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“VIAJE A ORIENTE” 007

I. Las bodas coptas – VI. Una aventura en El Besestaín…                 El pintor y yo comenzamos a cabalgar, remedy seguidos de un asno que llevaba el daguerrotipo, máquina complicada y frágil, que había que colocarla en un sitio bien visible, con objeto de que nos diera el debido postín[1] . Tras la calle que he descrito, se encuentra un pasaje cubierto con toldos, en donde el comercio europeo muestra sus mejores productos. Es una especie de bazar en el que termina el barrio franco. Torciendo a la derecha, y luego a la izquierda, en medio de un gentío siempre creciente; seguimos una larga calle muy regular, que ofrece a la curiosidad, en algunos tramos, mezquitas, fuentes, una hermandad de derviches, y todo un bazar de quincallería y porcelana inglesa. Luego, después de una y mil vueltas, la vida vuelve a ser más silenciosa, más polvorienta, más solitaria. Las mezquitas se convierten en ruinas; las casas se derrumban acá y allá; el ruido y el tumulto no se reproducen más que bajo la forma de una jauría de perros ladradores, que se ensañan con nuestros asnos, y nos persiguen creo que sobre todo a causa de nuestros horrorosos trajes negros europeos. Afortunadamente, pasamos bajo una puerta, cambiamos de barrio, y aquellos animales se detuvieron gruñendo en los límites extremos de sus posesiones. Toda la ciudad está compartimentada en cincuenta y tres barrios rodeados de murallas, de los cuales, varios pertenecen a coptos, griegos, turcos, judíos y franceses. Incluso los perros, que pululan en paz por la ciudad sin pertenecer a nadie, reconocen estas divisiones y no se arriesgan más allá sin peligro. Una nueva escolta canina reemplazó pronto a la que acababa de dejarnos, y nos condujo hasta los casinos situados al borde de un canal, el Calish, que atraviesa El Cairo. Nos encontramos en una especie de arrabal, separado por ese canal de los principales barrios de la ciudad. Cafés y numerosos casinos festonean la orilla interior, mientras que la otra, presenta un amplio paseo aliviado por unas cuantas palmeras polvorientas. El agua del canal es verdosa y algo estancada, pero una larga continuidad de glorietas y emparrados, rodeados de viñas y trepadoras, sirven de trastienda a los cafetines, que ofrecen una vista de lo más alegre, mientras el agua tranquila que los ciñe, refleja con amor los abigarrados ropajes de los fumadores. Las lamparillas de los candiles de aceite se alumbran al apagarse las últimas luces del día, los narguiles de cristal lanzan destellos, y el licor ambarino nada en las ligeras tazas que distribuyen negros en una especie de hueveras de filigrana dorada. Tras una corta parada en uno de estos cafetines, nos desplazamos a la otra orilla del Calish, e instalamos sobre unos piquetes el aparato en el que el dios del día se ejercita tan agradablemente en el oficio de paisajista. Una mezquita en ruinas con un minarete curiosamente trabajado, una esbelta palmera lanzando al aire una mata de lentiscos forma, con todo el resto del paisaje, un conjunto con el que componer un cuadro digno de Marilhat[2] Mi compañero estaba encantado, y, mientras el sol trabajaba sobre sus placas bien pulimentadas, creí poder trabar una conversación instructiva escribiéndole a lápiz preguntas a las que su enfermedad no le impedía responder a voces: –                     No se case usted –gritó— y sobre todo no se le ocurra ponerse el turbante ¿Qué le exigen a usted? ¿tener una mujer en casa? ¡Vaya cosa! Yo me traigo todas las que quiero. Esas vendedoras de naranjas vestidas de azul, con sus brazaletes y collares de plata, son bastante hermosas. Tienen exactamente la misma forma que las estatuas egipcias, el pecho desarrollado, brazos y hombros soberbios, el trasero algo respingón, la pierna fina y delgada. Eso es arqueología, y sólo les falta llevar una peluca coronada por una cabeza de halcón, vendas envolviendo su cuerpo y una cruz anseada en la mano para ser como Isis o Hathor. –                     Pero usted olvida –repuse— que yo no soy un artista, y, por otra parte, esas mujeres tienen marido o familia. Van veladas, y así ¿cómo adivinar si son hermosas? Además, todavía no sé más que una palabra en árabe, vocabulario que me parece escaso para persuadirlas. –                     La galantería está severamente prohibida en El Cairo, pero el amor no lo está en ninguna parte. Usted encontrará una mujer cuyo paso al andar, el talle, la gracia del revuelo de sus vestidos al caminar, en la que cualquier cosa que se insinúe bajo el velo o en el peinado, le indicará su juventud o sus deseos de ser amable. Tan sólo sígala, y si le mira a la cara de frente, en el momento en que no se crea observada por la gente, tome usted el camino de vuelta a su casa; ella le seguirá. En cuestiones de mujeres, no hay que fiarse más que de uno mismo. Los dragomanes le aconsejarán mal. Es mejor fiarse de sí mismo, es más seguro. En efecto –me dije a mí mismo mientras dejaba al pintor ensimismado en su trabajo, rodeado de una muchedumbre respetuosa, que le creía ocupado en operaciones mágicas— ¿por qué habría yo de renunciar al placer? Las mujeres van tapadas, pero yo no, y mi aspecto de europeo puede que tenga algún encanto en este país. En Francia pasaría por un caballero normal y corriente, pero en El Cairo me convierto en un elegante hijo del norte. Este traje franco, que alborota a los perros, al menos me sirve para que se fijen en mí, que ya es bastante. Así que me introduje por las calles más populares, y atravesé la muchedumbre, asombrada de ver a un franco a pié y sin guía en la parte árabe de la ciudad. Me fui parando en las puertas de las tiendas y talleres, examinándolo todo con un aire bobalicón e inofensivo, que únicamente suscitaba sonrisas. Se dirían: Ha perdido a su dragomán, puede que le falte dinero para alquilar un burro…; se compadecían del extranjero extraviado en el inmenso caos de los bazares, en el laberinto de las calles. Me detuve para observar el trabajo de tres herreros que parecían hombres de cobre. Entonaban un estribillo árabe, cuyo ritmo guiaba los sucesivos golpes sobre las piezas de metal que un niño iba moviendo sobre el yunque. Me estremecí pensando que si uno de los dos se equivocaba en la medida de medio compás el niño terminaría con la mano aplastada. Dos mujeres se habían parado detrás de mí y se reían de mi curiosidad. Me volví, y me percaté por su mantilla de tafetán negro y por el vestido verde de levantina, de que no pertenecían al gremio de vendedoras de naranjas de El Mousky. Me puse rápidamente delante de ellas, pero entonces, se bajaron el velo y escaparon. Las seguí, y pronto llegué a una calle larga, atravesada por ricos bazares, que cruza toda la ciudad. Nos internamos bajo una bóveda de aspecto grandioso, formada por mocárabes esculpidos a la antigua usanza, cuyo barniz y dorados realzaban mil detalles de espléndidos arabescos. Puede que esto sea el Besestaín de los circasianos, en donde sucedió la historia narrada por el mercader copto al sultán de Casgar. ¡Heme aquí de lleno en “Las mil y una noches”106, y yo seré uno de los jóvenes mercaderes a los que las dos damas hacen desplegar sus tejidos, tal y como hacía la hija del emir ante la tienda de Bereddín! Les diré, al igual que el joven mancebo de Bagdad: –                     ¡Dejadme ver vuestro rostro a cambio de esta seda con flores de oro, y habré sido pagado con creces! Pero estas damiselas desdeñaron las sedas de Beirut, los brocados de Damasco, las mantillas de Brossa, que cada comerciante colocaba a su gusto… No se trata de tiendas propiamente dichas, sino de simples estanterías, cuyas baldas ascienden hasta la bóveda, y que van rematadas por una enseña cubierta de letras y atributos dorados. El vendedor, con las piernas cruzadas, fuma su larga pipa o el narguile sobre un pequeño estrado, y las mujeres van de vendedor en vendedor, haciendo que les muestren y desplieguen el género y lo pongan todo patas arriba, para pasar al siguiente, tras lanzar una mirada de desdén a la mercancía. Mis hermosas y risueñas damas querían a cualquier precio telas de Constantinopla. Constantinopla marca la moda en El Cairo. Les mostraron unas muselinas estampadas horrorosas, gritando: Istanboldan (¡esto es de Estambul!), ante las que se pusieron a lanzar grititos de admiración. Las mujeres son igual en todas partes. Me aproximé con aire de entendido; levanté el extremo de una tela amarilla estampada con rameados de tonos burdeos, y exclamé ¡tayeb! (ésta es bonita). Mi observación pareció tener éxito, y se decidieron por mi elección. El vendedor midió la pieza con una vara de medio metro, llamada Pico, y encargó a un muchachito que llevara el paquete con el retal. De pronto, me pareció que una de las mujeres me había mirado de frente; además, su paseo sin rumbo, las risas que ahogaban volviéndose para ver si las seguía, el manto negro (habbarah) levantándose de vez en cuando para mostrar una máscara blanca, signo de clase elevada, todas esas idas y venidas indecisas que posee una enmascarada tratando de seducirnos en un baile de la ópera, parecieron indicarme que no albergaban sentimientos adversos hacia mi persona. Así que creí llegado el momento de pasar por delante y tomar el camino de mi casa. Pero ¿cómo iba a encontrarlo? En El Cairo las calles no tienen nombre, ni las casas números, y cada barrio, ceñido entre sus muros, es en sí mismo un complejo laberinto. Existen diez callejones ciegos por cada uno que lleve a alguna parte. En la duda, opté por seguirlas. Dejamos los bazares llenos de tumulto y de luz, en donde todo deslumbra y destella, y en donde el lujo de los estantes contrasta con el gran carácter y esplendor arquitectónico de las principales mezquitas, decoradas con franjas horizontales amarillas y rojas. Pasajes abovedados, callejuelas estrechas y sombrías sobre las que penden los armazones de madera de los balcones, igual que en nuestras calles de la Edad Media. El frescor de estos caminos, casi subterráneos, es un refugio para los ardores del sol de Egipto, y proporciona a la población muchas de las ventajas de una latitud templada. Esto explica la blancura mate que gran número de mujeres conservan bajo su velo, ya que muchas de ellas jamás han dejado la ciudad, excepto para ir a entretenerse bajo la umbría del Choubrah. ¿Pero qué pensar de tantas vueltas y revueltas que me estaban obligando a dar? ¿Estaban huyendo de mí, o me estaban guiando mientras me precedían en ese caminar a la buena de Dios? Por fin entramos en una calle por la que yo había pasado el día anterior, y que reconocí, sobre todo por el delicado olor que esparcían las flores amarillas de un madroño. Este árbol, amado por el sol, proyectaba al otro lado del muro sus ramas cubiertas de capullos perfumados. Una fuente baja formaba una rinconada. Era una fundación piadosa destinada a calmar la sed de los animales vagabundos. Allí me encontré con una mansión de hermosa apariencia y decorada con yeserías. Una de las damas introdujo por la puerta una llave rústica, de esas que yo ya había experimentado. Me lancé tras ella sin titubear ni reflexionar, a través de un corredor sombrío y me encontré de pronto en un gran patio silencioso, rodeado de galerías, y dominado por los mil encajes de las mashrabeias. [1] El daguerrotipo es un ancestro de la fotografía que, conforme a la definición de “Las noches de octubre” (capítulo VIII) se trata de “un instrumento para manejar con mucha paciencia, indicado para los espíritus fatigados y que, destruyendo las ilusiones, opone a cada figura el espejo de la verdad”. [2] Prosper Marilhat (1811-1847) trajo muchos dibujos de su estancia en Egipto entre 1831 y 1833 (GR). 106 CXXXII noche (GR)

Esmeralda de Luis y Martínez 28 enero, 2012 28 enero, 2012 Besestaín, Calish, Cassal, Choubrah, Istanbollah
“VIAJE A ORIENTE” 008

