdido a su dragomán, puede que le falte dinero para alquilar un burro…; se compadecían del extranjero extraviado en el inmenso caos de los bazares, en el laberinto de las calles. Me detuve para observar el trabajo de tres herreros que parecían hombres de cobre. Entonaban un estribillo árabe, cuyo ritmo guiaba los sucesivos golpes sobre las piezas de metal que un niño iba moviendo sobre el yunque. Me estremecí pensando que si uno de los dos se equivocaba en la medida de medio compás el niño terminaría con la mano aplastada. Dos mujeres se habían parado detrás de mí y se reían de mi curiosidad. Me volví, y me percaté por su mantilla de tafetán negro y por el vestido verde de levantina, de que no pertenecían al gremio de vendedoras de naranjas de El Mousky. Me puse rápidamente delante de ellas, pero entonces, se bajaron el velo y escaparon. Las seguí, y pronto llegué a una calle larga, atravesada por ricos bazares, que cruza toda la ciudad. Nos internamos bajo una bóveda de aspecto grandioso, formada por mocárabes esculpidos a la antigua usanza, cuyo barniz y dorados realzaban mil detalles de espléndidos arabescos. Puede que esto sea el Besestaín de los circasianos, en donde sucedió la historia narrada por el mercader copto al sultán de Casgar. ¡Heme aquí de lleno en “Las mil y una noches”106, y yo seré uno de los jóvenes mercaderes a los que las dos damas hacen desplegar sus tejidos, tal y como hacía la hija del emir ante la tienda de Bereddín! Les diré, al igual que el joven mancebo de Bagdad: –                     ¡Dejadme ver vuestro rostro a cambio de esta seda con flores de oro, y habré sido pagado con creces! Pero estas damiselas desdeñaron las sedas de Beirut, los brocados de Damasco, las mantillas de Brossa, que cada comerciante colocaba a su gusto… No se trata de tiendas propiamente dichas, sino de simples estanterías, cuyas baldas ascienden hasta la bóveda, y que van rematadas por una enseña cubierta de letras y atributos dorados. El vendedor, con las piernas cruzadas, fuma su larga pipa o el narguile sobre un pequeño estrado, y las mujeres van de vendedor en vendedor, haciendo que les muestren y desplieguen el género y lo pongan todo patas arriba, para pasar al siguiente, tras lanzar una mirada de desdén a la mercancía. Mis hermosas y risueñas damas querían a cualquier precio telas de Constantinopla. Constantinopla marca la moda en El Cairo. Les mostraron unas muselinas estampadas horrorosas, gritando: Istanboldan (¡esto es de Estambul!), ante las que se pusieron a lanzar grititos de admiración. Las mujeres son igual en todas partes. Me aproximé con aire de entendido; levanté el extremo de una tela amarilla estampada con rameados de tonos burdeos, y exclamé ¡tayeb! (ésta es bonita). Mi observación pareció tener éxito, y se decidieron por mi elección. El vendedor midió la pieza con una vara de medio metro, llamada Pico, y encargó a un muchachito que llevara el paquete con el retal. De pronto, me pareció que una de las mujeres me había mirado de frente; además, su paseo sin rumbo, las risas que ahogaban volviéndose para ver si las seguía, el manto negro (habbarah) levantándose de vez en cuando para mostrar una máscara blanca, signo de clase elevada, todas esas idas y venidas indecisas que posee una enmascarada tratando de seducirnos en un baile de la ópera, parecieron indicarme que no albergaban sentimientos adversos hacia mi persona. Así que creí llegado el momento de pasar por delante y tomar el camino de mi casa. Pero ¿cómo iba a encontrarlo? En El Cairo las calles no tienen nombre, ni las casas números, y cada barrio, ceñido entre sus muros, es en sí mismo un complejo laberinto. Existen diez callejones ciegos por cada uno que lleve a alguna parte. En la duda, opté por seguirlas. Dejamos los bazares llenos de tumulto y de luz, en donde todo deslumbra y destella, y en