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“VIAJE A ORIENTE” 038

IV. Las pirámides – IV. El retorno…  Dejo con pesar esta vieja ciudad, for sale El Cairo, search en donde he encontrado los últimos vestigios de la grandeza árabe, que en ningún momento ha defraudado la idea del Oriente que yo me había hecho a través de narraciones y tradiciones. La había visto tantas veces en mis sueños de juventud, que me daba la impresión de haber vivido allí en alguna otra época. Yo reconstruía mi Cairo de otros tiempos, en medio de los barrios desiertos o de las mezquitas derruidas. Me parecía que pisaba sobre las huellas de mis antiguos pasos. Iba diciéndome… al dar la vuelta a este muro, voy a ver tal cosa…, y esa cosa estaba allí; en ruinas, pero real. No pensemos más. Este Cairo languidece bajo la ceniza y el polvo; el espíritu y los progresos modernos han triunfado como la muerte. Unos cuantos meses más, y calles de estilo europeo habrán troceado en ángulos rectos la vieja ciudad muda y polvorienta, que se derrumba pacífica sobre los pobres campesinos. Lo que reluce o brilla y crece es el barrio de los francos, la ciudad de los italianos, provenzales y malteses, el futuro cimiento de la India inglesa. El Oriente de antaño se precia de usar sus viejos atuendos, sus viejos palacios, sus viejas costumbres, pero ya ha llegado a sus últimos días, y puede decir como uno de sus sultanes: “La muerte ha disparado su flecha y me alcanzó: ya soy el pasado”. La que todavía protege el desierto, ocultándola poco a poco en sus arenas es, fuera de la ciudad de El Cairo, la ciudad de las tumbas, el valle de los califas, que asemeja, como Herculano, haber abrigado generaciones desaparecidas, y cuyos palacios, arquerías y columnas, los mármoles preciosos, los interiores pintados y dorados, las murallas, las cúpulas y los minaretes, multiplicados hasta la locura, no han servido más que para recubrir ataúdes. Este culto a la muerte es un distintivo eterno del carácter de Egipto. Sirve, al menos, para proteger y transmitir al mundo la extraordinaria historia de su pasado.

Esmeralda de Luis y Martínez 15 febrero, 2012 15 febrero, 2012 El valle de los califas, la ciudad de las tumbas
“VIAJE A ORIENTE” 039

V. La embarcación – I. Preparativos de navegación… La embarcación que me llevaba hasta Damieta, buy cialis transportaba también todo el menaje que había amontonado en El Cairo durante los ocho meses de mi estancia en la ciudad. A saber: la esclava de tez dorada que me vendió Abd-el-Kerim, remedy el cofre verde con los efectos que le había regalado; otro baúl provisto de todo lo que yo mismo había ido coleccionando; uno más con mi ropa de francés, check último vestigio de mala suerte, como ese vestido de mendigo, que un emperador había conservado para acordarse de su primitiva condición162, además de todos los utensilios y muebles con los que tuve que acomodar mi domicilio del barrio copto, y que consistían en cántaras y botijas para refrescar el agua; pipas y narguiles; colchones de algodón y cajones de palma trenzada, que podían servir como divanes, camas o mesas, y que además tenían la ventaja de poder utilizarse como jaulas para aves de corral o palomar, durante la travesía. Antes de partir, fui a despedirme de la Sra. Bonhomme, esa rubia y encantadora mujer, viático para el viajero. “¡Vaya!, me dije, no veré durante mucho tiempo más que rostros de color; voy a luchar contra la peste que reina en el delta de Egipto, y con las tormentas del golfo de Siria, que habrá que atravesar en frágiles barcos; pero su visión será para mí la última sonrisa de la patria”. La Sra. Bonhomme pertenece a ese tipo de belleza rubia, del Midi, que Gozzi1 celebraba en Las Venecianas, y que Petrarca ha cantado en honor de las mujeres de nuestra Provenza. Parece ser que esas peculiares anomalías son fruto de la proximidad de los países alpinos “el oro encrespado” de sus cabellos, y que sus ojos negros se deben a los profundos ardores del Mediterráneo. La piel, fina y clara como el satín rosa de los flamencos, se colorea en los lugares tocados por el sol, de un ligero tinte ambarino, que nos hace pensar en los viñedos de otoño, cuando los racimos de uvas doradas se cubren a medias bajo los pámpanos bermejos. ¡Ay, imágenes amadas por Ticiano y el Giorgione!163, ¿aún tenéis que dejarme esta melancolía y ese recuerdo de las riberas del Nilo?. Y eso que yo tenía a mi lado a otra mujer de cabello negro como el ébano, de faz tan sólida que parecía tallada en mármol de portore, belleza severa y grave, como los antiguos ídolos de Asia, y cuya gracia, a un tiempo servil y salvaje, recordaba a veces, si se pueden unir ambos conceptos, a la triste alegría del animal cautivo. Madame Bonhomme, me había conducido a través de su almacén, colmado de artículos de viaje, y yo la escuchaba y la admiraba mientras iba detallando los méritos de todos aquellos encantadores artículos que, para los ingleses, representaban su necesidad en el desierto de reproducir todo el confort de la vida moderna. Me explicaba, Madame Bonhomme, con su ligero acento provenzal cómo se podían colocar al pie de una palmera o de un obelisco, apartamentos completos para los señores y sus criados, con mobiliario y cocina, todo ello transportable a lomos de camello; ofrecer cenas europeas, en las que no faltase de nada, ni los raguts, ni los aperitivos, gracias a las latas de conservas que, hay que reconocer, a veces son un gran recurso. “¡Vaya! Le dije, yo me he convertido en un auténtico beduino (nómada árabe): almuerzo estupendamente con una dourah  (torta de pan) cocida sobre una placa de barro, dátiles machacados con manteca, pasta de albaricoque, saltamontes ahumados… e incluso se un medio de obtener una gallina hervida en medio del desierto, sin tan siquiera tomarse la molestia de desplumarla. –    Desconocía tal refinamiento, repuso madame Bonhomme. –   Ésta es la receta, le contesté, que me dio un renegado muy habilidoso, que la vió practicar en el Hedjaz. Se coge una gallina…  –   ¿Se necesita una gallina? Dijo madame Bonhomme. –   Por supuesto, tanto como una liebre para un civet*. –    ¿Y luego? –    Luego se enciende una fogata entre dos piedras, se busca agua… –    ¡Bueno! Pero si ya hay un montón de cosas necesarias! –    Todas las proporciona la misma naturaleza. Incluso se puede hacer con agua del mar…valdría lo mismo y nos ahorraría la sal. –    ¿Y dónde hace usted intervenir a la gallina? –    ¡Ah!, ¡esto es lo más ingenioso!. Vertemos el agua en la fina arena del desierto…otro ingrediente regalo de la naturaleza. Esto produce una arcilla fina y limpia, extremadamente útil para la preparación. –   ¿Se comería usted una gallina hervida en la arena? –   Le reclamo un último minuto de atención. Formamos una bola espesa con esta arcilla, cuidando de meter dentro éste u otro volátil. –   Esto se está poniendo interesante. –   Ponemos la bola de tierra sobre el fuego, y la damos vueltas poco a poco. Cuando la envoltura se ha endurecido suficiente y ha tomado un buen color por todas partes, hay que retirarla del fuego: la gallina ya está cocinada. –   ¿Y eso es todo? –   Todavía no: se quiebra la bola que ha pasado al estado de barro cocido, y las plumas del ave, presas en la arcilla, se arrancan a medida que nos deshacemos de los fragmentos de esta marmita improvisada. –    ¡Pero eso es un banquete se salvajes! –    No. Se trata tan sólo de gallina asada. Madame Bonhomme percibió de inmediato que no había nada que hacer con un viajero tan consumado como yo. Volvió a colocar todas sus cocinas de hierro blanco, las tiendas de campaña, cojines y camas de caucho con el sello estampado de “improved patent” inglés. “De todos modos, le dije, me gustaría encontrar aquí algo que me fuera de utlidad”. –   Tenga, dijo Madame Bonhomme, estoy segura de que ha olvidado comprar una bandera. Usted necesita una bandera. –    ¡Pero si no me voy a la guerra! –    Usted va a descender por el Nilo…y necesita un pabellón tricolor en la popa de su barco para hacerse respetar por los fellahs”. Y me enseñaba, a lo largo de las paredes del almacén, una colección de banderas de todas las marinas. Yo ya había comenzado a tirar de una banderola de punta dorada en donde se mostraban nuestros colores, cuando Madame Bonhomme me detuvo el brazo. “Usted puede escoger; no está obligado a indicar su nacionalidad. Todos “esos señores” eligen de ordinario un pabellón inglés, de ese modo, se tiene más seguridad. –   ¡Oh!, madame, le dije, yo no soy de ese tipo de gente. –   Ya me lo figuraba, me repuso con una sonrisa”.  Me gustaría pensar que no es la gente de París la que pasea los colores ingleses por este viejo Nilo, en el que se han reflejado las enseñas de la República. Los legitimistas en peregrinaje hacia Jerusalén escogen, es cierto, el pabellón de Cerdeña. Eso, por ejemplo, no lo veo mal. 162 La Fontaine, Le Berger et le roi (Fables X. 9). (GR) 1 El conde Carlo Gozzi (Venecia, 13 de diciembre de 1720 – 4 de abril de 1806), escritor italiano, fue uno de los mayores representantes de la oposición al movimiento ilustrado de la Italia del siglo XVIII. 163 En sus MEMORIE INUTILI, el autor de teatro veneciano Carlo Gozzi (1722-1806) habla bastante de sus amores con una “giovine ch’era una biondina grassotta…” (GR) Sobre este tipo femenino tan querido por Gautier y Nerval, ver el estudio de G. Poulet, citado en la nota 23. Ver también la pg. 298. Esta nota se recoge en la n.36. * civet de liévre: encebollado de liebre.

Esmeralda de Luis y Martínez 15 febrero, 2012 15 febrero, 2012 Damieta, dourah, Gozzi, il Giorgione, la gallina asada en la arena, Petrarca, Ticiano
Corsarios o reyes 4-4: historias trágicas de moriscos y papaces