I. Las bodas coptas – VII. Una mansión peligrosa… Las damas han desaparecido por alguna escalera sombría de la entrada. Me vuelvo con la firme intención de ganar la puerta, there pero un esclavo abisinio, patient enorme y fornido está bloqueándola. Busco una palabra para convencerle de que me he equivocado de casa y que creía haber llegado a la mía; pero la palabra tayeb, rx por muy universal que sea, no me parecía suficiente para expresar todo ese discurso. Mientras tanto, se oyó un estruendo en el interior de la casa, y unos caballerizos extrañados salieron del interior de los establos; bonetes rojos se dejan ver en las ventanas del primer piso, y un turco de lo más majestuoso avanza desde el fondo de la galería principal. En momentos así, lo peor es quedarse callado, pues considero que muchos musulmanes comprenden la lengua franca, que en el fondo no es sino una mezcla de todo tipo de palabras meridionales, empleadas al azar hasta hacerse entender. Es la lengua de los turcos de Molière. De modo que reuní todo lo que podía saber de italiano, español, provenzal y griego, y compuse con todo ello un discurso bastante capcioso. A fin de cuentas, me dije a mi mismo, mis intenciones son puras, y al menos, una de las mujeres podría ser su hija, o su hermana; así que en el peor de los casos, la tomo en matrimonio y me pongo el turbante. En esta vida, ya se sabe, hay cosas que no se pueden evitar, y yo creo en el destino. Además, ese turco tenía pinta de ser un buen tipo, y su aspecto, bien alimentado, no parecía sintomático de crueldad. Me guiñó el ojo con cierta malicia al verme acumular los sustantivos más barrocos que se hubieran jamas oído en los puertos del Levante, y me dijo, tendiendo hacia mí una mano regordeta y cargada de anillos: –  Mi querido señor, haga el favor de entrar por aquí; hablaremos más cómodamente. ¡Vaya sorpresa!, este bravo turco era un francés como yo!. Entramos en una hermosa sala cuyas ventanas se recortaban sobre los jardines, y nos acomodamos en un rico diván. Trajeron café y unas pipas. Charlamos. Expliqué lo mejor que pude cómo había llegado hasta su casa, creyendo haber tomado uno de los numerosos pasajes que atraviesan El Cairo por medio de los principales bloques de casas; pero comprendí por su sonrisa que mis bellas desconocidas habían tenido tiempo de traicionarme; lo cual no impidió que nuestra conversación tomara al poco tiempo  un cariz más íntimo. En un país turco rápidamente se traba conocimiento entre compatriotas. Mi huesped quiso invitarme a su mesa, y, cuando llegó la hora, vi entrar a dos hermosas señoras, una era su mujer, y la otra, la hermana de su esposa. Se trataba de mis dos queridas desconocidas del bazar de los circasianos, y las dos, ¡francesas!…¡para colmo de mi humillación!. Se me había rebelado la ciudad ante mi pretensión de recorrerla sin la obligada compañía de un trujimán y un asno. Se divirtieron narrando mi asidua persecución de las dos enigmáticas enmascaradas, que evidentemente sólo dejaban entrever muy poco de lo que había dentro, y que igual podía haberse tratado de unas viejas o unas negras. Estas damas no tenían ni la más mínima idea de que la elección había sido totalmente al azar, y ninguno de sus encantos había estado en juego, pues hay que reconocer que la habbarah negra, menos atractiva que el velo de las sencillas muchachas campesinas, convierte a cualquier mujer en un paquete sin formas, y, cuando el viento lo hincha, les da el aspecto de un globo a medio inflar.  Tras la cena, servida enteramente a la francesa, me hicieron entrar en un salón aún más rico, de paredes resvestidas de porcelana pintada y un elaborado artesonado de cedro esculpido. Una fuente de mármol arrojaba en el centro sus menudos chorrillos de agua; tapices y cristal de Venecia completaban el ideal del lujo árabe. Pero la sorpresa que me esparaba allí concentró muy pronto toda mi atención. En torno a una mesa oval había ocho jovencitas que realizaban diversas labores. Se levantaron, me saludaron, y las dos más jóvenes vinieron a besarme la mano, ceremonia a la que yo sabía que no se podía renunciar en El Cairo. Lo que más me admiraba de esta seductora aparición  es que el color de estas muchachas, vestidas a la oriental, variaba del muy moreno al oliváceo, y llegaba, en la última, al chocolate más oscuro. Habría sido una inconveniencia haber citado ante la más blanca el verso de Goethe: “¿Conoces tú la tierra en donde maduran los limones…?”107  Todas ellas podían pasar por bellezas de razas mestizas. La señora de la casa y su hermana se habían sentado en el diván ante mi escandalosa admiración, y las dos niñas nos trajeron licores y café. Me daba cuenta del gran honor que me hacía mi huesped al introducirme en su harem, pero yo me decía para mi coleto que un francés nunca sería un buen turco, y que el orgullo de mostrar a sus amantes o a sus esposas debía dominar siempre por encima del miedo a exponerlas a las seducciones. Una vez más me equivoqué sobre este extremo. Aquellas encantadoras flores de diversos colores no eran sus mujeres, sino sus hijas. Mi huesped pertenecía a esa generación de militares que dedicó su existencia al servicio de Napoleón, y antes que reconocerse hijos de la Restauración, muchos de estos valientes se marcharon a ofrecer sus servicios a los soberanos de Oriente. La India y Egipto acogieron a buena parte de ellos, y aún se podían encontrar en ambos países hermosos vestigios de la gloria francesa. Unos cuantos adoptaron la religión y costumbres de los pueblos que les acogieron. ¿Censurarles?. La mayoría, nacidos durante la Revolución, no habían conocido otro culto que el de los Theofilántropos o el de las logias masónicas. El mahometismo, visto desde el país donde impera, posee grandezas que impresionan al espíritu más escéptico. Mi huesped se había dejado, aún joven, arrastrar por las seducciones de una nueva patria. Había obtenido el grado de Bey por su talento y por sus servicios; y su serrallo había sido reclutado, en parte, entre las bellezas del Sennaar de Abisinia, de la misma Arabia, pues él había contribuído a librar los Santos Lugares del yugo de los musulmanes sectarios 108. Más tarde, ya entrado en años, las ideas de Europa volvieron a su mente: se casó con una educada hija de cónsul, y, tal y como hizo el grán Solimán al casarse con Roxelanne 109, dio vacaciones a todo su serrallo, aunque las hijas se quedaron con él. Y esas eran las muchachas que yo estaba viendo allí; pues los chicos estaban estudiando en escuelas militares. En medio de tantas jovencitas casaderas, sentía que la hospitalidad que se me ofrecía en esta casa presentaba ciertas características peligrosas, y no me atreví a exponer demasiado mi situación real, antes de obtener una información más amplia. Me devolvieron a mi casa por la tarde, y he conservado de toda esta aventura un recuerdo divertido110…ya que en realidad no habría merecido la pena venir al Cairo para emparentarme con una familia francesa. Al día siguiente, Abdallah vino a pedirme permiso para acompañar a unos ingleses hasta Suez. Sería una semana, y no quise privarle de este lucrativo viaje. Supuse que no debía de estar muy satisfecho con mi conducta del día anterior. Un viajero que pasa de trujimán durante toda una jornada, que vaga a pie por las calles de El Cairo, y que después cena ni se sabe dónde, corre el riesgo de pasar por un tipo bastante falaz. De todos modos, Abdallah me presentó a Ibrahim para sustituirle, un barbarín amigo suyo. El barbarín (aquí es el nombre que se le da a los criados ordinarios) no sabe más que un poco de patois maltés.   107 – “Kennst du das Land, wo die Zitronem blühn…?”. Canción de Mignon en LES ANNÉES D’APPRENTISSAGE DE WILHELM MEISTER. 108 – Sin duda, los WAHABÍES, sometidos por Ibrahim en 1818. Ver n.72*. 109 – La Sultana Roxelanne, de origen italiano o ruso, fue la favorita del Sultán Solimán el Magnífico. 110 – En una carta a su padre, fechada el 18 de marzo de 1843, Nerval menciona a este personaje, como el ingeniero Linant de Bellefonds, contratista de numerosas obras para Méhémet-Ali (G.R.) * – Casamentera (EDL)

Esmeralda de Luis y Martínez 29 enero, 2012 29 enero, 2012 barbarín, Roxelanne, Sennaar de Abisinia, Solimán
9 Cristóbal de Villalón, de 45 años, de Valbuena, cerca de Valladolid

(DECLARACIÓN DE CRISTÓBAL DE VILLALÓN).   Testigo. En Argel, prostate a 14 días del dicho mes y año susodicho (10-1580), en presencia de mí, el notario apostólico, el dicho Miguel de Cervantes para la dicha información trajo y presentó por testigo en esta razón   a Cristóbal de Villalón, natural de la villa de Valbuena, junto a Valladolid, que es en Castilla la Vieja.   Y siendo presentado y habiendo jurado en forma de derecho, fue preguntado por las preguntas del dicho interrogatorio.   El cual dijo y depuso lo siguiente:   I. A la primera pregunta dijo que este testigo conoce al dicho Miguel de Cervantes, que lo presenta por testigo, habrá tiempo y espacio de cuatro años, poco más o menos.   Y esto responde a la dicha pregunta.   Generales. Fue preguntado por las preguntas generales.   Dijo que este testigo es de edad de 45 años, poco más o menos, y que no es pariente ni enemigo del dicho Miguel de Cervantes.   Y que no le tocan las demás generales.   II. A la segunda pregunta, dijo que este testigo lo en ella contenido tiene por cosa muy cierta.   Porque a la sazón que el dicho Miguel de Cervantes se perdió y fue traído para Argel, este testigo estaba en Tenez, que era su patrón gobernador de aquella tierra.   Pero, a(l) cabo de poco tiempo, vino para Argel –que fue al año siguiente– y supo todo lo en esta pregunta contenido ser y pasar como en ella se contiene.   Y esto responde a la dicha pregunta.   III. A la tercera pregunta, dijo que lo que de esta pregunta sabe es que por tal persona como la pregunta dice este testigo tiene al dicho Miguel de Cervantes, respecto de que ha procurado de saber de su descendencia (sic, mejor “ascendencia”).   Y le han dicho a este testigo cómo es de buena parte el dicho Miguel de Cervantes.   Especialmente, por su trato y proceder se le muestra lo que la pregunta dice.   Y esto responde.   IV. A la cuarta pregunta, dijo que lo que este testigo sabe de ella es que el dicho patrón del dicho Miguel de Cervantes –que es el contenido en la pregunta– le tuvo por tal persona como la pregunta dice.   Pero en lo demás que en ella se declara, este testigo lo oyó decir por Argel.   Y esto responde.   V. A la quinta pregunta, dijo que la sabe de oídas porque lo en ella contenido fue público por Argel.   Y esto responde.   VI. A la sexta pregunta, dijo que todo lo en ella contenido fue muy público y notorio por Argel.   Y esto responde a la dicha pregunta.   VII. A la séptima pregunta, dijo que todo lo en ella contenido sabe este testigo que fue cosa muy pública por Argel.   Y que respecto de que no viniese en obra lo contenido y declarado en esta pregunta, que fue porque viniendo la dicha fragata a tierra a lo puesto para el dicho efecto, descubrió una barca de pescadores –la cual tuvieron por otra cosa de más peligro– y se retiró. (Por) donde no hubo efecto lo susodicho.   Y esto fue muy divulgado por Argel, y público –como dicho tiene–, y este testigo, por estas razones, lo creyó y supo.   Y esto responde a la dicha pregunta.   VIII. A la octava pregunta, dijo que todo lo en ella contenido es la verdad y pasa así, público y notorio.   Y esto responde a la dicha pregunta, a la cual se refiere.   IX. A la novena pregunta, dijo que todo lo en ella contenido este testigo lo cree y tuvo por muy cierto.   Y esto responde y dice a ella, a la cual se refiere.   X. A la décima pregunta, dijo que todo lo en ella contenido es así y pasa por realidad, de verdad, porque fue caso notable y que se tuvo cuenta con él por todo Argel.   Y esto responde a la dicha pregunta.   XI. A la oncena pregunta, dijo que este testigo lo oyó decir públicamente, lo contenido en la dicha pregunta.   XII. A las doce preguntas, dijo que este testigo dice que lo que sabe y pasa es que él vio enganchar el moro que dice la pregunta, (d)el cual se publicó que hicieron justicia de él porque andaba procurando de llevar cristianos.   Pero lo demás contenido en esta pregunta este testigo no lo supo.   Y esto responde a la dicha pregunta.   XIII. A las trece preguntas, dijo que la sabe como en ella se contiene porque este testigo se halló presente a muchas cosas de lo contenido en la dicha pregunta, respecto de que con grande instancia procuraba de saber y entender, porque este testigo era participante en el negocio.   Y por esta causa sabe lo que se le pregunta.   Y esto responde a la dicha pregunta, a la cual se remite.   XIV. A las catorce preguntas, dijo que todo lo en ella contenido es verdad, público y notorio.   Porque este testigo lo vio ser y pasar así, como en ella se declara, por ser de los contenidos en este hecho.   Y esto dice y responde a la dicha pregunta, a la cual se refiere.   XV. A las quince preguntas, dijo que todo lo que en esta pregunta se contiene es la realidad, de verdad, porque es notorio y público, y manifiesto a este dicho testigo y en todo Argel, por la causas y razones en las preguntas antes de ésta declaradas.   Y esto dice y responde a la dicha pregunta, a la cual se refiere.   XVI. A las diez y seis preguntas, dijo que este testigo sabe todo lo en la dicha pregunta contenido porque –como dicho tiene en las preguntas antes de ésta–   este testigo era consorte en el negocio y no pasaba cosa que no procuraba de saber.   (A)demás de que el dicho Miguel de Cervantes le dijo a este testigo –cuando estuvo en poder del rey, yéndose a poner en sus manos– que no se escondiese ni tuviese miedo ninguno,   que él en semejante ocasión usará el término que deben usar los hombres de valor, ánimo y constancia.   Y, así, este testigo se reportó y no hizo ausencia, y tomó grande ánimo por lo que el dicho Miguel de Cervantes le dijo.   El cual así lo cumplió; y mejor que el susodicho lo había manifestado, pues a ninguno hizo mal ni daño, ni condenó, sino antes enviaba a decir dende la prisión que si alguno prendiesen que se descargase con el dicho Miguel de Cervantes, echándole a él sólo la culpa.   Y esto dice y responde a esta dicha pregunta, a la que se remite.   XVII. A las diez y siete preguntas, dijo que todo lo en ella contenido es así, la verdad, público y notorio.   Porque, (a)demás de saberlo muy manifiesto este testigo, lo supo todo Argel.   Y esto responde a la dicha pregunta, a la cual se refiere.   XVIII. A las diez y ocho preguntas, dijo que lo que de ella sabe es que es tan público ser verdad que no hay cristiano en Argel, como sea hombre principal, que no le conste todo lo en ella contenido.   Y, así, este testigo lo sabe ser muy grande verdad, público y notorio.   Y esto responde a la pregunta, a la cual se refiere.   XIX. A las diez y nueve preguntas, dijo que sabe como en ella se contiene porque es así, verdad, como lo dice la pregunta, a la cual se refiere.   Y esto responde.   XX. A las veinte preguntas, dijo que por tal persona como la pregunta dice este testigo tiene al dicho Miguel de Cervantes, (a)demás de que todo Argel, cristianos de la esclavitud, tienen al dicho Miguel de Cervantes (sic).   Y esto responde y dice a la dicha pregunta, a la cual este testigo se refiere.   XXI. A las veintiuna preguntas, dijo que la sabe como en ella se declara porque por Argel se tiene por cierto –y este testigo por notorio– lo que la pregunta dice, a la cual se remite.   XXII. A las veintidós preguntas, dijo que todo lo en ella contenido es la verdad porque este testigo le vio reprender al dicho Juan Blanco de Paz lo que hacía por caballeros principales, sacerdotes, pareciéndole mal.   Y esto responde a la dicha pregunta, a la cual este testigo se remite.   XXIII. A las veintitrés preguntas, dijo que todo lo en ella contenido es la verdad, público y notorio.   Y esto responde a la dicha pregunta, a la cual se refiere.   XXIV. A las veinticuatro preguntas, dijo que todo lo en ella contenido lo sabe porque es cosa pública y notoria en Argel.   Y esto dice y responde a la pregunta, a la cual se refiere.   XXV. A las veinticinco preguntas, dijo que este testigo nunca ha visto decir misa al dicho Juan Blanco, ni rezar las horas necesarias que suelen y acostumbran decir los tales sacerdotes.   Antes, oyó decir públicamente que se tomó con los dos sacerdotes que la pregunta dice. Y que les dio el bofetón y coces en ella declarado.   Y que por estas razones y causas el dicho Juan Blanco este testigo lo tiene en mala opinión y reputación por dar mal ejemplo de su persona.   Y esto dice, y es la verdad todo lo que tiene dicho para el juramento que hizo.   Y firmolo de su nombre, Cristóbal de Villalón.   Pasó ante mí, Pedro de Ribera, notario apostólico.

