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Se equivoca usted señora, esto no es vicio sino contracultura

Este grupo está dedicado a la Prensa Marginal de los años 70s, 80s y en adelante, fanzines, papeles que volaron de las alcantarillas, elaborados en el extrarradio de la cultura oficial.  

rajkuter 4 noviembre, 2019 4 noviembre, 2019
Banquetes cervantinos.- IV

LAS OLLAS DE LAS BODAS DE CAMACHO Sin lugar a dudas, ningún banquete cervantino es tan conocido como el de las célebres bodas de Camacho (“El Quijote” Parte II, Capítulo XX), cuyo plato principal consistió en una olla, ¡pero qué olla! Leamos: “Lo primero que se le ofreció a la vista de Sancho fue, espetado en un asador de un olmo entero, un entero novillo…, y seis ollas que alrededor de la hoguera estaban no se habían hecho en la común turquesa de las demás ollas, porque eran seis medias tinajas, que cada una cabría un rastro de carne: así embebían y encerraban en sí carneros enteros, sin echarse de ver, como si fueran palominos; las liebres ya sin pellejo y las gallinas sin pluma que estaban colgadas por los árboles para sepultarlas en las ollas no tenían número; los pájaros y caza de diversos géneros eran infinitos, colgados de los árboles para que el aire los enfriase (…) Todo lo miraba Sancho Panza, y todo lo contemplaba y de todo se aficionaba. Primero le cautivaron y rindieron el deseo de las ollas, de quien él tomara de bonísima gana un mediano puchero (…), y así, sin poderlo sufrir ni ser en su mano hacer otra cosa, se llegó a uno de aquellos solícitos cocineros, y con corteses y hambrientas razones le rogó le dejase mojar un mendrugo de pan en una de aquellas ollas. A lo que el cocinero respondió: —Hermano, este día no es de aquellos sobre quien tiene jurisdicción el hambre, merced al rico Camacho. Apeaos y mirad si hay por ahí un cucharón, y espumad una gallina o dos, y buen provecho os hagan. —No veo ninguno —respondió Sancho. —Esperad —dijo el cocinero—. ¡Pecador de mí, y qué melindroso y para poco debéis de ser! —Y diciendo esto asió de un caldero y, encajándole en una de las medias tinajas, sacó en él tres gallinas y dos gansos, y dijo a Sancho: —Comed, amigo, y desayunaos con esta espuma, en tanto que se llega la hora de yantar”. Sobre la vieja olla española podría escribirse un tratado de diez mil páginas, tantas son las letras vertidas en cantar las alabanzas del plato nacional por excelencia, así como los prolijos ingredientes de su propia factura: del arcipreste de Hita al Costumbrismo del XIX, pasando por la Novela Picaresca y los viajeros románticos. En realidad, la tan literaria olla hispana no deja de ser una variedad del guiso más antiguo del mundo, del que nos dice la Biblia que ya usaban los hebreos en sus días más remotos y del que se conocen cientos de versiones diferentes desde las estepas siberianas hasta los confines de África, y desde Egipto hasta el corazón de la frondosa selva americana. Consiste la olla universal, ni más ni menos, que en cocer en agua a fuego lento, dentro de un recipiente metálico o de barro suficientemente capaz en cuanto a volumen (la olla en su sentido de «continente», que en algunos lugares es el caldero), las carnes, legumbres y verduras disponibles en el terruño, aderezando el guiso con sal, con especias y, cuando ello es posible, con una aromática planta liliácea como la cebolla, el ajo o el puerro (mejor, desde luego, la cebolla, que, como leemos en La lozana andaluza, “la olla sin cebolla es boda sin tamborín”); conjunto de ingredientes que conforman la olla en su sentido de “contenido”. Nada más simple, y, si la combinación de ingredientes y el punto de la cocción son los apropiados, nada más exquisito. En El Quijote, como en toda la obra cervantina, encontramos referencias a dos tipos de ollas: la que el autor llama “olla” a secas, a la que cuadra perfectamente la definición que antecede, y la “olla podrida”, que es otro cantar. Ollas a secas fueron aquellas en la que consistió el diario sustento del hidalgo manchego: “una olla de algo más vaca que carnero (…) consumían las tres partes de su hacienda”, o las que Sancho tomaba para cenar: “los que servimos a labradores… a la noche cenamos olla”. Evidentemente, también eran ordinarias las ollas de enfermo, entre las que contamos la que despachan el licenciado Peralta y el alférez Campuzano en “El casamiento engañoso”, así como la mayor parte de las que el sufrido viajero podía encontrar con un poco de suerte en las ventas y posadas de los polvorientos caminos de España; verbi gratia, la olla que el huésped de la venta del Capítulo LIX de la Segunda parte del Quijote (que era venta y no castillo “porque don Quijote la llamó así, fuera del uso que tenía de llamar a todas las ventas castillos”) comparte con sus ilustres huéspedes, la cual estaba conformada sencillamente con dos uñas de vaca, garbanzos, cebollas y tocino, esto es, todo lo poco de lo que para uso de boca disponía el humilde ventero, pero que, tan bien conjuntado se hallaba en el vientre de aquella olla, que parecía estar diciendo a Sancho: «¡Cómeme! ¡Cómeme!»: “Llegóse pues la hora de cenar, trujo el huésped la olla (…). Quedóse Sancho con la olla con mero mixto imperio, sentóse en la cabecera de la mesa, y con él el ventero…” Por el contrario, la olla podrida, abuela del “pot-pourrí” francés y del suculento cocido madrileño, es una olla más rica. Así, el Diccionario de Autoridades, que define la olla ordinaria como “la comida o guisado que se hace dentro de la misma olla, compuesta de carne, tocino, garbanzos y otras cosas”, de la olla podrida dice que es “la que se compone de muchos materiales, como son carnero, vaca, pernil, pollos y otras aves y cosas que la hacen muy sustanciosa y regalada”. Reside, pues, la diferencia en una cuestión de grado y de sustancia. De esta precisa manera opera Sancho la académica distinción: “Lo que el maestresala puede hacer es traerme una de estas que llaman ollas podridas, que mientras más podridas son mejor huelen, y en ellas puede embaular y encerrar todo lo que él quisiere, como sea de comer, que yo se lo agradeceré y se lo pagaré algún día.” (Parte II, Cap. XLVII). Y más adelante en el mismo capítulo: “Aquel platonazo que está más adelante vahando me parece que es olla podrida, que, por la diversidad de cosas que en tales ollas podridas hay, no podrá dejar de topar con alguna que no sea de mi gusto y provecho”. En conclusión, las ollas de las bodas de Camacho eran ollas podridas, las más podridas de las que tengamos noticias, más ricas incluso que las de los rectores y los canónigos.

Pedro Plasencia Fernández 10 enero, 2018 10 enero, 2018
Banquetes cervantinos III. Un banquete que no fue

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Pedro Plasencia Fernández 4 noviembre, 2017 4 noviembre, 2017
Banquetes Cervantinos III. Un banquete que no fue

UN BANQUETE QUE NO FUE En el Capítulo XLVII de la Segunda Parte de la novela del “Ingenioso Hidalgo”, el bueno de Sancho, recién nombrado gobernador de la Ínsula Barataria, se dispone a regalarse en la mesa con un opíparo banquete, el cual le sirva para desquitarse de la ingesta de bellotas, tagarninas, peruétanos y otras rústicas viandas, que constituían los más de los días la dieta completa de los caballeros andantes y de sus pobres escuderos: “Cesó la música, sentose Sancho a la cabecera de la mesa, porque no había más que aquel asiento, y no otro servicio en toda ella. Púsose a su lado en pie un personaje, que después mostró ser médico, con una varilla de ballena en la mano. Levantaron una riquísima y blanco toalla con que estaban cubiertas las frutas y mucha diversidad de platos de diversos manjares. Uno que parecía estudiante echó la bendición y un paje puso un babador randado a Sancho; otro que hacía el oficio de maestresala llegó un plato de fruta delante, pero apenas hubo comido un bocado, cuando, el de la varilla tocando con ella en el plato, se le quitaron de delante con grandísima celeridad; pero el maestresala le llegó otro de otro manjar. Iba a probarlo Sancho, pero, antes que llegase a él ni le gustase, ya la varilla había tocado en él, y un paje alzándole con tanta destreza como el de la fruta. Visto lo cual por Sancho, quedó suspenso y, mirando a todos, preguntó si se había de comer aquella comida como juego de maesecoral. A lo cual respondió el de la vara: -No se ha de comer, señor gobernador, sino como es uso y costumbre en otras ínsulas donde hay gobernadores. Yo, señor, soy médico y estoy asalariado en esta ínsula para serlo de los gobernadores della, y miro por su salud mucho más que por la mía, estudiando de noche y de día y tanteando la complexión del gobernador, para acertar a curarle cuando cayere enfermo; y lo principal que hago es asistir a sus comidas y cenas, y a dejarle comer de lo que me parece que le conviene y a quitarle lo que imagino que le ha de hacer daño y ser nocivo al estómago; y así mandé quitar el plato de la fruta, por ser demasiadamente húmeda, y el plato del otro manjar también le mandé quitar, por ser demasiadamente caliente y tener muchas especies, que acrecientan la sed, y el que mucho bebe mata y consume el húmedo radical, donde consiste la vida. -Desa manera, aquel plato de perdices que están allí asadas y, a mi parecer, bien sazonadas no me harán algún daño. A lo que el médico respondió: -Ésas no comerá el señor gobernador en tanto que yo tuviere vida. -Pues ¿por qué? –dijo Sancho. Y el médico respondió: -Porque nuestro maestro Hipócrates, norte y luz de la medicina, en un aforismo suyo dice: ‘Omnis saturatio mala, perdicis autem pessima? Quiere decir: ‘Toda hartazga es mala, pero la de las perdices malísima’” Y así fueron apareciendo por la mesa, tocados por la varita del doctor Pedro Recio de Tirteafuera, e inmediatamente retirados otros exquisitos platos, como conejos guisados (por ser manjar peliagudo), ternera asada y en adobo, u ollas podridas, dejándole comer tan solo al señor gobernador unos cañutillos de suplicaciones (barquillos de oblea) y unas “tajadicas sutiles de carne de membrillo”, en lo que consistió todo el ágape, y que le hicieron añorar al buen Sancho la cebolla el pan y las uvas que por los campos manchegos solía comer en la compañía de su señor don Quijote. Archivos Adjuntos banquetes cervantinos III (15 kB)banquetes cervantinos III (15 kB)