4.4.- Moriscos españoles en Argel, su odio a los “papaces” o eclesiásticos católicos y a la Inquisición, como culpables de su desdicha; con la trágica historia del corsario morisco Alicax y la venganza de su hermano Caxetta, valencianos de Oliva, en la persona del fraile Miguel de Aranda, también valenciano, narrado por el “papaz” Sosa en el tiempo de cautiverio de Cervantes y del reinado de Ramadán Bajá. Son 1.017 los documentos reseñados por Cabrillana, para un corto periodo de tiempo y un área geográfica restringida, de los que hemos extraído, casi al azar, unos pocos. En Argel el número de cautivos, “ordinariamente cerca de 25.000 cristianos” (11), era elevado. En la España del momento no lo era menos. La propia palabra ahorro, sentido recogido por Corominas, procede de aquella lamentable realidad; “con la `carta de horro o de libertad’ finaliza el largo proceso del rescate”, en ocasiones después de que el esclavo haya pasado años reuniendo el dinero para el pago de su rescate, ahorrando (12). De la palabra árabe que significa libertad, es palabra de importancia cotidiana y popular fuera de toda duda. Las fuentes –y Antonio de Sosa es fuente privilegiada– resaltan la estrecha unión entre el problema morisco y la realidad de Berbería (13). Aunque Sosa opine que “hace mal el que aquella esclavitud de tierra de cristianos llama y la nombra esclavitud; esta nuestra (la de Argel), sí; éste es cautiverio, y cautiverio muy de veras y no de burlas” (14), es afirmación inserta en discurso polémico y apasionado, propagandístico en fin. Cuando pone algún ejemplo ilustrativo de esta afirmación –muy pocos en texto tan prolijo–, se capta también el otro gran telón de fondo: el hambre o la necesidad. “Viéndose los moros y turcos tan bien tratados allá y con tanto regalo, cuando para acá se huyen –de no poder conseguir aquel vicio–, y se ven aquí hambrientos, desnudos, descalzos y sin bien o remedio alguno, suspiran tanto y se quejan, y aún maldicen el día en que determinaron huirse, como yo mismo oí decir a muchos que de Nápoles, Sicilia y de España han huido” (15). No dejarían de ser anecdóticos aquellos casos al lado de la migración morisca hacia Berbería, aunque luego muchos volvieran a España como el morisco cervantino Ricote, personaje literario, o el renegado navarro que cita Torres, personaje real, todos ellos sin duda múltiples veces renegados con toda la carga de desarraigo físico y psíquico que ello podía significar. Para los moriscos instalados en Berbería los verdaderos culpables de las desdichas de su pueblo –de su “nación”, que diría Cervantes– eran los religiosos o eclesiásticos en general y la Inquisición; el odio a los “papaces”, como llamaban en Argel a curas y frailes, es una constante con automáticas manifestaciones agresivas. En Argel se podía decir misa y atender a los cristianos espiritualmente con relativa facilidad, de manera que se podía hablar de un ambiente de “libertad religiosa” impensable en la España de la época. Era algo que había sucedido en España hasta 1500 –la posibilidad de un estatuto de mudéjar, imposible ya tras el viaje a Granada de Cisneros de ese año—y que Jean Bodin recoge como una característica del mundo otomano frente a la intransigente política religiosa europea de su época: “El rey de los turcos, cuyo dominio se extiende a gran parte de Europa, observa tan bien como cualquiera otro su religión, pero no ejerce violencia sobre nadie; al contrario, permite que todos vivan de acuerdo con su conciencia y hasta mantiene cerca de su palacio, en Pera, cuatro religiones diversas: la judía, la romana, la griega y la mahometana; y envía limosna a los calógeros, es decir, a los buenos padres o monjes cristianos del monte Athos, para que rueguen por él” (16). Entre los rescatadores de cautivos que iban a Argel había muchos “papaces” y a su llegada a la ciudad eran bien recibidos por lo que su misión suponía de movimiento económico favorable o “entrada de divisas”, que se diría hoy. Pero en la menor oportunidad que se ofreciese, la violencia popular estallaba incontrolable contra ellos, a los que culpaban de las desdichas de sus correligionarios españoles, los moriscos. Para comprender mejor a Antonio de Sosa hay que tener en cuenta que era un “papaz” cautivo, en Argel, con toda la agresividad hacia su persona que ello traía consigo. Precisamente eran los moriscos de origen español los que manifestaban mayor odio. En Argel, con turcos, árabes, cabiles y suawa (azuagos), los moriscos españoles constituían una minoría apreciable: “La cuarta manera de moros son los que de los reinos de Granada, Aragón, Valencia y Cataluña se pasaron a aquellas partes y de continuo se pasan con sus hijos y mujeres por la vía de Marsella y de otros lugares de Francia, do se embarcan a placer, a los cuales llevan los franceses de muy buena gana en sus bajeles. Todos ellos se dividen, pues, entre sí de dos castas o maneras, en diferentes partes, porque unos se llaman mudéjares (“Modexares”) –y éstos son solamente los de Granada y Andalucía–, otros tagarinos, en los cuales se comprenden los de Aragón, Valencia y Cataluña. Son todos éstos blancos y bien proporcionados, como aquellos que nacieron en España o proceden de allá. Ejercitan éstos muchos y diversos oficios, porque todos saben alguna arte. Unos hacen arcabuces, otros pólvora, otros salitre, otros son herreros, otros carpinteros, otros albañiles, otros sastres y otros zapateros, otros olleros y de otros semejantes oficios y artes. Y muchos crían seda, y otros tienen boticas en que venden toda suerte de mercería. Y todos en general son los mayores y más crueles enemigos que los cristianos en Berbería tenemos, porque nunca jamás se hartan o se les quita el hambre grande y sed que tienen entrañable de la sangre cristiana. Visten todos éstos al modo y manera que comúnmente visten los turcos… Habrá de todos éstos en Argel hasta mil casas” (17). Uno de los relatos de martirios de Sosa puede servir para ilustrar aquella realidad. Es el más largo, casi una “novela” corta, de los que evoca en su diálogo de los mártires; en él se barajan todos los elementos necesarios para comprender aquella situación: moriscos valencianos de Oliva instalados en Cherchell (Sargel), con parientes en Valencia y uno de los suyos, corsario, en poder de la Inquisición; “papaz” cautivo comprado por los familiares del reo con intención de cangearlo por su pariente preso, “papaz” redentor que intenta interceder y final terrible. Todo ello pocos años después de la guerra de las Alpujarras y de la batalla de Lepanto, en 1576, recién llegado Antonio de Sosa a Argel y algunos meses después de la llegada del cautivo Miguel de Cervantes. “En tiempo de… Rabadán Bajá, renegado sardo, en el año de 1576, un lunes, dos del mes de junio (sic, por julio), hasta veinte turcos y moros de una fragata –que así llaman a los bergantines–, que era de once bancos”, desembarcaron en la costa catalana e hicieron cautivos a “nueve cristianos que iban hacia Tarragona y otras partes”, entre ellos a un religioso valenciano de la orden de Montesa llamado fray Miguel de Aranda; al día siguiente cautivaron “cuatro cristianos que pescaban en una barca más adelante…, en un lugar que se dice el Torno; y satisfechos de esta presa de trece cristianos, se volvieron a Berbería en dos días. Y a los cinco del mismo mes llegaron con su presa a Sargel, un lugar de razonable puerto que está, para poniente, distante de Argel sesenta millas, que será de hasta mil casas y todas de moriscos que de Granada, Aragón y Valencia han huido y pasado a Berbería para vivir en la ley de Mahoma libres a su placer”. Uno de aquellos moriscos, Caxetta, originario de Oliva en Valencia, acudió al puerto a ver la nave corsaria y al enterarse que todos los cautivos eran valencianos y catalanes, “entró luego al bajel y llegándose a los cristianos de Valencia que le fueron mostrados comenzó a rogarles que le diesen nuevas de un hermano suyo que le dijeron estar en Valencia preso”. “Y fue el caso desta manera: “Al tiempo que este moro se vino del reino de Valencia huido a Berbería, vino con él otro su hermano mayor, el cual se llamaba Alicax. Y ambos trujeron sus hijos y mujeres y algunos parientes. Después que ya estaban de asiento en aquel lugar de Sargel, como el Alicax, hermano mayor, era hombre animoso y muy plático en la mar, y particularmente en la costa del reino de Valencia en que naciera y se criara, haciendo muchos años él oficio de pescador, armó, en compañía de otros moros de Sargel –y también pláticos en España y que de allá habían huido–, un bergantín de doce bancos; con el cual robaba por toda aquella costa muy gran número de cristianos que vendía en Argel. Y también traía otros muchos de los moriscos de aquel reino, pasándolos a Berbería. “Con el próspero suceso de estas cosas andaba el Alicax tan ufano que, para mostrar a todos cuánto era venturoso, pintaba todo de verde su bergantín y le traía con muchas banderas y gallardetes, que era cosa de ver. “Pero al cabo de algunos tiempos sucedióle lo contrario; porque encontrando con él en la costa del reino de Valencia ciertas galeras de España, le cautivaron con el bergantín. Tomado de esta manera y puesto luego al remo, como suelen a tales hacer, el señor conde de Oliva, cuyo vasallo fuera, que eso supo, procuró de traerle a sus manos para castigarle porque en sus tierras más que en otras, como en ellas era nacido y plático, había hecho notables daños; y particularmente llevado a Berbería gran número de moriscos sus vasallos. Mas los inquisidores de aquel reino de Valencia, informados de lo mismo y siendo los delitos de este moro tan enormes y el castigo de ellos tocante al Santo Oficio, le hicieron llevar a Valencia a las cárceles de la Inquisición; donde estaba este tiempo que el hermano preguntaba a los cristianos cautivos si habían nuevas de él”. Fue uno de los cautivos, “Antonio Esteban, casado en Valencia en la parroquia de San Andrés a la Morera –de quien yo supe todo este cuento– y que conocía muy bien a ambos los hermanos moros porque cuando ellos estaban en España pescara algunas veces juntamente con ellos”, quien dijo a Caxetta “que muy bien conocía a su hermano Alicax, que vivo era y que estaba en Valencia preso, y que placiendo a Dios presto habría libertad, no osando decir que estaba en las cárceles del Santo Oficio”. La razón era sencilla: la prisión en la Inquisición hacía improbable el rescate de Alicax, mientras que si estaba cautivo de un particular bien podía ser que el rescate fuera posible. Fue grande la “cólera y furia” del hermano del corsario y poco después, tras consultar con la mujer e hijos de su hermano y con otros parientes, decidieron “comprar alguno de aquellos cristianos que fuese de Valencia natural para que éste se obligase y les prometiese de dar en trueque y cambio de su persona a su pariente” preso en Valencia. Y se decidieron por el fraile Miguel de Aranda, “el más principal” de los cautivos como “persona honrada y religioso sacerdote”. El domingo 15 de julio, en Argel, y después de los tres días preceptivos –“que por costumbre y usanza de la tierra tantos ha de andar en pregón el cautivo antes que su precio y compra se remate”–, Caxetta recibió al esclavo Aranda después de pagar “650 doblas, que hacen 260 escudos de oro de España”. Y comenzó el calvario del fraile valenciano; dos días de camino hasta Cherchell, las cadenas, el trabajo “noches y días cavando la tierra’ y otros trabajos domésticos para forzarle “a darles lo que pedían”, seguridades en el cange con el pariente preso. “Y como estos moros tornadizos y huídos de España sean los mayores y crueles enemigos que los cristianos tenemos, y principalmente siendo como son una viva llama de odio entrañable contra todo español, no se hartaban sus amos, como los demás moros de aquel lugar, de maltratarle y decirle infinitas desvergüenzas, vituperios e injurias”. Pocos meses después la familia de Alicax tuvo noticias de su muerte por boca de “algunos moros que de Valencia huyeron –como hacen cada día–” y cómo “Alicax, después de estar preso en el Santo Oficio algún tiempo, al último fuera condenado por sus grandes culpas y delitos, por haber estado siempre pertinaz en todas las audiencias que le dieron, sin jamás reconocer sus culpas, antes muy obstinadamente diciendo que era moro y que moro quería morir; y, finalmente, que relajado a la justicia seglar fuera, en principio de noviembre del año de 1576, públicamente quemado en la ciudad de Valencia. No se puede declarar el dolor, llanto y pesar que esta nueva causó en aquellos moros, y la rabia y furia con que al momento se embravecieron contra el inocente padre fray Miguel”. El desenlace se anunciaba dramático, aunque no llegaría hasta seis meses después. Miguel de Aranda había escrito a Valencia relatando su situación y la llegada a Argel del mercedario fray Jorge Olivar (Geoge Oliver, escribe Sosa), comendador de la Merced de Valencia, como redentor de los cautivos de la corona de Aragón, hizo albergar esperanzas de la posibilidad de rescate del fraile cautivo ya que sus amos eran “más pobres que ricos”. La reacción de Caxetta y sus parientes fue muy otra a la que pensaran, sin embargo, y deseosos de que su venganza fuera más ostentosa decidieron quemar al fraile Aranda en Argel, “donde tanto número de cristianos había de todas las tierras de la cristiandad, para que en todas partes fuese el caso más sabido y sonado”. Una vez en Argel, Caxetta se puso en contacto con la colonia morisca de aquella ciudad y comenzaron la negociación oficial para lleva a cabo su intento. “Y primero de todo, señalaron allí cuatro de los más graves y de más reputación para que acompañasen al moro Caxetta cuando fuese a hablar al rey (Rabadán Bajá) y pedir aquella licencia” para quemar al fraile cautivo. Las razones de los moriscos eran de peso en aquellas circunstancias: “que era servicio de Dios poner freno y miedo a los inquisidores de España para que no maltratasen a los moriscos que a Berbería se fuesen y volviesen al servicio y ley de Mahoma; importaría, y aún era necesario, quemar dos o tres, o más, y aún cuantos pudiesen de los más principales cristianos que hallasen; y que si fuesen sacerdotes –a los cuales llaman ellos papaces– sería tan mejor y más agradable a Dios. Porque éstos, decían ellos, son los que aconsejan en España y predican que los nuestros sean perseguidos y maltratados”. La colonia morisca en Argel estaba tan decidida a llevar a cabo aquel proyecto que entró en tratos con Morat Raez Maltrapillo, un renegado español natural de Murcia, para que le vendiese un cautivo suyo, también sacerdote y valenciano, con el fin de quemarle a la vez que al fraile Aranda; este eclesiástico había sido capturado hacía poco en la galera San Pablo, de la orden de Malta, precisamente en la que había llegado cautivo a Argel Antonio de Sosa, a principios de 1576. “Pero como el renegado tenía ya tallado y casi que rescatado al cristiano, no se movió a hacer lo que le pedían, y principalmente porque el padre fray George Olivar, redentor, le rogó no permitiese cosa de tanta crueldad”. Finalmente, el 17 de mayo, después de una entrevista con el rey de Argel en la que volvieron a insistir en la conveniencia de “dar alguna muestra de cuánto sentían el mal tratamiento y persecución que a los moros de España se hacía”, Ramadán Bajá permitió a los moriscos argelinos que hiciesen “como mejor les pareciese… Ya tenían licencia para quemar vivo a un papaz cristiano”. “Tras esto se desmandaron luego de tal modo contra los cautivos cristianos que, no contentos con decirles mil afrentas de perros, canes, cornudos, traidores y otras, como suelen, los amenazaban que presto los habían de quemar todos como al papaz que luego verían tostar; y, tras esto, les daban mil bofetones y puños, y trataban de tal suerte que ningún cristiano osaba pasar por donde vía estar moro, tagarino o mudéjar (“modexar”), porque ansí llaman a los moros que de España se huyeron”. En aquel ambiente de “la ciudad muy revuelta”, el redentor Olivar –que acababa de rescatar al hermano de Miguel de Cervantes, Rodrigo, por trescientos ducados (18)–, hizo un nuevo intento de intercesión ante el rey Rabadán Bajá, aunque sin éxito, y obtuvo de él una contundente respuesta: “que él no se podía oponer a la furia popular y peticiones de tantos moros que aquello demandaban y querían”. En algún sector de los medios corsarios de la ciudad debió manifestarse también cierto malestar frente a la pretensión de los moriscos de origen español. Un corsario, “Yza Raez, que era venido de Nápoles no había muchos meses –donde con salvoconducto había ido a tratar un pleito sobre una fragata y ciertos cautivos cristianos que pretendía habérselos tomado injustamente en la isla de Cerdeña, por estar haciendo rescate con la bandera alzada, y acuérdome yo haberle visto en Nápoles el enero de 1579 (sic, por 1576, sin duda)–, cómo allá el señor don Juan de Austria le hizo muchas mercedes y, generalmente, en todos había hallado mucha cortesía y justicia, oyendo decir que los moros querían quemar vivo a un papaz cristiano…, escandalizóse extrañamente” y manifestó en público muchas veces ese rechazo. Los moriscos, enterados de ello, quisieron castigarle igualmente y Ramadán Bajá hubo de prometerles, para calmar su enojo, “que él mandaría castigar” al dicho arráez Iza. Y, así, el 18 de mayo comenzó la gran catarsis, el suplicio del desventurado fraile cautivo. Durante todo el día prepararon en el muelle el lugar donde había de ser apedreado y quemado, atado al asta de un áncora de galera. “Concurrió allí un gran número de turcos y moros de toda suerte, alarbe, cabayles, azuagos y, principalmente, muchachos, que de grande contento y alegría de aquella fiesta daban voces y alaridos tan grandes que rompían el aire… Andaban muchos de ellos, quien con platos y quien con pañizuelos en las manos, demandando entre los turcos, renegados y moros limosna para ayuda de pagar al moro que comprara al siervo de Dios lo que costara”. A las cinco de la tarde fue llevado el fraile Aranda al suplicio y, maltratado por todos a su paso, en especial por el morisco Caxetta, “porque todos mirasen y viesen cómo vengaba a su hermano”, fue apedreado y luego quemado. Antonio de Sosa narra con todo pormenor de detalles el suplicio, a la manera de los martirologios clásicos, y termina con un breve retrato –“de cincuenta años, poco más o menos, tenía en la barba y cabeza muchas canas; era más que de mediana estatura, un poquito grande, carilargo, ojos grandes y nariz longa”–, como en todos los relatos restantes de su Diálogo de los mártires (19). —————— NOTAS: (11).- Haedo, II, p. 176. (12).- Cabrillana, art. cit. en nota (9), p. 312. (13).- Saben a poco los estudios sobre la cuestión, como el de S. García Martínez Bandolerismo, piratería y control de moriscos en Valencia durante el reinado de Felipe II, Valencia 1977, Universidad de Valencia. (14).- Haedo, II, p. 29. (15).- Ib., p. 27. (16).- Bodin, IV, VII, pp. 208-209. (17).- Haedo, I, pp. 50-51. (18).- Ver Canavaggio, op. cit., c. 2, pp. 76 ss. (19).- Haedo, III, pp. 137 a 155. Este es el relato 23 de la edición de este diálogo de la ed. Hiperión, preparada por E. Sola y J.M. Parreño.