donde el lujo de los estantes contrasta con el gran carácter y esplendor arquitectónico de las principales mezquitas, decoradas con franjas horizontales amarillas y rojas. Pasajes abovedados, callejuelas estrechas y sombrías sobre las que penden los armazones de madera de los balcones, igual que en nuestras calles de la Edad Media. El frescor de estos caminos, casi subterráneos, es un refugio para los ardores del sol de Egipto, y proporciona a la población muchas de las ventajas de una latitud templada. Esto explica la blancura mate que gran número de mujeres conservan bajo su velo, ya que muchas de ellas jamás han dejado la ciudad, excepto para ir a entretenerse bajo la umbría del Choubrah. ¿Pero qué pensar de tantas vueltas y revueltas que me estaban obligando a dar? ¿Estaban huyendo de mí, o me estaban guiando mientras me precedían en ese caminar a la buena de Dios? Por fin entramos en una calle por la que yo había pasado el día anterior, y que reconocí, sobre todo por el delicado olor que esparcían las flores amarillas de un madroño. Este árbol, amado por el sol, proyectaba al otro lado del muro sus ramas cubiertas de capullos perfumados. Una fuente baja formaba una rinconada. Era una fundación piadosa destinada a calmar la sed de los animales vagabundos. Allí me encontré con una mansión de hermosa apariencia y decorada con yeserías. Una de las damas introdujo por la puerta una llave rústica, de esas que yo ya había experimentado. Me lancé tras ella sin titubear ni reflexionar, a través de un corredor sombrío y me encontré de pronto en un gran patio silencioso, rodeado de galerías, y dominado por los mil encajes de las mashrabeias. [1] El daguerrotipo es un ancestro de la fotografía que, conforme a la definición de “Las noches de octubre” (capítulo VIII) se trata de “un instrumento para manejar con mucha paciencia, indicado para los espíritus fatigados y que, destruyendo las ilusiones, opone a cada figura el espejo de la verdad”. [2] Prosper Marilhat (1811-1847) trajo muchos dibujos de su estancia en Egipto entre 1831 y 1833 (GR). 106 CXXXII noche (GR)

Esmeralda de Luis y Martínez 28 enero, 2012 28 enero, 2012 Besestaín, Calish, Cassal, Choubrah, Istanbollah
“VIAJE A ORIENTE” 028

III. El harem – V. La amable intérprete… A mí no me apetecía ir a comprar una habbarah, ambulance ni tan siquiera dar un simple paseo; pero de pronto, viagra se me ocurrió que apuntándome al gabinete de lectura francesa, sovaldi la amable Mme. Bonhomme se prestaría a servirme de intérprete para una primera explicación con mi joven cautiva. Yo sólo había visto a Mme. Bonhomme en la famosa representación de amateurs que había inaugurado la temporada en el Teatro de El Cairo, pero el vaudeville que había interpretado me la mostraba como una excelente y educada persona. El teatro tiene esa peculiaridad, que nos hace creer que conocemos perfectamente a una desconocida. De ahí, las grandes pasiones que inspiran las actrices sin que nos demos cuenta de que sólo las hemos visto de lejos*. Si la actriz tiene ese privilegio de mostrar a todos un ideal que la imaginación de cada cual interpreta y entiende a su gusto, ¿por qué no reconocer en una bonita, incluso virtuosa intermediaria esa función, en general acogedora, y por así decirlo de iniciación, que proporciona al extranjero unas relaciones útiles y llenas de encanto?. De todos es conocido hasta qué punto el bueno de Yorick, desconocido, inquieto, perdido en el gran tumulto de la vida parisina, estuvo encantado de encontrar acogida en la casa de una amable y complaciente tafiletera**; y cuánto más un encuentro de esta guisa es aún de mayor utilidad en una ciudad de Oriente. Mme. Bonhomme aceptó con toda la gracia y paciencia posibles el papel de intérprete entre la esclava y yo. Había mucha gente en la sala de lectura, así que nos hizo pasar a un almacén de artículos de perfumería y otros objetos, que estaba junto a la biblioteca. En el barrio franco todos los comerciantes venden de todo. Y mientras la esclava extrañada examinaba con embeleso las maravillas del lujo europeo, yo explicaba mi problema a Mme. Bonhomme, que también tenía una esclava negra a la que de vez en cuando yo veía que le daba órdenes en árabe.             