Loco Fundanio. (Horacio gastrónomo)

Literatura y gastronomía’s Docs Loco Fundanio. (Horacio gastrónomo)

LOCO FUNDANIO

En la Sátira VIII del Libro Segundo de las Sátiras de Horacio, el poeta mantiene una conversación de alto interés gastronómico (y, evidentemente, literario) con su amigo Fundanio, exitoso comediógrafo romano; texto del que me serví para un capítulo de mi libro El vino en los clásicos de Grecia y Roma (Ediciones El Almendro de Córdoba, 2013). Utilicé la traducción de la espléndida edición de la Editorial Porrúa (México 1980). Reproduzco aquí seguido mi texto fundido con el fragmento (en cursiva) de la Sátira horaciana:

Apenas pasada la hora abrasadora de la siesta, aún con el sopor en las sienes y el regüeldo de los pepinos en el esófago, echa Horacio la llave del portón, y toma cuesta abajo a través del revuelto de calles que conducen al Foro. Allí espera encontrar a su amigo Fundanio, e invitarle a cenar. En verdad, piensa mientras camina, ninguna compañía más placentera en las cálidas noches de agosto que la del loco Fundanio, sin duda el más ingenioso de los comediógrafos de Roma.
Horacio arde en deseos de arrancar los precintos del ánfora de vino añejo, volcar su contenido en grandes copas, y beber a la salud del amigo. El poeta no desea la presencia de Fundanio como podría desear la de un grácil muchacho tumbado sobre un lecho de rosas; la pulsión que le mueve no es erótica, y aun así, es grande su ansiedad por hallarse recostado junto al querido confidente, las copas de vino desbordando, el ánimo dispuesto para la risa.
Pero, triste suerte, Horacio no encuentra a Fundanio en el Foro. No se halla entre los que se sientan en las gradas del templo, ni en los agitados corrillos de parleros, que se protegen del sol bajo los porches del atrio. Lo busca luego en los baños y en el gimnasio. Todo inútil: nadie ha visto en todo el día al comediógrafo.
Contrariado, el poeta se encamina hacia el Campo de Marte, fuera ya de los muros de la ciudad, donde Fundanio tiene su morada. Aunque va escogiendo las aceras sombreadas, el calor agudiza el cansancio de sus piernas; pero el poeta se consuela: “nunca es largo el camino que conduce a la casa del amigo”.
Tampoco encuentra Horacio a Fundanio en su casa. La esclava que le atiende, y le prepara los guisos, no sabe dar razón de su paradero. Lo más que la vieja Clea puede decir a Horacio es que, poco antes del mediodía, a la hora del primer vino, se presentó en busca de su amo el repulido Nasidieno, y que juntos salieron los dos de casa sin dejar recado.
Es suficiente. Ahora todo está claro: sin duda Fundanio cena hoy en casa del nuevo rico, el vulgar y pretencioso Nasidieno, empeñado en impresionar a todo el mundo con sus banquetes costosos y estrafalarios.
Cae la noche y, con paso cansino, el poeta recorre de vuelta el largo y empinado camino a su casa. Allí le esperan las humildes legumbres y el añejo Cécubo. Triste el ánimo, Horacio cena en soledad. Sin la agradable compañía del amigo, el vino le sabe peor que de costumbre, aunque al menos sus vapores acaban por conducirlo al sopor del sueño.
Al día siguiente, en el fulgor de la hora tercia, Horacio encuentra por fin a su amigo haciendo corro en el Foro con un grupo de diletantes:

Horacio -¿Querido Fundanio; te agradó la cena del bendito Nasidieno? Porque ayer, al buscarte para que fueras mi convidado, me dijeron que estabas bebiendo en su casa desde el mediodía.
Fundanio – Ya lo creo que me agradó, diría que jamás en la vida comí mejor.
Horacio. – Y dime, si no te es molesto: ¿cuál fue el primer plato que aplacó tu rabioso apetito?
Fundanio. – En primer lugar nos regalamos con un jabalí de la Lucania, cazado con un suave viento del sur, según dijo el anfitrión; y acompañado de rábanos picantes, lechugas, raíces, y esas cosas que excitan el estómago inapetente, como anchoas, apio, y salsa de arrope hecha con vino de Cos.
Cuando se retiraron de la mesa estas viandas, y un esclavo con la túnica levantada limpió la mesa de pino con un paño de púrpura, mientras otro recogía del suelo los restos, se adelantó el negro Hisdapes, llevando los vinos de Cécubo y Alcón, junto con los de Quíos no mezclados con agua del mar.
A continuación nos sirvieron aves, mariscos, y pescados de un sabor muy diferente del habitual, como pude comprobar cuando Nomentano me ofreció intestinos de platija y de rodaballo, jamás por mí saboreados. Por cierto que el mismo Nomentano me enseñó después que las peras dulces se ponen rojas si se las coge con luna menguante, y otras curiosidades culinarias.
Entonces dijo Vibidio a Baladrón: “Si no bebemos hasta arruinar a Nasiadeno, moriremos de vergüenza”. Y pidió copas más grandes. La palidez cambiaba el rostro del que daba el banquete, que nada temía tanto como a los buenos bebedores.
Nos sirvieron después una murena en medio de cangrejos que nadaban en un plato ancho. Lo que dio pie a Nasidieno para lucirse con un discurso:
“Esta murena ha sido pescada en hueva; su carne no hubiera sido tan buena después de la freza. La salsa está compuesta de aceite de Venafro de primera prensa, garo hecho con extracto de pescados de España, vino italiano de cinco años, mezclado mientras se está cociendo (después de cocido le viene el vino de Quíos mejor que ningún otro), pimienta blanca, y un chorro de vinagre hecho con la fermentación del vino de Metimna. Por cierto que yo, y no otro, fui el primero que enseñó a cocer las verdes orugas de mar y las amargas ínulas conyzas, y Curtilo los erizos sin lavar, puesto que lo que da el caparazón de este animal marino es mejor que cualquier salmuera”.
Después de la murena, los esclavos trajeron en una gran fuente, partidos en trozos, los miembros de una grulla muy espolvoreada de sal y con algo de harina, y el hígado de un ánsar blanco cebado con higos carnosos, y los puros cuartos traseros de una liebre, que son mucho más sabrosos que si se la come con sus lomos.
Luego vimos que se nos servían mirlos con la pechuga asada y pichones sin vientre, bocados exquisitos, si el dueño no nos hubiese contado sus orígenes y propiedades. Pero nosotros, en venganza, huimos de él sin probar absolutamente nada, como si sobre aquellas viandas hubiese soplado la hechicera Canidia, que es más venenosa que las serpientes africanas.

Acabado por fin el tedioso recuento de los manjares ofrecidos por Nasidieno a sus invitados, Horacio toma a Fundanio por el brazo, y llevándoselo despaciosamente, le susurra al oído:
“Olvídate ya, querido, del fatuo Nasidieno y de sus historiados platos. Ahora vamos a mi casa. Comeremos la olla casera de verduras, que desde primera hora del día quedó orillada al rescoldo, despidiendo perfumado humo. Empezaremos un sudoroso pernil, y beberemos hasta emborracharnos un vino corriente, que yo mismo sellé en tinajas. Pues dulce cosa es perder la razón cuando uno reencuentra a su amigo”.