Emilio Sola 15 febrero, 2012 15 febrero, 2012 ARGEL, cautiverio, corsarios, frailes, inquisición, moriscos, muertes crueles
“VIAJE A ORIENTE” 040

V. La embarcación – II. Una fiesta familiar…  Salimos del puerto de Boulac, ed y en unos minutos… el palacio de un bey mameluco, cialis transformado en la actualidad en escuela politécnica; su vecina mezquita blanca; las estanterías de los alfareros que exponen sobre la arena sus bardaques de barro poroso fabricadas en Tebas y transportadas desde el alto Nilo; las canteras que bordean hasta bien lejos la orilla derecha del río… todo ello desapareció. Llegamos hasta la ribera de una isla de aluvión situada entre Boulac y Embabeh, cuya orilla arenosa recibió de inmediato el choque de nuestra proa; mientras las dos velas latinas de nuestra embarcación tremolaban sin recoger el viento: –  ¡BATTAL!, ¡BATTAL! gritaba el raïs, o lo que es lo mismo: ¡malo, malo!, es probable que refiriéndose al viento. En efecto, la ola rojiza, rizada por un viento contrario, nos lanzaba a la cara su espuma, y el remolino tomaba tintes pizarrosos remedando los reflejos del cielo. Los hombres bajaron a tierra para liberar el barco y darle la vuelta. Entonces comenzaron con uno de esos cánticos con los que los barqueros egipcios acompañan todas las maniobras y que siempre acaban con el estribillo “eleyson!” mientras que cinco o seis buenos mozos, despojados en un instante de su túnica azul, semejantes a estatuas de bronce florentino, se esforzaban en esos quehaceres con las piernas sumergidas en el agua, mientras el raïs, sentado como un pachá en la proa, fumaba su narguile con aire indiferente. Un cuarto de hora más tarde volvimos al Boulac, medio escorados sobre un costado y con la punta de las vergas dentro del agua. Apenas habíamos avanzado doscientos pasos sobre el curso del río, cuando tuvimos que girar la barca, atrapada esta vez en los remolinos, para ir de nuevo a la isla de arena: ¡Battal! ¡Battal! seguía diciendo de vez en cuando el raïs. Reconocí a mi derecha los jardines de las alegres villas que rodean el paseo del Choubrah; los monstruosos sicomoros que lo forman resonaban con el agrio cloqueo de las cornejas que a veces se entrecortaba con el siniestro ulular de los milanos. Por lo demás, ningún loto, ningún ibis, ni un solo trazo del color local de otros tiempos. Únicamente aquí y allá grandes búfalos sumergidos en el agua y gallos del faraón, una especie de pequeños faisanes de plumas doradas, revoloteaban sobre la espesura de los naranjos y los plátanos de los jardines. Me olvidaba del obelisco de Heliópolis, que marca con su dedo de piedra el límite vecino del desierto de Siria, y que sentía no haberlo podido ver aún más que de lejos. Este monumento no debería desaparecer de nuestro horizonte durante todo el día, ya que la navegación de la barca continuaba realizándose en zig-zag. El crepúsculo había llegado, el disco del sol descendía tras la línea poco escarpada de las montañas líbicas, y de golpe la naturaleza pasaba de la sombra violeta del atardecer, al añil oscuro de la noche. Divisé a lo lejos las luces de un café, nadando en sus transparentes candeleros de aceite; el acorde estridente del NAZ y del REBAB acompañaba a esa melodía egipcia tan conocida: ¡ya leyly!* (¡Oh, noches!) Otras voces daban la réplica a la primera estrofa: ¡Oh noches de alegría!” Se cantaba a la felicidad de los amigos que se unen, el amor y el deseo, llamas divinas, radiantes emanaciones de la claridad pura que sólo existe en el cielo. Se invocaba a Ahmad, el elegido, el jefe de los apóstoles, y voces infantiles retomaban en coro la respuesta al estribillo de esta deliciosa y sensual efusión que llama a la bendición del señor sobre las alegrías nocturnas de la tierra. Vi que se trataba de una fiesta familiar. El extraño alborbolear de las campesinas se sucedía al coro de niños, y todo esto igual podía ser la celebración de una boda que la de un funeral, ya que en todas las ceremonias de los egipcios se reconoce siempre esa mezcla de alegría quejumbrosa, con una pena entrecortada por el éxtasis de la felicidad, que ya en el mundo antiguo presidía todos los actos de su vida. El raïs había hecho amarrar nuestra barca a una estaca plantada en la arena, y se preparaba para descender. Le pregunté si sólo nos detendríamos un rato en la aldea que estaba ante nosotros, y me respondió que debíamos pasar allí la noche e incluso quedarnos al día siguiente hasta las tres de la tarde, momento en el que se levantaba el viento del suroeste (estábamos en la época de los monzones) “Yo creía, le dije, que haríamos avanzar la barca remolcándola con maromas cuando el viento no fuera favorable. –  Eso no era lo pactado, respondió, en nuestro trato”. En efecto, antes de partir, habíamos hecho un escrito ante el CADI; pero era evidente que estas gentes habían puesto lo que les había venido en gana. Por lo demás, yo nunca tengo prisa por llegar, y esta circunstancia, que habría hecho rugir de indignación a un viajero inglés, a mí me proporcionaba la ocasión de estudiar mejor la vieja rama, algo deteriorada, por la que el Nilo descendía desde El Cairo hasta Damieta. El raïs, que esperaba violentas reclamaciones de mi parte, admiró mi serenidad. El remolque de barcas es relativamente bastante costoso, ya que, además de un mayor número de remolcadores sobre la barca, precisa de la ayuda de algunos hombres de contacto dispuestos a lo largo de las riberas entre aldea y aldea. Una barca dispone de dos habitaciones, con el interior elegantemente pintado y dorado, con dos ventanas dando al río, protegidas con celosías y encuadrando agradablemente el doble paisaje de ambas riberas. Ramos de flores y complicados arabescos decoran los paneles, dos cofres de madera recorren cada habitación a lo largo, y permiten, durante el día, sentarse sobre ellos con las piernas cruzadas, y por la noche, tenderse sobre colchones o cojines. Por lo común, la primera habitación sirve de diván, la segunda de harem. Todo ello se cierra y se encadena herméticamente, salvo para las privilegiadas ratas del Nilo, con las que, se haga lo se haga, habrá que convivir. Los mosquitos y otros insectos son compañeros aún menos agradables; pero por la noche se evitan sus pérfidos besos gracias a bastas camisas cuya abertura se anuda después de haberse introducido en ellas como dentro de un saco, envolviendo la cabeza con un doble velo de gasa bajo el que se respira perfectamente. Al parecer debíamos pasar la noche sobre la barca, y yo ya me estaba preparando cuando el raïs, que había descendido a tierra, vino a buscarme ceremoniosamente y me invitó a acompañarle. Yo tenía ciertos escrúpulos de dejar a la esclava en la cabina, pero él mismo me dijo que más valía llevarla con nosotros. * Aquí aparece transcrito ya leyly. Es posible que se deba a un error de transcripción del autor, pues la traducción que da: “¡Oh, noches!” corresponde a ya lay?ly (Nota del traductor)