Pedro Plasencia Fernández 25 octubre, 2017 25 octubre, 2017
Banquetes cervantinos II

UN BANQUETE EN CASA DE MONIPODIO Concluida la jornada laboral, la flor y nata de la picaresca sevillana se reúne en el patio de la casa de Monipodio en pleno corazón del barrio marinero de Triana, muy cerca de donde se hallaba la fábrica de bizcochos, o mazamorra, que era el pan de los embarcados, porque al estar cocido dos veces aguantaba más tiempo sin echarse a perder. Allí cuentan y reparten los truhanes el producto de los hurtos cometidos esa mañana, y acto seguido se disponen a almorzar en franca camaradería, luego de sacar para el común una bota de cuero con hasta dos arrobas de vino de Guadalcanal: Lo leemos en la novela ejemplar cervantina Rinconete y Cortadillo: “Ida la vieja, se sentaron todos alrededor de la estera, y la Gananciosa tendió la sábana por manteles; y lo primero que sacó de la cesta fue un grande haz de rábanos y hasta dos docenas de naranjas y limones, y luego una cazuela grande llena de tajadas de bacallao frito. Manifestó luego medio queso de Flandes, y una olla de famosas aceitunas, y un plato de camarones, y gran cantidad de cangrejos, con su llamativo de alcaparrones ahogados en pimientos, y tres hogazas blanquísimas de Gandul. Serían los del almuerzo hasta catorce, y ninguno de ellos dejó de sacar su cuchillo de cachas amarillas, si no fue Rinconete, que sacó su media espada…” La relación de viandas que aparecen en el fragmento cervantino, a falta del pernil de tocino curado (el jamón), constituye un elenco de lo que fue la dieta andaluza, tan apreciada por Cervantes. No podían faltar las frutas, representadas aquí por los cítricos, que por cierto no se comían de postre, sino como entrantes al principio de la colación, porque despiertan el apetito; además de los rábanos y de las aceitunas, que se tomaban habitualmente con pan blanco candeal (en Sevilla, las famosas hogazas de Gandul o de Alcalá de Guadaira), los camarones a la plancha aliñados con lima, los cangrejos cocidos, y una ensalada que en esta ocasión está compuesta por alcaparrones y pimientos picantes (el ají traído de América, antecedente de los pimientos dulces llamados italianos, que solo empezaron a consumirse un siglo después, una vez que se aclimataron al terruño, aunque en todo caso antes que el tomate). De plato fuerte un pescado, que bien podían ser sábalos o albures del Guadalquivir fritos en aceite (antecedentes del pescaíto frito), o como aquí, en casa de Monipodio, el famoso bacalao, prácticamente el único pescado que se consumía en los lugares alejados de la costa, insustituible, junto con las lentejas, los viernes y otros días de abstinencia. No olvidemos el menú de la famosa venta del Capítulo II de la Primera Parte del Quijote: “… acertó a ser viernes aquel día, y no había en toda la venta sino unas raciones de un pescado que en Castilla llaman abadejo, y en Andalucía bacalao, y en otras partes curadillo, y en otras truchuela”. Como quiera que sea, en la Andalucía del Siglo de Oro apenas se comía carne. Y de postre, queso de Flandes, que no era propiamente queso, sino una torta hecha con almendras, azúcar, yemas de huevo y canela, de mucho consumo en Andalucía. Si bien en otras partes, aunque no de postre sino como plato principal, si era habitual el auténtico queso de oveja de La Mancha, o el famoso Tronchón de Teruel, el queso que el lacayo Tosillos llevó en las alforjas junto con las cartas dirigidas al virrey de Barcelona, y que, como quiera que había trasmitido su penetrante olor a los pliegos, el goloso de Sancho lamió estos con delectación.

Pedro Plasencia Fernández 19 abril, 2017 19 abril, 2017
banquetes cervantinos I

UN BANQUETE SERVIDO A DON QUIJOTE Y A SANCHO EN BARCELONA El caballero don Antonio Moreno alojó en su casa de Barcelona a don Quijote y a su escudero Sancho, dándoles de comer espléndidamente. Entre otros manjares, el generoso caballero hizo servir a la mesa dos exquisitas muestras de la gastronomía española del Siglo de Oro: albondiguillas y manjar blanco, y pudo comprobar lo repulido que el otrora tosco y grosero Sancho Panza se había vuelto en la mesa, merced a los provechosos consejos que su señor le había dado. En el Capítulo LXII de la Segunda Parte de la gran novela cervantina leemos: “Comieron aquel día con don Antonio algunos de sus amigos, honrando todos y tratando a don Quijote como a caballero andante, de lo cual, hueco y pomposo, no cabía en sí de contento. Los donaires de Sancho fueron tantos, que de su boca andaban como colgados todos los criados de casa y cuantos le oían. Estando a la mesa, dijo don Antonio a Sancho: – Acá tenemos noticia, buen Sancho, que sois tan amigos de manjar blanco y de albondiguillas, que si os sobran las guardáis en el seno para otro día. – No, señor, no es así –respondió Sancho-, porque tengo más de limpio que de goloso, y mi señor don Quijote, que está delante, sabe bien que con un puño de bellotas o de nueces nos solemos pasar entrambos ocho días (…) – Por cierto –dijo don Quijote- que la parsimonia y la limpieza con que Sancho come se puede escribir y grabar en láminas de bronce, para que quede en memoria eterna en los siglos venideros. Verdad es que cuando él tiene hambre parece algo tragón, porque come apriesa y masca a dos carrillos, pero la limpieza siempre la tiene en su punto, y en el tiempo que fue gobernador aprendió a comer a lo melindroso: tanto, que comía con tenedor las uvas, y aun los granos de granada”. Interesa saber en qué consistían exactamente las famosas albondiguillas y el manjar blanco, tan apreciados por Sancho, con los que don Antonio Moreno quiso obsequiar a sus invitados. Las albondiguillas, como la cazuela de berenjenas o la alboronía, era plato de origen morisco. Parece ser que la mención de este preparado junto con el exquisito manjar blanco en el fragmento que hemos reproducido, es una referencia a cierto pasaje del “Quijote de Avellaneda”. En todo caso, Cervantes nos habla a las claras de la consideración de bocado apetitoso de la que gozaban los esféricos bodoques de carne picada y huevo, pasados por harina, fritos en aceite, y finalmente guisados en salsa. Reproducimos para el curioso la receta de las albondiguillas fritas que nos ofrece el cocinero mayor de Palacio de Felipe III y luego de Felipe IV, Francisco Martínez Montiño, en su magna obra “Arte de cocina”: “Tomarás cuatro libras de pierna de ternera, las dos harás carbonilladas muy delgadas, y golpeadas con la vuelta del cuchillo, y mecharlas muy bien, y echarlas en adobo. Luego picarás las otras dos libras, y sazonarás como para albondiguillas con sus especias, huevos, y tocino, y harás albondiguillas enharinadas con harina, e iráslas poniendo sobre un tablero. Luego pondrás a asar las carbonilladas sobre las parrillas: y entre tanto que se asan freirás las albondiguillas, así enharinadas como están, en buena manteca de puerco, y luego freirás picatostes de pan blanco angostos: y de todo esto irás armando el plato con picatostes, y albondiguillas, y carbonadillas, entremetiendo uno con otro; y luego echarle por encima zumo de limón, o naranja, y adornar el plato con algunos higadillos fritos”. En cuanto al manjar blanco, diremos que no había en los días de Cervantes otro postre que gozara de mayor aprecio y general estima que esta especie de natillas, de supuesto origen francés, en el que se conjugan maravillosamente la suculencia de la gallina, la fécula de la harina de arroz y la dulzura de la leche azucarada. No por casualidad el manjar blanco fue el postre preferido de los gastrónomos de la época, y nos atreveríamos a aventurar que también de don Miguel de Cervantes. Variedades del manjar blanco eran las «tortas» rellenas del mismo. «¡Oh cuántas veces vi llevar y llevé tortas de manjar blanco!» -dice Guzmán de Alfarache-; así como otros postres de parecida confección, aunque más dulzones y menos interesantes a nuestro parecer que el manjar blanco, como por ejemplo el exquisito manjar imperial, en cuya elaboración no se utilizaba pechuga de gallina, pero si aparecían yemas de huevo y canela; o la cuajada real, plato igualmente de pomposo nombre, que no es sino el antecedente cercano de las natillas hechas con nata, leche y cuajo.