Le interesó lo que le conté, y le rogué que preguntara a la esclava si estaba contenta de pertenecerme. “Aioua” respondió ella. A esta respuesta afirmativa, añadió que aún estaría más contenta si la vistiera como a una europea. Esta pretensión hizo sonreír a Mme. Bonhomme, que fue a buscar un gorrito de tul y encajes y lo ajustó sobre su cabeza. Tengo que reconocer que aquello no le sentaba muy bien. La blancura del sombrero le daba un aire enfermizo. “Pequeña, le dijo Mme. Bonhomme, estás mejor tal y como eres. El tarbouche te sienta mucho mejor”. Y como la esclava renunciaba al gorrillo muy apenada, fue a buscarla un taktikos de mujer griega festoneado de oro que le quedaba mucho mejor. Comprobé que en estos teje-manejes había una ligera intención de fomentar la venta, pero el precio era moderado, a pesar de la exquisita delicadeza del trabajo. Aprovechando esa doble condescendencia, hice que me contaran con detalle las aventuras de esta pobre muchacha. Se parecía a todas las historias de esclavas, a la Andriana de Terencio, a la Señorita Aïssé*…             Desde luego que no iba a presumir de obtener la verdad por completo. Nacida de padres nobles fue presa de pequeña en alta mar, algo impensable hoy en día en el Mediterráneo, pero muy probable en los mares del sur… Y por otra parte, ¿de dónde habría venido? No se podía dudar de su origen malasio: Los ciudadanos del Imperio Otomano no pueden ser vendidos bajo ningún concepto. Todo lo que no sea blanco o negro, es decir esclavos, no puede ser sino de la Abisinia o del archipiélago indio. Había sido vendida a un cheikh muy viejo del territorio de La Meca. Muerto el cheikh, los mercaderes de la caravana la habían traído y puesto a la venta en El Cairo. Todo era bastante normal, y me sentí feliz, en efecto, de creer que antes que yo no la había poseído más que aquel venerable cheikh amojamado por la edad. “Tiene dieciocho años, me dijo Mme. Bonhomme, pero es muy fuerte, y usted habría pagado más caro si no fuera de una raza que raramente se ve por aquí. Los turcos son gente de hábitos fijos, les hacen falta abisinias o negras. Puede estar seguro que la han paseado de ciudad en ciudad sin poder deshacerse de ella.” –            ¡Excelente! dije, eso quiere decir que la suerte hizo que yo pasara por allí. Me fue reservado el influir en su buena o mala fortuna”. Esta forma de ver las cosas, en relación con el fatalismo oriental fue transmitida a la esclava y me valió su asentimiento. Hice que le preguntaran porqué no había querido comer por la mañana y si era de religión hinduista. “No, es musulmana, me dijo Mme. Bonhomme después de hablar con ella. No ha comido hoy porque es día de ayuno hasta la puesta del sol”. Sentí que no perteneciera al culto brahamánico por el que siempre tuve una cierta debilidad, así como sobre su idioma, pues se expresaba en el árabe más puro, y de su lengua primitiva no había conservado más que el recuerdo de algunas canciones o pantouns que me prometí hacerle cantar. “Ahora, me dijo Mme. Bonhomme, ¿cómo hará usted para hablar con ella? –          Señora, le dije, yo conozco una palabra para mostrar conformidad con todo. Indíqueme solamente otra que exprese lo contrario. Mi inteligencia suplirá el resto hasta que pueda instruirme mejor. –          ¿Ya está usted en la fase del rechazo? Me dijo. –          Tengo experiencia, respondí, hay que preverlo todo. –          Ahí va esa terrible palabra, me dijo en voz baja Mme. Bonhomme: “¡ma fish!” esto comprende todas las negaciones posibles. –            Entonces recordé que la esclava ya la había pronunciado conmigo. * Lugar común nervaliano: ver “Sylvie” (cap. I) “Corilla” y la introducción de “Filles du feu” ** STERNE, “Voyage sentimental: Paris: le pouls, le mari; les gants” (GR) * Circasiana comprada por el Conde de Ferriol, embajador de Francia en Constantinopla. Mlle. Aïssé (1693-1733) fue llevada a París y brilló en los salones de la Regencia. Sus cartas a su confidente han sido publicadas después, una veintena de veces desde 1787 (GR)