Esmeralda de Luis y Martínez 15 febrero, 2012 15 febrero, 2012 Battal, Damieta, el cadi, el naz y el rebab, el obelisco de Heliópolis, leyly, raïs
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V. La embarcación – III. El Muth?hir (el circunciso)… Al descender en la orilla, decease me di cuenta de que simplemente acabábamos de desembarcar en el Choubrah; los jardines del Pachá, con los arriates de mirto que decoran la entrada, estaban ante nosotros. Un amasijo de casas humildes, hechas de adobe, se extendían a nuestra izquierda, a ambos lados de la avenida. El café que había adivinado antes bordeaba el río, y la casa vecina era la del raïs, que nos rogó que entráramos. Desde luego que merecía la pena, me dije, pasar todo el día en el Nilo, salvo por un pequeño detalle, ¡aquí estamos tan solo a una milla de El Cairo!, y lo que en realidad me hubiera apetecido era volver y pasar la tarde leyendo la prensa en donde madame Bonhomme. Pero el raïs ya nos había conducido ante su casa y estaba claro que allí se celebraba una fiesta a la que había que asistir. En efecto, los cantos que habíamos escuchado partían de allí. Una muchedumbre de tez curtida, mezclada con auténticos negros, parecían librarse a la alegría. El raïs, al que entendía de una manera bastante imperfecta su dialecto franco, salpimentado con el árabe, por fin consiguió hacerme comprender que aquello era una celebración familiar en honor de la circuncisión de su hijo. Entonces capté el porqué habíamos recorrido tan poco camino. La ceremonia se había llevado a cabo el día antes en la mezquita, y nosotros llegábamos tan solo al segundo día de alborozos. Las fiestas familiares, incluso las de los egipcios más humildes, son fiestas públicas, y la calle estaba llena de gente. Una treintena de compañeros de escuela del joven circunciso (mutahir) llenaba una sala de la parte baja; las mujeres, parientes o amigas de la esposa del raïs, hacían corrillo en la habitación del fondo, y nosotros, nos detuvimos cerca de esa puerta. El raïs indicó desde lejos a la esclava que me seguía, un lugar cercano a su esposa, y ésta se fue sin titubear a sentarse sobre la alfombra de la KHANOUN (dama) tras hacer los saludos al uso. Se comenzaron a distribuir café y pipas, y unos nubios empezaron a danzar al son de los TARABOUKS* (tambores de barro cocido) que numerosas mujeres sostenían con una mano y golpeaban con la otra. La familia del raïs era demasiado pobre sin duda para tener “lamées blancas”; pero los nubios danzaban por gusto y para su propio placer. El LOTI o corifeo hacía las bufonadas habituales guiando el paso de cuatro mujeres que se dedicaban a dar los saltos enloquecidos que ya he descrito, y que sólo cambia en razón, más o menos, del ardor de los ejecutantes. Durante uno de los intervalos de la música y las danzas, el raïs me había colocado cerca de un vejete que me dijo era su padre. Ese buen hombre, al saber cuál era mi país, me acogió con una palabra totalmente francesa, pero que con su pronunciación se convertía en algo cómico. Era todo lo que había conservado de la lengua de los vencedores del 98 (1798?) Yo le respondí gritando “¡Napoleón!” Y no pareció que me comprendiera. Eso me extrañó; pero caí bien pronto en la cuenta de que ese nombre databa tan sólo de la época imperial. “¿Ha conocido usted a Bonaparte” le dije en árabe. Echó la cabeza hacia atrás, como en una ensoñación llena de solemnidad, y se puso a cantar a pleno pulmón:             ¡Ya salam, Bounabarteh!             ¡Salut à toi! ¡ô Bounabarteh! Yo no pude evitar que se me saltaran las lágrimas al escuchar a aquel anciano repetir el viejo canto de los egipcios en honor de aquel al que llamaban el sultán KÉBIR*. Le pedí que lo cantara todo entero, pero su memoria sólo había retenido unos pocos versos. “Tú nos has hecho suspirar por tu ausencia, ¡oh! general que tomas el café con azúcar ¡tú, que con el sable has golpeado a los Turcos! ¡Salud a ti! ¡Oh, tú, el de hermosos cabellos! Desde el día que entraste en El Cairo Esta ciudad brilla con el resplandor de una lámpara de cristal. ¡Salud a ti!” Mientras tanto, el raïs, indiferente a esos recuerdos, había ido junto a los niños, porque al parecer todo estaba preparado para una nueva ceremonia. En efecto, los niños no tardaron en alinearse en dos filas, y el resto de la gente reunida en la casa se levantó, ya que se trataba de mostrar al niño por toda la aldea, y que ya había paseado el día antes por El Cairo. Trajeron un caballo ricamente enjaezado, y el pequeño, que tendría unos siete años, vestido y adornado como una mujer (probablemente todo de prestado) fue izado sobre la silla, donde dos de sus familiares le sostenían por cada lado. Estaba orgulloso como un emperador, y llevaba, conforme al uso, un pañuelo sobre la boca. No me atrevía a mirarle demasiado atentamente, porque sabía que la gente de Oriente temen en esos casos al “mal de ojo”, pero me fijé en todos los detalles del cortejo, que nunca había podido distinguir bien en El Cairo, en donde esas procesiones de Muth?hirs apenas difieren de las de las bodas. En ésta no había bufones desnudos, simulando combates con lanzas y escudos; pero algunos nubios subidos en zancos, se perseguían con largos bastones: esto era para atraer a la muchedumbre; después, los músicos abrían la marcha, luego los niños, ataviados con sus mejores galas y guiados por cinco o seis faquires o santones, que cantaban moals** religiosos; después venía el niño a caballo, rodeado de sus parientes, y, por último, las mujeres de la familia, entre las que marchaban las bailarinas sin velo que, en cada parada, retomaban sus voluptuosas contorsiones. No faltaban ni los que llevaban las bacinillas perfumadas, ni los niños que sacuden  los kumkan, frascos de agua de rosas con las que se rocía a los espectadores. Pero el personaje más importante del cortejo era sin lugar a dudas, el barbero, que llevaba en la mano el misterioso instrumento, que el pobre niño tendría que probar, mientras su ayudante agitaba en el extremo de una lanza, una especie de enseña cargada con los atributos de su oficio. Delante del MUTAHIR estaba uno de sus camaradas, llevando atada al cuello la pizarra de escribir, decorada por el maestro de escuela con artísticas caligrafías. Tras el caballo, una mujer lanzaba sal continuamente para conjurar a los malos espíritus. El cortejo lo cerraban las mujeres contratadas, que sirven de plañideras en los entierros y que acompañan las ceremonias de las bodas y las circuncisiones con el mismo tipo de OLOULOULOU! Cuya tradición se pierde en lo más remoto de los tiempos. Mientras el cortejo recorría las calles poco concurridas de Choubrah, yo me quedé con el abuelo del MUTAHIR, y con infinitas dificultades para impedir que la esclava siguiera a las otras mujeres. Tuve que emplear el MAFISCH, todopoderoso de los egipcios, para prohibirle lo que ella consideraba un deber religioso y de cortesía. Los negros preparaban las mesas y decoraban la sala con hojas de palma. Mientras tanto, yo intentaba sonsacar al viejo algunos fragmentos de recuerdos haciendo resonar en sus orejas, con el poco árabe que yo sabía, los gloriosos nombres de Cléber y de Menou. Sólo recordaba al coronel Barthélemy, antiguo jefe de policía de El Cairo, que dejó grandes recuerdos entre la población, a causa de su notable estatura y del magnífico atuendo que llevaba. Barthélemy ha inspirado canciones de amor guardadas no sólo en la memoria de las mujeres: “Mi bien amado lleva un sombrero bordado nudos y rosetas adornan su cintura Quise abrazarle, pero me dijo: aspetta ¡Oh! Qué dulce es cuando habla italiano ¡Dios guarde al de los ojos de gacela! ¡Qué hermoso eres, Fart-el-Roumy (Barthélemy) cuando proclamas la paz pública con un firman en la mano!” * Tarabouks o Darboukas son tamboriles de barro cocido y decorado, rematados por una piel de oveja tensa atada a la boca de la vasija. * El Grán Sultán. ** Poema en estrofas que se canta.