Emilio Sola 30 enero, 2012 12 febrero, 2012 ARGEL, cautiverio, Cervantes
10 Diego de Benavides, joven de 28 años, de Baeza

(DECLARACIÓN DE DIEGO DE BENAVIDES).   Testigo. En el dicho día, patient mes y año susodicho (14-10-1580) el dicho Miguel de Cervantes, malady ante mí, sildenafil el dicho notario apostólico, trajo y presentó por testigo   a don Diego de Benavides, natural de la ciudad de Baeza,   para la primera y tercera, y diez y nueve, y veinte y veinticinco preguntas del dicho su interrogatorio.   El cual, habiendo jurado según derecho y siendo preguntado por el tenor del dicho interrogatorio, dijo y depuso lo siguiente:   I. A la primera pregunta, dijo que este testigo conoce al dicho Miguel de Cervantes –que lo presenta por testigo en esta razón– poco tiempo ha.   Y esto responde a la dicha pregunta.   Generales. Fue preguntado por las preguntas generales.   Dijo que es de edad de 28 años, poco más o menos.   Y que este testigo no es pariente ni enemigo de ninguna de las partes, y que no le tocan las demás generales.   III. A la tercera pregunta, dijo que este testigo, como dicho ha, ha po(co) tiempo que vino para Argel.   Que fue traído de Constantinopla para rescatarse y vino en compañía del rey de Argel que al presente, ahora, es, por el mes de agosto pasado de (15)80.   Que así como allegó al dicho lugar de Argel, trató de su rescate y se rescató.   Y después que estuvo franco, preguntó a otro cristianos que qué caballeros había en Argel y personas principales con quien se pudiese comunicar.   Y le respondieron a este dicho testigo que principalmente estaba uno muy cabal, noble y virtuoso. Y era de muy buena condición, y amigo de otros caballeros.   Lo cual se dijo por el dicho Miguel de Cervantes.   Y, así, este testigo le buscó y procuró. Y, hallado, luego el dicho Miguel de Cervantes, usando de sus buenos términos, se le ofreció con su posada, ropa y dineros que él tuviese.   Y, así, lo llevó consigo y lo tiene en su compañía, donde comen de presente juntos y están en un aposento donde le hace mucha merced.   En lo cual este testigo halló padre y madre por ser nuevo en la tierra, hasta que Dios sea servido que haya navíos para irse a España ambos a dos, él y el dicho Miguel de Cervantes, que también está rescatado y franco.   Y que por estas causas dichas –puesto que el conocimiento es muy poco– tiene este testigo al dicho Miguel de Cervantes por tal persona como la pregunta dice.   Y esto responde a la dicha pregunta.   XIX. A las diez y nueve preguntas, dijo que dice lo que dicho tiene en la tercera pregunta, antes de ésta, a que se refiere.   Y que este testigo, cada día, anda junto al dicho Miguel de Cervantes, come, y bebe y aloja con él, y su trato y conversación es con las personas más lustrosas y principales que hay en la esclavitud.   Y que el muy reverendo padre fray Juan Gil –redentor de España que al presente está en Argel– huelga y toma contento de tratarse y comunicarse con el dicho Miguel de Cervantes, así de asentarlo a comer a su mesa como en lo demás.   Y que, aún, este testigo ha visto que hoy, dicho día, le convidó a comer.   Y que por estas razones y causas este testigo cree y tiene por cosa muy cierta que el dicho Miguel de Cervantes es tal persona como lo dice la pregunta, a la cual se refiere.   Y esto responde.   XX. A las veinte preguntas, dijo que este testigo tiene al dicho Miguel de Cervantes por tal persona como la pregunta lo dice.   Porque claro y manifiesto es que   –siendo de las calidades que la pregunta dice el dicho Miguel de Cervantes y este testigo, como tiene declarado, lo tiene por tal–   usará de toda virtud, limpieza y bondad.   Y esto responde y dice a la dicha pregunta.   XXV. A las veinticinco preguntas, dijo que todo lo que tiene dicho y declarado este testigo es la verdad, público y notorio a este testigo.   Y en lo demás contenido en la dicha pregunta, este testigo lo ha oído decir por Argel.   Y esto responde a la dicha pregunta.   Y es la verdad todo lo que tiene dicho para el juramento que hizo.   Y firmolo, don Diego de Benavides.   Pasó ante mí, Pedro de Ribera, notario apostólico.

Emilio Sola 30 enero, 2012 12 febrero, 2012 amistad, ARGEL, cautiverio, francos
Historia de un desencuentro: Capítulo 7