Pedro Plasencia Fernández 18 abril, 2017 18 abril, 2017
La peregrina anguila

En esta nueva entrega de un texto de Ismael Díaz Yubero, que bien hubiera podido incluir en su más que interesante libro “Lo que nos enseñan los sabios gastrónomos, y debe aprender quien aspira a serlo” (Alianza Editorial. Madrid, 2013), asistimos a un viaje más accidentado que el que llevó a Ulises desde Troya hasta Itaca, el periplo vital de la anguila, uno de los seres más sorprendentes de la naturaleza, amén de una delicia gastronómica, principalmente en su diminuta forma de angula. ************************ ANGULAS La anguila (Anguilla anguilla) es un pez migratorio catadromo, lo que significa que vive en los ríos y desova en el mar. Cuando se hace adulto, tiene una forma inconfundible de serpiente, su piel es amarillenta o verdosa y cuando alcanza la edad reproductiva es plateada. Esta recubierta de una mucosidad que la hace muy escurridiza. Vive entre seis y diez años en agua dulce y luego va a desovar al mar, muriendo a continuación. La Unión Internacional para la conservación de la Naturaleza (IUCN), incluyó a la anguila en la Lista Roja de especies en peligro de extinción, al estimarse que en el año 2000 solo se había capturado, por falta de existencias entre el 1 y el 5% de las que se capturaron en 1980. Según la FAO las capturas de anguila en agua dulce sea cual sea la etapa de su vida, lo que supone que están incluidas las angulas, fue en 1968 de 20.278 T y en el año 2005 tan solo 5.059 T lo que significa una reducción del 76%. Durante mucho tiempo se observó el hecho de que en las aguas dulces de Europa hubiera anguilas adultas, pero nunca se encontraron huevos ni ejemplares jóvenes, por lo que Aristóteles sugirió que las anguilas se engendraban espontáneamente en el fango de los ríos y de los lagos. Fue ya bien avanzado el siglo XX cuando la labor detectivesca del danés Johannes Schmidt siguió la pista a unas larvas transparentes al norte de Escocia en las islas Feroe, que nadan entre el plancton, iniciando su investigación y descubrió que unos pececillos aplanados, con forma de hoja, que se les había bautizado como Leptocephalus brevirostris no pertenecían a una nueva especie de pez, sino que era una forma de larva de anguila. Cuanto más se desplazaba hacia el sur y hacia el oeste, más leptocéfalos encontraba, y además eran más pequeños, por lo que dedujo, y acertadamente, que cada vez se iba aproximando más al lugar en donde habían nacido. Por fin se descubrió que el mar de los Sargazos, cerca de las Islas Bermudas a casi 5.000 kilómetros de nuestras costas, era el punto hacia el que se dirigían los progenitores, para cumplir con su sino de perpetuar la especie. No se conoce la causa por la que eligen este lugar, pero sí se sabe que sus aguas se mantienen a 15ºC de temperatura, que es la ideal para que eclosionen los diez millones de huevos que pone cada hembra y que son fecundados allí mismo por el macho a profundidades de 300 a 600 m, bajo la protección de capas de algas. Se identificó el territorio en el que nacen las anguilas, en el que inmediatamente después los progenitores mueren, extenuados por el esfuerzo del viaje desde las costas europeas, que ha durado cinco meses, durante los que no han comido y han empleado todas las energías en hacer tan larga travesía Pocos días después de que cada hembra haya puesto aproximadamente un millón de huevos, eclosionan y aparecen unos minúsculos seres aplanados y transparentes que, en grandes bandadas, inician un viaje a los puntos en los que vivieron sus padres. Tardan en realizarlo entre dos y cuatro años y ayudados por las corrientes marinas llegan a la costa este de Norteamérica o a la de Europa. Se cree, pero tampoco hay pruebas de que las angulas tienden a regresar al mismo río en el que vivió su madre. Cuando se aproximan a las costas sufren una metamorfosis, que transforma su cuerpo, hasta entonces plano en cilíndrico, adquiriendo, aunque en pequeñito, su forma definitiva. Todavía queda otro misterio en el ciclo vital de la anguila, porque algún científico americano cree que son las anguilas norteamericanas, que tienen que realizar un viaje mucho más corto, las que engendran todas las larvas, incluyendo las que llegan a Europa. De ser cierta esta hipótesis, la anguila europea sólo realizaría el viaje de ida y jamás realizaría el viaje de vuelta al mar de los Sargazos. Sin embargo, son muchos más los expertos que están seguros que las anguilas europeas no se salvan del viaje de ida, y que deben hacer todo su viaje de vuelta antes de que se produzca la descendencia. La construcción de presas en la corriente de los ríos dificulta la migración porque no es fácil superar los desniveles, y aunque se ha comprobado que, a veces, abandonan la corriente fluvial y allá donde es posible reptan por la hierba, la tarea es compleja y a veces lo único que hay en torno a la presa es suelo de cemento, imposible de superar. Actualmente en algunos países se están tomando medidas para ayudarlas a superar los diques, creando canales que bordean los ríos por los que pueden continuar su viaje, o se las captura al pie de la presa y se las traslada al otro lado del obstáculo por medio de grúas u otros vehículos. Estas medidas son positivas pero, por desgracia, no tanto como para poder considerarlas satisfactorias. A su llegada las angulas son blancas. El lomo negro lo adquieren por un proceso de acumulación de melanina, favorecida por la acción de los rayos solares, es decir, se ponen “morenas” de la misma forma que nosotros nos “tostamos” en verano, sin que esta acción mejore ni su composición ni su calidad. Tras el contacto con agua dulce, las angulas que hasta ese momento eran asexuadas se convierten casi en su totalidad en hembras, en tanto que de los machos, unos pocos se quedan en las aguas de baja salinidad de la desembocadura y otros pocos comienzan a remontar el curso de los ríos, acompañando a las hembras. Cuando alcanzan la madurez sexual, una llamada desconocida las hace volver otra vez al mar de los Sargazos para reiniciar el ciclo. Su capacidad para remontar ríos hacia el interior es grande. De hecho, llegan a muchos kilómetros de la costa y se distribuyen por afluentes y lagunas, en donde llegan a alcanzar hasta 90 cms. las hembras y 60 cms. los machos. Algunos ejemplares, conocidos con el nombre de “capitonas”, no emigran -sin que se sepa la razón- y permanecen en el río, consiguiendo tamaños muy superiores y pesos de hasta tres Kg. Las angulas se pescan justo en el momento en que entran en la desembocadura de los ríos, entre finales de otoño y principios de invierno. Cada vez más, se destina una parte de ellas a engorde para ser consumidas como anguilas (se dice que si se dejasen desarrollar las angulas de una ración -unos 100 grs.- se podría conseguir las proteínas necesarias para cubrir las necesidades de una persona durante cinco años). Sólo cuando cae la noche y la marea está subiendo, se deciden a remontar su itinerario, por lo que intentar pescarlas de día o con la marea bajando resultará inútil. Cuando se dan circunstancias favorables, que se incrementan en las noches sin luna, los pescadores introducen un cedazo en las aguas, y como si fuera un cucharón, se arrastra por la orilla en dirección a la desembocadura, en sentido contrario a la dirección de las angulas. Con la ayuda de un farolillo o linterna, se comprueba al trasluz si algún ejemplar está serpenteando en el fondo del cedazo, y en ese caso se les separa de las algas y otras impurezas, procediendo a continuación a colocarlas en el recipiente de recolección. Son incoloras casi transparentes y observándolas con atención pueden verse sus ojos, como dos puntitos negros, y si todavía la línea negra no se ha formado, que es lo que sucede recién pescadas, incluso se aprecian sus diminutas vísceras y su espina dorsal Las capturadas para ser consumidas en su forma juvenil, se matan mediante la acción de tabaco picado, añadido en grandes baldes de agua. A continuación se procede a introducirlas en agua y calentarlas, sin llegar a cocer, para que queden dispuestas para el consumo. Según un informe del ICES (International Council for Exploration of the Sea) publicado en 2001, se estima que solo el 10% de las angulas que llegan a las costas puede continuar su migración natural ya que el resto se pesca con los siguientes fines: un 20% para el consumo directo, un 10% para abastecer a la acuicultura europea, un 60% para la asiática y el 10% restante para la repoblación de aguas continentales de los ríos y lagos del norte de Europa. Muchas de estas actividades permiten que sigamos disponiendo de anguilas terminadas en piscifactorías, pero no cabe duda que contribuyen a alterar el equilibrio natural de la especie. Es lamentable, pero quizás ha llegado el momento de tener que prescindir totalmente del consumo de angulas, porque hay un peligro contrastado de que desaparezcan o de que sus poblaciones se conviertan en simplemente testimoniales. Contaminación, cambio climático, canalizaciones fluviales y presas alteran el habitat natural de esta especie, lo que está claramente demostrado que afecta a sus posibilidades reproductivas y altera las migraciones. Si no prohibimos la pesca masiva podemos estar ante el próximo fin de otra especie. Los compradores orientales han tenido parte de culpa en los problemas de esta especie, porque los avances en la explotación hicieron que se disparasen los precios de las angulas vivas (de las que se necesitan tres mil ejemplares aproximadamente para hacer un Kg), que son destinadas a piscifactorías, en donde se las mantiene con piensos especiales hasta que alcanzan la edad adulta o, mejor dicho, el peso comercial para ser consumidas como anguilas. China es principal país importador, que a su vez reexporta parte de su producción a Dinamarca y Holanda, que son grandes consumidores, y a Japón, que aunque también practica las técnicas necesarias de la piscifactoría de engorde de esta especie, no produce suficiente cantidad para cubrir su demanda. Las reglamentaciones se dirigen a la implantación de medidas drásticas, que aseguren la supervivencia de esta especie, y para ello se han tomado algunas medidas en Galicia, entre las que las más importantes son prohibir la práctica de pesca con artilugios de tela que arrastran a más ejemplares, regular el tamaño de la luz de los artilugios denominados “peneiras”, y exigir que solo puedan pescarse desde la orilla, con prohibición absoluta de hacerlo desde embarcaciones, con lo que se estima que la actividad dejará de ser rentable y tenderá a desaparecer. También está previsto dragar la desembocadura del Miño, que es la principal puerta de entrada de especies migratorias que desovan en aguas dulces, para facilitar sus ciclos reproductivos. En el País Vasco se exige la obtención de una licencia personal e intransferible, limitada a una sola cuenca; en Cantabria se ha limitado drásticamente el número de licencias, en Andalucía se ha prohibido totalmente la captura en el Guadalquivir en un plazo de diez años, debido a que un estudio de la Universidad de Córdoba estima que se llegaron a pescar en estas aguas hace tiempo hasta 400.000 Kg. Anuales, y que en 2009 solo se consiguieron 300 Kg., lo que evidencia, sin duda, la disminución muy grave de esta especie. En la Unión Europea se ha llegado a un acuerdo comunitario para que durante un plazo de cinco años se destinen a repoblación de ríos las capturas de anguilas de menos de 20 centímetros. Se partió de un porcentaje del 35% en 2009, para llegar progresivamente al 60% en 2013, y en general todos los países están tomando medidas especiales para conservar la especie. Después de todo lo anterior parece una contradicción que terminemos hablando de la calidad gastronómica de esta maravilla, pero por si alguna vez se consigue la reproducción en ciclo cerrado y teniendo en cuenta que cada hembra pone un millón de huevos, quizás podamos disfrutar de algunas de las recetas, que permiten que su textura gelatinosa facilite la apreciación de unos aromas y sabores extraordinarios, para lo que es importante que no se añadan ingredientes que puedan enmascarar el sabor. ISMAEL DÍAZ YUBERO