Esmeralda de Luis y Martínez 17 febrero, 2012 17 febrero, 2012 Barthélemy, Cléber, el loti, el mutahir, el sultan kébir, Khanoun, kumkan, Menou, moals, Napoleón Bonaparte, raïs, tarabouks
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V. La embarcación – IV. La Sirafeh… Al entrar el MUTAHIR todos los niños fueron a sentarse de cuatro en cuatro en torno a unas mesas redondas, stuff en las que el maestro de escuela, sick el barbero y los santones ocupaban los sitios de honor. Los demás esperaron a que estos acabaran de comer para colocarse en su lugar. Los nubios se sentaron ante la puerta y recibieron el resto de los platos, cialis cuyas últimas sobras distribuyeron aún entre la pobre gente atraída por el ruido de la fiesta. Por último, y tras haber pasado por dos o tres series de invitados de inferior rango, llegaban los huesos a un último círculo compuesto por perros vagabundos atraídos por el olor de la comida. Nada se pierde en estos festines patriarcales, en donde, por muy pobre que sea el anfitrión, toda criatura viviente puede reclamar su parte de la fiesta. Aunque bien es verdad que la gente con más posibilidades acostumbran a pagar su participación con pequeños regalos, lo que alivia un poco la carga que se imponen en estas ocasiones las familias del pueblo. Y mientras tanto, llegaba para el MUTAHIR, el doloroso instante que debía clausurar la fiesta. Se hizo levantar de nuevo a los niños, y entraron solos en el salón en el que se encontraban las mujeres. Allí se cantaba: “¡Oh tú, tía paterna!, ¡Oh, tú, tía materna! Ven a preparar su sirafeh!”. A partir de ese momento los detalles me los dio la esclava que estuvo presente en la ceremonia de la sirafeh (ofrenda). Lass mujeres les dieron a los niños un chal que cuatro de ellos agarraron cada uno por un extremo. La tableta para escribir fue colocada en el centro, y el alumno más aventajado de la escuela (‘arif) se puso s salmodiar un cántico tras el cual los alumnos y las mujeres repetían a coro un estribillo. Se rogaba a Dios, que todo lo sabe, “que conoce el camino de la hormiga negra y su trabajo en las tinieblas”, que diera su bendición a ese niño, que ya sabía leer y podía comprender El Corán. Se daba las gracias, en su nombre, al padre, que había pagado las lecciones del maestro, y a la madre, que desde la cuna le había enseñado a hablar. “¡Que Dios me conceda, decía el niño a su madre, el verte sentada en el paraíso, saludada por María, Zeynab, hija de Ali, y por Fátima, hija del Profeta!” El resto de los versículos estaba dedicado al elogio de los pobres* y del maestro de escuela, por haberle explicado y hecho aprender al niño diversos capítulos del Corán. Otros cánticos menos serios se sucedían tras estas letanías. “¡Eh, vosotras, jóvenes muchachas que nos rodeáis, decía el ‘arif, que Dios os proteja mientras os peináis mirándoos al espejo! Y vosotras, mujeres casadas aquí reunidas, por la virtud de la azora 37:             la de La fecundidad, seáis benditas! – Pero si hay aquí mujeres que hubieren envejecido en el celibato, sean arrojadas fuera a alpargatazos!” Durante esta ceremonia, los muchachos paseaban la sirafeh por toda la sala, y cada mujer depositaba sobre la tableta pequeños donativos que se colocaban después en un pañuelo que los niños debían entregar a los pobres. Y regresando a la habitación de los hombres, el Mutahir fue colocado sobre un sillón alto. El barbero y su ayudante se colocaron de pie a ambos lados con sus instrumentos. Se colocó delante del niño una jofaina de cobre donde cada cual hubo de ir a depositar su ofrenda, tras lo cual, fue llevado por el barbero a una habitación separada de las otras, en donde la operación se celebró bajo los ojos de dos de sus parientes, mientras los timbales resonaban para tapar sus gritos. La asamblea, sin preocuparse por este asunto, pasó todavía la mayor parte de la noche bebiendo sorbetes, café y una especie de cerveza espesa (bouza); bebida embriagante, de la que sobre todo hacen uso los negros, y que sin duda es la misma que Herodoto designa con el nombre de cebada**. * J. Richer apunta que Nerval confunde FAKIRS y FAQUIS (maestros de escuela) ** Herodoto, II.77 (GR)

Esmeralda de Luis y Martínez 17 febrero, 2012 17 febrero, 2012 'arif, Ali, bouza, Fátima, La sirafeh, Zeynab
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V. La embarcación – V. El bosque de piedra… No sabía muy bien qué hacer al día siguiente por la mañana para esperar la hora en que el viento debía levantarse. El raïs y toda su gente se habían librado al sueño con esa profundidad del “gran día”, cialis difícil de concebir entre las gentes del norte. Pensé que lo mejor era dejar a la esclava en la embarcación durante todo el día, mientras yo me iba a pasear por Heliópolis, que estaba apenas a una milla. De pronto, me acordé de una promesa que había hecho a un gallardo comisario de marina que me había prestado su camarote durante la travesía de Syra a Alejandría. “Sólo le pido una cosa, me había dicho – cuando al llegar le di las gracias – y es que me traiga algunos fragmentos del bosque petrificado que se encuentra en el desierto, a poca distancia de El Cairo. Cuando pase por Esmirna, déjelos en casa de Mme. Cartou, en la calle de Las Rosas”. Este tipo de encargos son sagrados entre viajeros. La vergüenza de haberme olvidado de esto hizo que me decidiera de inmediato a hacer esa fácil expedición. Por lo demás, yo también tenía ganas de ver ese bosque cuya estructura no acababa de explicarme. Desperté a la esclava que estaba de muy mal humor, y que pidió quedarse con la mujer del raïs; una simple reflexión y la experiencia adquirida sobre las costumbres del país me probaron que, en esa honorable familia, la inocencia de la pobre Zeynab no corría peligro alguno. Una vez tomadas las disposiciones necesarias y advertido el raïs, que me hizo llegar un buen asno, me dirigí hacia Heliópolis, dejando a la izquierda el canal de Adriano, excavado entre el Nilo y el Mar rojo, y cuyo lecho seco sirvió más adelante para trazar nuestra ruta en medio de las dunas de arena. Todos los alrededores de El Choubrah están cultivados admirablemente. Tras un bosque de sicomoros, que se extiende alrededor de los criaderos de caballos, se dejan a la izquierda numerosos jardines, en los que el naranjo se cultiva al tresbolillo en los intervalos que dejan las plantaciones de palmeras datileras. Después, atravesando una rama del CÁLISH o canal del Cairo, se gana en poco tiempo la linde del desierto, que comienza en el límite de las inundaciones del Nilo. Allí se detiene la fértil cuadrícula de las llanuras, cuidadosamente regadas por los surcos que corren desde las acequias o de los pozos de palas. Allí comienza, con esa impresión de tristeza y muerte de quienes vencen a la misma naturaleza, ese extraño suburbio de construcciones sepulcrales que sólo termina en el MOKATAM, y que se llama, de este lado, El Valle de Los Califas. Allí es donde Touloun y Bïbars, Saladin y Malek-Adel*, y otros mil héroes del Islam, sino en grandes palacios aún brillantes de arabescos y dorados, entremezclados con amplias mezquitas. Parece que los espectros, habitantes de estas vastas moradas, quisieran poseer aún estos lugares de plegaria y reuniones que, según se cree en sus tradiciones, se pueblan en fechas determinadas de una especie de fantasmagorías históricas. Al alejarnos de esa triste ciudad, cuyo aspecto exterior produce el efecto de un brillante barrio de El Cairo, llegamos al altozano de Heliópolis, construida allí para ponerla al abrigo de las grandes inundaciones. Toda la planicie que se percibe en ese paraje está festoneada de pequeñas colinas formadas por un amasijo de escombros. Se trata, sobre todo, de las ruinas de una aldea que cubren por completo los restos perdidos de las primitivas construcciones. No queda nada en pie, ni una sola piedra antigua se eleva del nivel del suelo, excepto el obelisco, a cuyo alrededor se ha plantado un extenso jardín. El obelisco señala el centro de los cuatro paseos de ébanos que dividen el enclave. Abejas silvestres han establecido sus panalillos en las anfractuosidades de una de las caras del obelisco que, como es bien conocido, está degradada. El jardinero, habituado a las visitas de los viajeros, me ofreció flores y frutos. Me senté y medité por un instante en los esplendores descritos por Estrabón*, en los otros tres obeliscos del templo del sol, de los que dos, están en Roma, y el otro fue destruido; en esas avenidas de esfinges de mármol amarillo, tan numerosas, y de las que en el último siglo ya solo se puede ver una en esa ciudad, cuna de las ciencias, adonde Herodoto y Platón vinieron para iniciarse en sus misterios. Heliópolis conserva también otros testimonios desde el punto de vista bíblico. Fue aquí donde José dio aquel buen ejemplo de castidad que en nuestro tiempo no se aprecia más que con una irónica sonrisa. Para los árabes, esta leyenda tiene un carácter bien diferente: José y Zuleïka representan el prototipo del amor puro**, sentimientos vencidos por el deber, que triunfa de una doble tentación, ya que el dueño de José era uno de los eunucos del faraón. En la leyenda original, con frecuencia tratada por los poetas de Oriente, la tierna Zuleïka no es sacrificada como en las que conocemos nosotros. Mal juzgada en un primer momento por las mujeres de Menfis, fue perdonada por todos cuando José, al salir de la prisión, fue a la corte del faraón para admirar todo el encanto de su belleza. El sentimiento de amor platónico que los poetas árabes creen que tuvo José hacia Zuleïka, y que hace su sacrificio aún más bello, no impidió a este patriarca unirse más tarde a la hija de un sacerdote de Heliópolis, llamada Azima. Fue un poco más lejos, hacia el norte, en donde se estableció con su familia, en un lugar llamado Gessen, en el que se ha creído hasta nuestros días encontrar los restos de un templo judío construido por Onías***. No he tenido tiempo de visitar esa cuna de la estirpe de Jacob, pero no dejaré escapar la ocasión de defender a todo un pueblo, del que hemos aceptado las tradiciones patriarcales, de un acto poco leal, que los filósofos le han reprochado con dureza. Discutía un día en El Cairo acerca de la huída a Egipto del pueblo de Dios con un humorista de Berlín, que formaba parte del grupo de sabios de la expedición de Lepsius: –          “¿Cree usted, me dijo, que tantos hebreos tan honrados habrían cometido la indelicadeza de tomar de ese modo los bienes de la gente que, aunque fueran egipcios, habían sido durante tanto tiempo sus vecinos o amigos?. –          Ante su comentario, le hice la siguiente observación: hay que creer eso o bien negar las Escrituras. –          Puede haber un error en la versión o una interpolación en el texto; pero le ruego que preste atención a lo que voy a decirle: los hebreos han poseído desde siempre un talento congénito para las finanzas, los créditos y los préstamos. En aquella época, todavía muy sencilla, no se debían hacer préstamos más que sobre prendas, y convénzase bien que esa y no otra era su industria principal. –          Pero los historiadores les describen como trabajadores ocupados en fabricar adobes para las pirámides (que bien es cierto, son de piedra) y que la retribución por su trabajo se hacía en cebollas y otros comestibles. –          ¡Desde luego! Y si pudieron atesorar algunas cebollas, le aseguro que habrían sabido sacar beneficio de ello y les habría proporcionado muchas otras ventajas. –            Entonces, ¿qué conclusión se podría obtener?. –            Ninguna otra cosa salvo que la riqueza que habían conseguido formaba probablemente parte de los préstamos que pudieron hacer en Menfis. El egipcio es negligente, y es muy probable que dejara acumularse los intereses y las cuentas, y la renta, según la tasa legal… –          ¿Eso significa que no pudieron reclamar ni un céntimo de beneficio? –          Estoy convencido. Los hebreos no se llevaron más que lo que habían ganado según las leyes de la equidad natural y comercial. Con ese acto, seguramente legítimo, sentaron entonces los fundamentos del crédito. Por lo demás, el Talmud cita en términos precisos: “Ellos tomaron tan sólo lo que era de ellos”. Yo no le dí más valor que el de un comentario más a esa paradoja berlinesa, y no tardé en encontrar a pocos pasos de Heliópolis los vestigios más importantes de la historia bíblica. El jardinero que se encarga de la conservación del último monumento de esta ilustre ciudad, llamada antiguamente Ainschems o “El ojo del sol”, me ha cedido a uno de sus campesinos para guiarme hasta el Matarée. Tras unos minutos de marcha entre el polvo del camino, encontré un nuevo oasis, mejor dicho, todo un bosque de sicomoros y naranjos: una fuente corre a la entrada del recinto, y es, según dicen, la única fuente de agua dulce que deja filtrar el terreno nitroso de Egipto. Los habitantes atribuyen esta cualidad a una bendición divina. Durante la estancia de la sagrada familia en Matarée, fue ahí, se dice, donde la Virgen venía a lavar la ropa del Niño-Dios. Además, se supone, entre otras virtudes, que este agua cura la lepra. Aquí, unas pobres mujeres, dispuestas cerca de la fuente, ofrecen una taza de agua, previo pago de una pequeña limosna.  Todavía tengo que ver en el bosque, el frondoso sicómoro bajo el que se refugió la Sagrada Familia, perseguida por la banda de un truhán llamado Dimas. El que más tarde se convirtió en “el buen ladrón”, acabó por descubrir a los fugitivos; pero de pronto la fe tocó su corazón, hasta el punto de que ofreció su hospitalidad a María y José, en una de sus casas situada en el emplazamiento del viejo Cairo, que entonces era conocido como la Babilonia de Egipto. Ese Dimas, cuyas ocupaciones al parecer eran lucrativas, tenía propiedades por todas partes. Ya me habían enseñado, en el viejo Cairo, en un convento copto, una antigua cueva, rematada por una bóveda de ladrillos, que pasaba por ser lo que quedaba de la hospitalaria casa de Dimas, e incluso el mismísimo lugar en el que dormía la Sagrada Familia. Todo esto pertenece a la tradición copta, pero el árbol maravilloso de Matarée recibe el homenaje de todas las confesiones cristianas. Sin que vayamos a pensar que ese sicómoro se remonta a la antigüedad que dicen, sí se puede admitir  que es producto de los retoños del primitivo árbol, y nadie le visita desde hace siglos sin dejar de arrancar un fragmento de su madera o de la corteza. Aún así, todavía mantiene hoy en día unas dimensiones enormes, y se asemeja a un baobab de la India. El inmenso desarrollo de sus hojas y ramas desaparece bajo los exvotos, bonetes, peticiones y estampas que cuelgan o clavan por todas partes. Al dejar Mattarée, no tardamos en encontrar de nuevo los vestigios del canal de Adriano, que nos sirvió de camino durante cierto tiempo, y en donde las ruedas de hierro de los vehículos de Suez, dejan profundas huellas. El desierto es mucho menos árido de lo que se pueda creer; matas de plantas olorosas, musgos, líquenes y cactus tapizan casi todo el terreno, y grandes rocas cubiertas de arbustos se perfilan en el horizonte. La cadena del Mokatam se pierde a la derecha hacia el sur; el desfiladero que al estrecharse, no tarda en ocultar la vista; entonces mi guía me indicó señalándola, la singular composición de las rocas que dominaban el camino: eran bloques de conchas y todo tipo de crustáceos. El mar del diluvio, o quizá, únicamente el Mediterráneo que, según los sabios cubrió en otros tiempos todo el valle del Nilo, dejó aquí marcas incontestables. ¿Se puede suponer algo más extraordinario?. El valle se abre en un inmenso horizonte que se extiende hasta perderse de vista; ni una huella, ni un camino; el suelo está surcado por todas partes por largas columnas rugosas y grisáceas. ¡Oh, prodigio! Aquí está el bosque petrificado. ¿Qué terrible soplo ha podido derribar en un instante estos troncos de palmeras gigantescas? ¿Por qué todos están caídos del mismo lado, con sus ramas y sus raíces, y por qué la vegetación se ha congelado y endurecido dejando ver claramente las fibras de madera y los conductos de la savia? Cada vértebra se ha roto por una suerte de desmembramiento; pero todas han quedado unidas como los anillos de un reptil. No hay nada en el mundo tan extraño. No es una petrificación producida por la acción química de la tierra; todo ha quedado a ras del suelo. Es así como cayó la venganza de los dioses sobre los compañeros de Phineo* . ¿Sería esto un terreno que abandonó el mar? Pero nada parecido señala la acción ordinaria de las aguas. ¿Fue un cataclismo súbito, un torbellino de las aguas del diluvio? ¿Pero cómo, en ese caso, los árboles no habrían flotado? Se pierde el aliento ante algo de tal magnitud; ¡mejor ni pensar en ello! Por fin salí de este extraño valle, y alcancé de nuevo rápidamente Choubrah. Apenas me di cuenta de los cubiles que habitan las hienas y las blancuzcas osamentas de los dromedarios que han sembrado profusamente el paso de las caravanas; llevaba en mi pensamiento una impresión mayor que la que me produjo la primera vez que vi las pirámides: ¡sus cuarenta siglos son bien poco ante los testigos irrecusables de un mundo primitivo destruido de un golpe!. * Touloun, fundador de la breve dinastía de los Toulounidas, se convirtió en gobernador de Egipto el 872 y se apoderó de Siria en el 877. Bïbars, fue en s. XIII el cuarto sultán de la dinastía de los Mamelucos Baharíes; Saladino (1137-1193) sultán de Egipto y de Siria, fue el héroe musulmán de la tercera Cruzada, y Malek-Adel, su hermano. (GR) * GÉOGRAPHIE, XVII (GR) ** El Corán, en la sura 12, JOSEF, menciona bien el amor de Zuleïka hacia Josef, la nobleza moral de él y la excusa que encuentra ella en la belleza del joven. Pero la idea de un “amor platónico” y el matrimonio con Azima suscitan comentarios que dan lugar a la leyenda. Como con frecuencia, Nerval sigue aquí a Herbelot, Bibliothèque Orientale. *** En el s. II a.C. el sumo pontífice judío Onías IV se retiró a Egipto en el reinado del rey Ptolomeo Filométer. Allí construyó, al norte de Heliópolis, una copia reducida del templo de Jerusalem (GR) * Phineo intentó secuestrar a Andrómeda el día de sus nupcias con Perseo; pero éste le mostró la cabeza de La Medusa y al instante quedó petrificado junto con sus compañeros.