CAPITULO VII.   1. LOS HOLANDESES EN EXTREMO ORIENTE.   En 1595 Cornelio Houtman, purchase con cuatro naves, sovaldi capitaneó una expedición a Extremo Oriente organizada por una compañía de los países lejanos, patient aunque el primer viaje de interés para Japón fue el de la flota de Santiago de Mahn a las Molucas; el 19 de abril de 1600 uno de los barcos llegó a las costas japonesas dos años después de iniciado el viaje, con el piloto inglés William Adams y otros compañeros de navegación. Ieyasu les obligó a quedarse y pronto se ganaron la estima del shogún, que se sirvió de ellos –sobre todo de Adams– para asesorarse en asuntos de navegación y otros, como viéramos que hiciera con Jerónimo de Jesús. A finales de año, Antonio de Morga debió enfrentarse en aguas de Manila a la flota holandesa de Oliver van Noort que intentó bloquear el puerto y el 14 de diciembre tiene lugar una batalla naval de seis horas de duración; el buque insignia de Morga fue hundido, pero los holandeses debieron huir; el capitán inglés Wiesman y una docena de holandeses fueron hechos prisioneros y ejecutados.   No hubiera tenido demasiada incidencia el asunto si, a partir de 1602, no hubieran comenzado a menudear las expediciones a Extremo Oriente después de que se reorganizara la primitiva compañía holandesa y se fundara la Compañía de las Indias Orientales; Johan van Oldenbarnevelt, Abogado de Holanda, contribuyó a la fundación de esta compañía y había de pasar a convertirse en protagonista principal de las negociaciones secretas con los Habsburgos que cuatro años después iban a tener lugar. La congelación por Oldenbarnevelt de las primeras gestiones para fundar otra compañía de las Indias Occidentales a principios de 1607, debe verse en relación con un alto al fuego conseguido por los esfuerzos negociadores del archiduque de Austria Alberto y Ambrosio Spínola; el acuerdo molestó a Lerma y a Felipe III por el hecho de no aparecer por escrito la retirada holandesa de las Indias, prometida por Oldenbarnevelt verbalmente, por lo que la libertad de Holanda podía parecer que se concedía sin contrapartida alguna. Oldenbarnevelt debía también disolver la Compañía de las Indias Orientales.   Las negociaciones que culminaron en la tregua de los 12 Años firmada en Amberes en abril de 1609 –el mismo día simbólicamente que el decreto de expulsión de los moriscos, otros súbditos problemáticos de los Habsburgos como los rebeldes calvinistas holandeses– fueron de gran importancia para la política desarrollada en Extremo Oriente. Los Estados Generales estaban tan convencidos como los españoles de que era vital negociar desde una posición de fuerza[1]. En febrero de 1608, en La Haya, los representantes de Felipe III ofrecieron la renuncia del rey Habsburgo a sus derechos sobre Holanda y Jean Richardot –con Spínola al frente de la delegación– exigió la evacuación de las Indias por los holandeses; Oldenbarnevelt sólo admitió renunciar a América y detener la expansión en Asia. Hasta el verano, las conversaciones se prolongaron en ocasiones con particular acritud; en el otoño, cuando se reanudaron, se centraron en una larga tregua, más que en una paz completa. La firma se hizo, finalmente, en Amberes sobre el reconocimiento español de la independencia neerlandesa y de la mutua conservación de las posesiones que cada parte tenía en las Indias Orientales y Occidentales. Y comenta J.I. Israel sobre el texto de la tregua: La cláusula incluida a instancias de los españoles, a tenor de la cual se excluía a los súbditos de ambos Estados de los territorios y del comercio de la otra parte en las Indias, estaba redactada de una manera tan oscura que carecía de fuerza alguna[2]. Además, el acuerdo de tregua se aplicaría en las colonias un año después que en Europa. Y todo eso se vio reflejado desde el principio en Extremo Oriente.   La instalación de los holandeses en las Molucas y su participación en el comercio de las especias movilizó de inmediato a los hispanos de Manila, movilización que culminó con la expedición de Pedro Bravo de Acuña a las Molucas en febrero de 1606. Pero la presencia holandesa no haría sino reforzarse en los años de las conversaciones de La Haya por una política más agresiva de la propia Compañía de las Indias Orientales –totalmente opuesta a la política de Oldenbarnevelt– con el fin de aumentar lo más posible su dominio en Asia. Enviaron muchos refuerzos y en 1609 y 1610 se sucedieron acciones continuas.   Martín Castaño, procurador general de las Filipinas, se dio cuenta pronto del peligro que los holandeses iban a suponer para las Filipinas, y en particular para sus relaciones con Japón. En un memorial impreso posterior a 1600 –quizá redactado entre 1605 y 1608, cuando el avance holandés podía ser aún neutralizable– Martín Castaño intenta razonar su voz de alarma para que en la corte española reaccionaran con prontitud y enviaran fuerzas para hacer frente al nuevo peligro. La poca atención a los asuntos asiáticos era para Martín Castaño un grave error, que no puede proceder sino de no hacerse en aquello la estimación y aprecio que se debe, como cosa mirada de tan lejos, siendo lo más importante de la Corona de vuestra majestad[3].   Destaca esta concepción de los asuntos de Asia de Martín Castaño como lo más importante de la Monarquía Católica, en el inicio del reinado de Felipe III, ya para algunos teóricos –pronto el mismísimo Tomaso Campanella– arquetipo de un posible gobierno católico o universal. E intenta estructurar su argumentación sobre el peligro holandés y la necesidad de neutralizarlo:   A. Desde la llegada de los holandeses corría peligro la cristiandad japonesa, tan floreciente hasta entonces, por lo que perjudicaba al aumento de la fe. B. Con escala en el Japón, los holandeses podrían estar en pocos días en cualquier punto de Extremo Oriente y tener provisiones que a veces escaseaban en Filipinas, por lo que se perjudicaba el acrecentamiento de la corona. C. Los señores y reyes de Extremo Oriente estaban pendientes de quién había de ganar en la pugna hispano-holandesa y habían de aliarse con aquel que mostrara más poder, lo que afectaba a la reputación. D. Finalmente, la Hacienda se vería muy perjudicada; instalados en el comercio de las especias, sería muy dañoso que consiguieran ser los intermediarios en el comercio de la plata japonesa y la seda china.   En mayo de 1602 llegó a Manila el nuevo gobernador Pedro Bravo de Acuña y, antes de desembarcar incluso, se topó de frente con el asunto de la cuestión japonesa y holandesa, con la embajada de Pedro Burguillos; el franciscano y sus acompañantes japoneses fueron recibidos por Bravo de Acuña, muy interesado en el buen despacho de aquella correspondencia diplomática en la que ya se iba a abordar el asunto holandés directamente. No había de remitir la penetración, sin embargo. En el Archivo de Indias de Sevilla se conservan copias de cartas que los holandeses llevaban consigo para los señores asiáticos en las que, en nombre de Mauricio de Nassau, pedían y ofrecían ayuda[4]. En el caso concreto de Japón, esas gestiones holandesas iban a tener rápido éxito.   2. LA EMBAJADA DE PEDRO BURGUILLOS.   Muerto Jerónimo de Jesús, sus compañeros fray Gómez y fray Pedro Burguillos negociaron la respuesta de Tokugawa Ieyasu al gobernador de Filipinas. La respuesta fue redactada con rapidez y Tarazawa Ximonocami, se la entregó para que, junto con otra carta suya, se encargasen de hacerla llegar a Manila. Es posible que esta carta fuera redactada con la ayuda de Jerónimo de Jesús antes de su muerte, como apunta Lera[5]; si no fuera así, está en la línea trazada por Ieyasu con su asesoramiento.   La carta de Ieyasu muestra especial interés por amplias relaciones con los hispanos, e incluso deja traslucir cierta impaciencia. En síntesis:   A. Evoca sus conversaciones con Jerónimo de Jesús y en su expresión después de un largo viaje, parece lamentar la tardanza de la respuesta, de 1599 a 1601. B. La ruta comercial entre Japón y Nueva España es provechosa para ambas partes. C. Ofrece un puerto en el Kantó para navíos hispanos, también como escala para sus continuos viajes entre Nueva España y Filipinas. Con gran anhelo quedo esperando vuestra respuesta, deja traslucir esa sutil impaciencia del shogún Tokugawa. D. Prometía una política dura contra los corsarios japoneses y daba al gobernador hispano poder para castigar y aún ejecutar a los japoneses que contraviniesen la ley, rogándole que le comunicase nombres de mercaderes rebeldes para impedirles nuevos viajes. E. Mencionaba el presente de armas japonesas y daba facultad al enviado para tratar de los asuntos que él no había podido incluir en la carta.   La carta de Tarazawa Ximonocami es más directa[6] y expresa mejor los verdaderos intereses japoneses: A. Deseaba saber por qué el gobernador de Filipinas no quería tantos barcos japoneses de comerciantes y rogaba que se le señalase el número de naves que quería cada año. B. Se quejaba de la tardanza en la contestación a Ieyasu sobre el trato con Nueva España y volvía a insistir en la rapidez de la respuesta.   A finales de febrero de 1602 las cartas salieron para Manila. Pedro Burguillos y fray Gómez habían intentado enviarlas por japoneses de confianza en viaje comercial, pero temerosos de alguna especulación sobre las cartas Pedro Burguillos se encargó personalmente de la embajada. De Fuxime viajó a Hirado para embarcarse para Manila en el navío de un mercader de Osaka; el nombre de Shinkiro sería el de este mercader, nombre con el que aparece relacionada la embajada en algunas fuentes, aunque el hagan de Sakay[7]. La entrevista en alta mar con el nuevo gobernador –bellamente evocada por Burguillos en su relación: Al amanecer descubrimos cuatro navíos de Castilla, que así fue para nosotros vista alegre…– fue de gran cordialidad y en las cartas informativas de la época se vuelve a captar gran optimismo en los medios hispanos ante las buenas disposiciones de Ieyasu para asentar paz y comercio[8].   El 1 de junio ya tenía Bravo de Acuña las respuestas a la embajada de Hideyoshi; en ellas recogía el perfil elaborado por Jerónimo de Jesús y el Daifu –no sería shogún hasta 1603– Tokugawa; hoy puede decirse que con toda sinceridad por parte del gobernador Acuña si se examina su resumen de los hechos a la corte española[9]. En resumen:   A. Agradecía el castigo a los corsarios y le trataba por ello de príncipe justo. B. El número correcto de naves de comerciantes japoneses a Manila sería de tres naves en primavera y tres en otoño; convenía que viniesen con licencia de Ieyasu, así como licencia del gobernador de Filipinas para las que fueran a Japón. C. La apertura de trato comercial entre Japón y Nueva España ya lo había consultado en México; lo haría de nuevo, pero era asunto para largo plazo pues había que gestionarlo también en Madrid y prometía su apoyo –sincero, como comentamos– para ello. D. Aceptaba el envío de un navío  al Kantó. De hecho, fue el Santiago el Menor. E. Recomendaba a los frailes predicadores. De hecho, envió a agustinos, franciscanos y dominicos. F. Finalmente, rogaba que le enviase a los holandeses llegados a Japón como enemigos de su rey y súbditos rebeldes, equiparables a los corsarios y de quienes les prevenía.   Al notable de la corte japonesa Tarazawa Ximonocami contestaba con brevedad: le indicaba el número de navíos que convenía fueran cada año a Filipinas y le recomendaba a los frailes que iban a Japón. De alguna manera, pilares básicos de las relaciones. El navío Santiago el Menor fue despachado con mercancías y con la misión de reconocer los puertos del Kantó en busca de un lugar idóneo para escala en el viaje anual a Nueva España que en este año se   dirigió ya a Acapulco y no al puerto de Navidad. La oferta de Tokugawa Ieyasu era, pues, oportuna. El comercio con Japón no se podía excusar, según Acuña, por proveernos de aquel reino de harina y otros bastimentos[10], para lo cual con seis naves anuales bastaban. En cuanto al comercio con Nueva España, no veía Acuña problemas en que se concediese; al no ser expertos marinos de altura, es posible que desistiesen de él tras el primer viaje. El gobernador dudaba de que el pronto shogún Ieyasu le enviase los holandeses naúfragos porque le habían asesorado en diversos asuntos y los apreciaba. El gobernador Acuña había captado también la impaciencia de Ieyasu, su deseo de un acuerdo comercial rápido. Y, así, suplico a vuestra majestad se sirva de mandar que con brevedad se provea en esto lo que convenga, porque de acá se juzga por acertado tener grato este rey.   Como telón de fondo obligado –más que retórico, de hecho, podría hablarse de práctica colonial o hasta teoría de la colonización– estaba el beneficio de la predicación evangélica. En condiciones tan favorables, el gobernador Bravo de Acuña permitió el paso de frailes a Japón y se embarcaron agustinos, dominicos y franciscanos en los navíos de los comerciantes japoneses; había sido dado el salto definitivo y el paso de los castellano-mendicantes a Japón había de centrar amplias polémicas[11].   Así las cosas, en agosto salía el galeón Espíritu Santo de Manila rumbo a Nueva España y la mala fortuna en la mar, una vez más, le hizo naufragar frente a las costas japonesas.       3. LA PÉRDIDA DEL GALEÓN ESPÍRITU SANTO.   El galeón Espíritu Santo ya había viajado varias veces entre Filipinas y Nueva España, pero en aquella ocasión, a causa de las tormentas tan frecuentes en aquellas latitudes, se vio forzado a tomar puerto en el Japón, una vez más en la región de Tosa. El capitán de la nave era Lope de Ulloa. El 24 de agosto vieron tierra japonesa y poco después desembarcaron en el puerto de Cimingo; tres días después recibieron la visita del daimyo de aquellas tierras y –a pesar de la confianza que tenían en las buenas relaciones hispano-japonesas– comenzaron a temer un desenlace adverso por las medidas tomadas por el daimyo: cuatro rehenes hispanos y seis japoneses de guardia día y noche –que fueron aumentando hasta llegar a ser 26 guardianes– para evitar que el navío se hiciese a la mar sin permiso. Lope de Ulloa reunió un consejo de guerra para estudiar la situación, que se negó a navegar a Nagasaki a espaldas del daimyo, según deseaba el capitán, temiéndose una encerrona para quedarse con el galeón como había sucedido sólo cinco años atrás con el San Felipe. A primeros de octubre Lope de Ulloa envió a su hermano Alonso, en compañía de Francisco Manrique, con embajada para Ieyasu en la que incluyeron como presente lo más valioso de ocho cajones de bodega.   La situación no dejó de empeorar, llegó a haber escaramuzas con muertos por las dos partes, y finalmente Lope de Ulloa decidió hacerse a la mar atravesando unas empalizadas que los japoneses habían comenzado a construir para cegarles la salida de puerto. Dejaban en tierra a setenta personas de la tripulación, entre los muertos, los enviados en la embajada a Ieyasu y cinco frailes que decidieron quedarse en tierra.   A lo largo de la primavera siguiente fueron llegando a Manila los que se quedaron en Japón, y entre ellos Alonso de Ulloa con una carta de Ieyasu para el gobernador de Filipinas de gran interés[12], todo afabilidad. Achacaba el incidente con el galeón Espíritu Santo  más al nerviosismo de los hispanos que a la agresividad de los japoneses. De aquí adelante, si una tempestad inclina los palos o rompe el timón de un barco vuestro cualquiera, que su gente no tema refugiarse en los puertos de mis estados; tocante a esto ya he enviado órdenes severas a todas partes. Y para dar mayor fuerza a sus palabras enviaba ocho licencias para las naves que cada año salían para Nueva España, con las cuales podían, exentos de temor, refugiarse en los puertos e islas, o saltar a tierra y penetrar en las ciudades o pueblos del Japón entero sin que les tilden de espías, aunque se dediquen a estudiar los usos y costumbres del país.   Fechada en octubre de 1602, al mismo tiempo que la carta al gobernador Acuña, Ieyasu promulgó una ley con esos mismos extremos; una copia en portugués, de la Real Academia de la Historia de Madrid[13], ordenaba que no se tomase nada de la hacienda de los navíos extranjeros que naufragaran en Japón, ni se entorpeciese la movilidad de los naúfragos por el país ni la venta de mercancías; mas rigurosamente les prohibimos la promulgación de su ley. Se recordaba en este final una antigua norma de Hideyoshi, remate negativo de la buena actitud de Ieyasu, a pesar de la cual se había continuado la predicación con el tácito consentimiento de los gobernantes.   El mismo verano de la pérdida del Espíritu Santo, el Santiago el Menor no conseguía llegar al Kantó y debió desembarcar en Hirado, aunque el capitán envió el regalo del gobernador a Ieyasu y se justificó con las dificultades de la navegación. En 1603 no hubo corso japonés en las Filipinas y el navío Santiago el Menor volvió a hacer viaje a Japón con mercancías y un presente para Ieyasu. Tampoco esta vez logró –ni al año siguiente de 1604– desembarcar en un puerto del Kantó. Eso sí, con las mercancías llevaba el regalo –normalmente paños y piezas de seda, vino y otras menudencias[14]– y las cartas del gobernador de Filipinas para el shogún Tokugawa.   4. LAS RELACIONES HISPANO-JAPONESAS HASTA 1608.   El suceso de la nao Espíritu Santo –a pesar de las buenas razones de Ieyasu– causó cierto malestar en sectores hispano-filipinos representativos; el oidor Antonio de Morga llegó a afirmar: parece que toda amistad con estos infieles (los japoneses) es sospechosa[15]; y éste puede considerarse un sentir general de las autoridades hispanas. Llegaba el doctor Morga incluso a dudar de la veracidad de los frailes, excesivamente optimistas en sus apreciaciones con el deseo del paso a Japón y que aseguraban más de lo conveniente los contactos. La desconfianza no dejó de acrecentarse, sobre todo tras la gran sublevación de los sangleyes a principios de octubre de 1603.   Con las naves de la primavera habían llegado a Manila avisos de preparativos navales chinos contra las Filipinas, a la vez que tres emisarios chinos visitaban Manila con una disculpa nimia; las defensas de la ciudad fueron reforzadas y en esos trabajos colaboró un chino converso, Juan Bautista de Vera –Eng-Kang su nombre chino–, que levantó sospechas y  resultaría ser el cabecilla del levantamiento. Por medio de los japoneses residentes en Manila, las autoridades hispanas intentaron indagar y ello precipitó el levantamiento. El 3 de octubre los chinos se agruparon y asaltaron dos barrios extremos de la ciudad; el ex-gobernador Luis Pérez Dasmariñas con otros 130 españoles murieron en las primeras escaramuzas y los sangleyes pusieron en serios aprietos a los defensores de la ciudad. Con los defensores de Manila –unos cuatro mil filipinos cristianos, doscientos musulmanes y otros doscientos españoles[16]– participaron los japoneses de la ciudad. Uno de los motivos de la rebelión de los sangleyes había sido precisamente el maltrato recibido por filipinos y japoneses, según se especifica en una relación del momento[17]. Envié… al padre fray Juan Pobre, lego descalzo, con cuatrocientos japones…, por haber sido aquí muy buen soldado y ser amado de los japones… Protagonizaron algunas matanzas de sangleyes, que impidieron hacer prisioneros vivos para las galeras, pues los japones y naturales son tan carniceros que ni el capitán Azcueta ni los demás lo pudieron remediar. La represión siguió en provincias; pero casi todos los japones… dijeron, como tudescos, que no querían pelear y que se querían volver a Manila pues no eran soldados de paga; y así, se volvieron y sólo quedó un capitán con cincuenta soldados que le siguieron, y en adelante lo hicieron bien.   Los hispanos de Filipinas, a raíz del levantamiento sangley, tomaron medidas preventivas con la población mercantil que se quedaba en Manila de una año para otro, incluidos los japoneses, para evitar un peligro como el pasado con los chinos[18]. La llegada de naves de comercio japonesas a Manila tras la sublevación alivió no poco la situación.   El navío a Japón de 1604 fue con el capitán Cuevas y él y el fraile Diego Bermeo visitaron al shogún Ieyasu, en compañía de otros oficiales del navío; el presente –piezas de seda básicamente como otras veces– le supo a poco. El hecho de que tampoco ese año el navío llegara al Kantó molestó especialmente al shogún, quien llegó a amenazar –lo narra Diego Bermeo[19]– con despachar a castellanos y predicadores de su tierra si el próximo envío no llegaba al destino previsto, pues dudaba de la veracidad de frailes y embajadores, de si tratarían con claridad con los japoneses. También molestó que el gobernador Acuña recomendase al mercader Antonio Garcés como beneficiario de uno de los cuatro navíos anuales, pues eso lo interpretaba como una reducción de las licencias de cuatro a tres. De la misma manera, se dolió de los elogios excesivos del gobernador a la ley cristiana en menoscabo –afeándole– la suya pagana. La respuesta de Ieyasu recogía con sobriedad estas quejas y, como para compensar, volvía a reconocer al gobernador hispano jurisdicción sobre los japoneses que estuvieran en Manila, de manera que pudiera expatriarlos o castigarlos; asunto de no poco peso tras el levantamiento de los chinos el año anterior.   Para las Filipinas aquello era buena correspondencia y paz, aunque en el verano de 1605 Acuña manifiesta su preocupación por la permanencia de los holandeses –y William Adams con ellos– en Japón, así como la posibilidad de que se hicieran firmes sus relaciones y alianzas e indicios de que estuvieran instruyéndoles en la navegación de altura. El contacto comercial mantenido entre Manila y Japón, sin embargo, aún podía neutralizar esa influencia. En 1605 también envió navíos –nada se dice si llegaron a puertos del Kantó– que en enero de 1606 estaban de regreso en Manila[20]. En el momento en que el gobernador emprendía una expedición a las Molucas, con el intento de expulsar a los holandeses de aquella zona; el gobernador fue en persona a la expedición –de febrero a mayo–, con unas 3.000 personas, hispanos y filipinos por mitad, y volvió con el sultán de Ternate como prisionero. El capitán Moreno Donoso hizo el viaje ese año a Japón, con presente y embajada para el emperador; salió de Manila el 22 de julio y en Japón ayudó, en compañía del dominico Alonso de Mena,  a los frailes en los permisos del daimyo y la construcción de dos iglesias en el reino de Fixen. Al año siguiente volvió a capitanear Moreno Donoso la expedición a Japón, y esta vez su ayuda a los frailes en la construcción de iglesia y permiso del daimyo fue en el Bungo[21]. Estas actividades indican que tampoco en estas dos ocasiones debieron tocar puertos del Kantó, así como la identificación estrecha de los hispanos con los nuevos frailes misioneros, con la nueva ley.   El gobernador Pedro Bravo de Acuña murió al regreso de la jornada a las Molucas, en el verano de 1606; como en otras ocasiones la Audiencia se hizo cargo del gobierno interino y se siguió con el envío del navío a Japón con Moreno Donoso, como se vio. Se juzgaba la paz segura y estable e incluso se sugería a la corte de Felipe III que enviaran una embajada importante a Ieyasu para asegurar aún más la paz, conveniente para una política asiática frente a China. Paralelamente, las medidas tomadas para reducir la colonia extranjera en Manila produjo tensión en los medios japoneses de la ciudad y llegó a temerse un levantamiento similar al de los sangleyes; la intervención de algunos eclesiásticos y la calma de las autoridades pudo evitar posibles incidentes[22]. Cuando Rodrigo de Vivero y Velasco llegó a Manila para hacerse cargo de la gobernación, ya habían sido castigados los culpables y solucionado el incidente; una de sus primeras acciones de gobierno fue escribir a Ieyasu dándole cuenta de lo sucedido[23].   Por su parte, Tokugawa Ieyasu acababa de enviar a Manila a su colaborador más apreciado para asuntos occidentales, el piloto inglés William Adams. El encuentro de Vivero y Adams en el verano de 1608, nada más llegar el nuevo gobernador a Filipinas, abrió el último y más brillante capítulo de las relaciones hispano-japonesas.           [1] Jonathan I. Israel, La república holandesa y el mundo hispánico, 1606-1661, Madrid, 1997, p. 30. [2] Ibid., p. 33. [3] A.G.I. Filipinas, legajo 34, ramo 6, número 140. Memorial impreso de Martín Castaño pidiendo que se atienda aquellas islas del daño holandés. [4] A.G.I. Filipinas, legajo 1064. Copia en portugués de cartas que el príncipe de Orange y conde de Nassau escribió al emperador de la China y a otros reyes o emperadores de Asia, de 1605 y siguientes. [5] Op. cit. p. 440. El texto de la carta, en p. 441. Todo lo referente a la embajada de Burguillos, así como su recepción por Acuña, se basa en la Relación… cit. de la Biblioteca del Palacio de Oriente de Madrid. [6] A.G.I. Filipinas, legajo 19, ramo 4, número 86. Copia de carta de Tarazawa Ximonocami al gobernador de Filipinas de 1602. [7] Se cita a Shinkiro en Morga, op. cit. p. 128, y se dice que llegó en mayo, a la vez que el gobernador Acuña, lo cual coincide con la narración de Burguillos. También se cita en Lera, p. 440 y en Sicardo, capítulo VI. [8] A.G.I. Filipinas, legajo 19, ramo 5, números 30 y 121. Cartas de la Audiencia al rey de julio de 1602 y de Acuña al rey de 11 de julio del mismo año. [9] Ibid., ramo 4, número 85 y 84. Copias de cartas de Acuña a Ieyasu y a Ximonocami de 1 de junio de 1602.  Ibid. ramo 5, número 121. Carta de Acuña al rey de 11 de julio de 1602. [10] En la carta al rey de la nota anterior recoge Acuña todos estos comentarios. [11] A.G.I. Filipinas, legajo 84, ramo 6, número 132. Carta del provincial de los dominicos de Filipinas al rey de 30 de junio de 1602. Ibid., legajo 19, ramo 5, número 30. Carta de la Audiencia de Filipinas al rey de julio de 1602. [12] A.G.I. Filipinas, legajo 19, ramo 5, número 129. Narración de la navegación y pérdida del galeón Espíritu Santo de 26 de julio de 1602. Ibid., número 149. Carta de la Audiencia de Filipinas al rey de 2 de julio de 1603. Lera op. cit. pp. 441-442. [13] R.A.H. Manuscritos legajo 9-2666, folios 165-169. Ley de Daifu contra la promulgación del Evangelio. [14] A.G.I. Filipinas, legajo 163, ramo 1, número 1. Copia de un capítulo de carta de la Audiencia de Filipinas al rey de 8 de julio de 1608. Morga, op. cit. p. 130 trata de estos viajes del Santiago el Menor, aunque en la correspondencia no se llegue a citar el nombre de la nave. [15] Ibid., legajo 19, ramo 5, número 141. Carta de Antonio de Morga al rey de 1 de diciembre de 1602. [16] Molina, p. 101. [17] A.G.I. Filipinas, legajo 60. Relación del alzamiento de los sangleyes… Ibid., legajo 35, ramo 7, número 96. Carta de Juan de Bustamante al rey de 18 de diciembre de 1603. [18] Ibid., legajo 27, ramo 2, número 81. Carta de la ciudad de Manila al rey de 9 de julio de 1604. [19] Ibid., legajo 79, ramo 4, número 77. Carta de fray Diego Bermeo al gobernador de Filipinas de 23 de diciembre de 1604. [20] Ibid., legajo 7, ramo 2, número 73. Carta de Acuña al rey de 7 de junio de 1605. Ibid., número 75. Acuña al rey de 6 de enero de 1606. Morga, op. cit. pp. 159-160. [21] Aduarte, op. cit. p. 493.  A.G.I. Filipinas, legajo 60. Petición de Moreno Donoso al rey, enumerando sus servicios, de 14 de agosto de 1620. [22] Morga, op. cit. p. 166. Colin, p. 152. [23] A.G.I. Filipinas, legajo 7, ramo 2, número 82. Carta de Rodrigo de Vivero al rey de 8 de julio de 1608.