Pedro Plasencia Fernández 1 marzo, 2017 1 marzo, 2017
Cervantes a la mesa en Italia

CERVANTES A LA MESA EN ITALIA. Siguiendo con nuestro ciclo italiano, iniciado por Ismael Díaz Yubero con su apetitoso texto sobre el “tiramisú”, reproduzco aquí seguido un capítulo extraído de mi libro “Cartografía gastronómica de don Miguel de Cervantes” (Editorial Miraguano. Madrid 2016), en el que se da cuenta de las exquisiteces que el sibarita de Alcalá pudo degustar en la patria de Dante. Porque Cervantes no solo fue un libertario antisistema, como defiende Emilio Sola, sino también un gourmet. Quiero dedicarle la entrada a mi colega y amigo del Grupo “Literatura y Gastronomía” Gennaro Varriale. …………………………………………………… Roma, Sicilia, Nápoles, Cerdeña, la Toscana, el Piamonte, la Lombardía…, prácticamente no hay un rincón de Italia en el que Cervantes no pasara una temporada más o menos larga entre los años 1569 y 1575, esto es en el espacio de tiempo que media entre su precipitada huida de Madrid, cuando Miguel tenía 22 años, hasta el comienzo de su cautividad en Argel seis años más tarde. En “El Licenciado Vidriera”, un gentilhombre a caballo, bizarramente vestido, que se presenta como capitán de infantería de Su Majestad, alaba al caballero Tomás Rodaja la vida de la soldadesca española en Italia, y le pinta muy a lo vivo la belleza de la ciudad de Nápoles, las holguras de Palermo, la abundancia de Milán, los festines de la Lombardía y las espléndidas comidas de los hosterías que por todas partes podían hallarse, soltándole, para rematar la golosa rememoración, esta cháchara corrompida de la lengua de Dante: “… aconcha, patrón; pasa acá, manigoldo, venga la macarela, li polastri e li macarroni” (vamos, patrón; ven acá truhan, vengan las albóndigas, los pollos y los macarrones). En “La fuerza de la sangre”, Rodolfo, el personaje central de la novela, parte para Italia tal vez en forma parecida a como años atrás se había visto forzado a hacerlo el propio Miguel de Cervantes (huyendo de la Justicia por un delito de sangre). Es el narrador esta vez quien rememora con parecido entusiasmo que el bizarro gentilhombre del Licenciado Vidriera, y en un italiano igualmente macarrónico, cuatro estrellas de la gastronomía de aquella tierra; a saber: los buenos pollos, los pichones, el jamón y las salchichas: “… se partió luego goloso de lo que había oído decir a algunos soldados de la abundancia de las hosterías de Italia y Francia y de la libertad que en los alojamientos tenían los españoles. Sonábale bien aquel «Eco li buoni polastri, picioni, presuto e salcicie», con otros nombres de este jaez, de quien los soldados se acuerdan cuando de aquellas partes vienen a éstas y pasan por la estrechez e incomodidades de las ventas y mesones de España”. Imprecaciones de taberna, ambas, que no dejan de recordarnos la que aparece en el entremés “Soldadesca” del extremeño Bartolomé de Torres Naharro (quien también viajó Italia en el siglo XVI, aunque sesenta años antes que Cervantes), en la que un soldado español demanda al patrón de la hostería pan, vino, mantequilla, pichones, jamón y cochino: “… patrone / pan e vino vidarone / del meglio que ce per tuto / ancora quelche picione / butiro caso presuto / o cochino / ya que de hambre me fino”. Efectivamente las hosterías de Italia en el Siglo XVI eran por regla general muy superiores a las ventas y los mesones de Castilla y de toda España, razón por la que llamaban poderosamente la atención de los soldados españoles de los tercios, entre los que se encontró un día Miguel de Cervantes. Aunque había excepciones a la regla, por ejemplo cuenta el pícaro Guzmán que, camino de Nápoles, iba proveído de gallinas, capones, pollos, palomas, duendas, jamones de tocino y otras alhajas, por si acaso; aunque en las posadas: “a mal mal suceder… una muy buena posta de ternera no nos podía faltar”. Solo un pero cabría poner a las hosterías de algunos lugares fronterizos, y es que, al menos en la opinión de Estebanillo González, resultaban extremadamente caras para los bolsillos de los viajeros, porque los patrones se aprovechaban de ellos, circunstancia que, por cierto, motivó una pendencia “muy reñida de voces” entre el pícaro gallego y un posadero en una hostería de las montañas vecinas a Bolonia). “ … porque todos países que son de confines, como este lo es de diversidad de potentados, son los patrones de sus hosterías últimos fines de la sangre y sudor de los pobres pasajeros”. Y ya que tanto el bizarro gentilhombre del “Licenciado Vidriera”, como el narrador de “La fuerza de la sangre” y “Estebanillo González”, hacen referencia a los pollos, pichones, capones, y otras aves que constituían parte esencial de los menús de las hostería italianas en los siglos XVI y XVII, comenzaremos por las aves, y recordaremos que Cervantes incluyó en el listado de las que eran más de su gusto a los francolines de Milán y los faisanes de Roma (estos últimos, por cierto, también alabados por Francisco Delicado en “La Lozana Andaluza”). De modo que podemos imaginarnos al futuro autor del Quijote recién llegado a Roma, en el tiempo en que fue camarero del cardenal Julio Acquaviva, sentado a la mesa de una hostería del barrio de Pozo Blanco, en el que habitaba la mayor parte de los españoles, deleitándose con un faisán estofado y una “foglietta” (medio litro) de vino albano añejo o de un angelical clarete “amabile”; o bien en Milán un año más tarde, zampándose a placer un francolín asado, regado con un Valtellina o un Sforzato. Pero no solo en la Ciudad Eterna y en la capital de la Lombardía abundaba la caza de pluma. Adquirieron también justo renombre gastronómico las aves salvajes de Florencia “ (ciudad) abastecida de carne y caza, sobra de frutas y flores y de vinos odoríferos” (Estebanillo González); el “becafigo” (becada) asado de Emilia Romagna; la estarna boloñesa hervida con coliflor; las tórtolas y codornices de Ostia; los pichones de Terni asados al espetón, que según Bartolomeo Scappi, cocinero privado (“cuoco secreto”) de Pío V y de otros cuatro papas): “en opinión de mucha gente son de mejor calidad que los de Roma”; los “muy gentiles capones” de Génova, en expresión de Marcos de Obregón; los “polastri” de la Campania, que el joven Miguel de Cervantes tomaría con gusto en la famosa taberna principal del Chorrillo en Nápoles, la misma en la que también se recreó Estebanillo González; y en general las aves de caza y de corral de todas y cada una de las regiones de Italia, regadas con los milenarios caldos locales. En algunas ocasiones piezas frescas, y en otras en salazón: secadas, ahumadas y conservadas en manteca en lugar frío, como era costumbre tratar ocas, grullas, patos silvestres y pichones de bellota. Pero aun gustándole mucho las suculentas aves, a la par que el tierno cabrito lechal, don Miguel de Cervantes prefirió la ternera por encima del resto de las viandas, y a la cabeza de las diferentes calidades de carne de ternera que pudo saborear en su periplo vital, encontramos dos denominaciones italianas: la excelente de Sorrento y la no menos famosa de Génova, ciudad en la que uno de los platos regionales más apreciados era la empanada rellena de pecho de ternera. Ignoramos sin embargo si era más del gusto del escritor la ternera “mangana” (lechal), o la “camporeccia” (criada con pasto). Pero por mucho que apreciara la delicada carne de ternera, no podemos dejar de imaginarnos a Cervantes en otra hostería del barrio de Pozo Blanco, esta vez frente a unos “polpettoni a la romana” (albondigones de carne de buey), o en Bolonia o Ferrara dando cuanta de un platonazo de sus famosos callos, o en Florencia catando la tradicional cecina de vaca, o en el Norte de Lombardía degustando un plato de “bresaola”. Aunque, como de ninguna manera nos representamos al soldado Cervantes, a menos que la necesidad le obligara a ello, es devorando pasteles de carnes raras e innobles de animales tales que el erizo, el lirón, el oso, el puercoespín o el conejillo de Indias, que en este punto los pasteleros milaneses, napolitanos o romanos podían ser tan imaginativos como los madrileños También en “El Licenciado Vidriera”, por boca de un personaje que se nos antoja trasunto de sus propios gustos, el