Esmeralda de Luis y Martínez 18 febrero, 2012 18 febrero, 2012 Azima, el canal de Adriano, el Mar Rojo, El raïs, Gessen, Heliópolis, Jsé y Zuleïka, Matttarée, Mme. Cartou, Mokatam, Onías, Syra
“VIAJE A ORIENTE” 044

V. La embarcación – VI. Un almuerzo en cuarentena…  De nuevo en El Nilo… Hasta Batn-el-Bakarah (“El vientre de la vaca”) donde comienza el ángulo inferior del delta, me encontraba constantemente con riberas conocidas. Las siluetas de las tres pirámides, teñidas de rosa, mañana y tarde, y que se pueden admirar durante mucho tiempo antes de llegar a El Cairo, e incluso antes de haber dejado Boulac; desaparecieron por fin del horizonte. Bogamos a partir de ese momento por la rama oriental del Nilo, es decir, por el auténtico caudal del río; ya que la rama de Roseta, más frecuentada por los viajeros de Europa, no es más que un largo reguero que se pierde por occidente. Se trata de la rama de Damieta, de la que parten los principales canales deltaicos; es también este brazo fluvial el que muestra el paisaje más rico y variado. No es como las orillas monótonas de las otras ramas, recorridas por algunas palmeras famélicas, con aldehuelas de adobes, y aquí y allá, enterramientos de santones de orgullosos minaretes, columbarios adornados de extraños y ventrudos fustes, delgadas siluetas panorámicas siempre recortadas sobre un horizonte que no tiene un segundo plano; la rama, o, si se prefiere, el canal de Damieta, baña amplias ciudades, y atraviesa por todas partes campos fecundos; las palmeras son más bellas y frondosas; higueras, granados y tamarindos ostentan por doquier infinitos matices de verdor. Las orillas del río, con sus afluentes de numerosos canales de irrigación, están recubiertas por una vegetación primitiva; en el seno de los manantiales, que en otros tiempos proporcionaban el papiro y variados nenúfares, entre los que tal vez se encontrara el loto púrpura de los antiguos; se ven alzarse millares de pájaros e insectos. Todo parpadea, brilla y hace ruido sin ser perturbado por el hombre, ya que por allí no pasarán más de diez europeos al año; lo que quiere decir que los disparos de fusil vienen raramente a perturbar estas soledades populosas. La cigüeña salvaje, el pelícano, el flamenco rosa, la garza blanca y la cerceta juegan en torno a los djermes[1] y a las canges[2]; mientras los vuelos de las palomas, más fáciles de asustar, se desgranan aquí y allá en largas bandadas en el azul del cielo. Habíamos dejado a la derecha Charakhanieh situada en el emplazamiento de la antigua Cercasorum ; Dagoueh, antiguo escondite de los bandoleros del Nilo que durante las noche perseguían a nado las barcas, escondiendo la cabeza en la cavidad de una calabaza hueca; Atrib, que cubre las ruinas de Atribis, y Methram, ciudad moderna y muy poblada, cuya mezquita, rematada por una torre cuadrada fue, se dice, una iglesia cristiana antes de la conquista árabe. En la orilla izquierda se encuentra el antiguo emplazamiento de Busiris bajo el nombre de Bouzir, aunque ninguna ruina emerge de la tierra; al otro lado del río, Semenhoud, antiguamente Sebennitus , hace surgir con fuerza del seno de su verdor sus cúpulas y minaretes. Los restos de un inmenso templo, que parece ser el de Isis, se encuentran a unas cuantas millas de allí. Los capiteles de las columnas tienen forma de cabeza de mujer; aunque la mayor parte de ellas han servido a los árabes para fabricar piedras de molino[3]. Pasamos la noche delante de Mansourah, y no pude visitar los hornos de pollos célebres en esta ciudad, ni la casa de Ben-Lockman en donde vivió San Luis prisionero. Una mala noticia me esperaba al despertarme; la bandera amarilla de la peste se enarbolaba sobre Mansourah, y también nos esperaba en Damieta, de forma que era imposible pensar en aprovisionarse  de cualquier cosa que no fueran animales vivos. Era seguramente el paisaje más hermoso del mundo; pero por desgracia también las orillas se habían vuelto menos fértiles; el aspecto de las raíces inundadas y el olor malsano de los pantanos borraba con decisión, más allá de Pharescour, la impresión de las últimas bellezas de la naturaleza egipcia. Hubo que esperar a la tarde para encontrar por fin el mágico espectáculo del Nilo ensanchándose como un golfo; los bosques de palmeras, más tupidos que nunca, de Damieta, y por fin, bordeando las dos orillas, sus casas italianas y las terrazas de cultivos; un espectáculo que no se puede comparar más que al que ofrece la entrada al gran canal de Venecia, y donde las más de mil agujas de las mezquitas se recortan en la bruma coloreada de la tarde. Amarraron la cange en el muelle principal, delante de un amplio edificio que ostentaba la bandera de Francia; pero había que esperar hasta el día siguiente para el reconocimiento médico y obtener el permiso para desembarcar con nuestro excelente estado de salud bien certificado, en el seno de una ciudad enferma. La bandera amarilla flotaba siniestra en el edificio de la marina, y la consigna estaba dada en nuestro propio interés. Pero agotadas nuestras provisiones, sólo nos quedaba algo para hacer un magro almuerzo al día siguiente. Al amanecer nuestro pabellón había sido avistado, lo que confirmaba la utilidad del consejo de Mme. Bonhomme, y un jenízaro del consulado francés se presentó para ofrecernos sus servicios. Yo tenía una carta para el cónsul, y le solicité verle en persona. Se marchó para avisarle, y volvió de nuevo para conducirme hasta él, aconsejándome que tuviera mucho cuidado de no tocar a nadie, ni de ser tocado durante el camino. El jenízaro marchaba delante de mí con su bastón de empuñadura de plata, apartando a los curiosos. Al fin subimos a un amplio edificio de piedra, cerrado mediante unos enormes portones, y que tenía el aspecto de un okel o posada para caravanas. Y eso, a pesar de que era la residencia de un Cónsul, o más bien de un agente consular de Francia, que es al mismo tiempo, uno de los negociantes de arroz más ricos de Damieta. Entré en la cancillería, el jenízaro me señaló a su señor, y yo fui amable y llanamente a estrecharle la mano. “¡Aspetta!” me dijo de un talante menos gracioso que el del coronel Barthélemy cuando se le quería abrazar, y me apartó con un bastón blanco que llevaba en la mano. Comprendí la intención, y presenté simplemente la carta. El cónsul salió un instante sin decirme nada, y regresó con un par de pinzas; agarró la carta de esa guisa, puso una moneda bajo el pie, rasgó malamente el sobre con la punta de las pinzas, y recogió la hoja que mantuvo a distancia delante de sus ojos, ayudándose del mismo instrumento. Entonces, su expresión se volvió un poco menos adusta, llamó a su canciller, que solo hablaba francés, y me hizo invitar a almorzar, aunque me previno que sería en cuarentena. Yo no sabía demasiado sobre lo que podía significar tal cosa, pero pensé primero en mis compañeros de viaje, y solicité se les proporcionara lo que la ciudad les pudiera proveer. El cónsul dio una serie de instrucciones a su jenízaro, y pude obtener para ellos pan, vino y unos pollos, únicos productos de consumo no sospechosos de trasmitir la peste. La pobre esclava estaba desolada dentro de la cabina; y la hice salir para presentársela al cónsul. Al verme llegar con ella, el cónsul frunció el ceño: –      “¿Quiere usted llevar a esa mujer a Francia? Me dijo el canciller. –       Tal vez, si ella está de acuerdo y si yo puedo; mientras tanto, partimos hacia Beirut. –       ¿Sabe usted que una vez en Francia ella será libre? –      Yo la trato como a alguien libre desde siempre. –      ¿Está usted al tanto de que si ella se aburre en Francia, estará obligado a devolverla a Egipto a sus expensas? –      ¡Ignoraba tal extremo! –      Será mejor que tenga cuidado. Más valdría que la vendiera aquí mismo. –      ¿En una ciudad en la que se ceba la peste? ¡Sería poco generoso! –       En fin, usted sabrá.” Le explicó todo al cónsul, que acabó sonriendo y quiso presentar a su mujer a la esclava. Mientras tanto, nos condujo al comedor, cuyo centro lo ocupaba una gran mesa redonda. Aquí comenzó una nueva ceremonia.  El cónsul me indicó un extremo de la mesa en donde debía sentarme; él ocupó el otro extremo, junto con su canciller y un niño pequeño, su hijo sin duda, que fue a buscar a la habitación de las mujeres. El jenízaro se quedó de pie, a la derecha de la mesa para remarcar bien la separación. Yo creía que invitaría también a la pobre Zeynab, pero a ella la dejaron allí, sentada, con las piernas cruzadas sobre una alfombra y en la más completa indiferencia, como si aún estuviera en el bazar. Puede que en el fondo creyera que la había llevado allí para revenderla. El canciller tomó la palabra y me dijo que nuestro cónsul era un negociante católico, nativo de Siria, y que aunque no estaba entre sus costumbres, incluso entre los cristianos, admitir mujeres a la mesa, iban a presentarme a la khanoun (dueña de la casa) tan solo para hacerme los honores. En efecto, la puerta se abrió, y una mujer de una treintena de años y bastante gruesa avanzó majestuosamente hacia la sala y se colocó enfrente del jenízaro, sobre una silla alta con escabel adosada al muro. Se tocaba con un inmenso peinado cónico, cubierto con un velo de cachemira amarillo y ornado de oro. Sus cabellos trenzados y su pecho resplandecían con el brillo de los diamantes. Tenía el aspecto de una madonna y su color de lis pálido remarcaba el fulgor de las sombras de sus ojos, cuyas pestañas y párpados estaban maquillados según la costumbre. Los criados, colocados a cada lado de la sala, nos servían los mismos alimentos, pero en platos diferentes, y me explicaron que los situados a mi lado no estaban en cuarentena, y que no había nada que temer si por casualidad tocaban mi ropa. Me resultaba muy difícil comprender cómo, en una ciudad apestada, había gente absolutamente aislada del contagio; aunque incluso yo fuera un ejemplo de esa singularidad. Terminado el almuerzo, la khanoun, que nos había mirado silenciosamente, sin sentarse a nuestra mesa, advertida por su marido de la presencia de la esclava que yo había llevado, le dirigió la palabra, le preguntó algunas cosas y ordenó que le sirvieran algo de comer. Llevaron una pequeña mesa redonda, parecida a las del país, y el servicio en cuarentena se efectuó tanto para ella como para mí. El canciller quiso inmediatamente acompañarme para mostrarme la ciudad. La magnífica hilera de mansiones que bordean el Nilo, no es, si se puede decir, más que un decorado teatral; todo lo que queda son restos polvorientos y tristes; la fiebre y la peste parecen transpirar de sus murallas. El jenízaro marchaba delante de nosotros, apartando a una multitud lívida, vestida de harapos azules. Lo único que vi digno de mención fue la tumba de un santón célebre, honrado por los marinos turcos; una vieja iglesia de estilo bizantino, construida por los cruzados, y una colina a las puertas de la ciudad, formada enteramente, según se dice, por los huesos de la armada de San Luis. Temía tener que pasar varios días en esta desolada ciudad, pero afortunadamente, el jenízaro me comunicó esa misma tarde que la bombarda Santa Bárbara iba a aparejarse al amanecer para ir a las costas de Siria. El cónsul me reservó un pasaje para mí y otro para la esclava; y esa misma tarde, dejamos Damieta para ir al encuentro en alta mar de ese barco, a las órdenes de un capitán griego. [1] nf (djèr-m’) Término marino. Nombre de un pequeño navío que boga por la costa de Alejandría y a lo largo del Nilo. rechercher [2] (kan-j’) Nombre de un barco ligero, estrecho y rápido, que sirve para viajar por el Nilo.  [3] Tras haber seguido de cerca, para la fiesta de la circuncisión, a William Lane, Nerval toma estos detalles geográficos y arqueológicos de las Lettres sur L’Egypte de Savary, el traductor del Corán.