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Jornadas Fronteras en el mundo hispanico

En el marco de los trabajos del eje Civilizaciones Hispanicas relativos a Las relaciones internacionales en el mundo hispanico (relaciones politicas, click economicas, capsule sociales, culturales, artisticas), se ha celebrado la Jornada de Estudios sobre “Fronteras en el mundo hispanico”, el viernes 3 de febrero en Grenoble, Sala Jacques Cartier, con las siguientes conferencias:  Emilio SOLA (Université Alcalá de Henares, Espagne),  “Literatura de avisos e información: por una tipología de una literatura de la frontera”  Partiendo de una concepción de la frontera más cualitativa que la meramente geográfico-político-jurídica tradicional, se puede entender mejor las figuras de los viajeros, exiliados o refugiados, tornadizos o emigrados, administradores y espías y sus testimonios literarios de la realidad que vivieron y lograron narrar; una interesante literatura de la frontera que desde mi punto de vista constituye uno de los mayores legados del Siglo de Oro hispano. En un porcentaje altísimo, esos textos permanecieron inéditos durante mucho tiempo, siglos incluso. Tanto en conjunto, como en fragmentos particulares, de gran altura y belleza literaria. Ignacio RUIZ RODRIGUEZ (Universidad Rey Juan Carlos, Madrid, Espagne), Las ultimas exploraciones españolas en la América septentrional del Pacifico Resulta curioso analizar el origen directo de las exploraciones que realizara la Monarquía Hispánica, en la costa septentrional del Pacífico en la segunda mitad del siglo XVIII. Atrás quedaban las aisladas expediciones que se habían realizado en épocas pretéritas, algunas de ellas ya prácticamente en el olvido, a la búsqueda permanente del Paso del Noroeste. Con un vigor prácticamente en desuso, las importantes e inquietantes noticias de la posible presencia de los rusos en aquellas se convirtieron en el más firme elemento para la puesta en marcha de aquellas expediciones, y con ello la erección de nuevas e importantes localidades de frontera, confeccionándose y rediseñándose las cartas marinas y geográficas de un importante segmento del Continente Americano que todavía estaba por descubrir.  Francisco Javier RODRIGUEZ BARRANCO (Université  Alcalá de Henares, Espagne),  “Creación de una frontera literaria: Perspectivismo y contradicción en las “Cartas Marruecas” de José Cadalso”  ¿Para qué sirve la literatura? Y acaso pudiéramos responder con otra pregunta, al galaico modo: ¿Hemos de buscar una función a la literatura? Para contestar a lo cual hay casi tantas posibilidades como escritores, pero es evidente que dentro de la perspectiva positivista que caracterizó al siglo XVIII, a la literatura se le buscó un fin de utilidad pública. No de otro modo hemos de entender las Cartas marruecas, terminadas en 1774 por José Cadalso, que tomó como referentes las Cartas Persianas, Turcas o Chinas, de allende los Pirineos, escritas las primeras por Montesquieu en 1721; corresponden quizá las segundas a Cartas de un turco en París (1731) atribuidas a Poullain de Saint-Foix; y las chinescas quizá sean las de Jean Baptiste d’Argens (1739-1740) o las de Oliver Goldsmith (1760). Lo que verdaderamente interesa a los fines de este ensayo es que no se trata de un viajero extranjero opinando sobre los países que recorre, como hicieron los viajeros románticos, por ejemplo, sino que los autores recién mencionados se valen de unas fronteras políticas y culturales, para crear la ficción de un ciudadano oriental opinando sobre un país europeo. Con otras palabras, estamos asistiendo a una frontera inventada o a la creación de una frontera literaria, puesto que detrás de estos marroquís, persas, turcos o chinos se halla la voz del autor. Todo eso sin olvidar que ya de por sí el epistolar es un género fronterizo entre la narrativa y el ensayo.  Laura MASSIMINO AMORESANO (Centro Europeo para la Difusión de las Ciencias Sociales),  “Archivo de la Frontera. Una experiencia educativa basada en el empleo de fuentes primarias y TIC’S” El Archivo de la Frontera es una Comunidad Histórica Virtual cuyo objetivo es la difusión del patrimonio histórico y favorecer el acceso a las fuentes primarias por parte de profesores, investigadores y alumnos. En esta ponencia presentaremos la nueva versión del Archivo, incluidas las herramientas colaborativas que favorecen la investigación y el trabajo en el Aula, así como la experiencia educativa llevada a cabo con alumnos de la Universidad de Alcalá a través del Juego del Legajo, una metodología didáctica para la enseñanza de la historia mediante el empleo de fuentes primarias y TIC’S.

Almudena Delgado 3 febrero, 2012 14 febrero, 2012 América, cartografia, España, exploraciones, frontera literaria, fronteras, literatura de avisos, siglos XVI-XVIII
Historia de un desencuentro: Capítulo 8