autor del “Quijote” expone el cuadro de honor de los mejores vinos del mundo, incluyendo entre ellos, junto a otros caldos españoles y griegos, los italianos Treviano, Monte Frascón, Chéntola (Chianti), y Garnacha (este último, por cierto, no era un vino con denominación de origen, como los otros de la lista del Licenciado, sino un combinado etílico, antecedente del vermut y emparentado con la carraspada española, el cual se elaboraba en Italia a partir de la variedad de uva garnacha). Incluye Cervantes en el elenco de Vidriera dos vinos griegos, el Soma y el Candía, que seguramente probaría también por primera vez en Italia; no así la Malvasía, otro vino añejo oriundo de Grecia citado por Torres Naharro, que también se consumía mucho por entonces en Roma, lo mismo que el procedente de la isla de Ischia en la Bahía de Nápoles. Otro de los populares artículos de boca italianos que el futuro autor del Quijote degustaría en Italia por primera vez, sería la famosa pasta, elaborada en sus múltiples variedades con sémola del excelente trigo del país, y sin duda de mejor calidad que la aletría, única pasta que por aquellos días se consumía en España, principalmente en Murcia y Andalucía. La aletría (voz de origen arábigo) era un género de masa hilada, de diferentes grosores según el tamaño de los agujeros de la lámina por la que se extraía en prensa, cuya elaboración estaba en las exclusivas manos del gremio de los aletrieros, típicos personajes murcianos que iban por las calles vendiendo el producto por ellos mismos elaborado. En realidad la aletría es lo mismo que los fideos. La variedad de pastas en cuanto a formas y calidades era ya por entonces muy amplia en Italia, si bien no hasta el punto de hoy día, que se precisa un doctorado para conocerlas todas. En la monumental “Opera dell´arte del cucinare”, publicada en 1570 (obra comparable en volumen e importancia al Libro de guisados de Ruperto de Nola o al Arte de cocina de Martínez Montiño), Bartolomeo Scappi incluye diversas recetas de “macarroni, vermicelli, ñoquis, tagliatelle, tortelletti, y ravioli con y sin sfoglia” (masa que envuelve el relleno). Es de suponer que a lo largo de seis años Cervantes tuvo ocasión de probarlas todas, pero lo cierto es que en su obra escrita solo menciona los macarrones. Con toda certeza también le resultarían deliciosos al joven Miguel los famosos salamis y salchichones, y en general los muy variados y excelentes embutidos de esa tierra de opíparos festines que era y es la Lombardía. Cómo no, el jamón de Parma, la mortadela de carne magra de pernil de cerdo doméstico envuelto en redaño, los “tommacelle” (salchichas de hígado de cerdo), los “cervellati” (embutido hecho con manteca de cerdo, azafrán y especias), y el hígado graso de oca hoy mundialmente conocido como foie gras (“el hígado de oca doméstica que crían los judíos es especialmente grande, llegando a pesar entre dos y tres libras” –escribe Scappi-). Ignoramos si Cervantes llegó a probar el “foie gras”de los judíos italianos, pues no dejó constancia escrita de ello. A pesar de haber pasado cerca de dos años en Nápoles, sumando sus repetidas estancias en esa ciudad, don Miguel no llegó a probar la “pizza”, cumbre de la gastronomía napolitana, por la sencilla razón de que, aunque por poco, aún no se había inventado; pero sí degustaría su antecedente inmediato, la “ focaccia di grano” con tocino, y también la lasaña, de la que existen recetas escritas que datan del siglo XIV. Eso sí, las lasañas que tomara Cervantes en sus años italianos no llevarían salsa de tomate, pues aunque está documentado que los Médicis ya importaban en la Toscana tomate de América a mediados del siglo XVI, el “pomodoro” no se incorporó a la cocina italiana hasta finales del siglo XVII, aproximadamente por las mismas fechas en las que su consumo comenzó a extenderse igualmente por España. Volviendo de pasada a la pizza, es oportuno señalar que lo que inicialmente los napolitanos denominaban como tal era un pastel hecho de almendras, piñones, dátiles, higos pasos y uvas blancas de la variedad “zibibbo”, todo ello majado en mortero, desleído con agua de rosas, yemas, azúcar y canela, y colocado al horno sobre una base de masa. Variedad superior de este pastel era la “sfogliata seca”, o pizza hojaldrada. En todo caso, como vemos, poco que ver con las pizzas de hoy día. De los muy ilustres quesos italianos, los famosísimos de vaca de Parma y de Placencia, elogiados por Luis Vives, debieron de ser igualmente apreciados por Cervantes, lo mismo que el “marzolino” de Milán, que como su nombre bien da a entender se hacía en el mes de marzo (cuando las ovejas acaban de amamantar sus primeras crías de primavera, manteniendo una leche muy buena, y se alimentan de la hierba nueva de los pastizales), los “ravigginoli” de leche grasa, típicos de la Toscana, el queso sardesco (Fiore Sardo), mixto de leche de vaca y oveja, o los pecorinos de Sicilia (quesos de leche de oveja, como su propio nombre indica). Y seguramente pudo degustar el joven Miguel en el Sur de Italia la famosísima mozzarella de bufala, típica de la Campania, aunque también se elaboraba en el Lacio y la Apulia, como lo acredita Bartolomeo Scappi. De entre los cereales, además del anciano trigo con el que se elaboraba la excelente “ciabatta” (pan blanco que en España traspusimos por “chapata”), en el siglo XVI ya se cultivaba en Italia de forma extensiva el arroz, sobre todo en el valle del Po, región en la que se consumía mucho “risotto”, siendo tal vez la especialidad reina el arroz a la lombarda, cocido en caldo de capón junto con los “cervellati” de manteca de cerdo y azafrán. También en Salerno y en Sicilia se cultivaba buen arroz, y es muy probable que el soldado herido en Lepanto se restableciera en Messina, además de con el consomé sabroso de capón que se daba a los enfermos, con esa joya gastronómica de supuesto origen francés que era el manjar blanco, compuesto de caldo de pechugas, arroz y leche; y por qué no, con los famosos “arancini”, cuya masa se ha elaborado siempre igualmente con arroz. Como sabemos, estas deliciosas croquetas coloreadas de azafrán fueron adaptación siciliana de una especialidad gastronómica del Oriente Próximo (por su ubicación central en el Mediterráneo, Sicilia ha sido visitada y colonizada por todas las culturas antiguas ribereñas del Mare Nostrum), a la que se le incorporó como ingrediente especial queso “pecorino” fresco de la isla, y hoy también el parmesano de Reggio Emilia, “el mejor queso de la tierra” en opinión de Bartolomeo Scappi. En todo caso, lo que es del todo seguro es que Cervantes comería mucho más arroz en Italia de lo que comía en España, donde todavía apenas era artículo de consumo generalizado, si bien la abuela de la Lozana Andaluza ya preparaba en su Córdoba natal arroz entero seco y graso (hemos de tener en cuenta que la novela de Francisco Delicado se publicó en Venecia el año 1528, mientras que la primera edición de la Segunda Parte del Quijote es de 1615). Faltaban siglos sin embargo para la invención de una de las más indiscutibles joyas gastronómicas del planeta, la paella. Para concluir con los cereales, certificaremos que el maíz de América se había incorporado ya en el siglo XVI (más de cien años antes que en España) a la gastronomía italiana, apareciendo por ejemplo como ingrediente básico de alguna sopa, en tortas y en el popular pastel lombardo de maíz; y haremos finalmente una breve mención del cuscús. La avezada guisandera que fue la abuela de la Lozana Andaluza, también enseñó a su nieta Aldonza el modo de hacer “alcuzcuz” con garbanzos. Estos nutritivos guisos de pasta de grano de harina cruda pervivieron en España tras la expulsión de los moriscos, y también en Italia, como lo confirma una receta de Scappi: “plato de sémola a la morisca, llamado cuscús”. Sin embargo, aunque sin duda el autor del Quijote debió de hartarse de sémola de harina cruda en su cautiverio de Argel, no hay ninguna referencia al cuscús en la obra cervantina. Es de suponer que este plato no le trajera muy buenos recuerdos. Y por todas partes, cuando acaeciera ser viernes, día de pescado (día “di magro”), siendo Italia tan católica como España, en lugar de las