Esmeralda de Luis y Martínez 18 febrero, 2012 18 febrero, 2012 Atribir, Batn-el-Bakarah, Busiris, Charakhanieh o Cercasorum, Dagoueh, Damieta, djermes y canges, Mansourah, Methram, Roseta, Semenhoud o Sebennitus
Del Viaje a Oriente de Nerval

UN MAMELUCO COPTO NADADOR EN MARSELLA. Cuando Napoleón estuvo en Egipto, se alistaron en su ejército muchos soldados o mamelucos, sobre todo coptos, que le acompañaron a Francia, verdaderos hombres de frontera al fin. Y con la caída de Napoleón algunos lograron su salvación a nado. Uno de ellos fue el cairota copto Mansour, a quien Gérard de Nerval conoció por medio del tendero y exmameluco M. Jean, afincado allí, en El Cairo, y al que luego contrataría como criado. He aquí el breve fragmento de esa presentación precisa de un hombre en la frontera vital más emocionante: Mansour había sido mameluco al igual que M. Jean, pero de los mamelucos del ejército francés. Estos últimos, como me explicó, se componían principalmente de coptos que, tras la retirada de la expedición de Egipto, habían seguido a nuestros soldados. Pero el pobre Mansour, como muchos de sus camaradas, fue arrojado al agua por el populacho al llegar a Marsella, a causa de haber apoyado al partido del emperador al regreso de los Borbones. Aunque, como un auténtico hijo del Nilo, consiguió salvarse a nado y ganar otro punto de la costa. *** El fragmento procede del Viaje a Oriente de Gérard de Nerval, de la traducción que está preparando Esmeralda de Luis para el AdF, una narración de gran viveza y verdadera literatura de avisos: desborda el libro de viajes para convertirse en literatura de la información más refinada, hermosas fuentes para la historia o literatura de avisos que estamos intentando tipificar aquí. Así de rotundo, impregnadas de oralidad y dialogadas, con sus garantías de veracidad explicitadas de continuo, comenzando por la propia vida del escritor inmerso en aquella realidad que narra con respeto y asombro. Es el mismo caso cervantino y el de los grandes escritores viajeros, sean estos frailes, mercaderes, exiliados, administradores o gobernantes, o de varios oficios o estados a la vez. Las secuencias y escenas en que se integra la presentación del mameluco copto del ejército napoleónico son de una riqueza expresiva que merece la pena presentar aquí el arranque completo del capítulo (III. El harem – VI. La isla de Roddah…); los personajes son el cónsul francés, un ujier del consulado con bastón de empuñadura de plata, una esclava a quien Nerval quiere proteger de sus dos criados, pues desconfía de ellos, el viejo mameluco francés M. Jean, tendero en su barrio de El Cairo, el mameluco copto Mansour, nadador en Marsella, y el cheikh Aboud Khaled, poeta y guía invitado por el cónsul, que no gustaba de la reforma del sultán Mahmoud II (1785-1839), el permiso de importar a los países turcos las ideas, costumbres e instituciones de la Europa occidental, como explica en nota la editora española. A pesar de su tolerancia, su conocimiento de los europeos y hasta su perfil crítico que Nerval ve algo volteriano; o tal vez, más que a pesar de, a causa de. La expresividad del texto nervaliano, estupenda. La dicha de enmudecer: El Cónsul General me había invitado a hacer una excursión a los alrededores del Cairo. No era esa una oferta como para dejarla pasar, los cónsules gozan de una serie de privilegios y de facilidades enormes para poder visitar todo cómodamente. Además, tenía la ventaja en este paseo de poder disponer de un coche europeo, cosa rara en Levante. Tráfico en las calles cairotas Un coche en El Cairo era un lujo y casi más bien un adorno, dado que es imposible servirse de él para circular por la ciudad. Solo los soberanos y sus representantes tendrían el derecho de aplastar a hombres y perros por las calles, siempre que su estrechura y tortuoso trazado se lo hubieran permitido. Pero hasta el propio Pachá está obligado a circular pegado a las puertas, y no puede utilizar el coche más que para que lo trasladen a sus diversas casas de campo. Así que nada resulta tan curioso como ver un “coupé” o el último grito de París o de Londres en calesas conducido por un chófer con turbante; un látigo en una mano y su larga pipa de cerezo en la otra. El ujier, los criados y la esclava Así que un día recibí la visita de un ujier del consulado, que golpeó a mi puerta con su gruesa caña de empuñadura de plata lo que me hizo más honorable a los ojos de los vecinos del barrio. Me comunicó que se me esperaba en el Consulado para la excursión convenida. Teníamos que salir al día siguiente al despuntar el alba, pero lo que el cónsul ignoraba era que desde su invitación mi residencia de soltero se había convertido en un hogar, y yo me comencé a preguntar qué podría hacer con mi amable compañía durante un día entero de ausencia. Llevarla conmigo habría sido cometer una indiscreción. Dejarla a solas con el cocinero y el portero era ir contra la más mínima de las prudencias. Todo esto me estaba contrariando muchísimo. En fin, comencé a pensar que o bien me resolvía a comprar eunucos, o a confiársela a alguien. La hice montar sobre un burro, y nos detuvimos enseguida ante la tienda de M. Jean. Pregunté al viejo mameluco si no conocía alguna familia honesta a la que pudiera confiar a la esclava por un día. M. Jean, hombre de recursos, me indicó la dirección de un viejo copto, llamado Mansour, que habiendo servido durante muchos años en el ejército francés, era digno de total confianza. El mameluco copto nadador Mansour había sido mameluco al igual que M. Jean, pero de los mamelucos del ejército francés. Estos últimos, como me explicó, se componían principalmente de coptos que, tras la retirada de la expedición de Egipto, habían seguido a nuestros soldados. Pero el pobre Mansour, como muchos de sus camaradas, fue arrojado al agua por el populacho al llegar a Marsella, a causa de haber apoyado al partido del emperador al regreso de los Borbones. Aunque, como un auténtico hijo del Nilo, consiguió salvarse a nado y ganar otro punto de la costa. La casa semiderruida del mameluco Nos fuimos a casa de aquel buen hombre, que vivía con su mujer en una casa espaciosa pero medio en ruinas. Los techos se venían abajo con grave amenaza para las cabezas de sus ocupantes. La marquetería desencajada de las ventanas se abría por todas partes como una cortina desgarrada. Restos de muebles y de harapos cubrían la antigua morada, en donde el polvo y el sol causaban una impresión tan melancólica como la que pueden producir la lluvia y el barro penetrantes en los más pobres reductos de nuestras ciudades. Se me encogió el corazón al pensar que la mayor parte de la población de El Cairo habitaba de ese modo en casas que hasta las ratas habían abandonado como poco seguras. Ni por un instante se me pasó la idea de dejar allí a la esclava, pero rogué al viejo copto y a su mujer que vinieran a mi casa. Les prometí tomarles a mi servicio; despediría a uno de mis sirvientes actuales. Por lo demás, una piastra y media, o cuarenta céntimos por cabeza y día, tampoco eran una gran prodigalidad. El poeta cheikh Aboud Khaled Una vez asegurada mi tranquilidad oponiendo, como los hábiles tiranos, una nación fiel a dos dudosos pueblos que habían podido aliarse en mi contra, no vi ninguna dificultad para irme a casa del cónsul. Su coche estaba esperando a la puerta, atiborrado de viandas, con dos janisarios (guardias de a caballo) para acompañarnos. Venía con nosotros, además del secretario de la legación diplomática, un personaje de severo aspecto vestido a la oriental, llamado cheikh Aboud Khaled, que el cónsul había invitado para que nos ilustrara con sus explicaciones. Hablaba italiano con fluidez y pasaba por ser un poeta de los más elegantes e instruidos en literatura árabe. “Es, me dijo el cónsul, un hombre anclado en el pasado. La reforma* le resulta odiosa, a pesar de que es difícil encontrar un espíritu más tolerante que el suyo. Pertenece a esa generación de filósofos árabes, podría decirse que volterianos, que en particular en Egipto, no fue hostil a la dominación francesa”. Le pregunté al cheikh si además de él había otros muchos poetas en El Cairo. -¡Qué le vamos a hacer!, repuso, ya no vivimos en aquellos tiempos en los que por un hermoso poema el soberano ordenaba llenar de cequíes la boca del poeta, tantos como pudiera contener. Hoy en día somos bocas inútiles. ¿Para qué serviría la poesía sino para entretener al populacho de las calles? – Y ¿por qué -dije- no podría ser el mismo pueblo un soberano generoso? – Es demasiado pobre, respondió el cheikh, y además su ignorancia es tal, que sólo aprecia los romances esbozados sin arte y sin preocuparse por la pureza del estilo. Basta con entretener a los parroquianos de un café con aventuras sangrientas o espeluznantes. Después, en el punto más interesante, el narrador se detiene y dice que no continuará la historia si no se le da cierta suma de dinero; pero deja el desenlace para el día siguiente, y así puede continuar durante semanas. – ¡Pero hombre! Le repuse, si es lo mismo que nos pasa a nosotros. *** Tanto el versiculado del texto en prosa de Nerval como los titulillos de los diferentes párrafos versiculados es un ensayo de presentación de fragmentos selectos, en el marco de la investigación sobre el arte de fragmentar textos, tan necesario hoy dadas las nuevas medidas espacio-temporales que marcan la velocidad de la transmisión de la información y el conocimiento. Es una manera que quiere ser Ocasión ante una nueva Necesidad, la de hacer leer a nuestros estudiantes piezas selectas y no aburrirlos con fárragos en otras ocasiones intragables sin necesidad. La traducción se basa en el texto de la excelente edición de Michel Jeanneret (París, 1980, GF-Flammarion).