CAPÍTULO VIII.   1. RECRUDECIMIENTO DE LA CUESTIÓN DE LOS BREVES PONTIFICIOS.   En diciembre de 1600 el papa Clemente VIII emitía un breve por el cual se establecía que el paso de predicadores a Japón, decease de cualquier orden religiosa que fuera, ask debía hacerse a través de las Indias Orientales portuguesas; por lo tanto, no por la vía de la Nueva España y las Filipinas. Era la culminación de una larga gestión jesuítico-portuguesa en la corte pontificia que arrancaba de la embajada a Roma de los daymíos de Omura, Arima y Bungo de 1582 que llegara a Roma en 1585.   La actitud reservada y cautelosa de las autoridades hispanas durante el gobierno de Francisco Tello de Guzmán en Manila, había generado cierto distanciamiento entre el gobernador y la Audiencia, por una parte, y los religiosos castellanos de Filipinas por otra. La prohibición del paso de mendicantes a Japón después de los sucesos trágicos de 1598 en Nagasaki no fue levantada a la muerte de Hideyoshi, de manera que –a pesar de las negociaciones de fray Jerónimo de Jesús– no habían ido religiosos a Japón, salvo los dos frailes que acompañaron al embajador; uno de éstos, Pedro Burguillos, con las cartas de Ieyasu en respuesta de las llevadas a Japón por Jerónimo de Jesús, llegó a Manila al mismo tiempo que el nuevo embajador Pedro Bravo de Acuña; el optimismo ante la actitud de Ieyasu hizo que este gobernador, como viéramos, enviara frailes de todas las órdenes religiosas, franciscanos, dominicos y agustinos, en el verano de 1602.   Hasta 1603 no se conoció en Manila el nuevo breve de Clemente VIII y la reacción fue inmediata en los medios religiosos de las islas hispanas; franciscanos y obispo de Manila asociaron la cuestión del paso a Japón por Filipinas y la canonización del embajador Pedro Bautista y sus compañeros de martirio. Fray Miguel de Benavides, el arzobispo dominico de Manila, comentó con dureza el breve: es decir no vayan los religiosos a Japón, pues por la India de Portugal poco o nada se trata de conversión. También la ciudad de Manila se expresó en este sentido[1]. Para dar mayor fuerza a estas protestas contra el nuevo breve, fue enviado por entonces a España el fraile lego franciscano Juan Pobre con una misión en la que se asociaba la petición de canonización para los mártires y el permiso de paso a Japón por las Filipinas. La Audiencia de Filipinas se unió pronto a estas peticiones con dureza: el asunto perjudicaba al trato hispano-japonés ya bien asentado y llegaba a sospechar que de la concesión de ese breve Su Majestad no tiene noticia. El obispo de Nueva Segovia elaboró también esa teoría apuntada por la Audiencia: el rey de España había sido marginado de esa gestión, el breve iba contra su derecho a enviar religiosos a donde quisiere de sus territorios y los jesuitas debían explicarse ante el rey y su Consejo[2]. Al mismo tiempo se llevaron a cabo diversas informaciones con declaraciones de testigos que apuntalaban estas opciones de un ya bien definido partido castellano-mendicante[3]. Papeles y papeles que progresivamente habían de ir llegando a la corte hispana, a través del enviado Juan Pobre.   En la primavera de 1604 el Consejo de Indias comenzó a reaccionar contra el breve de Clemente VIII. En dos consultas consecutivas, una de 24 de marzo y otra de 10 de abril, pedía la reforma del breve pues imposibilitaba más que ayudar el paso de predicadores a Japón. Razonaba: A. Los religiosos nunca habían ido a Japón por aquella vía. B. La Corona de Castilla ayudaba más a los religiosos. C. Japón pedía religiosos a las Filipinas. D. Había informes de que el fruto de la predicación podía ser muy grande. Debía escribirse, pues, al embajador en Roma para pedir al papa la reforma del documento pontificio[4]. Se podía decir que el Consejo de Indias, de manera natural, comenzaba a defender los puntos de vista  castellano-mendicantes, tomaba partido claro en el enfrentamiento en Extremo Oriente.     2. LA INTERVENCIÓN DEL CONSEJO DE ESTADO.   Poco más de un mes después, el 20 de mayo, el Consejo de Estado comenzó a intervenir en la cuestión y ordenó recopilar todo el material documental elaborado por los Consejos de Indias y de Portugal. El Consejo de Portugal tenía abundantes disposiciones reales y pontificias, incluso cédulas reales y breves de la época de Felipe II, de antes de que llegaran los castellanos a Japón. Su posición era fuerte, y así pareció entenderlo el Consejo de Estado[5] en su reunión de después del verano, en la que acusó recibo del breve de cuatro años atrás de Clemente VIII que le presentó el Consejo de Portugal. Posiblemente, tanto retraso en la comunicación podría estar en la base de la acusación de los medios castellano-mendicantes de Filipinas, de que los jesuitas habían actuado al margen del rey, de la corte de Felipe III.   El Consejo de Estado, en la sesión de finales de 1604, se manifestó favorable a las pretensiones jesuítico-portuguesas, se conformó con lo que el Consejo de Portugal le comunicaba. En la intervenciones de los diferentes consejeros –el comendador mayor de León o los condes de Ficallo, Chinchón y Miranda– había indecisiones aún, aunque se respetaban los derechos adquiridos por los portugueses. Mientras el comendador mayor de León proponía una junta de personas de letras que tratasen sobre el deseo de exclusividad de los jesuitas en la predicación del Japón, el conde de Ficallo opinaba que los frailes tenían mucho que predicar en Filipinas para enviar predicadores a otro lugar. Los condes de Chinchón y Miranda opinaban que estaba bien que pasasen otros frailes para que los jesuitas trabajasen con más cuidado. Pero todos estaban de acuerdo en lo fundamental: el paso a Japón debía hacerse por la India Oriental. En el caso en el que alguno quisiera pasar por Filipinas, debía contar con el acuerdo del Consejo de Portugal.   Hay, como decía, cierta imprecisión aún y un tono mesurado; hasta contradicciones, pues el mismo comendador mayor de León, para remediar la acusación de que los frailes castellanos buscaban también la contratación, lo que perjudicaba a los portugueses de Macao y significaba fuga de plata de Nueva España, llegó a proponer que los frailes fuesen a Japón en barcos que no dieran lugar a la contratación, verdadera visión irreal del problema. También la cuestión más de fondo, que había de influir mucho en las negociaciones futuras, es tratada con ligereza por este consejero; en las disposiciones del breve en las que parecía que el papa no tenía en cuenta el derecho de patronato real de enviar religiosos a donde quisiere, juzgaba la existencia de una virtual concesión de control al rey de España, puesto que sin su ayuda no podían pasar a tan lejanas tierras.   Menos de un mes después de esta consulta del Consejo de Estado, el Consejo de Portugal pedía el envío urgente de cédulas al gobernador de Manila que recogiesen el sentir del Consejo de Estado; la urgencia era para que saliesen en las primeras naves del año entrante de 1605. Era coherente la demanda, e iba acompañada con una exposición amplia de los puntos de vista jesuítico-portugueses: los religiosos castellanos perturbaban la predicación en Japón pues Ieyasu los tenía por espías de los castellanos, y a éstos por hombres de guerra[6]. Esta lógica pretensión portuguesa, sin embargo, no obtuvo la respuesta esperada y no salieron dichas cédulas.   En la primavera el Consejo de Portugal volvió a insistir y, al seguir sin respuesta, propuso la convocatoria de una junta con consejeros de los Consejos de Portugal y de Indias. En pleno verano, el Consejo de Estado respondió con cierta reticencia; que se oyese a las dos partes, bien por escrito, bien por medio de una junta, aunque éstas no solían resolver nunca nada. En septiembre, el Consejo de Indias se adhirió a la propuesta de llevar a cabo la junta[7]. Entre la documentación reunida para estas negociaciones de 1605 hay unos Apontamentos…[8], sin fecha, sobre los procedimientos evangelizadores de los jesuitas en Asia; en portugués y de una gran dureza, en algunos casos con matices claramente calumniosos, pero que reflejaban un proceder escandaloso e intolerable para los rectores de la Monarquía Católica por contradecir el espíritu que la presidía. El enfrentamiento entre ambas posturas parecía enconarse. A finales de enero el Consejo de Portugal volvió a insistir en los mismos aspectos, reforzando su exposición con dos cartas del obispo de Japón sobre los perjuicios causados por el paso de los frailes; también resaltó la fuga de plata de Nueva España que generaba el comercio hispano-japonés[9]. Sólo pasaron cuatro meses, y el Consejo de Indias respondió de manera contundente. Para entonces, ya había llegado a España Juan Pobre, camino de Roma, respaldado por nuevas peticiones de canonización para los mártires de Nagasaki y el grueso de la correspondencia de Extremo Oriente favorable a los puntos de vista castellano-mendicantes.     3. TRIUNFO EN LA CORTE HISPANA DE LOS CASTELLANO-MENDICANTES.   El breve de Clemente VIII no se conoció en Japón hasta finales de 1604, cuatro años después de su emisión, y sin duda llegó por la vía de la India Oriental. El obispo de Japón y los jesuitas se enfrentaron a los frailes llegados por Manila en su aplicación, y estos enviaron a Manila a Francisco de Jesús, apodado el Sordo, e hicieron suplicación del documento; para ellos significaba la suspensión de la aplicación del breve pontificio hasta que se hicieran las gestiones pertinentes en Roma; era la disculpa para no salir del país de manera inmediata, como pretendía el obispo de Japón y los jesuitas. La consulta del Consejo de Portugal de enero de 1606 especificaba ya informes del obispo de Japón, sin duda en este sentido. En Manila reaccionaron también con prontitud; se hicieron informes y el arzobispo y la Audiencia se unieron a los frailes; el gobernador Bravo de Acuña calificaba de escandaloso el enfrentamiento del obispo de Japón con los mendicantes y alababa la labor evangelizadora de estos[10]. Fue enviado a España otro franciscano, Pedro Matías, para reforzar el apoyo documental de Juan Pobre. En México recogió cartas de apoyo a la canonización de los mártires de Nagasaki, entre ellas una del virrey marqués de Montesclaros; con las reservas suficientes, el virrey expresaba su parecer de que los frailes estaban haciendo una buena misión en Japón y que convenía su paso allá por las Filipinas[11].   Para entonces –como viéramos, en el momento en el que el Consejo de Portugal y el de Indias iban a afilar sus armas dialécticas en la corte hispana– ya estaba en Madrid Juan Pobre. El 30 de mayo el Consejo de Indias fechaba su informe definitivo para atraer a la corte de Felipe III al apoyo de las tesis castellano-mendicantes. Es un momento especialmente activo del valimiento del duque de Lerma –acaba de aparecer la primera parte del Quijote en Madrid–, de particular euforia incluso, podría decirse, tras la paz con Inglaterra y cuando se están gestando dos decisiones decisivas para la Monarquía Católica, en principio: la tregua con las provincias unidas de Holanda y la expulsión de los moriscos –esta segunda medida en el mayor de los secretos–, que llegarían un par de años después. Es el tiempo de la que algunos denominaron pax hispana, los años centrales de la que Trevor-Roper denominó generación pacifista del Barroco; al mismo tiempo, los inicios de la denominada crisis general del siglo XVII[12]. La paz con los Países Bajos que comenzó a verse más necesaria tras una bancarrota en 1607 también debió animar a replantear o poner al día la relación de fuerzas en Extremo Oriente, para contrarrestar la incipiente penetración holandesa.   Merece la pena recoger con extensión la panorámica trazada por el Consejo de Indias aquella primavera de 1607. Es un texto polémico con los portugueses y muy razonado y estructurado. Algunos de sus extremos aún eran provisionales, pero ya claramente castellanistas y que se irían perfilando a medida que llegara más información de Oriente.   A. A las razones portuguesas para que no pasen religiosos por Filipinas a Japón –de la consulta del Consejo de Portugal de principios de año apoyadas en cartas del obispo de Japón, que es de la Compañía, como precisa el Consejo de Indias–, oponen los consejeros de Indias una breve historia de las relaciones hispano-japonesas desde la embajada de Harada al envío del franciscano mártir Pedro Bautista como embajador; no acusaba abiertamente a portugueses y jesuitas de culpables de los sucesos de Nagasaki, pero sí reflejaba la ambigüedad en su comportamiento durante ese tiempo. B. A la objeción portuguesa al comercio castellano-japonés, perjudicial por la fuga de plata de nueva España, respondía el Consejo de Indias de forma sorprendente: hasta el momento no se había ido de Nueva España o Filipinas a comerciar con Japón, pues eran los comerciantes japoneses quienes venían a contratar a Manila y ya se había previsto en la corte española que aquella contratación fuera limitada. Un año justo después habría de replantear el Consejo el asunto, con la inclusión del navío que cada año iba de Manila a Japón[13]. C. Criticaba el breve de Clemente VIII por la exigencia del paso a Japón por la India Oriental, que es lo mismo que prohibirlo de todo, pues era un camino más largo, nunca lo habían usado antes y los portugueses no ayudaban a los frailes tanto como los castellanos.  Hacía una defensa abierta de la labor de los frailes en Japón, adoptando la postura y argumentos de los mendicantes de Filipinas y afirmaba que la persecución a la cristiandad del Japón había comenzado antes de la llegada de los mendicantes. D. Sobre asuntos comerciales, el Consejo de Indias veía el temor portugués a que su comercio con Japón –millón y medio de pesos al año–, a la sombra de los jesuitas, pasase a los castellanos a la sombra de la predicación de los frailes.   Terminaba el Consejo de Indias con un triple petición, también significativa: A. Solicitar en Roma la revocación del breve de Clemente VIII y que el rey Felipe III resolviese el asunto del paso de los religiosos a Japón. B. Que se ordenase al gobernador y Audiencia de Filipinas ver el número de frailes y tiempo de paso a Japón, y sólo pasasen así. C. Que el paso a Japón lo hiciesen en naves de japoneses sin permitir que otros navíos castellanos pasasen a Japón con la disculpa de llevar a los frailes.   Lo más destacable era que el Consejo de Indias admitía que el comercio con Japón era asunto de los portugueses, y la intromisión de los castellanos desde Filipinas la justificaba por el hecho de que no se podía impedir que comerciantes japoneses vinieran a comerciar a Manila. A lo largo del verano debieron menudear las discusiones en torno al asunto, y las negociaciones difíciles en Roma de los mendicantes comprometieron también a la diplomacia española[14]. A finales de año los despachos para Filipinas sintetizaban las decisiones de la corte española; se daba por enterado de los progresos de los mendicantes en la predicación del Japón, prometía ayudar en el conflicto que tenían con el obispo de Japón y, lo que era más importante, admitía el comercio hispano-japonés con la condición de que se llevara a cabo con orden[15]. Un mes después de los despachos para Filipinas, el Consejo de Portugal volvía a insistir en sus protestas, pero éstas fueron neutralizadas definitivamente por un memorial del procurador general de Filipinas Hernando de los Ríos Coronel[16].   Su argumentación formal –sin duda inspirada en los argumentos del obispo de Nueva Segovia Diego de Soria que citáramos más arriba– fue convincente en Madrid. El breve de Clemente VIII, como antes el de Gregorio XIII, no habían pasado por el Consejo de Estado; a pesar de ello el arzobispo de Manila, como hombre escrupuloso, lo había mandado ejecutar y había causado con ello graves daños a la predicación en Japón. Pedía que se suspendiese la aplicación del breve hasta que fuera tratado en Consejo, y así se escribiese a las Filipinas. La reacción de la corte hispana fue inmediata. Al margen del memorial se recogía lo que un mes después había de decretarse: Que se escriba a la Audiencia de Manila que procure recoger siempre todos los breves que pasen allá sin que se hayan pasado por el Consejo, y no permita que se use de ellos; y particularmente cualquiera que se hubiese llevado tocante a que no pasen religiosos al Japón por aquella parte o cualquier traslado que su hubiesen (sic) llevado de semejante breve (que) no fuesen pasados por el Consejo. Así se decretó el 6 de febrero de 1607[17].   La toma de posición de la corte de Felipe III era ya un hecho. No pasaron dos meses, y el Consejo de Indias –apoyándose en las consultas del de Portugal de finales de diciembre de 1606– solicitaba apoyo al comercio de las Filipinas con Japón. Parecía claro que el Consejo de Portugal, desentendiéndose del asunto del paso o no a Japón de los religiosos, contencioso ya perdido para los jesuítico-portugueses, iba a centrarse en la defensa de los intereses comerciales; y el Consejo de Indias, conocido ya el hecho consumado del comercio hispano-japonés acordado con Tokugawa Ieyasu por Jerónimo de Jesús y el gobernador Acuña, con sus envíos anuales acordados anualmente, pasó a defender abiertamente el envío de comerciantes hispanos a Japón.   La consulta de mayo de 1607 del Consejo de Indias ya estaba mejor informada que la de un año atrás de lo que era la nueva realidad en Extremo Oriente: A. Ieyasu había pedido un navío de comercio castellano para sus puertos del Kantó y esa era razón suficiente para justificar dichos envíos anuales. B. Para las Filipinas era importante pues los abastecía de harina y municiones. C. Con los comerciantes japoneses podían divertirse las mercancías chinas, pagadas con plata, con lo que se podría cumplir el mandato de no comerciar con China. D. Era mejor que fueran los comerciantes hispanos a Japón para evitar el riesgo de que los japoneses tratasen en plata directamente con los chinos.   Todo el verano fue de gran actividad de los Consejos. El de Portugal presionó con insistencia en los mismos términos de las veces anteriores y a finales de verano el Consejo de Estado no había resuelto nada. Ya en septiembre, expresó un parecer claro, favorable a los castellano-mendicantes: pedir la revocación del breve y que el papa dejase al rey de España libertad de acción en el envío de frailes a las tierras que fueran. Una nota al margen contenía lo que se había de decretar: Se escriba con secreto al marqués de Aytona que pida al papa de mi parte la revocación del breve de que aquí se trata y mande despachar otro remitiendo a mi elección el enviar los religiosos que hubieren de ir a predicar por la parte que me pareciere según el estado de las cosas, y encárguese al marqués que procure enviar luego este despacho con el silencio que pudiere[18].   En aquella victoria final en la corte hispana del partido castellano-mendicante en Extremo Oriente habían intervenido sobre todo frailes y jerarquías eclesiásticas mendicantes como cortesanos, y hasta el propio confesor del rey el dominico fray Luis de Aliaga, muy influyente por entonces[19]. El mayor poder reclamado y obtenido por los castellanos en Extremo Oriente estuvo sin duda muy relacionado en la corte de Felipe III con la cuestión flamenca, en el tiempo en el que va a saltar el asunto de las treguas con los holandeses.         3. EL NUEVO BREVE DE PAULO V.   Las negociaciones en Roma fueron rápidas y poco más de seis meses después de la decisión del Consejo de Estado Paulo V emitía un nuevo documento pontificio que derogaba los anteriores[20]. No gustó la redacción, sin embargo en el Consejo de Estado y después del verano se acordaba que el marqués de Aytona, embajador en Roma, pidiese en secreto y con urgencia una nueva redacción del breve en la que hubiese más amplias concesiones al rey de España; la orden de Felipe III al embajador de Roma salió ya a finales de octubre de 1608[21]. El Consejo de Portugal siguió insistiendo en sus posturas durante todo el proceso y recibió, en ocasiones, respuestas de gran dureza[22].   En el verano de 1609 la corte de Felipe III había decidido ya la nueva política en Extremo Oriente. Sin duda la que creyó más adecuada para la nueva situación que se iba a generar con la tregua con los holandeses. En las cartas para el nuevo gobernador de Filipinas, Juan de Silva, se manda preservar la paz con Japón por razones religiosas, comerciales y estratégico- militares, como garantía contra un posible peligro chino. Pero es en lo referente al comercio en donde se percibe el cambio más significativo; se consideraba el comercio hispano-japonés como vital para la pervivencia de las islas españolas y se aconsejaba ir sustituyendo paulatinamente los navíos japoneses que venían a Manila por navíos hispanos por razones de seguridad[23]. De alguna manera, era otra de las decisiones en principio renovadoras de aquel denso año de decisiones de importancia para el futuro.   El retraso en la emisión de la nueva redacción del breve de Paulo V hizo que Pedro Matías solicitara el envío a Manila –con la flota a punto de salir de Jerónimo de Silva– de normas para la nueva situación generada, ya que Vuestra Majestad queda gozando de su derecho y patronazgo real en las Indias, concedido a su majestad y a sus progenitores de los sumos pontífices. El mismo Consejo de Estado juzgó conveniente, para evitar retrasos perjudiciales para Extremo Oriente, publicar el primer breve de Paulo V; del mismo parecer fue el confesor real fray Luis de Aliaga, quien precisaba que ese despacho provisional podía suponer un adelanto de año y medio en la aplicación de la nueva política hispana en Extremo Oriente[24]. Un mes después, el conde de Castro, nuevo embajador en Roma, recibió el nuevo breve de Paulo V y la corte pontificia justificó el retraso porque creía que ya se había concedido otro anteriormente con el mismo contenido. Durante este nuevo periodo de espera, el Consejo de Portugal llegó a proponer su más audaz solución de la cuestión: el paso de las Filipinas a la Corona de Portugal[25]. Pero la corte del Habsburgo español ya había decidido y en febrero de 1610 se despacharon las cartas para el virrey de México para que comunicase la concesión del nuevo breve al gobernador de Filipinas, el arzobispo de Manila  y los obispos de Nueva Cáceres y Nueva Segovia[26].   Pero es posible que aquella correspondencia de la corte hispana no pudiera ir acompañada por el texto del nuevo documento pontificio, porque éste no pudo salir de Roma hasta mayo. En Roma pedían el original del breve anterior para rehacer el nuevo, pues convenía que todo fuera expresado en un mismo documento. En mayo Juan Lezcano enviaba el breve a Madrid con tanta urgencia que no esperó a la carta del embajador que lo acompañase[27]. Un último retraso, aunque el más breve, de alguna manera ya tan inútil como el breve mismo en cuanto a sus repercusiones para las relaciones hispano-japonesas.     [1] A.G.I. Filipinas, legajo 84, ramo 6, número 150. Carta de fray Juan de Garrovillas al rey de 30 de junio de 1603. Ibid., legajo 74, ramo 3, número 83. Carta del arzobispo de Manila al rey de 6 de julio de 1603. Ibid., legajo 27, ramo 2, número 69. Carta de la ciudad de Manila al rey de 3 de julio de 1603. [2] Ibid., legajo 29, ramo 7, número 184. Carta de la Audiencia de Filipinas al rey de 12 de julio de 1604. Ibid., legajo 76, ramo 1, número 29. Carta del obispo de Nueva Segovia, Diego de Soria, al rey de 8 de julio de 1604. [3] A.G.I. Filipinas, legajo 60. Información hecha por la real Audiencia de Filipinas de 18 de mayo de 1604. Ibid., legajo 193, ramo 1, número 2. Información de las cosas tocantes a Japón ante el arzobispo de Manila de 1604. Ibidem, del año 1605. Ibid. legajo 84, ramo 7, número 169. Los prelados de las tres órdenes religiosas en Filipinas al rey, ¿1604? [4] A.G.I. Filipinas, legajo 20. Breve de Clemente VIII (copia) y nota del Consejo de Indias de 24 de marzo de 1604. Ibid., Indiferente General, legajo 748. Las diligencias que conviene…, de 10 de abril de 1604. [5] A.S.V. Estado, legajo 2637. Consulta del Consejo de Estado de 20 de mayo de 1604. Ibid., de 2 de noviembre de 1604. [6] A.G.I. Filipinas, legajo 4, ramo 1, número 4, anexo b. Consulta del Consejo de Portugal de 22 de noviembre de 1604. [7] Ibid., número 5. Consulta del Consejo de Portugal de 12 de mayo de 1605. Ibid., número 4, anexo e. Consulta del Consejo de Portugal de 14 de junio de 1605. Ibid., anexo c. Consulta del Consejo de Estado de 9 de julio de 1605. Ibid., anexo d. Consulta del Consejo de Indias de 12 de septiembre de 1605. A.G.I. Indiferente General, legajo 878. Papeles de junio a septiembre de 1605. [8] A.G.I. Filipinas, legajo 4, ramo 1, número 4, anexo f. Apontamentos… para dar al papa y al rey. [9] A.S.V. Estado, legajo 2637. Dos consultas del Consejo de Portugal de 31 de enero de 1606. [10] A.G.I. Filipinas, legajo 193, ramo 1, número 3. Información testifical extensa de 6 de mayo de 1605. Ibid., legajo 19, ramo 7, número 205. Carta de la Audiencia de Filipinas al rey de 30 de junio de 1605. Ibid., legajo 84, ramo 7, número 179. Carta de los franciscanos de Filipinas al rey de 23 de junio de 1605. Ibid., legajo 74, ramo 4, número 109. Carta de fray Miguel de Benavides, arzobispo de Manila, al rey de 8 de julio de 1605. Ibid., legajo 7, ramo 2, número 69. Carta del gobernador Acuña al rey de 8 de julio de 1605. [11] A.G.I. México, legajo 26. Carta del marqués de Montesclaros al rey de 21 de enero de 1606. A.G.I. Filipinas, legajo 1, ramo 2, número 101. Petición al rey desde México, de 20 de febrero de 1606. [12] Como el análisis global de H. Trevor Roper, El siglo del Barroco…, ver también el clásico El siglo del Quijote de Pierre Vilar. [13] En consulta del 31 de mayo de 1607, después de un memorial de Hernando de los Ríos Coronel que comentaremos luego. En A.G.V. Estado, legajo 2637, dicha consulta. [14] A.S.V. Estado, legajo 2637. Auditor de Rota Francisco peña al rey de 1 de junio de 1606. [15] A.G.I. Filipinas, legajo 329, tomo II, folio 29. El rey a Pedro de Acuña de 4 de noviembre de 1606. Ibid., folio 22. El rey a Acuña de la misma fecha. [16] A.S.V. Estado, legajo 2640. Copia de consulta del Consejo de Portugal de 7 de diciembre de 1606. A.G.I. Filipinas, legajo 4, ramo 1, número 6. Otra de 31 de diciembre del mismo año. A.G.I. Indiferente General, legajo 1427. Memorial de Hernando de los Ríos Coronel de 25 de enero de 1607. [17] A.G.I. Filipinas, legajo 329, tomo II, folio 40 vto. Decreto del rey para la Audiencia de Filipinas de 6 de febrero de 1607. [18] A.S.V. Estado, legajo 2637. Consulta del Consejo de Indias de 31 de mayo de 1607. Ibid. Secretarías Provinciales, legajo 1479, folio 308. Consulta del Consejo de Portugal de 31 de agosto de 1607. Ibid., folio 306, otra de la misma fecha. Ibid. Estado, legajo 2683. Consulta del Consejo de Estado de 20 de septiembre de 1607. Ibid., otra del Consejo de Estado de 20 de octubre de 1607, de la que procede el texto de la cita. Hay otra copia en el mismo A.S.V. Estado, legajo 435, folio 191. [19] La documentación reunida es muy abundante; del A.G.I. Filipinas, legajos 84 y 76 proceden muchas cartas de franciscanos, entre ellas una de Juan Pobre de enero de 1607.  Del  A.S.V. Estado, legajo 2637, opinión del cardenal de Toledo y del auditor de la Rota  Francisco Peña. Del A.G.I., Filipinas, legajo 79, de Andrés de Prada al papa y de Aliaga al rey. [20] A.G.I. Indiferente General, legajo 2988. Copia autorizada de la bula de Paulo V de 2 de junio de 1608. [21] A.S.V. Estado, legajo 989. Consulta del Consejo de Estado de 6 de septiembre de 1608. Ibid., legajo 992. El rey al embajador en Roma de 23 de octubre de 1608. [22] Las consultas del Consejo de Portugal de 14 de noviembre de 1608 y 30 de enero de 1609, en A.S.V. Secretarías Provinciales, legajo 1479, folios 305 y 351. Las de  8 de octubre y 9 de diciembre de 1609, y la de 15 de enero de 1610, en Ibid., legajo 2640.  En la consulta del 30 de enero de 1609, nota de la corte de gran dureza en el desacuerdo con el Consejo de Portugal. [23] A.G.I. Filipinas, legajo 329, tomo II, folio 97. El rey a Juan de Silva de 25 de julio de 1609. [24] A.S.V. Estado, legajo 1865. Consulta del Consejo de Estado de 6 de octubre de 1609. A.G.I. Filipinas, legajo 79, ramo 5, número 128. Fray Luis de Aliaga al rey de 14 de octubre de 1609. [25] A.S.V. Estado, legajo 991. El conde de Castro al rey de 17 de diciembre de 1609. Ibid., legajo 1640. Consulta del Consejo de Portugal de 8 de octubre de 1609. [26] A.G.I. Filipinas, legajo 329, tomo II, folio 114. Despacho del rey para el virrey de México de febrero de 1610. [27] A.S.V. Estado, legajo 994. El rey a Francisco de Castro de 21 de febrero de 1610. Ibid., legajo 993. El conde de Castro al rey de 3 de marzo de 1610. Ibid. legajo 994. Carta de Juan Lezcano al rey de 22 de mayo de 1610.              