lentejitas con truchuela tradicionales de Castilla, Cervantes tomaría la tarta marinara de pescado y verdura. Pero dada la mucha afición de nuestro autor al pescado, no creemos que se conformara con la marinara, pues no le habrían de faltar ocasiones a lo largo de los seis años que allí vivió de probar los “carpione”, especie de trucha asalmonada, un regalo de las cálidas aguas del lago Garda; los “sogliole” (lenguados) de la Liguria; el “verrugato” del mar Adriático; las lubinas, que en Venecia se llamaban “varolo”, en Génova “lupo”, en Roma “spigola”, y en Pisa y Florencia “ragno”; la saboga del Tíber, el Po y el Arno; las sardinas, a las que Cervantes era tan aficionado; la dorada, el dentón, la brea, los salmonetes, el rodaballo o el cabracho, con el que Scappi preparaba un pastel especial; los famosos calamares fritos de Roma; las truchas del Tesino y el Tíber; las tencas de los lagos Bolsena y Troiano; las anguilas de Comacchio en Lombardía; el atún, de cuya carne se distinguía entre la “tonnina” (el tronco del pez), que se preparaba de mil maneras, y el “tarantello” (la ventresca), que solía dedicarse a salazón; o el caviar, bocado preferido del papa Pío V, que su cocinero privado le preparaba en canapés de pan tostado. Y lo mismo que Pío V, Miguel de Cervantes también adoraba el caviar, al que en El Quijote llama “manjar negro”. Y ya que mencionamos el caviar, hay que decir que sin duda el rey de los pescados en la Italia del siglo XVI era el esturión, del que Scappi nos informa que se hacían buenas redadas entre los meses de marzo y agosto, cuando los peces remontaban el Po, en Stellata, cerca de Ferrara, allá donde el río se divide en dos ramas, de las cuales una se dirige a Francolino, mientras la otra bordea la muralla de Ferrara. Además del caviar, las salazones del vientre (la “moronella”) y de los lomos (los “schienale”) del esturión del Mar Negro eran bocados muy apreciados tanto en Roma como en Génova, Ferrara o Milán. También de los huevos del mújol y de la lubina se preparaban los “bottargue”, salazones casi idénticos a la mojama. En el apartado de los mariscos, presumimos que el futuro autor del Quijote se deleitaría con las ostras de Córcega y con los cangrejos, los camarones y el buey de los mares de Italia, aunque su calidad general, tal vez von la excepción del excelente marisco de la costa de Liguria, fuera inferior a la de los frutos del mar de Andalucía. Y ya que mentamos Andalucía, pasemos a las aceitunas. Es de suponer que, al menos en las regiones del Sur de Italia, incluyendo Sicilia, tierras de olivares, el futuro autor del Quijote no extrañaría las aceitunas sevillanas aliñadas de Sevilla, aunque curiosamente en la Italia del XVI las más afamadas olivas no fueran las del Sur, sino las de Bolonia. Y tampoco echaría en falta Cervantes el aceite de oliva, grasa vegetal de mayor uso culinario en el Sur de Italia que en la mayor parte de las regiones españolas; si bien en el país transalpino la grasa de leche fresca de vaca, o mantequilla (“butiro”), lo mismo que en España, se usaba para cocinar en mayor proporción que el aceite. En el capítulo de las salsas, en el siglo XVI ya se estilaban la salsa al pesto genovés, ideal para acompañar platos de pasta, y la elegante salsa galantina, hecha con uvas de Corinto majadas junto con yemas de nuevos cocidos y “mostacciuoli” (masa de harina con miel, almendra, azúcar, mantequilla, y opcionalmente anís, uvas o higos pasos), y desleído el majado con agraz, azúcar, zumo de naranja, canela, pimienta, clavo y nuez moscada. También se preparaba para acompañar el pescado la salsa verde de espinacas, acedera, perejil, pimpinela, rúcola y menta; y para otros diversos usos, las salsas dulces de almendras, de manzana, de uvas pasas, de zanahoria, de nueces, de granada y de grosella, la salsa de mostaza; y la pevoreta, salsa picante típica del Véneto. Don Miguel era más de fruta fresca que de dulce, pero no creemos que despreciara en su periplo italiano los típicos bizcochos piamonteses de Saboya (los delicados “saboiardi”) aromatizados con cáscara de limón; ni las “ciambellas” romanas (pastel redondo, hecho con harina, huevo y azúcar), ni mucho menos las conservas dulces de ciruela genovesa, o de pera de Bérgamo (bergamotta o bergamasca ), como aquellas que el cardenal al que Guzmán de Alfarache sirvió en Roma guardaba bajo llave en un arcón. Tampoco dejaría de probar Cervantes el “gattafure alla genovese”, que es una torta de queso; los “migliacci”, tortas hechas con sangre de cerdo, harina, maíz o castañas, en forma muy parecida a las filloas gallegas de sangre, las rosquillas “berlingozzi” de Siena, los “mostaccioli”, también llamados en algunas regiones “morselletti”: masa con almendras, miel y otras cosas con la que hemos visto que se hacía la salsa galantina, las “orzati” (horchatas de cebada, que no de chufa), de las que Scappi ofrece cuatro recetas diferentes; hasta la sencilla “cialda”, que era una oblea de masa fina de flor de harina, mantequilla y azúcar, cocida entre moldes candentes, y los aún más humildes “cialdoni” de miga de pan y azúcar. En líneas generales podíamos afirmar que la alimentación de Cervantes en sus años italianos (el “cibo”), estaría de hecho más cercana a la que había llevado en su primera juventud en Andalucía, que a la que pudo llevar en Madrid o en Valladolid, y luego en Esquivias. Por poner un ejemplo de alimento sano; las ensaladas, no solo las de lechuga, sino también las de otras diversas verduras de la huerta (perejil, berro, zanahorias, rábano, cebollas, pepino, flor de borraja, etc.) se consumían en muy mayor proporción en Italia y en Andalucía que en Castilla o Aragón, donde constituían un plato menor. No por casualidad Guzmán de Alfarache las llamó “ensaladas lavatripas”. Por razón de ser “lavatripas”, esto es, saludables y digestivas, las lechugas, “bien picadas, y aderezadas con sal, aceite de oliva de la alcuza, y vinagre”, tal como el sabio valenciano Juan Luis Vives recomendó aliñarlas, solían tomarse en España a la cena. Ahora bien, el vinagre de las ensaladas que a finales del siglo XVI don Miguel pudo probar en Italia, no sería el extraordinario “aceto balsámico”, aunque este se venía elaborando desde hacía tiempo en la región de Módena con sirope de mosto de uvas Trebbiano, previamente hervidas hasta la reducción, y añejadas en barricas de roble; y no lo sería por la sencilla razón de que la elaboración del aceto balsámico era el secreto patrimonio de unas pocas familias, que vivían de su venta en exclusiva a los duques de Este, señores de Ferrara, Módena y Reggio. De modo que a no ser que el joven y desarrapado soldado español fuera invitado a la mesa de tan alta nobleza, cosa que consideramos poco probable, nunca cataría ensaladas que no estuvieran aliñadas con vinagre ordinario. Y en cuanto a las no menos saludables verduras, merecen especial atención la “scappa” (torta de hierbas a la boloñesa), las coles de Milán y Bolonia, o el guiso que se hacía en Venecia y Treviso con los repollos en salmuera importados de Alemania. Y cómo no, las muy variadas sopas de verduras, entre las que destacaremos la sopa de perejil tradicional de Roma, también conocida como “caldo apostolorum”, la sopa de nabos a la veneciana, la sopa de maíz y cebada sin cáscara, las muchas recetas de verduras cocinadas en caldo de carne (espinacas, espárragos, lechugas, calabazas, cardos, alcachofas, berenjenas, lombardas, y hasta frutas como el membrillo y el melón), la sopa de ajos, la sopa de berza, que, siguiendo los sabios consejos de los filósofos griegos, se tomaba para combatir la resaca; y finalmente la deliciosa sopa de trufas; aunque por cierto el hoy tan codiciado tartufo apenas tuvo presencia en la gastronomía italiana del siglo XVI. En resumen, como aseguró el pícaro Guzmán, quien llegó a conocer Italia al dedillo por haber ejercido su rufianesca profesión en casi todas las grandes ciudades de ese bello país, nos ratificamos en la tesis de que en el Siglo de Oro español, en la tierra de Dante se comía de forma más saludable y moderada que en Castilla: “Los manjares de Italia son de menos sustancia que los de España, que (aquellos) parecen ensaladas, que no ocupan el estómago.”