Emilio Sola 18 febrero, 2012 26 agosto, 2016 coptos, El Cairo, mamelucos, Napoleón, Nerval
“VIAJE A ORIENTE” 045

VI. La Santa Bárbara – I. Un compañero… –                     Istamboldan! Ah! Yélir firman! –                     Yélir, site Yélir, Istanboldan[1]! Era una voz grave y dulce a la vez; una voz que bien podría pertenecer a un hombre rubio o a una joven morena; de un timbre fresco y penetrante, resonando como un canto de cigarra, alterado a través de la bruma polvorienta de una mañana de Egipto. Había entreabierto, para escucharlo mejor, una de las ventanas de la barcaza, cuya celosía dorada se recortaba sobre una costa árida. Estábamos ya lejos de los llanos cultivados y de los ricos palmerales que rodean Damieta. Habiendo salido de esta ciudad al caer la noche, llegamos en poco tiempo a las orillas de Esbeh, escala marítima y primitivo emplazamiento de la ciudad de los cruzados. Apenas me desperté, extrañado de no ser mecido por las olas, cuando aquel canto seguía sonando a intervalos, como procedente de alguien sentado sobre la arena, pero oculto por lo alto de la ribera. Y la voz resonaba de nuevo con una dulzura melancólica: –                      Kaïkélir! Istamboldan!… –                      Yélir, Yélir, Istanboldan!” Tenía la sensación de que ese cántico celebraba a Estambul en un lenguaje nuevo para mí, una lengua que no tenía las roncas consonantes del árabe o del griego, de las que mi oído se encontraba tan fatigado. Esa voz era el anuncio lejano de nuevas poblaciones, de nuevas orillas; ya podía entrever, como en un espejismo, a la reina del Bósforo entre sus aguas azules y su umbrosa vegetación… ¿lo iba a sentir?. Ese contraste con la naturaleza monótona y quemada de Egipto me atraía irresistiblemente; así que me dispuse a dejar para más tarde los llantos por las orillas del Nilo; y bajo los verdes cipreses de Péra, recurrir al refugio de mis adormecidos sentidos a causa del verano, con el aire vivificante de Asia. Afortunadamente, la presencia en el barco del jenízaro al que nuestro cónsul había encargado que me acompañara, me aseguraba una próxima partida. Esperábamos la hora favorable para pasar el boghaz, es decir, la barra formada por las aguas del mar luchando contra el curso del río, y una djerme, cargada de arroz, que pertenecía al cónsul, debía transportarnos a bordo de la Santa-Bárbara, anclada a una milla mar adentro. Mientras tanto, la voz continuaba: –  Ah! Ah! Drommatina! –   Drommatina dieljédélim!…”    ¿Qué podrían significar esas palabras? Me dije; debe ser turco, y pregunté al jenízaro si él lo entendía. “Es un dialecto de las provincias, respondió; yo sólo entiendo el turco de Constantinopla; en cuanto a la persona que canta, no es nada del otro mundo: un pobre diablo sin asilo, un banian!” Siempre he observado con tristeza el desprecio constante que el hombre dedicado a tareas serviles siente hacia el pobre que busca fortuna o que vive libre. Salimos del barco y en lo alto de una colina distinguí a un hombre joven acostado indolentemente en medio de unas matas de juncos secos. Vuelto hacia el sol naciente, que perforaba poco a poco la bruma extendida sobre los arrozales, continuaba con su canción, de la que yo iba recogiendo con facilidad las palabras repetidas por numerosos estribillos: –   Déyouldoumou! Bourouldoumou! –    Aly Osman yadjénamdah!” Hay en algunas lenguas meridionales un cierto encanto silábico, una gracia de entonación, más adecuada a la voz de las mujeres y de los muchachos jóvenes, que podría quedarse escuchando uno durante horas aunque no entendiera el significado de la canción. Y después, esa voz lánguida, esas modulaciones temblorosas que recuerdan a nuestras viejas canciones de los pueblos; todo ello me entusiasmaba por lo poderoso del contraste y de lo inesperado; algo de pastoril y de ensueño amoroso surgía para mí de esas palabras ricas en vocales y cadencias como los cantos de los pájaros. Esto puede ser, pensaba, alguna tonada de un pastor de Trebisonda o del Mármara. Me parecía escuchar palomas zureando sobre las ramas de los tejos.  Esas canciones se deben cantar en los pequeños valles azulados, donde las aguas dulces aclaran con reflejos de plata las ramas sombrías del alerce; donde las rosas florecen sobre altas matas, y donde las cabras se empinan sobre verdosas rocas como en un romance de Teócrito. Mientras tanto, yo me había aproximado al joven que al fin se dio cuenta de mi presencia y, levantándose, me saludó diciendo: “Bonjour monsieur” (buenos días, señor) Era un hermoso muchacho de rasgos circasianos, ojos negros, tez blanca y de pelo muy corto y rubio, pero no afeitado a la manera árabe. Una larga túnica de tela listada, un abrigo de guata gris, componían su vestuario, y un simple tarbouch de fieltro rojo le servía de sombrero; tan sólo su tamaño algo mayor y su borla mejor tupida de seda azul, que la de los bonetes egipcios, indicaba que era un hombre de los de Abdul-Medjid[2]. Su cinturón, fabricado con un retal de cachemira barato, llevaba, en lugar de la colección de pistolas y puñales que todo hombre libre o servidor liberto exhibe en el pecho, una escribanía de cobre de medio pie de longitud. El mango de este instrumento oriental, contiene la tinta, y la vaina los cálamos que sirven de plumas (calam) Desde lejos, esto puede pasar por un puñal, pero es la insignia pacífica de un simple hombre de letras. De pronto, me sentí lleno de satisfacción al encontrar a este camarada, y tuve algo de vergüenza de mi atuendo guerrero que, al contrario que el suyo, disimulaba mi profesión. –                     “¿Vive usted en este país? Pregunté al desconocido.  –                     No señor, yo he viajado con usted desde Damieta. –                     Cómo… ¿conmigo? –                     Sí, los remeros me han recibido en la embarcación y me han traído hasta aquí. Habría deseado presentarme ante usted, pero como estaba acostado… –                     Está bien, le dije, y ¿adónde va usted así? –                     Vengo a pedirle permiso para pasar también a la djerme y llegar hasta el barco que va a tomar usted. –                     No veo ningún inconveniente, le respondí, volviéndome hacia el genízaro, que entonces me llevó aparte. –                     No le aconsejo llevar a este muchacho, me dijo, ya que no tiene otra cosa aparte de su escribanía; es uno de esos vagabundos que escriben versos y otras tonterías. Se presentó al cónsul, del que no pudo sacar otra cosa. –                     Querido amigo, le dije al desconocido, estaría encantado de ayudarle, pero apenas tengo más allá de lo imprescindible para llegar a Beirut y allí poder disponer de dinero. –                     Está bien, repuso, puedo vivir aquí durante algunos días con los campesinos. Esperaré a que llegue algún inglés. Esto último me dejó con un cierto remordimiento. Me alejé con el genízaro, que me guiaba a través de las tierras inundadas, haciéndome seguir un camino trazado aquí y allá sobre las dunas de arena para llegar hasta la ribera del lago Menzaleh; el tiempo que se necesitó para cargar la djerme con los sacos de arroz transportados por diversas barcas, nos permitió llevar a cabo esta última expedición. [1] Canción que venía a decir lo siguiente: “Viene de Estambul, el firman (el que anunciaba la disolución de los jenízaros)! – Un barco lo trae, – Ali-Osmán lo espera; un barco llega, -pero el firman no viene; – todo el pueblo está en la incertidumbre.- Un segundo barco llega; por fin era el que esperaba Alí-Osmán. Todos los musulmanes visten sus mejores galas – y se van a divertir al campo, – porque esta vez sí que llegó el firman!” [2] Sultán de Turquía de 1839 a 1861.

Esmeralda de Luis y Martínez 18 febrero, 2012 18 febrero, 2012 Abdul-Medjid, Ali-Osmán, El poeta escribano, ESTAMBUL, firman., jenízaros, Mármara, Péra, Teócrito, Trebisonda
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