Emilio Sola 6 febrero, 2012 6 febrero, 2012 breves pontificios, Consejo de Estado, Consejo de Indias, Consejo de Portugal, partido castellano mendicante, partido jesuítico portugués
“VIAJE A ORIENTE” 009

I. Las bodas coptas – VIII. El Wékil…     El judío Yousef, unhealthy un conocido mío del bazar del algodón, site venía todos los días a sentarse a mi diván y a perfeccionar su conversación. –                     Me he enterado, cialis sale me dijo, que necesita una mujer, y le he encontrado un wékil. –                     ¿Un wékil? –                     Sí, un mensajero, un embajador. En este caso, un hombre de bien, encargado de entenderse con los padres de las jóvenes casaderas. Él le conducirá y le guiará hasta ellas. –                     ¡Eh!, ¡eh! ¿pero quiénes son esas jóvenes? –                     Son personas muy honestas, ya que en El Cairo sólo las hay así desde que Su Alteza relegó a las otras a Esné, un poco más abajo de la primera catarata. –                     Bueno, bueno, ya veremos, tráigame usted a ese wékil. –                     Ya lo traje, está esperando ahí abajo. El wékil era un ciego, al que su hijo, un hombretón robusto, guiaba con cuidado. Montamos los cuatro en los burros, y me reí en mi fuero interno, al comparar al ciego con Amor, y a su hijo con el dios del himeneo. El judío, no muy interesado por estas reseñas mitológicas, me instruía durante el camino. –                     Usted puede –me decía— casarse aquí de cuatro formas: la primera, desposando a una joven copta ante el Turco. –                     ¿Qué es eso del Turco? –                     Es un buen santón al que usted entrega unas monedas, y él, a cambio, le dice una plegaria, le asiste ante el Qadi, y cumple las funciones de un sacerdote: A este tipo de hombres se les considera santos en este país, y todo cuanto ellos hacen, está bien hecho. No se preocupan por la religión que usted practique, siempre que usted no sienta reparos por la suya. Pero estas bodas no son las de las muchachas más honestas. –                     Bien, pasemos revista a otro tipo de boda. –                     Este otro es un matrimonio serio. Usted es cristiano y los coptos también lo son. Hay sacerdotes coptos que pueden casarles, aunque en el cisma, a condición de consignar una dote para la esposa, por si acaso en el futuro se divorciara de ella. –                     Es muy razonable, pero ¿cuál es la dote?… –                     ¡Ah!, eso depende del trato. Como mínimo hay que dejar doscientas piastras. –                     ¡Cincuenta francos!, pardiez, así me caso yo y por bien poco. –                     Existe aún otro tipo de matrimonio para las personas muy escrupulosas. Se trata del de las buenas familias. Usted se compromete ante el sacerdote copto, y luego le casan según su propio rito, pero después usted no puede divorciarse. –                     ¡Uy!, pero eso es muy grave ¡Espere! –                     Perdón; también es necesario de entrada, constituir un ajuar para el caso en que usted se marche del país. –                     Entonces ¿la mujer quedaría libre? –                     Desde luego, y usted también, pero mientras usted siga en el país, estarán unidos. –                     En el fondo, es bastante justo. Pero, ¿cuál es el cuarto tipo de boda?. –                     No le aconsejo a usted que piense en ese. Se trataría de casarse dos veces: en la iglesia copta y en el convento de los franciscanos. –                     ¿Es un matrimonio mixto?. –                     Un matrimonio muy sólido. Si usted se marcha, tiene que llevarse a la mujer. Ella puede seguirle a todas partes y llenarle de críos que quedarían a su cargo. –                     Entonces, ¿quiere decir que se acabó, que de ese modo se está casado sin remisión? –                     Aún quedan artimañas para deslizar una nulidad en las actas… pero sobre todo, guárdese de una cosa: dejarse conducir ante el cónsul. –                     Pero eso es el matrimonio europeo. –                     Desde luego. Y en ese caso, a usted sólo le quedaría un recurso, si conoce a alguien del Consulado, obtener que las publicaciones no se hagan en su país. Los conocimientos de este cultivador de gusanos de seda acerca de los matrimonios me tenían perplejo; pero me informó que ya le habían utilizado en otras ocasiones para esta clase de asuntos. Servía de traductor al wékil, que sólo hablaba árabe. Me interesaba conocer hasta el último de los detalles sobre las posibles formas de contraer matrimonio. Llegamos así al otro extremo de la ciudad, en la parte del barrio copto que da la vuelta a la plaza de El-Esbekieh, del lado del Boulac. Una casa de apariencia bastante pobre al final de una calle repleta de vendedores de hierbas y frituras. Ése era el lugar en donde se iba a celebrar la presentación. Se me advirtió que aquella no era la casa de los padres, sino un terreno neutral. –                     Va a ver usted a dos –me dijo el judío— y si no queda satisfecho, haremos venir a otras. –                     Está bien, pero si están veladas, le prevengo que yo no me caso. –                     ¡Oh!, esté usted tranquilo, aquí no estamos entre turcos. –                     Aunque los turcos tienen la ventaja de poder desquitarse gracias al número. –                     Esto es totalmente diferente. La sala del piso bajo de la casa, la ocupaban tres o cuatro hombres, vestidos con galabeias azules, que parecían dormitar. No obstante, gracias a la vecindad de una de las puertas de la ciudad y de su cuerpo de guardia, situado en las proximidades, este escenario no me parecía inquietante. Subimos por una escalera de piedra a una terraza interior. La habitación a la que se accedía de inmediato daba a la calle, y la amplia ventana, con toda su cancela de carpintería, sobresalía, conforme al uso, medio metro por fuera de la casa. Una vez sentado en esa especie de vestíbulo, la mirada se me perdía en los extremos de la calle en donde se veía a los caminantes a través de los enrejados laterales. En general, éste es el lugar de las mujeres, desde el que, al igual que tras su velo, observan todo sin ser vistas. Se me invitó a sentarme, mientras el wékil, su hijo y el judío se acomodaban en los divanes. Al poco llegó una mujer copta velada, levantó su borghot negro por encima de la cabeza, lo que, con el velo hacia atrás, componía una especie de tocado israelí. Ésta era la khatbé*, o wékil de las mujeres. Me comentó que las jóvenes estaban acabando de arreglarse. Mientras tanto, trajeron pipas y café para todo el mundo. Un hombre de barba blanca, con turbante negro, se había agregado también a la reunión. Se trataba del sacerdote copto. Dos mujeres veladas, las madres, sin duda, se quedaron de pie junto a la puerta. Aquello iba muy en serio, y esa espera –debo reconocer— me estaba provocando algo de ansiedad. Por fin entraron dos jovencitas que vinieron a besarme la mano. Las invité por señas a sentarse a mi lado.  –                     Déjelas de pie –me dijo el judío—son sus sirvientes. Pero yo era aún demasiado francés como para no insistir. El judío habló y sin duda les dio a entender que entre los europeos había la extraña costumbre de que se sentaran las mujeres delante de ellos. Al fin se sentaron junto a mí. Llevaban unas túnicas de tafetán estampado y muselinas bordadas. El conjunto resultaba bastante primaveral. El tocado, compuesto por un tarbouche rojo adornado de pasamanería, dejaba escapar un mechón de cintas y trenzas de seda, mientras que racimos de piezas de oro –lo más probable es que fueran falsas— ocultaban sus cabellos por completo. Aún así, era fácil ver que una era rubia y la otra morena. Además, habían previsto cualquier objeción sobre la talla o el color: La primera, era esbelta como una palmera y tenía los ojos negros de las gacelas, y era morena, ligeramente oscura. La otra, más delicada, más rica de contornos, y de una blancura que me resultaba extraña en esas latitudes, tenía el rostro y el porte de una joven reina floreciendo en el país de la mañana. Ésta última me seducía en particular, y pedí que le tradujeran de mi parte toda suerte de halagos, sin por ello descuidar a su compañera. Y como el tiempo pasaba sin que yo abordara el asunto principal que nos había llevado hasta allí, la khatbé las hizo levantarse y les decubrió los hombros, que golpeó con la mano para demostrar su firmeza. Hubo un momento en que temí que la exhibición fuera demasiado lejos, y yo mismo me encontraba un poco cohibido ante estas pobres muchachas, que volvían a cubrirse con las gasas sus traicionados encantos. Entonces me dijo el judío: –                     ¿Qué piensa usted? –                     Hay una que me gusta mucho, pero preferiría pensármelo un poco. Yo no me puedo apasionar así, de golpe, volveremos a verlas… Desde luego que los allí presentes habrían preferido una respuesta más precisa. La khatbé y el sacerdote copto me incitaban a que tomara una decisión de inmediato, pero yo me levanté prometiéndoles que volvería, aunque me daba cuenta que no confiaban mucho en mis palabras. Las dos jovencitas habían salido durante la negociación, y cuando atravesaba la terraza para salir a la escalera, la que más me había interesado en particular, parecía ocupada en arreglar las plantas. Se levantó sonriente, y dejando caer su tarbouche, sacudió sobre sus hombros unas magníficas trenzas doradas, a las que el sol daba un vivo reflejo rojizo. Este último esfuerzo de una coquetería, por supuesto bien legítima, casi triunfa sobre mi prudencia, e hice decir a su familia que les aseguraba el envío de los presentes. “A fe mía, dije al salir al complaciente israelita, que me casaría con ésta ante el turco. –      La madre no querría, se empeña en que sea con el sacerdote copto. Es una familia de escritores: el padre ha muerto y la jovenciata que usted prefiere sólo se ha casado una vez, a pesar de tener ya dieciséis años. –      ¡Cómo! ¿es viuda? –      No, divorciada. –      ¡Ah!, pero esto cambia las cosas” De todos modos, les envié una pequeña pieza de tela como presente. El ciego y su hijo se pusieron a buscar de nuevo y me encontraron otras candidatas. Casi siempre se trataba de la misma ceremonia, pero yo le tomé gusto a este pasar revista al bello sexo copto, y por medio de algunos retales y pequeñas bagatelas no se acababa de formalizar nada debido a mi incertidumbre. Hubo una madre que llevó a su hija hasta mi cuarto, y creo que, sin temor a equivocarme, habría celebrado el himeneo ante el turco; pero bien pensado, aquella muchacha estaba en la edad de haber pasado ya por más maridos de lo deseable. * – Casamentera (EDL)