Pedro Plasencia Fernández 13 febrero, 2017 13 febrero, 2017
Tiramisú. La historia de un postre, o cómo se prestigia y difunde un producto italiano

Tiramisú. La historia de un postre, o como se prestigia y difunde un producto italiano Este postre, una creación italiana que se ha difundido por todo el mundo, es de invención moderna, pero los italianos, que tienen muy en cuenta que para vender un producto hay que vestirlo muy bien, le han sabido proporcionar una leyenda, que hace posible su introducción en el elenco de platos ancestrales Según cuenta una historia, el Gran Duca Cóssimo III, apodado el “Vanidoso” por la ostentación constante que hacía de todo lo que fuese lujo, incluyendo los placeres de la mesa, hizo una visita a las autoridades de Siena, a finales del Siglo XVII y en la cena, con que le agasajaron, le pusieron de postre un plato especial, creado en su honor, al que denominaron “Zuppa del Duca”. Tanto le gustó que pidió la receta y exigió que figurase, como postre, en los grandes eventos que se celebrasen en la Toscana y sobre todo en la Corte de Florencia, ciudad en la que se concentraban los intelectuales y artistas de todo el mundo, que sirvieron de embajadores de este postre, cuando trasladaron su elaboración a sus países de procedencia. No consta la composición de esta especialidad, aunque si alguna de sus características, que aunque difieren de las que presenta en la actualidad, si tienen algunas similitudes, que bien utilizadas le hacen entrar en la leyenda. Es un poco ajustada la fecha, porque precisamente por esa época es cuando llegó el café (ingrediente fundamental de la receta) a Italia y su utilización, en repostería, es posiblemente algo más tardía. Es un poco más difícil de entender la utilización de otro componente fundamental de esta receta, que es un queso, que tiene el curioso nombre de mascarpone palabra que deriva de mascherpa, utilizada, en el dialecto lombardo, para designar a la nata, que flota sobre la leche cuando no se homogeniza, es decir exactamente igual que ocurría en España, hasta hace aproximadamente unos sesenta años, antes de que las centrales lecheras monopolizasen el comercio de la leche líquida. Este producto era consumido directamente con un poco de azúcar, pero también era la materia prima esencial, para hacer en casa las llamadas galletas de nata. Para utilizarla en la elaboración de este queso, se calienta leche al baño maría, para que alcance una temperatura ligeramente más baja que los 100º C., y en ese momento se añade la nata, que se mezcla con la leche, mediante una agitación constante, con la ayuda de una pala de madera. A continuación, con la mezcla todavía caliente, se procede al cuajado mediante la adición gradual de un ácido, generalmente cítrico ahora, y antes de otras procedencias, aunque se asegura que nunca se usó cuajo de origen animal. Primero se forman unos pequeños grumos, que se van agrupando hasta formar un coagulo muy denso, que debe dejarse desuerar durante veinticuatro horas, para obtener una crema compacta, blanda de color blanco amarillento, que se caracteriza por un sabor muy delicado, algo dulce y ligeramente ácido, que está entre el de la nata y el de la mantequilla. Por sus características organolépticas, se presta muy bien para ser utilizado en muchas preparaciones culinarias regionales, tanto saladas como dulces y especialmente con los “risottos”, a los que les da una especial mantecosidad. Este queso, típico de Lodi, es de elaboración muy antigua, pero su consumo siempre estuvo limitado a su región de origen, porque su acidificación era muy frecuente, y precoz, en cuanto no estuviese a temperaturas muy bajas, por lo que su elaboración y por lo tanto su consumo, estaban limitados al invierno, porque además, por su valor energético, es muy apropiado para combatir el frío. Aunque Siena y Lodi hoy nos parece que están relativamente próximos, con los medios actuales de transporte, es muy difícil que el queso mascarpone se pudiese trasladar tantos kilómetros.   Las nuevas historias del tiramisú La leyenda descrita es en la actualidad poco reconocida, por las circunstancias apuntadas y sobre todo, porque en los recetarios de la época, italianos o de otros países, no figura con su nombre original de “zuppa”, ni mucho menos con el de tiramisú, pero como es conveniente que en torno a cualquier producto haya leyenda, la discusión de su origen sigue estando vigente, aunque en versiones nuevas. Hay una, que se data en el siglo XIX, que afirma se hizo este postre en honor de Camillo Paolo Filippo Giulio Benso, conte di Cavour, di Cellarengo e di Isolabella, Camilo de Cavour para entendernos, que proclamó la Unidad de Italia, fue el primer presidente del Consejo de Ministros del nuevo estado y murió muy poco después. Es considerado el padre de la patria italiana y en su honor se han hecho muchas manifestaciones artísticas en todas las ramas, literatura, pintura, escultura y como es lógico, no podía faltar la gastronomía y por eso, según cuentan, en una pastelería de Turín se creo este postre. También hay quien opina que nació en una “Casa Chiusa”, burdel, de Venecia, hacia 1950, en donde un cocinero observador, consideró que era conveniente que los clientes repusiesen fuerzas, tras las prestaciones, por lo que colocó, sobre un bizcocho, una mezcla de queso, que aporta calorías, batida con chocolate y café que son reconstituyentes. Esta versión se debe a Arturo Filippini propietario de la cadena de restaurantes Toulá, que visitaba estos lugares con su amigo, y cocinero famoso, Alfredo Beltrame que según este autor es el auténtico creador del postre, basado en el dulce que la “madama” ofrecía a los clientes, y a las señoritas que habían cumplido con profesionalidad suficiente. Hacia 1980 el postre fue presentado, según Filippini por primera vez, en el restaurante Toulá de Milán. Pero el caso es que por entonces ya se conocía y triunfaba el tiramisú, aunque su nombre no aparece en los diccionarios de la lengua italiana hasta 1980, que se destaca en la edición del Sabatini Coletti. Un año después Giuseppe Maffioli, en la revista “Vin Veneto: rivista trimestrale di vino, grappa, gastronomia e varia umanita del Veneto”, cuenta que la creación de este postre acontece hacia 1960, en el restaurante “Alle Beccherie” de Treviso, que disfrutaba de las labores de un prestigioso repostero, llamado Roberto Linguanotto, familiarmente conocido como “Loly”, que había trabajado en Alemania, en donde había aprendido la técnica de elaboración repostera. El autor del artículo define al tiramisú como un “postre de cucharilla”, al que identifica como una variable muy acertada de la “zuppa inglese”. Tambien Loly, el cocinero, dió su opinión, definiendo a su obra como un batido de yema de huevo con azúcar, preparación utilizada ancestralmente, a la que simplemente le había añadido queso mascarpone, que por entonces ya se comercializaba, convenientemente refrigerado, en toda Italia, lo había adornado con chocolate molido y colocado, el conjunto, en un bizcocho bañado en café. Un par de años después se publica un libro titulado “Los dulces del Véneto”, de Giovanni Capnist, en el que se publica la receta actual, aunque en ese momento todavía no se la denomina tiramisú. Hay todavía otra reivindicación de autoría, hecha por Carminantonio Iannaccone, un cocinero residente en Estados Unidos, que asegura que la inventó en Treviso, en los años setenta del pasado siglo, y algunas fuentes periodísticas mantienen que su cuna está en Carnia, región montañosa, perteneciente al Friuli, en la que se tienen noticias que se hacía bastante tiempo atrás. Siena, Florencia, Lodi, Venecia, Carnia, Treviso y seguramente algún lugar más, se discuten el privilegio de haber creado este postre, que ha sido muy bien acogido por el público y difundido por casi todos los restaurantes italianos que en el mundo hay. Poco a poco se ha considerado que el tiramisú ha pasado a formar parte del patrimonio de todos los italianos, de la misma forma que el gazpacho lo es de todos los españoles. Hay que considerar también algunos otros aspectos, que han contribuido a la imagen de este dulce y como no podía ser menos, en casi todos los productos que se precien aprovechando, en este caso la teoría del nacimiento prostibulario, se le atribuye efectos afrodisíacos, los mismos que despertaba en los clientes de la “Casa Chiusa” de Venecia. Al chocolate, sobre todo, a veces al café y al licor que, algunas veces, moja el bizcocho se les han atribuido estas propiedades, pero la realidad es que sus efectos están muy lejos de los que causa la viagra, por mucho que se hayan querido reflejar en el nombre de tiramisú, que en traducción libre se puede leer que equivale a “elévame”, “colócame” y en traducción más libre todavía “ponme” o “vente arriba”. Es un excelente postre energético, que destaca por su sabor, su aroma y su textura, cualidades que están presentes en el producto industrial, cuando se hace bien, como sucede con el elaborado por los hermanos Bindi, que han convertido una pequeña pasticceria-gelateria de Milán, en una considerable industria internacional gracias a la calidad de su tiramisú. Pero hay que señalar que el producto artesano, recién hecho, tiene unas características mucho mejores que las que ofrecen la mayoría de las elaboraciones industriales que, en helados o frescas, dejan bastante que desear e incurren en el delito de apropiación indebida de una imagen. La receta es muy compleja y además variada, aunque exige siempre la presencia de cinco ingredientes fundamentales que son: queso mascarpone, yemas de huevo, bizcocho, café y chocolate fundente. También admite la presencia de algún licor, de vino de Marsala e incluso de vermú. El bizcocho, generalmente saboyardo, puede sustituirse por “pan de Spagna”, elaboración muy frecuente en toda Italia. Modernamente, y casi siempre con objeto de rebajar las calorías, han aparecido nuevos productos, como el tiramisú al limón que consiste en que el zumo de esta fruta sustituya al café que embebe al bizcocho. También se hace tiramisú desestructurado, creación de Maurizio Santín, prestigioso cocinero italiano; a las frutas del bosque; al jugo de fresas salvajes; al yogur, que sustituye el queso mascarpone y otras presentaciones que la imaginación italiana, que es mucha, está siempre dispuesta a introducir, para colocar mejor sus productos en el mercado y nos dan una lección a los españoles, de cómo se pueden y deben prestigiar nuestras maravillas gastronómicas ISMAEL DÍAZ YUBERO        