Esmeralda de Luis y Martínez 11 febrero, 2012 11 febrero, 2012 la Andriana de Terencio, ma fish., Mme. Bonhomme, pantouns, Señorita Aïssé
“VIAJE A ORIENTE” 050

VI. La Santa Bárbara – VI. Diario de abordo… La humilde verdad no tiene los inmensos recursos de las combinaciones dramáticas o novelescas. Yo recojo uno por uno los acontecimientos cuyo único mérito es el de su misma simplicidad, buy y me consta que sería más cómodo hacer un relato, en una travesía tan vulgar como la del golfo de Siria, en el que inventara peripecias verdaderamente dignas de atención; pero la realidad es parca al lado de la mentira, y más vale, me parece, comentar con inocencia y al uso de los antiguos navegantes: “Tal día, no avistamos en la mar más que un fragmento de madera que flotaba a la ventura; tal otro, una gaviota de alas grises…” hasta el extraordinario momento en que la acción se calienta y complica con una canoa de salvajes que vienen a traer ñames y lechoncillos asados. Sin embargo, a falta de la obligada tempestad, una calma chicha digna del Océano Pacífico, y la escasez de agua dulce en un navío de la guisa del nuestro, podría haber deparado escenas dignas de una Odisea moderna. Pero el destino me ha arrebatado esa suerte de interés, enviando esta tarde un ligero céfiro del oeste que nos hizo navegar bastante rápido. Yo estaba, a pesar de todo, alegre por este incidente, y le hice al capitán que me asegurara de nuevo que al día siguiente por la mañana podríamos avistar en el horizonte las cimas azulonas del Carmelo, cuando de pronto, se oyeron gritos de espanto desde el puente. “Farqha el bahr! Farqha el bahr! – ¿Qué pasa? – ¡gallina al agua!” El acontecimiento me parecía de poca gravedad; sin embargo, uno de los marineros turcos, al que pertenecía la gallina se desesperaba de forma conmovedora, y sus compañeros le compadecían muy seriamente. Le sujetaban para impedirle que se arrojara al agua, y la gallina ya lejos mostraba signos de debilidad que se seguían con emoción. Por fin, el capitán, tras un momento de duda, dio la orden de detener el barco. Así de repente, encontré un poco exagerado que tras haber perdido dos días nos detuviéramos con buen viento por una gallina ahogada. Le di dos piastras al marinero, pensando que ese era el objetivo de todo este asunto, ya que un árabe se dejaría matar por mucho menos. Su rostro se dulcificó, pero calculó sin duda inmediatamente que sacaría doble ventaja recuperando la gallina, y en un abrir y cerrar de ojos se despojó de sus vestidos y se lanzó al mar. La distancia hasta donde nadó era prodigiosa. Hubo que esperar una media hora con inquietud por su situación y porque se acercaba la noche. Nuestro hombre por fin nos alcanzó extenuado, y hubo que sacarle del agua, ya que no tenía ni siquiera fuerza para abordar al barco.  