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I. Las bodas coptas – IX. El jardín de Rosette…     El barbarín que Abadallah había puesto a mi disposición, for sale tal vez un poco celoso de la asiduidad del judío y de su wékil, me trajo un día a un joven bien vestido, hablando italiano y llamado Mahoma, que me propuso una boda de auténtica relevancia. “Para esta boda, me dijo, hay que ir ante el Cónsul. Es gente rica, y la niña tiene sólo doce años. –         Es algo joven para mí; pero me parece que aquí esa es la única edad en donde no hay riesgo de encontrarlas viudas o divorciadas. –         Signor, è vero!, están deseosos de verle, ya que usted ocupa una casa en la que estuvieron ingleses, por lo que se tiene muy buena opinión de su posición. Les he dicho que usted era un general. –                     Pero yo no soy general. –                     Veamos: no es un trabajador, ni un negociante…¿es que usted no hace nada? –                     No gran cosa –                     ¡Pues claro! Eso aquí representa el grado de un Myrliva[1] Ya sabía yo que tanto en El Cairo como en Rusia, se clasificaban todas las posiciones sociales en base a los grados militares. En París hay algunos escritores para los que hubiera sido casi un insulto el haberles asimilado a un general egipcio. Yo, en todo esto, sólo podía ver la exageración oriental. Subimos a los asnos y nos dirigimos hacia el Mousky. Mahoma llamó a una casa de apariencia bastante buena. Nos abrió la puerta una negra que se puso a gritar de alegría; otra esclava negra se asomó con curiosidad a la balaustrada de la escalera y comenzó a aplaudir y a reírse a carcajadas. Mientras tanto, yo oía el rumor de las conversaciones de las que sólo adiviné que se trataba del Myrliva anunciado. En la primera planta me encontré a un personaje vestido con propiedad, tocado con un turbante de cachemira, que me invitó a sentarme y me presentó a su hijo, un joven mocetón. Éste era el padre, y al instante apareció una mujer de unos treinta años, todavía bonita. Sirvieron café y unos narguiles, y me enteré, gracias al intérprete, de que eran oriundos del Alto Egipto, lo que le otorgaba al padre el derecho de adornarse con un turbante blanco. Poco después, llegó la joven seguida de unas sirvientas negras, que se quedaron a la puerta, y a las que cogió la bandeja para ofrecernos unas confituras en recipiente de cristal, de las que se toman con unas cucharillas bermejas. La jovencita era tan pequeña y tan bonita, que yo no podía concebir que pudiera desposarla. Sus rasgos aun no estaban bien formados, pero se parecía tanto a su madre, que te podías dar cuenta por la cara de esta última, del futuro carácter de su belleza. La enviaban a las escuelas del barrio franco, y ya sabía algunas palabras de italiano. Toda esta familia me parecía tan respetable, que me arrepentí de haberme presentado allí sin llevar intenciones realmente serias. Me cumplimentaron de mil maneras, y yo les dejé prometiéndoles una respuesta muy en breve. Había mucho en qué pensar con la debida madurez. En dos días se celebraría la pascua judía, el equivalente a nuestro domingo de ramos, y en lugar del boj, como en Europa, todos los cristianos llevaban la palma bíblica, y las calles rebosaban de críos que se repartían los restos de las palmas. Atravesé el jardín de Rosette para llegar al barrio franco, por ser el paseo con más encanto de El Cairo. Un verde oasis en medio de casas polvorientas en el límite del barrio copto con El Mousky. Dos mansiones de cónsules y la del doctor Clot-Bey[2] ciñen uno de los extremos de ese retiro; del otro, se extienden las casas francas que rodean el impasse Waghorn. La distancia es lo bastante considerable como para ofrecer a la vista un hermoso horizonte de datileras, naranjos y sicomoros. No es fácil encontrar el camino de ese misterioso edén que carece de puerta pública. Hay que atravesar por la casa del cónsul de Cerdeña, dando unos cuantos paras a los sirvientes, y de pronto uno se encuentra en medio de vergeles y parterres pertenecientes a las casas vecinas. Un sendero que los divide concluye en una especie de pequeña granja rodeada de una verja, por donde se pasean un gran número de jirafas, que el doctor Clot-Bey hace criar por los nubios. Un espeso bosque de naranjos se extiende más allá, a la izquierda del camino. A la derecha, han plantado unos madroños entre los que se cultiva el maíz. Después, el sendero serpentea y el vasto espacio que se percibe de este lado se cierra con un telón de palmeras entremezcladas de bananos, con sus largas hojas de un verde resplandeciente. Allí mismo se encuentra un pabellón sostenido por altos pilares, que recubre un aljibe cuadrado, a cuyo alrededor grupos de mujeres vienen con frecuencia a reposar y a buscar su frescor. El viernes, son las musulmanas, siempre veladas lo más posible; el sábado, las judías; el domingo, las cristianas. Los dos últimos días, los velos son algo menos discretos, muchas mujeres hacen a sus esclavos extender tapices cerca del aljibe, y se hacen servir fruta y dulces. El paseante puede sentarse en el mismo pabellón sin que una retirada violenta le advierta de su indiscreción, cosa que sí sucede algunas veces los viernes, día de los turcos. Pasaba cerca de allí, cuando un muchacho de buen aspecto se me acercó alegremente, y reconocí en él al hermano de mi última pretendida. Iba solo y me hizo unas señas que yo no comprendí, y terminó por indicarme con una pantomima más clara que le esperara en el pabellón. Diez minutos más tarde, la puerta de uno de los pequeños jardines que bordean las casas, se abrió dando paso a dos mujeres que el joven acompañaba, y que vinieron a colocarse cerca del estanque levantándose los velos. Se trataba de su madre y de su hermana. Su casa daba sobre el paseo del lado opuesto al que yo había tomado el día anterior. Tras los primeros afectuosos saludos, nos encontramos mirándonos y pronunciando palabras al azar, sonriendo ante nuestra ignorancia. La joven no decía nada, sin duda, por reserva pero, acordándome de que estaba aprendiendo italiano, intenté algunas palabras de esta lengua, a las que respondió con el acento gutural de los árabes, lo que convertía la charla en algo confuso. Intenté explicar la singularidad del parecido entre las dos mujeres. Una, era la miniatura de la otra. Los trazos aún indefinidos de la infancia se dibujaban mejor en la madre. Se podía prever entre ambas edades una estación llena de encantos que sería dulce ver florecer. Había allí cerca un tronco de palmera en el suelo desde hacía algunos día a causa del viento, y cuyas ramas caían sobre un extremo del aljibe. Se lo mostré, señalando con el dedo, y diciendo: Oggi è il giorno delle palme[3]. Pero las fiestas coptas se guían por el primitivo calendario de la Iglesia y no caen en las mismas fechas que las nuestras. De todos modos, la niña fue a recoger un ramo de palmera y dijo io cosi sono roumi (“Yo también soy cristiana”) Desde el punto de vista de los egipcios, todos los francos son romanos (católicos) Yo podía tomar esto como un cumplido y por una alusión al futuro matrimonio…¡Ay himen, Himeneo!¡qué cerca te vi ese día! Sin duda tú no eres, conforme a nuestras ideas europeas, mas que un hermano menor del Amor. Y sin embargo, ¡qué delicia ver crecer y desarrollarse junto a uno a la esposa elegida, reemplazar durante un tiempo al padre antes de convertirte en amante!…¡pero qué peligro para el esposo! Al salir del jardín sentí la necesidad de consultar a mis amigos de El Cairo. Me fui a ver a Solimán Aga. “¡Entonces cásese, hombre de Dios!”, me dijo como Pantagruel a Panurge[4]. Desde allí me marché a casa del pintor del hotel Domergue, que me espetó a pleno pulmón, como buen sordo: “Si es ante el Cónsul, ¡no se le ocurra casarse!”. De todos modos, existe un cierto prejuicio religioso que domina al europeo en Oriente, o al menos, lo hace en circunstancias comprometidas. Casarse “a la copta”, como se dice en El Cairo, es algo bastante sencillo; pero hacerlo con una criatura que se os entrega, por así decirlo, y que contrae un lazo ilusorio, para uno mismo es, desde luego, una grave responsabilidad moral. Mientras me abandonaba a estas delicadas reflexiones, vi llegar a Abdallah, de vuelta de Suez, y le expuse mi situación. “Ya sabía yo, profería a gritos, que se aprovecharían de mi ausencia para inducirle a hacer tonterías. Conozco a esa familia. ¿Se ha preguntado usted cuánto le va a costar la dote? –                     ¡Bah!, poco importa eso. Seguro que aquí es casi nada. –                     Se habla de veinte mil piastras (cinco mil francos) –                     Pues sí, me parece bien –                     ¡Pero cómo!, ¡si es usted quien tiene que pagarlas! –                     ¡Ah, eso es muy distinto…! o sea, que ¿soy yo el que tiene que aportar una dote en lugar de recibirla? –                     Naturalmente. ¿Ignoraba que esa es la costumbre de aquí? –                     Como me hablaron de un matrimonio a la europea… –                     El matrimonio, sí; pero esa suma se paga siempre. Es una pequeña compensación para la familia. Entonces comprendí las prisas de los padres en este país por casar a sus hijas. Por otra parte, nada más justo, en mi opinión, que reconocer mediante ese pago, el esfuerzo que realiza esta gente trayendo al mundo y criando para otros a una criatura tan graciosa y bien proporcionada. Al parecer, la dote, o mejor dicho, el ajuar, cuyo mínimo ya indiqué, crece proporcionalmente a la belleza de la esposa y a la posición de los padres. Súmese a todo esto los gastos de la boda, y comprobarán que un matrimonio a la copta se convierte en una formalidad bastante costosa. Lamenté que la última proposición que me hicieran estuviera en aquellos momentos muy por encima de mis posibilidades. Por lo demás la opinión de Abdallah era que por el mismo precio se podía adquirir todo un serrallo en el bazar de las esclavas.            [1] General. [2] Médico marsellés (1796-1868) que pasó al servicio de Méhémet-Ali como cirujano en jefe de la armada. Fundó la escuela de medicina de El Cairo y publicó en 1840 un Aperçu général sur l’Egypte del que Nerval ha tomado algunos préstamos. Ver más adelante el capítulo II, 5 y la carta a su padre del 2 de mayo de 1843 (GR) [3] “Hoy es el Domingo de Ramos” [4] Rabelais, Tiers Livre, chap. IX.

Esmeralda de Luis y Martínez 6 febrero, 2012 6 febrero, 2012 Clot-Bey, Jardín de Rosette, Soliman Aga
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II. Las esclavas – I. Un amanecer…  ¡Qué extraña cosa es nuestra vida! Cada mañana, click en ese duerme vela en donde poco a poco triunfa la razón sobre las enloquecidas imágenes del sueño, sale tengo la sensación de que lo más lógico y natural, conforme a mi origen parisino, sería despertarme a la claridad de un cielo gris, con el ruido de las ruedas de los carruajes golpeando el pavimento, en alguna habitación de aspecto triste, sembrada de muebles angulosos en donde la imaginación se aplastara contra los cristales como un insecto aprisionado. Y de pronto, con una viva extrañeza, me encuentro a mil leguas de mi patria y abriendo mis sentidos poco a poco a las vagas impresiones de un mundo que es la perfecta antítesis del nuestro. La voz del turco que canta en el vecino minarete, la esquila y el pesado trote del camello que pasa, y a veces, un raro quejido, los rumores e indistintos sonidos que dan vida al aire, a la madera y a la muralla; el alba temprana que dibuja en el techo las mil filigranas recortadas de las ventanas; una brisa matutina cargada de intensos perfumes que levanta la cortina de la puerta y me permite percibir, por encima de los muros del patio, las testas flotantes de las palmeras. Todo esto me sorprende, me complace o… me entristece, según los días, pues tampoco voy a defender que un eterno verano sea siempre fuente de una vida feliz. El negro sol de la melancolía que derrama oscuros rayos sobre la frente del ángel soñador de Alberto Durero[1], también se levanta a veces, tanto en las luminosas tierras del Nilo, como a orillas del Rin, en un frío paisaje de Alemania. Incluso diría que, a falta de niebla, el polvo es un triste velo en la claridad de un día en Oriente. A veces, en la casa en donde vivo, en el barrio copto, subo hasta la terraza para ver cómo los primeros rayos del sol abrazan a lo lejos la llanura de Heliópolis y las laderas del Mokatam, por donde se extiende la ciudad de los muertos, entre El Cairo y el Matarée. Es un hermoso espectáculo cuando la aurora va coloreando poco a poco las cúpulas y los menudos arcos de las tumbas consagradas a las tres dinastías de califas sudaneses y sultanes, que desde al año 1000 han gobernado Egipto. Sólo uno de los obeliscos del antiguo templo del sol ha permanecido en pie en esta llanura, como un centinela olvidado, erecto, se yergue en medio de un tupido bosquecillo de palmeras y sicomoros, y siempre recibe la primera mirada del dios que antaño fuera adorado a sus pies. La aurora en Egipto no tiene esos bellos tintes bermejos que se pueden admirar en las Cícladas o en las costas de Candía. El sol estalla de pronto al borde del cielo, precedido tan solo de un vago resplandor blancuzco. A veces, parece esforzarse en levantar los largos pliegues de un sudario grisáceo, y se nos presenta pálido y despojado de sus rayos, como el Osiris subterráneo. Su huella descolorida entristece aún más el árido cielo, que se asemeja entonces, hasta el punto de confundirse, al cielo encapotado de nuestra Europa, pero que lejos de atraer la lluvia, absorbe toda la humedad. Esta espesa polvareda que carga el horizonte jamás se despeja con frescas nubes como nuestras brumas: a penas sale el sol, en el cenit de su fuerza, consigue perforar la atmósfera cenicienta bajo la forma de un disco rojo, cuando se podría pensar que había salido de las forjas líbicas del dios Ptah. En ese punto se comprende la profunda melancolía del viejo Egipto, esa preocupación frecuente por el sufrimiento y los sepulcros, que nos transmiten los monumentos. Es Tifón triunfando por un tiempo sobre las divinidades bienhechoras; irritando los ojos, resecando los pulmones, y lanzando nubarrones de insectos sobre campos y huertos.[2] Las he visto pasar como mensajeras del hambre y de la muerte; la atmósfera preñada de ellas y mirando por encima de la cabeza, a falta de referencias conocidas, las tomé en un principio por bandadas de pájaros. Abdallah, que había subido a la terraza al mismo tiempo, hizo un círculo en el aire con la larga vara de su chibukí[3], y derribó dos o tres al suelo. Sacudió la cabeza mirando aquellas enormes langostas verdes y rosadas, y me dijo: –          ¿No las ha comido nunca? No pude evitar hacer un gesto de rechazo hacia semejante alimento, a pesar de que, despojadas de las alas y las patas, deben parecerse sobremanera a las gambas del océano.  –          “Es una buena provisión en el desierto, me dijo Abdallah; se las ahuma, se las sala, y más o menos, el gusto se aproxima al del arenque ahumado, que con pasta de sorgo, forman un excelente alimento. –                     A propósito, repuse, ¿no sería posible que me cocinaran aquí algo egipcio?. Me resulta aburrido acercarme a comer dos veces al día al hotel. –                     Tiene usted razón, dijo Abdallah, habrá que contratar los servicios de un cocinero. –                     ¡Pero bueno!, ¿es que el barbarín no sabe hacer nada?. –                     ¡Uy, nada!. Él está aquí para abrir la puerta y mantener la casa limpia, y eso es todo. –                     Y usted mismo, ¿no sería capaz de poner al fogón un pedazo de carne?, en fin, ¿de preparar alguna cosa? –                     ¿Está usted hablando de mí?. Exclamó Abdallah con un tono profundamente herido. No señor, yo no se nada parecido. –                     ¡Qué lástima!, repuse, para seguir con la broma, esta mañana habríamos podido, entre otras cosas, haber desayunado unas langostas; pero, hablando seriamente, me gustaría comer aquí. En la ciudad hay carniceros, fruteros y pescaderos…No creo que pretenda nada extraordinario. –                     Nada más simple, en efecto: coja un cocinero. Únicamente que, un cocinero europeo le costará un tálero diario. Con la dificultad que incluso tienen los mismísimos beys, pachás y hoteleros, de procurarse uno. –                     A mí me gustaría uno del país, y que me preparase lo que come todo el mundo. –                     Está bien, podremos encontrar uno donde el señor Jean. Es un compatriota suyo, propietario de un cabaret en el barrio copto, y en cuya casa se da cita la gente desempleada. [1] El símbolo del sol negro viene a la vez del grabado MELANCOLÍA de Durero, del SONGE (o Discours du Christ Mort) de Jean Paul y, más directamente sin duda, de la iconografía alquímica. Se le vuelve a encontrar en AURELIA (II.4), EL DESDICHADO (v. 4) y, bajo una forma diferente, en LE CHRIST AUX OLIVIERS (II, 9-10 y III, 6) Acerca de la fortuna literaria de este símbolo, ver el artículo de H. Tuzet, en REVUE DES SCIENCES HUMAINES, oct.-dic. 1957 – En cuanto al grabado de Durero, emblema del temperamento melancólico y saturniano, fascinaba a Nerval, que lo evoca igualmente en AURELAI I,2. [2] Egipto como país de la melancolía y de la muerte: Nerval insiste en ello y evoca al “Osiris subterráneo”, en la parte oculta de la germinación, y a Tifón, dios cruel y estéril, polo negativo de la religión egipcia, opuesto a los poderes salvadores de Isis. Ver también pg. 95 t-II. [3] Pipa de tabaco larga y fina.

Esmeralda de Luis y Martínez 6 febrero, 2012 6 febrero, 2012 el amanecer en el Mataré, Heliópolis, Las esclavas, las langostas, Ptah
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