Pedro Plasencia Fernández 3 febrero, 2017 3 febrero, 2017
Loco Fundanio. (Horacio gastrónomo)

LOCO FUNDANIO En la Sátira VIII del Libro Segundo de las Sátiras de Horacio, el poeta mantiene una conversación de alto interés gastronómico (y, evidentemente, literario) con su amigo Fundanio, exitoso comediógrafo romano; texto del que me serví para un capítulo de mi libro El vino en los clásicos de Grecia y Roma (Ediciones El Almendro de Córdoba, 2013). Utilicé la traducción de la espléndida edición de la Editorial Porrúa (México 1980). Reproduzco aquí seguido mi texto fundido con el fragmento (en cursiva) de la Sátira horaciana: Apenas pasada la hora abrasadora de la siesta, aún con el sopor en las sienes y el regüeldo de los pepinos en el esófago, echa Horacio la llave del portón, y toma cuesta abajo a través del revuelto de calles que conducen al Foro. Allí espera encontrar a su amigo Fundanio, e invitarle a cenar. En verdad, piensa mientras camina, ninguna compañía más placentera en las cálidas noches de agosto que la del loco Fundanio, sin duda el más ingenioso de los comediógrafos de Roma. Horacio arde en deseos de arrancar los precintos del ánfora de vino añejo, volcar su contenido en grandes copas, y beber a la salud del amigo. El poeta no desea la presencia de Fundanio como podría desear la de un grácil muchacho tumbado sobre un lecho de rosas; la pulsión que le mueve no es erótica, y aun así, es grande su ansiedad por hallarse recostado junto al querido confidente, las copas de vino desbordando, el ánimo dispuesto para la risa. Pero, triste suerte, Horacio no encuentra a Fundanio en el Foro. No se halla entre los que se sientan en las gradas del templo, ni en los agitados corrillos de parleros, que se protegen del sol bajo los porches del atrio. Lo busca luego en los baños y en el gimnasio. Todo inútil: nadie ha visto en todo el día al comediógrafo. Contrariado, el poeta se encamina hacia el Campo de Marte, fuera ya de los muros de la ciudad, donde Fundanio tiene su morada. Aunque va escogiendo las aceras sombreadas, el calor agudiza el cansancio de sus piernas; pero el poeta se consuela: “nunca es largo el camino que conduce a la casa del amigo”. Tampoco encuentra Horacio a Fundanio en su casa. La esclava que le atiende, y le prepara los guisos, no sabe dar razón de su paradero. Lo más que la vieja Clea puede decir a Horacio es que, poco antes del mediodía, a la hora del primer vino, se presentó en busca de su amo el repulido Nasidieno, y que juntos salieron los dos de casa sin dejar recado. Es suficiente. Ahora todo está claro: sin duda Fundanio cena hoy en casa del nuevo rico, el vulgar y pretencioso Nasidieno, empeñado en impresionar a todo el mundo con sus banquetes costosos y estrafalarios. Cae la noche y, con paso cansino, el poeta recorre de vuelta el largo y empinado camino a su casa. Allí le esperan las humildes legumbres y el añejo Cécubo. Triste el ánimo, Horacio cena en soledad. Sin la agradable compañía del amigo, el vino le sabe peor que de costumbre, aunque al menos sus vapores acaban por conducirlo al sopor del sueño. Al día siguiente, en el fulgor de la hora tercia, Horacio encuentra por fin a su amigo haciendo corro en el Foro con un grupo de diletantes: Horacio -¿Querido Fundanio; te agradó la cena del bendito Nasidieno? Porque ayer, al buscarte para que fueras mi convidado, me dijeron que estabas bebiendo en su casa desde el mediodía. Fundanio – Ya lo creo que me agradó, diría que jamás en la vida comí mejor. Horacio. – Y dime, si no te es molesto: ¿cuál fue el primer plato que aplacó tu rabioso apetito? Fundanio. – En primer lugar nos regalamos con un jabalí de la Lucania, cazado con un suave viento del sur, según dijo el anfitrión; y acompañado de rábanos picantes, lechugas, raíces, y esas cosas que excitan el estómago inapetente, como anchoas, apio, y salsa de arrope hecha con vino de Cos. Cuando se retiraron de la mesa estas viandas, y un esclavo con la túnica levantada limpió la mesa de pino con un paño de púrpura, mientras otro recogía del suelo los restos, se adelantó el negro Hisdapes, llevando los vinos de Cécubo y Alcón, junto con los de Quíos no mezclados con agua del mar. A continuación nos sirvieron aves, mariscos, y pescados de un sabor muy diferente del habitual, como pude comprobar cuando Nomentano me ofreció intestinos de platija y de rodaballo, jamás por mí saboreados. Por cierto que el mismo Nomentano me enseñó después que las peras dulces se ponen rojas si se las coge con luna menguante, y otras curiosidades culinarias. Entonces dijo Vibidio a Baladrón: “Si no bebemos hasta arruinar a Nasiadeno, moriremos de vergüenza”. Y pidió copas más grandes. La palidez cambiaba el rostro del que daba el banquete, que nada temía tanto como a los buenos bebedores. Nos sirvieron después una murena en medio de cangrejos que nadaban en un plato ancho. Lo que dio pie a Nasidieno para lucirse con un discurso: “Esta murena ha sido pescada en hueva; su carne no hubiera sido tan buena después de la freza. La salsa está compuesta de aceite de Venafro de primera prensa, garo hecho con extracto de pescados de España, vino italiano de cinco años, mezclado mientras se está cociendo (después de cocido le viene el vino de Quíos mejor que ningún otro), pimienta blanca, y un chorro de vinagre hecho con la fermentación del vino de Metimna. Por cierto que yo, y no otro, fui el primero que enseñó a cocer las verdes orugas de mar y las amargas ínulas conyzas, y Curtilo los erizos sin lavar, puesto que lo que da el caparazón de este animal marino es mejor que cualquier salmuera”. Después de la murena, los esclavos trajeron en una gran fuente, partidos en trozos, los miembros de una grulla muy espolvoreada de sal y con algo de harina, y el hígado de un ánsar blanco cebado con higos carnosos, y los puros cuartos traseros de una liebre, que son mucho más sabrosos que si se la come con sus lomos. Luego vimos que se nos servían mirlos con la pechuga asada y pichones sin vientre, bocados exquisitos, si el dueño no nos hubiese contado sus orígenes y propiedades. Pero nosotros, en venganza, huimos de él sin probar absolutamente nada, como si sobre aquellas viandas hubiese soplado la hechicera Canidia, que es más venenosa que las serpientes africanas. Acabado por fin el tedioso recuento de los manjares ofrecidos por Nasidieno a sus invitados, Horacio toma a Fundanio por el brazo, y llevándoselo despaciosamente, le susurra al oído: “Olvídate ya, querido, del fatuo Nasidieno y de sus historiados platos. Ahora vamos a mi casa. Comeremos la olla casera de verduras, que desde primera hora del día quedó orillada al rescoldo, despidiendo perfumado humo. Empezaremos un sudoroso pernil, y beberemos hasta emborracharnos un vino corriente, que yo mismo sellé en tinajas. Pues dulce cosa es perder la razón cuando uno reencuentra a su amigo”.

Pedro Plasencia Fernández 13 enero, 2017 13 enero, 2017
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