Ya al verse en seguro, el hombre se ocupaba más de su gallina que de él mismo; la daba calor, la enjugaba, y no se quedó a gusto hasta verla respirar tranquila y dar saltitos sobre el puente. El navío se volvió a poner en marcha. “¡Al diablo con la gallina! Le dije al armenio. Hemos perdido una hora. –    ¡Y qué! ¿habría usted preferido que la dejara ahogarse? –    ¡Pero si yo tengo un montón de gallinas!, ¡y gustosamente le habría dado unas cuantas por la suya! –    Ah, pero no es lo mismo. –    ¿Cómo que no? Habría sacrificado todas las gallinas de la tierra  por no perder una hora de viento favorable en un barco en el que nos arriesgamos a morir de sed mañana mismo. –     Mire usted, dijo el armenio, la gallina salió volando por su izquierda en el momento en que su dueño se preparaba para cortarla el cuello. –     Con mucho gusto admitiría, le repuse, que se apresurara, como buen musulmán a salvar a una criatura viviente; pero me consta que el respeto de los buenos creyentes hacia los animales no llega a esos extremos, ya que los matan para comérselos. –     Claro que los matan, pero con todo un ceremonial, pronunciando una serie de jaculatorias, y además, no pueden cortarles el cuello si no es con un cuchillo cuyo mango esté perforado por tres clavos y su hoja no presente mella alguna. Si en ese momento la gallina se hubiera ahogado, el pobre hombre estaba convencido de que él mismo se moriría de aquí a tres días. –    Eso es otra cosa”, le dije al armenio. Está claro que para los orientales, es algo muy serio el matar a un animal. Sólo se permite hacerlo única y exclusivamente para que sirva de alimento, y de una manera que recuerda a la antigua institución de los sacrificios. Ya se sabe que hay algo parecido entre los israelitas: los carniceros están obligados a emplear matarifes (schocket: sacrificadores) que pertenecer a la orden religiosa, y cada bestia es sacrificada empleando fórmulas consagradas. Este prejuicio se encuentra con diversos matices en la mayor parte de las religiones de Levante. La misma caza por ejemplo, sólo se tolera contra las bestias feroces y en castigo por los perjuicios que éstas puedan haber causado. La caza con halcón era sin embargo, en la época de los califas, la diversión de los grandes, pero por gracias a una interpretación que hacía recaer sobre las aves de presa la responsabilidad de la sangre vertida. En el fondo, sin adoptar las ideas de La India, se puede reconocer que hay una cierta grandeza en esta creencia de no matar innecesariamente ningún animal. Las fórmulas recomendadas para el caso en que se deba sacrificar un animal por la necesidad de alimentarse, sin duda tienen como objetivo impedir que el sufrimiento no se prolongue más allá de un instante, lo que los usos en la caza hacen desgraciadamente imposible. El armenio me contó a este respecto que, en los tiempos de Mahmoud, Constantinopla estaba tan plagada de perros, que los coches apenas podían circular por las calles, y al no poder eliminarlos, ni como animales feroces, ni como apropiados para la alimentación, se le ocurrió abandonarlos en los islotes desiertos del Bósforo. Hubo que embarcarlos por millares en los cayucos: y en el momento en el que ignorantes de su suerte, tomaron posesión de sus nuevos dominios, un imán les arengó con un discurso, exponiéndoles que se había hecho esto debido a una necesidad absoluta, y que sus almas, a la hora de la muerte, no debían vengarse de los fieles creyentes; ya que, por otra parte, si la voluntad del cielo era que fueran salvados, ésta se cumpliría de seguro. Había muchos conejos en las islas, y los perros no objetaron nada en principio contra este razonamiento jesuítico; pero, días más tarde, atormentados por el hambre, aullaron con tales gemidos, que se les podía oír desde Constantinopla. Los devotos, emocionados por aquella lamentable protesta, lanzaron muy serias quejas al sultán, ya por entonces bastante sospechoso por sus tendencias europeas, de suerte que tuvo que dar órdenes para traer de vuelta a los perros, que fueron, triunfalmente, reintegrados con todos sus derechos civiles.

Esmeralda de Luis y Martínez 19 febrero, 2012 19 febrero, 2012 "¡Gallina al agua!", Constantinopla, el islote de los perros abandonados, Mahmoud, turco nadador
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